La fiesta del chivo

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LA FIESTA DEL CHIVO

Mario Vargas Llosa revive en esta novela al dictador dominicano Leonidas Trujillo Mario Vargas Llosa Perú 2000 Corre todavía el mito de que en los años 60, cuando los escritores de América Latina navegaban la cresta de la ola literaria, varios miembros de la generación del boom concibieron la audaz idea de escribir, a muchas manos, la Gran Novela del Dictador. Este plan maestro, si es que en realidad se fraguó, tiene todos los visos de una de esas epifanías de sobremesa que, avivadas por el buen vino y una parsimoniosa digestión, resultan tan seductoras en el momento como impracticables después. Sin embargo, varios novelistas del boom (y de su vecindario literario) terminaron por parir, por separado, novelas de la estirpe que había fundado Miguel Ángel Asturias en 1946 con El señor presidente, y que iba a terminar por convertirse en el género latinoamericano por excelencia. Fue así como aparecieron Yo, el supremo, de Arturo Roa Bastos (1973), El recurso del método, de Alejo Carpentier (1974), y El otoño del patriarca (1975), de Gabriel García Márquez. La última de esta prole, la que más duró en gestación (desde 1975, cuando Mario Vargas Llosa estaba dirigiendo su malhadada versión cinematográfica de Pantaleón y las visitadoras en República Dominicana), fue La fiesta del Chivo, que apareció en 2000. Vargas Llosa ya había incursionado, aunque de forma sesgada, en la Novela del Dictador con su gran obra maestra Conversación en La Catedral (1969), pero allí el dictador era una presencia invisible que presidía como un dios siniestro y remoto los destinos de los protagonistas. En La fiesta del Chivo, por el contrario, Vargas Llosa revive, de cuerpo entero, a un dictador histórico: Leonidas Trujillo. El dictador de Vargas Llosa no es, por consiguiente, el personaje hiperbólico del mito, como en la extraordinaria y delirante novela de García Márquez, sino un ser de carne y hueso, a un tiempo siniestro y ridículo, cruel y patético, teatral y mezquino, envilecido por el poder supremo y afligido por los estragos de la incontinencia. “Ansioso, observó las sábanas: la informe manchita grisácea envilecía la blancura del lino. Se le había salido otra vez… ¡Coño! ¡Coño! Éste no era un enemigo que pudiera derrotar como a estos cientos, miles que había enfrentado y vencido, a lo largo de los años, comprándolos, intimidándolos o matándolos. Vivía dentro de él, carne de su carne, sangre de su sangre. Lo estaba destruyendo precisamente cuando necesitaba más fuerza y salud que nunca”. Pero la novela no se limita a pintar el retrato del dictador. Fiel a la técnica de los ‘vasos comunicantes’ que ha empleado en todas sus grandes novelas, Vargas Llosa construye una compleja estructura en la que se entretejen, como en una fuga musical, diversas voces narrativas. El eje estructural de la novela es la descripción pormenorizada del último día de Trujillo, visto, en primera instancia, a través de sus propios ojos. Este hilo narrativo, que nos permite conocer las idiosincrasias del dictador y su relación con sus allegados y subalternos, alterna con la


descripción de los preparativos para su asesinato y con las historias individuales de los conspiradores. El tercer hilo narrativo cuenta la historia de Urania, hija de Agustín Cabral, el esbirro en jefe de Trujillo, quien regresa a Santo Domingo, 40 años después del magnicidio, para confrontar a su padre por haberla entregado al dictador, como un trofeo de caza, cuando aún era una niña. La novela se puede leer, por supuesto, como una gran alegoría en la que Urania personifica el país violado y traumatizado por un dictador impotente, pero esta lectura no le hace justicia a la sutileza con la que Vargas Llosa dibuja a sus personajes, particularmente a los conspiradores. Es conmovedor ver cómo caen torturados o masacrados estos “héroes” accidentales, motivados no por altruismo o por convencimiento político, sino por la más escueta venganza. Son las víctimas póstumas de un dictador que parece seguir ejerciendo su poder desde la muerte. Vargas Llosa no es -como Nabokov, como Updike, como García Márquez- un orfebre de las palabras. Para él, la filigrana del lenguaje es subsidiaria al rigor de la estructura, y La fiesta del Chivo es una de sus construcciones más complejas y a la vez más fluidas. Sin embargo, este espléndido diseño formal no obedece a un mero alarde de virtuosismo, sino a las exigencias dramáticas de una novela que aspira a capturar, en todo su apocalíptico esplendor, la vida, pasión y muerte de un tirano.


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