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Mario Vargas Llosa
La Fiesta del Chivo
Mario Vargas Llosa
Nació en Arequipa (Perú) en 1936. Tras la publicación de un libro de relatos (Losjefes,
1959), el enorme éxito de sus primeras novelas (La ciudady losperros, 1962, Premio
Biblioteca Breve y Premio de la Crítica en España, La casa verde, 1966, y
Conversación en La Catedral) lo convierte en uno de los representantes más señeros
del boom latinoamericano. A partir de este período, su biografía y su bibliografía se
van enriqueciendo hasta niveles que sólo los más grandes autores alcanzan. Mario
Vargas Llosa ha obtenido los más importantes galardones literarios, desde el Leopoldo
Alas por Losjefes hasta el Cervantes de 1994, pasando por el ya mencionado
Biblioteca Breve, el Formentor, el Rómulo Gallegos, el Príncipe de Asturias, el Planeta,
etcétera. En 1997 Alfaguara publicó su, hasta ese momento, última novela Los
cuadernos de don Rigoberto.
Profesor universitario, articulista, académico, ensayista político, Vargas Llosa es
actualmente una de las personalidades intelectuales de más peso en el mundo entero.
A Lourdes y José Israel Cuello,
y a tantos amigos dominicanos.
«El pueblo celebra con gran entusiasmo la Fiesta del Chivo el treinta de mayo.»
Mataron al Chivo Merengue dominicano
I
Urania. No le habían hecho un favor sus padres; su nombre daba la idea de un
planeta, de un mineral, de todo, salvo de la mujer espigada y de rasgos finos, tez
bruñida y grandes ojos oscuros, algo tristes, que le devolvía el espejo. ¡Urania! Vaya
ocurrencia. Felizmente ya nadie la llamaba así, sino Uri, Miss Cabral, Mrs. Cabral o
Doctor Cabral. Que ella recordara, desde que salió de Santo Domingo («Mejor dicho,
de Ciudad Trujillo», cuando partió aún no habían devuelto su nombre a la ciudad
capital), ni en Adrian, ni en Boston, ni en Washington D.C., ni en New York, nadie había
vuelto a llamarla Urania, como antes en su casa y en el Colegio Santo Domingo, donde
las sisters y sus compañeras pronunciaban correctísimamente el disparatado nombre
que le infligieron al nacer. ¿Se le ocurriría a él, a ella? Tarde para averiguarlo,
muchacha; tu madre estaba en el cielo y tu padre muerto en vida. Nunca lo sabrás.
¡Urania! Tan absurdo como afrentar a la antigua Santo Domingo de Guzmán
llamándola Ciudad Trujillo. ¿Sería también su padre el de la idea?
Está esperando que asome el mar por la ventana de su cuarto, en el noveno piso del
Hotel Jaragua, y por fin lo ve. La oscuridad cede en pocos segundos y el resplandor
azulado del horizonte, creciendo deprisa, inicia el espectáculo que aguarda desde que
despertó, a las cuatro, pese a la pastilla que había tomado rompiendo sus
prevenciones contra los somníferos. La superficie azul oscura del mar, sobrecogida
por manchas de espuma, va a encontrarse con un cielo plomizo en la remota Línea del
horizonte, y, aquí, en la costa, rompe en olas sonoras y espumosas contra el Malecón,
del que divisa pedazos de calzada entre las palmeras y almendros que lo bordean.
Entonces, el Hotel Jaragua miraba al Malecón de frente. Ahora, de costado. La
memoria le devuelve aquella imagen -¿de ese día?- de la niña tomada de la mano por
su padre, entrando en el restaurante del hotel, para almorzar los dos solos. Les dieron
una mesa junto a la ventana, y, a través de los visillos, Uranita divisaba el amplio jardín
y la piscina con trampolines y bañistas. Una orquesta tocaba merengues en el Patio
Español, rodeado de azulejos y tiestos con claveles. ¿Fue aquel día? «No», dice en
voz alta. Al Jaragua de entonces lo habían demolido y reemplazado por este
voluminoso edificio color pantera rosa que la sorprendió tanto al llegar a Santo
Domingo tres días atrás.
¿Has hecho bien en volver? Te arrepentirás, Urania. Desperdiciar una semana de
vacaciones, tú que nunca tenías tiempo para conocer tantas ciudades, regiones, países
que te hubiera gustado ver -las cordilleras y los lagos nevados de Alaska, por ejemplo-
retornando a la islita que juraste no volver a pisar. ¿Síntoma de decadencia?
¿Sentimentalismo otoñal? Curiosidad, nada más. Probarte que puedes caminar por las
calles de esta ciudad que ya no es tuya, recorrer este país ajeno, sin que ello te
provoque tristeza, nostalgia, odio, amargura, rabia. ¿O has venido a enfrentar a la ruina
que es tu padre? A averiguar qué impresión te hace verlo, después de tantos años. Un
escalofrío le corre de la cabeza a los Pies. ¡Urania, Urania! Mira que si, después de
todos estos años, descubres que, debajo de tu cabecita voluntariosa, ordenada,
impermeable al desaliento, detrás de esa fortaleza que te admiran y envidian, tienes un
corazoncito tierno, asustadizo, lacerado, sentimental. Se echa a reir. Basta de
boberías, muchacha.
Se pone las zapatillas, el pantalón, la blusa de deportes, sujeta sus cabellos con una
redecilla. Bebe un vaso de agua fría y está a punto de encender la televisión para ver
la CNN pero se arrepiente. Permanece junto a la ventana, mirando el mar, el Malecón,
y luego, volviendo la cabeza, el bosque de techos, torres, cúpulas, campanarios y
copas de árboles de la ciudad. ¡Cuánto ha crecido! Cuando la dejaste, en 1961,
albergaba trescientas mil almas. Ahora, más de un millón. Se ha llenado de barrios,
avenidas, parques y hoteles. La víspera, se sintió una extraña dando vueltas en un
auto alquilado por los elegantes condominios de Bella Vista y el inmenso parque El
Mirador donde había tantos joggers como en Central Park. En su niñez, la ciudad
terminaba en el Hotel El Embajador; a partir de allí todo eran fincas, sembríos. El
Country Club, donde su padre la llevaba los domingos a la piscina, estaba rodeado de
descampados, en vez de asfalto, casas y postes del alumbrado como ahora.
Pero la ciudad colonial no se ha remozado, ni tampoco Gazcue, su barrio. Y está
segurísima de que su casa cambió apenas. Estará igual, con su pequeño jardín, el
viejo mango y el flamboyán de flores rojas recostado sobre la terraza donde solían
almorzar al aire libre los fines de semana; su techo de dos aguas y el balconcito de su
dormitorio, al que salía a esperar a sus primas Lucinda y Manolita, y, ese último
año,1961, a espiar a ese muchacho que pasaba en bicicleta, mirándola de reojo, sin
atreverse a hablarle. ¿Estaría igual por dentro? El reloj austríaco que daba las horas
tenía números góticos y una escena de caza. ¿Estaría igual tu padre? No. Lo has visto
declinar en las fotos que cada cierto número de meses o años te mandaban la tía
Adelina y otros remotos parientes que continuaron escribiéndote, pese a que nunca
contestaste sus cartas.
Se deja caer en un sillón. El sol del amanecer alancea el centro de la ciudad; la
cúpula del Palacio Nacional y el ocre pálido de sus muros destella suavemente bajo la
cavidad azul. Sal de una vez, pronto el calor será insoportable. Cierra los ojos, ganada
por una inercia infrecuente en ella, acostumbrada a estar siempre en actividad, a no
perder tiempo en lo que, desde que volvió a poner los pies en tierra dominicana, la
ocupa noche y día: recordar. «Esta hija mía siempre trabajando, hasta dormida repite la
lección.» Eso decía de ti el senador Agustín Cabral, el ministro Cabral, Cerebrito
Cabral, jactándose ante sus amigos de la niña que sacó todos los premios, la alumna
que las sisters ponían de ejemplo. ¿Se jactaría delante del Jefe de las proezas
escolares de Uranita? «Me gustaría tanto que usted la conociera, sacó el Premio de
Excelencia todos los años desde que entró al Santo Domingo. Para ella, conocerlo,
darle la mano, sería la felicidad. Uranita reza todas las noches porque Dios le conserve
esa salud de hierro. Y, también, por doña Julia y doña María. Háganos ese honor. Se
lo pide, se lo ruega, se lo implora el más fiel de sus perros. Usted no puede negármelo:
recíbala. ¡Excelencia! ¡Jefe!»
¿Lo detestas? ¿Lo odias? ¿Todavía? «Ya no», dice en voz alta. No habrías vuelto si
el rencor siguiera crepitando, la herida sangrando, la decepción anonadándote,
envenenándola, como en tu juventud, cuando estudiar, trabajar, se convirtieron en
obsesionante remedio para no recordar. Entonces sí lo odiabas. Con todos los átomos
de tu ser, con todos los pensamientos y sentimientos que te cabían en el cuerpo. Le
habías deseado desgracias, enfermedades, accidentes. Dios te dio gusto, Urania. El
diablo, más bien. ¿No es suficiente que el derrame cerebral lo haya matado en vida?
¿Una dulce venganza que estuviera hace diez años en silla de ruedas, sin andar,
hablar, dependiendo de una enfermera para comer, acostarse, vestirse, desvestirse,
cortarse las uñas, afeitarse, orinar, defecar? ¿Te sientes desagraviada? «No.»
Toma un segundo vaso de agua y sale. Son las siete de la mañana. En la planta baja
del Jaragua la asalta el ruido, esa atmósfera ya familiar de voces, motores, radios a
todo volumen, merengues, salsas, danzones y boleros, o rock y rap, mezclados,
agrediéndose y agrediéndola con su chillería. Caos animado, necesidad profunda de
aturdirse para no pensar y acaso ni siquiera sentir, del que fue tu pueblo, Urania.
También, explosión de vida salvaje, indemne a las oleadas de modernización. Algo en
los dominicanos se aferra a esa forma prerracional, mágica: ese apetito por el ruido.
(«Por el ruido, no por la música.»)
No recuerda que, cuando ella era niña y Santo Domingo se llamaba Ciudad Trujillo,
hubiera un bullicio semejante en la calle. Tal vez no lo había; tal vez, treinta y cinco
años atrás, cuando la ciudad era tres o cuatro veces más pequeña, provinciana, aislada
y aletargada por el miedo y el servilismo, y tenía el alma encogida de reverencia y
pánico al jefe, al Generalísimo, al Benefactor, al Padre de la Patria Nueva, a Su
Excelencia el Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, era más callada, menos frenética.
Hoy, todos los sonidos de la vida, motores de automóviles, casetes, discos, radios,
bocinas, ladridos, gruñidos, voces humanas, parecen a todo volumen, manifestándose
al máximo de su capacidad de ruido vocal, mecánico, digital o animal (los perros ladran
más fuerte y los pájaros pían con más ganas). ¡Y que New York tenga fama de ruidosa!
Nunca, en sus diez años de Manhattan, han registrado sus oídos nada que se parezca
a esta sinfonía brutal, desafinada, en la que está inmersa hace tres días.
El sol enciende las palmeras canas de enhiestas copas, la acera quebrada y como
bombardeada por la cantidad de hoyos y los altos de basuras, que unas mujeres con
pañuelos en la cabeza barren y recogen en unas bolsas insuficientes. «Haitianas.»
Ahora están calladas, pero, ayer, cuchicheaban entre ellas en creole. Poco más
adelante, ve a los dos haitianos descalzos y semidesnudos sentados en unos cajones,
al pie de las decenas de pinturas de vivísimos colores, desplegadas sobre un muro. Es
verdad, la ciudad, acaso el país, se llenó de haitianos. Entonces, no ocurría. ¿No lo
decía el senador Agustín Cabral? «Del Jefe se dirá lo que se quiera. La historia le
reconocerá al menos haber hecho un país moderno y haber puesto en su sitio a los
haitianos. ¡A grandes males, grandes remedios!» El jefe encontró un paisito
barbarizado por las guerras de caudillos, sin ley ni orden, empobrecido, que estaba
perdiendo su identidad, invadido por los hambrientos y feroces vecinos. Vadeaban el
río Masacre y venían a robarse bienes, animales, casas, quitaban el trabajo a nuestros
obreros agrícolas, pervertían nuestra religión católica con sus brujerías diabólicas,
violaban a nuestras mujeres, estropeaban nuestra cultura, nuestra lengua y costumbres
occidentales e hispánicas, imponiéndonos las suyas, africanas y bárbaras. El Jefe
cortó el nudo gordiano: «¡Basta!». ¡A grandes males, grandes remedios! No sólo
justificaba aquella matanza de haitianos del año treinta y siete; la tenía como una
hazaña del régimen. ¿No salvó a la República de ser prostituida una segunda vez en la
historia por ese vecino rapaz? ¿Qué importan cinco, diez, veinte mil haitianos si se trata
de salvar a un pueblo?
Camina deprisa, reconociendo los hitos: el Casino de Güibia, convertido en club, y el
balneario ahora apestado por las cloacas; pronto llegará a la esquina del Malecón y la
avenida Máximo Gómez, el itinerario del jefe en sus caminatas vespertinas. Desde que
los médicos le advirtieron que era bueno para el corazón, iba de la Estancia Radhamés
hacia la Máximo Gómez, con una escala en casa de doña Julia, la Excelsa Matrona,
donde Uranita entró una vez a decir un discurso que casi no pudo pronunciar, y bajaba
hasta este malecón George Washington, en esta esquina doblaba y seguía hasta el
obelisco imitado del de Washington, a paso vivo, rodeado de ministros, asesores,
generales, ayudantes, cortesanos, a respetuosa distancia, los ojos alertas, el corazón
esperanzado, aguardando un gesto, un ademán que les permitiera acercarse al jefe,
escucharlo, merecer un diálogo, aunque fuera una recriminación. Todo, menos ser
mantenidos lejos, en el infierno de los olvidados. «¿Cuántas veces paseaste entre
ellos, papá? ¿Cuántas mereciste que te hablara? Y cuántas volviste entristecido porque
no te llamó, temeroso de no estar ya en el círculo de los elegidos, de haber caído entre
los réprobos. Siempre viviste aterrado de que contigo se repitiera la historia de
Anselmo Paulino. Y se repitió, papá.»
Urania se ríe y una pareja en bermudas que camina en dirección contraria cree que es
con ellos: «Buenos días». Pero no es con ellos que se ríe, sino con la imagen del
senador Agustín Cabral trotando cada tarde por este Malecón, entre los sirvientes de
lujo, atento, no a la cálida brisa, los rumores del mar, la acrobacia de las gaviotas ni a
las radiantes estrellas del Caribe, sino a las manos, los ojos, los movimientos del jefe,
que tal vez lo llamarían, prefiriéndolo a los demás. Ha llegado al Banco Agrícola.
Luego vendrá la Estancia Ramfis, donde continúa la Secretaría de Relaciones
Exteriores, y el Hotel Hispaniola. Y media vuelta.
«Calle César Nicolás Penson, esquina Galván», piensa. ¿Iría o regresaría a New York
sin echar una ojeada a su casa? Entrarás y le preguntarás a la enfermera por el
inválido y subirás al dormitorio y a la terraza donde lo sacan a dormir sus siestas, esa
terraza que se ponía roja con las flores del flamboyán. «Hola, papá. Cómo estás, papá.
¿No me reconoces? Soy Urania. Claro, qué me vas a reconocer. La última vez yo
tenía catorce y ahora cuarenta y nueve. Una punta de años, papá. ¿No era ésa la
edad que tú tenías, el día que me fui a Adrian? Si, cuarenta y ocho o cuarenta y nueve.
Un hombre en plena madurez. Ahora, estás por cumplir ochenta y cuatro. Te has
vuelto viejísimo, papá.» Si está en condiciones de pensar, habrá tenido mucho tiempo
en estos años para hacer un balance de su larga vida. Habrás pensado en tu hija
ingrata, que en treinta y cinco años no te contestó una carta, ni envió una foto, ni una
felicitación de cumpleaños, Navidades o Año Nuevo, que ni siquiera cuando te vino el
derrame y tías, tíos, primos y primas creían que te morías, vino ni preguntó por tu
salud. Qué hija malvada, papá.
La casita de César Nicolás Penson, esquina Galván, ya no recibirá a los visitantes, en
el vestíbulo de la entrada, donde se acostumbraba poner la imagen de la Virgencita de
la Altagracia, con esa placa de bronce jactancioso: «En esta casa Trujillo es el Jefe».
¿O la has conservado, en prueba de lealtad? La lanzarías al mar como los miles de
dominicanos que la compraron y colgaron en el lugar más visible de la casa, para que
nadie fuera a dudar de su fidelidad al jefe, y que, cuando el hechizo se trizó quisieron
borrar las pistas, avergonzados de lo que ella representaba: su cobardía. A que tú
también la desapareciste, papá.
Ha llegado al Hispaniola. Está sudando, el corazón acelerado. Pasa un doble río de
autos, camionetas y camiones por la avenida George Washington y le parece que
todos llevan la radio encendida y que el ruido le reventará los tímpanos. A ratos, de
algún vehículo asoma una cabeza masculina y un instante los suyos se encuentran con
unos ojos varoniles que le miran los pechos, las piernas o el trasero. Esas miradas.
Está esperando un hueco que le permita cruzar y una vez más se dice, como ayer,
como anteayer, que está en tierra dominicana. En New York ya nadie mira a las
mujeres con ese desparpajo. Midiéndola, sopesándola, calculando cuánta carne hay
en cada una de sus tetas y muslos, cuántos vellos en su pubis y la curva exacta de sus
nalgas. Cierra los ojos, presa de un ligero vahído. En New York, ya ni los latinos,
dominicanos, colombianos, guatemaltecos, miran así. Han aprendido a reprimirse,
entendido que no deben mirar a las mujeres como miran los perros a las perras, los
caballos a las yeguas, los puercos a las puercas.
En un intervalo de vehículos, cruza, a la carrera. En vez de dar media vuelta y
emprender el regreso hacia el Jaragua, sus pasos, no su voluntad, la llevan a
contornear el Hispaniola y regresar por independencia, una avenida que, si no la
traiciona su memoria, avanza desde aquí, cargada de una doble alameda de frondosos
laureles cuyas crestas se abrazan sobre la calzada, refrescándola, hasta bifurcarse y
desaparecer ya en plena ciudad colonial. Cuántas veces caminaste de la mano de tu
padre, bajo la sombra rumorosa de los laureles de Independencia. Bajaban desde
César Nicolás Penson hasta esta avenida e iban hasta el parque Independencia. En la
heladería italiana, a mano derecha, al comenzar El Conde, tomaban un helado de coco,
mango o guayaba. Qué orgullosa te sentías de la mano de ese señor -el senador
Agustín Cabral, el ministro Cabral. Todos lo conocían. Se acercaban, le daban la
mano, se quitaban el sombrero, le hacían venias, guardias y militares chocaban los
tacos al verlo pasar. Cómo echarías de menos esos años en que eras tan importante,
papá, cuando te volviste un pobre diablo del montón. A ti se contentaron con insultarte
en El Foro Público, pero no te metieron a la cárcel como a Anselmo Paulino. ¿Es lo que
más temías, cierto? Que, un buen día, el jefe ordenara: ¡Cerebrito a la cárcel! Tuviste
suerte, papá-
Lleva tres cuartos de hora y falta un buen trecho hasta el hotel. Si hubiera sacado
dinero, se metería a cualquier cafetería a tomar desayuno y descansar. El sudor la
obliga a secarse la cara todo el tiempo. Los años, Urania. A los cuarenta y nueve ya
no se es joven. Por más que te conserves mejor que otras. Pero, no estás para ser
arrumbada como trasto viejo, a juzgar por esas miradas que, a derecha e izquierda, se
posan en su cara y su cuerpo, insinuantes, codiciosas, descaradas, insolentes, de
machos acostumbrados a desvestir con los ojos y los pensamientos a todas las
hembras de la calle. «Unos cuarenta y nueve años maravillosamente bien llevados,
Uri», dijo Dick Litney, su colega y amigo de bufete en New York, el día de su
cumpleaños, audacia que ningún varón de la oficina se hubiera permitido a menos de
tener, como Dick esa noche, dos o tres whiskys en el cuerpo. Pobre Dick. Se ruborizó
y confundió cuando Urania lo congeló con una de esas miradas lentas con las que
desde hace treinta y cinco años enfrenta las galanterías, chistes subidos de color,
gracias, alusiones o majaderías de los hombres, y, a veces, de las mujeres.
Se detiene, para recuperar el aliento. Siente su corazón descontrolado, su pecho
subiendo y bajando. Está en la esquina de Independencia y Máximo Gómez,
esperando entre un racimo de hombres y mujeres para cruzar. Su nariz registra una
variedad tan grande de olores como el sinfín de ruidos que martillean sus oídos: el
aceite que queman los motores de las guaguas y despiden los tubos de escape,
lengüetas humosas que se deshacen o quedan flotando sobre los peatones; olores a
grasa y fritura, de un puesto donde chisporrotean dos sartenes y se ofrecen viandas y
bebidas, y ese aroma denso, indefinible, tropical, a resinas y matorrales en
descomposición, a cuerpos transpirando, un aire impregnado de esencias animales,
vegetales y humanas que el sol protege, demorando su disolución y evanescencia. Es
un olor cálido, que toca alguna fibra íntima de su memoria y la devuelve a su infancia, a
las trinitarias multicolores colgadas de techos y balcones, a esta avenida Máximo
Gómez. ¡El Dia de las Madres! Por supuesto. Mayo de sol radiante, lluvias diluviales,
calor. Las niñas elegidas del Colegio Santo Domingo para traerle flores a Mamá Julia,
la Excelsa Matrona, progenitora del Benefactor, espejo y símbolo de la madre
quisqueyana. Vinieron en una guagua del colegio, en sus uniformes blancos
inmaculados, acompañadas de la superiora y de síster Mary. Ardías de curiosidad,
orgullo, cariño y respeto. Ibas a entrar en representación del colegio a casa de Mamá
Julia. Ibas a recitarle el poema «Madre y maestra, Matrona Excelsa», que habías
escrito, aprendido y recitado decenas de veces, ante el espejo, ante tus compañeras,
ante Lucinda y Manolita, ante papá, ante las sisters, y que habías repetido en silencio
para estar segura de no olvidar una sílaba. Llegado el glorioso instante, en la gran casa
rosada de Mamá Julia, aturdida por los militares, señoras, ayudantes, delegaciones que
atestaban jardines, cuartos, pasillos, sobrecogida de emoción, ternura, al dar un paso
adelante apenas a un metro de la anciana que le sonreía con benevolencia desde su
mecedora, con el ramo de rosas que acababa de entregarle la superiora, se le cerró la
garganta y su mente quedó en blanco. Te echaste a llorar. Escuchabas risas, palabras
animosas, de las señoras y señores que rodeaban a Mami Julia.
La Excelsa Matrona hizo que te acercaras, risueña. Entonces, Uranita se compuso,
se secó las lágrimas, se enderezó y, firme y rápida, aunque sin la entonación debida,
recitó «Madre y maestra, Matrona Excelsa», de corrido.
La aplaudieron. Mamá Julia le acarició los cabellos y su boquita fruncida en mil
arrugas la besó.
Por fin, cambia la luz. Urania continúa su marcha, protegida del sol por la sombra de
los árboles de la Máximo Gómez. Hace una hora que camina. Es grato andar bajo los
laureles, descubrir esos arbustos de florecillas rojas y pistilo dorado, la cayena o sangre
de Cristo, absorbida en sus pensamientos, arrullada por la anarquía de voces y
músicas, atenta sin embargo a los desniveles, baches, hoyos, deformaciones de las
veredas en que está constantemente a punto de tropezar, o de meter un pie en las
basuras que husmean perros callejeros. ¿Eras feliz, entonces? Cuando fuiste con ese
grupo de alumnas del Santo Domingo a llevarle flores y recitarle el poema, en el Día de
las Madres, a la Excelsa Matrona, lo eras. Aunque, desde que aquella figura
protectora) bellísima, de su infancia, se eclipsó de la casita de César Nicolás Penson,
quizás la noción de felicidad se evaporó también de la vida de Urania. Pero tu padre y
tus tíos -sobre todo, la tía Adelina y el tío Aníbal, y las primas Lucindita y Manolita y los
antiguos amigos hicieron lo posible para llenar la ausencia de tu madre con mimos y
halagos, de modo que no te sintieras sola, disminuida. Tu padre había sido tu padre y
tu madre aquellos años. Por eso lo habías querido tanto. Por eso te había dolido
tanto, Urania.
Cuando llega a la puerta trasera del Jaragua, ancha reja por donde entran los
automóviles, los mayordomos, los cocineros, las camareras, los barrenderos, no se
detiene. ¿Dónde vas? No ha tomado decisión alguna. Por su cabeza, concentrada en
su niñez, en su colegio, en los domingos en que iba con su tía Adelina y sus primas a
las tandas infantiles del Cine Elite, no ha cruzado la idea de no entrar al hotel a
ducharse y desayunar. Sus pies han decidido seguir. Camina sin vacilar, segura del
rumbo, entre peatones y automóviles impacientes por los semáforos. ¿Seguro quieres
ir donde estás yendo, Urania? Ahora, sabes que irás, aunque tengas que lamentarlo.
Dobla a la izquierda en Cervantes y avanza hacia la Bolívar, reconociendo como en
sueños los chalets de uno o dos pisos, con cercos y jardines, terrazas descubiertas y
garajes, que le despiertan un sentimiento familiar, imágenes preservadas, deterioradas,
ligeramente descoloridas, desportilladas, afeadas con añadidos y pegotes, cuartitos
erigidos en las azoteas, ensamblados en los flancos, en medio de los jardines, para
alojar a los vástagos que se casan y no pueden vivir solos y vienen a añadirse a las
familias, exigiendo más espacio. Cruza lavanderías, farmacias, florerías, cafeterías,
placas de dentistas, médicos, contadores y abogados. En la avenida Bolívar va como
si estuviera tratando de alcanzar a alguien, como si fuera a echarse a correr. El
corazón se le sale por la boca. En cualquier momento, te desplomarás. A la altura de
Rosa Duarte, tuerce a la izquierda y corre. Pero, el esfuerzo le resulta excesivo y
vuelve a andar, ahora más despacio, muy cerca del muro blancuzco de una casa, por si
el vértigo se repite y debe apoyarse en algo hasta recobrar el aliento. Salvo un ridículo
edificio angostísimo de cuatro pisos, donde estaba la casita con púas del doctor
Estanislas que la operó de las amígdalas, nada ha cambiado; hasta juraría que esas
sirvientas que barren los jardines y las fachadas la van a saludar: «Hola, Uranita.
Cómo estás, muchacha. Cuánto has crecido, niña. Adónde tan apurada, Santa Madre
de Dios».
La casa tampoco ha cambiado tanto, aunque el gris de sus paredes lo recordaba
intenso y es ahora desvaído, con lamparones, descascarado. El jardín se ha
transformado en matorral de yerbas, hojas muertas y grama seca. Nadie lo habrá
regado ni podado hace años. Ahí está el mango. ¿Era ése el flamboyán? Debió de
serlo, cuando tenía hojas y flores; ahora, es un tronco de brazos pelados y raquíticos.
Se recuesta en la puerta de hierro calado que da al jardín. El caminito de losetas con
yerbas en las junturas está enmohecido y, en la terraza y el porche, hay una silla
vencida, con una pata rota. Han desaparecido los muebles de cretona amarilla.
También, la lamparita de la esquina, con cristales esmerilados, que iluminaba la
terraza, en torno a la cual se aglomeraban las mariposas de día y zumbaban insectos
de noche. El balconcito de su dormitorio ya no tiene la trinitaria malva que lo cubría: es
un voladizo de cemento, con manchas herrumbrosas.
Al fondo de la terraza, se abre una puerta con largo gemido. Una figura femenina,
enfundada en un uniforme blanco, la mira con curiosidad:
--¿Busca a alguien?
Urania no puede hablar; está tan agitada, emocionada, asustada. Permanece muda,
mirando a la desconocida.
--¿Qué se le ofrece? -pregunta la mujer.
--Yo soy Urania -dice, al fin-. La hija de Agustín Cabral.
II
Despertó, paralizado por una sensación de catástrofe. Inmóvil, pestañeaba en la
oscuridad, prisionero en una telaraña, a punto de ser devorado por un bicho peludo
lleno de ojos. Por fin pudo estirar la mano hacia el velador donde guardaba el revólver
y la metralleta con el cargador puesto. Pero, en vez del arma, empuñó el reloj
despertador: las cuatro menos diez. Respiró. Ahora si, se había despertado del todo.
¿Pesadillas, de nuevo? Tenía unos minutos todavía, pues, maniático de la puntualidad,
no saltaba de la cama antes de las cuatro. Ni un minuto antes ni uno después.
«A la disciplina debo todo lo que soy», se le ocurrió. Y la disciplina, norte de su vida,
se la debía a los marínes. Cerró los ojos. Las pruebas, en San Pedro de Macorís, para
ser admitido a la Policía Nacional Dominicana que los yanquis decidieron crear al tercer
año de ocupación, fueron durísimas. Las pasó sin dificultad. En el entrenamiento, la
mitad de los aspirantes quedaron eliminados. Él gozó con cada ejercicio de agilidad,
arrojo, audacia o resistencia, aun en aquéllos, feroces, para probar la voluntad y la
obediencia al superior, zambullirse en lodazales con el equipo de campaña o sobrevivir
en el monte bebiendo la propia orina y masticando tallos, yerbas, saltamontes. El
sargento Gittleman le puso la más alta calificación: «Irás lejos, Trujillo». Había ido, sí,
gracias a esa disciplina despiadada, de héroes y místicos, que le enseñaron los
marines. Pensó con gratitud en el sargento Simon Gittleman. Un gringo leal y
desinteresado, en ese país de pijoteros, vampiros y pendejos. ¿Había tenido Estados
Unidos un amigo más sincero que él, los Ultimos treinta y un años? ¿Qué gobierno lo
había apoyado más en la ONU? ¿Cuál fue el primero en declarar la guerra a Alemania
y al Japón? ¿Quién untó con más dólares a representantes, senadores, gobernadores,
alcaldes, abogados y periodistas de Estados Unidos? El pago: las sanciones
económicas de la OEA, para dar gusto al negrito de Rómulo Betancourt y seguir
mamando petróleo venezolano. Si Johnny Abbes hubiera hecho mejor las cosas y la
bomba le hubiera arrancado la cabeza al maricón de Rómulo, no habría sanciones y los
gringos pendejos no joderían con la soberanía, la democracia y los derechos humanos.
Pero, entonces, él no hubiera descubierto que, en ese país de doscientos millones de
pendejos, tenía un amigo como Simon Gittleman. Capaz de iniciar una campaña
personal en defensa de la República Dominicana, desde Phoenix, Arizona, donde vivía
dedicado a los negocios desde que se jubiló de los marines. ¡Sin pedir un centavo!
Había varones así todavía, entre los marines. ¡Sin pedir ni cobrar! Qué lección para
esas sanguijuelas del Senado y la Cámara de Representantes a las que él cebaba ya
tantos años, que siempre querían más cheques, más concesiones, más decretos, más
exoneraciones fiscales, y que, ahora, cuando los necesitaba, se hacían los
desentendidos.
Miró el reloj: cuatro minutos todavía. ¡Gringo magnífico, Simon Gittleman! Un
verdadero marina. Abandonó sus negocios en Arizona, indignado por la ofensiva
contra Trujillo de la Casa Blanca, Venezuela y la OEA, y bombardeó la prensa
norteamericana con cartas, recordando que la República Dominicana fue durante toda
la Era de Trujillo un baluarte del anticomunismo, el mejor aliado de Estados Unidos en
el hemisferio occidental. No contento con eso, fundó -¡de su propio bolsillo, coño!-
comités de apoyo, hizo publicaciones, organizó conferencias. Y, para dar un ejemplo,
se vino a Ciudad Trujillo con su familia y alquiló una casa en el Malecón. Este
mediodía Simon y Dorothy comerían con él en Palacio, y el ex marina recibiría la Orden
del Mérito Juan Pablo Duarte, la más alta condecoración dominicana. ¡Un verdadero
marina, sí señor!
Las cuatro en punto, ahora sí. Encendió la lamparilla de la mesa de noche, se puso
las zapatillas y se levantó, sin la agilidad de antaño. Los huesos le dolían y sentía
resentidos los músculos de las piernas y la espalda, como hacía unos días, en la Casa
de Caoba, la maldita noche de la muchachita desabrida. El disgusto le hizo rechinar los
dientes. Caminaba hacia la silla, donde Sinforoso había dispuesto su traje de sudar y
sus zapatillas de ejercicios, cuando una sospecha lo contuvo. Ansioso, observó las
sábanas: la informe manchita grisácea envilecía la blancura del hilo. Se le había salido,
otra vez. La indignación borró el desagradable recuerdo de la Casa de Caoba. ¡Coño!
¡Coño! Éste no era un enemigo que pudiera derrotar como a esos cientos, miles, que
había enfrentado y vencido, a lo largo de los años, comprándolos, intimidándolos o
matándolos. Vivía dentro de él, carne de su carne, sangre de su sangre. Lo estaba
destruyendo precisamente cuando necesitaba más fuerza y salud que nunca. La
muchachita esqueleto le trajo mala suerte.
Encontró inmaculadamente lavados y planchados el suspensor, el short, la camiseta,
las zapatillas. Se vistió, haciendo gran esfuerzo. Nunca había necesitado muchas
horas de sueño; desde joven, en San Cristóbal, o cuando era jefe de guardas
campestres en el ingenio Boca Chica, cuatro o cinco le bastaban, aun si había bebido y
tirado hasta el amanecer. Su capacidad de recuperación física, con un mínimo de
reposo, contribuyó a su aureola de ser superior. Aquello se terminó. Despertaba
cansado y no conseguía dormir ni cuatro horas; dos o tres a lo más, y sobresaltado por
pesadillas.
La noche anterior estuvo desvelado, a oscuras. Por las ventanas veía las copas de
algunos árboles y un pedazo de cielo tachonado de estrellas. En la noche clara llegaba
hasta él, a ratos, el parloteo de esas viejas trasnochadoras, declamando poesías de
Juan de Dios Peza, de Amado Nervo, de Rubén Darío (lo que le hizo sospechar que se
hallaba entre ellas la Inmundicia Viviente, que sabía de memoria a Darío), los Veinte
poemas de amor de Pablo Neruda y las décimas picantes de Juan Antonio Alix. Y, por
supuesto, los versos de doña María, escritora y moralista dominicana. Se echó a reír,
mientras trepaba a la bicicleta estacionaria y comenzaba a pedalear. Su mujer había
acabado por tomárselo en serio, y, de cuando en cuando, organizaba en el salón de
patinar de la Estancia Radhamés veladas literarias donde traía declamadoras a recitar
versos pendejos. El senador Henry Chirinos, que se las daba de poeta, solía participar
en aquellos encierros, gracias a los cuales cebaba su cirrosis por cuenta del erario.
Para congraciarse con María Martínez esas viejas pendejas, como el propio Chirinos,
se habían aprendido páginas de las Meditaciones morales o parlamentos de la obrita
de teatro Falsa amistad, las recitaban y las pericas aplaudían. Y su mujer -pues esa
vieja gorda y pendeja, la Prestante Dama, era su mujer, después de todo- se había
tomado en serio lo de escritora y moralista. Por qué no. ¿No lo decían los periódicos,
las radios, la televisión? ¿No era libro de lectura obligatoria en las escuelas, esas
Meditaciones morales, prologadas por el mexicano José Vasconcelos, que se
reimprimían cada dos meses? ¿No había sido Falsa amistad el más grande éxito
teatral de los treinta y un años de la Era de Trujillo? ¿No la habían puesto por las nubes
los críticos, los periodistas, los profesores universitarios, los curas, los intelectuales?
¿No le dedicaron un seminario en el Instituto Trujilloniano? ¿No habían elogiado sus
conceptos los ensotanados, los Obispos, esos cuervos traidores, esos judas, que
después de vivir de sus bolsillos, ahora también, igual que los yanquis, se pusieron a
hablar de derechos humanos? La Prestante Dama era escritora y moralista. No gracias
a ella, sino a él, como todo lo que ocurría en este país hacía tres décadas. Trujillo
podía hacer que el agua se volviera vino y los panes se multiplicaran, si le daba en los
cojones. Se lo recordó a María en la última pelea: «Olvidas que esas pendejadas no
las escribiste tú, que no sabes escribir tu nombre sin faltas gramaticales, sino el gallego
traidor de José Almoina, pagado por mí. ¿No sabes lo que dice la gente? Que las
iniciales de Falsa amistad, F y A, quieren decir: Fue Almoina». Tuvo otro acceso de
risa, franca, alegre. Se le había eclipsado la amargura. María se echó a llorar. «¡Cómo
me humillas!», y lo amenazó con quejarse a Mamá Julia. Como si su pobre madre con
sus noventa y seis años estuviera para enredos de familia. Igual que sus hermanos, su
mujer recurría siempre a la Excelsa Matrona como paño de lágrimas. Para hacer las
paces, hubo que untarle la mano una vez más. Pues era verdad lo que decían los
dominicanos en voz baja: la escritora y moralista era una pijotera, un alma llena de
roña. Lo fue desde que eran amantes. Todavía jovencita, se le ocurrió lo de la
lavandería para los uniformes de la Policía Nacional Dominicana, con lo que hizo sus
primeros pesos. El pedaleo le calentó el cuerpo. Se sentía en forma. Quince minutos:
suficiente. Otros quince de remo, antes de empezar la batalla del día.
El remo estaba en un cuartito adjunto, atiborrado de máquinas de ejercicios.
Empezaba a remar, cuando un relincho vibró en la quietud del amanecer, largo,
musical, como jocunda alabanza a la vida. ¿Cuánto tiempo que no montaba? Meses.
Nunca lo había hastiado, después de cincuenta años seguía ilusionándolo, como el
primer sorbo de una copa de brandy español Carlos I, o la primera ojeada al cuerpo
desnudo, blanco, de formas opulentas, de una hembra deseada. Pero, le envenenó
esta idea el recuerdo de la flaquita que ese hijo de puta consiguió metérsela en la
cama. ¿Lo hizo a sabiendas de la humillación que pasaría? No tenía huevos para eso.
Ella se lo habría contado y él, reído a carcajadas. Correría ya por las bocas chismosas,
en los cafetines de El Conde. Tembló de vergüenza y rabia, remando siempre, con
regularidad. Ya sudaba. ¡Si lo vieran! Otro mito que repetían sobre él era: «Trujillo
nunca suda. Se pone en lo más ardiente del verano esos uniformes de paño, tricornio
de terciopelo y guantes, sin que se vea en su frente brillo de sudor». No sudaba si no
quería. Pero, en la intimidad, cuando hacía sus ejercicios, daba permiso a su cuerpo
para que lo hiciera. Esta última época, difícil, cargada de problemas, se privó de los
caballos. A ver si esta semana iba a San Cristóbal. Cabalgaría solitario, bajo los
árboles, junto al río, como antaño, y se sentiría rejuvenecido. «Ni los brazos de una
hembra son tan afectuosos como el lomo de un alazán.»
Dejó de remar cuando sintió un calambre en el brazo izquierdo. Después de secarse
la cara, se miró el pantalón, a la altura de la bragueta. Nada. Seguía a oscuras. Los
árboles y arbustos de los jardines de la Estancia Radhamés eran unas manchas
oscuras, bajo un cielo limpio, repleto de lucecitas titilantes. ¿Cómo era el verso de
Neruda que gustaba tanto a las cotorras amigas de la moralista? «Y tiritan azules los
astros a lo lejos.» Esas viejas tiritaban soñando con que algún poeta les rascara la
comezón. Y sólo tenían cerca a Chirinos, ese Frankenstein. Otra vez lo atacó una
risita abierta, algo que rara vez le ocurría en estos tiempos.
Se desnudó y, en zapatillas y bata, fue al baño a afeitarse. Prendió la radio. En La
Voz Dominicana y Radio Caribe leían los periódicos. Hasta hacía algunos años, los
boletines comenzaban a las cinco. Pero, cuando su hermano Petán, propietario de La
Voz Dominicana, supo que él se despertaba a las cuatro, adelantó el noticiero. Las
demás emisoras lo imitaron. Sabían que él escuchaba radio mientras se rasuraba,
bañaba y vestía, y se esmeraban.
La Voz Dominicana, luego de un jingle del Hotel Restaurante El Conde, anunciando
una velada bailable con Los Colosos del Ritmo, bajo la dirección del profesor Gatón y el
cantante Johnny Ventura, destacó el premio Julia Molina viuda Trujillo a la Madre más
Prolífica. La ganadora, doña Alejandrina Francisco, con veintiún hijos vivos, al recibir la
medalla con la efigie de la Excelsa Matrona, declaró: «Mis veintiún hijos darán la vida
por el Benefactor, si se la pide». «No te creo, pendeja.»
Se había lavado los dientes y ahora se afeitaba, con la minucia que lo hacía desde
que era un mozalbete en la prángana, en San Cristóbal. Cuando no sabía siquiera si
su pobre madre, a la que el país entero rendía homenaje por el Día de las Madres
(«Manantial de caritativos sentimientos y madre del perinclito varón que nos gobierna»,
dijo el locutor), tendría habichuelas y arroz para dar esa noche a las ocho bocas de la
familia. La limpieza, el cuidado del cuerpo y el atuendo habían sido, para él, la única
religión que practicaba a conciencia.
Después de otra larga lista de visitantes a casa de Mamá Julia, para cumplimentarla
por el Día de las Madres (pobre vieja, recibiendo impertérrita esa caravana de colegios,
asociaciones, institutos, sindicatos, y agradeciendo con su débil vocecita las flores y
cumplidos), comenzaron los ataques a los obispos Reilly y Panal, «que no nacieron
bajo nuestro sol ni sufrieron bajo nuestra luna» («Bonito», pensó), «y se inmiscuyen en
nuestra vida civil y política, pisando los terrenos de lo penal». Johnny Abbes quería
entrar al Colegio Santo Domingo y sacar de su refugio al obispo yanqui. «¿Qué puede
pasar, Jefe? Los gringos protestarán, por supuesto. ¿No protestan por todo, hace ya
tiempo? Por Galíndez, por el piloto Murphy, por las Mirabal, por el atentado a
Betancourt y mil cosas más. Qué importa que ladren en Caracas, Puerto Rico,
Washington, New York, La Habana. Importa lo que pasa aquí. Sólo cuando los
ensotanados se asusten dejarán de conspirar.» No. Aún no había llegado el momento
de tomar cuentas a Reilly, o al otro hijo de puta, el españolete del obispo Panal.
Llegaría, pagarían. A él no lo engañaba el instinto. No tocar un pelo a los obispos por
ahora, aunque siguieran jodiendo, como lo hacían desde el domingo 25 de enero de
1960 -¡año y medio ya!-, cuando la Carta Pastoral del Episcopado fue leída en todas
las misas, inaugurando la campaña de la Iglesia católica contra el régimen. ¡Los
maldecidos! ¡Los cuervos! ¡Los eunucos! Hacerle eso a él, condecorado en el Vaticano,
por Pío XII, con la Gran Cruz de la Orden Papal de San Gregorio. En La Voz
Dominicana, Paino Pichardo recordaba, en un discurso pronunciado la víspera en su
condición de secretario de Estado del Interior y Cultos, que el Estado llevaba gastados
sesenta millones de pesos en esa Iglesia cuyos «obispos y sacerdotes hacen ahora
tanto daño a la grey católica dominicanas. Cambió el dial. En Radio Caribe leían una
carta de protesta de centenares de obreros porque no se incluyó sus firmas en el Gran
Manifiesto Nacional «contra las maquinaciones perturbadoras del obispo Tomás Reilly,
traidor a Dios y a Trujillo y a su condición de varón, que, en vez de permanecer en su
diócesis de San Juan de la Maguana corrió, como rata asustada, a esconderse en
Ciudad Trujillo entre las faldas de las monjas norteamericanas del Colegio Santo
Domingo, cuevario del terrorismo y la conspiración». Cuando oyó que el Ministerio de
Educación había privado de oficialidad al Colegio Santo Domingo, por «colusión de
esas monjas foráneas con las intrigas terroristas de los purpurados de San Juan de la
Maguana y de La Vega contra el Estado», volvió a La Voz Dominicana, a tiempo para
oir anunciar al locutor otra victoria del equipo dominicano de polo, en París, donde, «en
el hermoso campo de Bagatelle, luego de derrotar a los Leopards por cinco a cuatro,
obtuvo la Copa Aperture, deslumbrando a la entendida concurrencia. Ramfis y
Radhamés, los más aplaudidos jugadores. Una mentira, para engatusar a los
dominicanos. Y a él. Sintió en la boca del estómago la acidez que lo acometía cada
vez que pensaba en sus hijos, esos exitosos fracasos, esas desilusiones. ¡Jugando
polo en París y tirándose francesas, mientras su padre libraba la más dura batalla de su
existencia!
Se enjuagaba la cara. Su sangre se volvía vinagre cuando pensaba en sus hijos.
Dios mío, no era él quien había fallado. Su raza era sana, un padrillo reproductor de
gran alzada. Ahí estaban, para probarlo, los hijos que su leche procreó en otros
vientres, el de Lina Lovatón sin ir más lejos, robustos, enérgicos, que merecían mil
veces ocupar el lugar de ese par de zánganos, de esas nulidades con nombres de
personajes de ópera. ¿Por qué consintió que la Prestante Dama pusiera a sus hijos los
nombres de Aída, esa ópera que en mala hora vio en New York? Les trajeron mala
suerte; habían hecho de ellos unos payasos de opereta, en vez de hombres de pelo en
pecho. Bohemios, haraganes sin carácter ni ambición, buenos sólo para la parranda.
Salieron a sus hermanos, no a él. Eran tan inútiles como Negro, Petán, Pipi, Aníbal,
esa caterva de pillos, parásitos, zánganos y pobres diablos que eran sus hermanos.
Ninguno había sacado ni un millonésimo de su energía, voluntad, visión. ¿Qué pasaría
con este país cuando él muriera? Seguro que Ramfis ni siquiera era tan bueno en la
cama como decía la fama que los adulones le echaron encima. ¡Se tiró a Kim Novak!
¡Se tiró a Zsa Zsa Gabor! ¡Pasó por las armas a Debra Paget y a medio Hollywood!
Vaya mérito. Regalándoles Mercedes Benz, Cadillacs y abrigos de visón hasta el loco
Valeriano se tiraba a Miss Universo y a Elizabeth Taylor. Pobre Ramfis. Él sospechaba
que ni siquiera le gustaban tanto las mujeres. Le gustaba la apariencia, que dijeran es
el mejor montador de este país, mejor todavía que Porfirio Rubirosa, el dominicano
famoso en el mundo por el tamaño de su verga y sus proezas de cabrón internacional.
¿También jugaba polo con sus hijos, allá en Bagatelle, el Gran Estuprador? La simpatía
que sentía por Porfirio desde que formó parte de su cuerpo de ayudantes militares,
sentimiento que se mantuvo a pesar del fracaso del matrimonio con su hija mayor, Flor
de Oro, le mejoró el humor. Porfirio tenía ambición y se había tirado grandes hembras,
desde la francesa Danielle Darrieux hasta la multimillonaria Bárbara Hutton, sin
regalarles un ramo de flores, más bien exprimiéndolas, haciéndose rico a costa de
ellas.
Llenó la bañera con sales y burbujas y se hundió en ella con la intensa satisfacción de
cada amanecer. Porfirio se dio siempre buena vida. Su matrimonio con Bárbara
Hutton duró un mes, lo indispensable para sacarle un millón de dólares al contado y
otro en propiedades. ¡Si Ramfis o Radhamés fueran al menos como Porfirio! Ese güevo
viviente chorreaba ambición. Y, como todo triunfador, tenía enemigos. Siempre
andaban deslizándole chismes, aconsejándolo que sacara a Rubirosa de la carrera
diplomática pues sus escándalos mancillaban la imagen del país. Envidiosos. Qué
mejor propaganda para la República Dominicana que un güevo así. Desde que estaba
casado con Flor de Oro querían que le arrancara la cabeza al mulato fornicador que
sedujo a su hija, ganándose su admiración. No lo haría. Él conocía a los traidores, los
husmeaba antes de que supieran que iban a traicionar. Por eso estaba todavía vivo y
tanto judas se pudría en La Cuarenta, La Victoria, en isla Beata, en las barrigas de los
tiburones o engordaba a los gusanos de la tierra dominicana. Pobre Ramfis, pobre
Radhamés. Menos mal que Angelita tenía algo de carácter y permanecía junto a él.
Salió de la bañera y se dio un chaparrón en la ducha. El contraste de agua caliente y
fría lo animó. Ahora sí estaba con ánimos. Mientras se echaba desodorante y talco
prestó atención a Radio Caribe, que expresaba las ideas y consignas del «malvado
inteligente, como llamaba a Johnny Abbes cuando estaba de buen humor.
Despotricaba contra «la rata de Miraflores», «la escoria venezolana», y el locutor,
poniendo la voz que correspondía para hablar de un maricón, afirmaba que, además de
hambrear al pueblo venezolano, el Presidente Rómulo Betancourt había traído la sal a
Venezuela, pues ¿no acababa de estrellarse otro avión de la Línea Aeropostal
Venezolana con un saldo de sesenta y dos muertos? El mariconazo ese no se saldría
con la suya. Consiguió que la OEA le impusiera las sanciones, pero ganaba el que reía
último. Ni la rata del Palacio de Miraflores, ni Muñoz Marín, el narcómano de Puerto
Rico, ni el pistolero costarricense de Figueres, lo inquietaban. La Iglesia, sí. Perón se
lo advirtió, al partir de Ciudad Trujillo, rumbo a España: «Cuídese de los curas,
Generalísimo. No fue la rosca oligárquica ni los militares quienes me tumbaron; fueron
las sotanas. Pacte o acabe con ellas de una vez». A él no lo iban a tumbar. Jodían,
eso sí. Desde ese negro 25 de enero de 1960, hacía un año y cuatro meses
exactamente, no habían dejado un solo día de joder. Cartas, memoriales, misas,
novenas, sermones. Todo lo que la canalla ensotanada hacía y decía contra él
rebotaba en el exterior, y los periódicos, radios y televisiones hablaban de la inminente
caída de Trujillo, ahora que «la Iglesia le viró la espalda».
Se puso el calzoncillo, la camiseta y las medias, que Sinforoso había doblado la
víspera, junto al ropero, al lado del colgador donde lucía el traje gris, la camisa blanca
de cuello y la corbata azul con motas blancas que llevaría esta mañana. ¿A qué
dedicaba sus días y sus noches el obispo Reilly en el Santo Domingo? ¿A tirarse
monjas? Eran horribles, algunas con pelos en la cara. Él se acordaba, Angelita estudió
en ese colegio, el de la gente decente. Sus nietecitas también. Cómo lo habían
adulado esas monjas, hasta la Carta Pastoral. Tal vez Johnny Abbes tenía razón y era
hora de actuar. Puesto que los manifiestos, los artículos, las protestas de las radios y
la televisión, de las instituciones, del Congreso, no los escarmentaban, golpear. ¡El
pueblo lo hizo! Desbordó a los guardias puestos allí para proteger a los obispos
extranjeros, irrumpió en el Santo Domingo y en el obispado de La Vega, sacó de los
pelos al gringo Reilly y al español Panal, y los linchó. Vengó la afrenta a la patria. Se
enviarían pésames y excusas al Vaticano, al Santo Padre Juan Pendejo -Balaguer era
un maestro escribiéndolas- y se castigaría ejemplarmente a un puñado de culpables,
elegidos entre criminales comunes. ¿Escarmentarían los otros cuervos, cuando vieran
los cadáveres de los obispos descuartizados por la ira popular? No, no era el momento.
Nada de dar un pretexto para que Kennedy diera gusto a Betancourt, Muñoz Marín y
Figueres y ordenara un desembarco. Guardar la cabeza fría y proceder con cautela,
como un marina.
Pero lo que la razón le dictaba no convencía a sus glándulas. Tuvo que dejar de
vestirse, cegado. La rabia ascendía por todos los vericuetos de su cuerpo, río de lava
trepando hasta su cerebro, que parecía crepitar. Con los ojos cerrados, contó hasta
diez. La rabia era mala para el gobierno y para su corazón, lo acercaba al infarto. La
otra noche, en la Casa de Caoba, la rabia lo llevó al borde del síncope. Se fue
calmando. Siempre supo controlarla, cuando hizo falta: disimular, mostrarse cordial,
afectuoso, con las peores basuras humanas, esas viudas, hijos o hermanos de los
traidores, si era necesario. Por eso iba a cumplir treinta y dos años llevando en las
espaldas el peso de un país.
Estaba empeñado en la complicada tarea de sujetarse las medias con las ligas, para
que no tuvieran arrugas. Ahora, qué agradable era dar curso a la rabia cuando no
había en ello riesgo para el Estado, cuando se podía dar su merecido a las ratas,
sapos, hienas y serpientes. Las panzas de los tiburones eran testigos de que no se
había privado de ese gusto. ¿No estaba, allá en México, el cadáver del pérfido gallego
José Almoina? ¿Y el del vasco jesús de Galíndez, otra sierpe que picaba la mano en
que comía? ¿Y el de Ramón Marrero Aristy, quien creyó que, por ser escritor famoso,
podía dar informes a The New York Times contra el gobierno que le pagaba
borracheras, ediciones y putas? ¿Y los de las tres hermanitas Mirabal, que jugaban a
comunistas y heroínas, no estaban ahí, testimoniando que cuando él soltaba la rabia no
había represa que la atajase? Hasta Valeriano y Barajita, los loquitos de El Conde,
podían dar fe al respecto.
Se quedó con el zapato en el aire, recordando a la celebérrima parejita. Toda una
institución en ciudad colonial. Moraban bajo los laureles del parque Colón, entre los
arcos de la catedral, y, a la hora de más afluencia, aparecían en las puertas de las
elegantes zapaterías y joyerías de El Conde, haciendo su número de locos para que la
gente les tirara una moneda o algo de comer. Él había visto muchas veces a Valeriano
y Barajita, con sus harapos y absurdos adornos. Cuando Valeriano se creía Cristo,
arrastraba una cruz; cuando Napoleón, blandía su palo de escoba, rugía órdenes y
cargaba contra el enemigo. Un casé de Johnny Abbes informó que el loco Valeriano se
había puesto a ridiculizar al jefe, llamándolo Chapita. Le dio curiosidad. Fue a espiar,
desde un auto con vidrios oscuros. El viejo, con su pecho lleno de espejitos y tapas de
cerveza, se pavoneaba, luciendo sus medallas con aire de payaso, ante un corro de
gente asustada, dudando entre reírse o escapar. «Aplaudan a Chapita, pendejos»,
gritaba Barajita, señalando el pecho rutilante del loco. Él sintió, entonces, la
incandescencia corriendo por su cuerpo, cegándole, urgiéndolo a castigar al atrevido.
Dio la orden, en el acto. Pero, a la mañana siguiente, pensando que, después de todo,
los locos no saben lo que hacen, y que, en vez de castigar a Valeriano, había que
echar mano a los graciosos que habían aleccionado a la pareja, ordenó a Johnny
Abbes, en un amanecer oscuro como éste: «Los locos son locos. Suéltalos». Al jefe
del Servicio de Inteligencia Militar se le agestó la cara: «Tarde, Excelencia. Los
echamos a los tiburones ayer mismo. Vivos, como usted mandó».
Se puso de pie, ya calzado. Un estadista no se arrepiente de sus decisiones. Él no se
había arrepentido jamás de nada. A ese par de obispos los echaría vivos a los
tiburones. Inició la etapa del aseo de cada mañana que hacía con verdadera
delectación, recordando una novela que leyó de joven, la única que tenía siempre
presente: Quo Vadis? Una historia de romanos y cristianos, de la que nunca olvidó la
imagen del refinado y riquísimo Petronio, Arbitro de la elegancia, resucitando cada
mañana gracias a los masajes y abluciones, ungüentos, esencias, perfumes y caricias
de sus esclavas. Si él tuviera tiempo, hubiera hecho lo que el Arbitro: toda la mañana
en manos de masajistas, pedicuristas, manicuristas, peluqueros, bañadores, luego de
los ejercicios para despertar los músculos y activar el corazón. Se hacía un masaje
corto al mediodía, después del almuerzo, y, con más calma, los domingos, cuando
podía distraer dos o tres horas a las absorbentes obligaciones. Pero, no estaban los
tiempos para relajarse con las sensualidades del gran Petronio. Debía contentarse con
estos diez minutos echándose el perfumado desodorante Yardley que le enviaba de
New York Manuel Alfonso -pobre Manuel, cómo seguiría, luego de la operación-, y la
suave crema humectante francesa para la tez Bienfait du Matín, y el agua de colonia,
también Yardley, con una ligera fragancia a maizales con que se friccionó el pecho.
Cuando estuvo peinado y hubo retocado los extremos del bigotillo semimosca que
llevaba hacía veinte años, se talqueó la cara con prolijidad, hasta disimular bajo una
delicadísima nube blanquecina aquella morenez de sus maternos ascendientes, los
negros haitianos, que siempre había despreciado en las pieles ajenas y en la suya
propia.
Estuvo vestido, con chaqueta y corbata, a las cinco menos seis minutos. Lo
comprobó con satisfacción: nunca se pasaba de la hora. Era una de sus
supersticiones; si no entraba a su despacho a las cinco en punto, algo malo ocurriría en
el día.
Se acercó a la ventana. Seguía oscuro, como si fuera media noche. Pero divisó
menos estrellas que una hora antes. Lucían acobardadas. Estaba por asomar el día y
pronto se correrían. Cogió un bastón y fue hacia la puerta. Apenas la abrió, oyó los
tacos de los dos ayudantes militares:
--Buenos días, Excelencia.
--Buenos días, Excelencia.
Les contestó con una inclinación de cabeza. De un vistazo, supo que estaban
correctamente uniformados. No admitía la dejadez, el desorden, en ningún oficial o
raso de las Fuerzas Armadas, pero, entre los ayudantes, el cuerpo encargado de su
custodia, un botón caído, una mancha o arruga en el pantalón o guerrera, un quepis
mal encajado, eran faltas gravísimas, que se castigaban con varios días de rigor y, a
veces, expulsión y retorno a los batallones regulares.
Una ligera brisa mecía los árboles de la Estancia Radhamés, mientras los cruzaba,
escuchando el susurro de las hojas, y, en el establo, de nuevo el relincho de un caballo.
Johnny Abbes, informe sobre la marcha de la campaña, visita a la Base Aérea de San
Isidro, informe de chirinos, almuerzo con el marina, tres o cuatro audiencias, despacho
con el secretario de Estado del Interior y Cultos, despacho con Balaguer, despacho con
Cucho Alvarez Pina, el presidente del Partido Dominicano, y paseo por el Malecón,
después de saludar a Mamá Julia. ¿Iría a dormir a San Cristóbal, a quitarse el mal
sabor de la otra noche?
Entró a su despacho, en el Palacio Nacional, cuando su reloj marcaba las cinco. En
su mesa de trabajo estaba el desayuno -jugo de frutas, tostadas con mantequilla, café
recién colado-, con dos tazas. Y, poniéndose de pie, la silueta blandengue del director
del Servicio de Inteligencia, el coronel Johnny Abbes García:
--Buenos días, Excelencia.
III
--No va a venir -exclamó, de pronto, Salvador-. Otra noche perdida, verán.
--Vendrá -repuso al instante Amadito, con impaciencia-. Se ha puesto el uniforme
verde oliva. Los ayudantes militares recibieron orden de tenerle listo el Chevrolet azul.
¿Por qué no me creen? Vendrá.
Salvador y Amadito ocupaban la parte posterior del automovil aparcado frente al
Malecón y habían tenido el mismo intercambio un par de veces, en la media hora que
llevaban allí. Antonio imbert, al volante, y Antonio de la Maza a su lado, el codo en la
ventanilla, tampoco hicieron comentario alguno esta vez. Los cuatro miraban ansiosos
los ralos vehículos de Ciudad Trujillo que pasaban frente a ellos, perforando la
oscuridad con sus faros amarillos, rumbo a San Cristóbal. Ninguno era el Chevrolet
azul celeste, modelo 1957, con cortinillas en las ventanas, que esperaban.
Se hallaban a unos centenares de metros de la Feria Ganadera, donde había varios
restaurantes -el Pony, el más popular, estaría lleno de gente comiendo carne asada- y
un par de bares con música, pero el viento soplaba hacia el oriente y no les llegaba
ruido de allí, aunque divisaban las luces, entre troncos y copas de palmeras, a lo lejos.
En cambio, el estruendo de las olas rompiendo contra el farallón y el chasquido de la
resaca eran tan fuertes que debían alzar mucho la voz para oirse entre ellos. El
automóvil, las puertas cerradas y las luces sin encender, estaba listo para partir.
--¿Recuerdan cuando se puso de moda venir a este Malecón a tomar el fresco, sin
estar pendientes de los caliés? -Antonio Imbert sacó la cabeza por la ventana para
aspirar a plenos pulmones la brisa nocturna-. Aquí comenzamos a hablar en serio de
esta vaina.
Ninguno de sus amigos le respondió de inmediato, como si consultaran su memoria, o
no hubieran prestado atención a lo que decía.
--Si, aquí, en el Malecón, hace unos seis meses -dijo Estrella Sadhalá, después de un
rato.
--Fue antes -murmuró Antonio de la Maza, sin volverse-. Cuando mataron a las
Mirabal, en noviembre, comentamos el crimen aquí. De eso estoy seguro. Y ya
llevábamos tiempo viniendo al Malecón, en las noches.
--Parecía un sueño -divagó Imbert-. Difícil, leJanísimo. Como cuando, de muchacho,
uno fantasea que será un héroe, un explorador, un actor de cine. Todavía no me lo
creo que vaya a ser esta noche, coño.
--Si es que viene -rezongó Salvador.
--Te apuesto lo que quieras, Turco -repitió Amadito, con firmeza.
--Lo que me hace dudar es que hoy es martes -gruñó Antonio de la Maza-. Siempre
va a San Cristóbal los miércoles, tú que estás en el cuerpo de ayudantes lo sabes
mejor que nadie, Amadito. ¿Por qué cambió de día?
--No sé por qué -insistió el teniente-. Pero irá. Se ha puesto el uniforme verde oliva.
Ha ordenado el Chevrolet azul. Irá.
--Tendrá un buen culo esperándolo en la Casa de Caoba -dijo Antonio Imbert-. Uno
nuevecito, sin abrir. -Si no te importa, hablemos de otra cosa -lo cortó Salvador.
--Siempre me olvido que delante de un beato como tú no se puede hablar de culos -se
disculpó el del volante-. Digamos que tiene un plancito en San Cristóbal ¿Puedo decirlo
así, Turco? ¿O también ofende tus oídos apostólicos?
Pero nadie tenía ganas de bromear. Ni el propio Imbert; hablaba para llenar de algún
modo la espera.
--Atención -exclamó De la Maza, adelantando la cabeza.
--Es un camión -replicó Salvador, con una simple ojeada a los faros amarillentos que
se aproximaban-. No soy beato ni fanático, Antonio. Un practicante de mi fe, nada más.
Y, desde la Carta Pastoral de los obispos del 31 de enero del año pasado, orgulloso de
ser católico.
En efecto, era un camión. Pasó rugiendo y contoneando una alta carga de cajones
sujetados con sogas; su rugido se fue apagando, hasta desaparecer.
--¿Y un católico no puede hablar de coños pero sí matar, Turco? -lo provocó Imbert.
Lo hacia con frecuencia: él y Salvador Estrella Sadhalá eran los amigos más íntimos de
todo el grupo; estaban siempre gastándose bromas, a veces tan pesadas que quienes
las presenciaban se creían que terminarían a trompadas. Pero no habían reñido nunca,
su fraternidad era irrompible. Esta noche, sin embargo, el Turco no lucía ni pizca de
humor:
--Matar a cualquiera, no. Acabar con un tirano, si. ¿Has oído la palabra tiranicidio? En
casos extremos, la Iglesia lo permite. Lo escribió santo Tomás de Aquino. ¿Quieres
saber cómo lo sé? Cuando comencé a ayudar a la gente del 14 de junio y comprendí
que tendría que apretar el gatillo alguna vez, fui a consultárselo a nuestro director
espiritual, el padre Fortín. Un sacerdote canadiense, de Santiago. Él me consiguió una
audiencia con monseñor Lino Zanini, el nuncio de Su Santidad. «¿Sería pecado para
un creyente matar a Trujillo, monseñor?» Cerró los ojos, reflexionó. Te podría repetir
sus palabras, con su acento italiano. Me mostró la cita de santo Tomás, en la Suma
Teológica. Si no la hubiera leído, no estaría aquí esta noche, con ustedes.
Antonio de la Maza se había vuelto a mirarlo:
--¿Le consultaste esto a tu director espiritual?
Tenía la voz descompuesta. El teniente Amado García Guerrero temió que fuera a
estallar en uno de esos arrebatos a los que De la Maza era propenso desde que Trujillo
hizo asesinar a su hermano Octavio, años atrás. Un arrebato como el que estuvo a
punto de romper la amistad que lo unía a salvador Estrella Sadhalá. Éste lo tranquilizó:
--Hace mucho tiempo, Antonio. Cuando comencé a ayudar a los del 14 de Junio. ¿Me
crees tan pendejo de confiar a un pobre cura una cosa así?
--Explícame por qué puedes decir pendejo y no culo, coño ni tirar, Turco -se burló
Imbert, tratando una vez más de aflojar la tensión. ¿No ofenden a Dios todas las malas
palabras?
--A Dios no lo ofenden las palabras sino los pensamientos obscenos -se resignó el
Turco a seguirle la cuerda-. Los pendejos que preguntan pendejadas tal vez no lo
ofendan. Pero, lo aburrirán muchísimo.
--¿Comulgaste esta mañana para llegar al gran acontecimiento con el alma
sacramentada? -siguió azuzándolo Imbert.
--Comulgo todos los días, hace diez años -asintió Salvador-. No sé si tengo el alma
como debe tenerla un cristiano. Sólo Dios sabe eso.
«La tienes», pensó Amadito. Entre todas las personas que había conocido en sus
treinta y un años de vida, el Turco era la que más admiraba. Estaba casado con Urania
Mieses, una tía de Amadito a la que éste quería mucho. Desde que era cadete en la
Academia Militar Batalla de Las Carreras, que dirigía el coronel José León Estévez
(Pechito), marido de Angelita Trujillo, acostumbraba pasar sus días de salida en la casa
de los Estrella Sadhalá. Salvador se había vuelto importantísimo en su vida; le
confiaba sus problemas, inquietudes, sueños, dudas, y pedía su consejo antes de
cualquier decisión. Los Estrella Sadhalá organizaron la fiesta para celebrar la
graduación de Amadito como espada de honor -¡el primero en una promoción de treinta
y cinco oficiales!-, a la que asistieron sus once tías abuelas maternas, y, años más
tarde, también, lo que el joven teniente creyó sería la mejor noticia que recibiría jamás:
la admisión de su solicitud para ingresar a la unidad más prestigiosa de las Fuerzas
Armadas: los ayudantes militares, encargados de la custodia personal del
Generalísimo.
Amadito cerró los ojos y aspiró la brisa salada que entraba por las cuatro ventanillas
abiertas. imbert, el Turco y Antonio de la Maza permanecían callados. A Imbert y De la
Maza los había conocido en la casa de la Mahatma Gandhi, y la casualidad hizo que
fuera testigo de la pelea entre el Turco y Antonio, tan violenta que él ya esperaba tiros,
y, meses después, de la reconciliación de Antonio y Salvador en aras de un mismo
propósito: matar al Chivo. Quién le hubiera dicho a Amadito, aquel día de 1959,
cuando Urania y Salvador le prepararon aquella fiesta donde se bebieron tantas
botellas de ron, que antes de dos años estaría, en esta noche tibia y estrellada del
martes 30 de mayo de 1961, esperando al mismísimo Trujillo para matarlo. Cuántas
cosas habían pasado desde aquel día en que, a poco de llegar a la Mahatma Gandhi
21, Salvador lo tomó del brazo y se lo llevó al más apartado rincón del jardín, con aire
grave.
--Tengo que decirte algo, Amadito. Por el cariño que te tengo. Que te tenemos todos
en esta casa.
Hablaba tan bajo que el joven adelantó la cabeza para oírlo.
--¿A qué viene eso, Salvador?
--A que no quiero perjudicarte en tu carrera. Viniendo aquí, puedes tener problemas.
--¿Qué clase de problemas?
La expresión del Turco, casi siempre calmada, se crispó. Un brillo de alarma asomó
en sus ojos.
--Estoy colaborando con los muchachos del 14 de junio. Si lo descubren, sería
gravísimo para ti. Un oficial del cuerpo de ayudantes militares de Trujillo. ¡Figúrate!
El teniente nunca hubiera imaginado a Salvador de conspirador clandestino, ayudando
a la gente que se había organizado para luchar contra Trujillo luego de la invasión
castrista del 14 de junio, en Constanza, Maimón y Estero Hondo, que costó tantas
vidas. Sabía que el Turco detestaba al régimen y, aunque Salvador y su mujer se
cuidaban delante de él, algunas veces se les habían escapado expresiones contra el
gobierno. Se callaban de inmediato, pues sabían que Amadito, aunque no le
interesaba la política, profesaba, como cualquier oficial del Ejército, una lealtad
perruna, visceral, al Jefe Máximo, Benefactor y Padre de la Patria Nueva, que desde
hacía tres décadas presidía los destinos de la República y las vidas y muertes de los
dominicanos.
--Ni una palabra más, Salvador. Ya me lo has dicho. Ya lo he oído. Ya me olvidé de
lo que oí. Voy a seguir viniendo, como siempre. Esta es mi casa.
Salvador lo miró con esa mirada limpia, que a Amadito le contagiaba una sensación
gratificante de la vida.
--Vamos a tomarnos una cerveza, entonces. No nos pongamos tristes.
Y, por supuesto, a las primeras personas a las que presentó a su novia, cuando se
enamoró y empezó a pensar en casarse, fueron, luego de la tía abuela Meca -su
preferida entre las once hermanas de su madre-, Salvador y Urania. ¡Luisita Gil! Vez
que la recordaba, el remordimiento le torcía las tripas y lo sublevaba la cólera. Sacó un
cigarrillo y se lo puso en la boca. Salvador se lo prendió con su encendedor. La linda
morenita, la graciosa, la coqueta Luisita Gil. Luego de unas maniobras, había ido con
dos compañeros a dar un paseo en un barquito a vela, en La Romana. En el
embarcadero, dos muchachas compraban pescado fresco. Les buscaron conversación
y fueron con ellas a escuchar la retreta municipal. Ellas los invitaron a un matrimonio.
Sólo Amadito pudo ir, pues tenía día libre, sus compañeros debieron volver al cuartel.
Se enamoró como un loco de esa morenita espigada y ocurrente, de ojos chispeantes,
que bailaba el merengue como una vedette de La Voz Dominicana. Y ella de él. A la
segunda salida, a un cine y a una boite, pudo besarla y acariciarla. Era la mujer de su
vida, nunca podría estar con nadie más. El apuesto Amadito había dicho estas cosas a
muchas mujeres desde sus días de cadete, pero esta vez las dijo de verdad. Luisa lo
llevó a conocer a su familia, en La Romana, y él la invitó a almorzar donde la tía Meca,
en Ciudad Trujillo, y, un domingo, donde los Estrella Sadhalá: quedaron encantados
con Luisa. Cuando les dijo que pensaba pedirla, lo animaron: era un encanto de mujer.
Amadito la pidió formalmente a sus padres. De acuerdo con el reglamento, solicitó
autorización para casarse al comando de los ayudantes militares.
Fue su primer encontronazo con una realidad que hasta entonces, pese a sus
veintinueve años, sus espléndidas notas, su magnífico expediente de cadete y oficial,
ignoraba totalmente. («Como la mayoría de los dominicanos», pensó.) La respuesta a
su solicitud demoraba. Le explicaron que el cuerpo de ayudantes la pasaba al SIM,
para que éste investigara a la persona. En una semana o diez días tendría el visto
bueno. Pero la respuesta no le llegó ni a los diez, ni a los quince ni a los veinte días.
El día veintiuno, el jefe lo llamó a su despacho. Fue la única vez que cambió unas
palabras con el Benefactor, pese a haber estado tantas veces cerca de él, en actos
públicos, la primera en que este hombre al que veía a diario en la Estancia Radhamés
le puso la vista encima.
El teniente García Guerrero había oído hablar desde niño, en su familia -sobre todo a
su abuelo, el general Hermógenes García-, en la escuela y, más tarde, de cadete y
oficial, de la mirada de Trujillo. Una mirada que nadie podía resistir sin bajar los ojos,
intimidado, aniquilado por la fuerza que irradiaban esas pupilas perforantes, que
parecía leer los pensamientos más secretos, los deseos y apetitos ocultos, que hacía
sentirse desnudas a las gentes. Amadito se reía con tanta vagabundería. El jefe sería
un gran estadista, cuya visión, voluntad y capacidad de trabajo había hecho de la
República Dominicana un gran país. Pero, no era Dios. Su mirada sólo podía ser la de
un mortal.
Le bastó entrar al despacho, chocar los tacos y anunciarse con la voz más marcial
que pudo sacar de su garganta -«¡Teniente segundo García Guerrero, a la orden,
Excelencia!»- para sentirse electrizado. «Pase», dijo la aguda voz del hombre que,
sentado en el otro extremo de la habitación, ante un escritorio forrado de cuero rojo,
escribía sin alzar la cabeza. El joven dio unos pasos y permaneció firme, sin mover un
músculo ni pensar, viendo los cabellos grises alisados con esmero y el impecable
atuendo -chaqueta y chaleco azul, camisa blanca de inmaculado cuello y puños
almidonados, corbata plateada sujeta con una perla- y sus manos, sujetando una hoja
de papel que la otra cubría con trazos rápidos, de tinta azul. En la izquierda, alcanzó a
ver el anillo con la piedra preciosa tornasolada que, según los supersticiosos, era un
amuleto que, de joven, cuando, como miembro de la Guardia Constabularia, perseguía
a los «gavilleros» sublevados contra el ocupante militar norteamericano, le dio un brujo
haitiano, asegurándole que mientras no se la quitara sería invulnerable al enemigo.
--Una buena hoja de servicios, teniente -lo oyó decir.
--Muchas gracias, Excelencia.
La cabeza plateada se movió y aquellos ojos grandes, fijos, sin brillo y sin humor,
buscaron los suyos. «Yo nunca he tenido miedo en la vida», confesó después el
muchacho a Salvador. «Hasta que me cayó encima esa mirada, Turco. Es verdad.
Como si me escarbara la conciencia. Hubo un largo silencio, mientras aquellos ojos
examinaban su uniforme, su correaje, sus botones, su corbata, su quepis. Amadito
comenzó a sudar. Sabía que el menor descuido indumentario provocaba al jefe un
disgusto tal que podía irrumpir en violentas recriminaciones.
--Esa hoja de servicios tan buena no puede mancharla casándose con la hermana de
un comunista. En mi gobierno no se juntan amigos y enemigos.
Hablaba con suavidad, sin quitarle de encima la mirada taladrante. Pensó que en
cualquier momento la chillona vocecita soltaría un gallo.
--El hermano de Luisa Gil es uno de esos subversivos del 14 de junio. ¿Lo sabía?
--No, Excelencia.
--Ahora lo sabe -se aclaró la garganta, y, sin cambiar de tono, añadió-: Hay muchas
mujeres en este país. Búsquese otra.
--SI, Excelencia.
Lo vio hacer un signo de asentimiento, dando por terminada la entrevista.
--Permiso para retirarme, Excelencia.
Hizo sonar los tacos y saludó. Salió con paso marcial, disimulando la zozobra que lo
embargaba. Un militar obedecía las órdenes, sobre todo si venían del Benefactor y
Padre de la Patria Nueva, quien había distraído unos minutos de su tiempo para
hablarle en persona. Si le había dado esa orden a él, oficial privilegiado, era por su
propio bien. Debía obedecer. Lo hizo, apretando los dientes. Su carta a Luisa Gil no
tenía una sola palabra que no fuera verdad:
«Con mucho pesar, y aunque por ello sufran mis sentimientos, debo renunciar a mi
amor por ti, y anunciarte adolorido que no podemos casarnos. Me lo prohíbe la
superioridad, en razón de las actividades antitrujillistas de tu hermano, algo que me
habías ocultado. Entiendo por qué lo hiciste. Pero, por eso mismo, espero que tú
también entiendas la difícil decisión que me veo obligado a tomar en contra de mi
voluntad. Aunque siempre te recordaré con amor, no volveremos a vernos. Te deseo
suerte en la vida. No me guardes rencor». ¿Lo habría perdonado la bella, la alegre, la
espigada muchacha de La Romana? Aunque no hubiera vuelto a verla, no la había
reemplazado en su corazón. Luisa se había casado con un próspero agricultor de
Puerto Plata. Pero, si ella llegó a perdonarle la ruptura, nunca le habría perdonado lo
otro, si llegaba a saberlo. Él tampoco se lo perdonaría jamás. Aunque, dentro de unos
momentos, tuviera a sus pies el cadáver del Chivo cosido a balazos -en esos ojos fríos
de iguana quería reventarle las balas de su pistola- tampoco se lo perdonaría. «Eso, al
menos, Luisa nunca lo sabrá.» Ni ella ni nadie, fuera de los que urdieron la emboscada.
Y, por supuesto, Salvador Estrella Sadhalá, a cuya casa de la Mahatma Gandhi 21 el
teniente Garc’ía Guerrero llegó esa madrugada, devastado por el odio, el alcohol y la
desesperación, directamente del burdel de Pucha Vittini, alias Pucha Brazobán, en la
parte alta de la calle Juana Saltitopa, donde lo llevaron, luego de aquello, el coronel
Johnny Abbes y el mayor Roberto Figueroa Carrión, para que con unos cuantos tragos
y un buen culo se olvidara del mal rato. «Mal rato», «sacrificio por la Patria», «prueba
de voluntad», «óbolo de sangre al Jefe»: esas cosas le hab’ían dicho. Después, lo
felicitaron por hacerse merecedor del ascenso. Amadito dio una chupada al cigarrillo y
lo arrojó a la carretera: un minúsculo fuego de artificio al estrellarse contra el asfalto.
«Si no piensas en otra cosa, vas a llorar», se dijo, avergonzado ante la idea de que
Imbert, Antonio y Salvador lo vieran romper en sollozos. Creerían que se había
acobardado. Apretó los dientes hasta hacerse daño. Nunca había estado tan seguro
de nada, como de esto. Mientras el Chivo viviera, él no viviría, sería la desesperación
ambulante que era desde aquella noche de enero de 1961 en que el mundo se le
desmoronó, y, para no dispararse un tiro en la boca, corrió a la Mahatma Gandhi 21, a
refugiarse en la amistad de Salvador. Le contó todo. No de inmediato. Porque cuando
el Turco abrió la puerta, sorprendido por esos golpes al amanecer que los sacaron de
la cama y del sueño a él, su mujer y los niños, y se encontró en el umbral con la silueta
desbaratada y apestando a alcohol de Amadito, éste no podía pronunciar palabra.
Abrió los brazos y estrechó a Salvador. «¿Qué pasa, Amadito? ¿Quién se murió?» Lo
llevaron a su dormitorio, lo echaron en la cama, dejaron que se desahogara
balbuceando incoherencias. Urania Mieses le preparó una infusión de yerbabuena, que
le hizo tomar a sorbos, como a niñito.
--No nos cuentes nada de lo que podrías arrepentirte -lo atajó el Turco.
Tenía sobre el pijama un kimono con ideogramas. Estaba sentado en una esquina de
la cama, mirando a Amadito con cariño.
--Te dejo solo con Salvador -lo besó su tía Urania en la frente, levantándose-. Para
que hables con más confianza, para que le digas lo que te daría pena contarme a mí.
Amadito se lo agradeció. El Turco apagó la luz central. La pantalla de la lamparilla
del velador tenía unos dibujos que el resplandor del foco enrojecía. ¿Nubes?
¿Animales? El teniente pensó que, si estallaba un incendio, no se movería.
--Duerme, Amadito. Con la luz del día, las cosas te parecerán menos trágicas.
--Será igual, Turco. Día y noche seguiré teniéndome asco. Peor, cuando se me
quiten los tragos.
Comenzó ese mediodía, en el cuartel general de los ayudantes militares, contiguo a la
Estancia Radhamés. Acababa de regresar de Boca Chica, adonde el enlace del Jefe
del Estado Mayor Conjunto con el Generalísimo Trujillo, mayor Roberto Figueroa
Carrión, lo envió a entregar un sobre sellado al general Ramfis Trujillo, en la Base de la
Fuerza Aérea Dominicana. El teniente entró al despacho del mayor a dar cuenta de su
misión y éste lo recibió con expresión traviesa. Le mostró la carpeta de tapas rojas que
tenía sobre el escritorio.
--¿A que no sabes qué hay aquí?
--¿Una semanita de permiso para irme a la playa, mi mayor?
--¡Tu ascenso a teniente primero, muchacho! -se alegró su jefe, alcanzándole la
carpeta.
--Me quedé con la boca abierta, porque no me tocaba -Salvador no se movía-. Me
faltan ocho meses para solicitar ascenso. Pensé: «Un premio consuelo, por haberme
negado el permiso para casarme».
Salvador, al pie de la cama, hizo una mueca, incómodo. -¿Acaso no sabías, Amadito?
Tus compañeros, tus jefes, ¿no te habían hablado de la prueba de la lealtad?
--Creí que eran habladurías -negó Amadito, con convicción, con furia-. Te lo juro. La
gente no va por ahí, jactándose de eso. No lo sabía. Me tomó desprevenido.
--¿Era eso verdad, Amadito? Una mentira más, una mentira piadosa más, en esas
sartas de mentiras que había sido la vida desde que entró a la Academia Militar.
Desde que nació, puesto que había nacido casi al mismo tiempo que la Era. Claro que
tenías que haber sabido, sospechado; claro que, en la Fortaleza de San Pedro de
Macorís, y, luego, entre los ayudantes militares, habías oído, intuido, descubierto, a
partir de las bromas, guaperías, aspavientos, bravuconadas, que los privilegiados, los
elegidos, los oficiales a los que se confiaba los puestos de mayor responsabilidad eran
sometidos a una prueba de lealtad a Trujillo, antes de ser ascendidos. Sabías muy
bien que aquello existía. Pero, ahora, el segundo teniente García Guerrero sabía
también que nunca quiso enterarse con detalles de qué se trataba aquella prueba. El
mayor Figueroa Carrión le estrechó la mano y le repitió algo que, de tanto oirlo, había
terminado por creérselo:
--Estás haciendo una gran carrera, muchacho. Le ordenó que fuera a buscarlo a su
casa, a las ocho de la noche: irían a tomarse un trago para celebrar su ascenso y
resolver un trámite.
--Llévate el jeep -lo despidió el mayor.
A las ocho, Amadito estuvo en casa de su jefe. Éste no lo hizo pasar. Debía haber
estado espiando por la ventana, pues, antes de que Amadito alcanzara a apearse del
jeep, apareció en la puerta. Subió al vehículo de un salto y sin responder el saludo del
teniente, le ordenó, con voz falsamente natural:
--A La Cuarenta, Amadito.
--¿A la cárcel, mi mayor?
--Si, a La Cuarenta -repitió el teniente-. Allá nos estaba esperando ya sabes quién,
Turco.
--Johnny Abbes -murmuró Salvador.
--El coronel Abbes García -rectificó, con sorda ironía, Amadito-. El jefe del SIM, sí.
--¿Seguro que quieres contarme esto, Amadito? -el joven sintió la mano de Salvador
en su rodilla-. ¿No me vas a odiar después, por saber que yo también lo sé?
Amadito lo conocía de vista. Lo había divisado deslizándose como una sombra por
los pasadizos del Palacio Nacional, bajando de su Cadillac negro blindado o subiendo a
él en los jardines de la Estancia Radhamés, entrando o saliendo del despacho del jefe,
algo que Johnny Abbes sí, y probablemente nadie más en toda la nación, podía hacer -
presentarse a cualquier hora del día o de la noche en el Palacio Nacional o en la
residencia privada del Benefactor y ser recibido de inmediato- y, siempre, como
muchos de sus compañeros en el Ejército, la Marina o la Aviación, había tenido un
secreto estremecimiento de revulsión, ante aquella silueta fofa y mal embutida en el
uniforme de coronel, la negación encarnada del porte, la agilidad, la marcialidad, la
virilidad, la fortaleza y apostura que debían lucir los militares -lo decía el jefe cada vez
que hablaba a sus soldados en la Fiesta Nacional y en el día de las Fuerzas Armadas-,
aquella cara mofletuda y fúnebre, con el bigotito recortado a la manera de Arturo de
Córdova o Carlos López Moctezuma, los actores mexicanos más de moda, y una
papada de gallo capón que le colgaba sobre el pescuezo encogido. Aunque sólo lo
decían en la más cerrada intimidad y después de muchos tragos de ron, los oficiales
detestaban al coronel Johnny Abbes García porque no era un militar de verdad. No se
había ganado sus galones como ellos, estudiando, pasando por la academia y los
cuarteles, sudando para trepar en el escalafón. Los tenía en pago de servicios
seguramente sucios, para justificar su nombramiento de todopoderoso jefe del Servicio
de Inteligencia Militar. Y descontaban de él, por las sombrías hazañas que se le
atribuían, las desapariciones, las ejecuciones, las súbitas caídas en desgracia de
encumbrados personajes -como la recientísima, del senador Agustín Cabral-, las
terribles delaciones, infidencias y calumnias de la columna periodística El Foro Público
que aparecía cada mañana en El Caribe y que tenían a las gentes en vilo, pues de lo
que se dijera allí de ellas dependía su destino, por las intrigas y operaciones contra, a
veces, gente apolítica, digna, ciudadanos pacíficos que, por alguna razón, habían caído
en las infinitas redes de espionaje que Johnny Abbes García y su multitudinario ejército
de caliés tenían tendidas por todos los vericuetos de la sociedad dominicana. Muchos
oficiales -el teniente García Guerrero entre ellos- se sentían autorizados a despreciar
en su fuero íntimo a ese individuo, pese a la confianza que le tenía el Generalísimo,
porque pensaban, como muchos hombres del gobierno y, al parecer, el propio Ramfis
Trujillo, que el coronel Abbes García, por su desembozada crueldad, desprestigiaba al
régimen y daba razones a sus críticos. Sin embargo, Amadito recordaba una discusión
en la que su jefe inmediato, el mayor Figueroa Carrión, a la sobremesa de una cena
rociada de cerveza entre un grupo de los ayudantes militares, tomó su defensa: «El
coronel puede ser un demonio; pero, al jefe le sirve: todo lo malo se le atribuye a él y a
Trujillo sólo lo bueno. ¿Qué mejor servicio que ése? Para que un gobierno dure treinta
años, hace falta un Johnny Abbes que meta las manos en la mierda. Y el cuerpo y la
cabeza, si hace falta. Que se queme. Que concentre el odio de los enemigos y, a
veces, el de los amigos. El Jefe lo sabe y, por eso, lo tiene a su lado. Si el coronel no
le cuidara las espaldas, quién sabe si no le hubiera pasado ya lo que a Pérez Jiménez
en Venezuela, a Batista en Cuba y a Perón en Argentina».
--Buenas noches, teniente.
--Buenas noches, mi coronel.
Amadito se llevó la mano al quepis e hizo el saludo militar, pero Abbes García le
estrechó la mano -una mano blanda como una esponja, húmeda de sudor- y le dio una
palmadita en la espalda.
--Pasen por aquí. junto a la garita, donde se apiñaba media docena de guardias,
pasando la reja de la entrada, había un pequeño cuarto, que debía servir de oficina
administrativa, con una mesa y un par de sillas. Lo mal alumbraba una sola bombilla
balanceándose al final de un largo cordón lleno de moscas; en torno de ella
chisporroteaba una nube de insectos. El coronel cerró la puerta, les señaló las sillas.
Entró un guardia con una botella de Johnny Walker etiqueta roja («La marca que
prefiero, por ser juanito Caminante mi tocayo», bromeó el coronel), vasos, un balde de
hielo y varias botellas de agua mineral. Mientras servía los tragos, el coronel le
hablaba al teniente, como si el mayor Figueroa Carrión no estuviera allí.
--Felicitaciones por el nuevo galón. Y por esa hoja de servicios. La conozco muy
bien. El SIM recomendó su ascenso. Por sus méritos militares y cívicos. Le cuento un
secreto. Usted es uno de los pocos oficiales a los que se les negó el permiso para
casarse y obedeció sin pedir reconsideración. Por eso el jefe lo premia, adelantándole
el ascenso un año. ¡Un brindis con Juanito Caminante!
Amadito bebió un largo trago. El coronel Abbes García le había llenado casi el vaso
de whisky y echado apenas un chorrito de agua, de modo que recibió el líquido como
una descarga en el cerebro.
--A esas alturas, en ese lugar, con Johnny Abbes dándote trago ¿no adivinabas lo que
se te venía encima? -musitó Salvador. El joven detectó la pesadumbre empozada en
las palabras de su amigo.
--Que iba a ser duro y feo, sí, Turco -repuso, temblando-. Pero, nunca lo que pasaría.
El coronel sirvió otra ronda. Los tres se habían puesto a fumar y el jefe del SIM habló
de lo importante que era no dejar levantar cabeza al enemigo de adentro, aplastársela
cada vez que intentara actuar.
--Porque, mientras el enemigo de adentro esté débil y desunido, lo que haga el de
afuera no importa. Que Estados Unidos chille, que la OEA patalee, que Venezuela y
Costa Rica ladren, no nos hace mella. Más bien, une a los dominicanos como un puño
en torno al jefe.
Tenía una vocecita arrastrada y rehuía la mirada de su interlocutor. Sus ojitos
pequeños, oscuros, rápidos, evasivos, estaban continuamente moviéndose y como
divisando cosas ocultas a los demás. De rato en rato, se secaba el sudor con un gran
pañuelo rojo.
--Sobre todo, los militares -hizo una pausa, para echar al suelo la ceniza de su
cigarrillo-. Y, sobre todo, la crema de los militares, teniente García Guerrero. A la que
usted pertenece ya. El Jefe quería que oyera esto.
Volvió a hacer una pausa, dio un copazo, tomó un trago de whisky. Sólo entonces
pareció descubrir que el mayor Figueroa Carrión existía:
--¿El teniente sabe lo que el Jefe espera de él?
--No necesita que nadie se lo diga, es el oficial con más sesos de su promoción -el
mayor tenía cara de sapo y sus rasgos hinchados se habían acentuado y sonrosado
con el alcohol. A Amadito le dio la impresión de que el diálogo era una comedia
ensayada-. Me imagino que lo sabe; si no, no se merece este nuevo galón.
Hubo otra pausa, mientras el coronel llenaba los vasos por tercera vez. Echó los
cubitos de hielo con las manos. «Salud», y bebió y ellos bebieron. Amadito se dijo que
prefería mil veces un trago de ron con Coca-Cola al whisky, tan amargo. Y sólo en ese
momento comprendió lo de Juanito Caminante. «Qué bruto no haberme dado cuenta»,
pensó. ¡Qué raro ese pañuelo rojo del coronel! Había visto pañuelos blancos, azules,
grises. ¡Pero, rojos! Vaya capricho.
--Usted va a tener cada vez mayores responsabilidades -dijo el coronel, con aire
solemne-. El Jefe quiere estar seguro de que está a la altura.
--¿Qué debo hacer, mi coronel? -a Amadito lo irritaba tanto preámbulo-. He cumplido
siempre lo que mis superiores me han ordenado. Yo no defraudaré nunca al Jefe. ¿Se
trata de la prueba de la lealtad, cierto?
El coronel, cabizbajo, miraba la mesa. Cuando levantó la cara, el teniente notó un
brillo de satisfacción en esos ojos furtivos.
--Es verdad, a los oficiales con huevos, trujillistas hasta el tuétano, no se les dora la
píldora -se puso de pie-. Tiene razón, teniente. Acabemos con esta bobería, para
celebrar ese nuevo galón donde Puchita Brazobán.
--¿Qué tenías que hacer? -Salvador hablaba haciendo esfuerzos, con la garganta
rajada y una expresión abatida.
--Matar a un traidor con mis manos. Así lo dijo: «Y sin que le tiemblen, teniente».
Cuando salieron al patio de La Cuarenta, Amadito sintió que las sienes le zumbaban.
junto al gran árbol de bambú, al lado del chalet convertido en cárcel y centro de torturas
del SIM, había, cercano al jeep en el que había venido, otro, casi idéntico, con las luces
apagadas. En el asiento de atrás, dos guardias con fusiles flanqueaban a un tipo con
las manos atadas y una toalla cubriéndole la boca.
--Venga conmigo, teniente -dijo Johnny Abbes, sentándose al volante del jeep donde
estaban los guardias-. Síguenos, Roberto.
Al salir los dos vehículos de la prisión y tomar la carretera de la costa, se
desencadenó una tormenta y la noche se llenó de truenos y relámpagos. Las trombas
de agua los calaron.
--Mejor que llueva, aunque nos mojemos -comentó el coronel-. Descargará este calor.
Los campesinos estaban clamando por un poco de agua.
No recordaba cuánto duró el trayecto, pero no debía de haber sido largo, pues, en
cambio, recordaba que al entrar al burdel de Pucha Vittini, luego de estacionar el jeep
en la calle Juana Saltitopa, el reloj de pared del saloncito de la entrada daba las diez de
la noche. Todo aquello, desde que recogió al mayor Figueroa Carrión en su casa,
había durado menos de dos horas. Abbes García se salió de la carretera y el jeep
brincó y se sacudió como si fuera a desintegrarse por el descampado de yerba alta y
pedruscos que cruzaba, seguido de cerca por el jeep del mayor, cuyos faros los
iluminaban. Estaba oscuro, pero el teniente supo que avanzaban paralelos al mar
porque el estruendo de las olas se había acercado hasta meterse en sus orejas. Le
pareció que contorneaban el pequeño puerto de La Caleta. Apenas se detuvo el jeep,
dejó de llover. El coronel se apeó de un salto y Amadito lo imitó. Los dos guardias
estaban adiestrados, pues, sin esperar órdenes, bajaron a empujones al prisionero. A
la luz de un relámpago, el teniente vio que el amordazado estaba sin zapatos. Todo el
trayecto, había mantenido absoluta docilidad, pero, apenas pisó el suelo, como
tomando por fin conciencia de lo que iba a ocurrirle, comenzó a retorcerse, a rugir,
tratando de zafarse de las ligaduras y de la mordaza. Amadito, que hasta entonces
había evitado mirarlo, observó los movimientos convulsivos de su cabeza, queriendo
liberar su boca, decir algo, tal vez rogar que se apiadaran de él, tal vez maldecirlos.
«¿Y si saco el revólver y disparo contra el coronel, el mayor y los dos guardias y dejo
que se fugue?», pensó.
--En vez de uno, habría dos muertos en el farallón -dijo Salvador.
--Menos mal que paró de llover -se quejó el mayor Figueroa Carrión, apeándose-. Me
empapé, coño.
--¿Tiene usted ahí su arma? -preguntó el coronel Abbes García-. No haga sufrir más
al pobre diablo.
Amadito asintió, sin decir palabra. Dio unos pasos hasta ponerse junto al prisionero.
Los soldados lo soltaron y se apartaron. El tipo no se echó a correr, como Amadito
pensó que haría. No le obedecerían las piernas, el miedo lo mantendría atornillado a
las yerbas y el barro de ese descampado donde el viento soplaba con brío. Pero,
aunque no intentó huir, siguió moviendo la cabeza, con desesperación, a derecha e
izquierda, arriba y abajo, en su inútil empeño por desprenderse de la mordaza. Emitía
un rugido entrecortado.
El teniente García Guerrero le puso el caño de su pistola en la sien y disparó. El tiro
lo ensordeció y le hizo cerrar los ojos, un segundo.
--Remátelo -dijo Abbes García-. Nunca se sabe.
Amadito, inclinándose, palpó la cabeza del tendido -estaba quieto y mudo- y volvió a
disparar, a quemarropa. -Ahora sí -dijo el coronel, cogiéndolo del brazo y empujándolo
hacia el jeep del mayor Figueroa Carrión-.
Los guardias saben lo que tienen que hacer. Vámonos donde Puchita, a calentar el
cuerpo.
En el jeep, conducido por Roberto, el teniente García Guerrero permaneció callado,
oyendo a medias el diálogo entre el coronel y el mayor. Se acordaba de algo que
dijeron:
--¿Lo enterrarán ahí?
--Lo echarán al mar -explicó el jefe del SIM-. Es la ventaja de este farallón. Alto,
cortado a cuchillo. Abajo, hay una entrada de mar, con mucho fondo, como una poza.
Llena de tiburones y tintoreras, esperando. Se lo tragan en segundos, es cosa de ver.
No dejan huella. Seguro, rápido y, también, limpio.
--¿Reconocerías ese farallón? -le preguntó Salvador.
No. Sólo recordaba que, antes de llegar, habían pasado cerca de esa pequeña
ensenada, La Caleta. Pero no podría rehacer toda la trayectoria, desde La Cuarenta.
--Te daré un somnífero -Salvador volvió a ponerle la mano en la rodilla-. Que te haga
dormir seis, ocho horas. -Todavía no he terminado, Turco. Un poquito más de
paciencia. Para que me escupas en la cara y me eches de tu casa.
Habían ido al burdel de Pucha Vittini, apodada Puchita Brazobán, una vieja casa con
balcones y un jardín seco, un burdel frecuentado por caliés, gente vinculada al gobierno
y al SIM, para el que, según rumores, trabajaba también esa vieja malhablada y
simpática que era Pucha, ascendida en la jerarquía de su oficio a administradora y
regenta de putas, después de haberlo sido ella misma en los burdeles de la calle Dos,
desde muy joven y con éxito. Los recibió en la puerta y saludó a Johnny Abbes y al
mayor Figueroa Carrión como a viejos amigos. A Amadito le cogió la barbilla: «¡Qué
papacito!». Los guió hasta el segundo piso y los hizo sentar en una mesita junto al bar.
Johnny Abbes pidió que trajera a Juanito Caminante.
--Sólo después de un buen rato caí que era el whisky, mi coronel -confesó Amadito-.
Johnny Walker. Juanito Caminante. Facilísimo y no me daba cuenta.
--Esto es mejor que los psiquiatras -dijo el coronel-. Sin Juanito Caminante yo no
mantendría el equilibrio mental, lo más importante en mi trabajo. Para hacerlo bien,
hay que tener serenidad, sangre fría, cojones helados. No mezclar nunca las
emociones con el razonamiento.
No había clientes todavía, salvo un calvito con anteojos, sentado en el mostrador,
bebiendo una cerveza. En la vellonera tocaban un bolero y Amadito reconoció la voz
densa de Toña la Negra. El mayor Figueroa Carrión se puso de pie y fue a sacar a
bailar a una de las mujeres que cuchicheaban en un rincón, bajo un gran cartel de una
película mexicana con Libertad Lamarque y Tito Guizar.
--Usted tiene nervios bien templados -aprobó el coronel Abbes García-. No todos los
oficiales son así. He visto a muchos bravos que, en la hora crítica, se despintan. Los
he visto cagarse de miedo. Porque, aunque nadie se lo crea, para matar se necesitan
más huevos que para morir.
Sirvió las copas y dijo: «Salud». Amadito bebió, con avidez. ¿Cuántos tragos? Tres,
cinco, pronto perdió la noción de tiempo y de lugar. Además de beber, bailó, con una
india a la que acarició y metió a un cuartito iluminado por una bombilla cubierta por un
celofán rojo, que se mecía sobre una cama con una colcha llena de colorines. No pudo
tirársela. «Por lo borracho que estoy, mamacita», se disculpó. La verdadera razón era
el nudo en el estómago, el recuerdo de lo que acababa de hacer. Por fin, se armó de
coraje para decir al coronel y al mayor que se iba, pues se sentía descompuesto con
tanto trago.
Salieron los tres hasta la puerta. Allí estaba, esperando a Johnny Abbes, su Cadillac
negro blindado, con chofer, y un jeep con una escolta de guardaespaldas armados. El
coronel le dio la mano.
--¿No tiene curiosidad por saber quién era ése?
--Prefiero no saberlo, mi coronel.
La cara fofa de Abbes García se distendió en una risita irónica, mientras se secaba la
cara con su pañuelo color fuego:
--Qué fácil sería, si uno hiciera estas cosas sin saber de quién se trata. No me joda,
teniente. Si uno se tira al agua, tiene que mojarse. Era uno del 14 de junio, el
hermanito de su ex novia, creo. ¿Luisa Gil, no? Bueno, hasta cualquier rato, ya
haremos cosas juntos. Si me necesita, sabe dónde encontrarme.
El teniente volvió a sentir la mano del Turco en su rodilla.
--Es mentira, Amadito -quiso animarlo Salvador-. Pudo ser cualquier otro. Te engañó.
Para destrozarte del todo, para hacerte sentir más comprometido, más esclavo.
Olvídate de lo que te dijo. Olvídate de lo que hiciste.
Amadito asintió. Muy despacio, señaló el revólver de su cartuchera.
--La próxima vez que dispare, será para matar a Trujillo, Turco -dijo-. Tú y Tony
Imbert pueden contar conmigo para cualquier cosa. Ya no necesitan cambiar de tema
cuando yo llegue a esta casa.
--Atención, atención, ése viene derechito -dijo Antonio de la Maza, levantando el
cañón recortado a la altura de la ventana, listo para disparar.
Amadito y Estrella Sadhalá empuñaron también sus armas. Antonio Imbert encendió
el motor. Pero, el automóvil que venía por el Malecón hacia ellos, deslizándose
despacio, buscando, no era el Chevrolet sino un pequeño Volkswagen. Fue frenando,
hasta descubrirlos. Entonces, viró en la dirección contraria, hacia donde ellos estaban
estacionados. Se detuvo a su lado, con las luces apagadas.
IV
--¿No va a subir a verlo? -dice por fin la enfermera. Urania sabe que la pregunta
pugna por salir de los labios de la mujer desde que, al entrar a la casita de César
Nicolás Penson, ella, en vez de pedirle que la llevara a la habitación del señor Cabral,
se dirigió a la cocina y se preparó un café. Lo paladea a sorbitos desde hace diez
minutos.
--Primero, voy a terminar mi desayuno -responde, sin sonreír, y la enfermera baja la
vista, confundida-. Estoy tomando fuerzas para subir esa escalera.
--Ya sé que hubo un distanciamiento entre usted y él, algo he oído -se disculpa la
mujer, sin saber qué hacer con las manos-. Era sólo por preguntar. Al señor ya le di su
desayuno y lo afeité. Se despierta siempre muy temprano.
Urania asiente. Ahora está tranquila y segura. Examina una vez más la ruindad que la
rodea. Además de deteriorarse la pintura de las paredes, el tablero de la mesa, el
lavador, el armario, todo parece encogido y descentrado. ¿Eran los mismos muebles?
No reconocía nada.
--¿Viene alguien a visitarlo? De la familia, quiero decir.
--Las hijas de la señora Adelina, la señora Lucindita y la señora Manolita vienen
siempre, a eso del mediodía -la mujer, alta, entrada en años, en pantalones debajo del
uniforme blanco, de pie en el umbral de la cocina, no disimula su incomodidad-. su tía
venía a diario, antes. Pero, desde que se quebró la cadera, ya no sale.
La tía Adelina era bastante menor que su padre, tendría unos setenta y cinco años a
lo más. Así que se rompió la cadera. ¿Seguiría tan beata? Era de comunión diaria,
entonces.
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  • 1. Mario Vargas Llosa La Fiesta del Chivo
  • 2. Mario Vargas Llosa Nació en Arequipa (Perú) en 1936. Tras la publicación de un libro de relatos (Losjefes, 1959), el enorme éxito de sus primeras novelas (La ciudady losperros, 1962, Premio Biblioteca Breve y Premio de la Crítica en España, La casa verde, 1966, y Conversación en La Catedral) lo convierte en uno de los representantes más señeros del boom latinoamericano. A partir de este período, su biografía y su bibliografía se van enriqueciendo hasta niveles que sólo los más grandes autores alcanzan. Mario Vargas Llosa ha obtenido los más importantes galardones literarios, desde el Leopoldo Alas por Losjefes hasta el Cervantes de 1994, pasando por el ya mencionado Biblioteca Breve, el Formentor, el Rómulo Gallegos, el Príncipe de Asturias, el Planeta, etcétera. En 1997 Alfaguara publicó su, hasta ese momento, última novela Los cuadernos de don Rigoberto. Profesor universitario, articulista, académico, ensayista político, Vargas Llosa es actualmente una de las personalidades intelectuales de más peso en el mundo entero.
  • 3. A Lourdes y José Israel Cuello, y a tantos amigos dominicanos. «El pueblo celebra con gran entusiasmo la Fiesta del Chivo el treinta de mayo.» Mataron al Chivo Merengue dominicano
  • 4. I Urania. No le habían hecho un favor sus padres; su nombre daba la idea de un planeta, de un mineral, de todo, salvo de la mujer espigada y de rasgos finos, tez bruñida y grandes ojos oscuros, algo tristes, que le devolvía el espejo. ¡Urania! Vaya ocurrencia. Felizmente ya nadie la llamaba así, sino Uri, Miss Cabral, Mrs. Cabral o Doctor Cabral. Que ella recordara, desde que salió de Santo Domingo («Mejor dicho, de Ciudad Trujillo», cuando partió aún no habían devuelto su nombre a la ciudad capital), ni en Adrian, ni en Boston, ni en Washington D.C., ni en New York, nadie había vuelto a llamarla Urania, como antes en su casa y en el Colegio Santo Domingo, donde las sisters y sus compañeras pronunciaban correctísimamente el disparatado nombre que le infligieron al nacer. ¿Se le ocurriría a él, a ella? Tarde para averiguarlo, muchacha; tu madre estaba en el cielo y tu padre muerto en vida. Nunca lo sabrás. ¡Urania! Tan absurdo como afrentar a la antigua Santo Domingo de Guzmán llamándola Ciudad Trujillo. ¿Sería también su padre el de la idea? Está esperando que asome el mar por la ventana de su cuarto, en el noveno piso del Hotel Jaragua, y por fin lo ve. La oscuridad cede en pocos segundos y el resplandor azulado del horizonte, creciendo deprisa, inicia el espectáculo que aguarda desde que despertó, a las cuatro, pese a la pastilla que había tomado rompiendo sus prevenciones contra los somníferos. La superficie azul oscura del mar, sobrecogida por manchas de espuma, va a encontrarse con un cielo plomizo en la remota Línea del horizonte, y, aquí, en la costa, rompe en olas sonoras y espumosas contra el Malecón, del que divisa pedazos de calzada entre las palmeras y almendros que lo bordean. Entonces, el Hotel Jaragua miraba al Malecón de frente. Ahora, de costado. La memoria le devuelve aquella imagen -¿de ese día?- de la niña tomada de la mano por su padre, entrando en el restaurante del hotel, para almorzar los dos solos. Les dieron una mesa junto a la ventana, y, a través de los visillos, Uranita divisaba el amplio jardín y la piscina con trampolines y bañistas. Una orquesta tocaba merengues en el Patio Español, rodeado de azulejos y tiestos con claveles. ¿Fue aquel día? «No», dice en voz alta. Al Jaragua de entonces lo habían demolido y reemplazado por este
  • 5. voluminoso edificio color pantera rosa que la sorprendió tanto al llegar a Santo Domingo tres días atrás. ¿Has hecho bien en volver? Te arrepentirás, Urania. Desperdiciar una semana de vacaciones, tú que nunca tenías tiempo para conocer tantas ciudades, regiones, países que te hubiera gustado ver -las cordilleras y los lagos nevados de Alaska, por ejemplo- retornando a la islita que juraste no volver a pisar. ¿Síntoma de decadencia? ¿Sentimentalismo otoñal? Curiosidad, nada más. Probarte que puedes caminar por las calles de esta ciudad que ya no es tuya, recorrer este país ajeno, sin que ello te provoque tristeza, nostalgia, odio, amargura, rabia. ¿O has venido a enfrentar a la ruina que es tu padre? A averiguar qué impresión te hace verlo, después de tantos años. Un escalofrío le corre de la cabeza a los Pies. ¡Urania, Urania! Mira que si, después de todos estos años, descubres que, debajo de tu cabecita voluntariosa, ordenada, impermeable al desaliento, detrás de esa fortaleza que te admiran y envidian, tienes un corazoncito tierno, asustadizo, lacerado, sentimental. Se echa a reir. Basta de boberías, muchacha. Se pone las zapatillas, el pantalón, la blusa de deportes, sujeta sus cabellos con una redecilla. Bebe un vaso de agua fría y está a punto de encender la televisión para ver la CNN pero se arrepiente. Permanece junto a la ventana, mirando el mar, el Malecón, y luego, volviendo la cabeza, el bosque de techos, torres, cúpulas, campanarios y copas de árboles de la ciudad. ¡Cuánto ha crecido! Cuando la dejaste, en 1961, albergaba trescientas mil almas. Ahora, más de un millón. Se ha llenado de barrios, avenidas, parques y hoteles. La víspera, se sintió una extraña dando vueltas en un auto alquilado por los elegantes condominios de Bella Vista y el inmenso parque El Mirador donde había tantos joggers como en Central Park. En su niñez, la ciudad terminaba en el Hotel El Embajador; a partir de allí todo eran fincas, sembríos. El Country Club, donde su padre la llevaba los domingos a la piscina, estaba rodeado de descampados, en vez de asfalto, casas y postes del alumbrado como ahora. Pero la ciudad colonial no se ha remozado, ni tampoco Gazcue, su barrio. Y está segurísima de que su casa cambió apenas. Estará igual, con su pequeño jardín, el viejo mango y el flamboyán de flores rojas recostado sobre la terraza donde solían almorzar al aire libre los fines de semana; su techo de dos aguas y el balconcito de su
  • 6. dormitorio, al que salía a esperar a sus primas Lucinda y Manolita, y, ese último año,1961, a espiar a ese muchacho que pasaba en bicicleta, mirándola de reojo, sin atreverse a hablarle. ¿Estaría igual por dentro? El reloj austríaco que daba las horas tenía números góticos y una escena de caza. ¿Estaría igual tu padre? No. Lo has visto declinar en las fotos que cada cierto número de meses o años te mandaban la tía Adelina y otros remotos parientes que continuaron escribiéndote, pese a que nunca contestaste sus cartas. Se deja caer en un sillón. El sol del amanecer alancea el centro de la ciudad; la cúpula del Palacio Nacional y el ocre pálido de sus muros destella suavemente bajo la cavidad azul. Sal de una vez, pronto el calor será insoportable. Cierra los ojos, ganada por una inercia infrecuente en ella, acostumbrada a estar siempre en actividad, a no perder tiempo en lo que, desde que volvió a poner los pies en tierra dominicana, la ocupa noche y día: recordar. «Esta hija mía siempre trabajando, hasta dormida repite la lección.» Eso decía de ti el senador Agustín Cabral, el ministro Cabral, Cerebrito Cabral, jactándose ante sus amigos de la niña que sacó todos los premios, la alumna que las sisters ponían de ejemplo. ¿Se jactaría delante del Jefe de las proezas escolares de Uranita? «Me gustaría tanto que usted la conociera, sacó el Premio de Excelencia todos los años desde que entró al Santo Domingo. Para ella, conocerlo, darle la mano, sería la felicidad. Uranita reza todas las noches porque Dios le conserve esa salud de hierro. Y, también, por doña Julia y doña María. Háganos ese honor. Se lo pide, se lo ruega, se lo implora el más fiel de sus perros. Usted no puede negármelo: recíbala. ¡Excelencia! ¡Jefe!» ¿Lo detestas? ¿Lo odias? ¿Todavía? «Ya no», dice en voz alta. No habrías vuelto si el rencor siguiera crepitando, la herida sangrando, la decepción anonadándote, envenenándola, como en tu juventud, cuando estudiar, trabajar, se convirtieron en obsesionante remedio para no recordar. Entonces sí lo odiabas. Con todos los átomos de tu ser, con todos los pensamientos y sentimientos que te cabían en el cuerpo. Le habías deseado desgracias, enfermedades, accidentes. Dios te dio gusto, Urania. El diablo, más bien. ¿No es suficiente que el derrame cerebral lo haya matado en vida? ¿Una dulce venganza que estuviera hace diez años en silla de ruedas, sin andar,
  • 7. hablar, dependiendo de una enfermera para comer, acostarse, vestirse, desvestirse, cortarse las uñas, afeitarse, orinar, defecar? ¿Te sientes desagraviada? «No.» Toma un segundo vaso de agua y sale. Son las siete de la mañana. En la planta baja del Jaragua la asalta el ruido, esa atmósfera ya familiar de voces, motores, radios a todo volumen, merengues, salsas, danzones y boleros, o rock y rap, mezclados, agrediéndose y agrediéndola con su chillería. Caos animado, necesidad profunda de aturdirse para no pensar y acaso ni siquiera sentir, del que fue tu pueblo, Urania. También, explosión de vida salvaje, indemne a las oleadas de modernización. Algo en los dominicanos se aferra a esa forma prerracional, mágica: ese apetito por el ruido. («Por el ruido, no por la música.») No recuerda que, cuando ella era niña y Santo Domingo se llamaba Ciudad Trujillo, hubiera un bullicio semejante en la calle. Tal vez no lo había; tal vez, treinta y cinco años atrás, cuando la ciudad era tres o cuatro veces más pequeña, provinciana, aislada y aletargada por el miedo y el servilismo, y tenía el alma encogida de reverencia y pánico al jefe, al Generalísimo, al Benefactor, al Padre de la Patria Nueva, a Su Excelencia el Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, era más callada, menos frenética. Hoy, todos los sonidos de la vida, motores de automóviles, casetes, discos, radios, bocinas, ladridos, gruñidos, voces humanas, parecen a todo volumen, manifestándose al máximo de su capacidad de ruido vocal, mecánico, digital o animal (los perros ladran más fuerte y los pájaros pían con más ganas). ¡Y que New York tenga fama de ruidosa! Nunca, en sus diez años de Manhattan, han registrado sus oídos nada que se parezca a esta sinfonía brutal, desafinada, en la que está inmersa hace tres días. El sol enciende las palmeras canas de enhiestas copas, la acera quebrada y como bombardeada por la cantidad de hoyos y los altos de basuras, que unas mujeres con pañuelos en la cabeza barren y recogen en unas bolsas insuficientes. «Haitianas.» Ahora están calladas, pero, ayer, cuchicheaban entre ellas en creole. Poco más adelante, ve a los dos haitianos descalzos y semidesnudos sentados en unos cajones, al pie de las decenas de pinturas de vivísimos colores, desplegadas sobre un muro. Es verdad, la ciudad, acaso el país, se llenó de haitianos. Entonces, no ocurría. ¿No lo decía el senador Agustín Cabral? «Del Jefe se dirá lo que se quiera. La historia le reconocerá al menos haber hecho un país moderno y haber puesto en su sitio a los
  • 8. haitianos. ¡A grandes males, grandes remedios!» El jefe encontró un paisito barbarizado por las guerras de caudillos, sin ley ni orden, empobrecido, que estaba perdiendo su identidad, invadido por los hambrientos y feroces vecinos. Vadeaban el río Masacre y venían a robarse bienes, animales, casas, quitaban el trabajo a nuestros obreros agrícolas, pervertían nuestra religión católica con sus brujerías diabólicas, violaban a nuestras mujeres, estropeaban nuestra cultura, nuestra lengua y costumbres occidentales e hispánicas, imponiéndonos las suyas, africanas y bárbaras. El Jefe cortó el nudo gordiano: «¡Basta!». ¡A grandes males, grandes remedios! No sólo justificaba aquella matanza de haitianos del año treinta y siete; la tenía como una hazaña del régimen. ¿No salvó a la República de ser prostituida una segunda vez en la historia por ese vecino rapaz? ¿Qué importan cinco, diez, veinte mil haitianos si se trata de salvar a un pueblo? Camina deprisa, reconociendo los hitos: el Casino de Güibia, convertido en club, y el balneario ahora apestado por las cloacas; pronto llegará a la esquina del Malecón y la avenida Máximo Gómez, el itinerario del jefe en sus caminatas vespertinas. Desde que los médicos le advirtieron que era bueno para el corazón, iba de la Estancia Radhamés hacia la Máximo Gómez, con una escala en casa de doña Julia, la Excelsa Matrona, donde Uranita entró una vez a decir un discurso que casi no pudo pronunciar, y bajaba hasta este malecón George Washington, en esta esquina doblaba y seguía hasta el obelisco imitado del de Washington, a paso vivo, rodeado de ministros, asesores, generales, ayudantes, cortesanos, a respetuosa distancia, los ojos alertas, el corazón esperanzado, aguardando un gesto, un ademán que les permitiera acercarse al jefe, escucharlo, merecer un diálogo, aunque fuera una recriminación. Todo, menos ser mantenidos lejos, en el infierno de los olvidados. «¿Cuántas veces paseaste entre ellos, papá? ¿Cuántas mereciste que te hablara? Y cuántas volviste entristecido porque no te llamó, temeroso de no estar ya en el círculo de los elegidos, de haber caído entre los réprobos. Siempre viviste aterrado de que contigo se repitiera la historia de Anselmo Paulino. Y se repitió, papá.» Urania se ríe y una pareja en bermudas que camina en dirección contraria cree que es con ellos: «Buenos días». Pero no es con ellos que se ríe, sino con la imagen del senador Agustín Cabral trotando cada tarde por este Malecón, entre los sirvientes de
  • 9. lujo, atento, no a la cálida brisa, los rumores del mar, la acrobacia de las gaviotas ni a las radiantes estrellas del Caribe, sino a las manos, los ojos, los movimientos del jefe, que tal vez lo llamarían, prefiriéndolo a los demás. Ha llegado al Banco Agrícola. Luego vendrá la Estancia Ramfis, donde continúa la Secretaría de Relaciones Exteriores, y el Hotel Hispaniola. Y media vuelta. «Calle César Nicolás Penson, esquina Galván», piensa. ¿Iría o regresaría a New York sin echar una ojeada a su casa? Entrarás y le preguntarás a la enfermera por el inválido y subirás al dormitorio y a la terraza donde lo sacan a dormir sus siestas, esa terraza que se ponía roja con las flores del flamboyán. «Hola, papá. Cómo estás, papá. ¿No me reconoces? Soy Urania. Claro, qué me vas a reconocer. La última vez yo tenía catorce y ahora cuarenta y nueve. Una punta de años, papá. ¿No era ésa la edad que tú tenías, el día que me fui a Adrian? Si, cuarenta y ocho o cuarenta y nueve. Un hombre en plena madurez. Ahora, estás por cumplir ochenta y cuatro. Te has vuelto viejísimo, papá.» Si está en condiciones de pensar, habrá tenido mucho tiempo en estos años para hacer un balance de su larga vida. Habrás pensado en tu hija ingrata, que en treinta y cinco años no te contestó una carta, ni envió una foto, ni una felicitación de cumpleaños, Navidades o Año Nuevo, que ni siquiera cuando te vino el derrame y tías, tíos, primos y primas creían que te morías, vino ni preguntó por tu salud. Qué hija malvada, papá. La casita de César Nicolás Penson, esquina Galván, ya no recibirá a los visitantes, en el vestíbulo de la entrada, donde se acostumbraba poner la imagen de la Virgencita de la Altagracia, con esa placa de bronce jactancioso: «En esta casa Trujillo es el Jefe». ¿O la has conservado, en prueba de lealtad? La lanzarías al mar como los miles de dominicanos que la compraron y colgaron en el lugar más visible de la casa, para que nadie fuera a dudar de su fidelidad al jefe, y que, cuando el hechizo se trizó quisieron borrar las pistas, avergonzados de lo que ella representaba: su cobardía. A que tú también la desapareciste, papá. Ha llegado al Hispaniola. Está sudando, el corazón acelerado. Pasa un doble río de autos, camionetas y camiones por la avenida George Washington y le parece que todos llevan la radio encendida y que el ruido le reventará los tímpanos. A ratos, de algún vehículo asoma una cabeza masculina y un instante los suyos se encuentran con
  • 10. unos ojos varoniles que le miran los pechos, las piernas o el trasero. Esas miradas. Está esperando un hueco que le permita cruzar y una vez más se dice, como ayer, como anteayer, que está en tierra dominicana. En New York ya nadie mira a las mujeres con ese desparpajo. Midiéndola, sopesándola, calculando cuánta carne hay en cada una de sus tetas y muslos, cuántos vellos en su pubis y la curva exacta de sus nalgas. Cierra los ojos, presa de un ligero vahído. En New York, ya ni los latinos, dominicanos, colombianos, guatemaltecos, miran así. Han aprendido a reprimirse, entendido que no deben mirar a las mujeres como miran los perros a las perras, los caballos a las yeguas, los puercos a las puercas. En un intervalo de vehículos, cruza, a la carrera. En vez de dar media vuelta y emprender el regreso hacia el Jaragua, sus pasos, no su voluntad, la llevan a contornear el Hispaniola y regresar por independencia, una avenida que, si no la traiciona su memoria, avanza desde aquí, cargada de una doble alameda de frondosos laureles cuyas crestas se abrazan sobre la calzada, refrescándola, hasta bifurcarse y desaparecer ya en plena ciudad colonial. Cuántas veces caminaste de la mano de tu padre, bajo la sombra rumorosa de los laureles de Independencia. Bajaban desde César Nicolás Penson hasta esta avenida e iban hasta el parque Independencia. En la heladería italiana, a mano derecha, al comenzar El Conde, tomaban un helado de coco, mango o guayaba. Qué orgullosa te sentías de la mano de ese señor -el senador Agustín Cabral, el ministro Cabral. Todos lo conocían. Se acercaban, le daban la mano, se quitaban el sombrero, le hacían venias, guardias y militares chocaban los tacos al verlo pasar. Cómo echarías de menos esos años en que eras tan importante, papá, cuando te volviste un pobre diablo del montón. A ti se contentaron con insultarte en El Foro Público, pero no te metieron a la cárcel como a Anselmo Paulino. ¿Es lo que más temías, cierto? Que, un buen día, el jefe ordenara: ¡Cerebrito a la cárcel! Tuviste suerte, papá- Lleva tres cuartos de hora y falta un buen trecho hasta el hotel. Si hubiera sacado dinero, se metería a cualquier cafetería a tomar desayuno y descansar. El sudor la obliga a secarse la cara todo el tiempo. Los años, Urania. A los cuarenta y nueve ya no se es joven. Por más que te conserves mejor que otras. Pero, no estás para ser arrumbada como trasto viejo, a juzgar por esas miradas que, a derecha e izquierda, se
  • 11. posan en su cara y su cuerpo, insinuantes, codiciosas, descaradas, insolentes, de machos acostumbrados a desvestir con los ojos y los pensamientos a todas las hembras de la calle. «Unos cuarenta y nueve años maravillosamente bien llevados, Uri», dijo Dick Litney, su colega y amigo de bufete en New York, el día de su cumpleaños, audacia que ningún varón de la oficina se hubiera permitido a menos de tener, como Dick esa noche, dos o tres whiskys en el cuerpo. Pobre Dick. Se ruborizó y confundió cuando Urania lo congeló con una de esas miradas lentas con las que desde hace treinta y cinco años enfrenta las galanterías, chistes subidos de color, gracias, alusiones o majaderías de los hombres, y, a veces, de las mujeres. Se detiene, para recuperar el aliento. Siente su corazón descontrolado, su pecho subiendo y bajando. Está en la esquina de Independencia y Máximo Gómez, esperando entre un racimo de hombres y mujeres para cruzar. Su nariz registra una variedad tan grande de olores como el sinfín de ruidos que martillean sus oídos: el aceite que queman los motores de las guaguas y despiden los tubos de escape, lengüetas humosas que se deshacen o quedan flotando sobre los peatones; olores a grasa y fritura, de un puesto donde chisporrotean dos sartenes y se ofrecen viandas y bebidas, y ese aroma denso, indefinible, tropical, a resinas y matorrales en descomposición, a cuerpos transpirando, un aire impregnado de esencias animales, vegetales y humanas que el sol protege, demorando su disolución y evanescencia. Es un olor cálido, que toca alguna fibra íntima de su memoria y la devuelve a su infancia, a las trinitarias multicolores colgadas de techos y balcones, a esta avenida Máximo Gómez. ¡El Dia de las Madres! Por supuesto. Mayo de sol radiante, lluvias diluviales, calor. Las niñas elegidas del Colegio Santo Domingo para traerle flores a Mamá Julia, la Excelsa Matrona, progenitora del Benefactor, espejo y símbolo de la madre quisqueyana. Vinieron en una guagua del colegio, en sus uniformes blancos inmaculados, acompañadas de la superiora y de síster Mary. Ardías de curiosidad, orgullo, cariño y respeto. Ibas a entrar en representación del colegio a casa de Mamá Julia. Ibas a recitarle el poema «Madre y maestra, Matrona Excelsa», que habías escrito, aprendido y recitado decenas de veces, ante el espejo, ante tus compañeras, ante Lucinda y Manolita, ante papá, ante las sisters, y que habías repetido en silencio para estar segura de no olvidar una sílaba. Llegado el glorioso instante, en la gran casa
  • 12. rosada de Mamá Julia, aturdida por los militares, señoras, ayudantes, delegaciones que atestaban jardines, cuartos, pasillos, sobrecogida de emoción, ternura, al dar un paso adelante apenas a un metro de la anciana que le sonreía con benevolencia desde su mecedora, con el ramo de rosas que acababa de entregarle la superiora, se le cerró la garganta y su mente quedó en blanco. Te echaste a llorar. Escuchabas risas, palabras animosas, de las señoras y señores que rodeaban a Mami Julia. La Excelsa Matrona hizo que te acercaras, risueña. Entonces, Uranita se compuso, se secó las lágrimas, se enderezó y, firme y rápida, aunque sin la entonación debida, recitó «Madre y maestra, Matrona Excelsa», de corrido. La aplaudieron. Mamá Julia le acarició los cabellos y su boquita fruncida en mil arrugas la besó. Por fin, cambia la luz. Urania continúa su marcha, protegida del sol por la sombra de los árboles de la Máximo Gómez. Hace una hora que camina. Es grato andar bajo los laureles, descubrir esos arbustos de florecillas rojas y pistilo dorado, la cayena o sangre de Cristo, absorbida en sus pensamientos, arrullada por la anarquía de voces y músicas, atenta sin embargo a los desniveles, baches, hoyos, deformaciones de las veredas en que está constantemente a punto de tropezar, o de meter un pie en las basuras que husmean perros callejeros. ¿Eras feliz, entonces? Cuando fuiste con ese grupo de alumnas del Santo Domingo a llevarle flores y recitarle el poema, en el Día de las Madres, a la Excelsa Matrona, lo eras. Aunque, desde que aquella figura protectora) bellísima, de su infancia, se eclipsó de la casita de César Nicolás Penson, quizás la noción de felicidad se evaporó también de la vida de Urania. Pero tu padre y tus tíos -sobre todo, la tía Adelina y el tío Aníbal, y las primas Lucindita y Manolita y los antiguos amigos hicieron lo posible para llenar la ausencia de tu madre con mimos y halagos, de modo que no te sintieras sola, disminuida. Tu padre había sido tu padre y tu madre aquellos años. Por eso lo habías querido tanto. Por eso te había dolido tanto, Urania. Cuando llega a la puerta trasera del Jaragua, ancha reja por donde entran los automóviles, los mayordomos, los cocineros, las camareras, los barrenderos, no se detiene. ¿Dónde vas? No ha tomado decisión alguna. Por su cabeza, concentrada en su niñez, en su colegio, en los domingos en que iba con su tía Adelina y sus primas a
  • 13. las tandas infantiles del Cine Elite, no ha cruzado la idea de no entrar al hotel a ducharse y desayunar. Sus pies han decidido seguir. Camina sin vacilar, segura del rumbo, entre peatones y automóviles impacientes por los semáforos. ¿Seguro quieres ir donde estás yendo, Urania? Ahora, sabes que irás, aunque tengas que lamentarlo. Dobla a la izquierda en Cervantes y avanza hacia la Bolívar, reconociendo como en sueños los chalets de uno o dos pisos, con cercos y jardines, terrazas descubiertas y garajes, que le despiertan un sentimiento familiar, imágenes preservadas, deterioradas, ligeramente descoloridas, desportilladas, afeadas con añadidos y pegotes, cuartitos erigidos en las azoteas, ensamblados en los flancos, en medio de los jardines, para alojar a los vástagos que se casan y no pueden vivir solos y vienen a añadirse a las familias, exigiendo más espacio. Cruza lavanderías, farmacias, florerías, cafeterías, placas de dentistas, médicos, contadores y abogados. En la avenida Bolívar va como si estuviera tratando de alcanzar a alguien, como si fuera a echarse a correr. El corazón se le sale por la boca. En cualquier momento, te desplomarás. A la altura de Rosa Duarte, tuerce a la izquierda y corre. Pero, el esfuerzo le resulta excesivo y vuelve a andar, ahora más despacio, muy cerca del muro blancuzco de una casa, por si el vértigo se repite y debe apoyarse en algo hasta recobrar el aliento. Salvo un ridículo edificio angostísimo de cuatro pisos, donde estaba la casita con púas del doctor Estanislas que la operó de las amígdalas, nada ha cambiado; hasta juraría que esas sirvientas que barren los jardines y las fachadas la van a saludar: «Hola, Uranita. Cómo estás, muchacha. Cuánto has crecido, niña. Adónde tan apurada, Santa Madre de Dios». La casa tampoco ha cambiado tanto, aunque el gris de sus paredes lo recordaba intenso y es ahora desvaído, con lamparones, descascarado. El jardín se ha transformado en matorral de yerbas, hojas muertas y grama seca. Nadie lo habrá regado ni podado hace años. Ahí está el mango. ¿Era ése el flamboyán? Debió de serlo, cuando tenía hojas y flores; ahora, es un tronco de brazos pelados y raquíticos. Se recuesta en la puerta de hierro calado que da al jardín. El caminito de losetas con yerbas en las junturas está enmohecido y, en la terraza y el porche, hay una silla vencida, con una pata rota. Han desaparecido los muebles de cretona amarilla. También, la lamparita de la esquina, con cristales esmerilados, que iluminaba la
  • 14. terraza, en torno a la cual se aglomeraban las mariposas de día y zumbaban insectos de noche. El balconcito de su dormitorio ya no tiene la trinitaria malva que lo cubría: es un voladizo de cemento, con manchas herrumbrosas. Al fondo de la terraza, se abre una puerta con largo gemido. Una figura femenina, enfundada en un uniforme blanco, la mira con curiosidad: --¿Busca a alguien? Urania no puede hablar; está tan agitada, emocionada, asustada. Permanece muda, mirando a la desconocida. --¿Qué se le ofrece? -pregunta la mujer. --Yo soy Urania -dice, al fin-. La hija de Agustín Cabral. II Despertó, paralizado por una sensación de catástrofe. Inmóvil, pestañeaba en la oscuridad, prisionero en una telaraña, a punto de ser devorado por un bicho peludo lleno de ojos. Por fin pudo estirar la mano hacia el velador donde guardaba el revólver y la metralleta con el cargador puesto. Pero, en vez del arma, empuñó el reloj despertador: las cuatro menos diez. Respiró. Ahora si, se había despertado del todo. ¿Pesadillas, de nuevo? Tenía unos minutos todavía, pues, maniático de la puntualidad, no saltaba de la cama antes de las cuatro. Ni un minuto antes ni uno después. «A la disciplina debo todo lo que soy», se le ocurrió. Y la disciplina, norte de su vida, se la debía a los marínes. Cerró los ojos. Las pruebas, en San Pedro de Macorís, para ser admitido a la Policía Nacional Dominicana que los yanquis decidieron crear al tercer año de ocupación, fueron durísimas. Las pasó sin dificultad. En el entrenamiento, la mitad de los aspirantes quedaron eliminados. Él gozó con cada ejercicio de agilidad, arrojo, audacia o resistencia, aun en aquéllos, feroces, para probar la voluntad y la obediencia al superior, zambullirse en lodazales con el equipo de campaña o sobrevivir en el monte bebiendo la propia orina y masticando tallos, yerbas, saltamontes. El sargento Gittleman le puso la más alta calificación: «Irás lejos, Trujillo». Había ido, sí, gracias a esa disciplina despiadada, de héroes y místicos, que le enseñaron los marines. Pensó con gratitud en el sargento Simon Gittleman. Un gringo leal y
  • 15. desinteresado, en ese país de pijoteros, vampiros y pendejos. ¿Había tenido Estados Unidos un amigo más sincero que él, los Ultimos treinta y un años? ¿Qué gobierno lo había apoyado más en la ONU? ¿Cuál fue el primero en declarar la guerra a Alemania y al Japón? ¿Quién untó con más dólares a representantes, senadores, gobernadores, alcaldes, abogados y periodistas de Estados Unidos? El pago: las sanciones económicas de la OEA, para dar gusto al negrito de Rómulo Betancourt y seguir mamando petróleo venezolano. Si Johnny Abbes hubiera hecho mejor las cosas y la bomba le hubiera arrancado la cabeza al maricón de Rómulo, no habría sanciones y los gringos pendejos no joderían con la soberanía, la democracia y los derechos humanos. Pero, entonces, él no hubiera descubierto que, en ese país de doscientos millones de pendejos, tenía un amigo como Simon Gittleman. Capaz de iniciar una campaña personal en defensa de la República Dominicana, desde Phoenix, Arizona, donde vivía dedicado a los negocios desde que se jubiló de los marines. ¡Sin pedir un centavo! Había varones así todavía, entre los marines. ¡Sin pedir ni cobrar! Qué lección para esas sanguijuelas del Senado y la Cámara de Representantes a las que él cebaba ya tantos años, que siempre querían más cheques, más concesiones, más decretos, más exoneraciones fiscales, y que, ahora, cuando los necesitaba, se hacían los desentendidos. Miró el reloj: cuatro minutos todavía. ¡Gringo magnífico, Simon Gittleman! Un verdadero marina. Abandonó sus negocios en Arizona, indignado por la ofensiva contra Trujillo de la Casa Blanca, Venezuela y la OEA, y bombardeó la prensa norteamericana con cartas, recordando que la República Dominicana fue durante toda la Era de Trujillo un baluarte del anticomunismo, el mejor aliado de Estados Unidos en el hemisferio occidental. No contento con eso, fundó -¡de su propio bolsillo, coño!- comités de apoyo, hizo publicaciones, organizó conferencias. Y, para dar un ejemplo, se vino a Ciudad Trujillo con su familia y alquiló una casa en el Malecón. Este mediodía Simon y Dorothy comerían con él en Palacio, y el ex marina recibiría la Orden del Mérito Juan Pablo Duarte, la más alta condecoración dominicana. ¡Un verdadero marina, sí señor! Las cuatro en punto, ahora sí. Encendió la lamparilla de la mesa de noche, se puso las zapatillas y se levantó, sin la agilidad de antaño. Los huesos le dolían y sentía
  • 16. resentidos los músculos de las piernas y la espalda, como hacía unos días, en la Casa de Caoba, la maldita noche de la muchachita desabrida. El disgusto le hizo rechinar los dientes. Caminaba hacia la silla, donde Sinforoso había dispuesto su traje de sudar y sus zapatillas de ejercicios, cuando una sospecha lo contuvo. Ansioso, observó las sábanas: la informe manchita grisácea envilecía la blancura del hilo. Se le había salido, otra vez. La indignación borró el desagradable recuerdo de la Casa de Caoba. ¡Coño! ¡Coño! Éste no era un enemigo que pudiera derrotar como a esos cientos, miles, que había enfrentado y vencido, a lo largo de los años, comprándolos, intimidándolos o matándolos. Vivía dentro de él, carne de su carne, sangre de su sangre. Lo estaba destruyendo precisamente cuando necesitaba más fuerza y salud que nunca. La muchachita esqueleto le trajo mala suerte. Encontró inmaculadamente lavados y planchados el suspensor, el short, la camiseta, las zapatillas. Se vistió, haciendo gran esfuerzo. Nunca había necesitado muchas horas de sueño; desde joven, en San Cristóbal, o cuando era jefe de guardas campestres en el ingenio Boca Chica, cuatro o cinco le bastaban, aun si había bebido y tirado hasta el amanecer. Su capacidad de recuperación física, con un mínimo de reposo, contribuyó a su aureola de ser superior. Aquello se terminó. Despertaba cansado y no conseguía dormir ni cuatro horas; dos o tres a lo más, y sobresaltado por pesadillas. La noche anterior estuvo desvelado, a oscuras. Por las ventanas veía las copas de algunos árboles y un pedazo de cielo tachonado de estrellas. En la noche clara llegaba hasta él, a ratos, el parloteo de esas viejas trasnochadoras, declamando poesías de Juan de Dios Peza, de Amado Nervo, de Rubén Darío (lo que le hizo sospechar que se hallaba entre ellas la Inmundicia Viviente, que sabía de memoria a Darío), los Veinte poemas de amor de Pablo Neruda y las décimas picantes de Juan Antonio Alix. Y, por supuesto, los versos de doña María, escritora y moralista dominicana. Se echó a reír, mientras trepaba a la bicicleta estacionaria y comenzaba a pedalear. Su mujer había acabado por tomárselo en serio, y, de cuando en cuando, organizaba en el salón de patinar de la Estancia Radhamés veladas literarias donde traía declamadoras a recitar versos pendejos. El senador Henry Chirinos, que se las daba de poeta, solía participar en aquellos encierros, gracias a los cuales cebaba su cirrosis por cuenta del erario.
  • 17. Para congraciarse con María Martínez esas viejas pendejas, como el propio Chirinos, se habían aprendido páginas de las Meditaciones morales o parlamentos de la obrita de teatro Falsa amistad, las recitaban y las pericas aplaudían. Y su mujer -pues esa vieja gorda y pendeja, la Prestante Dama, era su mujer, después de todo- se había tomado en serio lo de escritora y moralista. Por qué no. ¿No lo decían los periódicos, las radios, la televisión? ¿No era libro de lectura obligatoria en las escuelas, esas Meditaciones morales, prologadas por el mexicano José Vasconcelos, que se reimprimían cada dos meses? ¿No había sido Falsa amistad el más grande éxito teatral de los treinta y un años de la Era de Trujillo? ¿No la habían puesto por las nubes los críticos, los periodistas, los profesores universitarios, los curas, los intelectuales? ¿No le dedicaron un seminario en el Instituto Trujilloniano? ¿No habían elogiado sus conceptos los ensotanados, los Obispos, esos cuervos traidores, esos judas, que después de vivir de sus bolsillos, ahora también, igual que los yanquis, se pusieron a hablar de derechos humanos? La Prestante Dama era escritora y moralista. No gracias a ella, sino a él, como todo lo que ocurría en este país hacía tres décadas. Trujillo podía hacer que el agua se volviera vino y los panes se multiplicaran, si le daba en los cojones. Se lo recordó a María en la última pelea: «Olvidas que esas pendejadas no las escribiste tú, que no sabes escribir tu nombre sin faltas gramaticales, sino el gallego traidor de José Almoina, pagado por mí. ¿No sabes lo que dice la gente? Que las iniciales de Falsa amistad, F y A, quieren decir: Fue Almoina». Tuvo otro acceso de risa, franca, alegre. Se le había eclipsado la amargura. María se echó a llorar. «¡Cómo me humillas!», y lo amenazó con quejarse a Mamá Julia. Como si su pobre madre con sus noventa y seis años estuviera para enredos de familia. Igual que sus hermanos, su mujer recurría siempre a la Excelsa Matrona como paño de lágrimas. Para hacer las paces, hubo que untarle la mano una vez más. Pues era verdad lo que decían los dominicanos en voz baja: la escritora y moralista era una pijotera, un alma llena de roña. Lo fue desde que eran amantes. Todavía jovencita, se le ocurrió lo de la lavandería para los uniformes de la Policía Nacional Dominicana, con lo que hizo sus primeros pesos. El pedaleo le calentó el cuerpo. Se sentía en forma. Quince minutos: suficiente. Otros quince de remo, antes de empezar la batalla del día.
  • 18. El remo estaba en un cuartito adjunto, atiborrado de máquinas de ejercicios. Empezaba a remar, cuando un relincho vibró en la quietud del amanecer, largo, musical, como jocunda alabanza a la vida. ¿Cuánto tiempo que no montaba? Meses. Nunca lo había hastiado, después de cincuenta años seguía ilusionándolo, como el primer sorbo de una copa de brandy español Carlos I, o la primera ojeada al cuerpo desnudo, blanco, de formas opulentas, de una hembra deseada. Pero, le envenenó esta idea el recuerdo de la flaquita que ese hijo de puta consiguió metérsela en la cama. ¿Lo hizo a sabiendas de la humillación que pasaría? No tenía huevos para eso. Ella se lo habría contado y él, reído a carcajadas. Correría ya por las bocas chismosas, en los cafetines de El Conde. Tembló de vergüenza y rabia, remando siempre, con regularidad. Ya sudaba. ¡Si lo vieran! Otro mito que repetían sobre él era: «Trujillo nunca suda. Se pone en lo más ardiente del verano esos uniformes de paño, tricornio de terciopelo y guantes, sin que se vea en su frente brillo de sudor». No sudaba si no quería. Pero, en la intimidad, cuando hacía sus ejercicios, daba permiso a su cuerpo para que lo hiciera. Esta última época, difícil, cargada de problemas, se privó de los caballos. A ver si esta semana iba a San Cristóbal. Cabalgaría solitario, bajo los árboles, junto al río, como antaño, y se sentiría rejuvenecido. «Ni los brazos de una hembra son tan afectuosos como el lomo de un alazán.» Dejó de remar cuando sintió un calambre en el brazo izquierdo. Después de secarse la cara, se miró el pantalón, a la altura de la bragueta. Nada. Seguía a oscuras. Los árboles y arbustos de los jardines de la Estancia Radhamés eran unas manchas oscuras, bajo un cielo limpio, repleto de lucecitas titilantes. ¿Cómo era el verso de Neruda que gustaba tanto a las cotorras amigas de la moralista? «Y tiritan azules los astros a lo lejos.» Esas viejas tiritaban soñando con que algún poeta les rascara la comezón. Y sólo tenían cerca a Chirinos, ese Frankenstein. Otra vez lo atacó una risita abierta, algo que rara vez le ocurría en estos tiempos. Se desnudó y, en zapatillas y bata, fue al baño a afeitarse. Prendió la radio. En La Voz Dominicana y Radio Caribe leían los periódicos. Hasta hacía algunos años, los boletines comenzaban a las cinco. Pero, cuando su hermano Petán, propietario de La Voz Dominicana, supo que él se despertaba a las cuatro, adelantó el noticiero. Las
  • 19. demás emisoras lo imitaron. Sabían que él escuchaba radio mientras se rasuraba, bañaba y vestía, y se esmeraban. La Voz Dominicana, luego de un jingle del Hotel Restaurante El Conde, anunciando una velada bailable con Los Colosos del Ritmo, bajo la dirección del profesor Gatón y el cantante Johnny Ventura, destacó el premio Julia Molina viuda Trujillo a la Madre más Prolífica. La ganadora, doña Alejandrina Francisco, con veintiún hijos vivos, al recibir la medalla con la efigie de la Excelsa Matrona, declaró: «Mis veintiún hijos darán la vida por el Benefactor, si se la pide». «No te creo, pendeja.» Se había lavado los dientes y ahora se afeitaba, con la minucia que lo hacía desde que era un mozalbete en la prángana, en San Cristóbal. Cuando no sabía siquiera si su pobre madre, a la que el país entero rendía homenaje por el Día de las Madres («Manantial de caritativos sentimientos y madre del perinclito varón que nos gobierna», dijo el locutor), tendría habichuelas y arroz para dar esa noche a las ocho bocas de la familia. La limpieza, el cuidado del cuerpo y el atuendo habían sido, para él, la única religión que practicaba a conciencia. Después de otra larga lista de visitantes a casa de Mamá Julia, para cumplimentarla por el Día de las Madres (pobre vieja, recibiendo impertérrita esa caravana de colegios, asociaciones, institutos, sindicatos, y agradeciendo con su débil vocecita las flores y cumplidos), comenzaron los ataques a los obispos Reilly y Panal, «que no nacieron bajo nuestro sol ni sufrieron bajo nuestra luna» («Bonito», pensó), «y se inmiscuyen en nuestra vida civil y política, pisando los terrenos de lo penal». Johnny Abbes quería entrar al Colegio Santo Domingo y sacar de su refugio al obispo yanqui. «¿Qué puede pasar, Jefe? Los gringos protestarán, por supuesto. ¿No protestan por todo, hace ya tiempo? Por Galíndez, por el piloto Murphy, por las Mirabal, por el atentado a Betancourt y mil cosas más. Qué importa que ladren en Caracas, Puerto Rico, Washington, New York, La Habana. Importa lo que pasa aquí. Sólo cuando los ensotanados se asusten dejarán de conspirar.» No. Aún no había llegado el momento de tomar cuentas a Reilly, o al otro hijo de puta, el españolete del obispo Panal. Llegaría, pagarían. A él no lo engañaba el instinto. No tocar un pelo a los obispos por ahora, aunque siguieran jodiendo, como lo hacían desde el domingo 25 de enero de 1960 -¡año y medio ya!-, cuando la Carta Pastoral del Episcopado fue leída en todas
  • 20. las misas, inaugurando la campaña de la Iglesia católica contra el régimen. ¡Los maldecidos! ¡Los cuervos! ¡Los eunucos! Hacerle eso a él, condecorado en el Vaticano, por Pío XII, con la Gran Cruz de la Orden Papal de San Gregorio. En La Voz Dominicana, Paino Pichardo recordaba, en un discurso pronunciado la víspera en su condición de secretario de Estado del Interior y Cultos, que el Estado llevaba gastados sesenta millones de pesos en esa Iglesia cuyos «obispos y sacerdotes hacen ahora tanto daño a la grey católica dominicanas. Cambió el dial. En Radio Caribe leían una carta de protesta de centenares de obreros porque no se incluyó sus firmas en el Gran Manifiesto Nacional «contra las maquinaciones perturbadoras del obispo Tomás Reilly, traidor a Dios y a Trujillo y a su condición de varón, que, en vez de permanecer en su diócesis de San Juan de la Maguana corrió, como rata asustada, a esconderse en Ciudad Trujillo entre las faldas de las monjas norteamericanas del Colegio Santo Domingo, cuevario del terrorismo y la conspiración». Cuando oyó que el Ministerio de Educación había privado de oficialidad al Colegio Santo Domingo, por «colusión de esas monjas foráneas con las intrigas terroristas de los purpurados de San Juan de la Maguana y de La Vega contra el Estado», volvió a La Voz Dominicana, a tiempo para oir anunciar al locutor otra victoria del equipo dominicano de polo, en París, donde, «en el hermoso campo de Bagatelle, luego de derrotar a los Leopards por cinco a cuatro, obtuvo la Copa Aperture, deslumbrando a la entendida concurrencia. Ramfis y Radhamés, los más aplaudidos jugadores. Una mentira, para engatusar a los dominicanos. Y a él. Sintió en la boca del estómago la acidez que lo acometía cada vez que pensaba en sus hijos, esos exitosos fracasos, esas desilusiones. ¡Jugando polo en París y tirándose francesas, mientras su padre libraba la más dura batalla de su existencia! Se enjuagaba la cara. Su sangre se volvía vinagre cuando pensaba en sus hijos. Dios mío, no era él quien había fallado. Su raza era sana, un padrillo reproductor de gran alzada. Ahí estaban, para probarlo, los hijos que su leche procreó en otros vientres, el de Lina Lovatón sin ir más lejos, robustos, enérgicos, que merecían mil veces ocupar el lugar de ese par de zánganos, de esas nulidades con nombres de personajes de ópera. ¿Por qué consintió que la Prestante Dama pusiera a sus hijos los nombres de Aída, esa ópera que en mala hora vio en New York? Les trajeron mala
  • 21. suerte; habían hecho de ellos unos payasos de opereta, en vez de hombres de pelo en pecho. Bohemios, haraganes sin carácter ni ambición, buenos sólo para la parranda. Salieron a sus hermanos, no a él. Eran tan inútiles como Negro, Petán, Pipi, Aníbal, esa caterva de pillos, parásitos, zánganos y pobres diablos que eran sus hermanos. Ninguno había sacado ni un millonésimo de su energía, voluntad, visión. ¿Qué pasaría con este país cuando él muriera? Seguro que Ramfis ni siquiera era tan bueno en la cama como decía la fama que los adulones le echaron encima. ¡Se tiró a Kim Novak! ¡Se tiró a Zsa Zsa Gabor! ¡Pasó por las armas a Debra Paget y a medio Hollywood! Vaya mérito. Regalándoles Mercedes Benz, Cadillacs y abrigos de visón hasta el loco Valeriano se tiraba a Miss Universo y a Elizabeth Taylor. Pobre Ramfis. Él sospechaba que ni siquiera le gustaban tanto las mujeres. Le gustaba la apariencia, que dijeran es el mejor montador de este país, mejor todavía que Porfirio Rubirosa, el dominicano famoso en el mundo por el tamaño de su verga y sus proezas de cabrón internacional. ¿También jugaba polo con sus hijos, allá en Bagatelle, el Gran Estuprador? La simpatía que sentía por Porfirio desde que formó parte de su cuerpo de ayudantes militares, sentimiento que se mantuvo a pesar del fracaso del matrimonio con su hija mayor, Flor de Oro, le mejoró el humor. Porfirio tenía ambición y se había tirado grandes hembras, desde la francesa Danielle Darrieux hasta la multimillonaria Bárbara Hutton, sin regalarles un ramo de flores, más bien exprimiéndolas, haciéndose rico a costa de ellas. Llenó la bañera con sales y burbujas y se hundió en ella con la intensa satisfacción de cada amanecer. Porfirio se dio siempre buena vida. Su matrimonio con Bárbara Hutton duró un mes, lo indispensable para sacarle un millón de dólares al contado y otro en propiedades. ¡Si Ramfis o Radhamés fueran al menos como Porfirio! Ese güevo viviente chorreaba ambición. Y, como todo triunfador, tenía enemigos. Siempre andaban deslizándole chismes, aconsejándolo que sacara a Rubirosa de la carrera diplomática pues sus escándalos mancillaban la imagen del país. Envidiosos. Qué mejor propaganda para la República Dominicana que un güevo así. Desde que estaba casado con Flor de Oro querían que le arrancara la cabeza al mulato fornicador que sedujo a su hija, ganándose su admiración. No lo haría. Él conocía a los traidores, los husmeaba antes de que supieran que iban a traicionar. Por eso estaba todavía vivo y
  • 22. tanto judas se pudría en La Cuarenta, La Victoria, en isla Beata, en las barrigas de los tiburones o engordaba a los gusanos de la tierra dominicana. Pobre Ramfis, pobre Radhamés. Menos mal que Angelita tenía algo de carácter y permanecía junto a él. Salió de la bañera y se dio un chaparrón en la ducha. El contraste de agua caliente y fría lo animó. Ahora sí estaba con ánimos. Mientras se echaba desodorante y talco prestó atención a Radio Caribe, que expresaba las ideas y consignas del «malvado inteligente, como llamaba a Johnny Abbes cuando estaba de buen humor. Despotricaba contra «la rata de Miraflores», «la escoria venezolana», y el locutor, poniendo la voz que correspondía para hablar de un maricón, afirmaba que, además de hambrear al pueblo venezolano, el Presidente Rómulo Betancourt había traído la sal a Venezuela, pues ¿no acababa de estrellarse otro avión de la Línea Aeropostal Venezolana con un saldo de sesenta y dos muertos? El mariconazo ese no se saldría con la suya. Consiguió que la OEA le impusiera las sanciones, pero ganaba el que reía último. Ni la rata del Palacio de Miraflores, ni Muñoz Marín, el narcómano de Puerto Rico, ni el pistolero costarricense de Figueres, lo inquietaban. La Iglesia, sí. Perón se lo advirtió, al partir de Ciudad Trujillo, rumbo a España: «Cuídese de los curas, Generalísimo. No fue la rosca oligárquica ni los militares quienes me tumbaron; fueron las sotanas. Pacte o acabe con ellas de una vez». A él no lo iban a tumbar. Jodían, eso sí. Desde ese negro 25 de enero de 1960, hacía un año y cuatro meses exactamente, no habían dejado un solo día de joder. Cartas, memoriales, misas, novenas, sermones. Todo lo que la canalla ensotanada hacía y decía contra él rebotaba en el exterior, y los periódicos, radios y televisiones hablaban de la inminente caída de Trujillo, ahora que «la Iglesia le viró la espalda». Se puso el calzoncillo, la camiseta y las medias, que Sinforoso había doblado la víspera, junto al ropero, al lado del colgador donde lucía el traje gris, la camisa blanca de cuello y la corbata azul con motas blancas que llevaría esta mañana. ¿A qué dedicaba sus días y sus noches el obispo Reilly en el Santo Domingo? ¿A tirarse monjas? Eran horribles, algunas con pelos en la cara. Él se acordaba, Angelita estudió en ese colegio, el de la gente decente. Sus nietecitas también. Cómo lo habían adulado esas monjas, hasta la Carta Pastoral. Tal vez Johnny Abbes tenía razón y era hora de actuar. Puesto que los manifiestos, los artículos, las protestas de las radios y
  • 23. la televisión, de las instituciones, del Congreso, no los escarmentaban, golpear. ¡El pueblo lo hizo! Desbordó a los guardias puestos allí para proteger a los obispos extranjeros, irrumpió en el Santo Domingo y en el obispado de La Vega, sacó de los pelos al gringo Reilly y al español Panal, y los linchó. Vengó la afrenta a la patria. Se enviarían pésames y excusas al Vaticano, al Santo Padre Juan Pendejo -Balaguer era un maestro escribiéndolas- y se castigaría ejemplarmente a un puñado de culpables, elegidos entre criminales comunes. ¿Escarmentarían los otros cuervos, cuando vieran los cadáveres de los obispos descuartizados por la ira popular? No, no era el momento. Nada de dar un pretexto para que Kennedy diera gusto a Betancourt, Muñoz Marín y Figueres y ordenara un desembarco. Guardar la cabeza fría y proceder con cautela, como un marina. Pero lo que la razón le dictaba no convencía a sus glándulas. Tuvo que dejar de vestirse, cegado. La rabia ascendía por todos los vericuetos de su cuerpo, río de lava trepando hasta su cerebro, que parecía crepitar. Con los ojos cerrados, contó hasta diez. La rabia era mala para el gobierno y para su corazón, lo acercaba al infarto. La otra noche, en la Casa de Caoba, la rabia lo llevó al borde del síncope. Se fue calmando. Siempre supo controlarla, cuando hizo falta: disimular, mostrarse cordial, afectuoso, con las peores basuras humanas, esas viudas, hijos o hermanos de los traidores, si era necesario. Por eso iba a cumplir treinta y dos años llevando en las espaldas el peso de un país. Estaba empeñado en la complicada tarea de sujetarse las medias con las ligas, para que no tuvieran arrugas. Ahora, qué agradable era dar curso a la rabia cuando no había en ello riesgo para el Estado, cuando se podía dar su merecido a las ratas, sapos, hienas y serpientes. Las panzas de los tiburones eran testigos de que no se había privado de ese gusto. ¿No estaba, allá en México, el cadáver del pérfido gallego José Almoina? ¿Y el del vasco jesús de Galíndez, otra sierpe que picaba la mano en que comía? ¿Y el de Ramón Marrero Aristy, quien creyó que, por ser escritor famoso, podía dar informes a The New York Times contra el gobierno que le pagaba borracheras, ediciones y putas? ¿Y los de las tres hermanitas Mirabal, que jugaban a comunistas y heroínas, no estaban ahí, testimoniando que cuando él soltaba la rabia no
  • 24. había represa que la atajase? Hasta Valeriano y Barajita, los loquitos de El Conde, podían dar fe al respecto. Se quedó con el zapato en el aire, recordando a la celebérrima parejita. Toda una institución en ciudad colonial. Moraban bajo los laureles del parque Colón, entre los arcos de la catedral, y, a la hora de más afluencia, aparecían en las puertas de las elegantes zapaterías y joyerías de El Conde, haciendo su número de locos para que la gente les tirara una moneda o algo de comer. Él había visto muchas veces a Valeriano y Barajita, con sus harapos y absurdos adornos. Cuando Valeriano se creía Cristo, arrastraba una cruz; cuando Napoleón, blandía su palo de escoba, rugía órdenes y cargaba contra el enemigo. Un casé de Johnny Abbes informó que el loco Valeriano se había puesto a ridiculizar al jefe, llamándolo Chapita. Le dio curiosidad. Fue a espiar, desde un auto con vidrios oscuros. El viejo, con su pecho lleno de espejitos y tapas de cerveza, se pavoneaba, luciendo sus medallas con aire de payaso, ante un corro de gente asustada, dudando entre reírse o escapar. «Aplaudan a Chapita, pendejos», gritaba Barajita, señalando el pecho rutilante del loco. Él sintió, entonces, la incandescencia corriendo por su cuerpo, cegándole, urgiéndolo a castigar al atrevido. Dio la orden, en el acto. Pero, a la mañana siguiente, pensando que, después de todo, los locos no saben lo que hacen, y que, en vez de castigar a Valeriano, había que echar mano a los graciosos que habían aleccionado a la pareja, ordenó a Johnny Abbes, en un amanecer oscuro como éste: «Los locos son locos. Suéltalos». Al jefe del Servicio de Inteligencia Militar se le agestó la cara: «Tarde, Excelencia. Los echamos a los tiburones ayer mismo. Vivos, como usted mandó». Se puso de pie, ya calzado. Un estadista no se arrepiente de sus decisiones. Él no se había arrepentido jamás de nada. A ese par de obispos los echaría vivos a los tiburones. Inició la etapa del aseo de cada mañana que hacía con verdadera delectación, recordando una novela que leyó de joven, la única que tenía siempre presente: Quo Vadis? Una historia de romanos y cristianos, de la que nunca olvidó la imagen del refinado y riquísimo Petronio, Arbitro de la elegancia, resucitando cada mañana gracias a los masajes y abluciones, ungüentos, esencias, perfumes y caricias de sus esclavas. Si él tuviera tiempo, hubiera hecho lo que el Arbitro: toda la mañana en manos de masajistas, pedicuristas, manicuristas, peluqueros, bañadores, luego de
  • 25. los ejercicios para despertar los músculos y activar el corazón. Se hacía un masaje corto al mediodía, después del almuerzo, y, con más calma, los domingos, cuando podía distraer dos o tres horas a las absorbentes obligaciones. Pero, no estaban los tiempos para relajarse con las sensualidades del gran Petronio. Debía contentarse con estos diez minutos echándose el perfumado desodorante Yardley que le enviaba de New York Manuel Alfonso -pobre Manuel, cómo seguiría, luego de la operación-, y la suave crema humectante francesa para la tez Bienfait du Matín, y el agua de colonia, también Yardley, con una ligera fragancia a maizales con que se friccionó el pecho. Cuando estuvo peinado y hubo retocado los extremos del bigotillo semimosca que llevaba hacía veinte años, se talqueó la cara con prolijidad, hasta disimular bajo una delicadísima nube blanquecina aquella morenez de sus maternos ascendientes, los negros haitianos, que siempre había despreciado en las pieles ajenas y en la suya propia. Estuvo vestido, con chaqueta y corbata, a las cinco menos seis minutos. Lo comprobó con satisfacción: nunca se pasaba de la hora. Era una de sus supersticiones; si no entraba a su despacho a las cinco en punto, algo malo ocurriría en el día. Se acercó a la ventana. Seguía oscuro, como si fuera media noche. Pero divisó menos estrellas que una hora antes. Lucían acobardadas. Estaba por asomar el día y pronto se correrían. Cogió un bastón y fue hacia la puerta. Apenas la abrió, oyó los tacos de los dos ayudantes militares: --Buenos días, Excelencia. --Buenos días, Excelencia. Les contestó con una inclinación de cabeza. De un vistazo, supo que estaban correctamente uniformados. No admitía la dejadez, el desorden, en ningún oficial o raso de las Fuerzas Armadas, pero, entre los ayudantes, el cuerpo encargado de su custodia, un botón caído, una mancha o arruga en el pantalón o guerrera, un quepis mal encajado, eran faltas gravísimas, que se castigaban con varios días de rigor y, a veces, expulsión y retorno a los batallones regulares. Una ligera brisa mecía los árboles de la Estancia Radhamés, mientras los cruzaba, escuchando el susurro de las hojas, y, en el establo, de nuevo el relincho de un caballo.
  • 26. Johnny Abbes, informe sobre la marcha de la campaña, visita a la Base Aérea de San Isidro, informe de chirinos, almuerzo con el marina, tres o cuatro audiencias, despacho con el secretario de Estado del Interior y Cultos, despacho con Balaguer, despacho con Cucho Alvarez Pina, el presidente del Partido Dominicano, y paseo por el Malecón, después de saludar a Mamá Julia. ¿Iría a dormir a San Cristóbal, a quitarse el mal sabor de la otra noche? Entró a su despacho, en el Palacio Nacional, cuando su reloj marcaba las cinco. En su mesa de trabajo estaba el desayuno -jugo de frutas, tostadas con mantequilla, café recién colado-, con dos tazas. Y, poniéndose de pie, la silueta blandengue del director del Servicio de Inteligencia, el coronel Johnny Abbes García: --Buenos días, Excelencia. III --No va a venir -exclamó, de pronto, Salvador-. Otra noche perdida, verán. --Vendrá -repuso al instante Amadito, con impaciencia-. Se ha puesto el uniforme verde oliva. Los ayudantes militares recibieron orden de tenerle listo el Chevrolet azul. ¿Por qué no me creen? Vendrá. Salvador y Amadito ocupaban la parte posterior del automovil aparcado frente al Malecón y habían tenido el mismo intercambio un par de veces, en la media hora que llevaban allí. Antonio imbert, al volante, y Antonio de la Maza a su lado, el codo en la ventanilla, tampoco hicieron comentario alguno esta vez. Los cuatro miraban ansiosos los ralos vehículos de Ciudad Trujillo que pasaban frente a ellos, perforando la oscuridad con sus faros amarillos, rumbo a San Cristóbal. Ninguno era el Chevrolet azul celeste, modelo 1957, con cortinillas en las ventanas, que esperaban. Se hallaban a unos centenares de metros de la Feria Ganadera, donde había varios restaurantes -el Pony, el más popular, estaría lleno de gente comiendo carne asada- y un par de bares con música, pero el viento soplaba hacia el oriente y no les llegaba ruido de allí, aunque divisaban las luces, entre troncos y copas de palmeras, a lo lejos. En cambio, el estruendo de las olas rompiendo contra el farallón y el chasquido de la
  • 27. resaca eran tan fuertes que debían alzar mucho la voz para oirse entre ellos. El automóvil, las puertas cerradas y las luces sin encender, estaba listo para partir. --¿Recuerdan cuando se puso de moda venir a este Malecón a tomar el fresco, sin estar pendientes de los caliés? -Antonio Imbert sacó la cabeza por la ventana para aspirar a plenos pulmones la brisa nocturna-. Aquí comenzamos a hablar en serio de esta vaina. Ninguno de sus amigos le respondió de inmediato, como si consultaran su memoria, o no hubieran prestado atención a lo que decía. --Si, aquí, en el Malecón, hace unos seis meses -dijo Estrella Sadhalá, después de un rato. --Fue antes -murmuró Antonio de la Maza, sin volverse-. Cuando mataron a las Mirabal, en noviembre, comentamos el crimen aquí. De eso estoy seguro. Y ya llevábamos tiempo viniendo al Malecón, en las noches. --Parecía un sueño -divagó Imbert-. Difícil, leJanísimo. Como cuando, de muchacho, uno fantasea que será un héroe, un explorador, un actor de cine. Todavía no me lo creo que vaya a ser esta noche, coño. --Si es que viene -rezongó Salvador. --Te apuesto lo que quieras, Turco -repitió Amadito, con firmeza. --Lo que me hace dudar es que hoy es martes -gruñó Antonio de la Maza-. Siempre va a San Cristóbal los miércoles, tú que estás en el cuerpo de ayudantes lo sabes mejor que nadie, Amadito. ¿Por qué cambió de día? --No sé por qué -insistió el teniente-. Pero irá. Se ha puesto el uniforme verde oliva. Ha ordenado el Chevrolet azul. Irá. --Tendrá un buen culo esperándolo en la Casa de Caoba -dijo Antonio Imbert-. Uno nuevecito, sin abrir. -Si no te importa, hablemos de otra cosa -lo cortó Salvador. --Siempre me olvido que delante de un beato como tú no se puede hablar de culos -se disculpó el del volante-. Digamos que tiene un plancito en San Cristóbal ¿Puedo decirlo así, Turco? ¿O también ofende tus oídos apostólicos? Pero nadie tenía ganas de bromear. Ni el propio Imbert; hablaba para llenar de algún modo la espera. --Atención -exclamó De la Maza, adelantando la cabeza.
  • 28. --Es un camión -replicó Salvador, con una simple ojeada a los faros amarillentos que se aproximaban-. No soy beato ni fanático, Antonio. Un practicante de mi fe, nada más. Y, desde la Carta Pastoral de los obispos del 31 de enero del año pasado, orgulloso de ser católico. En efecto, era un camión. Pasó rugiendo y contoneando una alta carga de cajones sujetados con sogas; su rugido se fue apagando, hasta desaparecer. --¿Y un católico no puede hablar de coños pero sí matar, Turco? -lo provocó Imbert. Lo hacia con frecuencia: él y Salvador Estrella Sadhalá eran los amigos más íntimos de todo el grupo; estaban siempre gastándose bromas, a veces tan pesadas que quienes las presenciaban se creían que terminarían a trompadas. Pero no habían reñido nunca, su fraternidad era irrompible. Esta noche, sin embargo, el Turco no lucía ni pizca de humor: --Matar a cualquiera, no. Acabar con un tirano, si. ¿Has oído la palabra tiranicidio? En casos extremos, la Iglesia lo permite. Lo escribió santo Tomás de Aquino. ¿Quieres saber cómo lo sé? Cuando comencé a ayudar a la gente del 14 de junio y comprendí que tendría que apretar el gatillo alguna vez, fui a consultárselo a nuestro director espiritual, el padre Fortín. Un sacerdote canadiense, de Santiago. Él me consiguió una audiencia con monseñor Lino Zanini, el nuncio de Su Santidad. «¿Sería pecado para un creyente matar a Trujillo, monseñor?» Cerró los ojos, reflexionó. Te podría repetir sus palabras, con su acento italiano. Me mostró la cita de santo Tomás, en la Suma Teológica. Si no la hubiera leído, no estaría aquí esta noche, con ustedes. Antonio de la Maza se había vuelto a mirarlo: --¿Le consultaste esto a tu director espiritual? Tenía la voz descompuesta. El teniente Amado García Guerrero temió que fuera a estallar en uno de esos arrebatos a los que De la Maza era propenso desde que Trujillo hizo asesinar a su hermano Octavio, años atrás. Un arrebato como el que estuvo a punto de romper la amistad que lo unía a salvador Estrella Sadhalá. Éste lo tranquilizó: --Hace mucho tiempo, Antonio. Cuando comencé a ayudar a los del 14 de Junio. ¿Me crees tan pendejo de confiar a un pobre cura una cosa así?
  • 29. --Explícame por qué puedes decir pendejo y no culo, coño ni tirar, Turco -se burló Imbert, tratando una vez más de aflojar la tensión. ¿No ofenden a Dios todas las malas palabras? --A Dios no lo ofenden las palabras sino los pensamientos obscenos -se resignó el Turco a seguirle la cuerda-. Los pendejos que preguntan pendejadas tal vez no lo ofendan. Pero, lo aburrirán muchísimo. --¿Comulgaste esta mañana para llegar al gran acontecimiento con el alma sacramentada? -siguió azuzándolo Imbert. --Comulgo todos los días, hace diez años -asintió Salvador-. No sé si tengo el alma como debe tenerla un cristiano. Sólo Dios sabe eso. «La tienes», pensó Amadito. Entre todas las personas que había conocido en sus treinta y un años de vida, el Turco era la que más admiraba. Estaba casado con Urania Mieses, una tía de Amadito a la que éste quería mucho. Desde que era cadete en la Academia Militar Batalla de Las Carreras, que dirigía el coronel José León Estévez (Pechito), marido de Angelita Trujillo, acostumbraba pasar sus días de salida en la casa de los Estrella Sadhalá. Salvador se había vuelto importantísimo en su vida; le confiaba sus problemas, inquietudes, sueños, dudas, y pedía su consejo antes de cualquier decisión. Los Estrella Sadhalá organizaron la fiesta para celebrar la graduación de Amadito como espada de honor -¡el primero en una promoción de treinta y cinco oficiales!-, a la que asistieron sus once tías abuelas maternas, y, años más tarde, también, lo que el joven teniente creyó sería la mejor noticia que recibiría jamás: la admisión de su solicitud para ingresar a la unidad más prestigiosa de las Fuerzas Armadas: los ayudantes militares, encargados de la custodia personal del Generalísimo. Amadito cerró los ojos y aspiró la brisa salada que entraba por las cuatro ventanillas abiertas. imbert, el Turco y Antonio de la Maza permanecían callados. A Imbert y De la Maza los había conocido en la casa de la Mahatma Gandhi, y la casualidad hizo que fuera testigo de la pelea entre el Turco y Antonio, tan violenta que él ya esperaba tiros, y, meses después, de la reconciliación de Antonio y Salvador en aras de un mismo propósito: matar al Chivo. Quién le hubiera dicho a Amadito, aquel día de 1959, cuando Urania y Salvador le prepararon aquella fiesta donde se bebieron tantas
  • 30. botellas de ron, que antes de dos años estaría, en esta noche tibia y estrellada del martes 30 de mayo de 1961, esperando al mismísimo Trujillo para matarlo. Cuántas cosas habían pasado desde aquel día en que, a poco de llegar a la Mahatma Gandhi 21, Salvador lo tomó del brazo y se lo llevó al más apartado rincón del jardín, con aire grave. --Tengo que decirte algo, Amadito. Por el cariño que te tengo. Que te tenemos todos en esta casa. Hablaba tan bajo que el joven adelantó la cabeza para oírlo. --¿A qué viene eso, Salvador? --A que no quiero perjudicarte en tu carrera. Viniendo aquí, puedes tener problemas. --¿Qué clase de problemas? La expresión del Turco, casi siempre calmada, se crispó. Un brillo de alarma asomó en sus ojos. --Estoy colaborando con los muchachos del 14 de junio. Si lo descubren, sería gravísimo para ti. Un oficial del cuerpo de ayudantes militares de Trujillo. ¡Figúrate! El teniente nunca hubiera imaginado a Salvador de conspirador clandestino, ayudando a la gente que se había organizado para luchar contra Trujillo luego de la invasión castrista del 14 de junio, en Constanza, Maimón y Estero Hondo, que costó tantas vidas. Sabía que el Turco detestaba al régimen y, aunque Salvador y su mujer se cuidaban delante de él, algunas veces se les habían escapado expresiones contra el gobierno. Se callaban de inmediato, pues sabían que Amadito, aunque no le interesaba la política, profesaba, como cualquier oficial del Ejército, una lealtad perruna, visceral, al Jefe Máximo, Benefactor y Padre de la Patria Nueva, que desde hacía tres décadas presidía los destinos de la República y las vidas y muertes de los dominicanos. --Ni una palabra más, Salvador. Ya me lo has dicho. Ya lo he oído. Ya me olvidé de lo que oí. Voy a seguir viniendo, como siempre. Esta es mi casa. Salvador lo miró con esa mirada limpia, que a Amadito le contagiaba una sensación gratificante de la vida. --Vamos a tomarnos una cerveza, entonces. No nos pongamos tristes.
  • 31. Y, por supuesto, a las primeras personas a las que presentó a su novia, cuando se enamoró y empezó a pensar en casarse, fueron, luego de la tía abuela Meca -su preferida entre las once hermanas de su madre-, Salvador y Urania. ¡Luisita Gil! Vez que la recordaba, el remordimiento le torcía las tripas y lo sublevaba la cólera. Sacó un cigarrillo y se lo puso en la boca. Salvador se lo prendió con su encendedor. La linda morenita, la graciosa, la coqueta Luisita Gil. Luego de unas maniobras, había ido con dos compañeros a dar un paseo en un barquito a vela, en La Romana. En el embarcadero, dos muchachas compraban pescado fresco. Les buscaron conversación y fueron con ellas a escuchar la retreta municipal. Ellas los invitaron a un matrimonio. Sólo Amadito pudo ir, pues tenía día libre, sus compañeros debieron volver al cuartel. Se enamoró como un loco de esa morenita espigada y ocurrente, de ojos chispeantes, que bailaba el merengue como una vedette de La Voz Dominicana. Y ella de él. A la segunda salida, a un cine y a una boite, pudo besarla y acariciarla. Era la mujer de su vida, nunca podría estar con nadie más. El apuesto Amadito había dicho estas cosas a muchas mujeres desde sus días de cadete, pero esta vez las dijo de verdad. Luisa lo llevó a conocer a su familia, en La Romana, y él la invitó a almorzar donde la tía Meca, en Ciudad Trujillo, y, un domingo, donde los Estrella Sadhalá: quedaron encantados con Luisa. Cuando les dijo que pensaba pedirla, lo animaron: era un encanto de mujer. Amadito la pidió formalmente a sus padres. De acuerdo con el reglamento, solicitó autorización para casarse al comando de los ayudantes militares. Fue su primer encontronazo con una realidad que hasta entonces, pese a sus veintinueve años, sus espléndidas notas, su magnífico expediente de cadete y oficial, ignoraba totalmente. («Como la mayoría de los dominicanos», pensó.) La respuesta a su solicitud demoraba. Le explicaron que el cuerpo de ayudantes la pasaba al SIM, para que éste investigara a la persona. En una semana o diez días tendría el visto bueno. Pero la respuesta no le llegó ni a los diez, ni a los quince ni a los veinte días. El día veintiuno, el jefe lo llamó a su despacho. Fue la única vez que cambió unas palabras con el Benefactor, pese a haber estado tantas veces cerca de él, en actos públicos, la primera en que este hombre al que veía a diario en la Estancia Radhamés le puso la vista encima.
  • 32. El teniente García Guerrero había oído hablar desde niño, en su familia -sobre todo a su abuelo, el general Hermógenes García-, en la escuela y, más tarde, de cadete y oficial, de la mirada de Trujillo. Una mirada que nadie podía resistir sin bajar los ojos, intimidado, aniquilado por la fuerza que irradiaban esas pupilas perforantes, que parecía leer los pensamientos más secretos, los deseos y apetitos ocultos, que hacía sentirse desnudas a las gentes. Amadito se reía con tanta vagabundería. El jefe sería un gran estadista, cuya visión, voluntad y capacidad de trabajo había hecho de la República Dominicana un gran país. Pero, no era Dios. Su mirada sólo podía ser la de un mortal. Le bastó entrar al despacho, chocar los tacos y anunciarse con la voz más marcial que pudo sacar de su garganta -«¡Teniente segundo García Guerrero, a la orden, Excelencia!»- para sentirse electrizado. «Pase», dijo la aguda voz del hombre que, sentado en el otro extremo de la habitación, ante un escritorio forrado de cuero rojo, escribía sin alzar la cabeza. El joven dio unos pasos y permaneció firme, sin mover un músculo ni pensar, viendo los cabellos grises alisados con esmero y el impecable atuendo -chaqueta y chaleco azul, camisa blanca de inmaculado cuello y puños almidonados, corbata plateada sujeta con una perla- y sus manos, sujetando una hoja de papel que la otra cubría con trazos rápidos, de tinta azul. En la izquierda, alcanzó a ver el anillo con la piedra preciosa tornasolada que, según los supersticiosos, era un amuleto que, de joven, cuando, como miembro de la Guardia Constabularia, perseguía a los «gavilleros» sublevados contra el ocupante militar norteamericano, le dio un brujo haitiano, asegurándole que mientras no se la quitara sería invulnerable al enemigo. --Una buena hoja de servicios, teniente -lo oyó decir. --Muchas gracias, Excelencia. La cabeza plateada se movió y aquellos ojos grandes, fijos, sin brillo y sin humor, buscaron los suyos. «Yo nunca he tenido miedo en la vida», confesó después el muchacho a Salvador. «Hasta que me cayó encima esa mirada, Turco. Es verdad. Como si me escarbara la conciencia. Hubo un largo silencio, mientras aquellos ojos examinaban su uniforme, su correaje, sus botones, su corbata, su quepis. Amadito comenzó a sudar. Sabía que el menor descuido indumentario provocaba al jefe un disgusto tal que podía irrumpir en violentas recriminaciones.
  • 33. --Esa hoja de servicios tan buena no puede mancharla casándose con la hermana de un comunista. En mi gobierno no se juntan amigos y enemigos. Hablaba con suavidad, sin quitarle de encima la mirada taladrante. Pensó que en cualquier momento la chillona vocecita soltaría un gallo. --El hermano de Luisa Gil es uno de esos subversivos del 14 de junio. ¿Lo sabía? --No, Excelencia. --Ahora lo sabe -se aclaró la garganta, y, sin cambiar de tono, añadió-: Hay muchas mujeres en este país. Búsquese otra. --SI, Excelencia. Lo vio hacer un signo de asentimiento, dando por terminada la entrevista. --Permiso para retirarme, Excelencia. Hizo sonar los tacos y saludó. Salió con paso marcial, disimulando la zozobra que lo embargaba. Un militar obedecía las órdenes, sobre todo si venían del Benefactor y Padre de la Patria Nueva, quien había distraído unos minutos de su tiempo para hablarle en persona. Si le había dado esa orden a él, oficial privilegiado, era por su propio bien. Debía obedecer. Lo hizo, apretando los dientes. Su carta a Luisa Gil no tenía una sola palabra que no fuera verdad: «Con mucho pesar, y aunque por ello sufran mis sentimientos, debo renunciar a mi amor por ti, y anunciarte adolorido que no podemos casarnos. Me lo prohíbe la superioridad, en razón de las actividades antitrujillistas de tu hermano, algo que me habías ocultado. Entiendo por qué lo hiciste. Pero, por eso mismo, espero que tú también entiendas la difícil decisión que me veo obligado a tomar en contra de mi voluntad. Aunque siempre te recordaré con amor, no volveremos a vernos. Te deseo suerte en la vida. No me guardes rencor». ¿Lo habría perdonado la bella, la alegre, la espigada muchacha de La Romana? Aunque no hubiera vuelto a verla, no la había reemplazado en su corazón. Luisa se había casado con un próspero agricultor de Puerto Plata. Pero, si ella llegó a perdonarle la ruptura, nunca le habría perdonado lo otro, si llegaba a saberlo. Él tampoco se lo perdonaría jamás. Aunque, dentro de unos momentos, tuviera a sus pies el cadáver del Chivo cosido a balazos -en esos ojos fríos de iguana quería reventarle las balas de su pistola- tampoco se lo perdonaría. «Eso, al menos, Luisa nunca lo sabrá.» Ni ella ni nadie, fuera de los que urdieron la emboscada.
  • 34. Y, por supuesto, Salvador Estrella Sadhalá, a cuya casa de la Mahatma Gandhi 21 el teniente Garc’ía Guerrero llegó esa madrugada, devastado por el odio, el alcohol y la desesperación, directamente del burdel de Pucha Vittini, alias Pucha Brazobán, en la parte alta de la calle Juana Saltitopa, donde lo llevaron, luego de aquello, el coronel Johnny Abbes y el mayor Roberto Figueroa Carrión, para que con unos cuantos tragos y un buen culo se olvidara del mal rato. «Mal rato», «sacrificio por la Patria», «prueba de voluntad», «óbolo de sangre al Jefe»: esas cosas le hab’ían dicho. Después, lo felicitaron por hacerse merecedor del ascenso. Amadito dio una chupada al cigarrillo y lo arrojó a la carretera: un minúsculo fuego de artificio al estrellarse contra el asfalto. «Si no piensas en otra cosa, vas a llorar», se dijo, avergonzado ante la idea de que Imbert, Antonio y Salvador lo vieran romper en sollozos. Creerían que se había acobardado. Apretó los dientes hasta hacerse daño. Nunca había estado tan seguro de nada, como de esto. Mientras el Chivo viviera, él no viviría, sería la desesperación ambulante que era desde aquella noche de enero de 1961 en que el mundo se le desmoronó, y, para no dispararse un tiro en la boca, corrió a la Mahatma Gandhi 21, a refugiarse en la amistad de Salvador. Le contó todo. No de inmediato. Porque cuando el Turco abrió la puerta, sorprendido por esos golpes al amanecer que los sacaron de la cama y del sueño a él, su mujer y los niños, y se encontró en el umbral con la silueta desbaratada y apestando a alcohol de Amadito, éste no podía pronunciar palabra. Abrió los brazos y estrechó a Salvador. «¿Qué pasa, Amadito? ¿Quién se murió?» Lo llevaron a su dormitorio, lo echaron en la cama, dejaron que se desahogara balbuceando incoherencias. Urania Mieses le preparó una infusión de yerbabuena, que le hizo tomar a sorbos, como a niñito. --No nos cuentes nada de lo que podrías arrepentirte -lo atajó el Turco. Tenía sobre el pijama un kimono con ideogramas. Estaba sentado en una esquina de la cama, mirando a Amadito con cariño. --Te dejo solo con Salvador -lo besó su tía Urania en la frente, levantándose-. Para que hables con más confianza, para que le digas lo que te daría pena contarme a mí. Amadito se lo agradeció. El Turco apagó la luz central. La pantalla de la lamparilla del velador tenía unos dibujos que el resplandor del foco enrojecía. ¿Nubes? ¿Animales? El teniente pensó que, si estallaba un incendio, no se movería.
  • 35. --Duerme, Amadito. Con la luz del día, las cosas te parecerán menos trágicas. --Será igual, Turco. Día y noche seguiré teniéndome asco. Peor, cuando se me quiten los tragos. Comenzó ese mediodía, en el cuartel general de los ayudantes militares, contiguo a la Estancia Radhamés. Acababa de regresar de Boca Chica, adonde el enlace del Jefe del Estado Mayor Conjunto con el Generalísimo Trujillo, mayor Roberto Figueroa Carrión, lo envió a entregar un sobre sellado al general Ramfis Trujillo, en la Base de la Fuerza Aérea Dominicana. El teniente entró al despacho del mayor a dar cuenta de su misión y éste lo recibió con expresión traviesa. Le mostró la carpeta de tapas rojas que tenía sobre el escritorio. --¿A que no sabes qué hay aquí? --¿Una semanita de permiso para irme a la playa, mi mayor? --¡Tu ascenso a teniente primero, muchacho! -se alegró su jefe, alcanzándole la carpeta. --Me quedé con la boca abierta, porque no me tocaba -Salvador no se movía-. Me faltan ocho meses para solicitar ascenso. Pensé: «Un premio consuelo, por haberme negado el permiso para casarme». Salvador, al pie de la cama, hizo una mueca, incómodo. -¿Acaso no sabías, Amadito? Tus compañeros, tus jefes, ¿no te habían hablado de la prueba de la lealtad? --Creí que eran habladurías -negó Amadito, con convicción, con furia-. Te lo juro. La gente no va por ahí, jactándose de eso. No lo sabía. Me tomó desprevenido. --¿Era eso verdad, Amadito? Una mentira más, una mentira piadosa más, en esas sartas de mentiras que había sido la vida desde que entró a la Academia Militar. Desde que nació, puesto que había nacido casi al mismo tiempo que la Era. Claro que tenías que haber sabido, sospechado; claro que, en la Fortaleza de San Pedro de Macorís, y, luego, entre los ayudantes militares, habías oído, intuido, descubierto, a partir de las bromas, guaperías, aspavientos, bravuconadas, que los privilegiados, los elegidos, los oficiales a los que se confiaba los puestos de mayor responsabilidad eran sometidos a una prueba de lealtad a Trujillo, antes de ser ascendidos. Sabías muy bien que aquello existía. Pero, ahora, el segundo teniente García Guerrero sabía también que nunca quiso enterarse con detalles de qué se trataba aquella prueba. El
  • 36. mayor Figueroa Carrión le estrechó la mano y le repitió algo que, de tanto oirlo, había terminado por creérselo: --Estás haciendo una gran carrera, muchacho. Le ordenó que fuera a buscarlo a su casa, a las ocho de la noche: irían a tomarse un trago para celebrar su ascenso y resolver un trámite. --Llévate el jeep -lo despidió el mayor. A las ocho, Amadito estuvo en casa de su jefe. Éste no lo hizo pasar. Debía haber estado espiando por la ventana, pues, antes de que Amadito alcanzara a apearse del jeep, apareció en la puerta. Subió al vehículo de un salto y sin responder el saludo del teniente, le ordenó, con voz falsamente natural: --A La Cuarenta, Amadito. --¿A la cárcel, mi mayor? --Si, a La Cuarenta -repitió el teniente-. Allá nos estaba esperando ya sabes quién, Turco. --Johnny Abbes -murmuró Salvador. --El coronel Abbes García -rectificó, con sorda ironía, Amadito-. El jefe del SIM, sí. --¿Seguro que quieres contarme esto, Amadito? -el joven sintió la mano de Salvador en su rodilla-. ¿No me vas a odiar después, por saber que yo también lo sé? Amadito lo conocía de vista. Lo había divisado deslizándose como una sombra por los pasadizos del Palacio Nacional, bajando de su Cadillac negro blindado o subiendo a él en los jardines de la Estancia Radhamés, entrando o saliendo del despacho del jefe, algo que Johnny Abbes sí, y probablemente nadie más en toda la nación, podía hacer - presentarse a cualquier hora del día o de la noche en el Palacio Nacional o en la residencia privada del Benefactor y ser recibido de inmediato- y, siempre, como muchos de sus compañeros en el Ejército, la Marina o la Aviación, había tenido un secreto estremecimiento de revulsión, ante aquella silueta fofa y mal embutida en el uniforme de coronel, la negación encarnada del porte, la agilidad, la marcialidad, la virilidad, la fortaleza y apostura que debían lucir los militares -lo decía el jefe cada vez que hablaba a sus soldados en la Fiesta Nacional y en el día de las Fuerzas Armadas-, aquella cara mofletuda y fúnebre, con el bigotito recortado a la manera de Arturo de Córdova o Carlos López Moctezuma, los actores mexicanos más de moda, y una
  • 37. papada de gallo capón que le colgaba sobre el pescuezo encogido. Aunque sólo lo decían en la más cerrada intimidad y después de muchos tragos de ron, los oficiales detestaban al coronel Johnny Abbes García porque no era un militar de verdad. No se había ganado sus galones como ellos, estudiando, pasando por la academia y los cuarteles, sudando para trepar en el escalafón. Los tenía en pago de servicios seguramente sucios, para justificar su nombramiento de todopoderoso jefe del Servicio de Inteligencia Militar. Y descontaban de él, por las sombrías hazañas que se le atribuían, las desapariciones, las ejecuciones, las súbitas caídas en desgracia de encumbrados personajes -como la recientísima, del senador Agustín Cabral-, las terribles delaciones, infidencias y calumnias de la columna periodística El Foro Público que aparecía cada mañana en El Caribe y que tenían a las gentes en vilo, pues de lo que se dijera allí de ellas dependía su destino, por las intrigas y operaciones contra, a veces, gente apolítica, digna, ciudadanos pacíficos que, por alguna razón, habían caído en las infinitas redes de espionaje que Johnny Abbes García y su multitudinario ejército de caliés tenían tendidas por todos los vericuetos de la sociedad dominicana. Muchos oficiales -el teniente García Guerrero entre ellos- se sentían autorizados a despreciar en su fuero íntimo a ese individuo, pese a la confianza que le tenía el Generalísimo, porque pensaban, como muchos hombres del gobierno y, al parecer, el propio Ramfis Trujillo, que el coronel Abbes García, por su desembozada crueldad, desprestigiaba al régimen y daba razones a sus críticos. Sin embargo, Amadito recordaba una discusión en la que su jefe inmediato, el mayor Figueroa Carrión, a la sobremesa de una cena rociada de cerveza entre un grupo de los ayudantes militares, tomó su defensa: «El coronel puede ser un demonio; pero, al jefe le sirve: todo lo malo se le atribuye a él y a Trujillo sólo lo bueno. ¿Qué mejor servicio que ése? Para que un gobierno dure treinta años, hace falta un Johnny Abbes que meta las manos en la mierda. Y el cuerpo y la cabeza, si hace falta. Que se queme. Que concentre el odio de los enemigos y, a veces, el de los amigos. El Jefe lo sabe y, por eso, lo tiene a su lado. Si el coronel no le cuidara las espaldas, quién sabe si no le hubiera pasado ya lo que a Pérez Jiménez en Venezuela, a Batista en Cuba y a Perón en Argentina». --Buenas noches, teniente. --Buenas noches, mi coronel.
  • 38. Amadito se llevó la mano al quepis e hizo el saludo militar, pero Abbes García le estrechó la mano -una mano blanda como una esponja, húmeda de sudor- y le dio una palmadita en la espalda. --Pasen por aquí. junto a la garita, donde se apiñaba media docena de guardias, pasando la reja de la entrada, había un pequeño cuarto, que debía servir de oficina administrativa, con una mesa y un par de sillas. Lo mal alumbraba una sola bombilla balanceándose al final de un largo cordón lleno de moscas; en torno de ella chisporroteaba una nube de insectos. El coronel cerró la puerta, les señaló las sillas. Entró un guardia con una botella de Johnny Walker etiqueta roja («La marca que prefiero, por ser juanito Caminante mi tocayo», bromeó el coronel), vasos, un balde de hielo y varias botellas de agua mineral. Mientras servía los tragos, el coronel le hablaba al teniente, como si el mayor Figueroa Carrión no estuviera allí. --Felicitaciones por el nuevo galón. Y por esa hoja de servicios. La conozco muy bien. El SIM recomendó su ascenso. Por sus méritos militares y cívicos. Le cuento un secreto. Usted es uno de los pocos oficiales a los que se les negó el permiso para casarse y obedeció sin pedir reconsideración. Por eso el jefe lo premia, adelantándole el ascenso un año. ¡Un brindis con Juanito Caminante! Amadito bebió un largo trago. El coronel Abbes García le había llenado casi el vaso de whisky y echado apenas un chorrito de agua, de modo que recibió el líquido como una descarga en el cerebro. --A esas alturas, en ese lugar, con Johnny Abbes dándote trago ¿no adivinabas lo que se te venía encima? -musitó Salvador. El joven detectó la pesadumbre empozada en las palabras de su amigo. --Que iba a ser duro y feo, sí, Turco -repuso, temblando-. Pero, nunca lo que pasaría. El coronel sirvió otra ronda. Los tres se habían puesto a fumar y el jefe del SIM habló de lo importante que era no dejar levantar cabeza al enemigo de adentro, aplastársela cada vez que intentara actuar. --Porque, mientras el enemigo de adentro esté débil y desunido, lo que haga el de afuera no importa. Que Estados Unidos chille, que la OEA patalee, que Venezuela y Costa Rica ladren, no nos hace mella. Más bien, une a los dominicanos como un puño en torno al jefe.
  • 39. Tenía una vocecita arrastrada y rehuía la mirada de su interlocutor. Sus ojitos pequeños, oscuros, rápidos, evasivos, estaban continuamente moviéndose y como divisando cosas ocultas a los demás. De rato en rato, se secaba el sudor con un gran pañuelo rojo. --Sobre todo, los militares -hizo una pausa, para echar al suelo la ceniza de su cigarrillo-. Y, sobre todo, la crema de los militares, teniente García Guerrero. A la que usted pertenece ya. El Jefe quería que oyera esto. Volvió a hacer una pausa, dio un copazo, tomó un trago de whisky. Sólo entonces pareció descubrir que el mayor Figueroa Carrión existía: --¿El teniente sabe lo que el Jefe espera de él? --No necesita que nadie se lo diga, es el oficial con más sesos de su promoción -el mayor tenía cara de sapo y sus rasgos hinchados se habían acentuado y sonrosado con el alcohol. A Amadito le dio la impresión de que el diálogo era una comedia ensayada-. Me imagino que lo sabe; si no, no se merece este nuevo galón. Hubo otra pausa, mientras el coronel llenaba los vasos por tercera vez. Echó los cubitos de hielo con las manos. «Salud», y bebió y ellos bebieron. Amadito se dijo que prefería mil veces un trago de ron con Coca-Cola al whisky, tan amargo. Y sólo en ese momento comprendió lo de Juanito Caminante. «Qué bruto no haberme dado cuenta», pensó. ¡Qué raro ese pañuelo rojo del coronel! Había visto pañuelos blancos, azules, grises. ¡Pero, rojos! Vaya capricho. --Usted va a tener cada vez mayores responsabilidades -dijo el coronel, con aire solemne-. El Jefe quiere estar seguro de que está a la altura. --¿Qué debo hacer, mi coronel? -a Amadito lo irritaba tanto preámbulo-. He cumplido siempre lo que mis superiores me han ordenado. Yo no defraudaré nunca al Jefe. ¿Se trata de la prueba de la lealtad, cierto? El coronel, cabizbajo, miraba la mesa. Cuando levantó la cara, el teniente notó un brillo de satisfacción en esos ojos furtivos. --Es verdad, a los oficiales con huevos, trujillistas hasta el tuétano, no se les dora la píldora -se puso de pie-. Tiene razón, teniente. Acabemos con esta bobería, para celebrar ese nuevo galón donde Puchita Brazobán.
  • 40. --¿Qué tenías que hacer? -Salvador hablaba haciendo esfuerzos, con la garganta rajada y una expresión abatida. --Matar a un traidor con mis manos. Así lo dijo: «Y sin que le tiemblen, teniente». Cuando salieron al patio de La Cuarenta, Amadito sintió que las sienes le zumbaban. junto al gran árbol de bambú, al lado del chalet convertido en cárcel y centro de torturas del SIM, había, cercano al jeep en el que había venido, otro, casi idéntico, con las luces apagadas. En el asiento de atrás, dos guardias con fusiles flanqueaban a un tipo con las manos atadas y una toalla cubriéndole la boca. --Venga conmigo, teniente -dijo Johnny Abbes, sentándose al volante del jeep donde estaban los guardias-. Síguenos, Roberto. Al salir los dos vehículos de la prisión y tomar la carretera de la costa, se desencadenó una tormenta y la noche se llenó de truenos y relámpagos. Las trombas de agua los calaron. --Mejor que llueva, aunque nos mojemos -comentó el coronel-. Descargará este calor. Los campesinos estaban clamando por un poco de agua. No recordaba cuánto duró el trayecto, pero no debía de haber sido largo, pues, en cambio, recordaba que al entrar al burdel de Pucha Vittini, luego de estacionar el jeep en la calle Juana Saltitopa, el reloj de pared del saloncito de la entrada daba las diez de la noche. Todo aquello, desde que recogió al mayor Figueroa Carrión en su casa, había durado menos de dos horas. Abbes García se salió de la carretera y el jeep brincó y se sacudió como si fuera a desintegrarse por el descampado de yerba alta y pedruscos que cruzaba, seguido de cerca por el jeep del mayor, cuyos faros los iluminaban. Estaba oscuro, pero el teniente supo que avanzaban paralelos al mar porque el estruendo de las olas se había acercado hasta meterse en sus orejas. Le pareció que contorneaban el pequeño puerto de La Caleta. Apenas se detuvo el jeep, dejó de llover. El coronel se apeó de un salto y Amadito lo imitó. Los dos guardias estaban adiestrados, pues, sin esperar órdenes, bajaron a empujones al prisionero. A la luz de un relámpago, el teniente vio que el amordazado estaba sin zapatos. Todo el trayecto, había mantenido absoluta docilidad, pero, apenas pisó el suelo, como tomando por fin conciencia de lo que iba a ocurrirle, comenzó a retorcerse, a rugir, tratando de zafarse de las ligaduras y de la mordaza. Amadito, que hasta entonces
  • 41. había evitado mirarlo, observó los movimientos convulsivos de su cabeza, queriendo liberar su boca, decir algo, tal vez rogar que se apiadaran de él, tal vez maldecirlos. «¿Y si saco el revólver y disparo contra el coronel, el mayor y los dos guardias y dejo que se fugue?», pensó. --En vez de uno, habría dos muertos en el farallón -dijo Salvador. --Menos mal que paró de llover -se quejó el mayor Figueroa Carrión, apeándose-. Me empapé, coño. --¿Tiene usted ahí su arma? -preguntó el coronel Abbes García-. No haga sufrir más al pobre diablo. Amadito asintió, sin decir palabra. Dio unos pasos hasta ponerse junto al prisionero. Los soldados lo soltaron y se apartaron. El tipo no se echó a correr, como Amadito pensó que haría. No le obedecerían las piernas, el miedo lo mantendría atornillado a las yerbas y el barro de ese descampado donde el viento soplaba con brío. Pero, aunque no intentó huir, siguió moviendo la cabeza, con desesperación, a derecha e izquierda, arriba y abajo, en su inútil empeño por desprenderse de la mordaza. Emitía un rugido entrecortado. El teniente García Guerrero le puso el caño de su pistola en la sien y disparó. El tiro lo ensordeció y le hizo cerrar los ojos, un segundo. --Remátelo -dijo Abbes García-. Nunca se sabe. Amadito, inclinándose, palpó la cabeza del tendido -estaba quieto y mudo- y volvió a disparar, a quemarropa. -Ahora sí -dijo el coronel, cogiéndolo del brazo y empujándolo hacia el jeep del mayor Figueroa Carrión-. Los guardias saben lo que tienen que hacer. Vámonos donde Puchita, a calentar el cuerpo. En el jeep, conducido por Roberto, el teniente García Guerrero permaneció callado, oyendo a medias el diálogo entre el coronel y el mayor. Se acordaba de algo que dijeron: --¿Lo enterrarán ahí? --Lo echarán al mar -explicó el jefe del SIM-. Es la ventaja de este farallón. Alto, cortado a cuchillo. Abajo, hay una entrada de mar, con mucho fondo, como una poza.
  • 42. Llena de tiburones y tintoreras, esperando. Se lo tragan en segundos, es cosa de ver. No dejan huella. Seguro, rápido y, también, limpio. --¿Reconocerías ese farallón? -le preguntó Salvador. No. Sólo recordaba que, antes de llegar, habían pasado cerca de esa pequeña ensenada, La Caleta. Pero no podría rehacer toda la trayectoria, desde La Cuarenta. --Te daré un somnífero -Salvador volvió a ponerle la mano en la rodilla-. Que te haga dormir seis, ocho horas. -Todavía no he terminado, Turco. Un poquito más de paciencia. Para que me escupas en la cara y me eches de tu casa. Habían ido al burdel de Pucha Vittini, apodada Puchita Brazobán, una vieja casa con balcones y un jardín seco, un burdel frecuentado por caliés, gente vinculada al gobierno y al SIM, para el que, según rumores, trabajaba también esa vieja malhablada y simpática que era Pucha, ascendida en la jerarquía de su oficio a administradora y regenta de putas, después de haberlo sido ella misma en los burdeles de la calle Dos, desde muy joven y con éxito. Los recibió en la puerta y saludó a Johnny Abbes y al mayor Figueroa Carrión como a viejos amigos. A Amadito le cogió la barbilla: «¡Qué papacito!». Los guió hasta el segundo piso y los hizo sentar en una mesita junto al bar. Johnny Abbes pidió que trajera a Juanito Caminante. --Sólo después de un buen rato caí que era el whisky, mi coronel -confesó Amadito-. Johnny Walker. Juanito Caminante. Facilísimo y no me daba cuenta. --Esto es mejor que los psiquiatras -dijo el coronel-. Sin Juanito Caminante yo no mantendría el equilibrio mental, lo más importante en mi trabajo. Para hacerlo bien, hay que tener serenidad, sangre fría, cojones helados. No mezclar nunca las emociones con el razonamiento. No había clientes todavía, salvo un calvito con anteojos, sentado en el mostrador, bebiendo una cerveza. En la vellonera tocaban un bolero y Amadito reconoció la voz densa de Toña la Negra. El mayor Figueroa Carrión se puso de pie y fue a sacar a bailar a una de las mujeres que cuchicheaban en un rincón, bajo un gran cartel de una película mexicana con Libertad Lamarque y Tito Guizar. --Usted tiene nervios bien templados -aprobó el coronel Abbes García-. No todos los oficiales son así. He visto a muchos bravos que, en la hora crítica, se despintan. Los
  • 43. he visto cagarse de miedo. Porque, aunque nadie se lo crea, para matar se necesitan más huevos que para morir. Sirvió las copas y dijo: «Salud». Amadito bebió, con avidez. ¿Cuántos tragos? Tres, cinco, pronto perdió la noción de tiempo y de lugar. Además de beber, bailó, con una india a la que acarició y metió a un cuartito iluminado por una bombilla cubierta por un celofán rojo, que se mecía sobre una cama con una colcha llena de colorines. No pudo tirársela. «Por lo borracho que estoy, mamacita», se disculpó. La verdadera razón era el nudo en el estómago, el recuerdo de lo que acababa de hacer. Por fin, se armó de coraje para decir al coronel y al mayor que se iba, pues se sentía descompuesto con tanto trago. Salieron los tres hasta la puerta. Allí estaba, esperando a Johnny Abbes, su Cadillac negro blindado, con chofer, y un jeep con una escolta de guardaespaldas armados. El coronel le dio la mano. --¿No tiene curiosidad por saber quién era ése? --Prefiero no saberlo, mi coronel. La cara fofa de Abbes García se distendió en una risita irónica, mientras se secaba la cara con su pañuelo color fuego: --Qué fácil sería, si uno hiciera estas cosas sin saber de quién se trata. No me joda, teniente. Si uno se tira al agua, tiene que mojarse. Era uno del 14 de junio, el hermanito de su ex novia, creo. ¿Luisa Gil, no? Bueno, hasta cualquier rato, ya haremos cosas juntos. Si me necesita, sabe dónde encontrarme. El teniente volvió a sentir la mano del Turco en su rodilla. --Es mentira, Amadito -quiso animarlo Salvador-. Pudo ser cualquier otro. Te engañó. Para destrozarte del todo, para hacerte sentir más comprometido, más esclavo. Olvídate de lo que te dijo. Olvídate de lo que hiciste. Amadito asintió. Muy despacio, señaló el revólver de su cartuchera. --La próxima vez que dispare, será para matar a Trujillo, Turco -dijo-. Tú y Tony Imbert pueden contar conmigo para cualquier cosa. Ya no necesitan cambiar de tema cuando yo llegue a esta casa. --Atención, atención, ése viene derechito -dijo Antonio de la Maza, levantando el cañón recortado a la altura de la ventana, listo para disparar.
  • 44. Amadito y Estrella Sadhalá empuñaron también sus armas. Antonio Imbert encendió el motor. Pero, el automóvil que venía por el Malecón hacia ellos, deslizándose despacio, buscando, no era el Chevrolet sino un pequeño Volkswagen. Fue frenando, hasta descubrirlos. Entonces, viró en la dirección contraria, hacia donde ellos estaban estacionados. Se detuvo a su lado, con las luces apagadas. IV --¿No va a subir a verlo? -dice por fin la enfermera. Urania sabe que la pregunta pugna por salir de los labios de la mujer desde que, al entrar a la casita de César Nicolás Penson, ella, en vez de pedirle que la llevara a la habitación del señor Cabral, se dirigió a la cocina y se preparó un café. Lo paladea a sorbitos desde hace diez minutos. --Primero, voy a terminar mi desayuno -responde, sin sonreír, y la enfermera baja la vista, confundida-. Estoy tomando fuerzas para subir esa escalera. --Ya sé que hubo un distanciamiento entre usted y él, algo he oído -se disculpa la mujer, sin saber qué hacer con las manos-. Era sólo por preguntar. Al señor ya le di su desayuno y lo afeité. Se despierta siempre muy temprano. Urania asiente. Ahora está tranquila y segura. Examina una vez más la ruindad que la rodea. Además de deteriorarse la pintura de las paredes, el tablero de la mesa, el lavador, el armario, todo parece encogido y descentrado. ¿Eran los mismos muebles? No reconocía nada. --¿Viene alguien a visitarlo? De la familia, quiero decir. --Las hijas de la señora Adelina, la señora Lucindita y la señora Manolita vienen siempre, a eso del mediodía -la mujer, alta, entrada en años, en pantalones debajo del uniforme blanco, de pie en el umbral de la cocina, no disimula su incomodidad-. su tía venía a diario, antes. Pero, desde que se quebró la cadera, ya no sale. La tía Adelina era bastante menor que su padre, tendría unos setenta y cinco años a lo más. Así que se rompió la cadera. ¿Seguiría tan beata? Era de comunión diaria, entonces.