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Un relato inédito

Amor, tierra difícil

de Julián Pérez (Perú, Ayacucho, 1956) 

Presentación por Aymará De Llano

Julián Pérez Huarancca (Ayacucho, 1956), escritor peruano, crítico literario y profesor universitario es Doctor en Literatura Peruana y Latinoamericana por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y Magíster en Literatura Peruana y Latinoamericana por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Trabaja en la Universidad Nacional Federico Villarreal de la ciudad de Lima y en la Universidad Nacional José Faustino Sánchez Carrión de Huacho, ambas del Perú donde habita. Ha publicado las novelas Retablo (2004), con la que obtuvo el Premio Nacional de Novela de la Universidad Nacional Federico Villarreal; Criba (2014), ganadora del Premio COPÉ de Novela; y Anamorfosis (2017), Premio de Novela Corta “Julio Ramón Ribeyro”; además de Fuego y ocaso (1998), El fantasma que te desgarra (2007),  Resto que no cesa de insistir (2011), Historia (2021). Entre sus libros de relatos se cuentan Transeúntes (1988), Tikanka (1989), Papel de viento (2000), Piel de utopía y otros cuentos (2011), Pavesas (2016) y Encefalograma (2019).

Hasta allí la presentación formal, su figura de doble actividad, me refiero a ambas funciones sociales, tanto como escritor cuanto a desempeño docente, sendas que se repiten en muchos narradores peruanos y latinoamericanos en general. Cuál de estos caminos es anterior es difícil de dilucidar, aunque me atrevo a pensar que el ser escritor empieza desde muy temprana edad. Lo cierto es que Julián y su hermano Hildebrando nos ofrecen sus narrativas andinas. Julián, quien hoy nos ocupa, tiene una profusa producción escrita entre novelas y cuentos como hemos mencionado arriba, además de la crítica literaria y sus estudios de Tesis.

En sus novelas son frecuentes las temáticas referidas a la violencia en el Perú enfocadas desde las luchas rurales acaecidas durante del siglo XX hasta, inclusive, el conflicto interno peruano entre las fuerzas armadas estatales y PCP-SL (Partido Comunista del Perú - Sendero Luminoso). Su escritura recorre y desarrolla episodios familiares que contravienen la historia oficial y revisan micro-episodios que recuperan acontecimientos históricos, políticos y sociales reordenados por una escritura meticulosa y bien estructurada.  Construye mundos con personajes rurales en su mayor parte, muchas veces se trata de sujetos migrantes desde la sierra a la costa por cuestiones de trabajo o estudio, cuyas vidas van encontrando complicaciones resueltas a partir de la vigencia de los valores tradicionales del interior en los que surge la presencia del pensamiento mítico. Rememoración y escritura van de la mano en la narrativa de Julián Pérez, de ahí que la presencia de la cultura andina nos permite incluirlo en las narrativas de tradición oral por la recuperación de mitos y tradiciones como trabajo de memoria histórica y comunitaria. Por otro lado, es decididamente un escritor andino, queremos decir con esto que se manifiesta distante de las temáticas urbanas, mientras rescata el pensamiento de la cultura quechua, que es su cultura de infancia, en la que se crió en la casa natal, en la sierra de los Andes centrales. Aunque escribe en español, sus relatos remedan constantemente la cultura originaria, recuperando tanto categorías del pensamiento, como costumbres, tradiciones, canciones y hasta el valor cultural de las artesanías como son los retablos ayacuchanos, entre otros. También incursiona en la escritura autobiográfica, que, en gran parte, libera desde su historia familiar para transfigurarla en ficción como saga literaria. En esta entrega, el relato “Amor, tierra difícil” es un cuento de amor romántico con fuerte raíz andina en cuanto a la recreación de creencias ancestrales.

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Amor,tierra difícil

 

 

Liduvina era una morochita de decisiones rápidas y firmes. No se estaba con reparos a la hora de cumplir o aceptar lo que creía que era de su interés o lo que la convenia. Por decir, si quien la pretendía era un barbudo, lo aceptaba con todo y barba; y si por el contrario era lampiño, no estaba después con que tienes la cara de mujer. Claro que cualquiera fuese su eventual pretendiente, debía cumplir con ciertos requisitos, lo que en el fondo significaba aceptar con todas sus exigencias a Liduvina si no quería ir a buscarse por otro lado a otra que encajara en su gusto. Otro sí digo: ella no era de temerle a ningún cuco por más cuco que fuese o que lo pareciera.

Yo sabía todo eso, por tal razón fue que nunca me metí́ con ella en un principio. Aunque de querer hacerlo lo quería, quién no si era dueña de una rara belleza que cautivaba por igual a mostrencos costeños experimentados en comer carroña como a lugareños petulantes que se exaltaban viendo en las páginas de los diarios protuberantes pechos y exuberantes caderas de disolutas mujeres que se ganaban la vida con el negocio de sí mismas. Sus ojitos eran grandes y con bastantes y largas pestañas en un rostro bien proporcionado, color del trigo maduro, y sus labios finamente delineados.

Era de tamaño promedio, ni muy alta ni muy baja, amplias caderas y senos delicadamente abultados, cabellera abundante recogida en dos trenzas. Si su nombre hubiese sido Atracción, era, sin duda, el más adecuado para ella.

Sucedió́ que un día del mes de abril, apenas habían empezado las clases del nuevo año académico, arreció en los Andes centrales el incendio que año tras año, por esas mismas fechas, empezaba como una fogata despreciable y luego con la fuerza del viento de oriente crecía hasta hacer peligrar la misma gran comunidad citadina; aun con todo, de eso no pasaba a más. Algunos decían que el fuego era benigno, pero otros lo tachaban de nocivo. La juventud estudiosa era la que se sentía muy favorable a que el viento sople cada vez más fuerte, por qué no que atice un incendio de proporciones que pudiese quemar todo lo existente y tal vez allí́ apareciese quien arregle tantos desmanes que ocurrían en las relaciones comunitarias. En una época en que los inmediatistas y los circunstantes reinaban a sus anchas y trataban de imponer sus pareceres de puro derecho y cargaban sin chistar sobre sus hombros el perjuicio de las desigualdades de milenios, para personas especiales como Liduvina, tal situación era más bien un acicate, un bello desafío permanente. Yo aún no llego a entender la razón de esto. En vez de mantenerse como la enorme mayoría de jóvenes en edad, pero viejos en alma, había quienes festejaban la existencia de tantos desafíos.

Ese mes inolvidable para mí, vi partir a Liduvina y su hermosura hacia las cumbres para atizar el incendio. No lo hizo bajo palio ni con la presencia de un jolgorio visible y apto para todos. No. Lo hizo en la oscuridad y seguramente entonando solo para ella esa canción de cuna que dice: “Me voy, pero con las esperanzas de volver ...”. Eso dije, eso pensé́ aquella noche de abril. Hice audible esa canción pensando que ella la entonaba en ese preciso instante de su partida. Aunque yo no le dije nada claro, me Moria de querer por ella, seguramente como varios otros de mi edad florida. Aunque no conocía bien la realidad del lugar del incendio, me lo imaginaba como un territorio atroz. Conocedor de las descripciones del infierno dantesco, esa era por comparación la imagen que me asediaba de ese territorio adonde se iba Liduvina con su corazón palpitante a todo latido. Pero no se iba sola, repito, sino acompañada de unos cuantos desharrapados y otros cuantos ilusos con el corazón igualmente alborozado. Aunque sentía envidia por ellos, logré acopiar algunas hilachas de resignación y me quedé en mi condición de observador fidedigno entre perturbado y atribulado. “Si te ocurre algo, dejaré en limpio tu nombre por los siglos de los siglos, pondré́ un hito si fuera el caso con los escombros de tu atrevimiento...”, me dije para consolarme.

Fueron esos días para mí una existencia en ardiente inquietud y me hice más de mil preguntas. ¿Qué es lo que puede tener una mujer como Liduvina para darse por preferir atizar el incendio? Por ventura, ¿alguien la iba a condecorar? ¿Algo iba a ganar? ¿La gloria o el desprecio o las dos cosas que lucharán desde la mañana hasta el anochecer por siempre alrededor de ella y de lo que fue de ella? Pero la pregunta más brava era responder sobre mi condición de observador, aunque sea fidedigno, pero al fin y al cabo en una posición de observador. Alguien en ese trance me consoló́ diciéndome: “La cuestión es quien designa a los que se van; lo que no se nombra no existe, el olvido los desaparece por completo conchabándose con los hijos de Dios”. Me puse pensativo, casi turulato. Tal vez sí, tal vez no. Esto no era tan simple como mirar el cuerpo y las facciones atractivas de Liduvina y querer seguirla, desear poseerla.

Las noticias no tardaron en traer en sus alas el nombre de Liduvina. Las fogatas del incendio empezaron a elevarse a dimensiones que marcaron récords. Las pavesas llenaron el aire de la ciudad y perturbó aún más a los jóvenes precoces y de sueños ágiles por sobre todo. La Oficina Central de Defensa de la Propiedad Privada se erizó de la nada y empezó́ a velar el sueño de los justos y propaló diversos comunicados informando que en la zona del incendio nada ocurría, que todo estaba bajo control, que los jóvenes procurasen soñar con los angelitos negros copulando con sus infértiles angelitas negras, reunir alimento y vestimenta para los damnificados por los descalabros naturales como la lluvia, el huaico y la helada si querían jugar a ser altruistas o mantener en limpio su consciencia sucia. Una filósofa abogó por el emprendimiento de la sociedad civil para desacreditar la imagen de los incendiarios. Sostuvo con ardor que no existía incendio positivo y bueno, que todo incendio pequeño o grande era malo, un procedimiento de abigeos e ilusos por naturaleza perturbados mentales.

Me daba rabia escuchar a este tipo de sujetos que hablaban desde la comodidad de ser herederos de fortunas o, por lo menos, de casa y hacienda suficientes como para vivir bien todos los años de la existencia sea esta corta o longeva; sobre todo al pensar que esas palabras se referían también a Liduvina. Pero con la rabia sola nada se hace, más bien te conviertes en un bloguero inútil o en un vulgar sabelotodo. Aunque yo nada de filósofo tengo, intuía como zorrito de las altas cumbres que lo que tenía que hacer era acercarme a la flama, por lo menos observar de más cerca el evento para tener una idea directa de él y no hablar pura bascosidad, que seres humanos de esa calaña son los que más abunda en este bello mundo y hay pues la urgente necesidad de diferenciarse en algo de esta jauría. Así́ que un buen día alisté mi pequeño equipaje, me olvidé hasta de mí mismo y me dispuse a ponerme en camino hacia el incendio. Para no dejar sufriendo a mis seres queridos, opté por la desaparición voluntaria para cumplir mi cometido.

La subida desde el llano hasta las cumbres donde las lenguas de candela flameaban con el viento era un verdadero esperpento. Camino de cascajo rodeado de abismos y quebradas profundas donde las aves carroñeras afilaban el pico a la espera de que algún despistado se pierda de camino y se desbarranque o que algún incendiario se caiga por jugar con fuego, como había ocurrido durante más de un milenio. No hubo ni bordoneos de vihuelas ni repiques de tejoletas a la hora de mi partida. Lo mío era pues una de esas partidas que la historia no la tiene en cuenta. Eso entendí́ en los hechos por lo que valoré con mayor claridad la decisión tomada por Liduvina. Al parecer, ella no solo quería construir una alternativa para lo inmediato, sino proseguir los destinos de una historia diferente y luchar contra el olvido que diosito amoroso y lindo provee a los sin historia y sin memoria.

Cuando llegué a la cumbre más alta sin más preámbulos y con la atención puesta por observar de inmediato a Liduvina, las lenguas de fuego hicieron trastrabillar mis intenciones. El calor del fuego infernal provocado para quemar todo el pasado y el presente me quitó las ganas de estar allí́. Me di cuenta, sin embargo, que todo fuego es fuego en la medida que hay suficiente combustible. Bobamente yo creía cuando me encontraba abajo, que los jóvenes lo atizaban con leña o bosta de auquénido o con alguna cosa parecida. Acaso hurtan —decía yo— gasolina de los almacenes de la Oficina Central de Defensa de la Propiedad Privada para darles de su propia medicina a sus dueños. Esto último era cierto en alguna proporción, pero lo que observé simplemente era una cosa incomprensible, inexplicable para el ser humano común y corriente. Al menos es esa la impresión que sentí́ por lo dantesco, lo olímpico que veían mis ojos. No sé cuánto tiempo estuve en esa condición de locumbeta repitiéndome como una letanía: “Todo depende del lugar desde donde se observa un evento, sobre todo de esta naturaleza”. Sin darme cuenta, parte de mi cuerpo estaba chamuscándose para mantener vivo el fuego de los fuegos.

—El amor es tierra difícil —me estaba diciendo a mis oídos los delicados labios de Liduvina. Ardiendo en fuego casi azul, me mostró toda su armoniosa existencia muy cerca de mí.

—Lidu —le dije— estás quemándote al igual que esos otros jóvenes no solo de cuerpo sino de espíritu.

—Tienes que comprender que este fuego arde con el combustible de nuestro propio cuerpo —dijo Liduvina.

Sentada a mi costado y despreciando el dolor que le causaba (y también me causaba) el hecho de atizar el fuego de los fuegos poniendo como leña sus propias extremidades inferiores al milenario fogón, me volvió́ a dirigir la palabra para decirme:

—¿Te das cuenta, Herminio? Es este el lugar de donde no se vuelve. ¿Ves? ¿Miran tus ojos lo que ven los míos?

—Sí lo observo, Lidu.

—Viniste porque tu corazón intuye lo que es mejor para los humanos hombres. Y eso merece una retribución con creces —dijo y se inclinó hacia mí y me dio el beso que selló nuestro amor de fuego por los siglos de los siglos. Amén.

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