El poema de los viernes: ¿Los niños vienen de París? Cuando César Vallejo fue hacia allí a buscar a la madre muerta

Tras la desaparición de su mamá, en “Trilce” el poeta peruano parece usar una lengua extraña que lo devuelva al habla infantil. Eso habla de su nostalgia por ella y por la infancia. De ahí en adelante su viaje a Francia es, tal vez, un intento de regresar al origen.

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César Vallejo y sus libros.
César Vallejo y sus libros.

En octubre de este año se cumplieron cien años de la aparición de Trilce, segundo libro de poemas de César Vallejo y último en ser publicado en vida de su autor. Se trata de un libro desconcertante. Muchos de sus poemas tienen una impronta experimental que hace muy dificultosa su lectura y que exige que el pensamiento vuele muy lejos de sus cárceles conceptuales. Pero entre las experimentaciones formales del libro, que incluyen multiplicidad de neologismos, alteraciones de la ortografía y la sintaxis, voces autóctonas de los pueblos del Perú, metáforas novedosas y osadas (llama, por ejemplo, “botón de dicha” al clítoris en el poema XIII), existen poemas de una poderosa nostalgia: son, sobre todo, los dedicados a su madre, muerta en 1918.

¿El extrañamiento lingüístico es una forma de nostalgia del lenguaje materno, un intento de creación de una lengua que le devuelva la glosolalia infantil? ¿El mismo título Trilce no surge de un balbuceo, de una suerte de imposibilidad de nombrar? ¿No da la sensación de ser el nombre de una mujer?

La madre es, en Vallejo, un sucedáneo de la tierra natal. El vientre materno lo une a un territorio que es, al mismo tiempo y sobre todo, sus habitantes. El color de la tierra es el color de los vestidos, son los valles una metáfora de fertilidad, y la fertilidad, una necesidad creativa.

La ausencia de la madre es la negación de la alegría, es el viaje, que lo aleja de su tierra, el dolor, que puebla de pena y soledad su poesía. Pero es la poesía la que vuelve a la vida a los difuntos, la que devuelve el calor al invierno de los sentidos y lleva el dolor a las alturas. En esa sublimación se alza la madre en su trono lírico, y Vallejo recupera no sólo a su madre, sino su tierra.

Los poemas de Vallejo a su madre son conmovedores. Su exilio en París redobla el dolor por su pérdida. Y en toda su obra poética su madre aparecerá como personaje central de esa nostalgia, que es, a la vez, nostalgia de su patria (¿o habría que decir de su matria?), por eso mismo dos veces lejana. Es el caso, por ejemplo, de El buen sentido, publicado en Poemas en prosa, que apareció como parte de la primera edición de Poemas humanos en 1939 y fue publicado luego como libro aparte.

Su viaje a París es, contradictoriamente, un intento de regreso. Como los niños, a quienes se decía que venían de París, Vallejo va en busca de su infancia, reclama su nacimiento, se nutre, como en un útero, de la poesía, madre de todas las lenguas.

De Trilce (1922)

XXVIII

He almorzado solo ahora, y no he tenido

madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua,

ni padre que, en el fecundo ofertorio

de los choclos, pregunte para su tardanza

de imagen, por los broches mayores del sonido.

Cómo iba yo a almorzar. Cómo me iba a servir

de tales platos distantes esas cosas,

cuando habráse quebrado el propio hogar,

cuando no asoma ni madre a los labios.

Cómo iba yo a almorzar nonada.

A la mesa de un buen amigo he almorzado

con su padre recién llegado del mundo,

con sus canas tías que hablan

en tordillo retinte de porcelana,

bisbiseando por todos sus viudos alvéolos;

y con cubiertos francos de alegres tiroriros;

porque estánse en su casa. Así que gracia!

Y me han dolido los cuchillos

de esta mesa en todo el paladar.

El yantar de esas mesas así, en que se prueba

amor ajeno en vez del propio amor,

torna tierra el bocado que no brinda la

MADRE,

hace golpe la dura deglución; el dulce,

hiel; afeite funéreo, el café.

Cuando ya se ha quebrado el propio hogar,

y el sírvete materno no sale de la

tumba,

la cocina a oscuras, la miseria de amor.

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De Poemas en prosa (en Poemas humanos, 1939)

El buen sentido

Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande.

Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar.

La mujer de mi padre está enamorada de mí, viniendo y avanzando de espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte. Que soy dos veces suyo: por el adiós y por el regreso. La cierro, al retornar. Por eso me dieran tanto sus ojos, justa de mí, in fraganti de mí, aconteciéndose por obras terminadas, por pactos consumados.

Mi madre está confesa de mí, nombrada de mí. ¿Cómo no da otro tanto a mis otros hermanos? A Víctor, por ejemplo, el mayor, que es tan viejo ya, que las gentes dicen: ¡Parece hermano menor de su madre! ¡Fuere porque yo he viajado mucho! ¡Fuere porque yo he vivido más!

Mi madre acuerda carta de principio colorante a mis relatos de regreso. Ante mi vida de regreso, recordando que viajé durante dos corazones por su vientre, se ruboriza y se queda mortalmente lívida, cuando digo, en el tratado del alma: Aquella noche fui dichoso. Pero, más se pone triste; más se pusiera triste.

Hijo, ¡cómo estás viejo!

Y desfila por el color amarillo a llorar, porque me halla envejecido, en la hoja de espada, en la desembocadura de mi rostro. Llora de mí, se entristece de mí. ¿Qué falta hará mi mocedad, si siempre seré su hijo? ¿Por qué las madres se duelen de hallar envejecidos a sus hijos, si jamás la edad de ellos alcanzará a la de ellas? ¿Y por qué, si los hijos, cuanto más se acaban, más se aproximan a los padres? ¡Mi madre llora porque estoy viejo de mi tiempo y porque nunca llegaré a envejecer del suyo!

Mi adiós partió de un punto de su ser, más externo que el punto de su ser al que retorno. Soy, a causa del excesivo plazo de mi vuelta, más el hombre ante mi madre que el hijo ante mi madre. Allí reside el candor que hoy nos alumbra con tres llamas. Le digo entonces hasta que me callo:

Hay, madre, en el mundo un sitio que se llama París. Un sitio muy grande y muy lejano y otra vez grande.

La mujer de mi padre, al oírme, almuerza y sus ojos mortales descienden suavemente por mis brazos.

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