Mercado Central de Cajamarca, ´historia de generaciones´

Motivados por la historia de Cajamarca, visitamos el Mercado Central de la Ciudad del Cumbe con la finalidad de indagar su creación que data de más de 150 años. Al inicio era un campo abierto rodeado de plantaciones de cipreses y eucaliptos donde los lugareños instalados en las afueras de Cajamarca llegaban dos o hasta tres veces a la semana para comercializar sus productos, los que ellos mismos sembraban.

Eran los ajos de Pariamarca; las papas, de Huanico; la cebada, de La Quispa; los choclos, de Jesús;  las ocas, de Sorochuco; los quesos, de Bambamarca; el chocolate, de Celendín; y los granos de San Marcos que frescos llegaban a este lugar descampado para ser comercializados con las monedas de ese entonces como centavos, reales y libras.

La gente de aquella época aun escribe la historia de Cajamarca y deja huella de sus experiencias, aun se sigue transmitiendo de generación en generación. Muchos hijos e hijas de estos comerciantes de antaño continúan aferrados a la historia y legado de sus padres. Ellos siguen tallando, grabando, y hasta pintando sobre retazos de tela que venden a los visitantes quienes aún creen que existe el turismo.

Irma Bardales Jáuregui, de 83 años, natural del caserío de Casapampa, ubicado en el centro poblado de Pariamarca, distrito y provincia de Cajamarca, que se encuentra a 30 minutos de la ciudad, es parte de esta historia que con dulzura-recuerda-fue transmitida por sus padres: “yo tenía 08 años cuando venía al mercado para vender mis ajos. La gente era buena, compraban y se retiraban”, cuenta luego de un largo suspiro.

La abuelita-como la llaman de cariño, sus allegados y clientes-, me cuenta que junto a otras niñas jugaban a su alrededor, mientras sus ajos esperaban otros clientes para ir con su “quipe” vacío a su hogar, donde su madrecita la esperaba con una sopa caliente y su mate de cancha.  

-“Eso era nuestro almuerzo. Yo le daba las cuentas, ella me agradecía y me decía: la venta hoy fue buena, pero también habían días que el chal o pullo con el que amarraban mi quipe, retornaba semi lleno, allí era donde mi madre me decía: Irma no te desanimes mañana será mejor, ella sonreía y me mandaba temprano a dormir.-recuerda, Irma-.

Agrega, “mi mamacita apagaba mi lamparín, me abrigaba y me daba las buenas noches y yo era feliz”. No volverán esos tiempos. Hoy la vida es diferente y acelerada, parece ayer cuando fui niña. Pienso y creo que el tiempo se ha detenido, cierro mis ojos y me veo jugando con mis amiguitas que ya no están en este mundo y que, seguramente, me esperan en ese lugar a donde todos iremos.

Conforme avanza la conversación, vuelve a su relato, para decir que poco a poco, el mercado se fue poblando y se dividió en secciones: “solo se vendía fruta, después comida; ahora hay 207 comerciantes, la mayoría conservan sus puestos otros le han dado a sus hijos e hijas. Yo sigo en mi puestito y sigo vendiendo, pero ya no ajos, sino gelatina, arroz con leche, charlota, ceviche con papas sancochadas, caldo de tripas de carnero, caldo verde, shambar y  lo vendo todo”, sonríe.

Finalmente, mira  hacia el techo del mercado y dice: yo no uso reloj, porque yo mido el tiempo con la salida del sol; “cuando la rayita está bajo ese techo, sé que son las once, así me ubico. Para cerrar mi negocio y volver al siguiente día para preparar lo que les gusta a mis clientes, una sopa de casa hecha por mis manos”, termina.

Por: Rosa Cruzado

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