Cuadernos Hispanoamericanos. Número 851. (Mayo 2021)

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N.º 851   Mayo 2021 MINISTERIO DE ASUNTOS EXTERIORES, UNIÓN EUROPEA Y COOPERACIÓN

CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

Precio: 5 €

N.º 851

Mayo 2021

C UA DE R N O S HISPANOAMERICANOS

DOSIER EMILIA PARDO BAZÁN Coordina Adolfo Sotelo Vázquez

ENTREVISTA Blanca Riestra

MESA REVUELTA Calixto Alonso del Pozo Julio César Galán, Carlos Barbáchano Toni Montesino, Sebastián Gámez Millán


Fotografía de portada © Bernardo Villanueva

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Edita MAUC, Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación AECID, Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo

Ministra de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación Arancha González Laya Secretaria de Estado de Cooperación Internacional y para Iberoamérica Ángeles Moreno Bau Director de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Magdy Martínez Solimán Director de Relaciones Culturales y Científicas Guzmán Palacios Fernández Jefa de Departamento de Cooperación y Promoción Cultural Elena González González

CUADERNOS HISPANOAMERICANOS, fundada en 1948, ha sido dirigida sucesivamente por Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales, José Antonio Maravall, Félix Grande, Blas Matamoro y Benjamín Prado. Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLA Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca. La revista puede consultarse en: www.cervantesvirtual.com www.cuadernoshispanoamericanos.com


N.º 851

CUA DE R NO S HISPANOAMERICANOS

dosier EMILIA PARDO BAZÁN 4 Marisa Sotelo Vázquez – Emilia Pardo Bazán y la novela española de los siglos xix y xx 18 José Manuel González Herrán – Emilia Pardo Bazán: «La primera vez que vi París…» 32 Ermitas Penas – Siempre nos quedará París: Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós en la Exposición Universal de 1889 49 Adolfo Sotelo Vázquez – Emilia Pardo Bazán y París (1889) de Auguste Vitu 67 José María Paz Gago – De molesto fastidio a distracción favorita. Emilia Pardo Bazán ante el cinematógrafo 83 Blanca Paula Rodríguez Garabatos – Emilia Pardo Bazán: apuntes prácticos y eruditos sobre el mundo de la moda entrevista

mesa revuelta

biblioteca

98 Carmen

de Eusebio – Blanca Riestra: «El esplendor es mucho menos hermoso que aquello que se agrieta y amenaza con desplomarse»

108 Calixto Alonso del Pozo – Lezama Lima, música y nación 114 Julio

César Galán – Acotaciones del fue siendo: algo sobre nuestra heteronimia 128 Carlos Barbáchano – En el corazón del malecón habita un poeta 134 Toni Montesinos – La era dorada de la melancolía inglesa 146 Sebastián Gámez Millán – Juego, fantasía, humor, experimento y transgresión en la literatura de Julio Cortázar 156 Isabel

de Armas – Una filósofa de la libertad Noria – Los misterios dolorosos de Francisco Javier Pérez 164 Manuel Alberca – Carta al padre 168 Santos Sanz Villanueva – Panorama de la actualidad productiva 172 Antonio José Ponte – Un diccionario venido de las quimbámbulas 176 Daniel B. Bro – El espejo del compromiso 160 David



Emilia Pardo Bazán Coordina  Adolfo Sotelo Vázquez


Por Marisa Sotelo Vázquez

Emilia Pardo Bazán y la NOVELA ESPAÑOLA de los siglos xix y xx Si para estudiar la evolución de la novela española del siglo xix es imprescindible leer atentamente a Galdós, maestro indiscutible en todas sus facetas –novela histórica, de tesis, realista, naturalista, espiritualista, dialogada–, y, por supuesto, también al autor de La Regenta, no es menos cierto que ese recorrido debe forzosamente acompañarse de las novelas de Emilia Pardo Bazán, cuya producción abarca desde 1879, con Pascual López, autobiografía de un estudiante de medicina, pasando por Un viaje de novios, La Tribuna, El cisne de Vilamorta, Los pazos de Ulloa, La madre naturaleza, Insolación, Morriña, Memorias de un solterón, La Quimera, La sirena negra o Dulce dueño, ya de 1911, por citar los títulos más representativos de su fecundo quehacer narrativo. Además, Emilia Pardo Bazán, al igual que sus colegas masculinos, no solo escribió novelas sino que reflexionó abundantemente sobre su poética narrativa en prólogos y en múltiples artículos de crítica literaria analizando los personajes, el punto de vista, la composición, el lenguaje, los modelos y, en definitiva, la naturaleza y la evolución del género. Su crítica literaria es inseparable y complementaria de la tarea narrativa, y hay que considerarla deudora de la filosofía de la historia de Taine. Dos son los componentes esenciales de su labor crítica: el historicismo y el comparatismo. Y, sin renunciar a la mejor tradición hispánica, encarnada en Cervantes, aspira al sincretismo cultural aprovechando la influencia decisiva de los novelistas europeos, singularmente franceses –Balzac, Flaubert, los hermanos Goncourt y Zola– y, a partir de 1886, incorpora también a los rusos –Turgueniev, Dostoievski y Tolstói–, a los que dedicó sus conferencias en el Ateneo de Madrid en la primavera de 1886, recogidas en un libro CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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con el título de La Revolución y la novela en Rusia (1887). En las páginas iniciales de estas conferencias reivindica la tradición hispánica a la vez que un profundo europeísmo cultural: A veces me ha sucedido oír censuras por mi afición a estudiar el movimiento literario extranjero y darlo a conocer en mi patria; siendo así que no tienen las le­tras españolas, las castizas, las de manantial, quien con más sincera devoción las ame y procure servirlas. Mas esta devoción no pide la ignorancia, desprecio y odio fanático de la belleza cuando se realiza en países extraños. Nunca, que yo sepa, alcanzó la valla de los Pirineos ni los mares que nos cercan a aislarnos inte­lectualmente del resto del orbe y peor para nosotros si tal llegase a suceder (Pardo Bazán, 1972, p. 761a).1 Al andamiaje teórico tainiano de raza, medio y momentos históricos, hay que añadir la influencia de Sainte-Beuve y en algunos momentos de su trayectoria también de Jules Lemaître, como se deduce de los volúmenes dedicados a La literatura francesa moderna –El Romanticismo, La transición y El naturalismo–, publicados en 1914. No es casual que estas influencias procedan siempre de la literatura francesa, pues la formación intelectual de la autora coruñesa está marcada desde su adolescencia por la cultura del país vecino, que, además, frecuentó en múltiples ocasiones. Otra fuente de información imprescindible sobre su aprendizaje literario son los «Apuntes autobiográficos», con que, a petición de Yxart, prologó Los pazos de Ulloa en 1886. En ellos, Pardo Bazán evoca cómo nació su vocación literaria ligada a la lectura de la prensa, en contacto con la biblioteca familiar y escribiendo poesía no sentimental –como era frecuente en las mujeres de su tiempo– sino patriótica. El paso de la poesía a la novela se debe a la orientación decisiva de don Francisco Giner en estos años de aprendizaje (Penas, 2004), cuando la autora leía apasionadamente cuanto caía en sus manos. Así, pasará del entusiasmo por Nuestra señora de París, que influyó en su concepto inicial de novela –«Esto sí que es novela, pensaba yo relamiéndome. Aquí nada sucede por modo natural y corriente [...]. Aquí todo es extraordinario, desmesurado y fatídico» (Pardo Bazán, 1973, p. 706b)–, a la lectura de los españoles Valera y Alarcón –Pepita Jiménez y El sombrero de tres picos, en primer lugar– para terminar recalando en los Episodios nacionales galdosianos. A partir de esas lecturas, y tras asumir que la novela no necesariamente debía plantear cuestiones o sucesos extraordinarios encarnados por héroes de inauditas hazañas, decide que «si la novela se reduce a describir lugares y costumbres que

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nos son familiares, y caracteres que podemos estudiar en la gente que nos rodea, entonces –pensé yo– puedo atreverme; y puse manos a la obra» (Pardo Bazán, 1973, p. 716b). Y en otro momento se refiere al medio ambiente característico de las novelas de algunos de sus coetáneos y al de las suyas, planteando que todos ellos eran, en definitiva, escritores con territorio: El medioambiente se impone, y a su imposición debemos el conocer la montaña santanderina de Pereda, las costumbres madrileñas de Galdós, la región asturiana de Palacio Valdés y Leopoldo Alas, los pueblecillos catalanes y la segunda capital de España en Oller. Cada novelista, por natural impulso, acota su pedazo de tierra. A mí me ha tocado en suerte el país gallego, digno de mejor pincel por su romántica hermosura, sus variados aspectos, sus tradiciones y costumbres pintorescas, sus razas antiquísimas (Pardo Bazán, 1973, p. 727b). Tomada la decisión por parte de Emilia Pardo de escribir sobre las gentes y el medio que le eran familiares, el camino se trazaría atendiendo a las características y a la evolución de la novela en el último tercio del siglo xix y principios del xx, itinerario narrativo muy fecundo en el que, por razones de espacio, distinguiremos dos momentos cenitales: el primero, en torno a 1886-1887, y el segundo, en 1903. El andamiaje teórico-crítico aplicado a sus lecturas de los novelistas franceses y españoles coadyuvará decisivamente en su propio itinerario. Refiriéndose a la evolución que su inicial concepto de novela había experimentado desde los estudios dedicados a Galdós en la Revista Europea (1880), escribe en La cuestión palpitante: Desde aquella fecha, mis opiniones literarias se han modificado bastante, y mi criterio estético se formó como se forma el de todo el mundo, por medio de la lectura y la reflexión; desde entonces me propuse conocer la novela moderna, y no solo llegó a parecerme el género más comprensivo e importante en la actualidad, y más apropiado a nuestro siglo, que reemplaza y llena el hueco producido por la muerte de la epopeya, sino el género en que, por altísima prerrogativa, los fueros de la verdad se imponen, la observación desinteresada reina, y la historia positiva de nuestra época ha de quedar escrita con caracteres de oro (Pardo Bazán, 1989, p. 314). Son años en que empieza a destacar en el panorama narrativo español la generación hija de la Revolución del 1868 y la novela progresivamente desplaza el interés del público por la poesía y el teatro, que habían gozado de enorme éxito en el Romanticismo. Doña Emilia, a pesar de que había publicado Pascual López (1879) CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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todavía bajo los efluvios del Romanticismo, era plenamente consciente del cambio de rumbo que se estaba produciendo, así como de la necesidad de sustentar la genealogía de la novela realista en el costumbrismo de Mesoneros y Pereda. La novela debía ser una historia llena de verdad y de ingenio, espejo del carácter nacional, de las señas de identidad de la cultura española, reivindicando –como hiciera tempranamente Galdós en las «Observaciones sobre la novela española contemporánea» (1870)– una novela realista, española, contemporánea y que atendiera a las características de la clase media, como en otros países europeos vecinos: «Allá por Inglaterra y Francia la novela tiene un ayer; acá en España, solo un anteayer, si es lícito expresarse así. Allá los noveladores actuales se llaman hijos de Tackeray, Scott y Dickens, Sand, Hugo y Balzac, mientras acá apenas sabemos de nuestros padres, recordando a ciertos abuelos de sangre muy hidalga, del linaje de los Cervantes, Hurtados, Espineles y otros apellidos no menos claros» (Pardo Bazán, 1989, p. 300). Y también como Galdós reivindicará el magisterio cervantino: «Ven, Miguel de Cervantes Saavedra a concluir con una ralea de escritores disparatados, a abatir un ideal quimérico, a entronizar la realidad, a concebir la mejor novela del mundo» (Pardo Bazán, 1989, p. 184). El camino hacia la novela realista-naturalista estaba ya trazado y se iniciaba con Un viaje de novios, La Tribuna y El cisne de Vilamorta para culminar con Los pazos de Ulla y La madre naturaleza. En el personal itinerario narrativo pardobazaniano desempeña un papel importante su viaje2 al balneario de Vichy en 1880, de cuya experiencia surgirá su segunda novela Un viaje de novios (1881), que empezó siendo cuaderno de viajes. La estancia por motivos de salud en el balneario propicia la lectura de Balzac, Flaubert, Goncourt y Daudet, modelos que serán determinantes a partir de entonces en su concepción narrativa: «Al cabo comprendía [...] los rumbos de la novela moderna, su importancia, su papel principalísimo en las letras contemporáneas, su fuerza incontrastable y su obligación de vivir y reflejar, como epopeya que es, la naturaleza y la sociedad sin escamotear la verdad para sustituirla por ficciones más o menos bellas» (Pardo Bazán, 1973, p. 719a). También de dicha lectura extrae una conclusión fundamental: «Cada país debe cultivar su tradición novelesca», sin perjuicio de aceptar los métodos de trabajo modernos basados en principios racionales y sin prejuzgar negativamente su procedencia transpirenaica, en una clara alusión al naturalismo, en aquellos momentos en plena efervescencia con la publicación de

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Le roman expérimental de Émile Zola, discurso teórico de la doctrina francesa. En el prólogo a Un viaje de novios Pardo Bazán puntualiza una serie de cuestiones con respecto al naturalismo francés como haría posteriormente en los artículos de La cuestión palpitante a propósito del determinismo filosófico, en el que se aparta radicalmente de Zola como otros novelistas españoles contemporáneos, pero sin renunciar a la nueva metodología francesa basada en la observación minuciosa, la necesaria documentación y la experimentación artística, que Clarín definió como la construcción de la novela. Además, conviene añadir que Pardo Bazán admiró mucho más al Zola novelista que al teórico –lo que en términos de Mitterand (1986) equivale a la distinción entre el modelo teórico y el modelo de producción del naturalismo–, convencida de que ni él mismo hubiera podido aplicar la totalidad de sus doctrinas con la rigidez teórica con que estaban formuladas so pena de no escribir novelas. Aparte de que hay una sensible evolución y distanciamiento del canon teórico de Zola desde La fortuna de los Rougon a Le docteur Pascal, primera y última novela de la serie de Les Rougon-Macquart (1871-1893). Las conexiones entre Un viaje de novios y la nueva doctrina quizá no sean tan rotundas y determinantes –tal como señaló el profesor Baquero Goyanes en su espléndida edición (Labor, 1971)–, pero sí merecen ser tenidas muy en cuenta como acompañamiento armónico que complementa la tarea creativa de la autora y ayuda a entender correctamente las reflexiones del prefacio a la novela. En él se postulan la observación y el análisis como herramientas imprescindibles en la construcción de la novela realista, que debe convertirse en «estudio social, psicológico, histórico» (Pardo Bazán, 2003, p. 52). Las objeciones que se hacen a la doctrina zolesca se refieren esencialmente al relieve concedido a lo fisiológico, a la elección sistemática de lo escabroso y a las descripciones prolijas, así como al tono acusadamente pesimista de las novelas. Sin embargo, es significativa la importancia que adquiere la fisiología en determinados capítulos de la novela pardobazaniana, en los que a través de un personaje secundario, la tuberculosa Pilar, con la que coincide la protagonista en el balneario de Vichy, se presta una especial atención a los aspectos relacionados con dicha enfermedad, sus síntomas y manifestaciones. Otro tanto ocurre con las frecuentes digresiones descriptivas de la segunda parte de la novela y con el pesimismo visceral de Ignacio Artegui, lo que invita a pensar que, en el CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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prefacio, la autora también estaba intentando justificar con sus objeciones al naturalismo estas cuestiones. Más auténtica resulta su oportuna defensa del realismo al calificar la novela como «trasunto de la vida humana», capaz de reflejar por igual la risa y el llanto que conforman «el fondo de la eterna tragicomedia del mundo» (Pardo Bazán, 2003, p. 54); realismo en la tradición de la Celestina, el Quijote, la pintura Velázquez3 y Goya, y en la vena cómico-dramática de Tirso y Ramón de la Cruz. La aproximación al naturalismo, que no identificación, por parte de doña Emilia se produce en La Tribuna, novela escrita a la par que los artículos de La cuestión palpitante, por ello Yxart pudo decir en la reseña de La Época (7 de enero de 1884) que la autora había dado el paso de «predicador a celebrante» del naturalismo (Cabré 1996, p. 196). La que sería la primera novela española sobre el proletariado femenino la obligó a seguir una determinada metodología –observar minuciosamente las costumbres de las cigarreras de la Granera, la fábrica de tabacos de la Coruña; visitarla y documentarse sobre la elaboración de los diversos tipos de cigarros–, así como también a leer con atención la prensa revolucionaria para describir con exactitud el medio sociohistórico en que se ambienta la novela, desde la Septembrina a la proclamación de la República en 1873. El recuerdo de la metodología empleada en La Tribuna es evocado por la autora a la altura de 1898 en una entrevista con Eduardo Gómez Carrillo, «Intimidades madrileñas», en Madrid Cómico (16 de abril de 1898): La escribí con pasión artística, empleando en su preparación un sistema muy poco usual entonces en España y ya en Francia adoptado con frecuencia por los maestros del realismo: el sistema de la observación detallada y del verdadero análisis del modelo vivo en todos los momentos interesantes de su vida, y sobre todo en el medio ambiente en que se mueve y cuya influencia naturalmente contribuye a su evolución personal. Durante días fui a la fábrica de Tabacos de la Coruña para examinar a las obreras, y eso causaba extrañeza por la persistencia con que yo lo hacía. Como ha quedado visto en el prólogo a Un viaje de novios, la escritora coruñesa rechazaba el exclusivismo de la escuela naturalista, pero del fragmento transcrito se deduce bien a las claras que aceptaba aplicar su metodología como instrumento para la necesaria renovación de la narrativa española. Además de la observación del natural, en los «Apuntes Autobiográficos» indica la documentación que leyó para trazar el contexto sociopolítico

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de su novela más histórica: «Me procuré periódicos locales de la época federal (que ya escaseaban); evoqué recuerdos, describí La Coruña según era en mi niñez [...] y reconstruí los días del famoso Pacto, episodio importante de la historia política de esta región» (Pardo Bazán, 1973, p. 725). Es evidente que doña Emilia, durante este período de aprendizaje, va perfeccionando también la técnica narrativa, sobre todo en lo que atañe al punto de vista con la utilización del estilo indirecto libre, innovación zoliana que ella definía en La cuestión palpitante: «Presenta las ideas en la misma forma irregular y sucesión desordenada pero lógica en que afluyen al cerebro, sin arreglarlas en periodos oratorios ni encadenarlas en discretos razonamientos y, con este método hábil y dificilísimo a fuerza de ser sencillo, logra que nos forjemos la ilusión de ver pensar a los héroes» (Pardo Bazán, 1989, p. 272). Pone en práctica tímidamente este método por primera vez en La Tribuna y de manera más perfeccionada y consciente en El cisne de Vilamorta, novela indudablemente influenciada por la atenta lectura de Madame Bovary de Flaubert (Sotelo, 2005, pp. 163-182). En el fecundo itinerario narrativo de Emilia Pardo Bazán la publicación de Los pazos de Ulloa (1886) y de su segunda parte, La madre naturaleza (1887), supone un punto culminante por la madurez de su arte narrativo, plenamente consolidado. Los pazos de Ulloa, que se publicó en la barcelonesa editorial Cortezo inaugurando la colección de Novelistas Españoles Contemporáneos, precedida de los mencionados «Apuntes autobiográficos», suscitó desde aquel momento el interés de los críticos, especialmente del más temido y respetado, Clarín: además de elogiar la novela y resaltar la importancia del personaje de don Julián, capellán de los pazos, juzgó muy positivamente el valor de los «Apuntes» como auténtica radiografía del temperamento artístico de la autora, primero en tres entregas en La Opinión y posteriormente en dos entregas en La Ilustración Ibérica (Sotelo, 1990, pp. 65-88). Partiendo de los mencionados artículos de Clarín, el profesor Darío Villanueva sostiene que Julián es el auténtico eje y protagonista de los Pazos y, en consecuencia, teniendo en cuenta la psicología y la evolución del personaje, la novela puede perfectamente considerarse una novela de formación o bildungsroman, que poco tendría que ver con las doctrinas del naturalismo francés, cuya decadencia ya se había iniciado en esos momentos (Villanueva, 2017). Apoya su interpretación en una serie de argumentos referidos tanto a la construcción de la novela –el punto de vista del personaje, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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mayoritario en un número importante de capítulos– como al ambiente de crisis que se anunciaba ya en el naturalismo francés con À rebours de Huysmans (1884), y que tendría su máximo exponente en la ruptura del cenáculo de Medan con la publicación de La terre y el Manifeste des cinq en 1887, un año después de la de Los pazos de Ulloa. Dando por buena la interpretación del profesor Villanueva de Los pazos de Ulloa como bildungsroman, creo que no es incompatible con una lectura de la novela como representativa de la aplicación de la metodología naturalista o, dicho de otro modo, como producto de un naturalismo heterodoxo, escasamente dogmático, como fue la aplicación de dicha doctrina por parte de los novelistas españoles, empezando por Galdós en La desheredada, leída por Clarín (1991, p. 87) como verdadero manifiesto español del naturalismo: «Muchas de las doctrinas del naturalismo las ha tenido por buenas el autor y ha escrito según ellas, y según los ejemplos de los naturalistas». La influencia zoliana, en el caso de doña Emilia, enlaza con la curiosidad por el darwinismo4 y se percibe de manera especialmente intensa en Los pazos de Ulloa, primera parte del proyecto narrativo que, como se ha dicho, junto a La madre naturaleza supone la culminación de su arte como novelista. Cabe preguntarse cómo aplica doña Emilia la preceptiva naturalista, es decir, el determinismo de las leyes de la herencia biológica y del medio, en Los pazos de Ulloa: de manera un tanto heterodoxa, pues no hay que olvidar que –por encima de los marbetes que queramos ponerle a una obra literaria, costumbrista, realista o naturalista– es esencialmente un trabajo de creación, fruto de la mirada atenta y de la sensibilidad de su autora. En Los pazos de Ulloa doña Emilia concibió la idea de escribir una novela siguiendo en buena medida los dictámenes sobre la influencia de la herencia biológica y del medio ambiente expuestos por Zola en sus diferentes textos teóricos, desde el prefacio a la segunda edición de Thérèse Raquin (1868), pasando por el prólogo a la serie de Los Rougon Macquart (1871), hasta los textos canónicos de Le roman expérimental (1880) y Les romanciers naturalistes (1881). Para ello, localizó la acción de la novela en un medioambiente que conocía muy bien –el medio rural galaico con su corolario de primitivismo y caciquismo ancestral– y allí situó a unos personajes auténticos, genuinos, tomados directamente de la observación atenta de la realidad: el señor de los pazos, don Pedro Moscoso, verdadero señor feudal; Primitivo, el capataz, astuto como un zorro, cauto y cazurro; su hija Sabel, bella y descarada 11

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aldeana, convertida en barragana del amo por conveniencia de su propio padre, pero a la vez con un novio gaiteiro y con veleidades amorosas con el anterior capellán de los pazos, como maliciosamente sugiere el narrador, y Perucho –casi un buen salvaje rousseauniano–, hijo de Sabel y de don Pedro Mosco. Y, en torno a estos personajes, los curas y abades, los labriegos, las criadas, las meigas, las sanadoras, etcétera: seres que pueblan el universo galaico entre real y mítico y que viven apegados de manera visceral e instintiva al medio rural del que nunca han salido ni saldrán y, en consecuencia, fuertemente determinados por él. Hasta aquí la novela hubiese sido un buen relato de costumbres campesinas fácilmente clasificable en lo que se conocía como novela regional, al estilo de las escritas por Pereda. Pero doña Emilia, siguiendo los postulados del naturalismo francés, a la vez que recreaba ese mundo rural y feudal, se propuso comprobar, «experimentar», cómo se comportan no solo esos personajes que se desenvuelven en su medio natural sino también aquellos que llegan a ese mundo desde el medio urbano: primero, Julián, el joven e inexperto capellán de los Pazos y, poco después, Nucha, la mujer de don Pedro Moscoso. Ambos son seres educados y sensibles,que fracasan porque no son capaces de adaptarse al medio primitivo y brutal en el que se ven obligados a vivir. Hay mucho darwinismo encubierto en la novela, del que es portavoz el médico del pueblo de simbólico nombre, Máximo Juncal, que profetiza que solo son capaces de sobrevivir en un medio agreste y primitivo seres fuertes, sanguíneos, dotados por la naturaleza de la energía y las cualidades que no poseen ni la pobre y enfermiza Nucha ni el indeciso y pusilánime capellán de los Pazos, tan distinto de don Fermín de Pas, y al que Clarín (2003, p. 819) no duda en calificar de «Hamlet tonsurado y reducido, como es natural, a la humilde condición de capellán gallego, Hamlet por la poca maña y energías con que maneja los negocios mundanos, y por su prurito de perderse en idealidades cuando sopla con más furia lo que llamaba el señor Cánovas el huracán de las circunstancias». En La madre naturaleza, continuación de Los pazos de Ulloa, con el protagonismo de Perucho, el bastardo de don Pedro Moscoso y Manolita, la hija legítima de este y la malograda Nucha, también es fundamental el determinismo del medio, acorde con los postulados del naturalismo francés. La clave de la novela se sustenta en la actitud de Gabriel Pardo, el hermano de Nucha y tío de Manolita, con quien pretende casarse al CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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descubrir el incesto entre esta y Perucho, ignorantes de que son hermanos de padre. Para él, la naturaleza en la que han vivido los dos jóvenes y que ha determinado su conducta no es madre, sino madrastra, pues «no ha protegido a sus hijos, los ha dañado de un modo mezquino empujándolos al mal» (Penas, 2014, p. 26). Por su parte, Baquero Goyanes, en el estudio La novela naturalista española: Emilia Pardo Bazán, fue el primero en destacar la gran cantidad de resonancias literarias de la novela: desde Pablo y Virginia, Dafnis y Cloe, La faute de l’abbé Mouret, el Cantar de los cantares y el Emilio, sin olvidar la influencia de Darwin y de la filosofía de Schopenhauer, sintetizadas por la profesora Penas (en Pardo Bazán, 2013, pp. 38-48) en su edición de la novela. Un año después, en 1889 Pardo Bazán publicará dos novelas en las que se acentúa el psicologismo: Insolación y Morriña, que fueron objeto de una crítica arbitraria e injusta de Clarín, y más medida y acertada de Valera. Ambas novelas han sido justamente revalorizadas por la crítica posterior (Penas, 2005 y 2007). En la primera, afloran las ideas feministas de la autora en su defensa de la libertad de conducta de la mujer en el terreno amoroso y, en la segunda, el fino análisis psicológico del personaje de Esclavitud, la humilde protagonista, paradigma del alma galaica. La lectura y análisis detenido de ambas pone de manifiesto hasta qué punto es necesario volver sobre los textos sin los antifaces de la crítica, aunque sea la del eminente Clarín, que, a fuerza de ser lúcido, también se equivocaba algunas veces. Las reseñas de Morriña e Insolación son una buena prueba, que solo se entiende desde la enemistad del autor de La Regenta con la coruñesa. Un segundo momento que me interesa destacar coincide con la popularidad que a partir de 1886-1887 van consiguiendo los novelistas rusos y con la superación del naturalismo y el consiguiente desplazamiento hacia fórmulas realista-espiritualistas, más atentas a la psicología. En este periodo doña Emilia publica Una cristiana y La prueba (1890-1891), que podrían clasificarse como novelas de tesis. Hacia el final de esa etapa, tal como vio Nelly Clemessy (1981), la autora publica El saludo de las brujas (1897), novela con gran cantidad de rasgos neorrománticos, precursores de la estética de fin de siglo, del modernismo y del decadentismo. Así, dicha novela puede considerarse de transición y un ensayo de las de la tercera etapa (La Quimera, La sirena negra o Dulce dueño), ya en los primeros años del siglo xx. Una vez más, Emilia Pardo Bazán es plenamente consciente de la evolución de la novela y de los cambios que se venían 13

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produciendo desde finales del siglo xix. Emprende entonces la escritura de una trilogía que debían integrar La Esfinge, La Quimera y La sirena negra. Según declaraciones de la propia autora en El Gráfico (3 de septiembre de 1897), venía planeando esas novelas desde 1897, y parece que tenía escritas unas cien cuartillas de la que se titularía La Esfinge. Si bien esta no llegó a publicarse, las otras dos sí lo hicieron, La Quimera (por entregas en la Lectura entre 1903 y 1905) y La sirena negra (1908), novelas representativas de la estética decadentista finisecular, con argumentos distintos pero que presentan una serie de afinidades tanto en la elección de un asunto mítico-legendario –el mito de la Quimera y Beloforonte en el prólogo de la primera y la leyenda gallega5 de la sirena de la muerte en la segunda– como en la factura de los personajes protagonistas, seres quintaesenciados, refinados estetas y neuróticos obsesivos. La Quimera constituye un caso de novela de artista (Sotelo, 2018), cuyo protagonista, Silvio Lago, es un trasunto de Joaquín Vahamonde, pintor coruñés amigo de la autora que falleció prematuramente, cuidado por ella y por su madre en Meirás. Silvio es un ser profundamente insatisfecho y obsesionado por la obra perfecta nunca realizada. En el caso de La sirena negra, el protagonista es Gaspar de Montenegro, obsesionado por la idea de la muerte, que le seduce cual amante fiel. De ambas, indudablemente, la más ambiciosa por su estructura, temática, sincretismo genérico y personajes es La Quimera, interpretada por Marina Mayoral (1992)6 como un roman a clef, pero que también posibilita otras lecturas. El hecho de que doña Emilia colocara como pórtico de la novela una obrita teatral titulada La muerte de la Quimera funciona como símbolo y profesión de fe idealista, reafirmada en la conferencia sobre La Quimera pronunciada en 1912 en el Centro Gallego de Madrid: «La aspiración artística es la más alta que cabe en el individuo y en la colectividad, como la estética debiera ser el fin sumo de las civilizaciones, que van desencaminadas cuando no lo comprenden y anteponen a lo bello lo útil». Estas palabras se verán reforzadas por el desarrollo de la trama argumental de forma creciente, sobre todo en el diálogo entre la Esfinge y la Quimera, claramente deudor de la atenta lectura por parte de la autora de La tentation de saint Antoine de Flaubert. La Esfinge es símbolo de la materia, del peso de la razón y de la sensatez; mientras que la Quimera lo es de lo intangible, del ideal, de las ansias de perfección nunca satisfechas. Pardo Bazán cristianiza el mito pagano y solo concibe una salida espiritual para las aspiraciones del pintor Silvio Lago, la converCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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sión religiosa final. Esta defensa del idealismo resultó muy grata a Miguel de Unamuno (1905, p. 426), que al reseñar la novela en La Lectura escribía: «A mí sus ataques a la razón me son altamente simpáticos. Y ¿cómo no, si los prodigo en mi última obra, en mi ya citada Vida de don Quijote y Sancho, que es en el fondo, una protesta contra el racionalismo?». La intención declarada por la autora en el prólogo fue estudiar un aspecto del «alma contemporánea, una forma de nuestro malestar, el alta aspiración» del artista hiperestésico en la encrucijada del fin de siglo, en la línea del héroe barojiano de Camino de perfección o del protagonista de La voluntad. Silvio Lago presenta todos los rasgos definidores del artista finisecular: apasionamiento obsesivo, sensibilidad enfermiza y vehemente y cierta parálisis de la voluntad e intoxicación de nihilismo, que resulta de proyectar sobre el modelo real la filosofía nietzscheana (Sobejano, 1962, p. 180). Y precisamente en este aspecto radica, a mi modo de ver, el auténtico significado e intencionalidad de la obra: La Quimera está basada, como queda dicho, en la trayectoria artística de un personaje real, al que ayudó la autora en sus comienzos como pintor de la alta sociedad madrileña antes de trasladarse a París. La personalidad de doña Emilia se oculta en la novela tras el personaje de la compositora musical Nimia Dumbría, que ayuda al malogrado pintor. Pero ahí no acaba el autobiografismo de la obra: el itinerario artístico del pintor protagonista es una síntesis de la evolución literaria de la autora desde el realismo-naturalismo de los años iniciales al decadentismo y espiritualismo del final, del que precisamente La Quimera es un magnífico ejemplo (Sotelo, 1989). Esta novela en la línea de las novelas de artista –Manette Salomon de los Goncourt y L’ouvre de Zola– es, sin duda, la mejor del último periodo. Se trata de un texto proteico, resultado de la asimilación de múltiples influencias: Baudelaire, Verlaine –su poeta favorito entre los simbolistas–, el psicologismo de Paul Bourget –«el relojero del alma»– y «desde Huysmans a Jean Lorraine pasando por Eduard Rod, un tipo de héroe de decadente refinamiento que impresionó la imaginación de la novelista» (Clemessy, 1981, p. 717). Estas breves calas en el itinerario narrativo de Emilia Pardo Bazán justifican sobradamente situarla en el lugar que le corresponde junto a Galdós y Clarín, y por delante de Pereda, Alarcón, Palacio Valdés e incluso Valera, pues a lo largo de su fecunda trayectoria siempre fue consciente de la necesidad de innovar sin prescindir de la tradición y de atender a los cambios de rumbo de la novela europea, guiada por una clara inteligencia y una extraor 15

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dinaria curiosidad. Valgan estas palabras del volumen dedicado al naturalismo a modo de conclusión sobre la importancia de que ella concedía a la novela: Lejos de ser género frívolo y vano, la novela, del Romanticismo acá, me parece lo más sincero, eficaz y significativo de la literatura [...]. La variedad casi infinita de las formas novelescas es tan numerosa y copiosa como la realidad, como el oleaje de los sucesos, como los cambios y aspectos de la sociedad, como los matices del sentimiento y las aspiraciones, quejas y dolores de la familia humana. Cuando se creyera agotada la novela, renuévase con una fuerza de espontaneidad que maravilla. Fracasadas las epopeyas, que no pudieron acercarse a los modelos griegos y latinos; rotos los poemas en mil fragmentos de espejo, reflejaron más claramente que nunca y con intensidad a la vida en sus innúmeras manifestaciones. La segunda mitad del siglo xix pertenece a la novela, desde que Balzac presta al género la importancia de la historia (Pardo Bazán, 1914, pp. 15-16).

NOTAS 1 En parecidos términos le escribe a Narcís Oller (1962, p. 99) el 12 de octubre de 1886: «En España creo ser una de las pocas personas que tienen la cabeza para mirar lo que pasa en el extranjero. Aquí, a nuestro modo, somos tan petulantes como pueden ser los franceses, y nos figuramos que más allá del Ateneo y de San Gerónimo no hay pensamiento ni vida estética; ¡error peregrino cuya enormidad nos asusta así que atravesamos el Pirineo!». 2 La actividad viajera de la escritora fue otro factor fundamental en su formación literaria porque la puso en contacto con otros países, otras lenguas y culturas y fomentó su cosmopolitismo y su curiosidad, dos rasgos fundamentales de su personalidad literaria y humana. 3 Modelo pictórico que, junto a Cervantes, es también reivindicado por Galdós (1972, pp. 116-117) en «Observaciones sobre la novela española contemporánea» cuando escribe: «Examinando la cualidad de la observación de nuestros escritores, veremos que Cervantes, la más grande personalidad producida por esta tierra, la poseía en alto grado. [...] Y en otra manifestación del arte, ¿qué fue Velázquez sino el más grande de los observadores, el pintor que mejor ha visto y expresado mejor la naturaleza?». 4 Emilia Pardo Bazán había publicado en 1877 una serie de artículos con el título de «Reflexiones científicas contra el darwinismo» en La Ciencia Cristiana IV y V (en Obras completas III, Aguilar, Madrid, 1973, pp. 530-570).

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L eyenda cuyo recuerdo se conserva en una cancioncilla popular: «Ai! A serpe soi do mare...! / Ai! Serpe vin pidiendo / unha rede pra enredare...! / Ai la laaa!». 6 O pinión que algún crítico ya se apuntó en su tiempo, aunque doña Emilia la desmintió en el prólogo: «Había prescindido en mis novelas de todo prefacio [...] y esa costumbre seguiría en La Quimera si, apenas iniciada su publicación por la excelente revista La Lectura, no apareciese en un diario de circulación máxima un suelto anunciando que “claramente se adivina, al través de los personajes de La Quimera, el nombre de gentes muy conocidas de la sociedad de Madrid”»(Pardo Bazán, 1905, p. 5).

BIBLIOGRAFÍA · Alas «Clarín», Leopoldo. «La desheredada», Los Lunes de El Imparcial (9 de mayo de 1881), Clarín, novelista (editado por Adolfo Sotelo Vázquez), PPU, Barcelona, 1991, pp. 85-96. –, «Lecturas: Los pazos de Ulloa, La Ilustración Ibérica (29 de enero y 5 de febrero de 1887)», Obras completas IV: crítica (primera parte, editado por Laureano Bonet), Nobel, Oviedo, 2003, pp. 817-824. · Baquero Goyanes, Mariano. La novela naturalista española: Emilia Pardo Bazán, Universidad de Murcia, Murcia, 1986 (1954-1955). · Clemessy, Nelly. Emilia Pardo Bazán como novelista I y II, Fundación Universitaria Española, Madrid, 1981. 16


· Gómez de Baquero «Andrenio», Eduardo. «La última manera espiritual de la condesa de Pardo Bazán», Novelas y novelistas, Calleja, Madrid, 1918, pp. 293-330. · Gómez Carrillo, Eduardo. «Intimidades madrileñas. Emilia Pardo Bazán», Madrid Cómico, 16 de abril de 1898. · Hemingway, Maurice. Emilia Pardo Bazán: the Making of a Novelist, University Press, Cambridge, 1983. · Mitterand, Henri. Zola et le naturalisme français, Presses Universitaires de France, París, 1986. · Oller, Narcís. Memòries literaries, Aedos, Barcelona, 1962. · Pardo Bazán, Emilia. «Veraneo de autores», El Gráfico, 3 de septiembre de 1897. –, «Conferencia sobre La Quimera», Centro Gallego de Madrid, Madrid, 1912. –, El naturalismo, Obras completas XLI, Renacimiento, Madrid, 1914. –, La Revolución y la novela en Rusia, Aguilar, Madrid, 1973, pp. 760-879. –, «Apuntes Autobiográficos», Obras completas III, Aguilar, Madrid, 1973, pp. 698-732. –, La cuestión palpitante (editado por José Manuel González Herrán), Anthropos / Universidad de Santiago de Compostela, Barcelona, 1989. –, La Quimera (editado por Marina Mayoral), Cátedra, Madrid, 1991. –, La Quimera (editado por Marisa Sotelo), PPU, Barcelona, 1992. –, La Tribuna (editado por Marisa Sotelo), Alianza, Madrid, 2002. –, Un viaje de novios (editado por Marisa Sotelo), Alianza, Madrid, 2003. –, Insolación (editado por Ermitas Penas), Cátedra, Madrid, 2005. –, Morriña (editado por Ermitas Penas), Cátedra, Madrid, 2007. –, La madre naturaleza (editado por Ermitas Penas), Castalia, Madrid, 2013. –, Los pazos de Ulloa (editado por Ermitas Penas y estudio preliminar de Darío Villanueva), RAE, Madrid, 2017.

· Penas Varela, Ermitas. «Giner de los Ríos en la formación de Emilia Pardo Bazán. A propósito de un epistolario», La Tribuna: Cuadernos de estudios da Casa Museo Emilia Pardo Bazán, 2, 2004, pp. 103130. · Pérez Galdós, Benito. Observaciones sobre la novela contemporánea en España (editado por Laureano Bonet), Península, Barcelona, 1972. · Sobejano, Gonzalo. Nietzsche en España, Gredos, Madrid, 1967. · Sotelo Vázquez, Marisa. «La Quimera de Emilia Pardo Bazán: autobiografía y síntesis ideológica-estética», Homenaje al profesor Antonio Vilanova II, PPU, Barcelona, 1989, pp. 757-776. –, «Los pazos de Ulloa de Emilia Pardo Bazán ante la crítica literaria de su tiempo», Anuari de Filologia, XIII, 1990, pp. 65-87. –, «La sirena negra de Emilia Pardo Bazán y la estética finisecular», Romanticismo y fin de siglo: actas del simposium sobre Romanticismo y fin de siglo (Palma de Mallorca, julio de 1990), PPU, Barcelona, 1991, pp. 415-424. –, «La obra de Émile Zola, modelo literario de La Quimera de Emilia Pardo Bazán», Actas del X Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, III, PPU, Barcelona, 1992, pp. 1499-1513. –, «La Quimera de Emilia Pardo Bazán, novela de artista», Deslindes paranovelísticos, Fernando el Católico / CSIC, Zaragoza, 2018, pp. 15-28. –, «El naturalismo de Emilia Pardo Bazán en La Tribuna», Emilia Pardo Bazán. La Tribuna. Épreuve de composition (editado por Dolores Thion), Ellipses, 2019, París, pp. 54-67. · Unamuno, Miguel. «La Quimera, según Dña. Emilia Pardo Bazán», La Lectura, 2, 1905, pp. 424-432. · Yxart, José. «Literatura Española. La Tribuna, novela original de Emilia Pardo Bazán», Crítica dispersa (1883-1893) (editado por Rosa Cabré), Lumen, Barcelona, 1996, pp. 193-200.

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Por José Manuel González Herrán

Emilia Pardo Bazán: «La PRIMERA VEZ que vi París...»

[...] A medida que nos acercamos a la gran capital, como si la noche no quisiera dejarse vencer por su blanco hermano el día, la luna se remontó en un cielo de una pureza sin igual, y los vagos contornos de los objetos se hicieron distintos a su claridad argentina. Estábamos entrando en París. No quiero negarlo. Yo era presa de una agitación violenta. [...] A la claridad diáfana de la luna, yo veía a París bajo las múltiples fases de su formación y de su existencia [...]. ¡Todo lo veía yo bajo aquella resplandeciente luna, en la quieta y azulada atmósfera de aquella noche de enero, y los árboles del camino me tomaban extrañas formas, y las mil y mil luces que brillaban en la ciudad se me antojaban llamaradas del incendio! La vista de la estación cambió el curso de mis ideas; me sobrecogió con ligero asombro cuando oí decir: «¡París!», y para arrancarme a aquellas sensaciones pueriles me lancé al ómnibus y cerré obstinadamente los ojos hasta el hotel, queriendo guardar entera mi impresión para el día siguiente. Me acosté rápidamente, y aunque el sueño huía de mis párpados, traté de dormir, repitiendo en voz baja: «Necesito reposar para recorrer París» (Pardo Bazán, 2014, p. 39).1 Esto escribe en su diario de viaje2 la joven Emilia –ha cumplido 22 años el septiembre anterior–, cuando, en una noche de finales de enero de 1873, acompañada de sus padres, su esposo y uno de sus tíos, llega por primera vez a la ciudad que tan importante será en su vida. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Después del temprano artículo de Gómez Carrillo (1906, pp. 457-462), mucho se ha escrito sobre Pardo Bazán en París, en especial a propósito de sus crónicas sobre las Exposiciones Universales de 1889 y 19003; menos atención ha recibido la que podríamos calificar como su «gran ocasión», el 18 de abril de 1899, cuando pronunció en la sala Charras su conferencia «La España de ayer y la de hoy»4, y todas sus biógrafas se han ocupado de sus estancias en la capital francesa, cada vez más frecuentes a partir de 1884. Ella misma reiteró en diversas ocasiones su especial relación con aquella ciudad5; y de las cartas suyas que conocemos –a Pereda, Menéndez Pelayo, Galdós, Giner, Oller, Carmen Miranda– son muchas las fechadas en París y en las que refiere a sus actividades –investigaciones en la Bibliothèque National, tertulias, etcétera– y andanzas, más o menos frívolas. Casi nada se ha comentado, pese a que el texto es conocido en edición digital desde hace más de seis años, sobre su «primera vez» en el invierno y la primavera de 1873: acaso su estancia más larga –casi tres meses–,6 referida con minucioso detalle e interesantísimas observaciones en los once pliegos –casi cincuenta carillas– de sus Apuntes de un viaje. De España a Ginebra. La escritora coruñesa conservó durante toda su vida el manuscrito, por eso ha podido llegar hasta nosotros aunque incompleto, y acaso lo tenía a la vista –o lo recordaba puntualmente– cuando en 1906 relató a Gómez Carrillo su primera estancia parisina con detalle, evocando actividades, episodios y anécdotas de modo muy similar a como se lee en el texto.7 Volvamos al momento recogido en el fragmento que cité en la apertura del artículo. Inmediatamente después de la frase «Necesito reposar para recorrer París», el manuscrito muestra once renglones en blanco, «acaso para indicar gráficamente ese reposo que se exige; o bien, porque proyectaba anotar aquí, posteriormente, alguna reflexión»8. La que expone en el párrafo que sigue es bien significativa de la segunda impresión que le produce la ciudad a la mañana siguiente: «No hay nada como la luz de la luna para engendrar ilusiones, ni como la del sol para disiparlas. Aquel París poético de ayer, aquellas históricas figuras, aquellos recuerdos, impresiones, esperanzas..., ¿a dónde han ido? Lutecia ha desaparecido al reflejo de la aurora, y solo queda París, con su ruido, su lodo, sus coches, sus gritos de vendedores, y sus largas y magníficas calles. Una ciudad inmensa y comercial... He aquí todo». 19

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Dije antes que en la entrevista de 1906 resume aquella visita de treinta y tres años atrás como si tuviese a la vista este manuscrito, o lo recordase muy bien; incluso siguiendo a veces el mismo orden. Así, cuando evoca cómo los primeros edificios que contempló evidenciaban aún los efectos de la Commune, comenta: «Aucun édifice n’était encore réparé. Les Tuileries, la Cour des Comptes, les autres monuments incendiés par les communistes demeuraient en ruines»; en los Apuntes había escrito: «Hemos salido como se sale en toda población el primer día: a la casualidad. Y esta diosa mal intencionada nos ha conducido –como si lo hiciera de propósito– a las Tullerías [...]. El grandioso palacio ha sido presa del fuego comunista, y lo que tenemos delante no son más que sus carbonizados restos». Más que la coincidencia en el detalle, me importa notar cómo en sus recuerdos uno de los aspectos que destaca es la impresión que le produjeron no solo esas huellas aún visibles de los días de la Comuna –de marzo a mayo de 1871–, sino también del asedio de la capital, entre septiembre de 1870 y enero de 1871, en la llamada guerra franco-prusiana, y la consiguiente pérdida de dos de sus regiones tras la derrota: «Paris, à cette époque-là, avait une âme charmante, comme vous dites, une âme débordante de poésie, d’amère poésie. La guerre et le siège –qui fut admirable– avaient doné à la ville un caractère de grandeur [...]. Dans les rues, on ne voyait que des gens en deuil; et les statues de l’Alsace et de la Lorraine, sur la place de la Concorde, se dressaient sous un entassement de couronnes d’immortelles et de lauriers avec de larges noeuds de crêpe noir». Me parece significativo que, cuando recuerda ante el escritor guatemalteco su primera vez en París, Pardo Bazán, aparte de sus contactos carlistas a los que luego aludiré, se refiera básicamente a esos dos asuntos –la Comuna y la derrota–, que en los Apuntes no son los que más atención le merecen, aunque sí les dedique buena parte de los once pliegos. Veámoslo con algún detalle. Tras la fugaz alusión al «fuego comunista», la joven turista anota su visita al jardín de las Tullerías9, el Carrousel, el Louvre y sus museos –lo que le da pie a mencionar otros también visitados: Luxemburgo, Cluny, Sèvres, los Gobelinos–, el cementerio de Père Lachaise, la Morgue –que le suscita interesantes reflexiones sobre «la espantosa plaga moral de este siglo [...], el suicidio»–, los boulevares (sic) y sus «mujeres del medio mundo» (demimondaines), el comercio parisino y sus grandes almacenes, la Ópera y otros teatros –con una larga digresión sobre el estado de la esCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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cena y de las letras en Francia–10, los bailes de máscaras (que luego glosaré), algunos templos –la Magdalena, San Sulpicio, Saint Germain des Prés, el Panteón– y «la iglesia capital de París, la que he visitado con verdadero interés y no una sino infinitas veces, es la poética, la original, la venerada Notre Dame». Aquí, tras la obligada descripción de lo más notable de la catedral –el pórtico, las vidrieras, las bóvedas, la flecha, el campanario,11 la vista de la ciudad desde la torre–, nos encontramos la primera y más detenida referencia a uno de los mártires de la Comuna. Cuando los visitantes bajan a ver el tesoro, entre otras joyas sumariamente mencionadas, la joven Emilia evoca «el armario [que] contiene los trajes de los tres arzobispos de París que en poco tiempo han dado, como el buen pastor, su vida por sus ovejas»: monseñor Sibour, «el asesinado en Saint Etienne du Mont» en 1857; monseñor Affre, «el que una bala perdida mató, mientras que en las barricadas suplicaba al pueblo de París que cesase en la lucha» en 1848, y monseñor Darboy, «el fusilado por los comunistas en la prisión de la Roquette, mientras París se retorcía en un océano de llamas» el 24 de mayo de 1871. Como lógica continuación de esa visita, Emilia declara: «Tengo en el bolsillo un permiso para ver la Roquette, que, por cierto, me ha costado trabajo conseguir; ahora mismo voy a aprovecharme de él: después del traje de la víctima, visitemos el lugar del suplicio». Cuatro carillas del manuscrito ocupa el emocionado relato de esa visita, que merecería una glosa más detenida de la que aquí puedo permitirme. La joven Emilia se revela como una acendrada integrista, que no solo recibe devotamente las explicaciones del guardián, salpicadas de sus emocionadas reflexiones, sino que se permite algunos gestos de inequívoco sentido y que, curiosamente, parece compartir el guía: La cama estaba arrugada. Me volví al guardián. –¿Se ha acostado alguien en esta cama después? –le dije. –Nadie; está arrugada aún de la impresión de su cuerpo, y muy pocas personas han entrado aquí desde entonces, a ver este lugar. No quise oír más e, inclinándome, apoyé mis labios en el cobertor por un impulso repentino. El guardián se adelantó. –¿Os gustaría poseer un pedazo? –me preguntó muy bajo. Miré instintivamente el lecho. Nada me destruye mis ilusiones (y las estimo mucho) como esas triviales ofertas de preciosos recuerdos que todo el mundo se lleva en la maleta, pero la mirada 21

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que paseé por el cobertor me tranquilizó. Estaba intacto; nadie había pensado en aquella piadosa reliquia; y es evidente que si yo no hubiera besado con fe aquel pobre abrigo, el guardián no hubiera tenido la idea de ofrecerme un trozo. Me cortó de una esquina del paño, encargándome que lo ocultase, y continuamos nuestra visita a aquel Vía Crucis, por una meseta de una pequeña escalera de caracol. No será el único gesto de la devota: al llegar al lugar donde se produjeron los fusilamientos, «arrodilleme ante la lápida, que rodea la verja y con la frente apoyada en ella le ofrecí el tributo de mis oraciones. Levantándome enseguida, cogí uno de los muchos pensamientos que crecen al lado de la pared, mientras el guardia me daba los últimos detalles». Así concluye la visita a la prisión de la Roquette, con la evocación del obispo mártir de la Comuna. Con tales precedentes, no nos sorprenderá que el siguiente escenario que visiten los viajeros sea la Conserjería (Conciergerie), porque –advierte la autora– «guarda dramas tanto o más terribles que el que me había sido dado conocer en la Roquette», localizados en el calabozo de María Antonieta, en el de Isabel de Francia, la hermana de Louis XVI, que más tarde ocuparía Robespierre,12 y en «la sala en que pasó la escena que representa el cuadro de Muller, El llamamiento al cadalso de las últimas víctimas del Terror». El otro asunto que doña Emilia recuerda en su conversación de 1906 con Gómez Carrillo es, como ya dije, la pérdida de Alsacia y Lorena, que en los Apuntes de 1873 también le merece algunos comentarios. La primera alusión aparece en su relato «de una de las más curiosas costumbres que conserva París [...]: la feria de los jamones y pan de especias», que tiene lugar en «los cuatro días de Semana Santa –lunes, martes, miércoles y jueves–13, como para insultar a la cocina de los que ayunan y comen de pescado». Allí, entre otros detalles, se fija en «dos barracas de vendedores de salchichón; una de ellas tenía una gran bandera tricolor, y escrito debajo: Notre drapeau quand même – Alsace Lorraine (Nuestra bandera a pesar de todo: Alsacia Lorena). La otra ostentaba un cartelón en donde se leía Metz, y alrededor un crespón negro. Debajo, en gruesas letras, añadía: “Fulano de tal, salchichero en Metz se ha trasladado a Lyon desde la anexión”». La reflexión más detenida aparece al final de su estancia en París, cuando la joven viajera se pregunta: «¿Qué efecto han proCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ducido en París las últimas catástrofes, la guerra y la Commune?». Y a continuación escribe: La impresión producida por los males de la patria da la medida del valor moral de los pueblos: yo podré asegurar que Francia no me ha parecido demasiado impresionada, aunque canta sus malheurs, como ellos dicen, en todos los tonos y sobre todas las escalas posibles. Pululan en las tiendas los bustos de la Alsacia y de la Lorena, representadas con un águila prusiana que les desgarra las entrañas: millares de fotografías en que la Alsacia, bajo la forma de una hermosa joven, se despide de la Francia, y alhajas, brazaletes, alfileres, pendientes, simbólicos, con los colores de Alsacia y Lorena, se ven por do quiera. En fin, revancha harto inocente. Una lámina en que Guillermo de Alemania aparece rodeado de espectros y terrificado por los remordimientos se ostenta con profusión. En los cafés cantantes, es verdad, se oyen mil canciones recordando las antiguas glorias francesas y animando a la juventud al combate bajo el drapeau de la République: y, si se pregunta a unos, dicen que la culpa de todo la tuvo Napoleon le Petit, y otros que todo se debió a los misérables communards. ¿Qué hay debajo de esta espuma? Para responder a tal pregunta, repite el relato, «que debo a un amigo», sobre la entrada de los prusianos en París: –La mañana de aquel día –nos dijo– los franceses habían acumulado obstáculos debajo del arco del Triunfo a fin de que los prusianos no pudiesen pasar por allí. Estos torcieron tranquilamente por los lados sin alterar su formación, y entraron. No he visto nada más brillante que aquel ejército. Rubios, altos, gallardos, con el uniforme de una limpieza y elegancia exquisita, como si, en vez de haber pasado cuatro meses de fatigas, viniesen de su casa a una revista, cada coronel con su groom de librea detrás, con el brillo de sus cascos y su formación correcta, presentaban un golpe de vista sorprendente. Traían matemáticamente calculado su alojamiento; y, con una rapidez mágica, se distribuyó cada regimiento en el barrio que le correspondía. Media hora después, todos habían dejado en las casas sus sables y sus fusiles y, con las manos en los bolsillos, se paseaban al través de París. Las dos primeras horas la ciudad vencida guardó una digna actitud: las tiendas estaban cerradas, las calles desiertas; todo en silencio. Pero a las tres horas París se cansó de mentir a su carácter y comenzaron a asomar tímidamente algunas cabezas, luego más, luego se abrieron las tiendas, y a la noche los prusianos comían 23

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en los restaurantes y aun tal vez sonreían a algún lindo palmito a quien el patriotismo no impedía mirarle con curiosidad. París había recobrado toda su animación. Para explicar esa actitud, Emilia esboza un análisis –vagamente sociológico– de las tres categorías, «muy marcadas y perfectamente señaladas», en que, a su juicio, se divide la sociedad francesa: «La nobleza, legitimista; la bourgeoisie, orleanista o napoleónica; los obreros, republicanos». Y añade: «La desgracia inmensa de la Francia es que la segunda predomina». Sus preferencias van, claramente, por la primera, que «se ha suicidado, retirándose del movimiento social, pero ha salvado su honor intacto y sus inmaculadas creencias», y por la tercera, donde «está la escoria y el oro, la nieve y la lava, la abyección y la grandeza», aunque «hoy está en mal camino y caerá otra vez en el precipicio». El egoísmo y el carácter acomodaticio de la clase media quedan bien representados en su actitud ante la anexión de aquellas dos regiones: «¡Que se ha perdido la Alsacia y la Lorena! Buena ocasión de vender muñecas en traje alsaciano y fotografías y vistas de Metz, Estrasburgo, etcétera». Ya señalé que en la entrevista concedida a Gómez Carrillo en 1906, y que vengo cotejando con el testimonio de su primera visita en 1873, Pardo Bazán también recuerda los contactos que entonces mantuvo con «quelques familles espagnoles, également semi-émigrées, et un élément carliste très agrèable, la maison du comte Algarra, que recevait deux nuits par semaine». Es interesante la mención de este personaje14 porque en los Apuntes Emilia aludía a él de modo velado, como corresponde a un «emigrado político», cuando cuenta que en esa estancia parisina las noticias de España, que interesan a unos viajeros carlistas, «las tenemos muy exactas por el Univers, periódico legitimista francés cuyos artículos acerca de España escribe un distinguido literato que tiene el talento de ser al tiempo un hombre muy amable, el conde de A** V, con cuya amistad me honro».15 Si leemos lo que sigue en los Apuntes de 1873 y lo cotejamos con lo recordado en 1906 sobre ese personaje y las tertulias en su casa, se confirma la suposición que antes apunté sobre la posible fuente de aquellas confidencias de la coruñesa al periodista guatemalteco. Se trata de una anécdota, algo novelesca, que la joven Emilia cuenta así: Una de estas noches me fue presentado un mexicano, cuya conversación escogida me agradó en extremo. Me habló de liteCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ratura, felicitándome en lisonjeras frases por unos versos que yo acababa de leer dedicados a su majestad el rey don Carlos16 y que él había escuchado con visible placer. Me dijo que pronto iría a España, y que tal vez pasase por mi país; y yo le hice con la simpatía más sincera mil ofertas para entonces, rogándole que en ese caso no omitiese el visitarme. Estrechome la mano entre las suyas un largo rato al despedirse, y se fue. Pocos días después me dijo la condesa: –¿Qué le ha parecido a usted del mexicano de la otra noche? –Seguramente que una persona muy amable –respondí sin saber adónde quería ir a parar. –Pues es el padre del rey –me respondió riendo de muy buena gana. Júzguese de mi sorpresa. Así pues, el caballero mexicano de palabra lenta, mirada dulce y modales de exquisita distinción con quien había hablado tan mano a mano ¡era el hijo de Carlos V, el hermano de Carlos VI, el padre de Carlos VII! ¡Y yo le había preguntado en el curso de la conversación si era carlista! –Don Juan de Borbón –añadió la condesa– se ha complacido en extremo con este incidente, y me ha encargado de decir a usted que se lleva sus versos guardados, y que siente en extremo no poder estar detrás de una cortina viendo el efecto que le ha hecho a usted esta revelación. Y así se refiere en el artículo de Gómez Carrillo: «Dans une réunión on me présente, une fois, un soi-dissant général argentin, qui n’était autre que don Juan de Bourbon, le père du prétendant. Nous causâmes longtemps. C’était un homme très intelligent, très instruit, ami des lettres et des arts. Ce personnage historique m’intéressait beaucoup et j’était heureuse de pouvoir causer tranquillement avec lui. Il voyageait incognito, sous des noms extravagants, et à cette époque plus que jamais, à cause du bruit que l’on commençait de faire autour du nom de son fils». Notemos que ahora doña Emilia suprime lo más novelesco de aquel suceso: en su conversación con el supuesto extranjero –ahora, en vez de mexicano, un general argentino– no parece que desconociese quién era su interlocutor. En todo caso, y para lo que aquí me importa, resulta llamativo que todo lo que en 1906 recuerda de su primera visita esté en el diario de viaje que entonces escribió. Por supuesto, de esos tres meses en París, los Apuntes de 1873 recogen bastantes más asuntos que la Comuna, la 25

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pérdida de Alsacia y Lorena o las relaciones de Emilia con los emigrados carlistas. Me he detenido en esos por ser los que reaparecen en el tan citado artículo de Gómez Carrillo, pero, sin superar los límites de esta nota, puede resultar interesante comentar algún otro episodio recogido en los pliegos parisinos del manuscrito. Comencemos por lo que dice a propósito de los bailes de máscaras en el carnaval de 1873. El primero al que asisten los viajeros es en el Valentino: a primera vista –dice– «es un baile de máscaras como otro cualquiera, fuera del contraste, nuevo para los españoles ojos, de ver al sexo feo disfrazado, en vez de estar con su traje como en España», pero, en cuanto suena la música, «todo varía de aspecto». Ello permite a la joven escritora mostrar su talento literario para las descripciones: «Todo se pone en movimiento, la música, sostenida por las poderosas vibraciones de las trompas de caza y por los disparos no interrumpidos, se hace embriagadora; el salón, radiante ya de luz, se ilumina con los rojos fulgores de mil fuegos de bengala, y dominós, trovadores, moros, perros, pastoras, locuras, lanzando gritos para excitarse, ejecutan una ronda infernal, un baile de condenados; es la bacanal, es la saturnal, es la antigüedad pagana con su feroz alegría que concluía por ahogar las carcajadas en sangre». Estando en París y en carnavales sería imperdonable no asistir también al baile de máscaras de la Ópera, lo que hacen el sábado a las doce de la noche: «Nos habían dicho –se justifica– que el baile del sábado de carnaval era el más chic, porque el lunes, martes y domingo se descolgaba allí la gentecilla». Su impresión no es demasiado favorable –«La Ópera es Valentino en grande, con más espacio, más gente y más calor. He ahí la diferencia»–; incluso comparado con los bailes de máscaras del Real, en Madrid17, no le parece mucho mejor. Y tras referir un episodio que pretende ser gracioso –el encuentro con un individuo inequívocamente español, vestido con traje andaluz, que intenta hacerse pasar por italiano aunque su acento lo delata–, concluye excusándose por no exponer aquí las reflexiones que la experiencia le ha suscitado: «Si fuera a comentar detenidamente el baile de la Ópera, tendría que entrar en reflexiones que no me agrada hacer, si son de la índole de estos apuntes». Ahora lo sabemos, la joven se reservó esas reflexiones para una composición poética: «En el baile de máscaras de la CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Ópera de París». Dedicado «A mi amigo el conde de A...» –suponemos, el antes citado Algarra– y fechado en «París, carnaval de 1873», se incluyó en un libro de versos, Himnos y sueños, que nunca llegó a publicar, pero cuyo manuscrito se ha conservado.18 La extensión del poema –ochenta versos– nos impide copiarlo aquí,19 aunque pueden dar una idea de su tono y objetivos las tres primeras estrofas: Mirad, si os es posible, con ojo observador y mente atenta, la orgía indescriptible que en remolino horrible del salón en los ángulos revienta. Ved el mar de cabezas cubiertas con fantásticos tocados; caprichos y rarezas que a todas las torpezas estímulos ofrecen depravados. Ved cuál de la dorada generación que viene, una gran copia danzando embriagada añade desatada vergüenza ajena a la vergüenza propia. Estas reflexiones de la joven moralista deben ser interpretadas a la luz de la categórica declaración que formula a su llegada a París, cuando advierte que no se propone visitar la ciudad como una turista más: Hoy que tanto se viaja, ¿qué persona que esté suscrita a un periódico y use guantes –aunque no sea diariamente– ha dejado de formar esta idea; ir a París –de realizar este deseo– ver París? Pero las tres cuartas partes, toman un tren de placer, se están diez días, dan un paseo por los boulevares (sic), compran dos tres frioleras para la señora y el ahijado, ¡y se vuelven a su pueblo diciendo que han visto París! Yo pienso estar en París tres meses, y estudiarlo a fondo; no estudiar su fisonomía material –esta con una colección de fotografías se conoce casi–, sino su aspecto moral, hasta donde mis fuerzas alcancen y comprenda mi inteligencia; y entonces podré decir si tienen razón los que le llaman «el cerebro del mundo» o si están más en lo justo los que la apostrofan «moderna Babilonia». ¡Si el pensamiento está aquí, es imposible que su fuerza no arroje una chispa en mi alma! 27

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Ese propósito explica también las consideraciones que antes cité, a propósito de los efectos morales que la Comuna y la derrota han producido en la sociedad parisina, precedidas de esta justificación: «Al tratar de dejar la gran capital no puedo resistir el deseo de hacer un corto análisis de su fisonomía moral, como he hecho un boceto de la física». Pero no quisiera que esas reflexiones de índole moral ocultasen otras dimensiones más atractivas de este texto; o, al menos, las que a mí me lo parecen. Me refiero a los atisbos que ocasionalmente encontramos del incipiente talento narrativo de la futura gran novelista. Basten dos ejemplos, con cuyo comentario quiero concluir. Son dos mínimas anécdotas, casi sin importancia, pero que la joven Emilia cuenta con notable maestría. La primera aparece con ocasión de su visita a la Morgue, que estuvo a punto de no contar: «Tentaciones me dan de suprimir de estos apuntes la visita que hice a la Morgue». La valía del relato justifica la extensión de la cita: Para que se comprenda bien la triste impresión que he recibido, es preciso que señale un detalle. Uno de los días que pasé recorriendo las salas del Louvre, vi, sentado junto a una de las chimeneas y calentando en ella sus pies mal calzados y aterido, un hombre de larga barba negra, descuidada, y cuya mirada extraviada no se separaba de las llamas. Este hombre mordía de vez en cuando sus uñas, o las hincaba en su levita mugrienta, de un modo febril y ansioso. No sé por qué se me figuró que la pobreza no era el único pesar de aquel hombre, me pareció leer en su fisonomía trastornada una desesperación profunda. Algún tiempo después visité la Morgue. La Morgue es un siniestro edificio, situado en la orilla derecha del Sena, y en el cual, sobre grandes mesas de mármol negro, se exponen los cadáveres de los individuos encontrados asesinados o ahogados, y cuya identidad no se puede probar. Allá entra el que quiere, y si los reconoce, declara lo que sepa acerca de su nombre, profesión, etcétera. Los infelices están desnudos, cubiertos solo con un sucio sudario: sus manos no están cruzadas, sus cabellos se pegan a su frente... Nada más realista y horrible a la vez. El día que yo entré, había tres cadáveres: el de una pobre vieja ahogada, el de un niño, y el tercero... ¿Fue ilusión de una imaginación sobreexcitada? ¿Fue realidad? No lo sé, ¡pero juraría que aquel cadáver, lívido y descompuesto, chorreando agua de la negra barba, era el hombre que se calentaba en la chimenea del Louvre! CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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El otro episodio se refiere a quienes la autora llama «los pobres saboyanitos». De nuevo, es necesaria una cita extensa para captar en todo su valor lo que considero temprana muestra de su talento narrativo: Estos hijos de las montañas, enviados aquí, a París, solitos y casi desnudos a ganarse su pan limpiando chimeneas, me dan una lástima inexplicable. Una de las noches más frías del invierno salía yo de un restaurant y vi a uno de ellos acurrucado en el suelo con el rostro pegado al agujero de la ventana de la cocina (las cocinas de los restaurantes son todas subterráneas). El niño se calentaba al espeso vaho que salía por la reja, y mordiscaba un trozo de pan. Le toqué en el hombro y le alargué una moneda. «Grazie», me dijo volviendo hacia mí su cara risueña en que brillaban dos hermosos ojos negros y una dentadura de marfil. ¿En qué pensaría? ¿En la choza de sus padres? ¿En el valle natal? No lo sé; lo cierto es que el petit ramoneur sonreía. Queden estos dos breves relatos como muestra del arte narrativo de Emilia Pardo Bazán cuando a los 22 años visitaba París por primera vez.

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NOTAS 1 En adelante, renuncio a localizar las citas que haga de este fragmento de los Apuntes, que en mi edición ocupa las páginas 38 a 64. 2 «[...] Sobre las mesas de las fondas, sobre mis rodillas en el tren, con plumas comidas de orín y lápices despuntados, tracé mis primeras páginas en prosa: el indispensable Diario de viaje...», recordaba años más tarde en los «Apuntes autobiográficos» que preceden a la primera edición de Los pazos de Ulloa (Pardo Bazán, 1999, p. 22). 3 Citado, entre otros, por A. M. Freire López («Un cahier de voyage inédito de Emilia Pardo Bazán», La Tribuna, 4, 2006, pp. 129-144), A. Rodríguez Fischer («Una apasionada esteta al pie del coloso de hierro: Emilia Pardo Bazán en París, 1889», La Tribuna, 5, 2007, pp. 241-263), N. Carrasco Arroyo («Emilia Pardo Bazán, periodista y viajera. Las crónicas de la Exposición Universal de 1889», Emilia Pardo Bazán: el periodismo, Casa-Museo Emilia Pardo Bazán, 2007, A Coruña, pp. 341-348), M. I. Jiménez Morales («Emilia Pardo Bazán, cronista en París (1889)», Revista de Literatura, LXX.140, 2008, pp. 507-532), M. I. Jiménez Morales («Al pie de la torre Eiffel y Por Francia y por Alemania: algunas notas de crítica textual», La literatura de Emilia Pardo Bazán [editado por J. M. González Herrán, C. Patiño Eirín y E. Penas Varela], Casa-Museo Emilia Pardo Bazán, A Coruña, 2009, pp. 229-237) y C. Núñez Rey («El París universal de 1900 en la mirada de Emilia Pardo Bazán», Emilia Pardo Bazán, periodista [P. Palomo, C. Núñez Rey y M. P. Vega Rodríguez], Arco-Libros, Madrid, 2015, pp. 165-204). 4 Lo comento en «Emilia Pardo Bazán ante el 98 (18961905)» (González Herrán, 1998, pp. 145-146). 5 Sirva como muestra esta cita que oportunamente recuerda Rodríguez Fischer (2007, p. 244) en su artículo: «Yo sé que en París todo resulta, porque conozco aquella capital. Varios inviernos he pasado en el cerebro del mundo, haciendo hasta las cuatro de la tarde la vida del estudiante aplicado, y de cuatro a doce de la noche la del incansable turista y observador, relacionada con las duquesas legitimistas del barrio de San Germán, lo mismo que con la pléyade literaria: novelistas, poetas, dramaturgos y sabios» (Pardo Bazán, 1889, p. 14). 6 El viaje se había iniciado el 1 de enero y tras pasar por Zamora, Burgos, Biarritz, Bayona y Burdeos, ciudad en la que permanecen varios días, llegan a París en una «noche de enero». Conocemos la fecha de salida por la frase tachada en el manuscrito al comienzo del epígrafe «Salida de París. Ginebra»: «El 18 de abril nos fue posible enfin (sic) disponer nuestro viaje». 7 Aunque no sabemos si por error suyo o del entrevistador, aquella visita se sitúa en 1871. El equívoco parece involuntario en boca de la escritora, pues se refiere a su padre, que la acompañaba en ese viaje, en estos términos: «Mon père, qui était député aux Cortes constituantes et qui n’avait voté pour le roi Amédee, ni n’avait accepté la République», como si tales acontecimientos se hubiesen producido antes del viaje. Pero, como el CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

propio manuscrito declara, los viajeros se enteran de la abdicación de Amadeo y de la proclamación de la República, el 11 de febrero de 1873, precisamente cuando están en París: «Bien se comprende que durante estos tres meses pasados en la gran capital, mis ojos estaban siempre ansiosamente fijos en mi amada patria, en la cual se pasaban graves acontecimientos a la sazón. Don Amadeo de Saboya había abdicado [...]. En efecto, la República se ha proclamado». 8 En esa frase entrecomillada repito la nota 53 de mi edición de Apuntes de un viaje... (Pardo Bazán, 2014, p. 255). 9 Transcribo este y en los demás nombres de monumentos y lugares de París tal como lo hace la autora de estos Apuntes de un viaje. 10 «Triste conclusión; en Francia la literatura decae, o mejor dicho, ha decaído y, al través del rico manto de sus pasadas glorias, se ven los jirones de la pobre túnica que hoy la viste». 11 «Hemos visto el gran bourdon o campana cuyo sonido se oía fuera de París, y cubría todos los ruidos de la ciudad. Está roto y no suena». 12 «La oveja y el lobo, la gacela y el tigre, cayeron en la misma trampa», comenta. 13 Que en 1873 fueron el 7, 8, 9 y 10 de abril. 14 Carlos de Algarra Saavedra, conde de Vergara (18171886). Véase la semblanza biográfica que ocupa el capítulo VI de Veinte años con don Carlos. Memorias de su secretario el conde de Melgar (Melgar, 1940, pp. 39-43). 15 La amistad se mantenía cuando, al año siguiente, Emilia vuelve a pasar una breve temporada en París, según anota en su Cahier de voyage, editado y estudiado por A. M. Freire (2006, p. 143): «Visite à la Ctsse. de A. –Elle vient chez moi– [...]. La soireé chez la Ctsse. A –Plaisir de la revoir–». 16 Como explico en mi edición de los Apuntes, la joven Emilia había escrito algunos poemas dedicados al pretendiente carlista y su familia, al parecer leídos con gran éxito en el Casino Carlista de Santiago de Compostela en 1870, y que se reproducen en el «Apéndice» de esa edición (2014, pp. 240-244). 17 «Al que me diga que el baile del Teatro Real de Madrid no es un espectáculo lleno de decoro e impregnado de la innata cultura española, le diré que se venga al de la Ópera de París en un día chic». A este propósito, reproduzco aquí la nota 63 de mi edición de Apuntes de un viaje: «Muchos años más tarde, en una de sus crónicas de La Vida Contemporánea, en La Ilustración Artística (1366, 2 de marzo de 1908), explicará así su repugnancia por estos bailes de máscaras: “Ha sido causa de que en toda mi vida no haya asistido a más que dos; al primero, por salir de la curiosidad (luego precisa que fue uno de ‘aquellos célebres, antiguos bailes de máscaras del Teatro Real’); al segundo, por compromiso y para recibir una impresión bien triste” (acaso, este de la Ópera de Paris) [...]. Ello es que estos bailes de careta me son profundamente antipáticos; y no ahora, en que mi edad madura explicaría todo retraimiento, sino desde mi primera juventud». 30


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Se explica con detenimiento en J. M. González Herrán y M. S. Rosendo Fernández (2001, pp. 235-253). 19 Se reproduce en el artículo antes citado y también en mi edición de Apuntes de un viaje (2014, pp. 234235).

BIBLIOGRAFÍA · Freire López, Ana María. «Un cahier de voyage inédito de Emilia Pardo Bazán», La Tribuna, 4, 2006, pp. 129-144. · Gómez Carrillo, Enrique. «Madame Pardo Bazán à París. Lettres espagnoles», Mercure de France, marzoabril de 1906, pp. 457-462. · González Herrán, José Manuel. «Emilia Pardo Bazán ante el 98 (1896-1905)», El camino hacia el 98. Los escritores de la Restauración y la crisis del fin de siglo (editado por L. Romero Tobar), Fundación Duques de Soria / Editorial Visor, Madrid, 1998, pp. 145-146. · González Herrán, José Manuel y Rosendo Fernández, María Sandra. «Emilia Pardo Bazán: diez poemas inéditos de su viaje por Europa en 1873», Homenaje a

Benito Varela Jácome (editado por A. Abuín González, J. Casas Rigall y J. M. González Herrán), Universidade de Santiago de Compostela, Santiago de Compostela, 2001, pp. 235-253. · Melgar, Francisco. Veinte años con don Carlos. Memorias de su secretario el conde de Melgar, Espasa Calpe, Madrid, 1940. · Pardo Bazán, Emilia. Al pie de la torre Eiffel, La España Editorial, Madrid, 1889. –, Obras Completas II: novelas (editado por D. Villanueva y J. M. González Herrán), Biblioteca Castro / Fundación José Antonio de Castro, Madrid, 1999. –, Apuntes de un viaje. De España a Ginebra (1873) (edición, estudio y notas de J. M. González Herrán; facsímil), Universidade de Santiago de Compostela / Real Academia Galega, Santiago de Compostela, 2014. En línea: <http://hdl.handle. net/10347/10058>. · Rodríguez Fischer, Ana. «Una apasionada esteta al pie del coloso de hierro: Emilia Pardo Bazán en París, 1889, La Tribuna, 5, 2007, pp. 241-263.

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Por Ermitas Penas

Siempre NOS QUEDARÁ PARÍS, Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós en la Exposición Universal de 1889 No es descartable que palabras parecidas a las muy famosas de la película Casablanca (1942), que están en el título de este trabajo, perviviesen durante algún tiempo en el ánimo de doña Emilia. En la ciudad del Sena se reunieron los dos escritores cuando eran amantes en septiembre de 1889. Allí había llegado la autora gallega para escribir sus crónicas sobre la Exposición Universal, inaugurada el 6 de mayo de ese año para conmemorar el centenario de la toma de la Bastilla, símbolo del inicio de la Revolución francesa. Esta labor dedicada a la literatura de viajes la había llevado a París en tres ocasiones (Jiménez Morales, 2008), y a la última corresponde el mencionado encuentro en la capital de Francia, al que seguirá un feliz viaje por las riberas del Rin. La escritora expresará su decaimiento en una carta cuando, finalizado este, Galdós la deja sola en París: «“Triste, muy triste” [...] me quedé al separarme de ti, amado compañero, dulce vidiña».1 Para rastrear esta triple estadía en la capital francesa son de enorme utilidad las cartas de la autora a Benito Pérez Galdós. Así, en una epístola de 20 de marzo de 1889, al responder a una pregunta de este sobre la fecha de su marcha a Galicia –lo que la autora solía hacer antes de su onomástica, el 5 de abril–, contesta proporcionando además noticias sobre un asunto que le reportará sustanciosas ganancias: «Pensaba hacerlo a fines de la presente semana, pero una judía correspondencia bonaerense se ha atravesado en mi camino y hasta recibir un telegrama del Plata (que ha de traerme un río de idem) no puedo resolver. De todas suertes creo que pasaré allí el día de mi santo». CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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En otra epístola posterior, que puede datarse el 28 de marzo del mismo año, le anunciaba que debía permanecer en Madrid no solo porque el 30 tenía que dictar su conferencia en el Museo Pedagógico2, sino «por un asunto de América que me ha salido y que me colocará en buena situación ante el mundo, pues me obligará a ir mucho a París». De regreso a A Coruña, un mes más tarde, doña Emilia se explaya algo sobre el motivo de esa ida a la ciudad francesa: «Yo viajaré bastante este año. El director del periódico bonaerense me telegrafía aceptando mis proposiciones, por lo cual al poco de llegar ahí [Madrid] tendré que dar una vueltecita por París». De estas palabras puede deducirse que Pardo Bazán había cerrado el trato con un periódico de la capital argentina, al que enviaría sus crónicas sobre la Exposición de París. No obstante, aunque, como la crítica ha demostrado (Sinovas Maté, 2000; Dorado, 2006; Carrasco, 2007; González Herrán, 2000; Jiménez Morales, 2008; Pérez Romero, 2016), esas llamadas cartas por su autora se reprodujeron total o parcialmente en diferentes periódicos y revistas españoles y latinoamericanos, el compromiso inicial al que se refiere doña Emilia fue con El Correo Español de Buenos Aires3. En una nueva misiva, que podría datarse en 30 abril, Pardo Bazán explica a Galdós la causa de adelantar su marcha a Madrid y no retrasar más el viaje a Francia: «El periódico argentino con quien estoy en tratos me telegrafía avisándome haber girado dinero a Madrid y yo necesito ponerme en condiciones de cumplir bien mi contrato con esas gentes [...]. Ya me parece que es poca formalidad no estar allá». Antes de llegar a su destino, la escritora se detendrá en Burdeos alterando su costumbre, tal y como justifica en el arranque de la carta III, del 2 de mayo: «Por cortar la monotonía de un viaje que he realizado directamente tantas veces» y así «descansar de mis fatigas y saludar a un buen amigo hispanófilo que ha tenido la bondad de hablar mucho de mí en la prensa francesa» (1889, p. 55)4. En la carta V, del 7 de mayo, Pardo Bazán proporciona el dato exacto de su arribada a París: «Llegué [...] en la madrugada del 4, en un tren atestado de gente» (p. 81). Y allí asistirá a la inauguración de la Exposición Universal, de lo que da cuenta en la carta VI, fechada en 16 de mayo5. Una epístola enviada a Yxart desde Madrid, el 3 de junio, nos advierte de su regreso y de su propósito de «salir para París a cumplir mis deberes de cronista» (Torres, 1977, p. 406). Será su segundo viaje, pero ahora acompañada, como comenta a Galdós en varias cartas, por sus dos hijos mayores y una tía que estaría 33

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a su cuidado, lo cual reflejará también en una crónica, la carta XIV, fechada en 29 de junio: «Hoy, por descansar algún tanto de la Exposición, resolví llevar a mis dos chiquillos, Jaime y Blanca, a ver el museo Grevin, que no es sino una colección de figuras de cera [...]. Actualmente se piensa mucho en complacer, divertir y alegrar a los niños [...]. Así se explica el que yo me haya traído nada menos que a la Exposición parisiense a dos personajes de trece y diez años, no cumplidos, y les enseñe (con la ilusión de que no pierdo el tiempo) cuadros, estatuas, bailes exóticos, instrumentos científicos, teatros y jardines» (pp. 229-230). A sus hijos y tía, que venían de A Coruña, los había recogido en la estación de Venta de Baños (Palencia), a la que se había dirigido desde Madrid. Según el relato a Galdós en carta escrita desde París, del 18 de junio, de allí salieron «el lunes de madrugada» vía Burdeos, necesaria parada para descansar la noche del 17. Al día siguiente llegaron a la capital y a las cinco de la tarde se instalaron en el Hotel Central de la calle Lafayette. Aunque doña Emilia comunica en otra epístola a su amante que estará de vuelta en Madrid el 2 o el 3 «del próximo», dando por finalizado su segundo viaje a París, lo cierto es que todavía el 5 de julio permanecía allí, según una nueva carta, con el plan de «salir de aquí mañana temprano hacia Lourdes, y dormir en el santuario». Probablemente así sucedió, con lo cual ese tiempo estival en la ciudad del Sena fue de unos 18 o 19 días. No obstante, la cita con Galdós en Madrid se retrasó porque perdieron el tren en Lourdes. Así se lo escribe el lunes, 8 de julio, aventurando que «acaso podamos llegar el martes». Aunque no se conservan más epístolas de Pardo Bazán a don Benito de estos momentos, que podrían datar la vuelta de los cuatro viajeros a Galicia, lo cierto es que esta se realizó y la autora debió de quedarse allí hasta finales de agosto, en que escribe a Yxart el día 30, desde Madrid. Y, aunque en la carta al mismo del 3 de junio le decía, en referencia a París: «Yo he de volver allá hacia fines de septiembre» (Torres, 1977, p. 406); ese tercer periplo, como se verá, se adelantó. Por su parte, Benito Pérez Galdós, que se había ido a Santander en julio –como era su costumbre desde 1871 (Madariaga de la Campa, 2005, p. 13)– y había recibido «recién llegado» (Arencibia, 2020, p. 327) la triste noticia del fallecimiento de su hermano Sebastián, después de permanecer allí todo agosto emprendió viaje a Inglaterra a principios de septiembre.6 El 5 o 6 esperaba estar en Newcastle, en casa de su amigo Alcalá Galiano, a la sazón cónsul CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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en la ciudad y habitual compañero de andanzas viatorias, según le expresa en una carta (Ortiz-Armenngol, 1996, p. 456). De allí, se dirigieron a Escocia, pero Galdós siguió solo su periplo por Inglaterra y disfrutó de Stratford, patria de Shakespeare, como demuestran dos cartas publicadas en La Prensa de Buenos Aires (Ayala, 2012) y sus palabras en Memorias de un desmemoriado7, porque Alcalá Galiano tuvo que regresar a su residencia al surgir problemas en el consulado, ya que «su relación con el gabinete oficial correspondiente es tensa» (Arencibia, 2020, p. 328). Después de estar los días 12 y 13 de septiembre en Stratford (Ortiz-Armengol, 1966, p. 458), a don Benito lo esperaba París. Fue de Londres a Dover, atravesó el Canal de la Mancha, de Folkestone a Boulogne-sur-Mer, y desde Amiens redactó para La Prensa de Buenos Aires, periódico en el que llevaba escribiendo desde finales de 1883, una carta en la que daba cuenta del trayecto. Fechada en 16 de septiembre, dice en ella que saldrá de Amiens «mañana [...], sin detenerme en ningún punto del tránsito hasta llegar a París» (2020, p. 824)8, lo cual posiblemente sucedió el día 17. Como bien explica Galdós en esta carta, no hay duda de la existencia de un motivo laboral para que el escritor fuese allí: «Aun cuando mis itinerarios de viaje veraniego no suelen comprender a París, es este un año tan excepcional que los lectores de La Prensa no me perdonarían que omitiese la vueltecita por la capital de Francia» (p. 821). Diferentes aspectos de la Exposición Universal serán expuestos, según dice, «con la viveza de expresión propia del testigo ocular» (p. 821) y, claro está, «muy especialmente» los que tienen que ver directamente con sus lectores: «La instalación notabilísima (al decir de las guías y de la prensa) donde la República Argentina ha demostrado que entra con paso firme en los caminos del progreso» (p. 821). Pero, además de esta motivación literaria de carácter público para viajar a París aquel septiembre de 1889, existió otra de índole privada: su encuentro con Emilia Pardo Bazán. No sabemos a ciencia cierta cuándo, desde Madrid, después de pasar parte de julio y casi todo agosto en Galicia, llegó la escritora a la ciudad, pero la carta VIII de Por Francia y por Alemania está fechada en ella el 8 de septiembre, lo que no deja de ser aleatorio porque con frecuencia, aunque doña Emilia dé París como lugar de redacción, con certeza no estaba en la capital francesa9. Seguramente, aunque no disponemos de datos que lo confirmen por completo, Pardo Bazán esperó a Galdós unos cuantos 35

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días en la ciudad del Sena y, con probabilidad, pasaron juntos allí poco tiempo antes de emprender su deseado viaje a Alemania. Propuesto por don Benito en varias cartas, los amantes lo prepararon con un sigilo extremo, de modo que ninguna pista pudiese delatar su aventura. Ese particular cuidado redunda en que ambos escritores escamoteen y aun falseen fechas y determinados aspectos que plantean interrogantes irresolubles por el momento. Así, de aceptar, como hemos visto, el 17 de septiembre como el día de la llegada de Galdós a París10 y suponiendo que la escritora ya estaba allí, es probable que, para no dejar rastros inconvenientes, el autor canario inventase lo que escribe en su nueva carta de La Prensa, datada en 30 de septiembre, sobre las dificultades de hallar alojamiento en la ciudad. Después de tres horas de búsqueda, según relata, al fin logró encontrar «un cuartuco en el quinto piso de un hotel de tercer orden» (p. 826). Y al mismo propósito obedece, seguramente, el falsear el lugar de redacción de esta epístola, ratificado en su inicio –«Ya estoy en París» (p. 825)– y en las dos siguientes, pues el autor de Fortunata y Jacinta ya no se encontraba en la capital francesa, lo cual puede comprobarse en la misiva, enviada por la autora, que revela exactamente cuándo don Benito había abandonado la ciudad del Sena: «El 25 de septiembre nos hemos separado». Es llamativo, asimismo, que esta carta del día 30 a la que nos estamos refiriendo aparezca como escrita nada menos que 14 días después que la anterior, en la que Galdós anunciaba su llegada a París el 17 de septiembre. El escritor tampoco es del todo claro, por su inexactitud, cuando dice a Clarín en una epístola del 22 de octubre, redactada en Santander: «Hace días que he venido de Inglaterra» (Smith et alii, 2015, p. 185), acortando el tiempo de su regreso y ocultando la visita a la Exposición y, obviamente, el viaje con Pardo Bazán. Por su lado, doña Emilia –quien advertiría en carta al escritor: «Habla de Alemania lo menos que puedas, a tu vuelta»11– jugará al despiste al fechar las cartas X, XI y XII de Por Francia y por Alemania (1890) el 10, 12 y 14 de septiembre respectivamente, lo que no se corresponde con la realidad. Y no solo eso, pues en la primera de ellas, «Al pie de la estatua de Zuinglio», cuya redacción consta en Zúrich, da a entender que viaja, obviamente antes del 10, sola: «Allí se quedan la vida afanosa y el mareante bullicio parisiense, que yo me voy hacia el Norte, en alas de ese hipogrifo violento llamado tren»12. Sin embargo, don Benito no CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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solo va con ella en ese mismo ferrocarril, sino que había llegado a París el 17 de septiembre. Además, las ciudades a las que dedica las cuatro cartas arriba indicadas son las que visitó con Galdós, según recuerda en la epístola que le envía: «Ahora es cuando van idealizándose y adquiriendo tonos color de rosa, azul y oro las excursiones de Zúrich, las severas bellezas de Múnich, las góticas y místicas curiosidades de Nüremberg y en especial la sublime noche de Fráncfort».13 También le habla del manantial de agua caliente en Karlsbad, municipio que da título a la carta XIII, epístola escrita en Madrid el 5 de octubre. Evidentemente, don Benito nunca publicó nada sobre esta excursión septembrina, de la que nadie tenía las principales claves. Ni siquiera Alcalá Galiano, que le escribiría el 18 de octubre: «No me dices a qué punto del ultra Rin te fuiste, perseguido por el aburrimiento».14 Finalizado el ansiado viaje, que no duró más de una semana, «la etapa más feliz de su historia» (Acosta, 2007, p. 323), la pareja regresó a la ciudad del Sena. Desde allí, Galdós se dirigió a Santander; doña Emilia se quedó en París para finalizar sus crónicas y llegó a Madrid el 4 de octubre. Situados en su contexto biográfico ambos trabajos viatorios, conviene ahora, antes de analizar su contenido, detenerse en algunos aspectos relacionados con ellos. Pardo Bazán se dio cuenta de que el esfuerzo de sus crónicas merecía una publicación más permanente que la efímera de la prensa. Por ello, decidió convertirlas en libro. En una carta del 29 de agosto, inmediatamente anterior a su tercera visita parisina, a la que ya nos hemos referido, insta a José Yxart a que realice una gestión editorial sobre este punto, además de indicar el motivo que la lleva a ello e interesarse sobre lo que podría cobrar: «¿Le convendría a la casa Ramírez publicar el primer tomo (ya hecho) de mis cartas sobre la Exposición? Publicadas en la prensa de América, aquí no las conoce nadie, y creo que por la actualidad tendrían venta. ¿Qué me darían esos señores por un tomo de 300 a 400 páginas?» (Torres, 1977, p. 407). Ese primer tomo, ya terminado, que contenía diecinueve cartas redactadas en Madrid, Burdeos, París y Galicia, nunca lo publicó la editorial barcelonesa de la que Yxart era director literario. Es obvio que no hubo ningún acuerdo con ella, pero doña Emilia sí que convenció bastante rápido al editor de La España Editorial, Jesús Manso de Zúñiga15. En una carta a Galdós ya mencionada, de probablemente el 5 de octubre de este 37

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1889, daba cuenta de su compromiso con él: «De buena gana me hubiese detenido en París algún día más, pero Manso de Zúñiga quiere publicar mis crónicas de la Exposición y, como el asunto es de actualidad, me he dado prisa a volver para cogerle aquí y entregarle el original, pues de otro modo, como él regresa a París, no podía yo dárselo ni él imprimirlo hasta noviembre». En otra epístola a su amante, probablemente del 25 de octubre y escrita desde Madrid, Pardo Bazán le comunica que el 26 se irá a A Coruña porque su hijo Jaime está enfermo de fiebres palúdicas, a lo que añade: «No me marcho hoy mismo porque Manso, mi editor de las crónicas, me ha rogado 24 horas de gracia para que acabe de corregir las pruebas y que el tomo pueda quedar en disposición de echarse a la calle». Y así sucedió, Al pie de la Torre Eiffel llevaba una nota final que anunciaba el segundo tomo: «En breve se publicará la segunda colección de crónicas». Sería, en efecto, Por Francia y por Alemania, hermanado con el primero por el subtítulo común, entre paréntesis, de Crónicas de la Exposición, y en cuyo «Epílogo» explicaba, completando lo dicho a Yxart en la carta del 29 de agosto, la conversión de la publicación periódica en libro: Habiéndose publicado mis crónicas en diarios de la América Latina que aquí no circulan, bastantes amigos de los que leen con infatigable benevolencia cuanto escribo me pedían prestados los recortes y, como me fuese difícil proporcionárselos, me instaban a que hiciese una edición, alegando que ningún libro se había publicado en España sobre el asunto del certamen internacional, y que el mío podría ser grato a mis constantes lectores, consiguiendo algún éxito y muy buen despacho [...], y los hechos justificaron el dictamen del director y amigos, pues la tirada copiosa del primer tomo ya se encuentra punto menos que agotada, al mes y medio de haber visto la luz (1890, p. 250). Don Benito, sin embargo, tuvo un propósito diferente y sus crónicas sobre la Exposición parisina no pasaron de ser un tema más de los múltiples que trata en sus cartas publicadas en el diario La Prensa. Evidentemente, es ocioso comparar las tres de Galdós con las treintaiocho de doña Emilia por cuanto se refiere a su distinta concepción y número, pero sí es factible realizar un análisis del contenido común en ambos escritores: la torre Eiffel y los diferentes espectáculos que se ofrecen en la exposición.16 Doña Emilia no dedica su primera crónica escrita en París a la famosa torre, lo que justificará en la carta VI, «La inauguración», CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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correspondiente al primer tomo: «No quiero tocar ni desarrollar el asunto: dentro de algún tiempo, cuando ya los periódicos no traten de ella, recogeré mis impresiones en un haz, y consagraré algunos párrafos al coloso, novena maravilla del mundo» (p. 95). Esto no quiere decir que no le sorprenda por sus características, como expresará en la carta IX: «Lo primero que atrae nuestras miradas, ¿qué ha de ser sino la torre? En medio de su inmensidad, la pirámide de hierro es majestuosa, proporcionada, elegante: su misma férrea caparazón tiene esbeltez» (pp. 188-189). Puede sorprender, sin embargo, que esa posposición se retrase hasta la carta II de Por Francia y por Alemania, con el título de «El gigante». Tal vez, además de la razón aducida por la autora, podría añadirse su intención de provocar intriga y estimular el interés del lector en unas crónicas misceláneas en las que, en efecto, abunda más lo ajeno al propio certamen (Jiménez Morales, 2008, p. 520). En el comienzo de «El gigante», Pardo Bazán, que retoma lo dicho en la carta VI de Al pie de la torre Eiffel –«He prometido hablar algo de la torre Eiffel, siquiera por pudor de cronista» (p. 15)–, anuncia ahora su propósito subrayando las dimensiones del monumento: «Ya le ha llegado su turno al clon de la Exposición, al colosal mástil de hierro enarbolado por Francia para izar su enseña y hacerla ondear ante las demás naciones a una altura en que no ha flotado todavía bandera alguna, como no sea desde la barquilla de un globo aerostático» (p. 15). Como suele ocurrir en sus crónicas, doña Emilia hace en «El gigante» algunas digresiones en relación con el recién inaugurado prodigio arquitectónico. En ellas, lo relaciona con la bíblica torre de Babel (Génesis, XI). Tres aspectos de la antigua construcción se evocan en la moderna: «La elevación vertiginosa que toca el cielo [...], la eterna confusión de lenguas –ya que en cualquiera de sus plataformas se oyen todos los idiomas del mundo–, la inmensa ciudad tendida a sus pies» (p. 16). La diferencia estriba en la materia con la que fueron construidas ambas: ladrillo amalgamado con betún, frente a un «costillaje de hierro» (p. 16). No obstante, tanto los «ingenieros y arquitectos» (p. 17) de la torre de Babel como Gustavo Eiffel se decidieron por unos materiales de construcción de «menor peso en igualdad de volumen, y gran elasticidad y resistencia al empuje del viento» (p. 17). Diferentes a los habituales, los empleados por los primeros sustituyeron a la piedra y la argamasa, mientras que el francés utilizó el hierro, partiendo de la fallida experiencia del 39

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inglés Trevithick en 1832, y lograba así levantar un monumento de 300 metros de altura: el más elevado del mundo, superando a otros como el obelisco de Washington, la estatua de la Libertad, la torre de San Pablo en Londres e, incluso, la flecha de la catedral de Colonia. Doña Emilia confiesa, sin embargo, que esta última le parece, aunque sea la mitad de elevada, «infinitamente superior» (p. 19) a la nueva apuesta arquitectónica. La razón es, para ella, puramente estética: «El hierro, en mi entender, no conseguirá nunca la majestad y dignidad de la piedra, su imponente estabilidad, su reposo sublime» (p. 19), y ello porque prefería el arte a la ciencia, aunque no excluyera a esta última (Jiménez Morales, 2008, p. 523). Sigue Pardo Bazán reflexionando sobre los debates que provocó el proyecto, «realmente grandioso» (p. 19), de Eiffel, centrados en objeciones técnicas y estéticas. Las primeras venían de la mano de los que recelaban, «tímidos y [...] enemigos de toda innovación», y las planteaba la altura, que ponía a prueba «las condiciones de resistencia y seguridad material» (p. 20) en cuanto al impacto del viento, provocaba vértigo a los visitantes, etcétera. En cuanto a las segundas, la belleza del monumento fue puesta en entredicho en una protesta firmada dos años antes por nada menos que Maupassant, Laconte de Lisle y Gounod, entre otros, en nombre del buen gusto, pronosticando que sus enormes proporciones aplastarían los demás monumentos. Concluye doña Emilia estas digresiones afirmando que actualmente el problema estético «está resuelto a favor de la torre» (p. 21) y que, en cuanto a la seguridad, delega en el veredicto de «personas expertas» (p. 21) que la defienden. A continuación, juzga su aspecto y pone de relieve algo que echa en falta. Esta opinión es ofrecida doblemente, según se contemple la torre de día o de noche. En el primer caso, el buque insignia de la Exposición le parece que «tiene algo de rudimentario y tosco, algo que es como el boceto de una idea arquitectónica» (p. 22), pero, en el segundo, esa apreciación es claramente positiva cuando la torre luce iluminada: «Las líneas se funden, la materia se unifica y, engalanada con orla de diamantes alrededor de cada arco de los que la soportan, ceñida en su primera plataforma con un cinturón de pedrería, coronada por su fabuloso faro tricolor, la torre es la maga de la Exposición, la reina indiscutible del gran certamen» (p. 22). CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Por lo que se refiere al fallo que la escritora encuentra en «la inmensa pirámide de hierro» (p. 22), lo enuncia de forma poética mediante el procedimiento de la personificación: «Es muda; no tiene voz, le falta el melódico cántico que tanto hermosea a las caladas agujas góticas; la estrofa de la campana. Esa lengua de bronce, consoladora de la tristeza, nuncio de esperanza, promesa del cielo, no resuena» (p. 22). Sin embargo, doña Emilia admite que la torre está viva porque, aunque le falte el habla, tiene muy desarrollado el órgano de la vista: «Si no tuviese el reflector, diría que carece de alma. El reflector le presta –de noche tan solo– una mirada dulce y serena» (p. 22). Más adelante Pardo Bazán se refiere, desde su experiencia personal como observadora y usuaria a través de los sentidos auditivo y visual, a los efectos contrarios que produce la torre. Mientras se está en las inmediaciones, «el único ruido que se produce [...] es el de la subida y bajada de los ascensores», que es muy grande: «rumor pavoroso, profundo, enteramente igual al del océano en días de tormenta», que infunde «terror» (p. 22) y «pone los pelos de punta» (p. 23). Sin embargo, «desde el ascensor y desde la torre misma, no se oye poco ni mucho ese miedoso bramido de aire» (p. 23). Algo semejante, pues también se asustan, sucede a los que observan desde fuera «la enorme caja» que sube tanto que «al que se encuentra en tierra parece chiquita, y que desciende cargada de seres humanos, colgada y deslizándose en el aire a una altura de más de cien metros» (p. 23). Aunque doña Emilia ha contemplado que «bastantes de los que ascendían se han persignado» y «otros palidecen cuando ponen el pie en el piso del ascensor» (p. 23), reconoce, acreditando la seguridad del monumento, que «en realidad no se corre ningún peligro» (p. 23). Pasando, de nuevo, del terreno personal al digresivo, la autora de «El gigante» se refiere a cuestiones técnicas sobre la resistencia de la torre, cuya estructura está muy exactamente calculada, así como ajustados con enorme precisión sus elementos, lo que admira como si fuera la perfecta maquinaria de esos relojes complicados que «señalan la hora de todos los meridianos, el mes, el año, el día, y tienen música, repetición, y cuerda perpetua» (p. 24). Para demostrarlo, doña Emilia recurre de nuevo a la experiencia subjetiva de sus sensaciones, la cual la lleva a afirmar que, gracias al «sistema» de los «ascensores tan suaves» (p. 24), estos «no producen el menor vértigo. La subida es tan mansa e insensible 41

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que ni se nota: parece que es el Campo de Marte el que baja, mientras nosotros estamos quietos» (p. 24). Y, partiendo de esa misma experiencia individual, observa desde arriba, a las diferentes alturas de la torre, las perspectivas que se ofrecen a sus ojos de miope. La visión panorámica abarca desde lo más elevado treinta leguas de extensión: «Rambouillet, Étampes, Chantilly, Meaux, Melun, Fontainebleau, el curso del Sena, las verdes praderías y los negros bosques es lo único que se divisa desde la tercera plataforma» (p. 25). La torre tendrá que descender para que esa visión se particularice y se haga más concreta por la cercanía. Será el modo oportuno de focalizar, para percibirlos, «la vida de París» y «el movimiento del Campo de Marte, que tan activo y febril parece desde la primera» (p. 25). Y doña Emilia, didáctica como su admirado Feijoo, lo ejemplifica para subrayar, en paradoja, la imagen mortuoria que ofrece París –«cosa sorprendente» (p. 25)– desde el nivel más elevado de su emblemática torre, la construcción más alta del universo: «Así como del quinto piso de una casa no percibiríamos una hormiga que se pasease por el arroyo, de la tercera plataforma no se puede apreciar un hombre ni un carruaje, y la enorme capital aparece desierta, inmóvil, petrificada, como esos pueblos prehistóricos que se encuentran en el fondo de los valles mexicanos» (p. 25). La focalización desde la altura preludia La media noche (1917) valleinclanesca, ya anticipada por don Benito en su artículo «Desde la veleta», publicado en La Nación de Madrid en 1865. La escritora también ofrece la percepción del monumento en sentido contrario, desde abajo: «A medida que asciende a la región de las nubes, parece a los atónitos ojos del espectador red sutil de finos trazos de encáustico rojo, delineado con delicado pincel sobre el azul del firmamento» (p. 16). Para finalizar esta carta II de Por Francia y por Alemania que venimos comentando, Pardo Bazán dedica unas líneas a responder a la pregunta sobre la utilidad de la «bendita Torre» (p. 26), dado su elevadísimo coste de seis millones quinientos mil francos. Sin duda, lo tiene muy claro: no solo «a nadie arruina», sino que «a muchos obreros ha dado trabajo» (p. 27), lo cual justifica porque la «sociedad accionista ganará mucho dinero» y, aunque el Gobierno la haya subvencionado y hecho la concesión del terreno, «se desquitará dentro de veinte años [...], entrando en posesión del edificio» (p. 27). Por otro lado, en cuanto a la «utilidad inmediata, general y verdadera», según los sabios, «la tendrá muy CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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grande» (p. 27), pues redundará en la aplicación a cuestiones físicas, químicas, botánicas, meteorológicas, eléctricas, telegráficas, etcétera. Doña Emilia vaticina que el material de construcción del «férreo gigantazo» (p. 28) será el futuro, de modo que la torre Eiffel «señalará una nueva e importante etapa para las construcciones de hierro, puentes, estaciones, viaductos aéreos y palacios. El hierro entrará como elemento poderoso a facilitar obras y empresas colosales» (p. 28). Si comparamos esta carta de Pardo Bazán con la que Galdós publica en La Prensa, con fecha de 1 de noviembre de 1889, se advierten de inmediato diferencias en la manera en que abordan el tema común de la nueva torre parisina. Y no solo eso, don Benito, al contrario que la escritora, será lo primero de lo que trate tras su observación directa, una vez llegado a la ciudad y efectuado «el indispensable aliño» (p. 826). Cumplía así lo prometido en la carta anterior, del 16 de septiembre, a los lectores de La Prensa, como ya hemos señalado. Galdós verterá en sus palabras la sensación auténticamente subjetiva que esta le produce, prescindiendo de corolarios digresivos. Así, no le «causó –al pronto– una impresión extraordinaria» (p. 826) porque, al haberla visto reproducida en fotografías y en objetos propios del merchandising, ya se «figuraba exactamente» (p. 826) cómo era. No hubo sorpresa, pues. Además, había pensado apriorísticamente –«en el primer momento» (p. 826)– algo que, según doña Emilia, habían hecho también sus detractores en relación con su gran tamaño, provocador de un pernicioso efecto: «El inmenso edificio de hierro, por su desmesurada altura y sus proporciones titánicas, dejaba chiquitas y anuladas las demás construcciones que le rodean y las aplastaba hasta el punto de suprimirlas» (p. 826). Pero Galdós, a posteriori, después de observarla bien, al cabo de media hora rectifica su «opinión errónea» (p. 826). De tal manera, no solo la ubicación es la adecuada, sino que lo correcto de las proporciones desmonta aquel prejuicio: «La torre se encuentra tan bien colocada, es tal la gallardía de sus majestuosos arcos, tan hábil la traza de sus tres cuerpos que, sin dejar de ser un coloso, no aniquila a los pigmeos que se agrupan a sus pies: pabellones, palacios, fuentes monumentales y galerías magnas» (p. 826). Aunque don Benito dice no querer entrar en «detalles técnicos» (p. 827), aprecia personalmente en la torre dos características 43

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o «condiciones estéticas» (p. 827) que no suelen darse juntas: «Una fuerza y vigor admirables en la base, una ligereza aérea en la cima» (p. 827). Y, por lo expuesto, no hay duda de que el monumento le gustó en toda su novedad. Lo guardado en su retina o en su prodigiosa memoria fue capaz de describirlo en esta carta, tiempo después de haberlo contemplado. Sin embargo, aparecen en ella ciertos elementos de contenido y lingüísticos, que, aunque situados en distinto orden, recuerdan demasiado a otros de «El gigante» de Emilia Pardo Bazán. Así, aunque don Benito, al contrario que la escritora, no confiesa creer superior la flecha de la catedral de Colonia a la de la torre Eiffel por preferir la piedra al hierro, hace notar que no tiene campana, si bien es «finísima, de vaporosa esbeltez: parece la aguja gótica de una catedral» (p. 827). Además, coinciden los amantes en su apreciación más positiva del monumento iluminado: «De día, la torre es un poco árida de contornos y agria de color [...]. Pero de noche, los otros edificios se pierden en las tinieblas y ella solo campea, airosa y refulgente, como una castellana de la Edad Media que llevase un brial todo recamado de pedrería y en la frente en inmenso solitario los rayos del reflector eléctrico» (p. 827). Asimismo, Galdós se refiere con términos muy parecidos a los que emplea doña Emilia y, en idénticas circunstancias, al ruido intenso y espantoso que producen los ascensores hacia fuera –«terrible mugir» (p. 827)–, comparado por ambos con el bramar marino, opuesto al silencio en su interior y a la ausencia de brusquedad en el movimiento: Producen un ruido que asusta. Es muy semejante al del mar cuando se mete de sopetón y furioso por alguna cueva practicada en los peñascos de la costa. Impone, hace erizar el cabello [...]. Solo que este eco terrible de los ascensores, que he oído desde abajo quita las ganas de intentar la ascensión, no se oye (curioso fenómeno) desde que está uno dentro del ascensor mismo. Se sube de una manera fantástica por lo insensible y suave; con una velocidad vertiginosa y sin que el menor chirrido ni el más pequeño crujido del artefacto revele que estamos contraviniendo a una de las leyes físicas más imperiosas: la de la gravedad (p. 827). También el escritor nos da su visión desde las diferentes alturas de la torre y, como doña Emilia, subraya que la subida le produce la sensación de que es el suelo el que desciende y la panorámica CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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desde la tercera plataforma, la más elevada, ofrece la imagen de París como ciudad muerta: A través de las rojas barras de hierro que, como gigantesco costillaje, se entrecruzan para formar la armazón de la torre, yo veía descender el Campo de Marte, la explanada de los Inválidos, el monumental y asiático Trocadero, imaginándome que no era yo quien subía, sino la inmensa planicie la que bajaba, a manera de decoración de comedia de magia, disminuyendo de tamaño hasta quedarse las personas no más altas que los enanos del circo. Desde la segunda plataforma [...] la gente por abajo se reduce al tamaño de hormigas gordas; y lo que es desde la tercera [...] desaparece la humanidad, cesa todo movimiento y se ve un París igual a Pompeya cuando la desenterraron de entre la lava: desierto, parado, difunto (pp. 827-828). Como doña Emilia, el novelista recurre al recuerdo bíblico de la torre de Babel para referirse a los diferentes idiomas de los visitantes: «Juzgando por las lenguas que se oyen más a menudo entre la confusión babilónica de la torre, lo que abunda es, después del elemento español, el húngaro y el ruso» (p. 828). Y, para finalizar, hace una alabanza a la Exposición, merecedora de su fama porque es muy divertida y completa en arte, industria, placer y estudio. De modo que, asegura Galdós, tras el «inmenso certamen» (p. 829) será muy difícil «inventar cosa nueva en materia de exposiciones, porque donde esté la presente..., boca abajo todo el mundo» (p. 829). En la carta siguiente, fechada en 15 de octubre, volvemos a encontrar numerosas coincidencias con una crónica de Pardo Bazán: la carta XIV, titulada «Diversiones: gente rara», de Por Francia y por Alemania. En ella la autora hace una exhaustiva descripción de los diferentes espectáculos a que ha asistido y, aunque algunos los califica de extravagantes, defiende su autenticidad. Se detiene en estos: la función que ofrece una compañía de actores indochinos de la región de Annam; los bailes de las danzarinas javanesas, instaladas en una aldeíta de chozas que reproducen las edificaciones indígenas; las «barbaridades» (p. 165) ejecutadas por unos negros isaguas, procedentes de una tribu africana; la contemplación de la belleza femenina de Fatma, natural de Túnez; los bailes flamencos de las gitanas españolas, los toros y toreros; las representaciones en una reconstrucción de la Bastilla y la torre de Nesle y el espectáculo ofrecido por Buffalo Bill. Además, en la carta XVI, «El teatro en Francia: Sarah 45

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Bernhardt», enjuicia a la famosa actriz francesa, como también lo hará don Benito, mostrando ambos una opinión semejante. Pues bien, exactamente los mismos temas son tratados por Galdós, quien, como sucedía en su escrito sobre la torre Eiffel, altera el orden con que los presenta doña Emilia. Una vez más, la autora coruñesa les dedica más espacio y su crónica resulta más extensa porque priman la exhaustividad y la pormenorización descriptiva de una labor concienzuda que espera convertir en libro, contrarias a la sencillez del trabajo a vuelapluma realizado por don Benito. Pero, aunque no podamos ahora entrar en detalles, el contenido, las apreciaciones y los comentarios sobre las diversiones y espectáculos que ambos escritores traen a colación, incluso algunas palabras de sus respectivos escritos, son idénticos. De este modo, la carta de Pérez Galdós semeja una síntesis o resumen, que no una copia, de la de doña Emilia. Tras el análisis comparativo de las crónicas dedicadas a la Exposición por los dos escritores, cabe preguntarse la razón de tantas coincidencias. Puede pensarse en la comunidad de gustos y criterios, y aun de sensibilidades, incluso en que juntos recorrieron los lugares más interesantes del certamen, pero debe tenerse en cuenta, además, un dato hallado en una epístola de Pardo Bazán, de probablemente el 22 de octubre, enviada desde Madrid. En ella dice a don Benito que, aunque no sabe si irá o no a A Coruña, dependiendo de la evolución de la enfermedad de su hijo Jaime, le escribirá jueves o viernes, y añade algo de especial relevancia para nuestro propósito: «Cuenta con noticias seguras el sábado o domingo, así como con la crónica argentina». Aunque podría ser cualquiera de las dos, tituladas «El gigante» o «Diversiones: gente rara», no es descartable que su autora, se supone que por petición de él, le hiciese llegar ambas. Por tanto, los numerosos paralelismos hallados entre esas dos cartas de doña Emilia y las fechadas por Galdós en 30 de septiembre y 15 de octubre de 1889 no son casuales, sino que, redactadas por el escritor después de la corta estancia en París, beben de la lectura previa que don Benito hace de las de su amante, todavía en su ánimo las inolvidables jornadas del viaje que siguió a la estadía en la ciudad del Sena.

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NOTAS 1 Remitida desde París, probablemente el 28 de septiembre. Custodiada en el archivo de la RAE al igual que el resto de las cartas de Pardo Bazán a Galdós que se citan a continuación. 2 Se titulará «Los pedagogos del Renacimiento (Erasmo, Rabelais, Montaigne)». 3 Las cartas aparecieron reproducidas en La Ilustración, La Época, El Imparcial y La España Moderna, pero solo una de ellas en La Nación de Buenos Aires. 4 Cito y en adelante por la primera edición de Al pie de la Torre Eiffel (Crónicas de la Exposición), de 1889. Ese amigo al que se refiere la autora es, con seguridad, Armand-Germain de Tréverret, profesor de la Facultad de Letras de Burdeos, autor del conjunto de artículos «La littérature espagnole contemporaine: le roman et le réalisme», publicado en la revista parisina Le Correspondant entre marzo y julio de 1885 (Díaz Lage, 2017, p. 132). 5 Téngase en cuenta que las cartas I y II, del 7 y 21 de abril respectivamente, las había escrito, tal como figura, en Madrid. El lugar de redacción de las crónicas de Al pie de la torre Eiffel que Pardo Bazán da es con frecuencia falso porque, al contrario de lo que consigna, no las redacta en París. De seguir los datos que manejamos, puede suponerse que escribió allí las cartas VI, VII, VIII, IX, XIV y XV. Doña Emilia, probablemente, sigue este procedimiento de remitirlas desde la capital francesa para proporcionar unicidad al conjunto, dejar constancia a los lectores de su presencia en la Exposición y dar una sensación más vívida por la inmediatez de la observación y la escritura. 6 Así, en carta a Tolosa Latour del 3 del mismo mes, dice: «Me avisan que el vapor, que ha de conducirme a la nebulosa Albión, se dispone a partir» (Smith et alii, 2016, p. 185). 7 Escribe aquí, desconfiando de la veracidad de sus recuerdos: «Llegamos a Hull; de ahí fuimos a Newcastle; allí me separé de mi amigo. Sin el auxilio de mi memoria puedo asegurar que fui solo a Edimburgo. Solo fui también a Birmingham, desde donde partí para Stratford on Avon” (2004, p. 49). 8 Cito en adelante por esta edición de D. Troncoso. 9 Así, las ocho primeras las escribió desde Galicia, en A Coruña o en Meirás, pues había llegado de Francia el 9 o 10 de julio, aunque dé las fechas del 18 de julio al 14 de agosto. 10 Nótese que esta hipótesis encaja con las fechas de su estadía en Inglaterra y posterior periplo por Francia. 11 De probablemente el 5 de octubre. 12 Cito y en adelante por la primera edición de Por Francia y por Alemania (Crónicas de la Exposición), de 1890. 13 En carta de probablemente 28 de septiembre y remitida desde París. La autora no se refiere nunca en esas crónicas a la última ciudad. 14 Carta custodiada en el archivo de la Casa-Museo Pérez Galdós. Recogida por Ortiz-Armengol (1996, p. 460) y Arencibia (2020, p. 330). 15 Lo había elogiado en una epístola a don Benito del 16 de marzo de ese mismo 1889: «Nuevo editor de muy buenos propósitos y de formalidad no común en la cla-

se en que más por amor a las letras que por “vil interés” ha ingresado. Se lo recomiendo a usted eficazmente, segura de que tendrá especial satisfacción en conocerle». En el «Epílogo» a Por Francia y por Alemania calificará a Manso de «inteligente y animoso editor» (1890, p. 250). 16 Aunque Galdós dedica la carta del 25 de octubre a su visita a los diferentes pabellones americanos, fijándose especialmente, como era de esperar, en el de Argentina, Pardo Bazán se detiene poco en este asunto, no pasando de enumerarlos, si bien destaca el de México. Puede comprobarse en las cartas IX y XVIII de Al pie de la Torre Eiffel. Las cartas galdosianas relacionadas con la Exposición parisina, publicadas en La Prensa, son tres. Con el título de «España en el extranjero», al que sigue un sumario, están fechadas en París el 30 de septiembre y el 15 y 25 de octubre de 1889 respectivamente. Salieron a la luz los días 1, 13 y 30 de octubre del mismo año.

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· Torres, David. «Veinte cartas inéditas de Emilia Pardo Bazán a José Yxart (1883-1890)», Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, LIII, 1977, pp. 383-409. · Sinovas Maté, Juliana. «Nuevos artículos periodísticos de Emilia Pardo Bazán: precisiones bibliográficas», Voz y Letra. Revista de Literatura, XI.1, 2000, pp. 115-119.

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· Smith, Alan E. et alii (editores). Benito Pérez Galdós. Correspondencia, Cátedra, Madrid, 2016. · Troncoso, Dolores (editora). Galdós corresponsal de La Prensa de Buenos Aires, Casa-Museo Pérez Galdós, Las Palmas de Gran Canaria, 2020.

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Por Adolfo Sotelo Vázquez

Emilia Pardo Bazán y PARÍS (1889) de Auguste Vitu

Al norte del Padre Lachaise se escalonan las colinas de Ménilmontant y de Belleville, desde donde se domina París por mil puntos de vista. Auguste Vitu / Emilia Pardo Bazán, 1890 Poner nombre a las calles tiene su voluptuosidad. Walter Benjamin, 1927 Moi j’vous emmène à Ménilmontant. Isabelle Geffroy, 2015

I

Azorín, quien a menudo trató en su obra, desde finales del siglo xix, a Emilia Pardo Bazán, dedica en el libro rememorativo de sus trabajos y sus días, Madrid (Biblioteca Nueva, 1941), un capítulo, «La inactual», a la escritora coruñesa. «Estando en París me he acordado mucho de la Pardo Bazán. La evocaba principalmente cuando me encontraba en una salita silenciosa, con un balcón a una calle sin tránsito, salita con cuadros y vitrinas henchidas de preciosas baratijas. Hablo del Museo Carnavalet –uno de los más curiosos de París– y de la salita que hoy se consagra a Jorge Sand» (s. f., p. 1033). Aunque la evocación es de carácter azoriniano, lo que a continuación tejen sus recuerdos es preciso, riguroso: «La Pardo Bazán tenía una excelencia sin la cual no se puede ser artista: la curiosidad [...]. Y ha llegado en sus curiosidades –el plural aquí es significativo– adonde no han llegado los otros maestros [se refiere a Valera y Pérez Galdós]. Curiosidad 49

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por el libro, la muchedumbre de los libros, y curiosidad por la sensación viva» (s. f., p. 1038). La «sensación viva», basada en la experiencia humana y vertida en un idioma singular, vigoroso y apelativo, tiene en su trayectoria de mujer escritora un capítulo importante, decisivo, en la ciudad de París. Hacía bien Azorín en acordarse de doña Emilia desde París. Años antes, finalizando 1922, Azorín publicaba en el ABC (11 de diciembre de 1922) una evocación del viaje que Emilia Pardo Bazán realizó en peregrinación a Roma en 1887. «Delicioso, ese libro, Mi romería», escribe Azorín (1956, p. 182), para añadir: «Todos los libros de Emilia Pardo Bazán –tan curiosa de todo espectáculo intelectual– son merecedores de estudio y atención. Lo son estas primeras obras en que la visión es directa y espontánea». Entre ellas no es impertinente incluir Al pie de la torre Eiffel (Crónicas de la Exposición) (Madrid, La España Editorial, 1899) y Por Francia y por Alemania (Crónicas de la Exposición) (Madrid, La España Editorial, 1890), libros que los estudiosos de la escritora gallega han analizado con detalle, sobresaliendo el excelente trabajo de María Isabel Jiménez Morales1. Sin embargo, ni la profesora de la Universidad de Málaga ni las dos últimas biógrafas de Pardo Bazán, Eva Acosta –Emilia Pardo Bazán. La luz en la batalla. Biografía (Lumen, Barcelona, 2007)– e Isabel Burdiel –Emilia Pardo Bazán (Taurus, Madrid, 2019)–, mencionan el extraordinario trabajo de traductora que la escritora coruñesa llevó a cabo en 18902 al firmar la versión castellana del libro de Auguste Vitu (1823-1891) Paris (Maison Quantin, París, 1889), que contenía 450 grabados de varios autores –Montader, Gudin, Salvel, Mas, Pinson–, intercalados en el texto, y 19 láminas complementarias, en una encuadernación modernista que atesoraba, en gran folio, las cerca de 550 páginas de esta extraordinaria joya bibliográfica. El libro de Vitu se volvió a editar cerca de medio siglo después con algunas variantes. En primer lugar, no se trata de una joya bibliográfica, sino de una cuidada edición que reproduce un riguroso facsímil reducido (270 mm x 200 mm) de la editio princeps; en segundo lugar, se añadieron 40 láminas de aspectos de la Exposición Universal de 1867 –que visitó con abundantes dolores de cabeza el joven Galdós– y un texto del propio Vitu, enfervorizado partidario del Second Empire. El título del libro es Paris il y a cents ans vu par Auguste Vitu (Jean de Bonnot, París, 1975). El presente artículo quiere dar cuenta de la encrucijada y de la significación de esta traducción3 y del contexto en que se CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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produce, convencido de que cualquier trabajo de Pardo Bazán merece, al modo azoriniano, atención, sobre todo cuando abundan todavía bastantes interrogantes en torno a la gestación y a la divulgación de esta singular publicación. II

La traducción de Paris de Auguste Vitu se publicó en 1890. Se trata de otra joya bibliográfica con pie de imprenta de Enrique Rubiños y en el marco de La España Editorial. Reproduce con exactitud –pese a leves variaciones debidas a la extensión del texto– los grabados y las láminas de la edición francesa, así como el índice alfabético final y los grabados que abren y cierran la obra: Cartouche de la Salle Saint-Jean (Hôtel-de-Ville) y Un mascaron du Trocadéro, respectivamente. No es aventurado suponer que existió una notable coordinación editorial entre París y Madrid, que podría estar basada, tal y como sugiere la profesora Freire (2006, p. 153), en «el compromiso que doña Emilia tenía con el autor, que dirigía en París una de las publicaciones en que ella colaboraba». Mismamente, el fallecimiento de Auguste Vitu en el verano de 1891 restó la mayor y mejor difusión del libro y complementariamente la de su traducción castellana, aunque no pasa de ser una mera hipótesis. Con motivo del fallecimiento de Auguste Vitu, el diario barcelonés La Vanguardia, que había prestado una notable atención a la Exposición Universal de París de 18894, publica, mediante la pluma de quien más adelante sería codirector del diario, Ezequiel Boixet, bajo su habitual seudónimo de Juan Buscón y en la sección Busca Buscando, una necrológica de Auguste Vitu (8 de agosto de 1891) de tono muy elogioso y de mayor entidad que la publicada en Le Journal de Finances (15 de agosto de 1891), pese a que Vitu fue el fundador (1869) y director hasta su muerte de dicho periódico francés. Boixet, quien había entrado en el periódico de los Godó a instancias de Josep Yxart y Joan Sardà, buen amigo y traductor al francés de Narcís Oller, había afianzado su sección con una regularidad ejemplar, que a la mirada irónica de Josep Pla (1991, p. 293) parecía anfibia: «Boixet feia una secció diària titulada Busca Buscando..., que firmava Juan Buscón. Era un paper d’una absoluta inanitat, però la secció i el pseudònim tenien un éxit extraordinari», según escribe en el «homenot» dedicado a «El senyor Godó i La Vanguardia». Según Boixet, Vitu era uno de los primeros críticos franceses, con una labor incesante a lo largo de cuarenta años en el 51

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campo de la literatura, el teatro, el arte y el periodismo, siempre desde unas señas políticas bonapartistas. A juicio de Boixet: Vitu fue sin duda una figura de primer orden, y aquellos de nuestros lectores que hayan leído con alguna asiduidad Le Figaro de diez y seis o diez y ocho años a esta parte, habrán podido comprender cuánto valían los estudios críticos que llevaban su firma. Y digo estudios porque realmente los artículos periodísticos de Vitu eran algo más que simples artículos de periódico. En aquellas páginas que el escritor trazaba con mano rápida al salir de una primera representación, que al segundo enviaba a las cajas a medida que iban brotando de la pluma, eran verdaderos trabajos de crítica concienzuda y reflexiva. De ahí que considere que las reseñas teatrales, music1 ales y dramáticas de las páginas de Le Figaro, desde su ingreso en 1869 hasta su fallecimiento, constituyen una «magnífica obra» para el aprendizaje de los críticos incipientes. Por otra parte, Boixet subraya y enfatiza su condición de «estilista de primer orden». Pese a que, como señalaré más adelante, La Vanguardia recibía puntualmente desde el 25 de marzo de 1891 los cuadernos de la traducción de su Paris a cargo de Pardo Bazán, nada menciona la necrológica de Boixet, quien, a juzgar por su confesión de que Vitu era en el trato personal «la cortesía personificada», debía de haber conocido de primera mano al poliédrico escritor, crítico y publicista francés, que durante el bienio 1885-1886 presidió la Société de l’Histoire de Paris et de l’Île-de-France, fundada en 1874. Lo cierto es que de Auguste Vitu son muy contadas las referencias en los libros de crítica literaria francesa de la época, así como en las oceánicas correspondencias de Flaubert o Zola. Sus labores de crítico dramático y musical en Le Figaro pasan desapercibidas a Jules Lemaître en sus ocho volúmenes de Les contemporains (I-VII, 1887-1889; VIII, 1914) o en los cuatro que Anatole France dio a la luz bajo el marbete de La vie littéraire (1888-1894). Y ya cerca de nuestro tiempo nada se dice de sus quehaceres en libros tan importantes como La critique littéraire française au XXe siècle (1800-1914) (2001), de JeanThomas Nordmann. Vitu es únicamente actor importante en el libro de Gerda Taranov The Art Within the Legend. Sarah Bernhardt (1972), que pone de relieve sus actividades como crítico dramático y musical. En el campo más amplio del papel de los intelectuales y de la vida cultural y artística parisiense, la personalidad de Auguste Vitu carece por completo de relieCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ve en los libros Le siècle des intellectuels (1997) y Les voix de la liberté (2001) de Michel Winock, Paris fin de siècle. Culture et politique (1998) de Christophe Charle o en el espléndido estudio de Éric Hazan L’invention de Paris (2002). Me parece impertinente recordar que Walter Benjamin ni tan siquiera lo menciona. Solo Christophe Prochasson, en su estupendo libro Paris 1900. Essai d’histoire culturelle (1999), lo señala junto con Sarcey, también crítico teatral, como ejemplo de «hommes doubles» (el concepto lo creó Charle): personalidades acomodaticias, en el advenimiento de una cultura de masas urbanas en el final del siglo xix. De Auguste Vitu y de su Paris no hay ninguna referencia en el polifacético y densísimo epistolario de Juan Valera o en el oceánico de Menéndez Pelayo, tampoco en los más reducidos –por ahora– de Pérez Galdós o Leopoldo Alas. Nada se dice del crítico de Le Figaro ni de su libro Paris en las Memòries literàries (1962) de Narcís Oller. Y, para mayor abundamiento, cuando doña Emilia Pardo Bazán ejerce de muy competente historiadora de la crítica literaria en los apartados correspondientes de los tres tomos de La literatura francesa moderna (1910, 1911 y 1914) nada dice de los trabajos y los días de Auguste Vitu. A la luz de todas estas fracasadas inquisiciones, creo que el polígrafo y crítico dramático y musical autor de Paris merecería una mayor atención. Esta debe basarse en el análisis de un itinerario poco frecuente, por lo prolijo y cambiante, de publicista literario y artístico, con un ideario político y social muy afín al bonapartismo del Segundo Imperio (1852-1870), y en sus trabajos de crítica teatral desde la importante tribuna de Le Figaro, donde empezó a colaborar en 1869 y desde donde mostró de inmediato sus antipatías éticas y estéticas ante la «littérature putride» –el sintagma es invención de Louis Ulbach– de Émile Zola y el naturalismo. Si atendemos a los apuntes para unas memorias de Pompeyo Gener (2007, pp. 317-318), que en 2007 exhumó mi colega de la Universitat de Barcelona Josep M. Domingo, el extravagante intelectual catalán tuvo relaciones con Vitu alrededor de los primeros años ochenta y le recuerda, en 1912, como director literario de Le Figaro y como un conversador incisivo e irónico, «tout à fait parisien». Señalaré que, como crítico dramático de Le Figaro, sus artículos fueron siempre muy esperados, posiblemente por su influencia entre el público adicto. Así, cuando Zola estrena Thérèse Raquin el 11 de julio de 1873 en el Théâtre de la Renaissance, Vitu, tras comparar a la protagonista con Emma Bovary –«une 53

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Mme. Bovary descendu au ruisseau»–, descalifica la obra por completo. Casi veinte años después y pocas semanas antes de fallecer, Vitu firma en Le Figaro la crítica de Le Rêve, drama lírico que se estrenó en la Opéra-Comique el 18 de junio de 1891. Zola y el compositor Bruneau esperan esta crítica ansiosos. Vitu es terminante: «D’un but à l’autre de ces quatre actes, l’oreille est balancée par une sorte de mélopée tout à fait dépourvue d’expression»5. Los trabajos teatrales de Zola no convencieron nunca a Auguste Vitu, ni desde la estética teatral ni mucho menos desde sus mensajes morales. Para el autor de Paris, la indiscutible figura del teatro francés decimonónico fue siempre Victor Hugo. Así, cuando el 24 de febrero de 1872 se vuelve a representar en el Théâtre de l’Odeon el drama de Victor Hugo Ruy Blas, con Sarah Bernhardt en el papel de reina de España, Vitu escribe en Le Figaro: «Si jamais la poésie française était perdue, on la retrouverait entière dans Ruy Blas». En la excelente radiografía sin tapujos de la vida literaria parisiense que es el Journal (1862-1896) de los Goncourt, Vitu aparece siempre como un crítico teatral dogmático y opuesto a cualquier modernidad. Cuando el diario era ya únicamente de la pluma de Edmond y con ocasión del estreno el 23 de diciembre de 1888 de la versión teatral de Germinie Lacerteux en el Théâtre de l’Odeon, Vitu escribe un artículo en Le Figaro que le merece un comentario despectivo en el Journal, que lo califica de uno de esos «fripouilles du journalisme». El 3 de marzo del 1889, Edmond asiste al estreno de la comedia de Paul Alexis y Oscar Méténier Monsieur Betry; muy cerca, delante de él, está Vitu, «plus tête de mort qu’à l’ordinaire». Y con motivo de la repercusión en la prensa del fallecimiento de Vitu el 5 de agosto del 1891, Edmond exclama irónicamente: «La mensongère oraison funèbre qu’a faite de cet “homme de bien” la presse tout entière» (Goncourt, 1989, pp. 215, 397 y 616). Por último, para perfilar la figura de Vitu, quiero recuperar la presentación que el semanario parisiense en castellano El Americano ofrecía de él en noviembre de 1873 con la voluntad de presentar a sus lectores a los principales periodistas de París:6 El físico de un coronel de cazadores y la erudición de un benedictino. Mucha experiencia de la vida, mucho hábito de tratar entre bastidores con los grandes muñidores de la sociedad, capitalistas y hombres de Estado, buen gusto, sano juicio, aplomo y habilidad, tales son las cualidades salientes de M. Vitu periodista, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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político antaño, crítico dramático de Le Figaro y financiero de Le Gaulois ogaño. M. Vitu ha colaborado en infinitos periódicos, ha publicado algunos libros que alcanzaron pasable notoriedad y ha sido redactor principal de Le Constitutionnel y en jefe de L’Étendard7. Bonapartista acérrimo, el Imperio le ayudó a prosperar y le hizo oficial de la Legión de Honor. Su competencia en tratar las cuestiones financieras ha valido y vale a M. Vitu pingües emolumentos. A eso sin duda se debe que hoy no escriba casi sino boletines rentísticos que cubren sus necesidades, y artículos de crítica literaria que satisfacen su gusto por las bellas letras. Carácter simpático y cortés, M. Vitu cuenta algunos envidiosos, muy pocos enemigos y muchos apasionados. III

En el epílogo de Por Francia y por Alemania (Crónicas de la Exposición) (1890), y al justificar la reunión de sus restantes crónicas sobre el certamen internacional de París, Pardo Bazán señala la oportunidad que le ofreció el director de La España Editorial, donde había publicado unos pocos meses antes Al pie de la torre Eiffel (Crónicas de la Exposición) (1889): «De la misma opinión fue mi inteligente y animoso editor, el señor Manso de Zúñiga, fundador de la importante casa editorial La España Editorial; y los hechos justificaron el dictamen de editor y amigos, pues la tirada copiosa del primer tomo ya se encuentra punto menos que agotada, al mes y medio de haber visto la luz» (Pardo Bazán, 1890, p. 250). Jesús Manso de Zúñiga8 y la casa La España Editorial son los artífices de la publicación de París, que se anunciaba como «en prensa» en la contraportada de Al pie de la torre Eiffel. Dicho reclamo publicitario, no del todo exacto en sus precisiones, es importante para conocer el contexto editorial de su traducción al castellano por parte de Pardo Bazán: Soberbio volumen, tamaño folio, impreso con verdadero lujo. Contiene 500 páginas de texto y 450 dibujos inéditos, ejecutados por excelentes artistas. Completan la obra treinta hermosos grabados de gran tamaño, un plano de París y una carta de sus alrededores. Precio de cada cuaderno, que contendrá veinte páginas, una peseta. Nadie como Augusto Vitu, presidente hace muchos años de la Sociedad de la Historia de París, hubiese podido presentar un libro tan metódico, tan lleno de gracia, a la vez que escrito con elegante estilo, y evidenciando a cada momento los conocimientos especialísimos del autor y su ciencia profunda de la arqueología parisiense. 55

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[...] Algunas páginas destinadas a dar cuenta de la Exposición Universal de 1889 terminan esta obra, admirable por su forma, deliciosa por su contenido e incomprensible por su precio. [...] Para mayor garantía de la buena fe con que emprendimos esta obra, hemos conseguido que se encargue de su traducción la insigne escritora Emilia Pardo Bazán. Nadie como ella, que tan a fondo conoce la capital de la vecina República, podía (a nuestro juicio) dar cima a tan penosa tarea, y debemos consignar aquí nuestra gratitud a la ilustre autora que tan galantemente se ha brindado a ayudarnos en nuestra empresa. La obra constará de veinticinco a veintiocho cuadernos, al precio ínfimo de una peseta, con objeto de hacerla asequible a todas las fortunas. Rogamos a nuestros señores corresponsales, especialmente a los de América, se sirvan hacernos los pedidos con antelación para que no sufran retraso en sus envíos. En consecuencia, sabemos que, tan pronto como el libro de Vitu vio la luz en Francia, la casa La España Editorial y la imprenta Rubiños pusieron manos a la obra para publicar por entregas –por cuadernos, que fueron treinta– la traducción castellana que, con una celeridad sorprendente, llevó adelante Pardo Bazán, quien tenía en preparación –así lo anuncia la editorial– la traducción de Los hermanos Zemganno de Edmundo de Goncourt. Doña Emilia debía tener muy adelantada para esas fechas dicha traducción, a juzgar por la confesión de los Apuntes autobiográficos fechados en septiembre de 1886 en la granja de Meirás: «No quiero omitir que este año me he metido a lo que nunca pensé: a traductora, y traductora del francés, que es oficio bastante humilde [...]. Se me ocurrió trasladar en castellano Les frères Zemganno, no solo por experimentar, si es dable hacerlo sin robarle a Goncourt la flor ni al castellano la honra, sino por simple simpatía personal y antigua admiración hacia el artista exquisito» (Pardo Bazán, 1973, p. 729).9 Las cartas a Galdós que doña Emilia cursa con alta frecuencia durante el año 1889 confirman la extraordinaria sintonía que la escritora coruñesa encontró con el editor Manso de Zúñiga –figura clave para la puesta en marcha del Nuevo Teatro Crítico en enero de 1891 desde su casa editorial–, y a buen seguro confirman las rápidas negociaciones que el editor madrileño llevó a cabo en CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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París para la inmediata publicación de la joya bibliográfica de Vitu. Veamos. Desde Madrid (16 de marzo de 1889) escribe a Galdós: «El señor don Jesús Manso de Zúñiga, que entregara a usted esta carta, es un nuevo editor de muy buenos propósitos y de formalidad no común en la clase en que más por amor a las letras que por “vil interés” ha ingresado». El 5 de octubre de 1889, tras el viaje juntos a Alemania a finales del verano, le escribe desde Madrid: «De buena gana me hubiese detenido en París algún día más, pero Manso de Zúñiga quiere publicar mis crónicas de la Exposición y, como el asunto es de actualidad, me ha dado prisa a volver para cogerle aquí y entregarle el original, pues, de otro modo, como el regresa a París, no podría yo dárselo ni él imprimirlo hasta noviembre». Ya en A Coruña (17 de noviembre de 1889), se disculpa doña Emilia (2013, pp. 97, 146 y 159) de no escribirle por extenso debido «a pruebas de imprenta, rancheros literarios y otros excesos, estoy que no puedo resolverme de ocupada». ¿Serán acaso los «rancheros literarios» los trabajos ya iniciados de la traducción de Paris? Evidentemente, tan solo la recuperación de la correspondencia cruzada entre el editor y la escritora puede certificar estos y otros extremos de la traducción del libro de Vitu, en un momento crucial de la biografía y de la aventura literaria de Pardo Bazán: la muerte de su padre en 1890 y los prolegómenos del esfuerzo intelectual fascinante del Nuevo Teatro Crítico (enero de 1891). Conocemos la distribución de la obra mediante treinta cuadernos gracias a las sucesivas informaciones aparecidas en La Vanguardia, desde marzo de 1891 a febrero de 1892, cuando ya la comercialización del Nuevo Teatro Crítico (desde enero del 1892) no depende de La España Editorial. Este dato no debe caer en saco roto, dada la hipótesis que sostengo: la escritora aceptó la traducción de la obra para facilitar la empresa que en verdad le importaba, el lanzamiento del Nuevo Teatro Crítico. El 25 de marzo de 1891, La Vanguardia informa: «Hemos recibido los once primeros cuadernos de la obra París de Vitu, traducida por la reputada escritora Emilia Pardo Bazán y adornada de hermosos grabados. Oportunamente nos ocuparemos de este libro importante». El 19 de abril acusa recibo de los cuadernos doce y trece, y así sucesivamente –manteniendo la promesa de reseñar la obra– hasta el 20 de febrero del 1892: «Hemos recibido el cuaderno treinta y último de la magnífica obra París. Pronto nos ocuparemos de ella». Lo cierto es que el periódico de los Godó no se 57

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ocupó de París, pese a la buena relación que había existido entre Boixet y Vitu y a que uno de los redactores habituales del diario y director de los semanarios satíricos La Campana de Gracia y La Esquella de la Torratxa, Josep Roca i Roca, fuese admirador de doña Emilia: «La firma de doña Emilia Pardo Bazán es hoy una de las que más alto se cotizan así en nuestro país como en el extranjero», escribía en La Vanguardia del 28 de julio de 1895. Seguramente, la publicación de París por entregas no facilitó una recepción oportuna (ni siquiera Clarín bromeó con la ideología bonapartista de Vitu o con la afinidad más o menos aparente con el publicista francés que Pardo Bazán reflejaba en «Al lector»). La única reseña de cierto interés es muy tardía y me temo que de circunstancias: se ofrece con la firma de Bibliófilo en El Imparcial (2 de marzo de 1903) y en ella se resalta el importante papel de doña Emilia, «nuestra ilustre colaboradora», además de reproducir parte del texto de «Al lector», cuya primera parte –la segunda atañe al arte de traducir y la ha publicado la profesora Freire– descubre la atalaya desde la que la escritora coruñesa leyó e interpretó la obra de Vitu y transcribo a continuación. AL LECTOR

La obra que hoy sale a luz vertida al castellano –con cuanto esmero y fidelidad me ha sido dable– es de aquellas que deben enriquecer la biblioteca de toda persona deseosa de conocimientos sólidos y nociones exactas relativas a una de las maravillas del mundo civilizado, que es sin duda alguna París. La bibliografía parisiense se cuenta por millares de libros: sobre París se han escrito innumerables monografías históricas, anales, descripciones, disertaciones, noticias, guías, crónicas, recuerdos, informes, estadísticas, almanaques, estudios y artículos de costumbres en el género de los de Mesonero Romanos referentes a Madrid; se han catalogado los gritos y pregones de sus calles, el aflamencado caló de sus mercados y plazuelas, las danzas y piruetas de sus bailes estudiantiles, los productos de sus fábricas y hasta los misterios de su hampa o academia de ladrones –que de todo esto hay en París, y con mayores analogías de las que a primera vista pudieran sospecharse, entre su mapa picaresco y el nuestro más neto y castizo–. A pesar de haberse escrito tanto, la obra monumental de Augusto Vitu puede alabarse de ser la mejor, tal vez la única donde metódicamente, con rigurosa precisión e infatigable diligencia, se hace la anatomía de París miembro por miembro, y se satisface la aspiración de los que, cansados de las amenidades CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ligeras y en ocasiones fantásticas de la crónica, buscan noticias completas y fundadas. Augusto Carlos Josef Vitu, autor de esta obra, es de los publicistas más conocidos y afamados en la vecina República. De edad ya avanzada, pues nació el año 1823 en Meudon, y asiduo al remo de la pluma desde los dieciocho de su mocedad, adornan su hoja de servicios numerosísimos trabajos, entre los cuales se destacan algunos que revelan conocimiento profundo y razonado del ópido parisiense: París veraniego, verbigracia. En sus escritos alterna la erudición literaria e histórica con el estilo y modo más rápido y animado de la prensa periodística, y de la mayor parte de sus estimadas producciones se han agotado prontamente ediciones numerosas. El reimprimió, con celo de bibliófilo, libros que habían llegado a ser verdaderas rarezas; y periódicos de tanta importancia como el Gaulois y el Figaro le cuentan entre sus redactores más apreciados. Dejando aparte los méritos contraídos por Vitu en su ya larga y fecunda carrera, y concretándome a la obra que he tenido la satisfacción de poner en castellano, yo debo declarar –sin que me ciegue el interés que siempre despierta la colaboración, por mínima que sea– que me parece un libro de oro, útil, serio, ameno y verídico. La mayor parte de los escritos sobre París adolece de una ligereza funesta: píntase en ellos, por regla general, la ciudad del ocio, cuando no del libertinaje; la vida febril y huera de los vagos, que ni en París ni en parte alguna escasean, y aquellos pormenores, vulgares ya en fuerza de haberlos reproducido una y otra vez la sátira y la caricatura, pormenores que pueden fascinar al viajero de quince dial, al que se dirige a la capital de la República Francesa con intento de echar una cana al aire, y sin conocer la historia, la importancia, el subsuelo, por decirlo así, de la gran Lutecia; mas no a los que se pagan de datos firmes. Bien como los turistas de pacotilla se representan a Nápoles en figura de un volcán y de un plato de macarrones, y a Londres como un servicio de té que huele a carbón de piedra, de París lo que suele imaginarse el curioso insípido es una serie de tiendas, fondas y mujeres de casa llana, mucho trapo, mucha trufa y mucho sacar dinero. Hay, sin embargo, un París artístico, arqueológico, social, administrativo, comercial, industrial, histórico, político, anecdótico, que merece también la atención y la simpatía de la gente estudiosa y amiga de penetrar más allá de la corteza, y este París es el que resalta en las bien pensadas y mejor nutridas páginas de la obra de Vitu. Yo confieso que al abrirla y examinarla desde el punto de vista tipográfico, antes de resolverme a emprender su traslación al 59

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idioma patrio, experimenté cierta desconfianza respecto al valor intrínseco de la parte literaria. Estamos acostumbrados en España a que cuando adornan un libro magníficos grabados, el texto aparece sacrificado a la ilustración, o, mejor dicho, esta sirve únicamente de mampara a la inferioridad e insulsez del texto. Grata fue mi sorpresa cuando comprobé que Paris de Vitu no ha sido escrito para justificar la aparición de una obra de lujo, de una serie de hermosos diseños y primorosas láminas, tirada en rico papel y envuelta en ostentosa encuadernación. Nada de eso. No solo el texto de Paris es digno de su bella edición, sino que, publicado sin lámina alguna ni más adorno que su prosa sobria, clara y elegante, obtendría el mismo éxito que obtiene con tan lujosa vestidura, y sería siempre la obra de consulta de los que aspiran a conocer plenamente no solo la fisionomía, sino la complexión y naturaleza íntima de la capital francesa. Descuella Vitu especialmente como perito en ciencia arqueológica. Sus dictámenes y juicios, tan destituidos de impertinente pedantería como de romántica credulidad, son un modelo en su género. Depurador escrupuloso de las tradiciones viejas, cuyo encanto sabe respetar, ni paga tributo al afán, tan propio de los eruditos de profesión, de atribuir a cualquier monumento origen venerando y antigüedad remotísima, ni amontona datos indigestos, ni concentra la luz en un solo punto, dejando los restantes en sombra. Monumento que él describa es como si lo viésemos en su conjunto y detalles, conociendo de él lo que vale realmente, y teniendo de su importancia y puesto en la historia del arte idea exactísima. Citaré, como muestra de esta cualidad que es forzoso reconocer en Vitu, la monografía sobre el famosísimo templo de Nuestro Señora. ¡Con qué seguras pinceladas nos describe aquel encaje de piedra, aquellas gárgolas fantásticas y peregrinas, aquel prodigio del arte gótico, inmortalizado por la inspiración de Victor Hugo! No insisto más en lo que todo lector apreciará y verá con sus ojos en cuanto saboree las primeras páginas de la obra monumental de Vitu. Sin embargo, no quiero suprimir otro elogio que, si no es de carácter literario, no por eso dejará de interesar a la mayor parte de los que hablan y leen la lengua española. La obra de Vitu respira un templado espíritu católico, lleno de tolerancia, pero que en ocasiones delata a un creyente sincero. Al describir las iglesias y las imágenes; al recordar los días de gloria de la Francia antigua, por el pico de su pluma, siempre imparcial y serena, transpira la emoción. El sabio, el inteligente admirador de las bellezas arquitectónicas, el devoto de los sagrados recuerdos, el cronista de París, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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no puede perdonar a los vándalos comunistas que blandiesen la tea incendiaria y derramasen el nauseabundo petróleo sobre los edificios venerables, honra de la metrópoli y tesoro de la nación. Las llamas que devoraron techos y pinturas murales, cuadros de inestimable valor, archivos atestados de documentos, bibliotecas y palacios dejaron en los ojos de Vitu su siniestro reflejo rojizo, y, cuando tiene que tratar de revoluciones y disturbios, su estilo severo fustiga y condena. Si bien en la segunda parte de «Al lector» Pardo Bazán apunta, en sus notas como traductora, que conservó los términos franceses en la nomenclatura jurídica y españolizó lo que pudo «los nombres de personas, pueblos, monumentos y calles» –pero «si algún punto me ha parecido dudoso, haré por aclararlo en brevísima nota»–, lo cierto es que dicho propósito no se cumple. Ninguna de las siete notas que la traductora añadió tiene que ver con la declaración de intenciones de «Al lector». En cambio, salvo la primera, que es de orden lingüístico, y la cuarta, que aclara una supuesta confusión de Vitu, la segunda, la tercera y la séptima tienen un sabor político sobre las relaciones históricas de España y Francia. En este sentido, conviene recordar escuetamente que, en el epílogo de Por Francia y por Alemania, Pardo Bazán (1890, p. 248) ajusta de modo muy certero su pensamiento sobre estas relaciones: «Francia ni puede ser nuestra aliada política, ni cabe que la adoptemos por modelo exclusivo, imitándola servilmente en todo; pero esto no quita para que sea una grande, poderosa, ilustrada, activa y fuerte nación». Al respecto del desconocimiento y la desconfianza de los franceses sobre España, creo que uno de los textos más indicativos procede de La Ilustración Artística (11 de octubre de 1909), cuando era presidenta de la Sección de Literatura del Ateneo de Madrid. Había llovido bastante desde la publicación de París: «Hay en Francia tendencia a la simpatía cosmopolita: para todas las naciones tiene Francia una sonrisa de fondista amable, que se despepita por agradar a la clientela. Quizás la única excepción a esta regla del carácter nacional sea su modo de tratar a España, en el cual se une el desdén a la curiosidad malsana y picaresca». La quinta y la sexta nota apuntan a las vivencias de sus viajes a París, en concreto a sus largas horas de estancia en la Biblioteca Nacional, de las cuales da sintética noticia a Galdós en carta del 5 de febrero de 1885, entre otros testimonios de los que prescindo: «Me hallo aquí desde hace algún tiempo estudiando en la 61

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Biblioteca algo referente a nuestro ayer literario [...]. ¡Qué bien se estudia aquí, qué hermoso silencio el de las grandes ciudades! Acostumbrada yo a las impertinencias de la vida de provincia (reniego de ella), me parece ahora mentira poder disponer de 6 horas diarias, mías, para el trabajo» (Pardo Bazán, 2013, pp. 51-52). Dada la rareza de la joya bibliográfica que es París, transcribo las notas de Pardo Bazán y su contexto. Las siete notas son las siguientes (indico el pasaje textual al que se refiere, la página y la propia nota): •  En las islas de San Luis y de la Cité (p. 6): «La palabra hotel, que ya va empleándose en lengua española, no solo con la acepción de “fonda montada a la francesa” sino con la de “casa que habita entera el dueño o un solo inquilino”, me parece, sin embargo, tan malsonante y bastarda que creo la sustituye con ventaja en el presente caso el vocablo palacete». •  Museo de Cluny / las coronas de los reyes visigodos (p. 169): «Joyas que nos pertenecieron a los españoles, como que son las encontradas en Guarrazar, y que para mengua nuestra hemos dejado que pasasen a una colección extranjera [joyas descubiertas en 1858]». •  Museo del Luxemburgo / «Desgraciadamente, el año 1815 arrebató a nuestros museos los lienzos que en ellos acumularan nuestras victorias» (p. 267). «No puedo menos de indicar o sugerir en contra de este párrafo una protesta que adivinará todo español, sin que yo la formule explícitamente». •  «Jardín de las Tullerías, Campos Elíseos, bosque de Bolonia, parque de Monceaux y parque de los Cerrillos de Saint-Chaumont, cuya pintoresca belleza eclipsa a los más famosos paseos de Europa, los Cascine de Florencia, el Prado de Madrid...» (p. 342): «Suponemos que el autor confunde el Prado con el Retiro, o atribuye al Prado una extensión y amenidad que no tuvo nunca». •  Biblioteca Nacional / «Los trabajadores más modestos encuentran en el alto personal de la Biblioteca Nacional guías ilustrados y seguros» (p. 502): «La traductora ha trabajado bastante en esta biblioteca y podría discutir no la afabilidad de los empleados, pero sí la construcción y organización de la sala de estudio, y de la biblioteca en general. Es inconcebible, por ejemplo, que la nación francesa, tan rica e ilustrada, no pueda aumentar el personal, y tener CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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abierta la biblioteca siquiera hasta media noche, pues, cerrándose, como se cierra, a las cuatro de la tarde, hay muchísimas personas que no la podrían aprovechar nunca. •  Biblioteca Nacional / ínfima catalogación (p. 503): «Sin catálogo, esta inmensa biblioteca es casi inútil o cuando menos solo sirve para los que ya van, como suele decirse, a tiro hecho, provistos de las indicaciones bibliográficas necesarias. Aún lloro las horas que esta deficiencia de catalogación me obligó a perder. ¿No es extraño que París no pueda acabar de catalogar su biblioteca?». •  Plaza de la Estrella / «Napoleón I fue quien eligió el redondel de la Estrella para conmemorar las victorias francesas» (p. 520): «Y también algunas derrotas, al menos por lo que a España se refiere». Pardo Bazán tradujo Paris por una decisión que explica y justifica en los primeros párrafos de «Al lector», lo que no es óbice para mantener la hipótesis que he formulado, sobre todo porque la prosa expositiva de Vitu no es la de los Goncourt y, como conviene no olvidar, cuando Eduardo Gómez de Baquero «Andrenio» la interrogaba retóricamente sobre las razones por las que no había traducido a Émile Zola, doña Emilia contestaba (La Ilustración Artística, 20 de octubre de 1902): «No le traduje, ni le traduciría, por varias razones, entre ellas porque Zola, que fue un gran artista, no fue un artista de la forma, exquisito, raro, refinado como los Goncourt y traducir a Zola... sería traducir, y no más». A buen seguro, Pardo Bazán se esforzó para que la traducción de Paris fuese algo más que traducir, tanto en el quehacer específico como en la estrategia para abonar el camino del Nuevo Teatro Crítico. El nueve de febrero de 1896, Juan Valera (2007, p. 148), quien había regresado a Madrid de su estancia diplomática en Viena, escribe a Rubén Darío y le comenta que Emilia Pardo Bazán «va a escribir más que el Tostado y sobre todos los asuntos y materias que pueden ocupar el espíritu humano». No andaba equivocabo el escritor cordobés; en efecto, la obra de Pardo Bazán ya lo confirmaba. Así, la ingente obra de la escritora coruñesa nace, al margen de otras consideraciones que tienen que ver con su condición de mujer gallega, de dos características que aprendió en su admirado padre Feijoo: una infinita curiosidad y un eficaz, preciso y sugestivo «tino mental». Ambos rasgos contribuyeron a convertirla en una intelectual imprecindible de la cultura gallega, española y europea. 63

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Portada de la traducción castellana de Paris, de Auguste Vitu (1890).

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Reclamo publicitario aparecido en Cuentos morales de Leopoldo Alas «Clarín» (1896).

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NOTAS 1 Véase «Emilia Pardo Bazán, cronista en París (1889)» (Revista de Literatura, 140.LXX, 2008, pp. 507-532). 2 «El año de 1890, dedicado al trabajo y al estudio, es para ella uno de esos años, que hay en la vida de las personas, en que uno se siente capaz de todo», escribió con agudeza Carmen Bravo-Villasante (1973, p. 188). 3 Si no ando errado, en la selva bibliográfica acerca de la personalidad y la obra de Pardo Bazán, solo las profesoras Ana María Freire y Dolores Thion se han ocupado de la traducción de Paris. La primera, en su artículo «Emilia Pardo Bazán, traductora. Una visión de conjunto» (2006), reproduce fragmentariamente el texto «Al lector», con el que doña Emilia abría su traducción. Dolores Thion lo hace en un denso y largo artículo en el que examina las características de la traducción, «¡Aquel París! Emilia Pardo Bazán traductora de Auguste Vitu». 4 Véase el texto de Marta Giné-Janer «La Exposición Universal de Paris (1889). Su recepción en La Vanguardia» (2008). 5 Tomo los datos de la excepcional biografía de Zola a cargo de Henri Mitterand (2001). 6 La finalidad principal de El Americano (1872-1874), tal y como sostiene el propio semanario, es «estrechar los lazos que unen la América Latina con la Europa del mismo origen, dando a conocer a esta las cosas y los hombres trasatlánticos y recíprocamente». 7 Ambos periódicos –el segundo nacido en 1866 y fracasado casi de inmediato– son incondicionalmente bonapartistas. Tomo los datos de Christophe Charle (2004). 8 En una carta de Pardo Bazán a Edmundo de Goncourt (19 de mayo de 1890), a propósito de la traducción de Les frères Zemganno, escribe sobre Manso de Zúñiga: «L’honnêteté et la délicatesse de cet éditeur». Cito por el excelente artículo de Francisca González Arias (1989, p. 442), «Emilia Pardo Bazán y los hermanos Goncourt: afinidades y resonancias». Años después doña Emilia recordaba en La Ilustración Artística (3 de febrero de 1902): «Una casa editorial que nació bajo muy buenos auspicios –los de Manso de Zúñiga– y que, por causas ajenas a los vaivenes de la librería, quebró algunos años después». 9 Más precisiones en el texto de Ana María Freire «Emilia Pardo Bazán, traductora: una visión de conjunto» (2006, pp. 150-153).

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BIBLIOGRAFÍA · Azorín. «Lejos de la Patria», Escritores, Biblioteca Nueva, Madrid, 1956, p. 182. –, Madrid. Obras escogidas III (editado por Miguel Ángel Lozano Marco), Clásicos Castellanos, Espasa, Madrid, p. 1033. · Bravo-Villasante, Carmen. Vida y obra de Emilia Pardo Bazán, Magisterio Español, Madrid, 1973. · Charle, Christophe. Le siècle de la presse (1830-1939), Seuil, París, 2004. · Freire, Ana María. «Emilia Pardo Bazán, traductora. Una visión de conjunto», Traducción y traductores: del Romanticismo al realismo (editado por Francisco Lafarga y Luis Pegenaute), Peter Lang, Madrid, 2006, pp. 143-158. · Gener, Pompeyo. Mis antepasados y yo. Apuntes de unas memorias (editado por Josep M. Domingo), Punctum, Lleida, 2007. · Giné-Janer, Marta. «La Exposición Universal de París (1889). Su recepción en La Vanguardia», La culture de l’autre, 2008, pp. 1-15. · Goncourt, Edmond y Jules. Journal. Mémoires de la vie littéraire, III (1887-1896) (editado por R. Ricatte), Robert Laffont, París, 1989. · González Arias, Francisca. «Emilia Pardo Bazán y los hermanos Goncourt: afinidades y resonancias», Bulletin Hispanique, 91.2, 1989, p. 442. · Mitterand, Henri. Zola. L’homme de Germinal (18711893), II, Fayard, París, 2001. · Pardo Bazán, Emilia. Por Francia y por Alemania (Crónicas de la Exposición), La España Editorial, Madrid, 1890. –, Apuntes autobiográficos. Obras completas III (editado por Harry L. Kirby), Aguilar, Madrid, 1973. –, «Miquiño mio»: cartas a Galdós (editado por Isabel Parreño y Juan Manuel Hernández), Turner, Madrid, 2013. · Pla, Josep. Homenots. Quarta sèrie, obra completa, 29, Destino, Barcelona, 1991. · Thion, Dolores. «¡Aquel París! Emilia Pardo Bazán traductora de Auguste Vitu», Cahiers Galiciens, 4, 2005, pp. 197-242. · Valera, Juan. Correspondencia VI, 1895-1899 (editado por Leonardo Romero Tobar), Castalia, Madrid, 2007.

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Por José María Paz Gago

De MOLESTO FASTIDIO a distracción favorita: Emilia Pardo Bazán ante el cinematógrafo Mujer de su tiempo aunque suene a tópico manido, siempre atenta a los avances de las ciencias y las técnicas de su época, doña Emilia no podía ser ajena a la prodigiosa imagen en movimiento que irrumpía en su admirada Francia hacia el año de 1895, cuando ella frisaba los cuarenta y cuatro años. Mientras que Clarín solo cita en una ocasión el cine en sus escritos (Paz Gago, 2001-2002), Pardo Bazán fue diseminando comentarios sobre el invento de los Lumière a lo largo de los veinte primero años del siglo xx, justamente las dos décadas que sobrevivió al asturiano. La escritora coruñesa será una espectadora privilegiada del cinematógrafo, de modo que sus interesantes reflexiones sobre las proyecciones de películas permiten observar tanto la evolución tecnológica y artística del invento como su progresiva afición al visionado de películas. Pardo Bazán dará cuenta en sus crónicas periodísticas del proceso evolutivo que lleva del modo de representación primitivo, limitado y teatralizado, al modo de representación institucional propio del cine clásico silente, basado en un lenguaje propio. El lenguaje cinematográfico, en efecto, empieza a configurarse a partir de los años diez del pasado siglo, haciendo posible su temprano estatuto artístico de pleno derecho, el séptimo arte. Dando muestras de una sabiduría poco común, la escritora es capaz de rectificar su juicio sobre el defectuoso cine primitivo para valorar el cinematógrafo más evolucionado y perfeccionado en técnica y en resultados artísticos. De hecho, la autora de La Quimera terminará siendo una gran aficionada, entusiasta de películas como Cabiria (Pastrone, 1914) o Madame Butterfly (Fritz Lang, 1919). Este paso del odio al amor tendrá su recompensa, 67

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pues una cámara de cinematógrafo la captará un día de 1920 para dejarnos una imagen fiel e imperecedera de su augusta persona. Si en 1900 afirma doña Emilia con contundencia: «Me fastidia el cinematógrafo», y en 1908 declara que el cine de ficción «no puede menos de infundirme cierto desdén»; a partir de 1915 comienza a apreciar un cine que acaba de inaugurar su lenguaje propio de la mano de David W. Griffith. En esa ocasión se corrige aconsejando: «No conviene desdeñar mucho las películas cinematográficas». Rememorando sus pasadas reticencias, rectifica sus opiniones en 1920: «Mi impresión de conjunto es ya francamente favorable al cinematógrafo, que ha llegado a contarse entre mis distracciones favoritas». Doña Emilia hace gala de su visionaria inteligencia estableciendo una comparación entre cine y literatura: «He aquí que, al definir la impresión que el cine me causa, se me ocurre mirarlo desde el punto de vista literario, y establecer ligeras comparaciones con la literatura», tal como afirmaba ya en 1908. Espectadora de vistas cinematográficas primero y aficionada a la proyección de películas más largas después, Pardo Bazán no dejó de reflexionar sobre las posibilidades artísticas y literarias de aquel balbuciente arte de la luz y del silencio (Paz Gago, 2008). CRÍTICA DEL CINEMATÓGRAFO PRIMITIVO

Diversión popular y atracción de feria en sus orígenes, la ilustre escritora no tendrá muy buena opinión de los espectáculos de variedades que se prodigaban en teatros y circos de entonces: desde números ecuestres y de prestidigitación, ilusionismo y adivinación, hasta fonógrafos o cinematógrafos. A ellos se refiere al hablar de la temporada teatral 1912-1913 en los coliseos madrileños, en los que –opina– los empresarios «han dado entrada franca, no solo al cine, a las varietés, las cupletistas, los ilusionistas, los adivinadores, duetistas, tríos y excéntricos» (Pardo Bazán, 23 de junio de 1913, p. 410). Lamentándose de que el madrileño circo de Parish ya no tiene público mientras los demás teatros se han convertido en circos, «o cosa análoga», se queja del «maleficio» que el cine parece haberles echado, cada vez más alejados del verdadero arte. Si a ese entorno desfavorable unimos las deficiencias técnicas del cinematógrafo primitivo, lógicamente muy poco evolucionado en 1900, podemos entender el poco entusiasmo que en la autora de La Tribuna suscitó el cinematógrafo Lumière. Recién iniciado el nuevo siglo, doña Emilia dedica una de sus crónicas CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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de La Ilustración Artística barcelonesa a diversos espectáculos, desde peleas de fieras a laberintos y panoramas, refiriéndose a toda una serie de inventos utilizados con fines recreativos: los cinematógrafos, los fonógrafos, los grafófonos y los calidoscopios (Pardo Bazán, 12 de febrero de 1900, p. 106). Es curiosa la opinión negativa que le merecen estas «invenciones», definidas peyorativamente en el texto como «juguetes de niños; juguetes de la ciencia, reñidos con el arte», pues son incapaces de producir ideas o sentimientos anímicos. Doña Emilia se refiere a estos aparatos importados del extranjero que empiezan a popularizarse en nuestro país, tecnologías embrionarias entonces que menosprecia por ser incapaces de producir «la emoción intensiva que el arte proporciona». Sorprende tal opinión en una persona siempre interesada por los artilugios más sorprendentes, utilizados por los innumerables espectáculos precinematográficos tan presentes en los escenarios decimonónicos. Baste recordar las páginas de La Tribuna donde cobran protagonismo máquinas fotográficas y estereóscopos, o la alusión en uno de sus artículos, por ejemplo, al telekino (Pardo Bazán, 4 de diciembre de 1905, p. 778)1. Al reconocer a regañadientes que asiste a proyecciones de vistas en movimiento –«Solo cuando no tengo más remedio me acerco a esos juguetes de la ciencia»–, declara la molestia que le produce el cinematógrafo debido a las deficiencias técnicas de los primeros proyectores Lumière: «Me fastidia el cinematógrafo, con su parpadeo y su temblequeteo y su pase de chispas continuo». En efecto, su juicio negativo se explica por el estadio poco evolucionado técnicamente de un sistema de proyección premioso y torpe, responsable de que las cintas primitivas superasen raramente los 250 metros de longitud, menos de 5 minutos de duración, y por lo insoportable que resultaba a la vista de los espectadores el tembloroso arrastre de la película. Tales deficiencias eran debidas tanto a la lentitud de la cadencia de proyección como a los destellos producidos por la doble fase de obturación/iluminación, entre las cuales la película se desplazaba ligeramente. Otra causa frecuente de la fatiga ocular era el mal estado tanto del soporte celulósico y de los clichés, que producían desenfoque, como de las perforaciones para el arrastre, responsables del temblequeo, auténtica «trepidación», en la pantalla. Estos problemas derivados de un defectuoso arrastre de la película perforada y causante del molesto parpadeo desanimaron 69

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a sus propios inventores y quizás por eso Antoine Lumière, padre de dos geniales inventores pero pésimo profeta, hiciese aquella decepcionante declaración a Méliès: «Quizás el cinematógrafo pueda ser explotado como una curiosidad científica, pero es un invento sin ningún porvenir». En 1908 volverá a ocuparse doña Emilia, también en su sección «La vida contemporánea» de La Ilustración Artística, de lo que llama entonces con mayor benevolencia los «espectáculos visuales», certificando el incremento y difusión imparables de cinematógrafos, fonógrafos o gramófonos, a los que ahora define, en sentido mucho más positivo, como «refinamientos de la más avanzada civilización moderna» (Pardo Bazán, 7 de diciembre de 1908, p. 380). Da cumplida cuenta Pardo Bazán del enorme éxito que tiene entre el público el cinematógrafo –«Y es imposible que una concurrencia demuestre mayor satisfacción ante un espectáculo, que demuestra la de los cines»– para referirse de nuevo a los defectos y riesgos que comporta una tecnología visual todavía, nunca mejor dicho, balbuciente. Incesantemente protesta la escritora coruñesa contra «el peligro de incendio, siempre inminente», y los riesgos tanto para la vista como para el cerebro, debido al ya citado parpadeo de los proyectores y a las rápidas transiciones de luz, ofreciendo un par de soluciones para la protección de los ojos: utilizar gemelos de cristales verdosos y alternar los días de asistencia al espectáculo para evitar someter a los ojos a «violentas y prontas contracciones». VALORACIÓN DEL CINE CLÁSICO SILENTE

La progresiva solución de esas imperfecciones explicaría su evidente cambio de opinión sobre el nuevo arte, tal como expone en una nueva crónica, esta vez aparecida en una publicación especializada en el nuevo medio, La Esfera Cinematográfica, en 1920. En efecto, en su último y definitivo escrito sobre el séptimo arte da cuenta de las consabidas razones técnicas de su inicial impresión desfavorable, de su declarado desagrado: «El parpadeo y el temblor especial de las imágenes, y aun la excesiva rapidez con que cambiaban las vistas (ignoro si se llaman así) que van sucediéndose. Temí yo que me causasen fatiga cerebral». Superadas esas dificultades, podrá valorar el séptimo arte con indisimulado entusiasmo. Los problemas de visión que aduce la escritora eran percibidos en la época como médicos. De hecho, desde 1909 se CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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empieza a hablar de las «cinematoftalmias» o trastornos oculares por cinematógrafo, enfermedad debida a un espectáculo nuevo para el doctor Ginestous (Lefebvre, 2004, pp. 131-137). Aunque se trataba de meras molestias sin carácter maligno dieron lugar a abundantes consultas oftalmológicas. En su comunicación ante la Sociedad de Medicina y de Cirugía de Burdeos, Étienne Ginestous expone un cuadro de estas molestias: fotofobia, lagrimeo, enrojecimiento de la conjuntiva o incluso conjuntivitis con picores. Para el doctor Dor, el cine provocaba asthenopia retiniana y acomodativa, síntomas inequívocos de fatiga ocular y surmenage visual. Tal como hace doña Emilia, los facultativos franceses recomiendan la profilaxis: asistir a los cines con mejores condiciones de proyección y alternar los días de visionado de películas. Aparecen, además, algunas estrategias sorprendentes, y en realidad muy poco eficaces, como el recomendado uso de cristales coloreados en azul o de colirios derivados de la cocaína y de la adrenalina (Lefebvre, 2004, p. 135). En la crónica de La Ilustración Artística que dedica al cine en 1915, doña Emilia se rinde a una invención que ha superado esos defectos y, por tanto, ya puede expresarse estéticamente y codearse con el teatro. Es más, el nuevo arte jugaría con ventaja frente al viejo de Talía, se atreve a escribir. Reconociendo los progresos del cinematógrafo tanto en el aspecto técnico como en su lenguaje específico, admite una capacidad narrativa que también debe ser perfeccionada: «Hoy se ha progresado mucho en esto: generalmente hay fijeza y limpieza en las proyecciones, aun cuando cada vez se mudan las vistas más velozmente, sin dar tiempo a enterarse, lo cual, añadido a la confusión frecuente de los argumentos, hace que se pierda el hilo de la muda narración» (Pardo Bazán, en Herrero Figueroa, 2004, pp. 118-121). Especialmente interesante es esta alusión al montaje que va imponiéndose, al hilo de los hallazgos de Griffith, y que en aquellos años podía resultar poco comprensible. Otra deficiencia técnica del cine primitivo denunciada por la escritora coruñesa es la falta de sonido sincronizado. Ella, que conoció el cine silente exclusivamente, es consciente de que la capacidad narrativa propia del cine, «la muda narración», ganaría mucho con el sonido y con la voz humana. De una forma u otra, como veremos en el siguiente epígrafe, la autora de Los pazos de Ulloa es consciente de la potencialidad narrativa del nuevo lenguaje y de su vinculación estrecha con la literatura. 71

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Su perspectiva es más audaz si cabe teniendo en cuenta que una década más tarde, cuando hace su aparición el sonoro, nuestros escritores son de opinión muy diferente a la suya y rechazan de plano la sonoridad sincronizada: «El mudo, creo que ese es el verdadero camino del cine. Son insoportables esos diálogos por el micrófono», clama Jacinto Benavente; «Que haya podido pensarse, siquiera, en el cine hablado, demuestra, en mi concepto, la desviación lamentable que el cine ha sufrido en manos de industriales beocios, sin pizca de cultura», aducirá Eduardo Marquina. De forma absolutamente avanzada a su época, invoca la necesidad de incorporar la voz humana, que solo llegará tres lustros más tarde, lamentándose del pobre lenguaje que muestran los intertítulos: «Falta solo al cinematógrafo la voz humana, que substituyen imperfectísimamente los carteles con las explicaciones. Estas suelen ser risibles, y en un castellano que se lo recomiendo a Cavia. El día que estas explicaciones llenen mejor su objeto, habrá ganado mucho el espectáculo» (Pardo Bazán, 25 de enero de 1915, p. 78). Sobre la pobreza y limitaciones de un género sintético y neutro por naturaleza como las didascalias, volverá un lustro más tarde en su ya entusiasta texto de 1920, donde da esta clave de la imposibilidad de su definitiva reconciliación con el cine: el carácter extranjerizante y dialectal del lenguaje de los letreros intercalados en las cintas silentes, que «no están en castellano, ni en francés ni en inglés, sino en una jerga especial, que llamaré jerga cinematográfica y que tengo la convicción de que esto no debiera tolerarse sin sanción. ¿Tanto trabajo costaría que alguien que supiese el castellano revisase esos letreros, los corrigiese, y los dejase, no diré en prosa cervantina, no hace falta, sino en un lenguaje corriente e inteligible?». Cronista privilegiada de su época, llama la atención la escritora coruñesa sobre los problemas perceptivos tanto en la visión como en la inteligibilidad de las historias, la falta de sonido sincronizado y la inestabilidad e imperfección de las imágenes. Todos esos defectos, naturales en una tecnología visual entonces todavía balbuciente, no impiden a doña Emilia hacerse eco del enorme éxito que tiene entre el público el cinematógrafo: «Y es imposible que una concurrencia demuestre mayor satisfacción ante un espectáculo, que demuestra la de los cines». En ese mismo año de 1915, expresaba Alfonso Reyes «Fósforo», en una de sus crónicas sobre cine en el periódico El Sol, una opinión muy contraria a la del padre de los hermanos Lumière, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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imaginando lo que llegaría a ser el séptimo arte una vez superadas las deficiencias que tanto criticó Pardo Bazán: «Porque, hay que decirlo de una vez, tenemos más fe en el porvenir que en el presente. El cine tiene, a nuestros ojos, todos los defectos y las excelencias de una promesa... Cada gesto humano, cada perfil de la civilización moderna, está destinado a vibrar en la pantalla. Estamos creando el cine, al paso que vivimos». CINE Y LITERATURA, UNA PERSPECTIVA COMPARADA. A PROPÓSITO DE CABIRIA

Ya en su crónica de 1908, de forma sorprendentemente innovadora, inaugura doña Emilia la aproximación comparatista al fenómeno de la relación entre literatura y cine: «He aquí que, al definir la impresión que el cine me causa, se me ocurre mirarlo desde el punto de vista literario, y establecer ligeras comparaciones con la literatura». Con una reflexión teórica realmente avanzada, el punto de partida es una distinción clara entre los dos grandes modos genéricos: el cine de ficción y el documental, dualidad plenamente vigente hoy. «De dos clases son las películas cinematográficas», unas que llama «realistas», sus preferidas, y otras que califica «de falsedad y ficción», sobre las que expresa sus muy platónicas reticencias aunque –señala– la obligan «a serias reflexiones». Pardo Bazán se muestra aquí claramente partidaria del cine documental, de las cintas que reproducen «cuadros de la realidad» y no oculta su entusiasmo por esta modalidad genérica: «Volviendo al cine, confesaré que las películas limitadas a reproducir espectáculos y cuadros de la naturaleza y la realidad me gustan muchísimo». Al tiempo que declara su desdén hacia el cine de ficción, realiza una interesantísima reflexión sobre las relaciones de cine y literatura e incluso sobre los primeros pasos del guion cinematográfico, tanto original como adaptado. Se refiere, de este modo, a las películas realizadas mediante «escenas compuestas artificiosamente», cuyos argumentos pueden ser «verdaderas historietas o cuentos inventados ad hoc». De entre esas historietas folclóricas adaptadas «a la exhibición cinematográfica», cita numerosos cuentos infantiles que encontraron en el cine primitivo reiterados antecedentes de las aclamadas versiones de Walt Disney como Cenicienta –Cenicienta (1898) de G. A. Smith, Cendrillon (1898) de Méliès o de Capellani (1905 y 1912)–, La bella durmiente del bosque, Caperucita colorada –Le petit chaperon rouge (1901), de Méliès–, Pulgarcito –Le petit poucé (1900 y 1905), de Pathé– 73

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o El gato con botas –Le chat botté, de Lucien Nonguet (1903) y de Capellani (1905)–. Antes de profundizar en sus historias, opone doña Emilia aquel cine infantil primigenio, basado en conocidos relatos folclóricos y populares, a los modernos argumentos ideados por los primeros guionistas, haciendo alusión al aspecto económico, tan importante en un arte que será además industria: «Lo terrible es la fantasía de los modernos, las historias y anécdotas discurridas para libretos, por cada uno de los cuales –he oído decir– se pagan cien francos... ¡Imagínense ustedes lo que imaginarán los imaginadores!». Como hará después con los filmes para niños, ofrece la escritora una completa síntesis de argumentos originales creados para el cine, tan escabrosos como movidos, de trepidante acción y efectos al mismo tiempo cómicos que trágicos, para diversión y admiración de un público irremisiblemente cautivado por aquellos defectuosos proyectores de sueños. El año 1915 ya está establecido el lenguaje cinematográfico por obra y gracia de Griffith, que inaugura en sus películas –El nacimiento de una nación es de ese año– el modo de representación institucional (MRI) (Burch, 1986), propio del cine clásico. Doña Emilia ha percibido con clarividencia este trascendental proceso técnico-artístico y en una de sus crónicas barcelonesas de 1915 confirma la canonización del séptimo arte que había proclamado Riccioto Canudo cuatro años antes: «Del cinematógrafo no se hacen encomios, pero ha llegado a la perfección y entrado en los dominios del arte». Más inusitada aún es la comparación que establece con el teatro, en la que sorpresivamente el cine puede aventajarlo: «Hoy, el teatro serio –o risueño, para el caso es lo mismo– tiene un competidor formidable en el cinematógrafo», argumento definitivo para demostrar el carácter artístico de lo que muchos consideraban un espectáculo popular, una simple atracción de feria. Sin ambages, doña Emilia expone las ventajas del invento de los Lumière sobre el espectáculo teatral, al que superará en aspectos actorales, plásticos y escenográficos: «Mejor que el teatro, nos da la plástica y la mímica y, en cuanto a escenografía, pone en juego elementos de realidad, imposibles de llevar a las tablas». Pero el descubrimiento de las posibilidades del cine como arte narrativo y ficcional estrechamente ligado a la literatura surge del visionado de una película que conmocionó a los intelectuales y escritores de la época: Cabiria. Doña Emilia hace un elogio encendido de la cinta estrenada en 1913 por Pastrone, quien pronto CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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adoptará el pseudónimo de Piero Fosco. Junto a la extraordinaria perfección técnica de esta cinta italiana, que marcará un hito fundamental en la historia del cine, especialmente por la huella que dejará en Griffith, la escritora aduce en primer lugar su prestigioso pedigrí literario. Gustav Flaubert y Gabriel d’Annunzio, nada menos: «Como nadie ignora, el argumento pertenece a Gabriel d’Annunzio», aunque reclama el mérito de la idea argumental y de su desarrollo para Salambó, dado el influjo de la novela flaubertiana que denotan, en su opinión, el guion y la cinta resultante. Lo que sí sabemos hoy es que el guion de Cabiria fue firmado efectivamente por d’Annunzio, aunque la responsabilidad de su redacción corresponde enteramente a Fosco. Eso explica la complejidad genuinamente fílmica del relato y de su montaje, que muestra una habilidad cinematográfica en el tratamiento del tiempo y del espacio nunca alcanzada hasta entonces por una película silente. De ello parece ser consciente la cronista coruñesa cuando pone de relieve la acertada estructura fílmica de Cabiria, mérito, para ella, del autor de La Gioconda, llevada al cine por Ambrosio: «Con suma habilidad, d’Annunzio encubre y deslía todas las reminiscencias, ideando una fábula más cinematográfica, más llena de sorpresas y de incidentes que la de Flaubert». Contextualizando la cinta, doña Emilia hace referencia al Quo vadis? de Sienkiewicz, relato que tanta fortuna tuvo en aquel ambiente de la Italia de preguerra, focalizado en grandes puestas en escena de la historia romana antigua. Tras Los últimos días de Pompeya (1908 y 1913), obra maestra de Luigi Maggi con fotografía de Arturo Ambrosio, en 1912 este último filma el primer Quo vadis? y Pasquali el primer Espartaco (1911) de la historia del cine. Será Fosco precisamente quien lleve este primigenio péplum a su cima con La caída de Troya, donde las masas de figurantes y las gigantescas escenografías darán su personalidad al género. Tras la Jerusalén liberada (1910), Guazzoni dirigirá su suntuosa versión de Quo vadis? (1913), a la que se refiere la autora de La Tribuna, citando algunas secuencias memorables. Al proclamar su entusiasmo por Cabiria debido al origen literario, doña Emilia atisba las posibilidades artísticas del cine narrativo de ficción y se revela una vez más en esta crónica de 1915 como una fina crítica cinematográfica: «Hay que añadir que en Cabiria se ve la mano del gran artista, y que también en las películas hay clases, ¡vaya si las hay! Cabiria, además de arte, tiene su color científico». En este sentido, se detiene con acierto en el análisis de la ambientación artística e histórica, en la adecuación 75

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de los decorados y del casting de actores: «Los detalles se ajustan a las rigurosas exigencias de la arqueología y la etnografía, y los tipos son cual los pudo soñar un pintor. Actores y actrices fueron elegidos según la etnografía lo requiere, y el negro Maccite (sic) es un ejemplar de humanidad que merece ser fundido en bronce...». Junto a las grandes estrellas del cine mudo que protagonizaban el filme –Lidia Quaranta, Italia Almirante Manzini, Umberto Mozzato–, el mayor éxito interpretativo de Cabiria lo cosechó un hasta entonces desconocido estibador del puerto de Génova: Bartolomeo Pagano. En efecto, la estatura formidable y la musculatura hercúlea que exhibía este Maciste le valieron una extraordinaria popularidad entre el público y los contratos para una interminable serie de Macistes que Pagano protagonizó durante años. La ambientación histórica está tan cuidada como la cronista pone de relieve: «Los edificios, la cerámica, los trajes, cada accesorio denuncian el esmero exquisito con que se ha estudiado esta película. No extrañaré que, en efecto, se invirtiesen en prepararla cinco años». Efectivamente, tal como había hecho en La caída de Troya, Piero Fosco lleva a sus últimas consecuencias sus innovadoras escenografías, construcciones de madera decorada de grandes dimensiones, frente a los telones pintados de hasta entonces. Esmerados revestimientos imitaban a la perfección cerámicas y mosaicos. En su escrupuloso afán realista, Fosco utilizó también decorados naturales como las cumbres nevadas de los Alpes para el paso de Aníbal, cuya expedición formada por amplias masas de figurantes, a caballo o sobre elefantes, todavía sorprende hoy. Aunque doña Emilia no lo sabía, tuvo un papel decisivo en la extraordinaria calidad técnica y estética de esta cinta italiana el operador español Segundo de Chomón, procedente de la casa Pathé. Se debe al trabajo de Chomón la puesta a punto del procedimiento del travelling para realizar en Cabiria las tomas de aquellos grandes decorados y masas de figurantes con un logrado efecto de perspectiva. También inauguró Pastrone en este memorable filme el uso de la iluminación artificial con fines estéticos, consiguiendo efectos de contraluz y claroscuro mediante el uso de focos eléctricos. El entusiasmo de la escritora coruñesa por el cine y por la película estriba, a partes iguales, en su fundamento literario, incluso poético, y en la perfección lingüística de las didascalias. Alaba insistentemente la inspiración flaubertiana –«Más aun que conCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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cretos episodios, cierta tintura general, cierto espíritu, que flota sobre todo el poema»– y no deja de poner de relieve el mérito del autor de La hija de Jorio o de La nariz, adaptadas como tantas de sus obras por Maggi y Ambrosio en aquellos años, en la resolución del problema que tanto le preocupaba, la deficiencia estilística de los letreros. Aún en 1920, cuando confiesa abiertamente su afición a las proyecciones cinematográficas, sigue quejándose de la jerga incorrecta y extranjerizante en que están redactados los intertítulos. Pero, en esta ocasión, la escritora destaca la regular traducción de los letreros de d’Annunzio, sin hacer referencia alguna a su retoricismo grandilocuente, realmente ridículo leído hoy en día. EL CINE: REALIDAD Y FICCIÓN. A PROPÓSITO DE MADAME BUTTERFLY

Doña Emilia está ya conquistada por el séptimo arte y muestra su entusiasmo por «la muda narración» en esa crónica definitiva que publica en 1920 en un medio especializado, La Esfera Cinematográfica, donde confiesa: «Mi impresión de conjunto es ya francamente favorable al cinematógrafo, que ha llegado a contarse entre mis distracciones favoritas». Ha descubierto por fin las posibilidades artísticas de un soporte narrativo ideal para contar historias de ficción con un tratamiento realista: «Yo ensalzo el cinematógrafo porque en él encuentro enseñanza de realidades, en medio de la indispensable ficción». Como había hecho años atrás, vuelve a mostrar su preferencia por el documental, por las cintas que muestran escenarios naturales, pues el realismo que reclama se refiere a las localizaciones exteriores, existentes. No obstante, ahora es consciente de la capacidad narrativa del nuevo soporte que ya considera plenamente artístico, pues contiene «elementos de emoción y es fuente de sentimentalidades». Al matizar esta opinión favorable hacia el arte cinematográfico, deja sentado que el cine no le parece un espectáculo de arte puro, como tampoco lo son el teatro, la ópera o la danza... Muy buena compañía la de estas bellas artes canónicas para un espectáculo necesitado de reconocimiento y prestigio. Se detiene la autora de La Quimera en las películas de amor que tanto gustaban al público y se prestaban al lucimiento de las actrices bellas y jóvenes para hacer, con su visión adelantada y apertura de miras, una síntesis de cómo funcionaba el star system femenino de la época: «Las Margaritas Clark, las Mary Pickford, las Paulinas Frederick. Con solo presentarse, con una dulce son 77

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risa o una actitud finamente triste, las damitas jóvenes del cinematógrafo consiguen lo que quieren; el gentío se enamora de ellas, de un modo honesto, platónico y generoso, y con enamoramiento que dura escasamente tres cuartos de hora, lo que tarda en proyectarse la película». Lo que tanto le molestaba una década atrás, el carácter ficcional, es reafirmado ahora como su gran virtud: «El cine, en esto, también está dentro de lo verdadero, aunque en él sea ficción siempre –menos en los históricos– el breve drama». Y pone de nuevo como ejemplo significativo otro de sus filmes favoritos, Madame Butterfly, basado «en el poema de asunto japonés», apunta con toda intencionalidad. Verdadera encrucijada interartística –de los relatos de John Luther Long y de Pierre Loti a la adaptación teatral de David Belasco, pasando por la transposición cinematográfica que la escritora ve a través de la ópera de Puccini–, le da pie para insistir en su idea del cine que «pueda verse con mayor gusto», el de mayor exigencia artística. Doña Emilia está hablando nada menos que de la versión realizada por Fritz Lang, bajo el título Harakiri, en 1919. La cuidada ambientación del Japón imperial moderno deja una honda impresión en la condesa de Pardo Bazán, que comenta: «El ambiente de Madame Butterfly es muy sugestivo y original», destacando el vestuario o la recreación de las ceremonias ancestrales. Reivindica así una cinematografía donde arte y técnica, realidad y ficción, espectáculo de masas y exigencia estética vayan a la par: «El cinematógrafo, esencialmente, es un género mixto de artístico y científico, y actúa un sentido no más, el de la vista». Aunque no dejará de reclamar la presencia audible de la voz humana, la muda narración, la modalidad cinematográfica de relatar historias extraídas de la gran literatura, se basa, a su parecer, en una estrategia esencialmente visual para mostrar los más espléndidos escenarios de la acción, interiores o exteriores, y a sus bellas protagonistas: «Los lujosos y elegantes interiores, los poéticos paisajes, la hermosura de las mujeres, los trajes exquisitos, toda la visualidad que ofrece, y no es poca». Al igual que el caso de Cabiria, la raigambre literaria y operística del argumento asegura la calidad artística, el valor tanto fílmico como estético de lo que, en este texto de extraordinario valor teórico, llama precisamente «películas artísticas». Fina analista, aguda teorizadora de lo que podía aportar la relación estrecha entre el cine y la literatura, brillante comparatista en ciernes, Emilia Pardo Bazán supo conocer y apreciar el cine CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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mudo de su tiempo, atisbando lo que un siglo de historia cinematográfica nos ha deparado. Un polémico historiador del cine, Giuseppe Lo Duca (1942), decía que los intelectuales se rieron de los espectadores del cine en 1910 y los espectadores del cine se rieron de los intelectuales en 1920. Desde su posición privilegiada de ilustre escritora, doña Emilia supo seguir con inteligencia los pasos del cinematógrafo, que acabó convirtiéndose en un arte narrativo indispensable del siglo xx, y entender e interpretar con inteligencia y sutileza ese prodigioso proceso. EMILIA PARDO BAZÁN Y SUS OBRAS EN LA PANTALLA

El interés de los cineastas españoles por la obra de doña Emilia llegará en los años cuarenta, cuando algunos de los directores más influyentes de la posguerra se acercarán a sus relatos. Precisamente, en el mismo año 1947 se estrenan dos películas basadas en sus novelas: Un viaje de novios, de Gonzalo P. Delgrás, y La sirena negra, dirigida por Carlos Serrano de Osma. Trece años más tarde, uno de los más destacados representantes del cine franquista, José Luis Sáenz de Heredia, realiza El indulto (1960). Habrá que esperar a los estertores del régimen para encontrar una nueva transposición, esta vez del relato Por el arte, realizada por Pilar Miró para el programa Cuentos y leyendas de Televisión Española con el título Ópera en Marineda (1975). Adaptación muy libre, perpetró el disparate de localizar la cinta en Santiago de Compostela en lugar de A Coruña, el inequívoco referente de la Marineda pardobazaniana. La gran transposición de la novela más importante de doña Emilia, Los pazos de Ulloa, llegará en 1984 en formato de serie de calidad, también para Televisión Española, al amparo precisamente de la llamada Ley Miró. La directora general de Cinematografía promulgó entonces varios Reales Decretos (1067, 3004 y 3304/1983) en virtud de los cuales se subvencionaban anticipadamente proyectos de prestigio histórico y literario relacionados con la cultura y la literatura españolas, privilegiando los guiones que adaptaban grandes novelas de Galdós, Pardo Bazán, Miguel Delibes o Torrente Ballester, entre otros, para ser emitidos por la televisión estatal o por las cadenas autonómicas (Zunzunegui, 1987, pp. 174-194). Dirigida por Gonzalo Suárez, se trata de una lograda transposición –esta vez sí– del ambiente y del medio rural gallego tal como se refleja en las páginas de Los pazos de Ulloa y La madre 79

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naturaleza, según el guion hábilmente redactado por Carmen Rico-Godoy y Manuel Gutiérrez Aragón en colaboración con el director. Lo más interesante de esta relación de amor/odio entre doña Emilia y el cinematógrafo Lumière es que terminó basculando hacia el lado del segundo y tal fue el idilio que, como ya hemos dicho, hacia 1920 una cámara de cine grabó a la condesa de Pardo Bazán para la posteridad por iniciativa de Eduardo Zamacois2. Esta secuencia impagable de 1 minuto y 40 segundos forma parte de una cinta de 11 minutos titulada Escritores y artistas españoles, producida por Eduardo Zamacois y realizada por el operador Alberto Arroyo Villaroel, en la que Pardo Bazán comparte cartel con Santiago Rusiñol, Blasco Ibáñez, Mariano Benlliure, el también coruñés Manuel Linares Rivas y Amadeo Vives. Vemos a doña Emilia primero en un plano medio corto, sentada a la mesa del jardín tomando una taza de café, hablando y poniéndose sus anteojos, que le cuelgan del cuello con una amplia cinta. A continuación, en un plano general apreciamos su talla no muy alta y su porte elegante y señorial, con una abrigo largo de pieles, aproximándose a un banco, tras saludar a unos pájaros en su jaula. La escritora coruñesa, que se acercaba a los setenta años, muestra un andar y movimientos algo torpes hasta que se sienta en el jardín a leer un libro. En plano medio corto, la escritora mira dubitativa a cámara y podemos apreciar dos curiosos rasgos físicos: un leve estrabismo y una gran verruga en la mejilla derecha, a la altura del pómulo, junto a toda la profundidad de su mente prodigiosa. Además, la escritora coruñesa ha dado lugar a un biopic televisivo de resultados más que felices. En su primer largometraje, Emilia Pardo Bazán. La condesa rebelde (2011), Zaza Ceballos consigue la cuadratura del círculo: convierte un telefilme de bajo presupuesto en una notable producción de época, con una impecable ambientación histórica y reconstruyendo con rigor la controvertida biografía de Pardo Bazán. El guion de Puri Seixido es sólido y riguroso, pues sigue las últimas investigaciones biográficas sobre la autora de Los pazos de Ulloa, muchas de ellas publicadas en la revista La Tribuna. Cadernos de Estudos da Casa-Museo Emilia Pardo Bazán. Resulta evidente en aspectos poco conocidos, como la relación de la escritora con el intelectual ruso Pavlovski o los verdaderos motivos de la separación de su esposo, relacionados con un problema de herencia (Pepe Quiroga había sido prácticamente desheredado CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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por su familia, lo que nunca perdonó don José Pardo). Cosa poco habitual, directora y guionista han sabido documentarse concienzudamente gracias al asesoramiento de especialistas como Xosé Ramón Barreiro o Darío Villanueva. Contribuye a la calidad de la película la exquisita dirección de arte de Alexandra Fernández y del equipo artístico de la productora Zenit, que ha utilizado localizaciones reales en la vida de la Pardo Bazán: su casa de la calle Tabernas, las torres de Meirás –su residencia de verano– o el Ateneo de Madrid. La recreación de esos espacios referenciales no hace perceptible el paso del tiempo, lo cual agradaría a la condesa, quien en 1915, comentando Cabiria, elogiaba precisamente cómo «los edificios, la cerámica, los trajes, cada accesorio denuncian el esmero exquisito con que se ha estudiado esta película». El peso de la cinta recae en la actriz Susana Dans, quien sin duda será para la posteridad el rostro vivo de la aristocrática escritora: a partir de un parecido físico indudable, intensificado por una caracterización y vestuario directamente inspirados en la abundante iconografía conservada, su interpretación transmite todos los matices expresivos de aquella mujer decidida, audaz y tenazmente comprometida con la lucha por la igualdad femenina en todos los ámbitos. La apariencia de la actriz dota al personaje de un atractivo sensual que sin duda tuvo doña Emilia, por eso sedujo o se dejó seducir por algunos de los hombres más ilustres de su época, en la que el canon de belleza era muy diferente al actual, y razón por la que sobran las alusiones a una supuesta miopía de Galdós en las escenas de alcoba con su ilustre amante. Un extraordinario elenco de actores gallegos completa el excelente trabajo interpretativo: Manuel Lourenzo llena la pantalla con su modesta y a la vez poderosa presencia en un muy verosímil conde de Pardo Bazán, a quien da adecuada réplica César Cambeiro como su antagonista, José Quiroga. Si Mabel Rivera muestra contención en su papel de madre de la escritora, Antonio Durán «Morris» se aleja de su registro cómico habitual dando vida al intelectual y librero coruñés Martínez Salazar. Para los miembros de la sociedad literaria madrileña, un casting acertado convoca a Manolo Solo, Albert Forner o Jordi Ballester. Sin lugar a dudas, el cinematógrafo clásico silente y el cine digital más contemporáneo nos han acercado definitivamente la figura –real y ficcional– de la condesa de Pardo Bazán, haciéndola creíble y accesible a los espectadores de ayer y de hoy. 81

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NOTAS 1 El telekino es el primer mando a distancia, puesto a punto por Torres Quevedo. 2 Ya en 1916 Zamacois había realizado una película en la que aparecía una decena de personalidades españolas para ilustrar una gira de conferencias que impartió por América, de la que habla ampliamente en sus memorias, Un hombre que se va (S. Rueda, Buenos Aires, 1969).

· Lo Duca, Giuseppe. Histoire du cinéma, Presses Universitaires de France, París, 1942. · Pardo Bazán, Emilia. «La vida contemporánea: laberintos», La Ilustración Artística, 946, 12 de febrero de 1900, p. 106. –, La Ilustración Artística, 1249, 4 de diciembre de 1905, p. 778. –, La Ilustración Artística, 1406, 7 de diciembre de 1908, p. 380. –, La Ilustración Artística, 1643, 23 de junio de 1913, p. 410. –, La Ilustración Artística, 1726, 25 de enero de 1915, p. 78. · Paz Gago, José María. «Clarín y el cine», A Distancia, 19.2, 2001-2002, pp. 158-163. –, «La muda narración. Pardo Bazán y el cine», Pardo Bazán y las artes del espectáculo, Real Academia Gallega, A Coruña, 2008, pp. 23-33. · Zunzunegui, Santos. «El cine español en la época del socialismo», Cuatro años de cine español (19831986) (editado por F. Llinás), Dicrefilm, Madrid, 1987, pp. 174-194.

BIBLIOGRAFÍA · Burch, Noel. La lucarne de l’infini: naissance du langage cinématographique, Nathan, París, 1986 (segunda edición, 1991; editado en español como El tragaluz del infinito [Cátedra, Madrid, 1987]). · Herrero Figueroa, Araceli. «La Esfera Cinematográfica, 4, julio de 1920», Estudos sobre Emilia Pardo Bazán e recopilación de dispersos, Diputación Provincial de Lugo, Lugo, 2004, pp. 118-121. · Lefebvre, Thierry. «Une maladie au tournant du siècle: la cinématophtalmie», Théorème. Cinéma des Premiers Temps, 4, 2004, pp. 131-137.

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Por Blanca Paula Rodríguez Garabatos

Emilia Pardo Bazán: APUNTES PRÁCTICOS y eruditos sobre el mundo de la moda Pardo Bazán hizo gala de unos infinitos conocimientos en materia de moda a lo largo de sus cuentos y novelas y también en sus artículos, ensayos e incluso en su correspondencia particular. Doña Emilia estaba al tanto de todas las novedades sobre el tema pero también tenía una teoría de la moda, fruto tanto de su interés como de las oportunidades que sus viajes privados y su labor de cronista le proporcionaron para sumergirse en el universo fashion. Pardo Bazán, en sus cavilaciones sobre la moda, se anticipa al análisis sobre París como la gran capital decimonónica que hará años más tarde, en el Libro de los pasajes (1927), Walter Benjamin. Los nuevos espacios urbanos, estudiados por Benjamin y diseñados por Haussmann, fueron el germen de un vertiginoso ciclo socioeconómico que partía de una nueva cultura de consumo visual basada en los escaparates. El centro de la reflexión de Benjamin estaba constituído por los pasajes, aquellas galerías acristaladas características del siglo xix. Doña Emilia, en Apuntes de un viaje (1873), se revela como una sagaz testigo de estos cambios, cuyo entusiasmo se desborda a su llegada a París: Estábamos entrando en París. No quiero negarlo. Yo era presa de una agitación violenta. Hoy que tanto se viaja, ¿qué persona que esté suscrita a un periódico y use guantes –aunque no sea diariamente– ha dejado de formar esta idea; ir a París –de realizar este deseo– ver París? [...] Yo pienso estar en París tres meses, y estudiarlo a fondo; no estudiar su fisonomía material –esta con una colección de fotografías se conoce casi–, sino su aspecto moral, hasta donde mis fuerzas alcancen y comprenda mi inteligencia; y entonces podré decir si tienen razón los que le llaman «el cerebro del 83

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mundo» o si están más en lo justo los que la apostrofan «moderna Babilonia» (Pardo Bazán, 2014, p. 39). No cabe duda de que, para la informada y enguantada escritora gallega, la capital francesa es, como lo fue para Benjamin, digna del más esmerado escrutinio. En este paraíso de la razón y de los sentidos, la pulsión escópica del viajero o del flâneur se dispara. En el nuevo Edén del consumo, el montaje y desmontaje de las vitrinas, su disposición y cambios estacionales son el primer mecanismo para atrapar la atención del potencial comprador que pasea y observa. La seducción que las vitrinas ejercen sobre las fashionistas ávidas de novedades son atestiguadas por doña Emilia en sus crónicas sobre la Exposición Universal de 1900 y también en algunas de sus novelas y cuentos. Si, en Un viaje de novios (1881), Lucía mira embobada un escaparate de lencería blanca en Bayona, Amparo, la protagonista de La Tribuna (1883), se deleita viendo vitrinas de pañuelos rojos. Estos espacios de consumo pioneros dan pie a una sociología basada en arquetipos nuevos como el flâneur de Baudelaire, un paseante inquieto que adquiere el matiz despreocupado del ocioso que puede perderse y perder su tiempo en un paseo aleatorio. Este prototipo urbano se exporta al resto del mundo y es recreado por Pardo Bazán en su relato Los ramilletes (1906), en el que el protagonista, mirón y ojeador a la vez que transeúnte, escruta hasta los más mínimos detalles de la pretenciosa indumentaria de una joven de clase obrera. El trasfondo patético del cuento se resume en Al pie de la torre Eiffel (1889) cuando la autora exclama: «¡Cuánto drama sombrío en el fondo de este París tan dorado, alegre, activo y brillante!» (Pardo Bazán, 2004, p. 127). En Los ramilletes queda muy bien ejemplificado el capitalismo de consumo que emergió a principios del pasado siglo y generó nuevos patrones de uso de un tiempo de ocio que se había hurtado al de negocio, gracias a la introducción de las máquinas en la jornada laboral. En el cuento de Pardo Bazán, el malicioso protagonista se deleita contemplando la miseria mal disimulada de la pobre muchacha casadera, que pasea, en el tiempo libre que le dejan sus faenas domésticas, para buscarse un novio pudiente. Doña Emilia es también fiel testigo de lo que Veblen, en la Teoría de la clase ociosa, llama el «consumo conspicuo»: un estilo de vida que pretende ocupar el tiempo libre y el dinero de la burguesía, la nueva clase rica y ociosa nacida de los beneficios de la industrialización. El flâneur personifica los hábitos de vaCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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gabundeo hambriento de novedades de este nuevo consumidor que descansa en los cafés parisinos: «Los comercios de primer orden, los restaurantes del mundo elegante, los cafés frecuentados, hormiguean a porfía; y de noche, cuando los millares de luces de todos estos centros de lujo esparcen su viva claridad, cuando las mesas de los cafés colocadas exteriormente se llenan de parroquianos, se creería asistir a una fiesta perenne» (Pardo Bazán, 2014, p. 46). Este París de principios del siglo pasado no era solo una fiesta para sus visitantes sino que también constituía el núcleo de la civilización occidental y el centro de la moda y el gran lujo. En una carta dirigida a su comadre e íntima amiga, la santiaguesa Carmen Miranda de Pedrosa, la autora gallega comenta: «Madrid me parece un poblachón, lo confieso; viniendo de París, lo encuentro atrasado, feo, con un piso inaguantable y unas tiendas imposibles. Se acostumbra una muy pronto a lo bueno» (RAG, MO 88/C.2.2). En «Las modas raras» (1913), doña Emilia deja muy clara la hegemonía parisina en materia fashion: «La gente elegante que llega de París ahora con los baúles repletos y las cajas de sombreros rellenas, cuenta y no acaba de los caprichos de la que hará medio siglo todavía era llamada “la voluble Diosa”» (Pardo Bazán, 1999, II, p. 862). Esta influencia gala se había iniciado en el siglo xviii con la modista de María Antonieta, Rose Bertin, y se prorroga con los grandes artífices de la moda del siglo xix. Clara Ayamonte, por ejemplo, en La Quimera (1905), acude a un maestro de costura, presumiblemente francés, para lucir excelsa en una comida de alto copete: «Se presentó [...] luciendo un traje primoroso [...], envío reciente de un maestro en costura» (Pardo Bazán, 1991, p. 323). En El vestido de boda (1899) esta prevalencia se reitera cuando la protagonista exclama: «¡Eso de tener modista francesa viste tanto!» (Pardo Bazán, 2010, p. 83). También, en el relato El Mundo (1908), Germana se hace eco de la importancia de la moda transpirenaica cuando señala el éxito del señuelo parisino con el que ha seducido a las fashionistas: «Al espejuelo de la elegancia extranjera, la mujer acude, y acudió» (Pardo Bazán, 1990, III, p. 67). En París, como destaca Pardo Bazán en estos ejemplos, se ofrecía lo más exquisito a una clientela procedente de toda Europa que consideraba la moda como parte imprescindible de su estilo de vida exclusivo y lujoso: «Los mismos primores 85

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abrillantados por la imaginación de la indumentaria femenina, esta densidad de la civilización en el puño de una sombrilla, en una bujería cualquiera sellada por el depurado gusto de París..., obra de artistas que... se esconden en las grandes manufacturas nacionales y sin ambición..., y crean su porción de belleza y la expiden... a esparcirse por el mundo, a refinar la vida humana» (Pardo Bazán, 1991, pp. 416-417). Las exposiciones universales de 1889 y 1900 contribuyeron enormemente a la difusión de los primores e ingenios de la industria de la moda francesa. El culto a esta «voluble Diosa» estaba presidido por «los pontífices de la vanidad y dictadores del trapo» (Pardo Bazán, 1991, p. 438), los modistos a quienes la Exposición Universal de 1900 dedica un pabellón de «ropa nueva». En Cuarenta días de la Exposición (1900), crónica sobre la muestra de 1900, son varios los artículos en los que Pardo Bazán se ocupa del mundo de la moda. En «Ropa vieja» describe el Museo Centenal, una sección tan importante que «podría dedicársele un libro» (Pardo Bazán, 2006, p. 487) y que alberga una colección de las materias primas –seda, ballenería, cuero, hilo y encaje, armazones– y de los principales productos –tejidos lioneses, corsés, calzado, ropa blanca, sombreros– de la industria francesa de la indumentaria. En este museo, organizado con rigor científico y ubicado en el Campo de Marte, «no falta nada que pueda dar idea de cómo se ha vestido en el siglo» y, para la autora, su mayor virtud estriba en que allí «está todo: innumerables páginas del abierto libro en el que se pueden estudiar las variaciones del gusto, más influidas de lo que parecen por la literatura y la historia» (Pardo Bazán, 2006, p. 489). La moda no es, de acuerdo con estas palabras, una materia frívola, aun cuando resulte tan atractiva a las mujeres «que acuden a la ropa como las moscas a la miel» (Pardo Bazán, 2006, p. 487). La moda, deja claro doña Emilia, es un objeto susceptible de un estudio serio y resulta muy útil para conocer y analizar la mentalidad de cada momento histórico. Con esta idea, la escritora coruñesa se adelanta casi en treinta años a las nuevas teorías históricas que plantea la Escuela de los Annales1. Además, en la misma frase, Pardo Bazán pone en valor la moda como importante recurso literario. También en esta obra, el capítulo «Ropa nueva» afirma el valor de la moda, ahora como manifestación artística, cuando señala: «¡Cuánta vida (...) para el arte, por medio del trapo!»; y deja patente su importancia sociológica: «El trapo es una fuerza social» (Pardo Bazán, 2006, p. 490). De nuevo, con su rotunda senCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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tencia, la autora se revela como una adelantada a las teorías, esta vez sociológicas, que serán desarrolladas en el siglo xx. Si autores como Flügel han subrayado el poder seductor de la moda, doña Emilia ya afirmaba rotunda en este capítulo: «Estamos en el golfo de la moda, picado de islitas del archipiélago de la seducción» (Pardo Bazán, 2006, p. 490). Las sederías de Lyon son objeto de especial admiración por parte de la condesa, quien, más allá de su valor industrial, destaca su calidad artística –«revolotea el arte» (Pardo Bazán, 2006, p. 491)–, muy vinculada a movimientos como el Arts and Crafts2, tal y como reflejan los «dibujos y cartones de las telas brochadas» plagados de «lilas con follaje sobre fondo blanco, pensamientos sobre gris, lirios, ninfeas, azucenas, rosas, crisantemos...» (Pardo Bazán, 2006, p. 491). Las vitrinas con las ropas de los grandes modistos de la época son un foco de atracción que atrapa a las señoras que visitan el museo. Doña Emilia descubre entre los grandes couturier del momento a las hermanas Boué, «una casa para mí desconocida pero donde hay trajes sobremanera lindos que lucen bien modeladas figuras de cera» (Pardo Bazán, 2006, p. 492). Uno de los vestidos de esta maison la seduce de tal manera que no duda en describirlo con gran detalle, sin escamotear elogios y abundando en la delicadeza de su confección. De entre los grandes modistos de la época, Pardo Bazán destaca a Charles Frederick Worth por encima del resto, no porque coincida con sus gustos sino porque en sus vestidos encuentra resabios de esa idea sociológica de la moda como fenómeno que sirve para expresar prestigio y poder económico: «¡Cuánta yankee ultramillonaria y snob se dejará el vellón entre las tijeras del modisto solo por codearse en sus libros de caja con Her Royal Highness, la princesa de Gales, o Su Majestad, la emperatriz de todas las Rusias!» (Pardo Bazán, 2006, p. 492). Los otros grandes mencionados en este apartado son Redfern, Doucet, Laferrière, Félix, Raudnitz y Storch. Al ocuparse del estilo de sus creaciones, la Pardo Bazán subraya el bizantinismo y el naturalismo idealista (art noveau) como corrientes artísticas que influyen de manera decisiva en las elaboraciones de la haute couture. En la misma obra dedica un apartado a «El traje». En la Exposición de 1900 se construyó una instalación llamada el Palacio del Traje, en la que veinticinco escaparates exponían telas antiguas que, según señala nuestra cronista, fueron «lo que menos admira el público y lo que más debe admirar el 87

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inteligente» (Pardo Bazán, 2006, p. 558). El Palacio del Traje redundaba en el valor artístico de la moda, ya que «lo que domina es la doble conquista artística y moral de la belleza y del pudor por la ropa» (Pardo Bazán, 2006, p. 558). El arte y la historia ligados a la moda impregnan la temática de este espacio que pretendía recrear, mediante escenografías, la transformación del traje desde la prehistoria hasta el final del siglo xix. El Palacio del Traje fue un museo de historia de la moda en el que se exhibieron reconstrucciones de vestidos femeninos desde la época de Augusto, pasando por Bizancio y el vestuario de la emperatriz Teodora, hasta cuadros dedicados al final de la Antigüedad clásica en las termas de Juliano. El catálogo incluía composiciones de vestuario medieval a través de la indumentaria de santa Clotilde, recreaciones de la elegancia y las aportaciones a la moda de María de Médici, vestidos de estilo Luis XIII y de la fastuosa corte de Luis XV, una muestra de las excentricidades de María Antonieta, ejemplos de los cambios introducidos por la Revolución francesa y cuadros dedicados a la moda directorio y al estilo imperio, impuestos por Josefina Bonaparte. También aparecían reflejadas las modas del Segundo Imperio, dictadas por Eugenia de Montijo, y su evolución posterior hasta llegar al año 1900. Para esta exhaustiva reconstrucción, fue fundamental el trabajo de los industriosos artesanos de París, pero doña Emilia también destaca la necesidad de una ardua labor de documentación histórica para «no cometer anacronismos», y subraya el exquisito modelado de los maniquíes en los que se exhibían los trajes de las escenas recreadas hasta el punto de adjudicar a sus hacedores «el dictado de artistas» (Pardo Bazán, 2006, p. 558). En Al pie de la torre Eiffel (1889), Pardo Bazán hace un repaso por algunas de las principales personalidades femeninas de la moda francesa para subrayar no solo su importancia fashion sino también su vinculación con las bellas artes: María Antonieta, con su pañoleta de linón y su sombrerillo coronado de rosas; la duquesa de Châteauroux, la de la piel de marfil; madama de Pompadour, la excelsa creadora del rococó, la coleccionista acérrima, la musa de la estampa, el grabado y la pintura suave; la Du Barry, protectora de los artistas en manos de la decadencia general; madama Geoffrin, la amena conversadora, y tantas y tantas como podrían citarse. Las figuras de aquella época, que hoy, gracias a los Goncourt, está más de moda que nunca, se encuentran lo bastante próximas a nosotros para excitar la mente CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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y aún los sentidos y representan esa feminidad tan encarecida por los Goncourt (Pardo Bazán, 2004, p. 180). Este repertorio de mujeres, en su momento histórico decisivas para el arte como mecenas o como musas inspiradoras, también son objeto de atención, dado su atractivo, por parte de la literatura naturalista a través de la obra de los hermanos Goncourt. Moda y literatura aparecen indisolublemente unidas en la larga loa que doña Emilia dedica a Edmund Goncourt, creador del más prestigioso premio novelístico de las letras galas. En Por Francia y por Alemania (1889), la autora retoma el tema de la moda en el capítulo dedicado a «Trajes, moños y perendengues», en donde de nuevo afirma su valor artístico, pues «aun siendo una conversación simpática para las mujeres [...], no solo puede sino que debe entrar una mediana dosis de sentimiento artístico, que es como la filosofía de estas frivolidades trascendentales» (Pardo Bazán, 2004, p. 305), e insiste en la importancia del aliño personal de las mujeres «para no mermar los fueros de la estética» (Pardo Bazán, 2004, p. 306). Doña Emilia se adentra, una vez más, en la historia de la moda, y esta vez se centra en el período que va desde el reinado de Luis XVI hasta finales del xix. Con esta acotación histórica, la escritora demuestra ser una auténtica experta en el tema, ya que hoy día hay unanimidad entre los estudiosos en reconocer que el surgimiento de la moda tuvo lugar entre 1780 y 1880, justamente el periodo que ella abarca en su descripción. Pardo Bazán es una profunda conocedora de las tendencias más novedosas y recientes en materia de vestuario. En Por Francia y por Alemania señala la prevalencia de la influencia británica en el último cuarto del siglo xix, que, según ella, se impone felizmente para «las prendas prácticas y útiles: el impermeable, el Ulster de viaje que preserva del polvo, el traje de playa, la chaqueta de paño, el cuello, la pechera y la corbata masculinas..., y se advierte el influjo estético indudable de Kate Greenway3 y sus originales dibujos» (Pardo Bazán, 2004, pp. 307-308)4; y en La mujer española y otros escritos (1916) se muestra firme defensora de la divided skirt o falda partida «que responde a muchas exigencias pero asusta a los filisteos» (Pardo Bazán, 2000, p. 293). También sus novelas y relatos reflejan esta erudición en materia de modas y, en Un viaje de novios (1881), el traje de viaje de Lucía alcanza un valor simbólico como expresión de su recorrido iniciático hacia una nueva categoría de mujer emancipada. Jo 89

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sefina García, en La Tribuna (1883), luce las faldas cortas que se impusieron en la década de 1870. Asís, en Insolación (1889), se sujeta a los rigores del incómodo polisón mientras que, en Un viaje de novios, Dulce dueño (1911) y en relatos como «La manga» (1910), la escritora censura la moda de usar sombreros gigantescos y extravagantemente decorados. Espina Porcel luce un vestido estilo Fuller en La Quimera; la hechura princesa es utilizada por Argos y Rosa Neira para confeccionar sus ropas en Doña Milagros (1894); miss Annie y Rosario utilizan sendos vestidos de corte prerrafaelita en La sirena negra (1908) y El saludo de las brujas (1899); las líneas rectas y el retorno a la forma imperio se ponen de manifiesto en La prueba (1890). Doña Emilia también constata la masculinización del vestuario femenino que irrumpe con fuerza en el mundo de la moda para permitir a las mujeres desarrollar sus inquietudes intelectuales y practicar nuevas actividades físicas y deportivas. Fe Neira emplea zapatos planos, miss Annie usa bombachos para andar en bicicleta y Clara Ayamonte recurre a un abrigo-saco y un traje de auto para conducir su coche. Lina Mascareñas y Afra, en el cuento del mismo nombre (1894), emplean trajes de baño para practicar natación. Manolita, en La madre naturaleza (1887), y la protagonista de Temprano y con sol (1891) se visten al estilo jockey para pasear y viajar respectivamente. Las nuevas modas también garantizan la comodidad de la mujer en el hogar y Rosario, en El saludo de las brujas, se pone batas de corte kimono mientras que Clara Ayamonte se inclina por el corte watteau para esta prenda de casa. Todo el catálogo de novedades fashion destacable a finales del siglo xix y principios del siglo xx se recrea en los cuentos y novelas de la autora. Otro tema que suscita su interés son los colores de moda. En Por Francia y Alemania (1889), en el mismo capítulo sobre trapos y moños, se extiende prolijamente sobre la cuestión: El colorido es muy expresivo. En las épocas trágicas de la historia [...] el color es vivo, intenso, rico, entonado; las telas majestuosas, de pliegues opulentos, que realza el oro. La púrpura triunfa, el verde es metálico, el azul turquí. Con el fanatismo religioso, los puritanos, vienen los tonos sombríos, apagados, lúgubres. Con la afeminación y la galantería, los colores bonitos, rosas, azules, la tonalidad fantástica de Watteau. Con una edad de individualismo como la nuestra, en que la aspiración de todos es pasar inadvertido en la calle –y aparecer al mismo tiempo correcto y distinguido– [...], tienen que prevalecer los matices limpios, discretos, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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que aparentan seriedad y, sin embargo, no pueden confundirse con la librea de las clases trabajadoras (Pardo Bazán, 2004, p. 309). Esta teoría de los colores, sobre todo en lo tocante a la época en que la autora escribe, podemos encontrarla ratificada en sus cuentos y novelas. Por ejemplo, en este suculento párrafo de Un viaje de novios, en el que las desigualdades entre las élites y el pueblo llano se ven representadas, sobre todo, a través del color: A la vuelta solían las amigas hallar el puente más animado que a la ida [...]. Entreveíanse un instante anchas pamelas de paja muy florecidas de filas y amapolas, trajes claros, encajes y cintas, sombrillas de percal de gayos colorines, rostros alegres, con la alegría del buen tono, que está siempre a diapasón más bajo que la de la gente llana. Esta gozaban los expedicionarios de a pie, en su mayor parte familias felices, que ostentaban satisfechas la librea de la áurea mediocridad, y aun de la sencilla pobreza: el padre, obeso, cano, rubicundo, redingote gris o marrón, al hombro larguísima caña de pescar; la hija, vestido de lana obscura, sombrerillo de negra paja con una sola flor... (Pardo Bazán, 2003, p. 183). También las joyas son objeto de análisis por parte de doña Emilia. En la exposición de 1900 llaman poderosamente su atención la nueva moda del «reloj brazalete, la joyería en menudencias de tocador», los gemelos de teatro y los puños de los paraguas de orfebrería (Pardo Bazán, 2004, p. 312). En sus novelas y cuentos, la autora se explaya sobre estas cuestiones. Así, en el balneario de Vichy de Un viaje de novios, las españolas que allí toman las aguas comentan las últimas novedades en alhajas de estilo modernista mientras que, en La Quimera, Silvio Lago se ajusta sus gemelos de oro y pasea la vista por todo el repertorio de metales y piedras preciosas que, en forma de diademas, collares, pulsera, broches y otros aderezos, lucen sus clientas en el teatro. En varios cuentos de la condesa encontramos que las joyas son el leitmotiv de la trama, tal es el caso de La perla rosa (1895), en la que un aderezo de perlas de una rara variedad delata la infidelidad de la esposa del protagonista. En La argolla (1902), un brazalete subraya la sujeción a los caprichos de su futuro amante por parte de la joven agasajada con esta pieza y, en El gemelo (1903), la búsqueda infructuosa de un aderezo conveniente para adornar las galas de alivio de una gran señora, tras una larga época de luto, revela que ha sido robada por su propio hijo para saldar deudas de juego. 91

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La numerosa correspondencia que mantiene a lo largo de casi tres décadas con su amiga Carmen Miranda de Pedrosa atestigua los profundos conocimientos de la Pardo Bazán sobre lo que se lleva y lo demodé. Entre otras cuestiones fundamentales, doña Emilia informa a su comadre, e incluso hace bocetos, de los «escotes vergonzantes» que se estilan «de pico adelante y pico atrás» (RAG, MO 88/C.1.9) y de los trajes de «skating así (no te rías del dibujo), con esclavina de nutria y el resto de terciopelo verde bronce muy plegadito, de hechura de blusa» (RAG, MO 88/C.1.14). Asimismo, se atreve a enviarle bocetos de una chaqueta para teatro «de raso gris perla velado con tul de encaje español», y de las capotas de moda, «así haciendo pico delante» (RAG, MO 88/C.1.14). Las hechuras más en boga, como los trajes rectos que se imponen en la década de los ochenta y prescinden del polisón, también se describen en sus cartas: «Es una forma sumamente sencilla pero muy nueva, a lo María Antonieta, según dice la modista que se la echa de literata y artista en trajes» (RAG, MO 88/C.1.19). Su correspondencia también incluye un catálogo de lo que en un artículo publicado en 1913 en La Nación de Buenos Aires tituló como «Modas raras»: «Para afrontar ciertas modas hay que ser joven, hermosa, opulenta, elegante, y las que estas circunstancias envidiables reúnen no siempre están dispuestas a comprometerse en una aventura semejante a la de Colón al surcar mares desconocidos. Las que sin reunir tantas cualidades y dones se atreven a salir como conejo en rifa proporcionan a los guasones y a los que escuchamos sus bromas deliciosos platos» (Pardo Bazán, 1999, II, pp. 865-866). Las «modas extravagantes» a las que alude en sus misivas a Carmen Miranda incluyen algunas de estas tendencias desafortunadas para las damas menos agraciadas, como la moda de ir a los «tés escotado y de falda corta de modo que parecen peonzas las gruesas [...]. Los peinados altísimos empolvados o, mejor aún, peluca blanca. Las cabezas hacen esta forma altísima, altísima. Las alhajas y las flores puestas allá en el quinto pino. Las faldas lisas completamente de arriba abajo» (RAG, MO 88/C.4.7). De nuevo, en este caso, la escritora ejerce de ilustradora y dibuja para su amiga un boceto del peinado que ella misma adoptará porque, aún siendo exagerado, contribuye a estilizar la figura. También informa a la señora de Pedrosa del asombro que le causan «los trajes y peinados de mis compañeras de estudio en la CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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biblioteca (que los hay pasmosos)» (RAG, MO 88/C.1.14) y de los escandalosos «escotes de última [...] por debajo del brazo y, en vez de hombrera, un broche de diamantes o una doble hilera de perlas finas» (RAG, MO 88/C.1.15). En la correspondencia se hace referencia, además, a los numerosos vestidos que conformaban el armario de las mujeres de clase media, quienes estaban sujetas a una estricta etiqueta y debían cambiarse de traje varias veces al día: batas de casa, vestidos de carnaval, trajes de trotteur, vestidos de soirée, chaquetas para teatro, trajes para comidas ornamentales y abrigos de verano figuran en el repertorio de descripciones que la autora hace a su amiga. A través de los encargos que hace a su comadre, la señora de Pedrosa, podemos apreciar el gusto de doña Emilia por las últimas novedades y las estratagemas que emplea para subsanar la falta de géneros y tejidos suntuosos en A Coruña: «Te envío la adjunta muestra de un vestido mío, a ver si hay ahí algo conque (sic) componerlo, pues aquí no existe un retal de ese color. Yo he pensado en una tela de casullas, pues ya sabes que ahora se permiten esas extravagancias. Me dijeron que ahí tiene SE una surtida tienda de ornatos y habrá quizás algún género de ese color o lila con mezcla de oro o plata. Aquí, como no somos tan sacrílegos, no hay tela para casullas y sí solo para sofás. Si hay algo de lo que deseo, remíteme muestras y precios» (RAG, MO 88/C.4.5). En otra misiva posterior la escritora agradece las indagaciones de su amiga respecto a la tela color lila: «Esta muestra es, en efecto, la que mejor da con el color. Envíame una vara, pues, a fin de no parecer el Nazareno, la emplearé en cantidades infinitesimales. Si hay alguna tela blanca en esas tiendas religiosas con brochados de plata o, si no, de oro, hazme el favor de remitirme muestra de ellas y precio al mismo tiempo que la vara del género morado, que puede venir por el mayoral» (RAG, MO 88/C.1.12). Las gestiones también funcionan a la inversa, y doña Emilia remite desde París a su comadre dos muestras de tela imposibles de encontrar en otro lugar que no sea la capital francesa: «P.D.: Esos tres colores cuya muestra te remito son los matices más de moda este año. Nuevos enteramente» (RAG, MO 88/C.4.7). Los colores a la última también son objeto de comentario en sus misivas y los tonos más de moda a los que alude, aparte del morado antes mencionado, son el «rosa de abril» (RAG, MO 88/C.3.13), el fresa, el barro cocido, el gris y el verde ajenjo (RAG, MO 88/C.4.7). Su interés por los sombreros que más se 93

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llevan aparece en varias misivas, si bien las menciones más importantes son la alusión a lo demodé de los modelos «de cucurucho» que todavía se ven en España y no en Francia (RAG, MO 88/C.1.14) y su crítica a los enormes sombreros tipo «flaneras», que considera «un desatino» (RAG, MO 88/C. 5.11). En La mujer española y otros escritos (1916), encontramos un artículo «Sobre la moda» (La Ilustración Artística, 1908) en el que Pardo Bazán (2000, p. 289) abunda en un tema «muy resobado» pero «que se nos impone con aflictivo apremio»: el sombrero. Tras preguntarse inicialmente por la funcionalidad de este complemento y dejar claro que, en España, es un lujo que «diferencia a la señora de la artesana» (Pardo Bazán, 2000, p. 290), la autora carga nuevamente contra las mujeres que compran a precios desorbitados o mandan copiar a las modistas sombreros extravagantes que no guardan «relación con las ocasiones de usarlo» (Pardo Bazán, 2000, p. 291). Siguiendo esta idea, escribe su relato «La manga» (1910) para poner en evidencia el desatino que supone empeñarse tanto por uno de «los artículos más desquiciados de la vestimenta» (Pardo Bazán, 2000, p. 289). En «La moda con arte» (La Época, 1889) insiste en el tema e indica: «Por los sombreros quiero empezar, puesto que la cabeza es la parte más noble del cuerpo» (Pardo Bazán, 1999, I, p. 151). A continuación, se explaya en una relación de los modelos de sombrero que se han llevado en los dos años precedentes: «El sombrero capota altísimo, empigorotado de tres pisos con entresuelo, que se ha visto sustituido por un casquetito que encaja perfectamente con el breve peinado actual» (Pardo Bazán, 1999, I, p. 151). También elogia la practicidad del sombrero redondo que «resguarda del sol» y se engalana con un amplio surtido de flores. En otro artículo, titulado «Los sombreros femeninos en el teatro» (El Liberal, 1896) retoma el asunto para ocuparse del inconveniente que suponen los de gran tamaño en los espectáculos y propone la instalación, como en «los teatros de Inglaterra, de un local especial donde las señoras hacen sus toilettes y dejan sus artefactos» (Pardo Bazán, 1999, I, p. 177). Una doña Emilia nada indulgente aboga, incluso, por imitar el ejemplo de los Estados Unidos, en donde se multaba a los directores de circos, teatros y espectáculos que no proscribiesen el uso de los sombreros en sus recintos. El tema parece inagotable y las alusiones a los excesos en materia sombreril proliferan a lo largo de su narrativa periodística, novelas, cuentos y, como hemos visto, correspondencia privada. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Tampoco la moralidad del vestido escapa a su escrutinio y en «Crónicas de Europa, la indumentaria femenina» (1912), aun cuando se manifiesta partidaria de la libertad de la mujer también en el vestir, da la razón a la Iglesia católica, que censura trajes que con «mayor claridad traicionan a las mujeres, no solo por su brevedad o transparencia, sino porque [...] sus hechuras, en vez de cubrirlas, las acentúan» (Pardo Bazán, 1999, I, p. 687). Doña Emilia plantea la disyuntiva entre la defensa de vestir libremente y el hecho de que, en ocasiones, ciertas elecciones de vestuario son insostenibles, sobre todo cuando la moda se convierte en un «ídolo hueco ante cuyo altar se sacrifican incondicionalmente la salud, el bolsillo, la decencia y el sentido común de la grey femenina» (Pardo Bazán, 1999, I, p. 688). Sus palabras siguen aún hoy en día de rabiosa actualidad, más aún si tenemos en cuenta que propugna una actitud más natural y sin aspavientos ante la exhibición de la belleza femenina, a imitación de lo que ocurre en París, en donde «nadie hostiga a las transeúntes y no existe esa persecución y fiscalización callejera de las formas de la mujer que, por desgracia, abunda en España» (Pardo Bazán, 1999, I, p. 689). La moda también es descrita por la autora en el artículo como un fraude: «Todas encierran alguna trampa o engaño: así, la moda de los peinados de cola de conejo tiene por objeto encubrir la calabaza fraila de una testa en calvicie; la corbata y pañuelos de cuello tapan costras y postemas, el corpiño de las mujeres aumenta encantos acocinados y secos, los cinturones fingen esbeltez, el pantalón remeda morbideces ausentes..., y todo por el estilo» (Pardo Bazán, 1999, I, p. 691). Si pensamos en los trucos de Pilar Gonzalvo para fingirse sana en Un viaje de novios, en los vestidos caseros que esconden el ajamonamiento de incipientes matronas como Mercedes en Allende la verdad (1908) o Rita Pardo en Morriña (1889) y en la «peluca con bucles y sortijillas de un rubio angelical» que luce la anciana doña Aparición en el relato Memento (1896), entendemos hasta qué punto la moda como engaño y trampantojo sirve como excepcional recurso dramático. Las reflexiones de doña Emilia sobre la moda llegan incluso a sugerir que ciertas tendencias tienen intenciones ocultas. Por ejemplo, en «Las modas raras» apunta la posibilidad de que «alguno de los reyes del trapo haya leído Fecondité» y pretenda fomentar la natalidad en Francia imponiendo el polisón delantero, una moda que califica como «deplorable para la estética» y nada 95

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favorecedora para sus seguidoras (Pardo Bazán, 1999, I, p. 863). Por eso, ante ciertos desatinos de los modistos, propone: «Debiera constituirse un tribunal de mujeres entendidas en higiene y en arte, a las cuales sometiesen los modistos sus “creaciones”, como ahora se dice, y que las aprobasen o no teniendo en cuenta precisamente la comodidad, libertad, belleza y salud de la mujer. Este tribunal o areópago no hubiese consentido las faldas largas de antaño, ni los tacones altos, tan expuestos a un resbalón; ni los sombreros enormes, con los cuales no se cabía en parte alguna; ni las faldas tan justas, que no dejan avanzar el pie» (Pardo Bazán, 1999, II, pp. 864-865). Doña Emilia se postula, pues, como candidata a convertirse en uno de estos árbitros de la elegancia. Nada extraño si tenemos en cuenta sus enormes conocimientos y el profundo interés que el tema despierta en ella, ya sea desde un punto de vista higiénico, moral, económico, social o puramente práctico.

NOTAS 1 Fundada por Lucien Febvre y Marc Bloch, esta corriente historiográfica aboga por el diálogo con el resto de las ciencias sociales y parte de nuevos paradigmas metodológicos y epistemológicos, derivados de las ciencias exactas (Aguirre Rojas, 2006, pp. 19-21). 2 Este movimiento británico, liderado por William Morris, recuperó los procedimientos artesanales a través de los telares manuales, la xilografía y los bordados a mano, e influyó en toda Europa en la década de 1890 (Fogg, 2014, p. 185). 3 Kate Greenaway fue una ilustradora británica que influyó en el movimiento esteticista. Su obra mezclaba el detalle de los prerrafaelitas con un colorido delicado (Urdiales Valiente, 2005, p. 18). 4 El mismo párrafo se reproduce de manera idéntica en uno de sus artículos publicados en La Nación de Buenos Aires (Pardo Bazán, 1999, I, p. 151).

· González Arias, Francisca. «Emilia Pardo Bazán y los hermanos Goncourt: afinidades y resonancias», Bulletin Hispanique, 91, 1989. · Mansilla Viedma, Pedro. «Sociología de la moda, un punto de vista privilegiado», Vínculos de Historia, 6, 2017. · Pardo Bazán, Emilia. «Stuart Mill», Nuevo Teatro Crítico, II.17, mayo de 1892. –, La mujer española y otros escritos (selección y prólogo de Lena Schiavo), Nacional, Madrid, 1976. –, Dulce dueño (editado por Marina Mayoral), Editorial Castalia, Madrid, 1989. –, Cuentos completos I, II, III y IV (editado por Juan Paredes Núñez), Fundación Barrié de la Maza - Galicia Editorial S.A. (GAESA), A Coruña, 1990. –, La Quimera (editado por Marina Mayoral), Cátedra, Letras Hispánicas, Madrid, 1991. –, Obras completas I, II y III (editado por González Herrán), Biblioteca Castro, RAG, Madrid, 1999. –, La madre naturaleza (editado por Ignacio P. López), Cátedra, Madrid, 1999. –, Obra periodística completa en La Nación de Buenos Aires (1879-1921) I y II (editado por Juana Sinovas Maté), Diputación Provincial, A Coruña, 1999. –, La mujer española y otros escritos, Madrid, Cátedra, 2000. –, Insolación (editado por Ermitas Penas Varela), Cátedra, Madrid, 2001. –, La Tribuna (editado por Marisa Sotelo Vázquez), Alianza, Madrid, 2002. –, Obras completas IV, V y VI (editado por González Herrán), Biblioteca Castro, RAG, Madrid, 2002.

BIBLIOGRAFÍA · Aguirre Rojas, Carlos Antonio. La escuela de los Annales. Ayer, hoy, mañana, Prohistoria, Rosario, 2006. · Aragón Ronsano, Flavia. «Estereotipos franceses en las novelas traducidas de los hermanos Goncourt: el caso de Germinie Lacerteux», L´Étranger tel qu´il (s)écrit (dirigido por Santos y de Almeida), Universidade de Porto, Oporto, 2014. · Benjamin, Walter. Libro de los pasajes, Akal, Madrid, 2005. · Fogg, Marnie. Moda, toda la historia, Blume, Barcelona, 2014.

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–, La dama joven y otros relatos. Obras completas VII (editado por González Herrán), Biblioteca Castro, RAG, Madrid, 2003. –, Un viaje de novios (editado por Marisa Sotelo Vázquez), Alianza, Madrid, 2003. –, Viajes por Europa. Por Francia y por Alemania, Bercimuel, Madrid, 2004. –, Viajes por Europa. Al pie de la torre Eiffel, Bercimuel, Madrid, 2004. –, Viajes por Europa. Cuarenta días en la Exposición, Bercimuel, Madrid, 2006. –, Morriña (editado por Ermitas Penas Varela), Cátedra, Madrid, 2007. –, El vestido de boda, Akal, Teatro Completo, Madrid, 2010.

–, Apuntes de un viaje, de España a Ginebra (editado por González Herrán), RAG, Santiago, 2014. –, El encaje roto. Antología de cuentos de violencia contra las mujeres (editado por Cristina Patiño Eirín), Contraseña, Zaragoza, 2018. · Pasalodos Salgado, Mercedes. El traje como reflejo de lo femenino. Evolución y significado (Madrid, 18981915), UCM, Madrid, 2000. · Paz Gago, José Manuel. El octavo arte, la moda en la sociedad contemporánea, Hércules, A Coruña, 2016. · Urdiales Valiente, Alberto. Creatividad y comunicación de la Ilustración infantil en la narrativa en castellano (1900-1936), UCM, Madrid, 2005. · Veblen, Thorstein. Teoría de la clase ociosa, Hyspamérica, Madrid, 1988.

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Blanca Riestra:

«El esplendor es mucho menos hermoso que aquello que se agrieta y amenaza con desplomarse» Por Carmen de Eusebio



◄ Fotografía de la entrevista: © Bernardo Villanueva

Blanca Riestra (A Coruña, 1970), doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Borgoña, ha desarrollado su profesión en el Instituto Cervantes de Alburquerque (Estados Unidos), en la Escuela de Humanidades de la IE University en Madrid, en la Universidad de La Sapienza en Roma y en la Universidad de Franche-Comté en Besançon. En la actualidad es profesora de Francés en un instituto de secundaria de A Coruña. Es autora de las novelas Anatol y dos más, La canción de las cerezas (Premio Ateneo Joven de Sevilla), El sueño de Borges (Premio Tigre Juan), Todo lleva su tiempo (finalista del Premio Fernando Quiñones), Madrid blues, La noche sucks, Vuelo diurno, Pregúntale al bosque (Premio Ciudad de Barbastro), Greta en su laberinto (Premio Torrente Ballester), Noire Compostela (Premio de Novela por Entregas de La Voz de Galicia) y Últimas noches del edificio San Francisco (Premio de Novela Ateneo de Sevilla, 2020) y del poemario Una felicidad salvaje.

Últimas noches del edificio San Francisco es su última novela, galardonada con el Premio Ateneo de Sevilla en 2020. ¿Qué interés la llevó a escribir sobre el Tánger de finales de los años cincuenta? Durante años, solía bajar todos los veranos a Tánger en coche y era un periplo maravilloso. Pasábamos por Lisboa, luego por Tarifa y allí tomábamos el ferry. Y, claro, viajar a Tánger es volver al tiempo de la interzona. No se puede entender Tánger sin la Librairie des Colonnes y toda la pléyade de artistas que construyeron su mito. De su época dorada todavía quedan el Café de France, el hotel Villa de París, el hotel Atlas y multitud de antros intocados. Es verdad que, ahora, el hotel Continentale ya no está colgado sobre el mar, que han rellenado el puerto antiguo y que el salón de Madame Porte se ha convertido en un McDonald’s. Tampoco la estación de autobuses se encuentra ahora en la plaza de España, cerró el Dean’s Bar y han traspasado el hotel Minzah. Pero muchas cosas permanecen: el Zoco Chico con sus terrazas –el Fuentes y el Tingis–, el hachís, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

los carteles antiguos de los comercios, su vida nocturna portuaria, la nostalgia ácida que lo impregna todo por debajo de la vitalidad de la ciudad nueva, del Tánger Med. El Tánger de los años cincuenta fue una ciudad cosmopolita. En esa época coincidieron personas procedentes de muchos países, sobre todo estadounidenses e ingleses, muchos de ellos reconocidos artistas. ¿Por qué eligió el matrimonio Bowles como protagonista de su novela? Supongo que el germen de la novela está en El cielo protector, de Bertolucci. En los noventa, aquella película nos hizo caer prendados, a mí y a medio mundo, de los Bowles y de su extraño y desgraciado amor imposible. En la ficción, a Kit y Port los separaban el desierto y la muerte, pero el destino de Jane y de Paul también fue triste. Es curioso que la obra de Paul esté llena de parábolas de relaciones en disolución. Ellos construyeron su pareja sobre un compromiso extraño,

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los dos eran gais y vivían en pisos contiguos con sus respectivas parejas marroquís, pero se apoyaron siempre y se querían, supongo, a su manera. Me parece muy interesante su propuesta porque cuestiona qué es el amor y qué es la pareja. ¿Es un tipo de amistad prolongada? ¿Implica sexo? ¿Se trata de una unión basada en la lealtad extrema? Y, ¿hasta qué punto una lealtad extrema es posible? Recuerdo la noticia que sacudió España en los noventa, cuando se supo que Jane estaba enterrada en una fosa común en Málaga y que Paul no quería hacerse cargo del traslado de sus restos. Entonces, aparecieron unas declaraciones de Paul diciendo algo tremendo: «Jane ya no está ahí». ME PERSIGUEN LOS DERRUMBAMIENTOS, LOS MUNDOS A PUNTO DE DESAPARECER: EL UBI SUNT, EL COLLIGE, VIRGO, ROSAS Y después, claro, me resulta muy interesante la figura de Cherifa, amante iletrada de Jane, sospechosa de haberla envenenado con un tseukal, hechizo de amor que habría provocado su enfermedad y su rápido declive. Toda esa historia se encuentra rodeada de misterio y de desgracia, imposible no rendirse ante personajes semejantes. En 1960, Tánger deja de ser ciudad internacional para incorporarse al Reino de Marruecos. En esos últimos tres años está ambientada su novela, una época de decadencia donde los que habían sido figuras esenciales y fundado-

ras de una ciudad libre y tolerante se resisten a abandonarla. ¿Por qué centrarse en un momento como este y no en su época de mayor esplendor? El esplendor es mucho menos hermoso que aquello que se agrieta y amenaza con desplomarse. Solo ahora, después de más de treinta años escribiendo, me doy cuenta de que me persiguen los derrumbamientos, los finales, los mundos a punto de desaparecer: el ubi sunt, el collige, virgo, rosas. Una obsesión muy barroca, por otro lado. En cuanto a la colonia extranjera de Tánger, no la idealicemos. Los Bowles, Burroughs, Truman Capote, Brion Gysin vinieron huyendo del conservadurismo de sus países de origen –pensemos que en Estados Unidos era la época del macartismo– y Tánger les regaló un entorno libre, tolerante, barato para construir sus obras y para ser felices. No en vano dicen que, en la vieja Tingis, estaba situado el jardín de las Hespérides. Pero la vida que llevaron allí hubiese sido imposible sin las condiciones de privilegio propiciadas por una estructura social resueltamente colonial. Y ellos se aprovecharon de ese contexto. Aunque eran outsiders en sus sociedades de origen –por sus prácticas sexuales, por sus ideas políticas, por su afinidad con las drogas–, aunque eran artistas y bohemios, en Marruecos no dejaron de ser también unos señoritos, unos nesranis (nazarenos). De eso habla la novela, del colonialismo y de la lucha de clases. Paul y Jane buscaron pareja entre sus criados, o al menos entre personas iletradas y pobres, a las que deslumbraron con su posición social. En esa situación de desigualdad, donde el dinero tiene una importancia atroz, una relación amorosa saludable es imposible.

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Y, quizás, otro de los grandes temas de la novela es el deseo. Dante hablaba de que es el amor lo que mueve el mundo. Yo afinaría más y diría que no es el amor sino el deseo, la fuerza que lo atraviesa. Goytisolo en una ocasión, ya en sus últimos años, dijo que ya no podía escribir porque no tenía libido. Él entendió perfectamente en qué radicaba la clave del asunto. Es la libido la que nos hace crear, escribir, desear ser felices, y también lo que nos hace ser perpetuamente desgraciados y destruir a los que nos rodean. Los protagonistas de mi libro están hechizados por esa fuerza misteriosa, que es como una bomba de relojería. «Chère ma chère dynamite», decía Larrea. Porque, sin el deseo, no hay nada. Es nuestra dínamo, pero también nuestra condena. Porque el deseo no tiene solución, no puede ser satisfecho nunca y nos condena a la infelicidad perpetua, como afirman los budistas, pero es también aquello que nos hace avanzar, crear, construir, dibujar figuras en el aire, a cualquier precio. Jane Bowles, esposa de Paul Bowles, y la española Carmen Aribau, ambas escritoras y amenazadas por el miedo a la escritura, son dos personajes sobresalientes en su relato. ¿Cuál es la amenaza real que sienten y por quién o quiénes se sienten amenazadas? Tanto Jane como Carmen son dos autoras que acaban encadenadas a una especie de afasia paralizante. ¿Por qué? Pues porque la mirada que la sociedad posa sobre ellas es condescendiente y reductora. Y es muy difícil, casi imposible, no interiorizar y hacer propia esa mirada de los otros, evitar que te contamine. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

El caso de Jane resulta doloroso: no conseguía terminar lo que empezaba, estaba atormentada por las críticas negativas, la ansiedad la empujó a buscar consuelo en el alcohol. Por otro lado, Carmen Aribau es un personaje de ficción que evoca la figura de Carmen Laforet, autora que vivió en Tánger unos años y se movió en el círculo de los Bowles. También es bien conocida su fuga continua de sí misma, su paulatino horror a exhibirse en ambientes literarios, a hablar en público y, por ende, a escribir. Laforet fue un personaje acallado por un entorno masculino opresivo, y por la propia timidez e inseguridad. Terminó sus días corroída por una fobia a la escritura tal que era incapaz de firmar un cheque. Supongo que, ambas, tenían miedo escénico y padecían de una inseguridad desorbitada. Pero hay una razón estructural para eso, no son casos aislados. Para las mujeres, escribir es traicionar las expectativas de otros; es un acto de violencia, que sigue siendo difícil de realizar. De las mujeres se espera que se callen, que sean discretas, que no sean bocazas. Se nos ha inculcado de manera sistemática la discreción, el pudor y el sentido del ridículo. Y la escritura es una dinámica diametralmente opuesta, una dinámica que implica desgarramiento, y para la que no se nos ha preparado, pues escribir es desvelar y desvelarse, ponerse en evidencia. Y sobre todo convertirse en sujeto y dejar atrás el rol consuetudinario de objeto. O al menos convertirse en sujeto y objeto simultáneamente –la paradoja del que se escribe–, lo cual es una posición inédita y peligrosa para uno mismo y para los que lo rodean.

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En el caso de Jane Bowles coexisten algunos elementos de su personalidad un tanto inestables, era una mujer muy débil de espíritu, siempre atormentada por las dudas. En sus relaciones amorosas, tanto con Paul Bowles como con su criada Cherifa, una mujer de carácter violento y ambiciosa, ella prefiere el rol de la sumisión y el de víctima. De hecho, muere joven, fruto del alcohol. ¿Quizá un personaje como Jane merezca un solo libro para ella? A mí, Jane me parece un personaje encantador, y no sé si la consideraría débil, quizás todo lo contrario. Era excéntrica y apasionada, poco calculadora, de una modernidad apabullante: noctámbula, pelo corto, pantalón y lengua de vitriolo. Como autora fue maltratada por una sociedad poco proclive a valorar lo original en una mujer. También, supongo, el hecho de que Paul –que era músico, y se

subió al tren de la literatura mucho después– tuviese un éxito fulgurante con Té en el Sahara, mientras ella no conseguía ni escribir ni defender lo suyo, contribuyó a su sensación de desamparo. Ocurre que la genialidad, a veces, es una carga. A Jane, siempre la rodearon la incomprensión y la condescendencia. Cosechaba malas críticas. Hasta Anaïs Nin se tomó el trabajo de escribirle una carta muy prolija poniendo verde Dos damas muy serias. Parece que, tiempo después, Nin coincidió con Jane en Manhattan y volvió a ponerla a caer de un burro. Solo sus amigos cercanos –Capote, Tennessee Williams, quizás Paul– comprendieron su talento. Es verdad que Jane propuso un tipo de novela completamente extraterrestre, sin referentes en el canon, periférica, y, por eso, sigue siendo muy poco leída. Es un precio que a veces se paga. Pero, sin duda, de los dos, la buena era ella.

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En cuanto a Cherifa, creo que se la ha demonizado, y que hay en ese juicio muchos elementos racistas, homófobos y clasistas. Cherifa era iletrada y pobre. Cuando hay tal diferencia social, exigir abnegación y amor incondicional y desinteresado no viene a cuento, creo. Lo que está claro, desde luego, es que Jane era alcohólica y que se ganó a pulso su propia enfermedad. Parece que la dificultad mayor que tenían las mujeres para escribir en aquella época era la de vivir en un mundo dominado por hombres. ¿Cree que las mujeres escritoras en la actualidad sienten algo parecido? O ¿en la escritura la igualdad entre hombres y mujeres se está a punto de conseguir? ¿Qué tipo de igualdad sería? Bueno, creo que las escritoras nos seguimos sintiendo muy incómodas en un mundo donde aún a los cincuenta años recibimos tratamiento y consideración de jóvenes promesas, de eternas hermanas pequeñas. Bien es cierto que muchas cosas interesantes que se están haciendo en este momento son obra de autoras, y eso está muy bien. Pero permanecer en la escritura siendo mujer sigue siendo complicado, hay que ser muy resistente e ir contra la inercia general. Primero, porque, aun no siendo minoría numérica, seguimos estando en la periferia, somos el otro, la visión del mundo que vehiculamos se considera marginal y connotada, prescindible, y eso es bueno y malo al mismo tiempo. Es bueno porque estar fuera de la centralidad te dota de una libertad inaudita, condición buenísima para el arte, te hace ser francotirador; malo porque venir de fuera del sistema CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

te coloca en una situación de vulnerabilidad y de soledad extremas. A las mujeres, que somos personal de servicio, la sociedad nos ha educado para que nos callemos, para que estemos en un segundo plano, para que no nos signifiquemos y –también– para que no valoremos nuestro propio trabajo. Se nos ha educado para que no tengamos ego, o para que lo sacrifiquemos al servicio de los otros. Y para escribir hay que tener un ego desmesurado, ser sujeto. Por ello, hablar, escribir –cuando hemos sido programadas para ocupar un segundo plano, como subalternas– exige una cantidad de energía descomunal. Para ser escritor hay que ser egocéntrico, exhibicionista –casi tener delirios de grandeza– y, sobre todo, ser inasequible al desaliento. Y es que, aunque en apariencia las mujeres están en todas partes, pocas son capaces de defender su trabajo sin titubeos, de ir hasta el final con todas las consecuencias. Casi todas están atormentadas por el síndrome de la impostora, lo cual es terrible: trabajar con ese enemigo interno, con ese gusano dentro de ti. Esa batalla mental aún no se ha ganado, la batalla para superar los condicionamientos estructurales, para acallar la inseguridad, para hacernos oír. Y también, cómo no, para aceptar que no se nos escuche. No pasa nada. No es necesario gustar. Comprenderlo es maravilloso y difícil: cuando uno acepta que lo que hace puede no gustar y consigue que no le afecte, se convierte en invencible. En lugares como el bulevar Pasteur, el café París, el Gran Teatro Cervantes y otros muchos, la música, las fiestas, las drogas, el sexo y las historias de espías

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y contrabandistas fueron la vida misma de la ciudad de Tánger: un lugar mítico desaparecido en los años sesenta. ¿Qué legado le dejó esa época dorada a la ciudad? ¿La ha visitado recientemente? El teatro Cervantes me parece una ruina imponente, metáfora de algo que no sé lo que es. Allí cantaron Juanito Valderrama y Lola Flores, y me gusta imaginármelos en la medina tomando un té y unos pinchitos, quizás fumándose un sebsi. Ahora el teatro se cae a trozos, pero es prueba de que la presencia española en Tánger fue poderosa. Dicen que, en la época de la zona internacional, Tánger era una verdadera ciudad andaluza, que los sastres, los dueños de los bares, los tenderos resultaban ser todos andaluces. Es la ciudad del escritor Ángel Vázquez. Su madre era sombrerera. Vázquez, muy amigo de mi narrador, Emilio Sanz de Soto, tiene una biografía bizarra y muy triste. Ganador del Planeta de rebote, se cuenta que, cuando dejó Marruecos, estuvo trabajando en el registro civil de un pueblo del Sur donde se inventó centenares de empadronados. Lo echaron, claro. Me parece una anécdota llena de poesía, casi simbólica, de nuestro oficio. Acabó sus días en una pensión de la calle Atocha: cada vez que paso por allí me descubro y le mando un saludo a Juanita Narboni, en haketía. Durante décadas la jet set internacional más extravagante se instaló en Tánger y se dedicó a hacer fiestas, a consumir drogas, a bailar y a enamorarse de sus chóferes y sus criadas. Hasta Barbara Hutton, la millonaria americana, tenía un palacete en la casba. Dicen que las autoridades ensancharon las calles de la medina para que cupiesen sus mercedes.

Años después llegaron Brian Jones y los Stones, que alucinaron con los músicos jajouka y grabaron The Rollings Stones and the Flutes of Pan. Hablando de Pan, hay una larga tradición de culto dionisíaco en ese punto concreto del mapa. De ahí, ese poder de atracción tan potente entre artistas, ladrones, todos aquellos que aman la noche y el peligro. Yo hace un par de años que no vuelvo a Tánger: irrumpió la pandemia y todo se complicó. Si la COVID lo permite, espero bajar este verano a El Ksar el Kevir, al festival jajouka. ¿Para escribir esta novela se ha valido de su bagaje cultural o ha tenido que documentarse? ¿Qué libros han sido los que más la han ayudado en esa labor? Uno de los grandes placeres de los veranos tangerinos era para mí visitar la Librairie des Colonnes y arramplar con los libros de los autores locales o de temática local. Leí a Bowles, a Burroughs, cosillas de Sanz de Soto, guías viejas, a Chukri, a Mrabet, a Charhadi, Kerouac, Vázquez, Ira Cohen, Brion Gysin, recuerdos de tangerinos franceses. Pero también a Jean Genet, al que adoro, aunque Genet es posterior, vino después. Chukri tiene un libro sobre Genet muy interesante. Goytisolo decía de él que era un santo sufí, también lo decía Sartre, un santo de la secta de los malamatíes, que se caracteriza por evitar cualquier signo exterior de piedad porque busca el vituperio general. Genet y Goytisolo también están presentes –de una manera difusa– en el libro, o al menos forman parte de mi Tánger imaginario. El proceso de documentación del libro fue casi más divertido que su escritura.

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Localizar y colarse en el edificio San Francisco, hablar con el conserje, ver el ascensor que Jane se negaba a tomar porque decía que le recordaba a un ataúd (lo cual era una complicación tremenda porque era coja), el descansillo con claraboya; visitar el edificio Itesa en medio de un descampado, frente al consulado americano; buscar el lúgubre e intocado hotel Atlas, cerca del mercado de Fez, en donde Jane se refugió con Cherifa, en una de sus últimas escapadas alcohólicas. Pero lo que siempre he sabido es que la documentación está ahí para olvidarla, no puede dominar la narración, sería tedioso. Hay mucha documentación, pero también hay ficción e irreverencia. ¿Cómo se reflejó toda esa libertad en las artes? Bueno, Jane Bowles es revolucionaria, y también Burroughs, con él estaba Brion Gysin, el inventor del cut-up y de la dream machine. Burroughs decía de Gysin que era el único genio que había conocido. ¿A quién se le ocurre fabricar una lámpara que hace soñar? Hace tres años estuve a punto de comprar un grabado suyo, en el Colegio Americano. A veces todavía veo en sueños ese grabado que imita la caligrafía árabe. Brion y Gysin son herederos del surrealismo, pero pasados de rosca. Pocos saben que Breton vetó a Gysin en una exposición surrealista en París por su homosexualidad, fue Éluard el encargado de descolgar sus cuadros. Ocurrió en 1935. Sin Burroughs y sin Gysin no se entienden el arte y la literatura de la segunda mitad del siglo xx. Burroughs es asombroso por su trabajo con la forma, pero también por la certeza de su visión CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

ácida del mundo moderno, por su visión de los derroteros que iba a tomar nuestra sociedad. Pero curiosamente ambos son sumamente formalistas, de ahí su interés por los rituales, la música jajouka, la permutación, la repetición, lo aleatorio. También por las drogas, claro. Pero en Tánger no solo había escritores: estaban los contrabandistas, los nobles venidos a menos, las coristas, los buscavidas, los pederastas, los pintores. Ha quedado una importante obra gráfica muy interesante en casa de algunos ricos de la montaña, en los anticuarios alrededor del Minzah. Bacon vivió unos años en la ciudad, siguiendo a su amor imposible que tocaba en el Harry’s Bar. Brion Gysin, Hamri o Mrabet también pintaban. Desde luego, está Yacoubi, la pareja de Bowles. Hamri también me gusta, Mrabet sigue todavía en activo. En el hotel Minzah había varios dibujos suyos oníricos increíbles, pero se deshicieron de ellos con el traspaso. ¿Qué obras destacaría usted de aquella época y de aquellos artistas? Dos damas muy serias de Jane Bowles es una de mis novelas de cabecera, de las pocas que me marcaron cuando empezaba a escribir. La otra gran obra tangerina para mí es Le pain nu, de Chukri. El pan desnudo, que es rimbaldiano, por su fuerza, por su desgarro, su poesía. También están Charhadi y Mrabet, que además de pintar también escribe. El primero durísimo; el segundo más ligero, hachisino, juguetón, onírico: transcribe las confidencias de un pez parlante. La presencia de todos ellos es perceptible a lo largo de todo mi texto, los cito, recreo anécdotas,

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jor que no hacer. Me gusta de la escritura novelística ese proceso humilde y ambicioso que te hace colocar una pieza, dar un paso minúsculo, cada día. Creo que los escritores participamos en la creación del mundo, lo salvamos de la inexistencia. Por eso respeto absolutamente ese deseo enigmático de hacer, independientemente de los resultados. Es una vocaSiempre me interesa saber qué es lo que ción maravillosa, que lo justifica todo. lleva a una persona a escribir. ¿Siempre quiso ser escritora? ¿Por qué? ¿Qué es- Para terminar, me gustaría saber qué ha significado para usted la coincidencritores le han influido más? Siempre quise escribir y me siento muy cia en el tema de los dos Premios Ateorgullosa de llevar tanto tiempo en ello. neo de Sevilla, el suyo y el de Alejandro Soy hija de los simbolistas, lo digo siem- Narden, Premio de Novela Joven. pre. Vengo de la poesía. Mis pasiones Ha sido una casualidad feliz que demuesno han cambiado desde los trece años. tra que nuestra relación con Marruecos Sigo amando sobre todas las cosas a sigue siendo importante para el imaginaRimbaud. También a Georges Bataille rio hispánico. Si la novela morisca fue un y a Djuna Barnes. Por cierto, Djuna género muy popular en el Siglo de Oro, la Barnes también estuvo una temporada moda orientalizante se mantuvo hasta muen Tánger, en un hotelucho cerca del ho- cho más tarde: ahí están, como prueba, las tel Villa de France, cerca del mercado de Cartas marruecas de Cadalso, que son cereales. Nada podrá para mí igualar la del xviii. Y, por otro lado, en las últimas pasión religiosa que me producen esos décadas, las novelas sobre Tánger casi se han convertido en un tópico. tres autores. El Magreb todavía es esa especie de Y después, viniendo de la poesía, tuve el flechazo de la novela, lo cual es un credo límite último que nos separa del mistecomo cualquier otro. De la novela me gus- rio, de la pérdida de control, de lo ignota que su carácter sinfónico, operístico, to, y, en literatura, constituye un mundo desmesurado, es una forma absolutamen- –idealizado– muy atractivo. Independientemente de los vaivenes te abarcadora, relacionada con los ritmos, con los rituales, con las mareas. Me intere- políticos y económicos, los españoles sa mucho la construcción, la estructura y siguen mirando hacia Marruecos; igual la idea de que la novela lo acepta todo, de que los marroquíes, desde el café Hafa, que en ella todo cabe. Supongo que soy otean las luces al otro lado del estrecho y deudora del modernismo anglosajón, me sueñan con Málaga y con Tarifa. Nos soñamos los unos a los otros. considero formalista. Me obsesionan las Quizás, si dejásemos de soñarnos muestructuras y arquitexturas. Escribo porque no puedo no hacerlo, tuamente, Marruecos y España, dejarían y, además, creo que hacer es siempre me- de existir. configuran una especie de voz coral del espíritu de la ciudad. De Paul me interesan sobre todo los cuentos de The Delicate Prey y de Tea in the Sahara. Y me gustó mucho Let It Come Down. Es un autor extraño, convencional formalmente pero de una crueldad terrible.

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Lezama Lima, música y nación Por Calixto Alonso


Una lectura atenta de La expresión americana de José Lezama Lima evidencia el empeño totalizador del ensayo, cuyo objetivo no negado era situar a América en torno a un concepto de unidad cultural. Los escritores de la modernidad hispanoamericana plasmaron sus aportaciones en una reflexión sobre el lugar histórico del continente y su diferencia desde el prisma de la continuidad secular, en el ánimo de fijar su distinción frente a otros modelos de cultura, especialmente la europea. La noción que plantea Lezama es inclusiva de la cultura estadounidense, estableciendo una idea de totalidad indisoluble. Para ello, maneja de inicio la denominación original del continente: América. Lezama enfrenta a Hegel, quien en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal deja en mal lugar a América, reduciéndola a una geografía sin apéndice histórico de relieve. El catolicismo implantado por el Imperio español y la que calificó como inestabilidad institucional crónica heredada de la dominación hispana fueron los motivos argumentados por el filósofo para dejar al Nuevo Mundo fuera de las corrientes primarias de la historia universal. Lezama usa del contrapunto analógico –contrapunteo, precioso cubanismo que significa, en última instancia, discusión–, comparando los hechos americanos con los de otras culturas, para conformar sus aportaciones y su personalidad propia en la cultura creativa universal. Tema central de la reflexión cultural del sistema poético del autor fue formular la especificidad de lo americano en sus términos de origen. Desde muy temprano hablaba de «la necesidad de levantar nuestra voluntad como pueblo» y de superar una sensibilidad que siempre había padecido de complejo de inferioridad. Conceptos básicos en él son «la capacidad incorporativa» y «la alquimia transmutadora», como digestión de lo recibido. Relee la tradición y trama fragmentos de otra forma en un discurso literario, pictórico y también musical. Así, en su espacio gnóstico, formula su tesis de «la temperatura adecuada para la recepción de los corpúsculos generatrices». La conciencia de originalidad americana parte de un nuevo comienzo vinculado al conocimiento de la «verdad de los orígenes». En el ápice de sus reflexiones en torno a la expresión criolla, encontramos a José Martí, a quien une al corrido mexicano y a «la anchurosa guitarra de Martín Fierro», modos musicales a los que les atribuye una función completamente popular. Una de las cinco conferencias que conformaron el ensayo se titula «Nacimiento de la expresión criolla». En sus postulados, introduce el autor las referen 109

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cias musicales que ya hemos apuntado como señal de lo criollo. Al corrido mexicano lo sitúa entre el recorrido del romance y la intensidad de la copla. El Martín Fierro lo enlaza a la canción gaucha –«más guitarras que letras», dice– y su contrapunto la proyecta como continuidad del mejor romancero. En la parte final de la obra, hace incluso referencia al ragtime y al jazz, citando a Gershwin como ejemplo sintetizador de elementos locales y armonías eruditas. El maestro Lezama pronuncia las conferencias que suponen el haz del ensayo en 1957. Y él, que siempre formuló imágenes orientadoras de lo cubano, pasó por alto la música popular de su isla, una de las constantes más nítidas y brillantes de la cubanidad. Figuraban, sobre el retablo de la estrella del acto naciente en torno al que razonaba, la ballena de Melville, el cuerpo total de Whitman, el piano fulgurante de Gershwin junto con la jácara mexicana y el guitarrón de Martín Fierro, sin mención alguna al son o a la rumba de su tierra. Dejó al margen las aportaciones de Fernando Ortiz o Alejo Carpentier. Vaya por delante que Ortiz fue un hombre con proyección pública, y que Carpentier contaba formación musical y un bagaje viajero del que Lezama, poeta y narrador, carecía. Ortiz, en la década de los cuarenta, comenzó a cuestionar la validez de las clasificaciones raciales y propuso que los cubanos se definieran a sí mismos en términos de una herencia cultural compartida y no de ancestros comunes. Por contra, el músico y compositor Sánchez de Fuentes, en la misma época, calificaba al arte afrocubano como «lamentable regresión de nuestras tradiciones», defendiendo incluso que los rasgos de la esclavitud eran una afrenta a la civilidad. Ortiz ya había fundado la Sociedad de Estudios Afrocubanos e impulsado el primer Congreso Cubano del Arte, acontecimientos a los que Lezama fue ajeno. La importancia de la cultura en el mantenimiento de la cohesión social y el establecimiento de «quiénes somos nosotros» ha sido parte esencial del discurso cubano, sobre todo en tiempos de crisis, y esa circunstancia era tan válida para 1940 como para 1990. Los años veinte y treinta del pasado siglo fueron esenciales para el reexamen de los prejuicios heredados del colonialismo y para aceptar la cultura negra callejera como símbolo de la cubanía. Una mayoría de intelectuales y artistas que deseaba lograr la unidad ideológica con influencias africanas tan fuertes aceptaron como propia la cultura negra, mas Lezama se mantuvo al margen de tales corrientes. El africanismo fue fuente de orgullo a la vez que de vergüenza para el país. Sus símbolos culturales eran muy poderosos, pero Lezama y sus próximos los leyeron como rezagos de un legado cultural menor. Sin embargo, era CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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inevitable que las sombras del afrocubanismo contuvieran las contradicciones fundamentales que reflejaba la división de razas existente en la República nacida tras 1898. Blanco y de origen acomodado, se sabe de Lezama que no sintió especial apego por el son y la trova. No obstante, creemos digna de un apunte la omisión que resaltamos. Parece claro que propone la asimilación de su universo americano por medio del lenguaje. Su decisión es ante todo literaria, o sea, culta. Años antes del ensayo, desde la revista Orígenes, reinicia un reencuentro con la sensibilidad poética que había de devolver al pueblo cubano la confianza en su pasado y la esperanza del futuro. Pero es evidente que ese colectivo estimaba de importancia un gusto por lo aristocrático, aun cuando tenía la pretensión de convertirse en el punto de partida del rescate del alma popular. Así, reivindica un pasado olvidado y pisoteado, en el que residen las señas de identidad del pueblo cubano, sus orígenes, por decirlo con palabras del grupo. Conformaron una cubanía de élite, caracterizada por el fin de la experimentación iniciada por los artistas y escritores «minoristas». Lezama y sus compañeros dejan de un lado la inspiración en la cultura popular o en temas de relevancia nacional. Por contra, su trabajo demuestra un retorno a la torre de marfil. Quizá por ello, Lezama no le encontró un sitio al son. Él nació con la República, en un momento en que el tema de lo afrocubano y su posición en la sociedad se había convertido en tabú, como si la discriminación y los problemas raciales se hubieran resuelto milagrosamente con la frase martiana «no hay odio de razas, porque no hay razas». La cultura cubana estaba, y sigue estando, polarizada en mayor o menor grado, y cada uno de sus protagonistas ha metabolizado la realidad a través del conjunto de sus propias vivencias. Es indiscutido que el son nació en un entorno de bares y prostíbulos, y que fue ignorado y rechazado durante años por las clases medias cubanas, hasta que alrededor de 1927 un sentimiento proafrocubano inundó el país y convirtió a su música popular en un símbolo de la nacionalidad. Parecería como si Lezama hubiese mantenido una actitud prejuiciada sobre esa música y, como resultado de su concepto social, sobre la raza. Por contra, Ortiz nunca se sustrajo a esa polémica y su trayectoria intelectual giró hacia un esfuerzo por reubicar en la entidad colectiva la cultura negra, para así aceptarla como plenamente cubana. Al tiempo del ensayo, ya habían transcurrido casi treinta años de la fusión planteada por Nicolás Guillén entre música y son (Motivos del son, Sóngoro cosongo y West Indies Ltd.), iniciativa literaria que incorpora 111

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definitivamente la música afrocubana a la literatura. Y Carpentier había escrito que el son había creado con sus letras un estilo de poesía popular con genuinos caracteres líricos. El cambio de actitud respecto al son urbano que dio lugar a encajar la cultura africana dentro de la sociedad cubana fue general. Si las naciones, al conformarse como tales, hubiesen de llevar a cabo una suerte de inventario de sus esencias, Cuba debería presentar entre las mismas, con el azúcar, el tabaco y sus tesoros naturales y arquitectónicos, sus valores musicales. A la fecha de su independencia se está en condiciones de afirmar que no había en aquellos tiempos país americano alguno con un folclore y unas estructuras de música popular tan ricas como las cubanas. La vida musical fue variada y autóctona desde el siglo xviii, del que data el punto guajiro. El siglo xix gesta el danzón, la habanera y ve nacer el son y el bolero. La guaracha también se cultivaba en bailes y festejos populares, y fue llevada más tarde al teatro en forma de sainetes y comedias. Y los solares atesoraban el complejo mundo de la rumba y el cancionero litúrgico cubano. La música se decantó en Cuba como un ejemplo palmario de transculturación. Se convirtió en un estandarte de la nacionalidad al suponer un abrazo de culturas que da lugar a una criatura que tiene de sus progenitores pero es distinta de cada uno de ellos; en suma, transformación de elementos que se reciben prestados y se incorporan a una realidad cultural enteramente nueva e independiente: cosmopolitismo, fusión, mixtura, mestizaje de elementos disímiles, música del pueblo que contribuye, sin duda, a crear una conciencia nacional. Esa eclosión musical, su incidencia en la incipiente industria discográfica y su influencia en Estados Unidos y toda la comunidad hispanoamericana –en especial México y el área Caribe– es soslayada por Lezama, que optó, como hemos señalado, por reparar en el corrido, la trova gaucha y Porgy and Bess. La música cubana hizo patria, fue y es factor determinante de cohesión nacional. Forma parte del ADN del Homo cubensis. Representa, como ninguna, una eterna lucha entre la tradición y la innovación que le confiere una calidad genuina. En la enigmática cifra de una nacionalidad, en la perenne insatisfacción y rebeldía, tan cubanas ambas, tiene su sitio la música popular. Las mujeres y los hombres del universo musical cubano de finales del siglo xix y de las primeras décadas del xx conformaron un grupo que es de los que más ha hecho por su país desde el son de La ma Teodora. No se trata, desde luego, de cuestionar la concordancia de la empresa de Lezama, poética y literaria, mas sus tesis sobre lo CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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barroco hispanoamericano valen para sostener un discurso de identidad, a través del espinoso tema del mestizaje, donde encuentra encaje la música popular cubana en conexión íntima con la identidad cultural que se forja tras la independencia de la isla. La Cuba de Lezama era poética, única, pero libre de todo localismo estrecho, con pretensión de apertura a lo universal. Parece como que siguiese a Borges, quien afirmaba que para los europeos y los americanos hay un orden, un solo orden posible: el que antes llegó en nombre de Roma y que después y ahora es la cultura de Occidente. Los pasos perdidos de Carpentier, la obra poética de Guillén y el citado contrapunteo del tabaco y del azúcar de Ortiz destacaban rasgos del complejo cultural caribeño que eran, en su criterio, ritmo y performance, herencias renovadas de un pasado esclavo. Esa perspectiva caribeñista debía ser ajena e incluso opuesta a la visión origenista de lo cubano. En 1939 Lezama escribe en Espuela de Plata su oposición al folclorismo local, esgrimiendo una aristocrática defensa de la universalidad del arte. Sus reparos hacia el afrocubanismo, compartidos con sus compañeros origenistas, respondían a la arraigada creencia criolla en el «peligro antillano» que afirma la civilización hispano-católica frente a una amenaza localizada en el Caribe, recuerdo de la rebelión de Saint-Domingue y de la temida inmigración jamaicana y haitiana. Guillén, el poeta mayor de lo afroantillano, y Piñera, en La isla en peso, cosen a Cuba con el Caribe, y eso es un hilo regresivo para Lezama. Él trata de superar la marginalidad geográfica e histórica, encarnando la tradición de la alta cultura cubana que afirmaba a Cuba como la blanca de las Antillas en criterios socioculturales asentados en el siglo xix. Heredera de la Cuba europea, primero ilustrada y después romántica, diferente de las islas de negros del Caribe; ahí está el canon de lo cubano para los origenistas. En su Coloquio con Juan Ramón Jiménez, Lezama rechaza el movimiento cultural cuyo principal hallazgo fue la incorporación de la sensibilidad negra. Cuestionó siempre la incorporación del vocablo onomatopéyico: «Un elemento percutible, en su más elemental forma musical, no produce más que poesía anecdótica...». Música elemental de la sangre frente a universalidad y trascendencia; el arte popular cubano de la tercera década del siglo xx era para Lezama una mezcla de maracas, de sones, de rumbas..., divertimento para turistas. En el espíritu y la universalidad trascendente de los origenistas no hubo cabida para el son. 113

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Acotaciones del fue siendo: algo sobre nuestra heteronimia Por Julio César Galán


ASCESIS, OTREDAD Y PASADO

Salí del heterónimo y vine al mundo. Ahora dejo el mundo y vuelvo a mí. Vivimos la otredad hasta el extremo. La heteronimia es la subida por la memoria que trasciende el rostro y llegamos al rostro (rompimos con el uno). Hablamos del origen a través de lo que pudo ser. ¡Si el azar no hubiera zarandeado tanto los árboles de nuestro camino!, pero nos vimos solos en el otero, contemplando el horizonte cuando atardece, y así subimos por la anatomía de cada evocación, es decir, la real ausencia de lo porvenir que nunca vino, aunque vivimos enteros en la alegría de saber irnos a tiempo de nosotros mismos (esa luz que acoge y en la que siempre se duerme arriba). Perderse en la simplicidad de la nostalgia: nos limpiaremos en la otredad y saldremos con la máscara nueva, listos para mirar las cosas tal como son. Fuimos afines a aquello que no fuimos o que pudimos ser: un tú y un yo que se relacionan por la ficción («Y si me perdonase a mí mismo», me dije). Nunca estamos preparados para lo que esperamos hasta que no somos otro. La desnudez de los nombres. Cerremos los ojos para vernos de otra manera, lo haremos en silencio, casi en secreto, casi en los límites de la palabra. Me invocaré bajo nombres tan diversos: una nueva manera de morir siendo. La conmoción de la realidad. ¿Estará el verdadero yo en la ficción? ¿Es cierto que la yoidad no es más que un nodo de ilusión? Con la heteronimia elogiamos el desapego en mitad de la liza. Ser otro representa entrar en otro tiempo: olvidar aquello que nos ensucia, trabajar la muerte para recordar el olvido, integrar todas las experiencias en una sola. Dejemos la ignorancia y aniquilemos lo individual. Debemos concatenar las posibilidades. Reintegrarse significa ficcionalizarse. Purificarse del spleen, del vacío, de la nada. Revivirse en aquello que se pudo andar. La narración de las posibilidades se convierte en ascesis. Desligarse y empezar. Para empezar todo de nuevo. Despertar y huir de las limitaciones e insignificancias. La locura de pertenecer a la dialéctica de todo lo que fuimos y de todo lo que somos. Nuestra inmortalidad es la inmortalidad del instante. Pero no olvidemos el lenguaje, el cual supone el primer recipiente para disolver el yo. Muramos poco a poco. «Me negaré a mí mismo con la alegría de mis otros», dijo el ortónimo. Estaremos vivos en el nosotros. Crucificaremos la rutina y sus efectos. Nos extraviaremos por las desviaciones que ensoñamos. Fantaseemos. Pensar que existimos sin llegar a realizarnos. Manipular al otro y recuperar la parte que llevas dentro. Y me insinué: «Ahora que soy yo, ya 115

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no necesito la inmortalidado la trascendencia de esos cuentos mal contados». Ahora estoy en la alegría, voy adquiriendo el sentido del yo, aquel espíritu subjetivo en el tú, en él, en ellos. Ya no me opongo. Puedo ser reconocido, por eso puedo amar y ser amado. Nuestra contemplación hacia aquellos nombres que se van. Necesitamos la religión de la otredad, saber ser otros, ese nosotros que se expande, que a cada paso surge y que evitamos para sortear la paradoja, la contradicción (y ser la paradoja, la contradicción...). Sin piedad contra el tropiezo de estar siempre en el mismo rostro. Nuestro cantar de los cantares. Agrandamos lo diverso en el uno. Os llevamos la contraria. Cuando se hable de horizonte, nosotros veremos cercanías; cuando nosotros veamos tinieblas, en realidad, veremos lluvia de luz. Alguien nos dice: «Por fin, el hombre mirará al hombre. Saldrá fuera de sí y conocerá el éxtasis». Para llegar aquí tendrá que desaprender todas las normas sociales. La unión consigo mismo a través de los otros le reunificará, tendrá la dicha de ganarse un alma (su esencia). Nuestra jerarquía terrestre en los nombres que no son el nombre y con este peso en la conciencia todo será un ir hacia el anonimato. Una vez conseguida la otredad, debemos ser anónimos. Lo nuestro será un glosar un nombre tras otro hasta desaparecer, definiendo largamente y de este modo la escritura. Esta tensión se resuelve en la tiniebla atravesada por el rayo, ese que se hunde en la oscuridad total y ese que sale un día de primavera con llovizna (gotitas de un sol antiguo). Nuestro dios siempre estuvo en la escritura. Transformamos las letras que nos nombran para despistar a los extraños, aquellos que nunca llegarán a la otra edad del alma (el hacerse a sí mismo). El problema del nombre impuesto. La eternidad será alcanzar nuestro nombre, ir del hombre viejo al nuevo. Nunca estaremos solos, ya nunca podremos estar solos, la escritura fue un aprendizaje para no estar solos. Serán los nombres de los otros y así, explicándonos a nosotros mismos, pasaremos por el éxodo, por el desierto, por el Sinaí. El encuentro con la nube y con su oscuridad. Saber mirar a través de otras identidades indomesticables en grado sumo. Sin pertenecer ni a mí ni a nadie, como los hijos del viento. Renunciando a todo conocimiento tristón, seco o blando, quedaremos unidos a lo más noble de nuestro ser, la ficción. Preparativos para la experiencia de la otredad mediante la ficción de sí mismo, con su consiguiente esfuerzo ascético hacia quien uno fue y hacia la actividad teúrgica en la práctica de la otra escritura. Esa palabra como frontera. La interpretación del paCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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sado y, con ello, la indagación en sus significados ocultos (subir, subir, subir por los oscuros; recordemos que la acepción original de mística se encuadra en lo arcano o lo cerrado) se presentan como un elemento fundamental de la vida heteronímica. Purifiquémonos en la negación del ego y de aquello que nos dijeron que éramos. Damanhur, ir de nuevo a esta palabra, es decir, usar el potencial dentro de cada uno, dentro de cada heterónimo para saber de nuestra identidad. Allanaremos el camino con ascensos apocalípticos y también vitalistas (para que los extremos se toquen), como en las formas más antiguas de la mística judía. Para participar en la liturgia ficcional, ascenderemos por otros sentimientos flotantes, por otros pensamientos aéreos y por otras emociones ardientes. Formemos de nuevo, con los rostros de los heterónimos (Pablo Gaudet, Luis Yarza, Horacio y Jimena Alba, Óscar de la Torre y Rafael Fuentes1) y sus obras, una frontera que divida esa experiencia social de negarnos y esa vivencia real de sentirnos de verdad en nosotros mismos, siendo otros. Astronautas en los arrabales, ¿tras aquella enfermedad tuviste que recoger todos los fragmentos e intentar pegarlos? Destruimos el lenguaje para construir otros lenguajes, otras memorias. Hay otro recuerdo velado en el recuerdo que contemplamos. Bajar y subir por sus significados. Una canción nos llevó a otra, unos muertos nos llevaron a otros y quisimos juntar todas las limaduras y hacer un bonito Frankenstein. Quisimos reunir toda una vida, quisimos elevarnos de nosotros mismos y gatear por esa melodía. Siempre para morir mejor, para no golpearnos en soledad, para mirarnos –sin arrepentirnos– en los abismos de la conciencia. Hacemos coincidir el ritmo de la memoria con el ritmo de la vida. AUTOINDUCIRTE: EL TARAB Y LOS ECOS DE LAS AVENIDAS

Y suena la música y pensamos en el tratado de lejanía que es la heteronimia. En muchas ocasiones, para que surja algún heterónimo, pongamos por caso a Jimena Alba, se necesita del estímulo de la música; para llegar a ella necesito sentimientos como la rabia, el escepticismo, la transgresión de algunas normas morales y sociales, la crítica a uno mismo, el desencanto por haber caído en aquello que hace todo el mundo a cierta edad o el desvelo tontorrón de las mentiras literarias. Estas cuestiones solicitan una salida y el primer escalón toma su base en la música, en concreto, el rock. Nos obsesionamos con un grupo, con un disco, con una canción: Nirvana, Pearl Jam, Ramones, Extremoduro, Barricada, 117

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Eskorbuto, Patti Smith, The Doors... Y con su poder evocador experimentamos una edad lejana, con sus sacudidas y séquitos. Nos envolvemos en sus giros derviches y empieza a anularse nuestro rostro para ser aquel rostro, el que ya no podemos ser, al que revivimos, al que solicitamos amparo contra el olvido. Geometría, música, luz. Para los místicos sufíes, la música y la danza integraban la senda hacia la trascendencia o la consumación del éxtasis espiritual. Con esa trabazón de música y heteronimia se expande un modo de delimitar el distanciamiento. Escrutamos nuestros horizontes y sacamos de ese escrutinio el gesto antiguo. Esta relación de la música con la formación de los heterónimos la tenemos en todos. Por ejemplo, para entrar en Luis Yarza, escuchamos música andalusí, música sacra moderna o música clásica, y así llegamos a sensaciones de serenidad, sosiego, bonanza, orden, confianza o placidez (y a otra edad y a otra posibilidad), pues los heterónimos, en mi caso, empiezan por las sensaciones. Como los demás, Yarza personifica el derecho al horizonte, el derecho a ese teatro de las estrellas melodiosas por donde tiene que salir nuestro desvío (intentar llegar a otro estilo). Si buscamos nuestro propio alfabeto en la polifonía, fue por amor y curiosidad. Herimos el tiempo presente y hacemos surgir la especulación viva de aquel allá en que lo probable consigue forma y cadencia, y se extiende la representación de lo que nunca se experimentará, pero que, sin embargo, tiene su vida anterior. Ahondemos en ello de la mano del tarab, ese ascético ejercicio musical, y después hagamos algunas (auto)biografías. Nos dejamos arrastrar por ese coro, por esas sirenas que nos inundan con sus cantos. Cumplimos la previsión de Circe, qué se le va a hacer, solo aparentamos ser normales para que no nos echaran a un lado. No hicimos caso de las advertencias de la y quisimos llegar a la pura voz. Para ello abandonamos la patria y transformamos el corazón. Qué delirio tan lúcido, Zaratustra. Nos hastió la luz de aquellas calles y extendimos los ojos hasta el bosque de nuestros yoes. Fuimos ricos en esta pobreza. Bajamos para no volver y, ya vaciados, decidimos llenarnos de quien más fuimos: otredad de otredades. Nos embriagamos de nuestra quimera y la habitación doble se hizo triple, cuádruple, infinita... Pasamos aquella atmosfera estancada y trasladamos nuestra ceniza a la montaña. ¿Ya no podemos vivir en aquel que fuimos? Nos dijimos: «¿No temas los castigos que se imponen al incendiario?». Ante toda aquella náusea decidimos no regresar al espejo cóncavo. Sí, lo sabemos ya, todo aquello fue irrisión y vergüenza CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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dolorosa. Dejamos aquella metamorfosis de fantasma a planta. Se perfilaron nuestros envenenadores y dimos un portazo. Ese bienestar de la impureza de lo monocorde. Ese civismo quería el cuerpo flaco, feo, famélico, y también la mente, el paso y la transgresión; quería lo fácil y dimos un giro. Nos habíamos mentido en la ambición, en la desmesura, en el juego acabado. Nos dijeron: «No puedes cambiar lo que eres», y soltaron todos los reclamos. El ideal del yo y los «valores culturales dominantes». Propiedad e impropiedad. Musicalizar el pasado y los posibles, los otros que yo había sido o que pude caminar. Otro lenguaje, otro ser. Dejamos caer la conciencia para existir en lo ilusorio. Y volver, volver para comenzar todo de nuevo. Este fue mi modo de danzar en lo sagrado. El mundo es un espejismo cuando no se taladra el yo. Nos fuimos de la divina comedia. Fui consciente el mayor tiempo posible de mi identidad. Los no yoes y los noes del yo. Yo no soy mi trabajo, yo no soy mi casa, yo no soy mis amigos, yo no soy mi coche... El sentido limitado nos hace desaparecer. Miro el proceso cíclico y liquido de la conciencia a través de los recuerdos y estos nos llevan a Pablo Gaudet, Luis Yarza, Horacio Alba, Jimena Alba, Óscar de la Torre y Rafael Fuentes. Hay que cambiar la pregunta de quién soy yo por quién pude ser yo. Apegarse a ciertas formas, sentimientos, deseos, imágenes y acciones fluyentes para crear un sentido distinto de la yoidad. Nos amoldamos a nuestros cambios, a esas cinco permutas del budismo que también encajan con nuestra heteronimia: los procesos del cuerpo físico, los sentimientos, las percepciones, las respuestas y el flujo de conciencia que se experimentan. Y nos dijimos: «No quería ver a nadie..., y mi único consuelo era la soledad; una soledad profunda, oscura, semejante a la de la muerte» (Mary Shelley nos habla). Y del a mí mismo me fui al yo y de aquí al mí en un nosotros. ¡Cuántos papeles, cuántos arquetipos y cuántos patrones! Y si al menos los hubiésemos hecho bien, los hubiésemos llevado al extremo, al teatro mundi. Nos tenemos que proteger de nuestras falsas identidades y, asimismo, de las de los demás: «No soy nada de eso [...]. Sus identidades son la causa de todos sus problemas; descubran lo que hay más allá de ellas, la dicha de lo atemporal, lo inmortal» (Kornfield nos confirma). Perder el yo en los yoes para fundirse en el yo verdadero. Por eso, al abrirme el rostro en otros rostros, supe del vacío pero también de la llenura. Comprendí las formas de esa vacuidad y fui feliz, pero también me hundí en grandes amarguras. Don y castigo. 119

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Hice del pasado agua limpia, y ya clara de nostalgias podía beberse. Poseí mis recuerdos y sus maneras de pensar. Reconciliarse con nuestras mentiras y nuestros desvíos. Y soné: ni adentro ni afuera. Hablamos con palabras trastocadas de Sri Nisargadatta. Al heterónimo lo vemos a través de la red de nuestros deseos, dividido entre dualismos tópicos: entre el dolor y el placer, entre lo bueno y lo malo, entre lo interno y lo externo. Para ver su universo, hay que situarse más allá de esa malla. Para ello, hay que fijarse en sus agujeros. Cuando unimos algunos puntos del pasado y del futuro, cuando nos vaciamos en el presente, salimos de ese tiempo ajeno e impropio, estamos en el oleaje calmado de nuestra ficción veraz... Desde estos espacios se reciclan los anhelos insatisfechos, las frustraciones intermitentes y los deseos irrealizables. Estado de ecuanimidad. IRSE PARA COMENZAR TODO DE NUEVO

El maestro Eckhart nos dice: «Primero contigo mismo y ¡renuncia a ti mismo! De cierto, si no huyes primero de tu propio yo, adondequiera que huyas encontrarás estorbos y discordia, sea donde fuere». Los heterónimos, por mi parte, simbolizan esos planos trascendentes en que uno puede perderse y desclavarse de los objetos, de la gente y de uno mismo. Voy del cambio a la decadencia y, finalmente, a la disolución, a lo inmóvil, a lo vivo, a lo naciente. Y nazco una y otra vez cada vez que soy otro. Hay que deslizarse por la ricordanza. Hay que deslizarse por el sí para llegar a su olvido. Los lastres se sueltan con los heterónimos cuando el yo aquel se une con el yo este. Para recordar que el yo aquel se fue y este puede enajenarse, vamos de vez en cuando a ver ruinas susurrantes: fábricas desguarnecidas con sus grafitis, escombros en la áspera llanura, la casa desvencijada de nuestros abuelos en aquel campo, junto aquella vía del tren... Así contemplaremos el fuego en la ceniza. ¿No escuchas la música? Formaremos nuestra ceremonia, el rito que hace que nuestro pasado sea nuestro, realmente nuestro. Y conste que sabemos que todo esto es olvido, pavesa, nada. Y lo celebramos. Lo bello, lo sublime reside en saber de esos otros de uno mismo y en saber que toda esta escritura es anónima, un vacío luminoso en la inmensidad de una gota de rocío. La cúpula infinita del cerebro por la cual el humo sube y sube y sube. Somos el actor sin nombre. Nos refugiaremos en los sentidos que son los cazos de las efemérides. Despertar en otros ojos, y aquí entra otro ejemplo: Pablo Gaudet. Vayamos a su próximo libro ¿Una extraña CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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orquídea o un superviento estelar? ¿Qué fue aquello que inició este libro y en qué situación se encontraba nuestro actor? Se preguntó qué libro le gustaría leer y se dijo:«Un libro de poemas que nos cuente los éxtasis de la alegría, los instantes de felicidad plena. Pongamos por caso, relatar líricamente cuando la madre ve la cara de su hijo recién nacido, cuando el preso sale de la cárcel después de años de presidio, cuando el corredor llega a la meta el primero, cuando los amigos celebran una fiesta tras licenciarse, cuando el cuerpo llega a la suspensión del orgasmo, cuando el silencio de los libros te dice aquello que querías escuchar y te vuelve a reconstruir, cuando los niños juegan en el parque un día aromático y azul de primavera [...]». ¿Cuál era la manera para llegar a ese rostro? Desde un principio, debo decir que cuando empieza a irse el yo empieza a entrar el ya. Su biobibliografía estaba ahí como la de los otros, con excepción de Horacio Alba, Óscar de la Torre y Rafael Fuentes2, que son los más ajenos a mí y los últimos en llegar. 1984, Deià, Palma de Mallorca. Trabaja como bibliotecario en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de las Illes Balears. Autor de la plaquette Prodigar el prodigio (2009) y del libro de poemas ¿Baile de cerezas o polen germinando? (2010), así como de la serie experimental Videopoemas cetáceos (2008) y del poema hipertextual La muñeca rusa (2012). El ideal vital del ortónimo empieza a volverse circular. Entra la música –en este caso, el jazz– y empezamos a sentir la posibilidad-Pablo: Deia y la biblioteca, el cerco de los amigos de toda la vida y la familia inquebrantable, las noches de dolce vita por el puerto de Palma (¿Las que tuvimos? ¿El grupo amical que sigue en estos momentos pero de otra manera?) y de viajes de aquí para allá, sobre todo, a la India (¿Las huidas soñadas?), en donde conoció, estudió y ejercitó el hinduismo. Desde aquí hacia la vía de la peregrinación de la tradición advaita para irse de ese no-dos, para no creerse la incompletud y no llenarse de hijos, de relaciones indeseadas, resignadas o descuidadas. ¡Cuántos caminos invisibles andamos por el ortónimo! Si este hubiese sido más hábil, más firme, más él, no le hubiese hecho falta la escritura del otro. Y el budismo, el budismo tántrico y esos diferentes niveles de profundidad de la conciencia (¿Habla Pablo o tú?). A cierta edad uno sabe si va hacia sí mismo o se ha perdido ya en la maraña de los medioseres. Nos sustentamos en lo que queda. Un eclipse para ser solar. Nos vamos a la armonía de los contrarios. La unidad del otro y la separación y la unión y subimos por los 121

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anhelos y las esperanzas. Las islas de nuestras islas. El corazón íntimo de aquello que se fue y no pudo ser; pero no nos entristece la raíz fría de nuestras pérdidas, hacemos de las envolturas otros peregrinajes. En los heterónimos se encuentra la medida de los deseos y las esperanzas pasadas, esa irreprimible melancolía de la ausencia (mitología de la saudade). Nacemos a medias y, cuando andamos, nos vamos indefiniendo aún más. Larva. Esa represión del tiempo que ya no es tiempo. Albergarse consiste en esa metafísica de la experiencia que se hace vital, dichosa, sagrada. Multiplicidad de rostros, máscaras y tiempos, los cuales no sabemos musicalizar hasta que hacemos nuestro círculo. Los trasfondos del no soy nada ni nadie. La noche bocabajo en donde corresponde no mentirse. ¿Caímos en las demandas de los demás o los despistamos? Al absorber el pasado, lo absolvemos en busca del inédito, de nuestro inédito. Maneras de sentirse sin cargas y sin cargos. Pedazos embrionarios. Esa efímera fijación de aquellos sentidos. El misterio y la extrañeza de algunas sensaciones y, a partir de ahí, creamos ese intervalo, esa oscilación. Y ¿así ya no se nota la separación de los cuerpos sin órganos? Los cuerpos incluidos dentro del cuerpo. Nos ponemos del lado subjetivo para hacernos objetivos. A través del camino heredado nos encaramos en el muro de las aporías. Cambios: postsentir todo de todas las maneras y con diversas intensidades, es decir, volver al azul. Para escuchar esos vacíos anónimos, entramos en esos «rápidos de la melancolía / pasando junto al / espejo pulido de las heridas: / por allí son conducidos a flote los cuarenta / arboles descortezados de la vida» (Paul Celan al fondo). Con la heteronimia excitamos las ideas hasta hacerlas emoción y, en este relato especular de la identidad, la tristeza está dentro de la alegría, la calma dentro de la angustia y el miedo, o la ternura dentro del odio, y así vamos perforando las emociones. «La existencia resultaba escasa», nos repetimos. Lo sabemos, el amor pierde su intensidad a lo largo del tiempo y fantaseamos, la amistad pierde su intensidad a lo largo del tiempo y fantaseamos, el trabajo pierde su intensidad a lo largo del tiempo y fantaseamos... Dos historias en una, heterónimo y ortónimo. Uno como reflejo del otro, en imagen invertida (como todo espejo transformado). Otredades que se abisman cuando se encuentran con otras. Pegamos nuestra cara al peligro del otro lado y crecen demasiado las alas, así que es necesario hacer el puente con aquello de no mirar melancólicamente para atrás, de no ser tibio ni manso. Unimos el ocaso y la aurora y nos lanzamos a la hendidura de amCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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bas. Y claroscuro tras claroscuro, en la hora más plena, en la hora del aplauso y del hurra, vamos haciendo cuanto nos dijiste: «No dejes una gota de celebración en el espíritu del cuerpo cuando este muera». El yo ido nos da la entraña del ser. Lo más puro de nosotros por la impureza de quienes fuimos. La sinceridad del fantaseo. Pero no nos evadimos, nos liberamos y llegamos al nomadeo. Trastocamos a Rousseau: lo que provoca la miseria humana no es la contradicción, pues esta se encuentra entre nuestro estado y nuestros deseos, entre nuestros deberes y nuestras inclinaciones, entre la naturaleza y las instituciones sociales, entre el hombre y el ciudadano; volved al hombre múltiple y asimilaréis la incoherencia, el absurdo, la paradoja, el disparate, la discordancia, la antítesis, la impugnación, la refutación, el rebatimiento y las réplicas. Volvamos al hombre consecuente consigo mismo, siendo el que quiere parecer y pareciendo el que fue. Entonces se habrá puesto la ley propia en el fondo de vuestros corazones. El ego, ¿cuánto tiempo estuvimos apegados a esa masa informe de objetos, a ese perro que tira de la correa, a esa numeración que tantas veces nos puso en la fila? Ese que te dijeron que debías ser, ese quedarse en medio de la nada haciendo lo mismo que todos. ¿Cuánto tiempo pensabas que iba a durar esta mentira? El ego y esa famosa respuesta de Diógenes a Alejandro Magno cuando este le dice que le pida lo que quiera y Diógenes le pide que se aparte porque le está tapando el sol. Eso muestra que el poder sobre uno mismo es preferible al poder sobre los otros y sobre el mundo. ¿Seguiremos escuchando cantos de sirenas, las negaciones de la vanidad y la soberbia, los sistemas que justifican su propio sistema, las amistades burguesas que alimentan aún más nuestra ausencia social, el dentro y fuera del vómito de cada urbe? Y me hice y tendí la cuerda sobre el abismo y, al hacerlo, la luz se desenrolló sin más. Y me enterré en varias ocasiones y sufrimos aquellos pedazos hasta poder integrarlos. ¿Sentimiento o pensamiento de identidad? Digamos que todo era regresar, volver, vernos de nuevo en lo antiguo (sin nostalgia ni melancolía o llevando la nostalgia y la melancolía hasta la frontera). Revivir los instantes de nuestra evolución: había que curarse del pasado, había que deshacerse del falso self. Reinstalarse. Nuestra puesta en abismo, cruzando la fantasía de nacer de nuevo. Giremos la rueda para ser tragados y poder mirarnos al espejo. Hagamos contraste y comparación con los límites de los espejismos. Lanzo las semillas de los otros en el yo y crecemos en 123

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cada heterónimo. La industria natural de producir identidades. Personas para ir a la gran fiesta. Guías para una buena ceremonia del Fausto. ¡Casi siempre todo es tan normal! Los actos de sumisión y el conformismo, ¿recuerdan? ¿Cuántos hicimos? ¿Cuántos has hecho, lector? ¿Estamos a tiempo? Las parcelas de las relaciones condicionadas e incoherentes. Ademanes y posturas. Entraremos en la contradicción, pero no en el contrasentido. Y ahí estarán los argumentos del progreso. Somos las voces de nuestros desconocidos, verdad, Valéry. EN REALIDAD, NUNCA ESTUVIMOS ALLÍ

En ese proceso de desapego desentrañamos símbolos y metáforas. En algún lugar de Molloy hablaban también de nosotros: «Porque en mí siempre ha habido, entre otros, dos payasos, el que solo aspira a quedarse donde está y el que imagina que un poco más lejos se encontraría mejor». Nos alejamos de los nombres nacidos a medias. Juntamos la geometría de los choques de la realidad-deseo con nuestros destinos personales, horizontes del yo que aparecen tras nuestras otredades. La palabra múltiple debe cultivarse, labrarse con tesón, con paciencia, con abismamientos y epifanías. Siempre para tener esa sensación de renovación en ese escribir siendo otro. Incipit vita nova. Las viejas mentiras generan nuevas verdades. La fresca aurora que nos aleja de subvivencias. El no lugar que se convierte en éxtasis de regreso. Identidades móviles que nos llevan a comprender nuestros mitos y nuestros distintivos. Nuestra prole de la noche blanca: antes de morir, quisimos anular la distinción entre tiempo y eternidad. La heteronimia con su efecto boomerang y con su (des)figuración de (auto)biografía. Descenso y decepción, pero también lo contrario. Nos autoplagiamos; conferimos dignidad a las máscaras, otorgamos y deformamos rostros, los ajenos y los propios. Figuras, figuraciones y más desfiguraciones y algunos cobijos. El autor y su continuum, pero aquí llega una pregunta medular, una pregunta que uno debe hacerse (o no): ¿Qué es un autor? Y se hace este lazo, el mito de Narciso como base de la heteronimia, como circunferencia que traza la circularidad de la autoría. La lectura como Narciso. Esa sed es un ladrón que siempre nos trae la ganancia del agua. Escribir refleja la adición de la otredad junto a su hermana, la lectura. Qué afán por no estar allí ni acá. ¿Vivirá si no se llega a conocer? ¿Vimos demasiado como Tiresias y nos cegamos? CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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«¿Doble empobrecido en las palabras de los otros?». La pasión por redoblar el eco sonoro, pero no nos engañemos, no hay ninguna trascendencia en las líneas de tinta. Plano sonoro y fuente en donde caer. La avidez y la sequía. Nuestros excesos y nuestros desiertos. Y susurra: «Tú crees que me matas. Yo creo que te suicidas». Igualados en lo múltiple. No rechazamos el eco, lo hacemos nuestro y aquí la venganza se hace contra aquello que nos dijeron que éramos. La caza de los nombres. Fascinados por el reflejo de lo que se va en aquello que seremos. Thanatos en Eros (y viceversa y al mismo tiempo). Recreo de contrarios. La relación de la heteronimia y el mito de Narciso no es la de una exaltación del yo o del ego, sino al contrario, la de una disolución. Al ver a Narciso describimos la tragedia de la pérdida del yo y la hacemos celebración. Y, asimismo, una imagen especular que se hace y deshace. Ir hacia la sombra de la belleza para saber de sus frontispicios. Encontrarse para disolverse. Simetrías en las discordancias. Juego de dualidades que se van destruyendo para ser autoconscientes de la extrañeza y del asombro. Y haremos de la sombra cuerpos. Cogemos imágenes fugitivas que se van haciendo pasmo unificado: «A su manera, pues, y por un camino inverso al de la mística, Narciso descubre en el dolor y la muerte la alienación constitutiva de su imagen». Le damos la vuelta al mito de Narciso y al drama de la heteronimia (seguimos charlando con Fernando Castro): privados del uno, tenemos una pequeña salvación. Los laberintos del agua nos conducen a las palabras afirmativas. El inventor del sí. El autor como fabulador, la heteronimia como fantaseo. La autobiografía ficticia de las memorias verdaderas. ¿El narrador que dice tú pero no siempre es tú? La escena imaginaria con director ausente. Los irreales presentes. El patetismo por la festividad. La heteronimia es un buen ejercicio vitalista para saber irse. Los complementarios de los complementarios. Un yo autónomo que reanima al subyugado. El doctor Jekyll y míster Hyde se funden y generan a Jehy (¿más allá del bien y del mal?), que al hacerse a sí va recorriendo una galería de edades. Todos los heterónimos forman el macropersonaje. La huida del personaje tipo (en lo social y en lo ficticio, o ¿lo social siempre ficticio?) de lo plano y lo superficial para llegar al calidoscopio psicológico que matiza el estudio del carácter propio del personaje. En el doble se polariza o exagera algún o algunos rasgos, mientras que en el heterónimo se hace lo mismo, sin embargo, se extreman tanto que el monopolio dual salta por los aires. Aquí se trastoca el mito de 125

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Narciso: en el camino vamos pasando por el apócrifo, el doble y el complementario hasta nuestros heterónimos. Y todos ellos entre el ludismo lingüístico y la gama reflexiva, entre la función autocrítica y la indagación adicional a la personalidad (y en el barco ebrio escuchamos «el pensamiento cantado y comprendido del autor»). Rimbaud, ¿los viejos imbéciles ya encontraron el yo y su significación falsa? Digamos adiós a Narciso, terminemos por unos instantes con estos pensamientos ondulados y, para saldar la cuenta, quedémonos con esta pregunta de Juan de Mairena a través de Antonio Machado: «¿Pensáis que un hombre no puede llevar dentro de sí más de un poeta? Lo difícil sería lo contrario, que no llevase más que uno».

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NOTAS 1 He aquí la información bibliográfica sobre algunos heterónimos. Luis Yarza (La Alberca, Salamanca, 1983), licenciado en Veterinaria por la Universidad de Extremadura, trabaja como ornitólogo en el parque nacional de Monfragüe. Es autor de los libros de poemas Gajo de sol (Diputación de Cáceres, 2008) y Para comenzar todo de nuevo (Ay del Seis, 2017). Ganó el Premio de Poesía Vicente García de la Huerta (2016) por sus poemas de La llanura. Óscar de la Torre (Bello, Teruel, 1973) estudió sociología en la Universidad de Salamanca y se doctoró en la misma con la tesis La identidad como signo. Antropología de la palabra social. Entre sus ensayos cabe destacar El autor como crítico: la única crítica (2010, Teruel), Misticismo y heteronimia (Teruel, 2011), Pessoa-Machado-Fonollosa (México, 2011), Una historia de los epígonos poéticos españoles (Madrid, 2014), La misantropía como humanismo (2014) y Limados. La ruptura textual en la última poesía española (2016). Jimena Alba (Bilbao, 1986), aunque nació en Bilbao, ha pasado gran parte de su vida en La Paz (Bolivia). Realizó estudios de Economía en la Universidad de Granada, que no terminó y cambió por los de Arte Dramático en la Universidad Nacional de las Artes (Buenos Aires), carrera que decidió terminar en la Stella Adler Academy of Acting and Theatre. Es autora del libro de poemas Introducción a la locura de las mariposas (Tigres de Papel, 2015) y del ensayo El último manifiesto (Trea, 2019). 2 Rafael Fuentes, el heterónimo librero, aquel que solo hablaba con sus clientes de los libros que más admiraba, aquel que sabía desde muy joven qué camino seguir, aquel ser tranquilo que parecía que había hecho visible su utopía (por real). Su trabajo consistía en ejercer la maravilla, en destinarse a la exquisitez, en fascinar por aquello que deslumbraba, pero estaba escondido. Su escrutinio diario, en ordenación y expurgo, su receta mental de cada día, en rejuvenecimiento de la memoria propia y colectiva, había creado la epifanía necesaria para tomar conciencia de los momentos áureos: su librería. Su genealogía estaba en el Bartleby, en el artista sin obra y, en consecuencia, en las ocasiones de llovizna saudosa se decía para sí mismo y en silencio: «O la perfección o la nada. Eso de quedarse en la mitad, en la literatura, no resulta una opción plausible. No quise convertirme en fabricante de palabras. La obra sin

páginas, mi obra. Yo fui como esa mujer elegante y noble y proustiana que pasa y sonríe a sus admiradores. Nada de los vulgares contratiempos de los hombres de pluma. Sigo en la esfera pura y etérea. No publicaré jamás. Si no puedo ser un clásico, y un clásico sabe cuándo lo es, entonces, ¿para qué convertirme en un contendiente de opereta?». No tenía hijos, ni pareja, ni coche. Decía que los hijos eran innecesarios, porque los instintos no le habían llamado por ahí, ni los consideraba un medio de trascendencia, porque algún día el mundo explotaría. Sus libros fueron su única familia.

BIBLIOGRAFÍA · Alba, Jimena. Introducción a la locura de las mariposas, Tigres de Papel, Madrid, 2015. –, El último manifiesto, Trea, Santander, 2019. · Beckett, Samuel. Molloy, Alianza Editorial, Madrid, 2012. · Castro Flórez, Fernando. Narciso y Acteón: el deseo y la mirada, ERE, Mérida, 1990. · Eckhart. Tratados y sermones, Las Cuarenta, Buenos Aires, 2012. · Jihad Racy, Ali. «Tarab, arte y éxtasis en la música árabe», 2014. En línea: <https://danzaorientalenegipto.com/2014/05/23/tarab/>. · Gaudet, Pablo. ¿Una extraña orquídea o un superviento estelar? Bala perdida, Madrid, 2021. · Kornfield, Jack. «La identidad y la ausencia del yo en el budismo», Revista de la Universidad de México, 2017. En línea: <https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/c22b4d27-0d67-4f9b-8888-41dce04fb4b9/laidentidad-y-la-ausencia-del-yo-en-el-budismo>. · Machado, Antonio. Juan de Mairena, Castalia, Madrid, 1972. · Ovidio Nasón, Publio. Las metamorfosis, Cátedra, Madrid, 2005. · Nisargadatta Maharaj, Sri. Yo soy eso, Sirio, Málaga, 1976. · Rousseau, Jean-Jacques. Escritos políticos, Trotta, Madrid, 2006. · Shelley, Mary. Frankenstein, Nórdica, Madrid, 2016. · Valéry, Paul. Cahiers, Gallimard, París, 1997. · Yarza, Luis. Gajo de sol, Diputación de Cáceres, Cáceres, 2008. –, Para comenzar todo de nuevo, Ay del Seis, Madrid, 2017.

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En el corazón del malecón habita un poeta Por Carlos Barbáchano


El 19 de diciembre de 1998 presenté a César López en una de las salas del Ateneo madrileño poco antes de que dictara una conferencia sumamente original, «Impregnación cubana en la novela de Ganivet». Nos dejó en abril del nefasto 2020, pero César era y sigue siendo uno de los poetas más notables de la generación cubana de los años cincuenta, aquella que siguió a la inolvidable generación de Orígenes: la de Lezama Lima, Eliseo Diego, Gastón Baquero, Fina García Marruz, Cintio Vitier y el primer Virgilio Piñera, por anotar solo sus figuras más señeras. La de los cincuenta o de la Revolución agrupó, entre otros, a poetas como Baragaño, Sarduy, Marré, Jamis, Díaz Martínez, Retamar, Branly, Pablo Armando, Alcides, Arrufat, Padilla, los hermanos Oraá, Álvarez Bravo, Raúl Luis...; pocas veces en la historia de la literatura un territorio relativamente abarcable ha dado tantos y tan buenos poetas. A lo que cabría añadir: y tan buenos músicos, cantantes, bailarines, pintores, cineastas... Cuba, en síntesis, se convirtió a lo largo del pasado siglo en uno de los focos culturales más potentes de la humanidad. Pero retomemos a César, que era, además, mi amigo, razón por la que me cupo la satisfacción de presentarlo ante la audiencia ateneísta que acudió a la conferencia impartida con motivo del centenario de Ganivet. A César y a ese centro de irradiación cultural que era su casa. La casa de César –dije entonces– está en ese corazón abierto de La Habana que es el malecón. En medio del malecón. Es una casa grande, medio descascarillada por el salitre y el sol implacable del trópico. En permanente estado de rehabilitación. Pero se mantiene sólida y acogedora, resistiendo todas las embestidas posibles, del mar y del mal. No sé cuántas veces ha entrado el mar en su interior, salinizando, todavía más si cabe, los libros de los bajos, entresuelos y principales de sus estanterías, las patas de todos los muebles y las macetas de sus plantas, que ya son medio acuáticas. No sé cuántas veces los amantes de lo ajeno han entrado en su casa, despojándola de sus objetos más valiosos; entre ellos, una magnífica colección de cuadros de los mejores pintores cubanos del siglo, que tenía la plusvalía afectiva de haberle sido personalmente entregada por todos y cada uno de sus amigos los plásticos, que así llaman allá a quienes del pincel hacen su arte. Los libros todavía están, y espero que estén por mucho tiempo; son objetos espirituales más livianos pero menos codiciados por los amantes de lo ajeno; necesitan, entre otras cosas, mucho más tiempo y conocimientos para afanarlos. En medio de estos avatares, del llamado periodo 129

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especial, que ahora habría que llamar especialísimo, la casa de César López permanece. Como permanece su dueño. Entre 1989 y 1995 tuve el extraño privilegio de que los azares de la vida me llevaran a La Habana, donde «fungí», permítanme decirlo asimismo en cubano, como agregado cultural de la Embajada de España en la isla. A los pocos meses de mi llegada me presentaron a César y pronto frecuenté su casa. En él y en ella encontré la colaboración impagable, el refugio a veces indispensable. Quienes me conocen, quienes me conocieron, saben que fui un diplomático ocasional muy activo; debo confesar que sin la ayuda de César no hubiera podido hacer ni la mitad de las cosas que hice; de las cosas buenas, se entiende. César tenía siempre el consejo justo, la opinión equilibrada, audaz y prudente a un tiempo, la llave de casi todas las puertas. Juntos hemos luchado, y espero que podamos seguir luchando, por aportar nuestro granito de arena a la anhelada reconciliación entre todos los cubanos de buena voluntad, que son muchos. Juntos trabajamos por lograr el reencuentro en esa rica y común cultura cubana, donde se funden las raíces africanas e hispánicas, que sobrepasa las fronteras físicas y los condicionamientos políticos. Ese mestizaje que nos hace y nos sostiene, como César gustaba decir. Vivo ejemplo de ese deseo fue el primer encuentro que reunió en Madrid a escritores del interior de la isla y del exilio, bajo el genérico de La Isla Entera, para celebrar el medio siglo de la revista Orígenes, y que simultáneamente homenajeó al gran Gastón Baquero en noviembre de 1994 en la Casa de América y en la madrileña Universidad Complutense. Conseguir el permiso de salida de los poetas de la isla se convirtió en un verdadero pulso entre nuestro Gobierno y el castrismo, pues hasta pocas horas antes de volar a Madrid las autoridades cubanas denegaban los visados. Recuerdo con emoción la llamada de César para pedirme que acudiera inmediatamente a su casa. Lo hice sin demora y me encontré en el porche de la vivienda al grupo de escritores invitados al encuentro, pero hasta entonces varados, prorrumpiendo en aplausos mientras me acercaba, radiantes de felicidad porque acababan de obtener los permisos de salida. En aquella intensa semana madrileña se produjo el primer encuentro en España entre creadores de la isla y del exilio, casi todos pertenecientes a la generación del cincuenta, que en algunos casos llevaban veinte años sin verse. Como coordinador del evento desde la Embajada y persona que atendió al conjunto de invitados tuve el privilegio de participar de la fraterna emoción que unió por CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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unos días a amigos separados por el radicalismo ideológico. Dos años después, en febrero de 1996, y coincidiendo con el fin de mi misión en Cuba, tuvo lugar un segundo encuentro, centrado entonces en la narrativa cubana; pero en esa ocasión no se logró la salida de los escritores de dentro. En mi equipaje de mano traía el valiente texto del poeta y narrador Roberto Sánchez Mejías, que fue leído testimonialmente en esa incompleta convocatoria. Pero la semilla estaba echada y la revista Encuentro de la Cultura Cubana, que en la primavera del 2000 homenajeó precisamente a César López, se convirtió en uno de sus más hermosos frutos. POESÍA, ENSAYO, PEDAGOGÍA

Si hubiera que elegir un título de entre sus numerosos poemarios, ensayos y ediciones, me quedaría con los Tres libros de la ciudad, uno de los más lúcidos testimonios de la fusión entre poesía e historia; una trilogía donde la ciudad fabulada y la ciudad real se funden en un solo crisol. Parte de su ciudad natal, Santiago de Cuba, pero, conforme avanza la trilogía, el arco se dilata y llega a abarcar no solo ya lo cubano, ahondando en las características esenciales de la propia cubanía, sino lo universal. Primer libro de la ciudad aparece en Ediciones Unión, La Habana, en 1967. Las pequeñas cosas, casi secretas, en las que apenas se repara, la cotidianeidad, la intrahistoria de la ciudad preside esta primera entrega. Segundo libro de la ciudad se publica en Barcelona en 1971 al obtener el Primer Premio de Poesía Ocnos; expurgado, ya que algunos de sus poemas podrían haber sido prohibidos por la censura franquista. Habrá que esperar a 1989 para que se edite íntegramente en La Habana; el libro sufrirá, como su autor, el silencio que en su propia nación impuso la década ominosa, la de los años setenta. Ahora lo particular cede paso a lo histórico, a los eventos revolucionarios, a lo sucedido en su propio país, mediante un dificilísimo intento de libertad y objetividad poética en el que la vida prevalece sobre la historia. «El poeta –señala con acierto Jorge Luis Arcos– apresa la historia en el centro de su devenir, cuyo eje es la contradicción, la paradoja. No quiere ello decir que el poeta no tome partido. Precisamente lo aleccionador, lo notable de este libro, es que no se puede dudar de que el poeta toma partido por la revolución, en su sentido etimológico de transformación profunda, lo que no significa que exprese la perspectiva de partido político alguno». Ese difícil equilibrio entre la objetividad y el compromiso es lo que logra César en estos poemarios a través de un tono conversacional, tan propio de su generación, en el que conjuga 131

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fundamentalmente dos personas narrativas: la tercera, representada en la figura emblemática del viajero, y la segunda, predominante en la tercera entrega, donde viajero y poeta dialogan entre sí en un discurso reflexivo, salpicado a veces de incertidumbre, que logra acercar lo local a lo universal, proyectar el presente y lo circunstancial al futuro y lo general. Tercer libro de la ciudad, donde, como en su poemario Quiebra de la perfección, combina sabiamente –por decirlo en palabras de Álvaro Pombo– ironía y compasión, aparece de nuevo en España, esta vez en la sevillana Renacimiento y en 1997. Efraín Rodríguez Santana reúne las tres entregas bajo el título Libro de la ciudad en Ediciones Unión, La Habana, 2001. Un par de años antes, en 1999, César López, el cronista de la ciudad, recibe el Premio Nacional de Literatura, controvertida distinción, pues en muchos casos suele aplacar el espíritu crítico de los creadores de la isla. Su obra narrativa, de marcada originalidad, está presidida por la idea del absurdo inherente a la condición humana, tan presente en los convencionalismos y hábitos sociales; el absurdo y el irracionalismo en línea con sus admirados Virgilio Piñera y su excepcional La carne de René y Ezequiel Vieta, autor de una insólita novela, Pailock, a quien precisamente dedica su primera colección de cuentos, Circulando el cuadrado, expresivo título que aparece en 1963. Ámbito de los espejos, su nuevo libro de relatos, lo publica Letras Cubanas en 1986. Merece asimismo recordarse su obra ensayística, centrada en la gran lírica cubana de los siglos xix y xx, y su intensa labor como editor de los textos fundamentales de Lezama Lima y de la poesía de Dulce María Loynaz, entre otros grandes autores. Su labor divulgativa se extendió a la generación del veintisiete, con sus antologías de la poesía de Salinas, Cernuda y Altolaguirre. De hecho, en 1991, coordinamos conjuntamente el ciclo Las Vanguardias Artísticas Españolas y América, que se extendió a lo largo de veintidós sesiones en la sede central de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba. En la entrevista que encabeza el citado homenaje de la revista Encuentro confesaba a Rodríguez Santana: «El ensayo o la investigación, la intuición asociativa en marcha es, como sugieres, un intento de descifrar o, quizá, de reordenar lo dado, sabido o resabido. Y de vencer el olvido. Fortalecer la memoria. Todo converge hacia la poesía. Nada me duele más que pasar por alto una obra, un gesto, una figura –grande o pequeña– de nuestra cultura. Sé que es una obsesión imposible». Pese a ello, su infatigable curiosidad intelectual siempre lo intentó. Y no solo fijando y enriqueCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ciendo textos de autores del pasado, sino a través de una intensa labor pedagógica proyectada hacia el futuro. «Si me gusta enseñar, me place más aprender», señalaba en aquella entrevista. Así César fue viajero constante a las provincias más distantes de la isla, en ocasiones sorteando numerosas incomodidades, para divulgar la gran poesía cubana al tiempo que escuchaba y daba voz a las jóvenes generaciones para las que también tenía el consejo oportuno y el ánimo esperanzador. Por otra parte, como buen investigador y divulgador de la cultura cubana, por su propia obra poética y su riqueza idiomática, era frecuentemente invitado por instituciones y universidades de muy distintas latitudes. Muchas se hubieran sentido orgullosas de tenerlo permanentemente en sus consejos, incluso en sus aulas, pero nuestro amigo, ese «Eliot caribeño», como Pombo lo denominaba, pasara lo que pasara, pesara lo que pesara, siempre regresaba. Sabía que, contra viento y marea, debía permanecer en su isla. Y allí murió, en esa casa abierta al Malecón y azotada por los ciclones, donde Lezama Lima celebró su sesenta cumpleaños y decenas de jóvenes creadores encontraron su camino. DE NUEVO EN LA CASA

Volvamos al corazón de la misma, tras las dos salas que sirven de recibidor, tras esas ventanas que se abren a la inmensidad del océano, está el estudio. Los libros escalan las paredes hasta tocar los altos techos de la estancia. Delante de su modesta mesa de trabajo, donde descansa un teléfono en tantas ocasiones imposible, destaca el insólito sillón de orejeras en el que se acomoda César, frente al desvencijado pero acogedor tresillo de los afortunados invitados que han accedido al sancta sanctorum de este excepcional anfitrión. Servido el café, traspasado el umbral de las primeras impresiones, el mundo entero, los sabios y poetas que en el mundo han sido, los pintores, músicos, actores, cineastas, filósofos, dramaturgos, todos los que contribuyeron y contribuyen a fecundar el espíritu humano, no importa el lugar o la distancia, irán visitando ese espacio sin tiempo; porque la conversación de César lo abarca todo, lo impregna todo con la sabia picardía de los dioses mestizos que conforman ese caldero de culturas que baña la corriente del golfo. En aquel centro del centro del universo humano reinaba un poeta que era a la vez un filósofo, un médico de almas y clínico de textos cuya ausencia pesa. La patria sonora de los frutos lo ha acogido ya en su seno. 133

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La era dorada de la melancolía inglesa Por Toni Montesinos


William Shakespeare inaugura la manera moderna de sentir y pensar, según Harold Bloom, dando paso, simbólicamente, a un nuevo modo de entender la individualidad, la moral, el desasosiego, la psique y todas las enfermedades del alma que nos acosan como humanos. Porque ¿quién hay más melancólico que el propio príncipe de Dinamarca, el cual nos definió a todos, cual precedente existencialista, con su «ser o no ser»? El melancólico se hace un hueco en la misma sociedad de la que no quiere formar parte, ha dejado de ser el perezoso para ser el que medita e inspira al artista ilustraciones de personajes quietos cuya mente, se adivina, hierve de pensamientos desde su yo más íntimo –el hombre ya observa y mide las cosas de modo antropocéntrico–, y su presencia más tolerable incide también en una mayor aceptación de aquel que arrastra sus tristezas hasta el denostado suicido, pues ambas actitudes van de la mano en muchas situaciones. Sin que mengüe el castigo social que le depara a quien se quita la vida, lo cierto es que en los siglos xv, xvi y xvii hay un considerable aumento de casos de suicidios, lo cual es acompañado de la publicación de unos veinte tratados sobre el asunto, sobre todo en Inglaterra. Asimismo, la época renacentista, con sus inicios nihilistas y hamletianos avant la lettre, trae un lento pero seguro acercamiento teatral a los suicidios heroicos de la Antigüedad, que llegaría a su clímax con las recreaciones dramáticas de Shakespeare, en torno a 1600 (en dieciséis de sus obras teatrales hay suicidas). Cabe suponer que, si el suicidio se convirtió en un motivo literario común y corriente, incluso en un elemento capital de una obra artística, ello vendría motivado por la revolución humanista que se estaba gestando, en buena parte de Europa, y que venía a poner en tela de juicio la fantástica elucubración cristiana de ver en el suicida la encarnación del mismísimo Diablo. En cualquier caso, este periodo «podía comunicar una vitalidad nueva al teatro, la poesía y el arte», dicen Raymond Klibansky, Edwin Panofsky y Fritz Saxl en Saturno y la melancolía (1964). Esta liberación dinámica se produjo por primera vez en el periodo barroco. No deja de ser significativo que lograra resultados más completos y profundos en los países en donde era más aguda la tensión que había de fructificar en logros artísticos: «En la España de Cervantes, donde el Barroco se desarrolló bajo la presión de un catolicismo particularmente severo, y aún más en la Inglaterra de Shakespeare y de Donne, donde se afirmó frente a un protestantismo altivo. Ambos paí 135

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ses fueron y seguirían siendo el ámbito verdadero de esta melancolía específicamente moderna, conscientemente cultivada; durante mucho tiempo el “español melancólico” fue tan proverbial como el “inglés esplenético”», como advierte el trío de estudiosos. En su libro sobre la España de Cervantes, Américo Castro habló de que la situación que impone la Contrarreforma «obliga a compromisos, a arreglos, en parte por convicción, en parte por miedo a la hoguera; pero trae también al ánimo melancolía y desengaño, muy característicos y perceptibles a principios del 1600». A este respecto, la obra de Roger Bartra Cultura y melancolía. Las enfermedades en la España del Siglo de Oro (2001) ahondaría en la función de la melancolía, en este mismo periodo, como catapulta para consolidar la subjetividad yoísta que va a marcar el inicio de la Modernidad. La época, en verdad, es un mar bullente donde ha de participar, de convivir, lo moral-religioso con lo humanístico-literario. Ambas parcelas sufrirán cambios, se retarán, se retroalimentarán. László F. Földényi, al hilo de su exhaustivo análisis del cuadro Los esposos Arnolfini (1434) de Jan van Eyck, una obra de arte que aúna tema y forma melancólicos, en contraste con Durero y su Melancolía I, que habla de la melancolía sin ser un cuadro melancólico, establece que «la melancolía fija los límites del arte». En este sentido, añade, arte moderno y melancolía moderna presentan un idéntico dilema: «En el problema formal del arte moderno reconocemos la paradójica situación del melancólico renacentista. La personalidad busca la independencia infinita, pero la recompensa es la resignación, es admitir la imposibilidad de realizar el único estado deseable para el hombre. Este querría ser omnipotente, pero la desesperación se apodera de él: nadie ve mejor las limitaciones de la existencia humana que quien pretende ir más allá de estos límites». Dicho de otra manera, el melancólico y el artista comparten un mismo objetivo: ambos construyen un mundo propio, autónomo, que es también su preocupación, su soledad, sus fronteras y contradicciones. El personaje Hamlet provocará Hamlets de carne y hueso que se preguntarán por qué yo, el posterior Werther de ficción cobrará la imagen de jóvenes que, por mimesis, se convertirán en suicidas: la intercomunicación entre autor y lector nace para el sufrimiento y el consuelo de ambos, para una soledad que se vuelve compañía para de nuevo ser soledad, y la imaginación es un territorio compartido. En esos años, AristóteCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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les resucita en la consideración que se le otorga al melancólico, que ahora es otra vez sinónimo de genio. De tal forma, lo melancólico-mortuorio va a invadir la obra del genio de la época, del artista que va cobrando una mayor relevancia social a medida que se consolida una individualidad que le hace dueño y señor de su propia vida. Ya lo dijo Tomás Moro en el libro I de su Utopía (1516), quien «alaba la muerte voluntaria de alguien que “resulta molesto para sí o para los otros”, “especialmente si vivir le supone un tormento, que se libere con sus propias manos de esta vida aburrida, como de una prisión o que permita que otros le liberen”». Si Dios ha perdido su omnipresencia en la vida cotidiana y su palabra ha perdido notoriedad acerca de los límites entre la vida y la muerte por culpa del advenimiento del escritor o el pintor ansioso por dirimir él tales límites, la posibilidad del suicidio adquiere un nuevo enfoque, una presencia trascendental. Se ha de elegir entre vivir y morir, y el representante superlativo de tal elección es el individuo melancólico. Sobre este dilema, surgen cuatro significativos libros en inglés –un par acerca del suicidio, un par acerca de la melancolía–, uno a finales del siglo xvi y tres a lo largo del siglo xvii, que intentarán enmarcar todo lo dicho al respecto desde la Antigüedad, adaptándolo a su presente. Estamos, al decir de Bartra, en la edad dorada de la melancolía. LOS CORAZONES TRISTES

En 1586, Timothy Bright, médico en el hospital de Saint Bartholomew de Londres, publica Un tratado de melancolía –libro del que al parecer Shakespeare fue un atento lector– con el propósito de explicar, cristianamente, «cómo el cuerpo y los fenómenos corporales afectan al alma, y cómo, recíprocamente, esta afecta al cuerpo» y recomendar medicamentos y paliativos para aquellas personas «poseedoras de un corazón triste». Bright, que elige con propiedad el recurso literario de dirigirse a un «amigo melancólico, M.», quien supuestamente le ha escrito presa de la tristeza para pedirle consejo y ayuda, pone un especial énfasis en la alimentación, que incide en los diferentes humores (la sangre, la flema, la melancolía y la bilis amarilla); somos lo que comemos, diría un dietista actual, así que ciertos alimentos, como el buey, el carnero, la cabra, la carne de jabalí y el venado, pero también la leche y sus derivados, y entre las bebidas, la cerveza y el vino joven, predisponen a la melancolía, aunque todo lo que 137

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ingerimos tenga en última instancia un componente, siquiera mínimo, melancólico. El libro, completísimo en sus análisis orgánicos y psicológicos, elude casi por completo referirse al suicidio, incluso cuando se describen las diferentes perturbaciones que sufre la víctima melancólica que podrían llevar a él: el miedo y la tristeza, las alucinaciones y las pesadillas, el agobio y el desconsuelo, la desconfianza y la desesperación. Cerebro y corazón están conectados; el primero comparte la aflicción del segundo, y entonces «el corazón tiende a huir y a desentenderse, atraído por la perturbación gracias al cerebro y habituado a la pesadumbre y al miedo. Aborrece y teme esas cosas que, en sí mismas, son amables y agradables, pues, al principio, no sabe sobre qué objeto fijar su pasión». La intuición del peligro provoca, por consiguiente, que el melancólico se retraiga y busque esconderse; la problemática es general e integral, concierne a todos los órganos del cuerpo, y cada uno reacciona ante la melancolía a su modo: el estómago, con hambre voraz; el corazón, con temblor; el cerebro, con fantasías negativas. Solo cuando Bright trata el terror que se apodera del melancólico hasta conducirle a la desesperación, a no ser capaz de soportar el mar de pensamientos trágicos que le inunda, alude al suicidio: «Y, sin embargo, no hay nadie que tema tanto la muerte, pues la sopesan y la consideran en sí misma, fuera de toda comparación y de toda fuerza pasional». Sin quejas verbales, pero con suspiros, llantos, risas, lágrimas: he aquí cómo el melancólico suele desahogar una angustia que el autor califica de enfermedad; asimismo, es rápido de mente y constante en el trabajo, pese a sus dudas y cavilaciones, despierto desde el punto de vista intelectual, y muy dado a retener el pasado en la memoria. Para el autor, el melancólico es suspicaz y circunspecto, está triste y lleno de temores, es proclive a tomarse todo a la tremenda y a apasionarse en extremo cuando se le estimula, tiene inclinación hacia la soledad, los suspiros, los llantos y los lamentos y va cabizbajo, caminando lentamente, en silencio, indiferente, huyendo de la luz o del gentío. Así las cosas, el melancólico ve en el presente un peligro que está por llegar, que tal vez, que probablemente jamás haya de sufrir; pero tal cosa es suficiente para mantenerse en una actitud circunspecta, de inquietud extrema. Su vigilia temerosa tiene continuación con un sueño lleno de pesadillas, de fases de insomnio, de sofocos difíciles de evitar. Todo lo mide con el filtro de su CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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miedo, de su complejo de inferioridad al ver su alma entristecida, motivo por el cual su visión de la vida se transforma en la medida en que disfrute de una compañía amorosa: el amor y la amistad le salvan del deterioro total aunque, a la vez, nunca consigue relajarse en las reuniones familiares. De un extremo a otro, columpiándose entre la tortura de vivir y la esperanza de salir de su ensimismamiento, el melancólico entonces convierte su timidez en pasión: enamorarse le saca de sí mismo –como el filósofo helénico, como el místico medieval, vive su éxtasis particular–, suprime un instante, un día, una temporada, el proceso mediante el cual «la melancolía produce en el corazón miedo y pesadumbre», advierte Bright, en una explicación fabulosa: «Determinadas fantasías de la imaginación ascienden hasta el cerebro, en forma de vapores portadores de temor, y provocan una contracción al pasar junto al corazón, antes incluso de que las imaginaciones le asalten. Así actúa el miedo, que engendra a su vez cierta aflicción». Dicho miedo se suspende momentáneamente cuando el melancólico encuentra a su persona amada, a quien admira más que a él mismo; no en vano, él se reconoce en todos sus errores y a su enamorado o enamorada en todas sus virtudes, que alcanza a sublimar en perfecciones. De ahí, dice el autor, que el melancólico tenga tantas inclinaciones sexuales y tienda a procrearse de forma desmesurada. Su apetito, muy grande con relación a la comida, es también erótico, sensual, carnal, por lo que, cuando la pasión o el amor acaban, o la pareja sentimental lo abandona, la caída al abismo de la tristeza es tan rápida, su vuelta a la melancolía tan vertiginosa y enfermiza. VIVIR Y DEJAR MORIR: JOHN DONNE

Cuánto de lo destacado aquí de la obra de Bright podría aplicarse a John Donne, que poco tiempo después, en 1608, escribe Biathanatos (aunque se publica póstumamente, pues el autor se negó a que viera la luz, en 1647). Como apuntan los prologuistas a esta obra en su edición castellana, Fernando Colina y Mauricio Jalón, «Donne fue un ejemplo de hombre melancólico, que vivió caminando por detrás de su propio cadáver»; fue, en efecto, un «hombre amoroso y ascético, activo y suspendido en la reflexión, apasionado y sarcástico», que además sufrió grandes calamidades –la prisión por casarse de modo clandestino con la sobrina de una gran dama de la época–, las cuales le hicieron un ser esquivo y aislado, aunque constante en su 139

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relación amorosa: tuvo once hijos con su mujer, que precisamente murió por sobreparto en 1617. Todo ello da a entender que «esas páginas pueden verse o como una muestra de su gran literatura o como una nota de suicidio, siempre lista para su uso», dicen sus editores. En ellas, ciertamente, se adivina al Donne íntimo por más que aparente un discurso sobrio con el fin de oponerse a la ilegalidad del suicidio. Su perspectiva es doblemente significativa: no solo por su calidad como escritor, por la nostalgia autobiográfica que exhala el texto, sino porque su reflexión parte de su condición de clérigo (cuando murió, en 1631, era deán de la catedral londinense de Saint Paul). Donne emplea el neologismo autohomicidio en una época en que está muy en boga, en Inglaterra, todo aquello que se relacione con la frase bíblica: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad». Como explicó Alain de Botton en Ansiedad por el estatus: «Durante el siglo xvi se desarrolló en las tierras cristianas un nuevo tema artístico que captó la imaginación de las clases compradoras de arte durante los siglos posteriores. Las vanitas, cuyo nombre rinde tributo al Eclesiastés, colgaban en el ámbito doméstico, con frecuencia en estudios o dormitorios». Se trata de lienzos donde se amontonaban diversos objetos pasajeros y mundanos –flores, dinero, instrumentos musicales, fichas de ajedrez– junto a una calavera y un reloj de arena, que insinuaban la necesidad de aprovechar el tiempo de forma bondadosa y fértil, antes de que la muerte acabase con lo que somos y lo que poseemos; una estampa que despierta un optimista carpe diem o sumerge a los hombres en la melancolía más profunda: «Pero ¿por qué les llaman melancólicos si solo piensan en los goces y placeres mundanos? Porque todo goce terrenal es tan fugaz y transitorio, tan falso e incompleto [...]. ¿Aún preguntas por qué se llaman melancólicos, cuando todo deleite, tan pronto como se posee, cambia de aspecto y se torna hastío [...]; cuando toda belleza es belleza que se desvanece, toda fortuna es fortuna que muda?», se lee en la novela de Jens Peter Jacobsen La señora Maria Grubbe (1876) –la citan Klibansky, Panofsky y Saxl–, ambientada de forma hedónica en el siglo xvii. Ciertamente, todo es fragilidad, precariedad, fugacidad, por lo que solo resta creer en el consuelo divino, dirá un Thomas Browne menos abierto que Donne en la tolerancia católica frente al suicidio aunque extraordinariamente melancólico, según Földényi. En 1642, este autor anglicano daba a conocer su Religio CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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medici, en donde a partir del estudio etimológico latino del término suicidio (sui: de sí mismo; caedes: asesinato) establecía una serie de resoluciones para conjugar ciencia y religión de forma razonable y pacífica. Browne, que abogaba por la idea de que ningún hombre está solo, pues tiene a Dios y a cada hombre en su interior, era un interesado en todo lo concerniente a la vanitas, a las ruinas, a los esqueletos que testimonian el paso implacable del tiempo. Como si recitara los versos del ubi sunt manriqueño, Browne acudió a un campo donde se había encontrado –cuenta De Botton– «una fila de cincuenta urnas funerarias, en las que un grupo de nobles había sido ceremoniosamente enterrado, bien en la época romana o en la sajona», que le llevaría a la escritura del texto «El enterramiento en urnas, o breve discurso sobre las urnas funerarias recientemente halladas en Norfolk». Browne meditó sobre qué tipo de nobles eran los propietarios de esas calaveras y huesos, del desconocimiento del ser humano ante su propio destino fúnebre, grandeza y poder fundidos por la muerte: «No hay antídoto contra el opio del tiempo [...]. Pasan las generaciones mientras ciertos árboles siguen en pie y las viejas familias no duran lo que tres robles», deja escrito. Ante la conciencia de un devenir mortífero, de un tempus fugit que para Browne es alimento del alma espiritual, de la fe en Dios, Donne representa el polo opuesto del catolicismo: no solo no descarta en su tratado teórico la muerte voluntaria, sino que él mismo se convierte en personaje-creador de tales pensamientos. En su «Prefacio. Razones, intención, manera y fin del autor», se percibe su lema claramente –vive y deja vivir (y morir), por decirlo llanamente– y habla de sus tentaciones suicidas y de su empatía –el dirá «piedad»– con aquel que decide darse muerte: «También yo tengo a menudo esta inclinación enfermiza. [...] El caso es que cuando me asalta alguna aflicción, pienso que tengo las llaves de mi prisión en mi propia mano, y ningún remedio se presenta tan rápidamente a mi corazón como mi espada». El desdichado suicida ha de despertar caridad, no provocar un juicio apresurado, y un suicidio no tendría que levantar escándalo alguno; asimismo, no toda desesperación es pecaminosa, pues, dice sutil y bellamente, que «en el Diablo no hay pecado, ni demérito, ya que no se le ha ordenado tener esperanza». Donne cita a santo Tomás de Aquino para hablar de cómo el suicidio comete un triple pecado contra la naturaleza, la razón y Dios, pero entonces saca a colación que «el pecado original es 141

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transmitido únicamente por la naturaleza, y como todo pecado procede de ahí, todo pecado es, por lo tanto, natural», y el deseo de morir, totalmente legítimo. Pero en ningún autor la conexión entre melancolía y suicidio se hará tan ostensible como en el también inglés Robert Burton, que en 1640, en su casa de Oxford, se ahorca a los sesenta y tres años, dos décadas después de publicar Anatomía de la melancolía (1621), que tuvo tal éxito que se editó ocho veces, hasta 1676, para luego sufrir un profundo olvido, y en torno a 1800 volver a ser considerado por los románticos. LA ANATOMÍA DEL ALMA DE ROBERT BURTON

Un trabajo capital este pero también algo caótico –indigesto, según Emil Cioran, que destaca en Desgarradura (1979) cómo «es el más bello título jamás logrado»–, al desentenderse de su orden inicial para acabar siendo una gran conjunto de digresiones literarias y científicas dispuestas en tres partes: la primera consta de la definición de melancolía (llena de ejemplos de casos de suicidios anónimos y de suicidas ilustres, véase la sección «Pronósticos de la melancolía»), en la segunda comenta sus causas y síntomas y en la última pone ejemplos vinculados con lo amoroso y religioso. De la misma forma que Montaigne había dicho en sus Ensayos que el tema de su libro era él mismo, para Burton la materia de su estudio es «tú». Universaliza así una serie de disquisiciones, siempre apoyándose en textos ilustres grecolatinos, para afirmar sin ambages que la melancolía es una enfermedad, igual a la locura o la demencia. El delirio es el elemento común a ellas, pero se trata de un delirio que nos atañe a todos, porque, «en verdad, ¿quién no está demente, melancólico, loco?, ¿quién no es un enfermo mental?». Y poco después añade: «Pues ¿qué es la enfermedad, sino, como la define Gregorio de Tolosa, “una disolución o perturbación del orden corporal que constituye la salud”? Y ¿quién no está enfermo o indispuesto? ¿En quién no reinará la pasión, la cólera, la envidia, el descontento, el temor y la pena? ¿Quién no sufre esta enfermedad? Dame permiso y verás por medio de qué testimonios, confesiones y argumentos lo demostraré, que la mayoría de los hombres están locos». La única diferencia al respecto será la naturaleza de la melancolía de cada cual: si es de tipo natural o ingénita, si viene dada por algún problema en un órgano o tiene que ver con la «humedad extrema del cerebro, como se ve en nuestros locos habituales y en la mayoría de los hombres y, por lo tanto, unos son más sabios CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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que otros»; o si, en cambio, se trata de una enfermedad adquirida o una melancolía en sí misma. En definitiva, «llamamos melancólico al que está embotado, triste, huraño, torpe, indispuesto, solitario, de alguna forma enternecido o descontento. Y de estas disposiciones melancólicas no está libre ningún hombre vivo, ni siquiera el estoico: nadie es tan sabio, nadie tan feliz, nadie tan paciente, tan generoso, tan divino, tan piadoso que pueda defenderse». Nadie, he aquí la conclusión, hay que sea libre de sentir su dolor, porque la melancolía es una característica inherente al hecho de ser criaturas mortales. Y tanto es así que, tomando una idea de Salomón –«Al cabo la alegría es dolor»–, afirma que hasta en la risa hay rastros de tristeza, hasta en la felicidad una amargura escondida. Por lo tanto, como el hombre está condenado a la fatalidad, la desgracia, la incertidumbre, es del todo lógico que se vea en un momento dado incapaz de afrontar semejante situación, de asumir esa mezcla de placer y dolor, por lo que hará bien en abandonar: «¡Sal del mundo!, vete, por tanto, si no puedes sufrirlo; no hay forma de evitarlo, sino armarse de paciencia, de magnanimidad, oponerse a ello, sufrir la aflicción como un buen soldado de Cristo, como aconseja Pablo, y soportarlo constantemente». Esta moderada invitación a la muerte voluntaria no es gratuita en Burton, que habla con la propiedad que le confiere ser un experto de la melancolía: ha leído a todos los médicos y filósofos que la han estudiado, presenta las confusiones terminológicas alrededor de la locura y hasta divide el mal melancólico en tres campos, según esté provocado por el cerebro («melancolía de la cabeza»), por el cuerpo en general («cuando todo el temperamento es melancólico») o por los órganos internos («melancolía hipocondríaca o flatulenta», procedente de los intestinos, del bazo o del mesenterio). En cuanto a las causas, pueden ser sobrenaturales o naturales: las primeras, de Dios o de sus ángeles, mediante el castigo por algún pecado cometido; las segundas, del demonio y sus ministros. Estos, cuando ven a un hombre que, en su desesperación, se suicida, «bailan y festejan la muerte de un pecador». Burton aporta un gran caudal de ejemplos maravillosos sobre el poder demoníaco en las personas melancólicas, aunque nada resulta tan demoledor como la ociosidad, causa natural del tedio, que tantas veces conduce al deseo de consumirse o de que llegue la muerte, incluso de forma voluntaria. Así, en el apartado «Síntomas y señales de la mente», de la primera parte de su libro, el autor hace 143

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un específico resumen del comportamiento del melancólico, de sus miedos y tristezas, de la opresión en el alma que padece, de sus hondas debilidades y fuertes contradicciones, de su hastío de vivir por cansarse rápidamente de todo y que le lleva a ser incapaz de soportarlo. Y ese tedio, esa desgana por vivir, manifestada en pereza, inactividad, falta de iniciativa para ocupar el tiempo, es el camino recto para la nada –nihil sumus– y para sumergirse en una engañosa y traicionera soledad, que les atrapa en pensamientos fantásticos y hechizantes que los poseen y distraen hasta que les detienen en sus actividades. Este tipo de soledad, siguiendo el pensamiento senequista, es destructivo, hace asocial al individuo, convierte al propio melancólico en un diablo: el solitario era visto como un monstruo, una criatura bestial que aparta su razón para ir haciendo caso a su fértil y enferma imaginación. Y, de entre todos ellos, tal vez los lectores, los estudiosos, sean los que reciban un mayor número de improperios; son tildados de ridículos, de estúpidos: han descartado lo mundano, han descuidado sus quehaceres y obligaciones para ensimismarse entre sus libros. Don Alonso Quijano, transformado en el Caballero de la Triste Figura, será desde luego el paradigma de este personaje, poco tratado a juicio de Bartra en cuanto a su clase de melancolía. El Quijote solo vive de verdad en su melancolía, locura, acedia y, al sanar, vuelve en sí, regresa paradójicamente a su nada, y fallece, o, quizá sea mejor decir, se abandona perezosamente a su destino en una suerte de suicidio metafórico, tras el diagnóstico del médico sobre sus «melancolías y desabrimientos». Es Sancho Panza quien ruega a su amo que no se muera «porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire, no sea perezoso, sino levántese desa cama». Es el mismo pensamiento de Burton, para el que la cordura y la locura son dos caras de una misma moneda. Su estilo analíticocientífico, preñado de referencias eruditas y un tono en sí mismo melancólico, tendrá una influencia extraordinaria en la Europa del siglo xviii a la hora de comprender la melancolía antigua vista desde una perspectiva moderna. El individuo melancólico se perfila cada vez con más matices, cada vez se hace un personaje más literario, más legendario, más ficticio, más quijotesco; más poético, en definitiva. Es el prototipo que heredará el Romanticismo, es la elegancia lánguida de un Chateaubriand que se recrea en CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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su tristeza suave. La «melancolía poética» que indican Klibansky, Panofsky y Saxl ya es «una fuerza intelectual positiva» y no un mal necesariamente; surgía el «melancólico a la moda, que se ponía la máscara no solo de la melancolía, sino de la profundidad».

BIBLIOGRAFÍA · Bloom, Harold. Shakespeare. La invención de lo humano (traducido por Tomás Segovia), Anagrama, Barcelona, 2002. · Botton, Alain de. Ansiedad por el estatus (traducido por J. Cuellar), Taurus, Madrid, 2004. · Bright, Timothy. Un tratado de melancolía (traducido por M.a J. Pozo y E. J. Calvo), Asociación Española de Neuropsiquiatría, Madrid, 2004. · Browne, Thomas. Religio medici (traducido por J. Marías), Alfaguara, Madrid, 1986. · Burton, Robert. Anatomía de la melancolía (traducido por A. Sáez, R. Álvarez y C. Corredor), Alianza, Madrid, 2006.

· Castro, Américo. El pensamiento de Cervantes, Crítica, Barcelona, 1987. · Cioran, Émile. Desgarradura (traducido por A. Gamoneda), Tusquets, Barcelona, 2004. · Donne, John. Biathanatos (prólogo de F. Colina y M. Jalón y traducido por P. Sáiz Gómez), Asociación Española de Neuropsiquiatría, Madrid, 2007. · Földényi, László F. Melancolía (traducido por A. Kovacsics), Galaxia Gutenberg - Círculo de Lectores, Barcelona, 2008. · Klibansky, Raymond; Panofsky, Edwin y Saxl, Fritz. Saturno y la melancolía (traducido por M.a L. Balseiro), Alianza, Madrid, 1991. · Moro, Tomás. Utopía (traducido por P. Voltes), Espasa Calpe, Madrid, 2004.

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Juego, fantasía, humor, experimento y transgresión en la literatura de Julio Cortázar Por Sebastián Gámez Millán


A Daniel Morales Perea, el más cronopio de mis amigos, donde quiera que esté dando la vuelta al día a través de ochenta mundos.

Si me pidiesen que definiera las principales características de la obra literaria de Julio Cortázar (1914-1984) y su aportación a la literatura en cinco conceptos, no sabría elegir otros, a mi parecer, más acertados que los que he escogido a modo de título. Tenemos la necesidad de definir para abordar cualquier problemática, sea del tipo que sea, pero definir, para bien y para mal, es delimitar. Afortunadamente, a la literatura de Cortázar le basta con un guiño tierno y humorístico para deshacer o desbordar estos conceptos. Obsérvese que afirmo su aportación a la literatura, y no a la literatura argentina o incluso a la literatura española. El concepto de literatura universal propuesto por Goethe, y más recientemente reivindicado, entre otros, por Milan Kundera, Juan Goytisolo y Tzvetan Todorov, está plenamente justificado, no ya solo por el horizonte hacia el que nos encaminamos desde hace tiempo, sino desde el polen seminal de las influencias y la propia formación de un escritor. Salvo rara vez, la génesis formativa de un escritor no se puede concebir dentro de un contexto nacional. Piénsese, sin ir más lejos, en las lecturas de formación de Cortázar y veremos cómo el contexto argentino o español son bastante reducidos y pobres para comprender su mundo: Poe, Jules Verne, Keats, Rimbaud, Kafka, Alfred Jarry, Henri-Michaux, Valle-Inclán, Borges, Roberto Arlt, Neruda, Salinas, Cernuda, Juan Carlos Onetti, etcétera. La literatura de la mayoría de estos autores, si no todos, tampoco es plenamente comprensible desde un contexto nacional. Esto es, decir Borges es decir De Quincey, Stevenson, Chesterton, Schopenhauer, Whitman, Quevedo, etcétera; decir Cernuda es decir Garcilaso, Bécquer, Hölderlin, Leopardi, la poesía inglesa... Precisamente, de esta última escribe Cernuda (2002, p. 645) en su revelador «Historial de un libro» (1958): «Aprendí mucho de la poesía inglesa, sin cuya lectura y estudio mis versos serían hoy otra cosa, no sé si mejor o peor, pero sin duda otra cosa. Creo que fue Pascal quien escribió: “No me buscarías si no me hubieras encontrado”; y si yo busqué aquella enseñanza y experiencia de la poesía inglesa fue porque ya la había encontrado, porque para ella estaba predispuesto». Uno de los supuestos erróneos que se suele cometer al interpretar la literatura en términos nacionales, casi siempre tan estrechos como reductores, es que por ser de la misma lengua o de la misma cultura debe mantener más afinidades. Pero vemos que no es así. Podemos sentirnos más cercanos a autores en otras lenguas y en otras 147

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culturas con los que acaso compartimos un mundo semejante, una atmósfera sentimental, un clima intelectual, una forma parecida de comprender, interpretar y expresar ciertos sentimientos como el miedo, la soledad, el amor o el desamor, la gratitud... Comencemos a desarrollar el primero de esos cinco conceptos: el juego. Casi toda la obra de Cortázar no solo parece que tiene algo de juego sino que además ha sido concebida jugando. Y no lo decimos porque ofrezca la apariencia de no estar bien acabada, la impresión de que el escritor se ha ido sin haber hecho los deberes, sino por el placer que transmite y contagia, tal vez gracias a que detrás de las palabras sentimos al niño Cortázar jugando. Es posible que nadie haya puesto de manifiesto de forma tan penetrante y aguda la importancia del juego para la condición humana como el historiador Johan Huizinga (1998, p. 211), que ha escrito: «[La función poética] se desenvuelve en un campo de juego del espíritu, en un mundo propio que el espíritu se crea. En él, las cosas tienen otro aspecto que en la “vida corriente” y están unidas por vínculos muy distintos de los lógicos». ¿Acaso no es cierto que en la literatura de Cortázar la «vida corriente» aparece transfigurada por su particular lenguaje-visión? ¿Acaso no es cierto que en la literatura de Cortázar eso que llamamos lógica aparece alterado y transformado? Sigamos con las descripciones del juego de Huizinga, porque, si en las anteriores observamos vasos comunicantes con la literatura de Cortázar, en las siguientes sorprendentemente parece caracterizar el perfil psicológico del mismo, junto con la atmósfera de su literatura y el espíritu adecuado no solo para concebirla sino también para comprenderla: «Se halla más allá de lo serio, en aquel recinto, más antiguo, donde habitan el niño, el animal, el salvaje y el vidente, en el campo del sueño, del encanto, de la embriaguez y de la risa. Para comprender la poesía hay que ser capaz de aniñarse el alma» (Huizinga, 1998, p. 212). Para comprender adecuadamente la literatura de Cortázar también hay que ser capaz de aniñarse el alma o tenerla aniñada. La poesía «es un juego sagrado, pero, en su carácter sacro, ese juego se mantiene constantemente en la frontera de la alegría desatada, de la broma y de la diversión» (Huizinga, 1998, p. 214). Se diría que la poesía, no ya como género, sino como creación, es para Cortázar un juego pero muy serio, sagrado, pues en él se juega la vida o, lo que es lo mismo, el sentido de la vida. Al mismo tiempo, no olvida el otro lado de la vida y de la literatura, el contrapunto dionisíaco donde encontramos la alegría, la broma y la diversión. Por todo ello, con la excepción –a mi juicio– de algunos otros serios jugadores, como es el caso de Jorge Luis Borges, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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estoy de acuerdo con Vargas Llosa (28 de julio de 1991) cuando afirma: Probablemente ningún otro escritor dio al juego la dignidad literaria que Cortázar ni hizo del juego un instrumento de creación y exploración artística tan útil y provechoso como él. Pero diciéndolo de este modo tan serio, altero, la verdad: porque Julio no jugaba para hacer literatura. Para él escribir era jugar, divertirse, organizar la vida, las palabras, las ideas con la arbitrariedad, la libertad, la fantasía y la irresponsabilidad con que lo hacen los niños o los locos. Pero jugando de este modo la obra de Cortázar abrió puertas inéditas, llegó a mostrar unos fondos desconocidos de la condición humana y a rozar lo trascendente, algo que seguramente él nunca se propuso. No es casual –o más bien sí lo es, pero en ese sentido de «orden de lo casual» que él describió en una de sus ficciones– que la más ambiciosa de sus novelas tuviera como título Rayuela, un juego de niños. Sigamos con la fantasía. A pesar de que Benito Pérez Galdós ocupa para no pocos críticos un lugar de honor junto con Cervantes y quizá Pío Baroja, en la novelística española, Cortázar lo desdeña. Esta aversión parece estar fundamentada en el rechazo de Cortázar hacia el realismo, corriente que encarna Galdós como tal vez ningún otro escritor español hasta el punto de que su proyecto de Los episodios nacionales –seguramente inspirado en el realismo emergente de La comedia humana de Balzac– es una intrahistoria de España que nos permite recorrer y oler las calles, las casas, los negocios y el aire de la época de una forma casi insuperable. Sin embargo, a Cortázar parecen no interesarle estas posibilidades de la literatura. Al igual que Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, parece pensar que: Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia; personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad... Esa libertad plena acaba por equivaler al pleno desorden. Por otra parte, la novela «psicológica» quiere ser también novela «realista»: prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo rasgo verosímil (Borges, 2005, p. 513). A Cortázar, por el contrario, le interesa explorar otras tradiciones y posibilidades de la literatura. Mediante la fantasía o, si se prefiere, la literatura fantástica, trata de superar los límites del «realismo psicológico». Evidentemente, no es que no le interese la psicología de 149

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los personajes, pues al fin y al cabo es un aspecto de la condición humana, sino más bien estima que la literatura fantástica puede dotarle de armas más eficaces para llevar a cabo ese propósito. En este sentido, la literatura de Cortázar hunde sus raíces en los orígenes de la literatura moderna –Gargantúa y Pantagruel de François Rabelais, Don Quijote de la Mancha de Cervantes, Tristram Shandy de Laurence Sterne, Jacques el fatalista de Denis Diderot...–, en obras que emplean la fantasía y la imaginación para explorar, ensanchar y ampliar los límites de eso que llamamos realidad, al tiempo que se valen de intrépidas digresiones, reflexiones filosóficas, mezcla de géneros, etcétera. Esas raíces de su genealogía literaria entroncan con el Romanticismo por su individualismo, su rebeldía y su sentimentalismo –frente al racionalismo ilustrado– y también por su deseo y sus repetidos intentos, desde la literatura, de derruir la frontera que separa el sueño de la realidad, de desdibujar los límites de lo uno y lo otro. Cualquier lector familiarizado con su obra observará que este procedimiento y ambiente son muy recurrentes a lo largo de la literatura de Cortázar. Por último, la genealogía literaria de Cortázar entronca con el surrealismo, que, inspirándose en el proyecto de igualdad y justicia de Marx y en los descubrimientos del psicoanálisis de Freud, reivindica la importancia de lo inconsciente en nuestras vidas, así como el papel de los sueños, el sexo, lo erótico, el azar, la escritura automática, el humor negro, la restauración de lo humano... Según uno de los más profundos conocedores de su obra, Saúl Yurkievich (2005, p. 35): «Emulando a sus paredros surrealistas, Cortázar buscó el punto de incandescencia donde lo poético y lo político se coaligan. Creyó en la capacidad redentora de la poesía, compensadora de carencias, conciliadora de antinomias, despertadora en la conciencia del hombre de la fuerza primordial que lo lanza a su superación. A partir de la insuficiencia del mundo posible, postuló una experiencia radical cuya demanda de humanidad no acata límite. Cortázar quiso cambiarnos la vida». En suma, la escritura tiene que captar la dimensión fantástica de lo real y, como si fuera un sueño, llevarla a cabo en el espacio literario. Otros miembros del llamado realismo mágico, en vez de fantástico, emplearían los conceptos de mágico1 o real maravilloso2. En cualquier caso, lo fantástico sirve a Cortázar para explorar eso que llamamos realidad desde otras perspectivas, a veces para mostrar aspectos de esta que acaso solo se revelan recurriendo a los mecanismos de la ficción. En tercer lugar, hemos mencionado el humor. Es curioso advertir cómo construimos las identidades, de qué frágiles hiCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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los y de cuántos malentendidos y equívocos dependen. Andrés Neuman (22 de agosto de 2014) ha observado que mientras «Borges suele ser considerado (sobre todo por quienes no lo han leído) un clásico de sesuda seriedad», a pesar de que «su escritura, en particular la ensayística, está plagada de provocaciones, ironías risueñas y bromas hilarantes», «Cortázar es tenido por un autor lúdico, de esencial amenidad», a pesar de que «sus ensayos, sin embargo, mantienen una sorprendente corrección profesoral». Ciertamente, ambos escritores poseen un extraordinario sentido del humor. Pero, mientras en Borges el sentido del humor es tan ambiguo y sutil que –salvo que se trate de un lector muy perspicaz o bien familiarizado con los juegos de su literatura– apenas se percibe en el tono de fondo, en la literatura de Cortázar se manifiesta casi de inmediato por la perspectiva que adopta, por cómo trata y se relaciona con los fenómenos que describe: entre la inocencia y la rebeldía, entre la ternura del amor y la provocación. Para mí, que Cortázar aprendió a desarrollar el sentido del humor para defenderse de sí, para distanciarse y combatir la gravedad natural de su tono, para rebajar la solemnidad hacia la que tiende el discurso intelectual, para comprender y hacer comprender las contingencias de las que se teje y desteje la vida humana. No obstante, logró afilar tanto su sentido del humor que llegó a hacer de él una de sus armas más poderosas y persuasivas, por medio de la que logra la sonrisa cómplice de sus lectores. En cuarto lugar hemos mencionado el experimento, que va íntimamente ligado al quinto concepto, la transgresión, pues sin la capacidad de experimentar difícilmente se puede transgredir, sea en el campo que sea. Cortázar experimenta con la literatura porque es como un niño que no se cansa de jugar, y jugando descubre nuevas formas de no aburrirse, de sorprenderse ante la maravilla incesante de la vida, siempre igual y siempre diferente. Pocos han sabido resumirlo como Saúl Yurkievich (2005, p. 10), quien aúna a partes iguales el conocimiento y el amor o, mejor, el conocimiento del amor: [Cortázar] es la literatura integral porque con todos los géneros opera (practica el cuento, la novela, el poema, el ensayo, el drama, todas las variantes de la prosa); y es mucho más porque los transgrede, los extralimita. Agente de una radical renovación, explota en cada género su peculiar capacidad formal, representativa, expresiva, simbólica y en cada uno inventa originales procedimientos, ingeniosas combinaciones, mezclas inusitadas [...]. Busca sacar al escrito de sus carriles convencionales, sublevarlo, subvertirlo, desbocarlo, lanzarlo hacia su más allá mediante un sorpresivo, desconcertante desbordamiento. 151

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Se diría que, en efecto, sus cuentos poseen vocación de poemas o sueños, al tiempo que sus poemas dudan entre ser juegos verbales o una autobiografía secreta, sus novelas no saben bien si ser cuentos empalmados o autobiografías fragmentarias... Aunque, a mi juicio, la parte más memorable y perdurable de su obra se halla entre los cuentos, vamos a detenernos por último en su libro más célebre para ilustrar que dos de las principales características de la obra de Cortázar y de su aportación a la literatura residen en la experimentación y la transgresión. Como es sabido, Rayuela es un «calidoscópico mosaico» que invita al lector activo y especialmente cómplice a «la recomposición de su decurso como si este rompecabezas armado de partes separables (que tanto procura novelarse como desnovelarse) contuviese mil otras novelas virtuales» (Yurkievich, 2005, p. 23). En este sentido, puede considerarse uno de los ataques más revolucionarios «contra la novela tradicional, la sucesiva, la progresiva y concatenada, la del realismo psicológico», ya que «Rayuela aloja en su seno la contranovela que la desvela, que no la deja hilvanarse en un continuo discursivo que narre una historia lineal con personajes coherentemente caracterizados» (Yurkievich, 2005, p. 23). Contranovela sí es un término que Cortázar (en Serrano Soler, 1986, p. 74) aceptó al hablar de la finalidad de Rayuela pero no antinovela, ya que obedecía a «la tentativa de buscar nuevas posibilidades novelescas. Pienso que la novela es uno de los vehículos literarios más fecundos, que incluso en nuestro tiempo tiene una gran vigencia [...]. Todo lo que el libro se propone –y se nota desde el principio– es que la actitud del lector hacia el libro se modifique». Cortázar intenta mediante esta nueva forma novelesca abrir múltiples opciones al lector, permitirle que se sitúe «casi en pie de igualdad con el autor, porque el autor había tomado también diferentes opciones» (en Serrano Soler, 1986, p. 74). Se trata, en otras palabras, de ampliar los márgenes de libertad del lector, en busca de lo que Cortázar denomina «el lector cómplice». Téngase en cuenta que Rayuela se publica en 1963 y que el conocido ensayo de Roland Barthes acerca de La muerte del autor no aparecerá hasta cinco años después. La muerte del autor, como señala al final del ensayo Roland Barthes, implica el nacimiento del lector, es decir, la autonomía semántica del texto, de cualquier texto, no depende tanto del autor como del lector que se aproxima a ese puñado de signos que compone la obra literaria. Otro homo ludens que revolucionó la filosofía y la liteCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ratura de su tiempo, Jacques Diderot, ya se había preguntado: «Pero ¿quién es el amo? ¿El autor o el lector?». En todo caso, más allá de estos y otros experimentos y transgresiones con los que la literatura se renueva en el curso del tiempo, si la literatura de Cortázar aún perdura y posee el poder de seducirnos, quizá no se deba tanto a ello como a la observación más penetrante que recuerdo haber leído sobre su estilo: «El estilo no parece cuidado, pero cada palabra ha sido elegida. Nadie puede contar el argumento de un texto de Cortázar; cada texto consta de determinadas palabras en un determinado orden. Si tratamos de resumirlo verificamos que algo precioso se ha perdido» (Borges, 2005, p. 939). La verdadera literatura de Cortázar no se deja parafrasear, resumir ni traducir. El secreto de Cortázar es su música verbal, su poesía: lo que él y solo él puede llegar a decir.

NOTAS 1 Arturo Uslar Pietri (1985, pp.121-126), inspirado por el crítico de arte alemán Franz Roh, empleó en 1949 el concepto realismo mágico, pero, como indicara en un ensayo, «nada inventó, en el estricto sentido de la palabra, Asturias, nada Carpentier, nada Aguilera Malta, nada ninguno de los otros, que ya no estuviera allí desde hace tiempo inmemorial, pero que, por algún motivo, había sido desdeñado [...]. La mejor literatura de la América Latina, en la novela, en el cuento y en la poesía, no ha hecho otra cosa que presentar y expresar el sentido mágico de una realidad única». 2 Por su parte, Alejo Carpentier empleó el concepto de lo real maravilloso para designar este fenómeno recurrente y característico de la literatura latinoamericana del siglo xx (y, por el polen seminal de las influencias, más allá de este continente, como puede apreciarse en los casos de Salman Rushdie o Arundhati Roy, entre tantos). Véase, por ejemplo, el artículo de José Manuel Caballero Bonald (2004, pp. 1117-1118) «Carpentier y lo real maravilloso».

BIBLIOGRAFÍA · Borges, Jorge Luis. «La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares», Prólogo con un prólogo de prólogos,

Obras completas II, RBA / Instituto Cervantes, Barcelona, 2005. · «Julio Cortázar. Cuentos», Biblioteca personal. Prólogos, Obras completas II, RBA / Instituto Cervantes, Barcelona, 2005. · Caballero Bonald, José Manuel. «Carpentier y lo real maravilloso», La llegada de los bárbaros. La recepción de la literatura hispanoamericana en España, 19601981 (editado por Joaquín Marco y Jordi Gracia), Edhasa, Barcelona, 2004, pp. 1117 y 1118. · Cernuda, Luis. «Historial de un libro», Prosa I, Obras completas II, Siruela, Madrid, 2002. · Huizinga, Johan. Homo ludens (traducido por Eugenio Ímaz), Alianza, Madrid, 1998. · Neuman, Andrés. «Cortázar forastero», El País, Babelia, 22 de agosto de 2014. · Soler Serrano, Joaquín. Escritores a fondo, Planeta, Barcelona, 1986. · Uslar Pietri, Arturo. «El realismo mágico», Cuarenta ensayos, Monte Ávila, Caracas, 1985, pp. 121-126. · Vargas Llosa, Mario. «La trompeta de Deyá», El País, 28 de julio de 1991. · Yurkievich, Saúl. «Introducción general», Obras completas I (Julio Cortázar), RBA / Instituto Cervantes, Barcelona, 2005.

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► Biblioteca Nacional de Bielorrusia, Minsk, 2006


Sami Naïr Acompañando a Simone de Beauvoir. Mujeres, hombres, igualdad Traducción de Inés Clavero Hernández y Sami Naïr Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2019 213 páginas, 19.90 €

Una filósofa de la libertad Por ISABEL DE ARMAS Con el presente trabajo el autor no pretende realizar una biografía intelectual ni un análisis sistemático de la obra de Simone de Beauvoir. La intención es hacer una suerte de propedéutica (del griego, pro, ante, y paideuticós, referente a enseñanza), es decir, de enseñanza preparatoria para el estudio de una determinada disciplina, que permite hacerse una idea general, no esquemática, de su vida, su obra y su acción. «Mi propósito –sintetiza– es incitar a leer las novelas, las memorias, los textos filosóficos y los ensayos polémicos que Simone de Beauvoir escribió entre las décadas de 1930 y 1980»; incitar a leer o releer la totalidad de la obra de esta mujer fuera de serie que en el siglo xxi sigue brillando con luz propia como filósofa, escritora, ensayista, militante comprometida, libre, indepenCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

diente y pionera del pensamiento feminista moderno, que marcó como nadie su tiempo y sigue influyendo sobre el nuestro. Sami Naïr, filósofo y catedrático de Ciencias Políticas, fue miembro del comité de redacción de Les Temps Modernes cuando Simone, tras la muerte de Sartre, dirigió la publicación, un tiempo en el que tuvieron la ocasión de cultivar una entrañable amistad y, por parte de Naïr, también una sincera y honda admiración, en todo momento patente en este libro que comentamos. Desde que tuvo uso de razón, la intelectual francesa hizo voto de nunca esconder la verdad ni disimular sus opiniones, aunque no por ello pretendió tener la razón absoluta sobre los seres y las cosas: «Cuando se leen sus memorias –afirma Naïr–, llaman la atención y sorprenden sus propias dudas

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sobre los caracteres que esboza a pinceladas y sus vacilaciones a la hora de emitir juicios». Había contraído una promesa de transparencia consigo misma, y esto aporta ese toque tan singular a sus recuerdos. Efectivamente, logra con éxito una operación literaria difícil: hablando de sí, ofrece un espejo al otro. Estaba convencida de que decir cosas de una ayuda a los demás a comprenderse. En las primeras páginas de su trabajo, el autor se pregunta qué piensa una joven que a los catorce años declara a bocajarro a sus padres, católicos, conservadores, rigurosos en el tema de la Iglesia y estupefactos ante tamaña determinación: «He perdido la fe, ya no quiero ir a la iglesia»; que, a los quince, adquiere conciencia de su vocación literaria y de encontrarse a disgusto en su familia y en la sociedad; que, a los veintidós, no piensa casarse y decide vivir de manera «morganática» –es decir, en concubinato– y que, además, nunca falta a su palabra. El mismo autor responde «que es rara, singular, determinada. “Escandalosa”, según los criterios bienhechores de entonces». Bien, pues ella es –ni más ni menos– Simone de Beauvoir, la mujer rompedora, siempre comprometida con el trabajo regular, sistemático, perseverante, cotidiano y bajo cualquier circunstancia. Desde el periodo del instituto hasta la universidad, consignó sus confesiones en un primer diario, y Sami Naïr constata que «de entre sus páginas surge una joven dotada de una frescura intelectual y una originalidad creadora extraordinarias». Del universo literario de su protagonista, el autor destaca, en primer lugar, las novelas, que le trajeron el éxito; después, y sobre todo, el ciclo de memorias y, por último, los relatos e incluso una obra de teatro. De

las novelas, apunta que todas están atravesadas por las mismas grandes preocupaciones: el amor, la sexualidad, la angustia, el hastío, el compromiso, el fracaso, los dramas de la libertad en un mundo que la limita o la niega, las relaciones problemáticas entre los seres, el pesimismo enfrentado a la voluntad de ser, la relación con la muerte, etcétera. La totalidad de sus obras –reconocidas, alabadas o criticadas, puntualiza el autor– define una visión del mundo propia, una toma de posición que, sin caer en la ideología, se enmarca en la perspectiva existencialista de Beauvoir. Aquí también se nos recuerda que la experiencia íntima de la muerte es uno de los temas centrales de su obra, y fundamental en la filosofía existencialista. Desde su infancia, Simone se proyecta en la experiencia de vivir con una alegría y una fuerza tan profundas que le resulta imposible pensar en la muerte sin quedar aterrorizada, devastada ante el fatal desenlace. Siempre habla de sí misma con sufrimiento e indignación. En Una muerte muy dulce reflexiona sobre el fallecimiento de su madre y lo mucho que tuvo que sufrir. Entonces, anticipándose a su tiempo, aboga por una eutanasia humana, liberadora, basada en el respeto a la libertad de los seres. Su filosofía guía esa actitud. Se trata de rechazar la muerte del otro aunque sufra o de decidir su muerte para que deje de sufrir, un dilema moral en absoluto sencillo de zanjar. La respuesta de Beauvoir se alinea con su visión existencialista del mundo: cada cual debe escoger, puesto que ser entraña elección y libertad. La muerte próxima es el tema de su libro de memorias postrero publicado en 1981, La ceremonia del adiós, que recoge el recuerdo del último gran intercambio intelectual con Sartre, el relato de su muerte y deterioro físico, de la

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verdad de su vida juntos, de su lucidez común sobre el fin inevitable e inminente. Al referirse a la dimensión esencial del pensamiento de Beauvoir, el autor la define como una filósofa de la libertad, que defiende que el ser humano está condenado a asumirla o a padecer lo impuesto por el otro, es decir, a someterse a la dominación. Beauvoir sitúa la libertad en los cimientos de su visión del mundo, y rechaza las cadenas de la familia cuando asfixia, del matrimonio cuando oprime, de la alienación cegadora, de las pertenencias identitarias que tribalizan y excluyen. «Toda su vida y su obra –concluye– son un acto de rebelión contra estas cadenas». Revolucionaria hasta la médula, cree, sin embargo, en la posibilidad de un orden social justo, organizado y democrático. En enero de 1947, la intelectual francesa aterriza en Estados Unidos, invitada por el Instituto Cultural Francés y diversas universidades; es a la vez un sueño y un reto. Sami Naïr hace una sustanciosa síntesis de esta importante estancia americana y concluye: «Regresa impactada por la cuestión racial, una experiencia humana fundamental para su pensamiento, para redescubrirla en Francia, en cierto modo bajo otras figuras tanto en la cuestión de las relaciones de sexo en 1949 como en la dialéctica de la opresión colonial a partir de 1954». El autor nos recuerda que la obra beauvoiriana abarca varios registros: la literatura, la filosofía, el teatro, la crítica literaria y los ensayos políticos se entrelazan; la pasión por comprender, explicar y desentrañar, tras las apariencias y los prejuicios, la verdad y el conocimiento de las cosas absorben y apasionan a la ensayista. Un buen día, a raíz de una de las numerosas conversaciones que mantenía con Sartre, decidió abordar la compleCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

jísima cuestión del estatus de la mujer en la sociedad. Tras muchas observaciones y diversas vueltas y revueltas, tuvo una revelación: este mundo era masculino, su infancia estaba alimentada de mitos forjados por hombres... Le interesó tanto el tema que abandonó el proyecto de una confesión personal para ocuparse de la condición femenina en su generalidad. Fue a la Biblioteca Nacional a leer y a estudiar los mitos de la feminidad. De estos estudios resultó El segundo sexo, su éxito fundamental y principal aportación a la cultura occidental y universal. Desde su publicación, El segundo sexo se convirtió en un auténtico manifiesto mundial para la emancipación de la mujer. Para Sami Naïr, sobre todo, se trata de una obra dotada de la fuerza irresistible de los grandes descubrimientos: «La llamada a desarrollarla –escribe textualmente–, a superarla, la convierte en una referencia fundamental y en un clásico, rozado por el tiempo como el mármol por una ligera brisa». Este revolucionario libro, lleno de ideas sabias, contiene una tesis esencial, radical: la mujer es un producto histórico fabricado por la sociedad masculina. Y concluye que la liberación de la mujer pasa por el fin de la sociedad masculina, que, a su vez, implica la liberación del hombre con respecto a la sociedad de dominación que ha creado. En cuanto a la emancipación, significa superar la separación y la diferenciación para construir una sociedad de iguales, una comunidad de humanos donde, por encima de las diferencias, «hombres y mujeres afirmen sin equívoco su fraternidad». En 1975, veinticinco años después de la publicación de su famoso libro, Beauvoir hace balance de El segundo sexo. Ante la pregunta de si le gustaría escribir una nueva versión para adaptarlo a la actualidad y

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teniendo en cuenta los enormes progresos conseguidos por las mujeres, contesta sin vacilar: «No. Primero, una obra de este tipo debería resultar de un esfuerzo colectivo». En otras palabras, la versión contemporánea debería ser una obra colectiva y analizar las luchas de las mujeres en todo el mundo. Y pondría en tela de juicio los límites de las visiones de cantidad de mujeres que siguen indiferentes a la condición de la mujer en su totalidad. También en esta entrevista advierte que nada, absolutamente nada, está conquistado definitivamente, que la sociedad puede retroceder terriblemente en detrimento de los acervos de la mujer y, sobre todo, la violencia machista incrementarse como reacción contra la liberación femenina. «En eso –comenta Naïr–, Beauvoir tenía no solo una visión acertada de la sociedad en la que vivía, sino que también demostró que sus inquietudes siguen siendo, desgraciadamente, actuales». Y, para finalizar, no podemos olvidar que la mundialmente famosa intelectual, que vivió saturada de éxitos, llegada

a la vejez confiesa sentirse engañada: «[...] He sido engañada, me siento engañada, en relación con lo absoluto en lo que soñaba cuando era joven». «Siempre he pensado, como Sartre –dice también–, que la existencia es una vana búsqueda del ser, que queremos el absoluto pero accedemos siempre a lo relativo». Es la misma visión del Quijote cuando expresa que vivimos con la mirada puesta en grandes ideales, en lejanos horizontes, y con la existencia consumida en minucias. Por su parte, Sami Naïr, acompañando a su querida Simone, nos invita también a que lo hagamos con la idea clarísima de que el auténtico legado es la obra. Y no le cabe la menor duda de que el trabajo de Simone de Beauvoir pertenece, hoy en día, al patrimonio de la humanidad como testimonio de la lucha por la dignidad de la mujer: mujeres de todo el mundo hacen suyo este pensamiento emancipador. «Es ya una victoria sobre el tiempo –puntualiza–; una victoria de la inteligencia sobre el oscurantismo; una victoria de la libertad humana sobre todas las formas de opresión».

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Francisco Javier Pérez Relato de los últimos días Letra Capital, Valencia, 2020 145 páginas, 14.90 €

Los misterios dolorosos de Francisco Javier Pérez Por DAVID NORIA Lejos habían quedado los días amplios y altos que cantara Pushkin en una lengua voluptuosa, inagotable y encauzada todavía por los grandes modelos. En ese otro país –con otro nombre y otros fríos– en que se había convertido Rusia para Rusia misma, Anna Ajmátova, la siempre viuda, no permitió que la fogata de la palabra viva alrededor de la cual se había congregado su pueblo acabara sofocada por la angustia del perpetuo toque de queda y la delación. Del fuego augusto del siglo anterior rescató apenas una llama exangüe pero íntima, dolorosa y persistente, para la que ella misma debió reducirse a la condición de veladora: «Leningrado –observa Francisco Javier Pérez– se dibuja en cada hemistiquio de esta poesía, una que mide las palabras del verso como si midiera los límites de un mundo que se enCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

sancha y al modo de un corazón henchido de felicidad o asaetado de dolor por partes iguales... Sufrirá con los padecimientos de su ciudad en un tiempo en que sufrir fue el único verbo que ella pudo conjugar en todos sus modos». En esta filiación de la nieve, el circunspecto Brodsky recibe al cabo de sus manos, envuelta en lino, la encomienda del canto. Su tributo a la musa del llanto no se hará esperar: «Yo te agradezco que hayas encontrado en un mundo sordo y mudo el don de la palabra». Pero el saldo general de la muerte programada de tantos hombres durante tantos años –vitalidad derramada– no podrá ya entonarse sino con una voz exhausta: «Querido Telémaco, / la guerra de Troya / ha terminado. No recuerdo quién ganó. / Los griegos, debe ser: los griegos, quien si no, / pueden dejar en tierra extraña

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tantos muertos». Y a lo lejos repican las primeras campanadas de luto. Francisco Javier Pérez tañe estas campanas en Relato de los últimos días, libro amortajado donde cada ensayo presenta sus adioses ante diversos despojos. Como Ulises, el autor ha celebrado el rito del descenso a las sombras, porque no hay periplo en vida que pueda considerarse completo sin antes haber visitado la muerte, aunque sea de paso. Las noticias de lo visto, entrevisto y oído llenan una copa negra de vino que no sufre ser rebajada con agua. La intoxicación es completa. Muertes infames, muertes gloriosas, muertes absurdas, muertes pedagógicas en larga letanía de lamentación; decesos individuales y sociales; santos óleos y últimas palabras para que las oigan los últimos días, fórmula que da título al libro, pero enunciada primero por el apóstol: «Has de saber que en los últimos días sobrevendrán tiempos difíciles» (2 Tim. 3, 1). Gesto de vaticinio funesto, no es indiferente que el prólogo de esta «genealogía de los ocasos y de la infelicidad», «indagación en torno al pensamiento final» y «homenaje a grandes hombres que pronto dejarán de serlo» esté estremecedoramente fechado por su autor en febrero de 2020, momento que señala el inicio del más universal periodo de duelo registrado por la historia. Entre los muchos signos de la escatología que nos acosan, Relato de los últimos días ofrece el consuelo de quien, ante las tribulaciones del amigo, acierta con palabra sutil a poner las pérdidas en perspectiva. Y así, en el recorrido por este panteón conformado por los veintiocho artículos reunidos, la mirada del visitante es atraída con más intensidad por dos estatuas, cada cual a un extremo del mausoleo de la historia y el arte, una de sal y otra de mármol: la bes-

tia sagrada que fue Napoleón, por un lado, y el fénix de la probidad y la sensibilidad por el otro, siempre renovado y transfigurado en rostros diversos de dibujantes, músicos, escritores y poetas. Así, la figura del general hecho emperador, y del emperador hecho nada, recorre como admonición y fantasma esta larga entrevista con el más allá que se solaza en evocar en sus primeros pasos aspectos lúgubres de esa Francia mórbida y febril de la primera mitad del xix, cubierta toda ella por la sombra larga de Bonaparte y, por lo mismo, volcada en presenciar de cerca las relaciones entre lo espléndido y lo sórdido. Desfilan, pues, en este cortejo el músico Alkan, cuyo comercio con los ángeles y los demonios de Montmartre no lo salvó del desplome, bajo el que quedaría sepultado, de su biblioteca esotérica; el coleccionista Denon, profanador de los venerables sarcófagos hechos botín del Primer Imperio y adorno de sus museos, quien presenció los estragos, velados o descarados, del puñal y la espada lo mismo en el reino de Canope que en el París del Terror; la inquebrantable madame de Staël, plaza fuerte que resistió ante los embates del tirano, de quien supo ofrecer a la posteridad su prontuario exhaustivo; un Chateaubriand que medita sobre el exilio del propio Napoleón en Santa Elena: «El mar que cruzaba no era ese mar amigo que lo trajo de las abras de Córcega, de las arenas de Abukir, de los peñascos de la isla de Elba a las costas de Provenza; era ese océano enemigo que, tras haberle encerrado en Alemania, Francia, Portugal y España, solo se abría a su paso para cerrarse tras de él»; un Berlioz, en fin, nutriendo sus partituras con el pasto de la idolatría para hacer cantar al unísono a doce mil voces en la avenida del Elíseo: Vive

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l’empereur! «Ninguno de sus espectadores –apunta Francisco Javier Pérez– pudo dormirse ese día sin la certeza de que su emperador había sido el hombre más grande de la historia» (Beethoven, de quien Berlioz fue émulo, quitó la dedicatoria al cónsul de su Sinfonía n.o 3, Heroica, al enterarse de que este se había hecho nombrar emperador). Pero acaso aquel 5 de mayo de 1821, el que mejor acertó a expresar el sentimiento del mundo al perder en Napoleón ya no a su expoliador por excelencia, ni a su sostenedor y dueño, sino a su juguete más monstruoso, fue el italiano Manzoni, quien dijo con genio epigramático: «Ei fu». Esta muerte titánica vista a través del prisma de varios de sus contemporáneos reclama la categoría psicológica del arquetipo, y, en tanto discurso forense, de aviso para tiranos. No deja de recordar Francisco Javier Pérez que Napoleón y Bolívar coincidieron bajo el mismo recinto el día de la coronación del primero. Pero otras muertes más aladas solicitan el resto de las páginas de este libro. En efecto, al recuerdo de Anna Ajmátova y Joseph Brodsky como mantenedores del decoro en medio de la catástrofe (otro arquetipo), se suman los reconocimientos a las conciencias alerta: a la ya mencionada madame de Staël, que nota cómo el dictador «ha descubierto que el artificio verbal es mucho más efectivo que el disfraz del silencio e inculca a sus interlocutores las frases que le interesa que se repitan», y también a Orwell, de quien dice que «lo que más asombra es la constatación de que imaginó el futuro con los recursos de un pasado que fatalmente anunciaba que todo sería siempre igual». Otros bellos arreglos florales son depositados bajo las efigies paternales de Mariano Picón-Salas, Eloíno Nácar Fúster y del CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

llorado poeta Vicente Gerbasi, cuya silueta se dibuja en las tertulias de Caracas. Literatura edificante, el recuerdo de Picón-Salas ofrece la lección vital de que «la miseria y la peste del presente dibujan el mejor de nuestros retratos; ese donde la verdad de los sentimientos no requiere impostación, sino dejarlos solos para que ellos se encaminen hacia la libertad. La herejía cultiva con ternura la santidad de la que estamos necesitados»; por su parte, con el padre Nácar, insigne traductor de la Biblia al castellano y pariente del autor, recorremos los entresijos y los monumentos de Ciudad Eterna como guiados por un Virgilio dantesco que repitiera con Quevedo y du Bellay las glorias pasadas de una Roma que en ella misma no se encuentra. En otro sentido, el amor y el erotismo, vecinos insospechados de la pulsión de muerte aunque también su antídoto, no están ausentes entre los homenajes, como cuando –enamorado como lo hemos estado todos de ella– se cifra a Susan Sontag bajo el signo de Saturno: «Universo de la lentitud y la infidelidad, de la ruina y la melancolía, de las desviaciones y las demoras». Pero, para decirlo de una vez, este libro encuentra su momento culminante, tristísimo, desolador y –hay que confesarlo– incluso repulsivo, en la revelación de la fotografía de Rubén Darío en su lecho de muerte, imagen que cala hondo y perturba los nervios, tratándose, como es el caso, del padre y patriarca de nosotros todos. Sobre esta visión terrible, el autor, con aplomo y decoro admirables, emprende una dolorosa pero detallada autopsia: El intento por alcanzar una posición ritual (casi fetal) permite al poeta rodear su cabeza con sus brazos y sus manos, en un gesto que es autoprotección ya innecesaria y, sí, postrero saludo, previos el uno y el otro a la despedida de un mundo al que ya

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no pertenece. De un lado de la cabeza, entre esta y las almohadas, parecen sobresalir con timidez los dedos de una de las manos en un intento de adiós desanimado (está claro que allí no hay nadie para recibirlo). La boca del poeta permanece abierta como queriendo recordar que el que ha muerto no era cualquier hombre, sino uno que había cantado versos azules y prosas profanas... La foto es anónima y así tenía que ser. Nadie nunca ha reclamado su autoría, pues nadie se atrevería a decir que estuvo presenciando un momento tan sagrado.

Qué libro difícil, Francisco Javier, libro de tapas blancas, como blancos son los huesos donde tu nombre está inscrito en rojo de sangre, vitalidad que robaste a la pálida muerte. Ya has desgranado los misterios dolorosos. La portada, a partir del cuadro Nieve en el camino, Louveciennes de Alfred Sisley, no es menos elocuente: una hilera de árboles despojados por el invierno se pierde a la vista bajo una atmósfera fría. Pero has sabido ver que cuando la cortina del follaje se desgarra, podemos entonces divisar mejor el cielo.

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Nuria Verde El verdadero tercer hombre Ediciones del Viento, A Coruña, 2020 300 páginas, 21.00 €

Carta al padre Por MANUEL ALBERCA Este libro, al que la autora denomina novela, cuenta un interesante episodio menor de historia literaria que sucede en suelo español. Trata de los viajes que Graham Greene, el gran novelista británico, realizó por España y Portugal, desde finales de los años setenta y hasta bien avanzada la década de los años ochenta del siglo pasado, en compañía de su amigo, el sacerdote gallego y profesor de Literatura Inglesa de la Complutense, Leopoldo Durán, Poldo para los amigos. Estos viajes estivales, de los que al parecer se celebraron siete u ocho –no hay acuerdo en las diferentes fuentes–, fueron para el británico una costumbre placentera y un feliz reencuentro anual con sus amigos españoles. Serían viajes que, además, le sirvieron, probablemente de estímulo y de inspiración sin duda, para escribir la última CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

de sus novelas, Nuestro señor don Quijote, tal como la dedicatoria de la misma atestigua. Lo curioso de esta amistad no se le escapará a nadie, porque Greene, un desapegado protestante convertido a la fe católica por amor, se declararía siempre católico agnóstico, por lo que albergaba irresolubles dudas y sufría problemas de conciencia. De todas estas cuestiones del alma le gustaba tratar en privado con Poldo. De hecho, desde el primer encuentro de ambos en Londres, este sería el leitmotiv de su relación, aparte de la admiración del cura por el novelista, a cuya literatura dedicaría su tesis doctoral. Por si quedase alguna duda de la verdad e interés de Greene por esta relación de amistad, hay que subrayar que Durán sería la persona elegida por el británico para presidir la Fundación Greene, de

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una corta y conflictiva vida, pero sobre todo –y esto debe subrayarse– fue a quien el escritor pidió que le acompañase en Antibes (Francia) durante sus postreros días antes de morir el 3 de abril de 1991. El propio Durán escribiría un libro, poco afortunado en lo literario, en el que trató de dar cuenta de esta relación: Graham Greene, amigo y hermano (Espasa, 1996). Recientemente, el profesor Carlos Villar dio a luz una investigación un tanto farragosa e incompleta sobre estos viajes, en que atribuía al escritor la condición de espía del franquismo: Viajes con mi cura: las andanzas de Graham Greene por España y Portugal (La Vela, 2020). En estos viajes les acompañaba y hacía las veces de chófer Aurelio Verde, profesor de Literatura Inglesa en la Universidad de Málaga, dato que los dos libros arriba citados minimizan o ignoran. Aurelio Verde sería el «verdadero tercer hombre» que da título al libro que comentamos. No sabemos si alguna vez el profesor Verde tuvo la tentación de contar su versión de los viajes con Greene, pero sin duda, a juzgar por los hechos, conversaciones y minuciosos detalles que Nuria Verde, su hija y autora del libro, pone en boca de su padre, debió al menos atesorar una cantidad ingente de anécdotas y recuerdos que le trasmitiría a la escritora. Tal como nos aclara en su relato la autora, con el tiempo asumiría la función narrativa y la responsabilidad de darle forma a la memoria paterna. Por esta razón, y como era previsible, el libro encierra, dentro de su aparente temática literaria, un relato de filiación, en el que inevitablemente la autora acaba haciendo un balance de la relación con su padre y con su familia. Como en la mayoría de los relatos de filiación, la autora de El verdadero tercer hombre emprende una búsqueda en la memoria para interrogar la verdad de

la vida del padre, especialmente en lo que este trasmite como herencia a la hija, que aquí, en principio, se traduce en una profunda melancolía. El relato despliega, en forma de abanico atemporal y sin un orden cronológico riguroso, un conjunto de secuencias que abarcan desde una previsible infancia feliz –pasando por una conflictiva adolescencia que la autora observa desde un victimismo irredento– hasta una madurez marcada por la enfermedad bipolar de su padre, en la que se alternaban periodos de alegría y vitalidad extremas junto a depresiones salvajes, de las que la autora en alguna ocasión confiesa temer ser heredera. Nuria Verde sabe que «todas las familias felices se parecen, pero las desgraciadas lo son cada una a su manera» (Tolstói). De acuerdo con ello, la narración vacila entre la visión infantil admirativa del padre y la crítica, cercana a un tardío ajuste de cuentas, para terminar rindiendo un homenaje de restitución a la memoria paterna cuando este muera. En consecuencia, en la mirada filial al padre se alternan y se solapan, a veces de manera contradictoria, imágenes escrutadoras de gran dureza –en las que ella reconoce todos los defectos, le reprueba– junto a otras en las que predominan el cariño y la comprensión que la entrañable figura paterna produce a la autora. Solamente cuando la hija se convierta en madre y comprenda la complejidad de la tarea paterna, renunciará a su severo y despiadado juicio. Prueba de esa transformación y aprecio por la figura del padre, no exenta de momentos amargos que la autora no ha querido en ningún momento dulcificar ni ocultar, es la realización y logro de este libro, que a Aurelio Verde, a pesar de la crudeza de alguno de los episodios relatados, a buen seguro le hubiera gustado leer.

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La autora ha querido ver la crónica viajera de Greene & Co. y las relaciones entre los personajes bajo una óptica triangular, por la cual el pobre Poldo queda marginado e incluso ridiculizado mientras que Greene y Aurelio Verde forman una pareja cómplice de bons vivants, unida por la común ligazón de ser grandes conocedores del sexo femenino, tocada por el halo mundano, uncida por la misma enfermedad, la bipolaridad, y con similares intentos de suicidio en diferentes momentos de sus vidas. Por su parte, en el relato familiar aflora con una rigurosa veracidad la relación de amor-odio entre padre e hija. También aquí la relación toma forma triangular, cuando emerge y ocupa el centro de la escena la figura de la madre. Durante la infancia y adolescencia, la madre es a los ojos de la narradora una figura distante, dedicada por completo a sus quehaceres docentes e investigadores universitarios; en los últimos años, los de la larga y penosa enfermedad del padre, deviene en el pilar y sostén de la familia, enfrentada al problema de una enfermedad mental para la que no hay remedio ni alivio humanos, que aniquila al padre y tortura al resto de la familia. Es posible, pues así lo insinúa la autora, que el proyecto y la escritura de la obra hayan podido tener resultados terapéuticos o balsámicos, pero no cabe duda de que esta función, respetable y en ocasiones necesaria, no ha interferido en los valores literarios del resultado. Nuria Verde ha escrito con solvencia una obra nada fácil en lo sentimental, pues exigía temple y valor para entrar en una temática tan desgarradora, y en lo narrativo compleja, pues tenía que armonizar y simultanear, como se deduce de lo arriba expuesto, varios registros genéricos e hilos narrativos. En primer lugar, El CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

verdadero tercer hombre es el relato de un viaje, salpicado con apasionantes diálogos y desavenencias entre los tres viajeros, que quedan perfectamente retratados en sus diferentes caracteres y temperamentos. Incluye también una biografía o bioficción paterna, en la que se demuestra una vez más que, por muy dramáticas que sean las relaciones familiares, no podemos concebir nuestras vidas sin inscribirlas en una cadena genealógica. Y encierra, por último, un relato introspectivo y autobiográfico de la narradora, que, de manera muy humana pero injusta, reparte culpas entre sus progenitores para absolverse. En estas encrucijadas del relato, la narradora se muestra preocupada, incluso obsesionada, por el fantasma de la bipolaridad y temerosa de tan pesada herencia. Una vez situada en el disparadero de esos temores, se revuelve para airear secretos y miserias del padre, como forma de exorcismo y liberación. Fue Marthe Robert, en su conocido ensayo Novela de los orígenes y orígenes de la novela (1972), la que, partiendo de La novela del neurótico de Sigmund Freud, distinguió dos tipos de novelistas o «herederos»: los que fantasean o idealizan unos padres y una historia familiar inexistentes y los que, llevados por el rigor y la venganza, emprenden una fabulación de carácter descendente y a tumba abierta que degrada sin misericordia la figura de los progenitores. A esta segunda opción se acoge la autora. En cualquier caso, la hija, con esa verdad personal que no contrasta con otras verdades, funda una mitología íntima que le sirve o al menos le ayuda a marear los escollos de la vida, y de paso hace un contradictorio homenaje a los padres, dictado por un agudo sentimiento de culpa. Será, como se ha dicho, al producirse la metamorfosis de hija

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en madre, cuando la narradora comenzará a comprender la dificultad de la tarea de la paternidad. Aunque la narración, suponemos, es deudora con toda probabilidad de la memoria del padre y la autora es en cierto modo una narradora subalterna de lo que cuenta, emplea una garra, una agilidad y un ritmo indesmayable, que, a nuestro humilde juicio, en momentos puntuales afean repeticiones de hechos contados o frases reiterativamente citadas. En su conjunto, la historia y el relato mantienen una calidad literaria de mucho voltaje que atrapará tanto a los lectores que se acerquen al libro buscando conocer la interioridad de los famosos viajes de Greene por España y Portugal como a los que quieran profundizar en la temática de los relatos de filiación, que se ocupan por principio de una temática difícil por el drama que suelen acarrear estas historias. En las últimas décadas, los relatos de filiación parecen irrigar una savia y una vida inagotable a la escritura en primera persona, hasta constituirse en una de las venas más profundas y creativas de la literatura actual. No quisiera terminar sin apuntar dos pequeños y anecdóticos desacuerdos con la autora. Uno tiene que ver con su empeño en querer hacer pasar por la aduana literaria como novela un relato que, salvo en el cambio de algunos nombres propios de personas reconocibles y de alguna licencia

ficticia que no lo compromete, responde al compromiso de querer decir la verdad, por ilusoria que sea esta pretensión. No cabe la menor duda, a pesar de que mantenga desacuerdos en la apreciación o en la interpretación de determinados hechos, de que la autora ha querido contar la verdad –es decir, su verdad–, incluso al desnudo, sabiendo que esto la comprometía mucho más que un relato novelesco. Por dicho motivo, no se entiende bien la insistencia en convertir su propio descargo de conciencia en una ficción novelesca. Al final, cuando el padre muera, la propia narradora reconocerá el error, porque, a diferencia de las novelas, cerradas y acabadas para siempre, su relato estaba necesariamente abierto a la vida, fluyendo al ritmo que le imponía esta: «De repente el 9 de julio de 2018 mi padre murió. Tuve que cambiar el final de esta novela que ya había escrito. La vida se impuso a la ficción. La realidad contaminó la literatura». El otro desacuerdo es sencillamente una sorpresa, la que produce la admiración incondicional que profesa nuestra autora por la obra Mi lucha, de Karl Ove Knausgård. Afortunadamente, esta admiración no ha llegado a estropear ni por asomo la eficacia, la agilidad y los valores plásticos de la prosa de Nuria Verde. Por suerte, ella escribe mejor y no imita el tostón con que el que, durante centenares de páginas, nos castigó su modelo noruego.

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Isaac Rosa Tiza roja Seix Barral, Barcelona, 2020 413 páginas, 19.50 €

Panorama de la actualidad productiva Por SANTOS SANZ VILLANUEVA De la avalancha de narradores comprometidos que han surgido en los últimos años, en buena medida estimulados por las desastrosas consecuencias socioeconómicas de la crisis financiera de 2008, sigue siendo el sevillano Isaac Rosa el más valioso, y el más representativo de una nítida voluntad de denuncia. En buena medida –lo subrayé hace ya dos lustros largos en el comentario de su novela El país del miedo en el número 703 de estos Cuadernos Hispanoamericanos– por su alerta para reinventar el realismo social superando las fracasadas imposiciones doctrinarias de Zhdánov y de la estética soviética. En novelas admirables como El país del miedo (2008) o La mano invisible (2011) ha proporcionado una urdimbre metafórica al testimonio de actualidad. En otra línea bastante diferente, al menos en su CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

expresión externa, se ha atenido a la intención de «pegarse al suelo», según él mismo explica el modo de su voluntad documental. Lo noticieril de esta vertiente de la narrativa de Isaac Rosa tiene también una exigencia formal, la de responder desde una peculiar construcción del relato al empeño de mostrar las precariedades de la vida actual y, en buena medida, concienciar e incitar al lector a la acción. Hechos y situaciones cotidianos constituyen su materia prima y los sintetiza en piezas de corta extensión, en la medida que convencionalmente denominamos cuento. Su trabajo en este campo alcanza ya bastante amplitud y lo ha recogido, en parte, en varias compilaciones: Compro oro (2013), El puto jefe (2015) y Welcome (2016). Los tres delgados volúmenes, de muy modesta factura y presumible-

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mente de limitada circulación, recopilan textos del periódico izquierdista La Marea, del que fue asimismo editor. Continuó esta labor mensual con piezas narrativas semanales de semejante planteamiento e intención en el digital de la misma tendencia Eldiario.es. Ahora reúne cincuenta textos de dicha procedencia en un volumen grueso, Tiza roja, en cuyo prólogo especifica su peculiaridad: no se trata de creación literaria pura –Rosa reniega del escritor romántico inspirado– sino imbricada en el tejido informativo del que forma parte. La ficción, explica, es una pieza más de la mirada crítica sobre la realidad que plantean esos periódicos y la amplía o la desvía por otros terrenos inhabituales. No se trata, por tanto, de los complementos literarios con que la prensa, sobre todo en el siglo xix y a comienzos del xx, obsequiaba a los lectores, sino de algo muy distinto. Los cuentos de Rosa redundan en la lectura ideológica del medio y ello configura su ideación tanto en la temática, pues esta se halla vinculada a la actualidad en un sentido relativamente amplio, como en la forma, que buscar propiciar la concienciación del lector –si es que esta fuera necesaria en medios de sesgo bien preciso–, evidenciando por otro camino, el de la imaginación anecdótica, las circunstancias. A partir de estos criterios, nada describe mejor Tiza roja que la forma utilizada por Rosa en dicho prólogo: «contar qué nos pasa», ceñido, de forma casi exclusiva, a lo que ocurre en el ámbito laboral, económico, de lo cotidiano y de las relaciones colectivas. Ese interés temático unilateral corre el riesgo de la monotonía y, al efecto de evitarla, procede el autor a agrupar los textos en bloques rotulados «Política», «Sociedad», «Sucesos», «Economía», «Ofertas de empleo», «Anuncios por palabras», «Ciencia y

tecnología» y «Cultura y espectáculos», en paralelo con las habituales secciones de la prensa. Cierra un apartado de un solo relato: «Última hora (marzo de 2020)», que rinde tributo a la actualidad de estos días, la epidemia vírica. De todas maneras, los bloques periodísticos no establecen fronteras rígidas, los textos podrían figurar indistintamente en uno u otro, pues responden menos a grupos anecdóticos que a la intención de revelar la realidad de una manera otra. El planteamiento general de Isaac Rosa consiste en un innovador tratamiento del costumbrismo crítico clásico. Su técnica radica en darle un sesgo inesperado a una situación común. Es como someterla al torcedor de un desarrollo imprevisto, amén de inventivo y, casi siempre, ingenioso. De modo ejemplar ocurre en la cena navideña de empresa que deriva de lo festivo a una asamblea reivindicativa. O en el entretenimiento amistoso y lúdico del amigo invisible, en esta ocasión entre compañeros de trabajo, que se manipula para que el regalo secreto dirigido a un directivo consista en un informe sindical contra los abusos de la empresa, lo cual hace que el progreso narrativo se dispare hacia un desenlace sorprendente, técnica clásica del cuento, muy ensalzada por sus más rigurosos cultivadores y que el autor practica con positivos resultados en la mayor parte de las piezas del libro. Añadirle un apunte de extrañeza o excepcionalidad a lo habitual es recurso habitual en las historias de Isaac Rosa: sea en una escena común de estatuas vivientes, en una procesión de Semana Santa, en un postulante de ayuda en el metro, en un comercial harto de verse obligado a frecuentar hoteles, en la estampa de clientes de una lavandería pública, en la finalización de la jornada laboral, en el regreso al trabajo tras las

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vacaciones, en las fatigas de un rider o en el empeño obligado de joyas. En todos los casos ocurre algo –no indico qué por no estropear al lector el fundamental efecto sorpresa– que trastorna la situación establecida y la manipula no por un prurito de ingenio del autor sino porque en esa ocurrente mudanza radica el mensaje. Y no empleo a la ligera el término mensaje, ya que el libro reposa en la transmisión de lecciones políticas. La invención menos atenida a usos y costumbres y cercana al fantaseamiento y la pura inventiva también forma parte del repertorio narrativo de Isaac Rosa. De esta última cualidad participa el texto que da título al libro: unos enigmáticos números, que no se sabe ni quién los pone ni a qué se refieren, aparecen en el suelo de la madrileña Puerta del Sol y se expanden, como marea contestataria, por el resto del mundo. Vale bien «Tiza roja» para constatar el alcance político de las invenciones de Rosa: las cifras enigmáticas suponen una forma de protesta pública, imposible de reprimir y con tal éxito que «cada vez cuesta más encontrar tiza roja». El cierre de la historia, de un optimismo idealista, es invitación propagandística a la rebeldía. En la invención descansan otras historias: la que cuenta cómo las tiendas convierten las zonas de exposición en viviendas; la que relata el insólito caso de un empresario que paga mil euros de más a todos sus empleados cada mes; o la que explica que una empresa contrata a un payaso e impone la risa como requisito a sus trabajadores. También esta vertiente fantaseadora se encamina al objetivo señalado. Las habitaciones improvisadas en locales comerciales encierran la denuncia de la mansedumbre con que se acepta una situación inhumana y la imposibilidad de una mejora retributiva colea en el CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

«veremos...» de los hijos del capitalista generoso, a quien quieren incapacitar por demencia senil. Los cuentos aludidos indican el acotado campo de observación de Isaac Rosa, que tiene el valor de máximo signo distintivo suyo. La temática constituye una peculiaridad absoluta del narrador sevillano. Un recuento de personajes y asuntos concretos, reiterados u ocasionales, arroja el saldo siguiente: el trabajador (variedad de tipos de clases profesionales, no obreros industriales), la empleada de hogar, la limpiadora de hotel, el emigrante sin papeles, el miedo, la soledad familiar e individual (no metafísica sino condicionada por determinantes materiales), el trabajo precario, la alienación laboral, el despido, el paro, la explotación, el salario, el contrato leonino, la hipoteca inmobiliaria, el desahucio, el dinero, la regulación del empleo o la represión policial. Mención aparte merece, por su reincidencia, la atención que se presta a la empresa, a los criterios que la rigen, a su funcionamiento y al ambiente de temor que envuelve a los empleados. El retrato colectivo pivota sobre una base de denuncia, según he señalado, y ello produce un testimonio generalizado y predominante duro, negativo, fiel a la realidad que representa. Lo recrea muy bien «Tengan ustedes un buen día», la aludida historia del trabajador que se desahoga en el metro refiriendo a los viajeros su triste vida. En él percibimos el grado alto de desesperanza que ha de llevarle a ese desnudamiento, el cual confiesa con menguado consuelo el propio protagonista y narrador: «Estamos todos cansados, y nos alivia compartir el cansancio. Es que hay algo que duele, y no nos lo guardamos ni un día más». Testimonio amargo se desprende de los monólogos en lenguaje de signos entre dos mujeres vecinas; o de la dureza de la aceptación como

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un espacio propio del lugar que el narrador ha conseguido en la tienda reconvertida en vivienda; o en el rictus, más que risa, que manifiestan los empleados obligados a exteriorizar alegría; o en la impotencia de los trabajadores que no ven la hora de salir; o en el fracaso vital y emocional de saber que el oro y las joyas empeñadas serán convertidos en fríos lingotes, y otros casos más. Esta selección realista tiene como consecuencia el efecto de un testimonio desolado, duro. Rosa constata una realidad socioeconómica muy amarga que podría implicar un mensaje pesimista y desesperanzado. Dar cuenta documental de la realidad tiene este precio y obliga a asumir el reto, lo cual entra en colisión con el espíritu revolucionario y la meta de alcanzar algún día la sociedad igualitaria, comunista. Ya se lo planteó la vieja literatura soviética y ofreció la alternativa idealista del héroe positivo. El narrador sevillano no puede volver a esa antigualla estética, pero tampoco quiere caer en el documento que revalida una situación negativa y sin alentadores horizontes de futuro. Su magnífica novela La mano invisible no presenta alternativa alguna a la alienación laboral, que recrea con tanto vigor como desolación. De alguna manera, los cuentos –algunos pero suficientes– suponen una rectificación de ese sentido. Este incluye una doble perspectiva, en primer lugar en forma de solidaridad en el infortunio. Así lo dice de forma tenue el diálogo liberador entre las vecinas de «Patio de luces». Con mayor contundencia se aprecia en la ayuda económica que se prestan los clientes que acuden a la lavandería pública en «Ropa limpia» y terminan confraternizando. También en el boicot al consumo de «Mensaje en una lata». O, con tono desenfadado, en «La carrera de las empresas», donde, con algún eco en la peripecia de El malvado Carabel de Fernández Fló-

rez, el empleado permite que al final de la competición le adelante un rival –«mi compañero», dice con apostilla innecesariamente explícita–. De propagandística solidaridad trata la historia del rider a quien le han robado su instrumento de trabajo, la bicicleta. Fraternidad de clase y propaganda van del brazo en «Cosas que hacer en Halloween si todavía no estás muerto». No ignora, sin embargo, Isaac Rosa la dificultad de estos empeños y uno de los textos, «Confianza», historia de sirvientas que realquilan el trabajo, ilustra cómo la esencia del capitalismo, la apropiación de las plusvalías, inficiona al jornalero. La otra perspectiva complementaria supone la rebeldía que insinúa la posibilidad de acciones redentoras con la vista puesta en el futuro. Muy llamativa resulta, por la conocidísima marca comercial mencionada en el explícito título, en «Instrucciones para cerrar El Corte Inglés en día de huelga»: numerosa policía vigila el inicio de la jornada, sorprendentemente no aparecen piquetes sindicales y quienes no acuden a la tienda son los empleados. De nada sirve que el director regional ordene abrirla. En fin, apuesta por el futuro y victoria entraña la rebeldía del mencionado «Tiza roja», lo cual implica un mensaje general del libro al ocupar su título. Tiza roja ofrece un amplio panorama de urgencia de la actualidad productiva y sus miserias y penalidades desde una conciencia crítica y política. Isaac Rosa mete en el relato la impronta de la actualidad al servicio de una opción ideológica bien visible. Hasta la fecha, sus piezas habían contado con la complicidad del lector afín de las tribunas periodísticas donde habían aparecido. Ahora se arriesga a llegar más allá de ese público cautivo. No creo que sus cuentos militantes se resientan en este nuevo careo porque, aun siendo literatura de intervención, no reniega de la condición literaria.

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Armando Chávez Rivera (ed.) Diccionario de provincialismos de la Isla de Cuba (1831). Génesis, rescate y reivindicación Aduana Vieja, Valencia, 2021 297 páginas, 22.70 €

Un diccionario venido de las quimbámbulas Por ANTONIO JOSÉ PONTE Cinco años antes de que Esteban Pichardo publicara el primer diccionario del español de Cuba –Diccionario provincial de voces cubanas (1836)–, cinco caballeros, reunidos en la Real Sociedad Patriótica de La Habana, decidieron compilar voces para un Diccionario de provincialismos de la Isla de Cuba. Había entre ellos un presbítero, un erudito, un médico e investigador químico, un ingeniero y un crítico literario. Este último, el más joven, es el más conocido hoy en día: Domingo del Monte sostuvo la tertulia literaria (y política) más importante del siglo xix cubano. El Diccionario de provincialismos de la Isla de Cuba no llegó a editarse, aunque alcanzó efecto público cuando Domingo del Monte permitió al filólogo valenciano Vicente Salvá consultar su manuscrito. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

Salvá publicó un año después su Nuevo diccionario de la lengua castellana (1846), que incluyó vocablos de Cuba entre una gran muestra de americanismos. Ese manuscrito desaparecería luego, sería dado por perdido durante más de 170 años y, ahora, el profesor Armando Chávez Rivera, miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, ha logrado rescatarlo en este volumen, que lleva un estudio introductorio suyo y prólogo de Francisco Javier Pérez, secretario general de la Asociación de Academias de la Lengua Española. Antes que manuscrito perdido, el Diccionario de provincialismos de la Isla de Cuba fue una obra inconclusa. El manuscrito llegado hasta hoy no presenta prólogo o prefacio, y muchas de sus entradas remiten a vo-

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cablos ausentes. Maculilla es lo mismo que calilla, se nos dice, pero falta saber en él qué cosa es calilla. Y si dar mate significa candongar a alguien, queda sin aclarar qué es candongar. Y qué es candonga. Aunque poco importa cuán terminado o no se encuentre, cuando lo crucial es que fue encontrado. En sus entradas caben la fauna y la flora de una isla, la culinaria y la magia práctica, la farmacopea y las peleas de gallos, los bailes populares y los diversos pelajes de la ganadería, los juegos de cartas, las técnicas de construcción de casas... Abundan los pájaros, las hierbas y los palos. Del jagüey se ofrece una explicación botánica y emblemática: «Árbol frondoso que regularmente medra apoyado de otro árbol, cuya vida consume al fin por vigoroso que sea, oprimiéndole con sus vástagos, por lo cual los poetas cubanos moralistas, en sus composiciones, lo presentan con mucha felicidad como emblema de la ingratitud. Da una fruta pequeña parecida al higo». Su definición de güito equivale a un hermoso grabado de la época: «Planta cuyos tallos y hojas son muy flexibles. Se cubre de unas pequeñas florecitas encarnadas que contienen en su cáliz una gota de almidón muy puro y agradable, por lo cual siempre giran en su derredor libándolas mil lindos colibríes». Esos mil lindos colibríes poseen, en una obra de este tipo, una gratuidad encantadora. La definición de majarete, postre hecho de maíz tierno, contiene detalles de su confección, es casi una receta culinaria. Y advierten a quien coma mamey de Santo Domingo: «Su masa es muy agradable cuando está bien madura, aunque debe comerse con precaución porque es muy resinosa y, por consiguiente, de difícil digestión». Los colibríes alrededor del güito, el modo de co-

cinar un majarete o las cautelas al comer mamey de Santo Domingo parecen, más que asuntos de un diccionario, hilachas de la conversación de los cinco caballeros que emprendieron este. Alguna tachadura transcripta despierta hipótesis novelescas. Chico es, según definición, una moneda de taberna, cuarta parte del medio real de plata. Sin embargo, al leerse una palabra tachada, vemos que se trata de una «moneda imaginaria de taberna». Y si resultaba novelesca la moneda de taberna, la moneda imaginaria de taberna es rematadamente novelesca. Otra tachadura, en la definición de un pájaro, brinda pistas políticas. Se nos dice que peorrera es «uno de los pájaros más bellos de la Isla de Cuba por el esmalte de su plumaje», pero la frase lleva tachado el pronombre nuestra al mencionar la isla. En cuestiones así habría que tener, entonces, más cautelas que al comer mamey de Santo Domingo: un pronombre aventurado podría acarrear acusaciones de independentismo. Aparecen voces achacadas a otras tierras. Cada vez que este repertorio afirma que algo es isleño, no es referido a Cuba. Al imaginario cubano le ha costado históricamente entenderse como isla, de manera que isleño es lo relativo a las Canarias. De ciertos términos se dan sus equivalentes en España y México: boniato es, respectivamente, batata y camote. Y también hay distingos regionalistas, pues se avisa que a los «europeos desaciados (sic)» se les apoda cicotudos, por el mal olor de los pies. (Los cinco caballeros del diccionario pondrían europeos, por no poner españoles). Este diccionario encierra un lexicón de la fabricación del azúcar –bancazo, cachaza, cachimbo...– y un lexicón de la vida de los negros, un diccionario de la esclavitud que

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trae cabildo y apalencarse y muleque y mulecón y tango y ranchería y taparrabo... A lo largo de todo el abecedario suena el golpe del látigo en sus diversas modalidades y denominaciones. Fuete (del francés fouet, dice) contra el ganado animal y contra el ganado humano. Y del mismo modo que el olfato discrimina a los europeos, discrimina a los negros por el grajo o hedor de su transpiración. (Esos cinco caballeros acordarían que criollo era, antes que nada, aquel a quien no le apestaran los pies y las axilas). En su estudio introductorio, Armando Chávez Rivera sostiene que el manuscrito del Diccionario de provincialismos de la Isla de Cuba goza de perfecto estado de conservación en la Biblioteca del Congreso, en Washington. Allá está. Este volumen incluye reproducciones fotográficas de media docena de sus páginas. No brinda, sin embargo, detalles imprescindibles luego de casi dos siglos sin noticias acerca de su paradero. «En realidad –afirma Chávez Rivera– los pliegos fueron sometidos a otras travesías y finalmente vendidos en un amasijo de documentos coloniales. Su nuevo propietario dejó constancia de haberlos conseguido por una pequeña suma». Es todo cuanto confiesa al respecto. Chávez Rivera ha considerado innecesario revelar la identidad del nuevo propietario. No dice cuándo y dónde logró hacerse del manuscrito. Alude a otras travesías de estos papeles, pero no adelanta nada de ellas. Y el centenar de páginas del estudio introductorio no informan si el manuscrito pasó de manos de ese comprador innominado a la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos o existió algún que otro coleccionista intermedio. No se nos dice tampoco en qué fecha ingresó el manuscrito en la biblioteca que parece ser su destino deCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

finitivo. Y no es que Chávez Rivera alegue desconocimiento de estos puntos, sino que parece haber descartado su obligación de tratarlos. Y, con ello, desestima la curiosidad del lector. En ausencia de esos datos, puede llegar a imaginarse una comedia de equívocos en la cual lexicógrafos y filólogos lloran por más de un siglo la desaparición de un manuscrito, cuando, en verdad, este se halla a resguardo en una notabilísima biblioteca. El Diccionario de provincialismos de la Isla de Cuba sería, de este modo, una carta robada de Poe. O tal vez no ocurriera de esa forma, no podemos saberlo. En cualquier caso, falta en el libro la narración de un episodio determinante: el hallazgo del manuscrito. Génesis, rescate y reivindicación, reza su subtítulo, pero los datos relativos a su rescate no aparecen en él. Y es un descuido bastante inexplicable cuando, por otra parte, Chávez Rivera trata muy cuidadosamente acerca del contenido de esta obra recuperada. La publicación del Diccionario de provincialismos de la Isla de Cuba constituye un hito en la lexicografía cubana y de la lengua. Supongo que también habrá de serlo para aquellos que estudian las instituciones coloniales cubanas y se interesan por la Real Sociedad Patriótica de La Habana, devenida en Sociedad Económica de Amigos del País. Y resultará un hallazgo precioso para cualquier biógrafo de Domingo del Monte o de los integrantes de su círculo. Las más de 700 voces recogidas en estas páginas ayudan a reconstruir el imaginario de hace un par de siglos y su continuidad hasta el presente. Gracias a ellas, descubrimos que en Cuba una guayaba es, al menos desde 1831, figuradamente una mentira. Y que hacerse el sueco significa desde enton-

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ces –por pocos suecos que hubieran visitado por entonces la isla– eludir las responsabilidades debidas. Una entrada del diccionario avisa que quimbambulas o quimbámbulas es «lugar áspero y fragoso». El topónimo equivale, en recopilaciones más recientes del español en Cuba, a las quimbambas, casa de yuca o del diablo, los quintos infiernos, remanganagua... Pues bien, de esas lejanas Quimbámbulas nos llega este viejo y nuevo diccionario de palabras cubanas. Los cinco caballeros que lo emprendieron reservaron como colofón de su obra una lista de «voces

castellanas corrompidas con las castizas correspondientes». Debieron planearlo así por afán normativo, para velar por el buen estado de la lengua que se hablaba en el país. Y resulta curioso que, en todo el tiempo en que esos legajos anduvieron perdidos u olvidados en una biblioteca, varias de las corrupciones apuntadas consiguieran entrar al Diccionario de la lengua de la Real Academia. Pasaron, de ser voces corrompidas, a ser entendidas como cubanismos –venezolanismos, en algún caso–: miaja, reguilete, humacera, liendra y lagunato... No estuvo mal, por tanto, eso de corromperlas.

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Constantino Bértolo ¿Quiénes somos? 55 libros de la literatura española del siglo xx Periférica, Madrid, 2021 183 páginas, 17.50 €

El espejo del compromiso Por DANIEL B. BRO El título de este libro me intrigó aunque no conocía al autor. Su nombre me sonaba apenas, pero comencé a leerlo y he llegado al final, sin saber quiénes somos o quiénes son los españoles. A mi edad, que es la del autor de este ensayo, no debería hacerme ilusiones. He tenido que buscar en Wikipedia algunos de los escritores que estudia y a algunos de los citados. Aunque llevo años en España, mi historia es del otro lado del Atlántico. El libro comienza con un epígrafe de un profesor a quien, por lo que veo, le ha interesado mucho el marxismo. No es poca cosa. Dice así: «Qué o quién nos lee cuando leemos». Por algo lo habrá puesto Bértolo. Las estructuras o la historia, las costumbres e ideas nos leen, o tal vez alguien, un autor. ¿Quién o qué leerá a Constantino Bértolo? Confieso que la introducción me desconcertó. Juan CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

Carlos Rodríguez, autor del epígrafe, piensa que la literatura es «una manera de decir yo soy», y Bértolo entiende que la «literatura es una de las herramientas que la sociedad utiliza para construir su identidad, un espejo semántico en el que mirarse y reconocerse». Es cierto que en alguna medida eso fue la épica; el poema homérico, por ejemplo. Eran pocos y podían recitarse al anochecer los asuntos de Troya o el periplo de Ulises. Es dudoso que un poeta o un novelista escriba para decir yo soy. Al menos, no después de los veinte años, aunque todo lo que hacemos nos afirme en alguna medida. ¿Homero escribió para decir yo soy? ¿Quién fue Homero? ¿Quién Shakespeare? Si la sociedad convierte en herramienta la obra literaria, esta será un instrumento. ¿Cuál es esa realidad que llamamos sociedad y cons-

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truye su identidad con la obra de Cernuda o Guillén? ¿Quién sabe de memoria sus poemas o incluso de los poemas de Antonio Machado no cantados por Serrat? ¿Quién lee poesía? ¿Solo ellos son la herramienta de la sociedad que construye su identidad? ¿Es la poesía un «espejo semántico en el que mirarse»? La semántica atiende a los significados del lenguaje, pero ¿qué ocurre con lo simbólico, con la forma y todos los demás elementos estéticos? Me froté los ojos. Bértolo está interesado en la capacidad de ciertos libros «para intervenir directamente no en la realidad histórica sino en su relato, en la narración que subyace a modo de subjetividad colectiva en toda comunidad». Por lo tanto, se dispone a establecer una «conversación dialéctica», lo que no quiere decir que sea un diálogo con otros lectores porque esta dialéctica que menciona, la «confrontación entre tesis y antítesis que protagonizan de modo alternativo cada una de esas narraciones, da lugar a una síntesis dinámica». Este es el modo hegeliano, la negatividad del pensamiento, que dio como resultado un frenesí abstracto, es decir, que la literatura es una herramienta para hacer de la narración que subyace a la subjetividad colectiva (sea lo que sea esto) una búsqueda sintética por superación, no por aceptación de las contradicciones de lo real (su subjetividad y la mía, que significan individualidad). La literatura es para Bértolo un espejo –idea de Stendhal– «en continua evolución y transformación». No es lo mismo el espejo Quevedo que el espejo Baroja. El libro espejo refleja, de esta o aquella manera, su tiempo, y la sociedad se ve en él y, con agrado o inquietud, se reconoce: al fin y al cabo, soy yo, somos nosotros. Nuestro autor considera que «la literatura es un servicio público, un arte con vocación

de intervenir en la esfera pública democrática». Bendito sea Dios. Yo no he escrito nunca un poema ni una novela, pero ¿me pondría a escribir una obra con conciencia de «servicio público»? ¿El joven poeta que escribió Don de la ebriedad, Claudio Rodríguez, sentía que era un acto de servicio público y que esa necesidad de expresarse –luego de ser– se identificaba con una «vocación de intervenir en la esfera pública democrática»? ¿Ezra Pound, que era un raro fascista, se pensó o sintió así? No lo creo, pero tal vez no cuenten para nuestro autor, porque él ya nos ha dicho que su modo es dialéctico, va a por la síntesis que se renueva, una revolución continua o pendiente. Este libro está formado por cincuenta y cinco pequeños comentarios de otras tantas obras españolas del siglo xx, en español. ¿Por qué? Bueno, por algún lado hay que cortar el espejo, y este es de medio cuerpo. Que has escrito en catalán y te llamas Josep Pla, pues te quedas fuera de este intento de comprender qué es España y la sociedad española que se mira en su obra. O qué sea la literatura. Yo, como soy rioplatense, supongo que tengo que conformarme con ser un espectador de estos espejos y sus historias. Una sociedad reconoce su identidad en su literatura –¿qué ocurrirá si uno lee con fascinación literatura china o rusa?– y a la vez la subvierte incidiendo, con la mencionada vocación, en la esfera democrática. Pero estas breves notas, que a veces son impresionistas y van de un párrafo pretendidamente conceptual a cierres con frases tipo «No se lo pierdan», aspiran a ser un ensayo sobre el entendimiento y el sentido de esa larga pregunta sobre lo que llamamos literatura. Y ello dedicando dos o tres páginas a cada autor, y queriendo ignorar que han

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existido Valéry, T. S. Eliot, Northrop Frye, Marcel Brion, George Steiner, Auerbach, Borges... El libro comienza con Azorín y termina con Julián Rodríguez, es decir, se inicia con el siglo xx y acaba al principio del xxi. Muchos de los autores o de las obras elegidas –una por autor– son olvidables o están olvidadas, con lo cual se viene abajo, si alguna vez estuvo arriba, la idea de espejo y voluntad social de reconocimiento, identidad, etcétera. ¿Quién ha leído Évame de Carlos Oroza o El grito inútil de Ángela Figuera o Las pistolas de Félix Rotaeta o Días de llamas de Juan Iturralde o El tintero de Carlos Muñiz o Los enanos de Concha Alós o La mina de Armando López Salinas? No niego la pertinencia de un estudio de estas obras y su recepción, pero ¿qué espejo es este en el que el autor quiere ver a la España del siglo pasado? Un pequeño manojo de conceptos se repite desde el comienzo: revolución, lucha de clases, plusvalía, clase obrera. Aunque obviamente historicista –vía el marxismo–, Bértolo no siempre da las fechas de publicación de los libros que comenta, y no es igual que un libro se publique en 1912 o 1924. Ha elegido generalmente novelas pero también a poetas y uno que otro ensayo. Veamos solo algunos momentos, a ver si pueden arrojar cierto entendimiento sobre el sentido de la literatura, y de la historia, claro. Me extraña que hablando de Campos de Castilla de Machado, con los intérpretes que ha tenido, cite solo a Olvido García Valdés, «también poeta, y de las grandes». Este tipo de expresiones delata un cierto provincianismo, de guiño a la platea o al Whatsapp. Cita unos versos de Machado, describe la Castilla que pintó el poeta y se despide diciendo que esa Castilla ya no existe, que en realidad fue un mito CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

y que, aunque hay quienes piensan que la poesía de Machado es aburrida, el aburrimiento «es el lugar del que para salir hay que ser capaz de imaginar». Sigamos. No sé por qué en el espacio dedicado a Juan Ramón Jiménez sentencia que «toda antología es la foto fija de un largo camino sin vuelta de hoja». Hay muchas frases así en este libro –del que acabo de escuchar en la radio que es la obra de uno de nuestros mejores críticos y editores–. Una antología es el resultado de la elección parcial de un material previo. Obsesionado por los espejos y los caminos, Bértolo la ve como una foto fija. El caso es que todos hacemos antologías: de músicas, de instantes, de libros. Su libro es una antología. El camino no se da nunca entero. Tras citar este y aquel verso nos revela que la poesía española no sería la misma «si no hubiese pasado por su voz», una frase de manual de bachiller. Llegamos a La deshumanización del arte de Ortega y encontramos más chicha, porque ahí ve que el pensador madrileño, según él, trató de «tranquilizar a la aristocracia del espíritu». Piensa Bértolo que Ortega defendía la eliminación de los elementos humanos, pasionales, propios de la tradición romántica, de la obra literaria, apostando por el concepto de autonomía del arte, es decir, por la nueva sensibilidad del arte vanguardista que había desplazado su atención hacia el lenguaje y la forma. Sospecha de las «instancias legisladoras sobre qué es arte», vale decir de las intenciones del filósofo, al que considera opuesto al realismo. Me sorprende que no vea que ese libro trató de comprender el arte de vanguardia, de definirlo, y, para ello, observó cómo en el xix hay una tensión no siempre resuelta entre las pasiones y las formas, como la hubo en el expresionismo. No, Ortega no estaba a fa-

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vor de ese «arte deshumanizado». Él mismo dice que no pretende «ensalzar esta manera nueva de arte, y menos denigrar la usada en el último siglo. Me limito a filiarlas». Y al final del libro remacha: «Se dirá que el arte no ha producido hasta ahora nada que merezca la pena, y yo ando muy cerca de pensar lo mismo». Señala Ortega que tal vez haya otro camino para el arte «que no sea este deshumanizador ni reitere las vías usadas y abusadas». Bértolo ha leído con prejuicio a Ortega. Lo ha leído mal. Para colmo lo opone a El nuevo romanticismo, de José Díaz Fernández. Si en el texto de Ortega se propiciaba una literatura de vanguardia «deshumanizada», afirma Bértolo con tozudez, Fernández busca, según nuestro autor, «eso que las masas aportan, la revolución», algo que encarna en la novela El blocao, incardinada en el espíritu de los escritores revolucionarios rusos. Constantino Bértolo hace que Lorca escriba en Poeta en Nueva York «contra la dictadura del trabajo asalariado» –leer para creer–; nos enseña con Joaquín Arderíus que «narrar, imaginar, consiste en ordenar, legislar sobre escenas y palabras a fin de transmitir lo que se quiere contar». Como ven, tiene muy claro lo que debe ser la literatura: «un servicio público». ¿Cervantes tenía muy claro lo que quería contar en el Quijote? El centro de este libro es, en realidad, la Guerra

Civil y dos bandos, la derecha y la izquierda, y de esta última, la revolucionaria, que es la verdadera. Afirma Bértolo que la guerra española fue civil y revolucionaria. Parece querer decir que el Partido Comunista, apenas existente en la República, quiso hacer la revolución, no defender la democracia, ¿no? Al fin y al cabo, la república es parlamentaria, la representación se debe a los votos y, por lo tanto, puede legislar un partido conservador sin dejar de ser república. La república no es sinónimo de revolución, de dictadura del proletariado, del fin de la propiedad privada, de que el empresario no sea el dueño de la plusvalía, que es el grueso de lo que a Bértolo parece preocuparle en su propuesta de lectura de la literatura española del siglo xx. No me extiendo más porque las citas podrían ser crueles y, finalmente, este libro no es sino un conjunto caprichoso y pretencioso que se apoya en la vieja visión de la historia del marxismo revolucionario. Entre los nombres que no conocía está el de Belén Gopegui, a quien dedica un capítulo. No lo hay sobre Torrente Ballester, Muñoz Molina, Vila-Matas, José Ángel Valente, Dámaso Alonso, Claudio Rodríguez, Luis Cernuda, Almudena Grandes, etcétera. ¿Quiénes somos? ¿Quién es? En fin, busco en internet y resulta que la novelista Gopegui, que mi ignorancia argentina obviaba, es su esposa...

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DOSIER LA MOVIDA, CUARENTA AÑOS DESPUÉS Coordinan Fernando Díaz Ruiz y Lidia Morales Benito

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Antonio López Vega, José Balza Martínez de Pisón Miguel Durán Díaz-Tejeiro, Cristian Crusat, Juan Fernando Valenzuela


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