Cuadernos Hispanoamericanos. Número 844. (Octubre 2020)

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N.º 844 Octubre 2020 MINISTERIO DE ASUNTOS EXTERIORES, UNIÓN EUROPEA Y COOPERACIÓN

CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

Precio: 5 €

N.º 844

Octubre 2020

C UA DE R N O S HISPANOAMERICANOS

PUNTO DE VISTA

ENTREVISTA

MESA REVUELTA

Andrés Sánchez Robayna Francisco Fuster José María Herrera Sebastián Gámez Millán, Gustavo Guerrero

Basilio Sánchez

Ricardo Menéndez Salmón y Cristian Crusat José Balza


Fotografía de portada © Lola García Moretón

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Edita MAEC, Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación AECID, Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo

Ministra de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación Arancha González Laya Secretario de Estado de Cooperación Internacional y para Iberoamérica Juan Pablo de Laiglesia y González de Peredo Director de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Magdy Martínez Solimán Director de Relaciones Culturales y Científicas Guzmán Palacios Fernández Jefe del Departamento de Cooperación y Promoción Cultural Pablo Platas Casteleiro CUADERNOS HISPANOAMERICANOS, fundada en 1948, ha sido dirigida sucesivamente por Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales, José Antonio Maravall, Félix Grande, Blas Matamoro y Benjamín Prado. Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLA Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca. La revista puede consultarse en: www.cervantesvirtual.com www.cuadernoshispanoamericanos.com


N.º 844

CUA DE R NO S HISPANOAMERICANOS

punto de vista

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Andrés Sánchez Robayna – Cavilaciones al atardecer Francisco Fuster – Joaquín Sorolla y la Generación del 98 José María Herrera – Milan Kundera y el humor Sebastián Gámez Millán – Harold Bloom y la literatura universal Gustavo Guerrero – Rubén Darío y Góngora: ampliación del campo de batalla

entrevista

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Michelle Roche Rodríguez – Basilio Sánchez: «Los poemas no se escriben en las ciudades, sino fuera de ellas»

mesa revuelta

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Ricardo Menéndez Salmón y Cristian Crusat – Prosa del mundo, poesía de lo pertinente. Un diálogo sobre W. G. Sebald José Balza – Poetas desde la isla: Elsa López y Ricardo Hernández Bravo

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biblioteca

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Gerardo Fernández Fe – El perreo postcomunista Gustavo Valle – El cangrejo ermitaño, de Arturo Gutiérrez Plaza Mario Martín Gijón – Elegía y expiación Álvaro Valverde – Diario de un poeta recién casado cumple cien años Julio César Galán – Ventanas al mar: Masoliver Ródenas en sus memorias Juan Ángel Juristo – Los modos del cazador solitario Juan Marqués – La vigencia de la intimidad Isabel de Armas – Femme. Larga lucha de una acción colectiva


Cavilaciones al atardecer Por Andrés Sánchez Robayna


Lo expresó con toda claridad Voltaire: «El secreto de aburrir consiste en decirlo todo». La excelencia del callar es evidente. Mejor dicho: es audible. Esta mañana, en el jardín, quitando malas hierbas he arrancado una mata cuya raíz se había arrastrado más de medio metro por debajo de la malla antihierbas en busca de la luz. Qué tentador el formular aquí analogías de todo tipo. ¿O no es el nuestro, al fin, un mundo heliotrópico, un mundo que sólo halla seguridad y aliento en y por la luz? «No se trata de hablar, no se trata de callar; se trata de abrir algo entre la palabra y el silencio» (Roberto Juarroz). Mi recuerdo de infancia más antiguo es, por supuesto, confuso. Estoy solo en casa, todos han salido, miro el techo del cuarto en la oscuridad (es de noche). De pronto escucho una tonada, muy simple (me asombra el hecho de que aún la recuerde con absoluta nitidez y que pueda tararearla como si la hubiera escuchado hace sólo unos minutos). No sabría decir si esa tonada era para mí alegre o triste: hoy tiendo a ver en ella una cualidad melancólica (no necesariamente triste) y, en todo caso, apaciguadora; tanto lo era, que estaría dispuesto a interpretarla como mi primera sensación mística: la tonada se fundía con la noche, era la noche, era yo mismo, todo se volvía indistinguible, era la Unidad. Veamos. ¿Por qué se trata para mí hoy de un recuerdo confuso? Es improbable que yo estuviera solo (cosa inverosímil, conociendo a mis padres). Por otra parte, ¿hasta qué punto puedo asegurar que la tonada que ha retenido mi memoria es exactamente la que oí entonces? Bien podría ser que la inventara yo mismo para combatir o atenuar mi soledad. Por lo demás, ignoro, en el caso de que la tonada fuera real, patentemente sonora, y no un fruto de mi imaginación o de mi miedo, de dónde podía proceder el sonido en plena noche: ¿de una radio, de un campanario cercano, de algún vecino? Las incógnitas se me acumulan, hasta el punto de convertir mi recuerdo en casi una fantasía de la memoria. De hecho, lo que interpreto como emoción mística no fue tal vez sino una sensación profunda de extrañeza, de extrañamiento del mundo circundante en relación con la conciencia, en el entresueño. Y sin embargo Lo que queda, para mí, es la sensación. Esta sí que fue real. Fue, de hecho, lo único real. Realidad de la emoción, irrealidad del mundo. * 3

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Una sola pieza de Bach despierta más fervor religioso que todos los tratados teológicos juntos. Nuestras primeras experiencias profundas del arte no nos abandonan nunca: de un modo u otro se las arreglan para permanecer en nosotros. Las meninas es un buen ejemplo de ello. ¿Cuántas veces ha sido trasladado de sala ese cuadro en el Museo del Prado? No sería difícil averiguarlo, pero en realidad este dato apenas me interesa ahora. Cuando yo lo vi por primera vez, a los catorce años, el cuadro estaba en una sala no demasiado grande con un gran espejo. La sensación que tuve entonces no se me olvidará nunca. El pequeño grupo del que yo formaba parte entró en la sala, y un guía del museo nos dijo entonces que podíamos ver el cuadro tanto directamente como reflejado en el espejo. Es difícil describir qué sucedió. ¿Puede decirlo alguien ante esa obra? Un célebre pintor de hoy, que también vio el cuadro en la sala del espejo, lo ha expresado así: «Al entrar al cuarto uno sentía que estaba entrando al cuadro». Es cierto. Era una experiencia que sólo Las meninas proporciona, me parece. Por mucho que contemplar esa pintura en su sala actual siga siendo una experiencia única, el efecto, en la antigua sala del espejo, era distinto. El espectador, lo sabemos, mira el cuadro en el mismo lugar desde el cual se supone que nos miran los reyes reflejados en el espejo; el espectador, en definitiva, forma parte del cuadro, es una parte de él, y una parte fundamental. No se trata sólo de la «reciprocidad» de las miradas del pintor y el espectador de la que habla Foucault. Lo que está pintando Velázquez (que no puede verse) no es otra cosa que las propias meninas. El espectador mira a todas las personas que están en el cuadro y ellas (no sólo el pintor) lo miran a él. Velázquez pintó el acto de pintar y también el acto de ver. Y eso –esa magia– podía percibirse mucho mejor en la antigua sala con el espejo. Hay que tener en cuenta, por otra parte, que la ubicación originaria del cuadro, el despacho de verano de Felipe IV en el Alcázar de Madrid, tenía varios espejos alrededor, según se ha podido saber. Sin necesidad de trasladar de nuevo el cuadro, ¿por qué no habilitar en alguna parte del Prado una sala pedagógica en la que, con tecnología de reproducción digital, se propusiera de nuevo aquella experiencia? Aunque para otros fines, sé que esa tecnología se ha usado ya en distintos países con pinturas históricas. Estoy convencido de que mi experiencia, a los catorce años, como espectador de Las meninas en la sala del espejo me hizo entender mejor, algún tiempo después, ciertos valores del Quijote: sus «magias parciales», para decirlo con la expresión de Borges. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Esas magias se habían adelantado en varios decenios a las magias no menos seductoras de Velázquez. * De nuevo sobre la tensión, y hasta la dialéctica, entre palabra y silencio. Hay situaciones, momentos, asuntos en relación con los cuales no es justo callar. Son todos aquellos casos en los que está en juego la dignidad, la esencia de la condición humana. El ejemplo más terrible es, seguramente, el de los campos de concentración nazis y soviéticos. «No es lícito olvidar, no es lícito callar. Si nosotros callamos, ¿quién hablará?», escribió Primo Levi en 1955 con palabras que resonarán para siempre en la historia y en nuestra conciencia de la historia. No es posible el silencio, no es digno. Pero, ¿y si el silencio fuera, paradójicamente, la última forma de la dignidad? En una parábola memorable, Albert Camus contó el caso del prisionero que, de milagro, vuelve del campo de concentración. Habla sólo una vez y luego se entrega al silencio, no habla del asunto nunca más. «Todo lo humano –fue lo último que dijo– me produce horror». La lectura como refugio, o más bien la sensación de refugio que proporciona la lectura. «Llueve. Estoy acurrucado / en los estantes de mi biblioteca»: cuántas veces no me habré acordado de estos versos de Alonso Quesada, y cuántas veces no habré añorado, en situaciones difíciles, encontrarme tranquilamente en casa, sumido en la lectura, en esa sensación de otredad, de transformación de uno mismo en la intimidad o la interiorización de lo escrito. Hay un bello libro en el que el fotógrafo húngaro André Kertész recogió imágenes, captadas a lo largo de toda su vida, de personas que leen, en las situaciones más insólitas, y en todas ellas puede observarse cómo el aparente ensimismamiento no es sino la capa externa de la otredad (de la aventura en busca del otro). Es esto lo que parecen decir una y otra vez, en la pintura holandesa del xvii, las imágenes, muy numerosas, de mujeres que leen: están allí, sin duda, pero en un allí que es, al mismo tiempo, otro lugar. Por ejemplo: la maravillosa tela Mujer leyendo, de Pieter Janssens Elinga. También en la pintura moderna: qué difícil escoger un solo ejemplo; Compartment C, Car 293, del norteamericano Edward Hopper, pongamos. En la poesía de su compatriota Wallace Stevens, tan influida por la pintura, hay muchos lectores. Una de sus más bellas piezas se titula «El mundo estaba en calma y la casa en silencio», y habla de un lector que se queda leyendo hasta tar5

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de una noche de verano. El lector acaba convirtiéndose en el libro («the reader became the book»), es decir, acaba metamorfoseándose en aquello que lee. Es difícil expresarlo mejor. Esa imagen se nos queda en la retina mental: una imagen ya imborrable. * Lo bello: «una fruta que se mira sin extender la mano, una desgracia que se acepta sin retroceder» (Simone Weil). Hasta hace poco, el nombre de Clara Westhoff, naturalmente, ha estado para mí unido de manera indisociable a Rilke, como supongo que lo ha estado para buena parte de quienes se interesan por los fundamentos de la cultura europea del siglo xx. Westhoff fue una escultora y pintora notable, con una producción poco difundida en su época y que sólo en estos últimos años ha empezado a ser valorada. Su matrimonio con Rilke en 1901 determinó su vida, a pesar de que no convivieron demasiado tiempo. Cualquiera que haya leído el epistolario de Rilke, como yo lo hice por primera vez cuando era muy joven, no olvida fácilmente las cartas dirigidas a Clara, algunas de ellas muy extensas y escritas a lo largo de varios días, por la misma época, además, en que aconsejaba al «joven poeta» Franz Xaver Kappus con palabras que el tiempo volvería famosas. No se olvidan así como así, por supuesto, esa encendida defensa de la soledad, la soledad creadora, o su exaltación del trabajo («Cada cual debe encontrar en su trabajo el centro de su vida –le escribe a Clara desde Viareggio en 1903–. Y desde allí puede crecer irradiando, hasta donde llegue»), y tampoco su tono, entre el fervor y el más reconcentrado ascetismo. Leer recomendaciones como ésas en un determinado momento de la vida, cuando se empieza a escribir y una vocación aprende a afianzarse entre no sé cuántas perplejidades e incertidumbres, hace que se queden en la mente de manera imborrable, no en su literalidad, sino en su intención y su espíritu. Conocí un poco más de cerca ese espíritu cuando visité, muchos años después, la colonia de artistas de Worpswede, en el norte de Alemania, a escasos kilómetros de Bremen. En mis notas de entonces apunté que aquella comunidad de jóvenes artistas y escritores, sobre la que Rilke publicó una monografía en 1903, me parecía admirable desde todos los puntos de vista. Me hizo pensar no sólo en el modelo francés de Barbizon, su inspiradora, sino también en la Bauhaus o incluso en la norteamericana del Black Mountain College, situada esta, por cierto, como la de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Worpswede, en un área rural aislada. Esos grupos o comunidades no eran solamente una alternativa al arte oficial –una expresión de rebeldía y disidencia, diríamos–, sino también una forma de vida. No conviene, sin embargo, llevar las analogías demasiado lejos: se trata de realidades muy distintas. La colonia de Worpswede, de la que formaban parte Rilke y su esposa, tiene para mí el atractivo especial de la presencia en ella de Paula Modersohn-Becker, la destinataria del «Requiem por una amiga», uno de los poemas más bellos de Rilke, que un día me atreví a leer públicamente en una exposición dedicada a los dibujos y la obra gráfica de esa asociación de artistas. La visita a la casona de Worpswede me impresionó: era como contrastar imágenes muy arraigadas en mí con su realidad más palpable. Entre aquellas paredes, tras la pequeña escalera de acceso (por pequeña que fuera, una ascensión, al fin y al cabo) estaban pinturas, esculturas, muebles de época y un aire inconfundible que el pequeño museo que es hoy la casona no ha logrado borrar completamente. Todas estas imágenes no se me acumularían ahora si no las hubieran puesto ante mí, de modo casi abrupto, algunas páginas de un libro que leo en este momento, Encuentros y diálogos con Martin Heidegger, de Heinrich Wiegand Petzet. Heidegger, interesado siempre por la poesía, consideró que conocer a la viuda de Rilke era una oportunidad única para acercarse más estrechamente tanto a la persona y la obra del poeta como a su tiempo histórico y artístico. No se equivocaba, por supuesto, pero encontró también algo que no esperaba. El encuentro tuvo lugar en 1951, en casa de ella. A Heidegger, aclara Petzet, «no le interesaba tanto conocer a la artista (cuya obra entonces desconocía), sino a la mujer del poeta, que ella nunca había dejado de ser, tanto en la proximidad como a la distancia». La sorpresa del filósofo fue mayúscula: no sólo encontró a una mujer de una personalidad muy marcada y atrayente, sino también a una verdadera artista, dotada de una memoria poderosa. Vestida con una túnica blanca (¿no era ella, al fin y al cabo, hija de la época de Isadora Duncan?), evocaba con claridad absoluta los tiempos de Worpswede, los días de París junto a su esposo, la lectura que en esta ciudad hicieron ambos de la obra de Kierkegaard, la cercanía de Rodin, de quien ella se consideraba discípula Clara Westhoff quedó, a su vez, encandilada por la figura del autor de Ser y tiempo, quien, fiel a sus hábitos, había solicitado hacer su siesta de costumbre después de la comida frugal y modesta servida en la cocina. Ya a la hora del té, la conversación 7

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se reanudó de manera muy animada, hablando sobre antiguos conocidos en común, sobre el arte de Maillol En un aparte, Clara le comenta a Petzet con admiración lo mucho que el filósofo sabía sobre París y sobre los viejos tiempos. Y hasta le trae suerte: Heidegger ha encontrado sin querer, precisamente dentro de un tomito de Kierkegaard que ha tomado del estante, un poema de Rilke escrito por aquellos días y que ella no lograba localizar, dándolo ya casi por perdido. ¿Qué más podían pedir ambos de ese encuentro? En suma: el filósofo y la artista se entienden de maravilla y se tratan como si fueran dos viejos amigos que no se veían desde hacía tiempo. Petzet tiene la cortesía de incluir en el libro una foto personal de Clara Westhoff, tomada, me parece, en fechas no lejanas a la del encuentro con Heidegger. Su rostro delgado y enérgico de facciones graves no deja de traslucir también cierta dulzura. Tiene el largo cabello blanco anudado en parte sobre la nuca y luce una media sonrisa, con la mirada de ojos azul celeste puesta sobre algo que está fuera de nuestro campo visual. Al despedirse, el filósofo y la artista muestran cierta tristeza. De vuelta a Bremen, en el coche, Heidegger le comenta a su amigo: «¡Petzet, con esta mujer yo también me hubiera casado!». Clara Westhoff murió apenas tres años después de ese encuentro (la hija de Westhoff y Rilke, Ruth, falleció en 1972). Vuelvo a las cartas de Rilke a Clara: me sigue asombrando el cúmulo de imágenes que han quedado en mí, tanto de los tres –padre, madre e hija– como de la colonia de Worpswede. ¿Se debe eso a la capacidad del poeta para fijar en la mente imágenes visuales? Tal vez, pero sin duda también a la capacidad de la mente para absorber esas imágenes en un momento preciso de la vida. En mi caso eso ocurrió en mi primerísima juventud. Sucesivas lecturas de las cartas de Rilke no han hecho sino confirmármelo una y otra vez. A vueltas con la lectura, ahora y siempre. No lo olvides: un poema no se lee, un poema se oye. «Un punto azul pálido». Así llamó el astrofísico Carl Sagan (cuyos programas televisivos de divulgación científica seguí, fascinado, en su día) a la foto del planeta Tierra tomada desde el borde más extremo de los astros del Sistema Solar. Pale blue dot. Eso era –eso es– nuestro planeta contemplado a más de seis mil millones de kilómetros de distancia. La foto fue realizada el 14 de febrero de 1990 por la sonda Voyager I cuando rozaba la órbita de Plutón. Esa foto, de la que vuelve a hablarse ahora –cuando el proyecto Telescopio del Horizonte de Sucesos ha podido captar la imaCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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gen de un agujero negro y de su entorno vertiginoso–, fue según parece un empeño personal de Sagan, que convenció a la NASA para que nos proporcionase un documento sin relevancia científica pero de extraordinaria trascendencia ética. Se trataba de poseer un testimonio gráfico de algo que el ser humano ha venido intuyendo desde hace milenios: su lugar insignificante en el cosmos, y eso ya desde la astronomía más antigua del mundo, la sumeria. Y desde los sumerios hasta el momento presente, en el que nos inquietan los agujeros negros. Leo en el periódico de hoy que «la inmensidad supermasiva [del agujero negro descubierto] está en la galaxia Messier 87, a 55 millones de años luz de la Tierra, con un volumen de 6.200 millones de masas solares». Las distancias y las cifras nos asustan. La NASA añade: «Un monstruo. Todo lo que cruce el horizonte de sucesos se consumirá, nunca volverá a emerger debido a la inimaginable y fuerte gravedad del agujero negro». El punto azul pálido es, sí, una lección de ética. ¿Debemos llamarla acaso una «ética cósmica»? Tal vez el nombre no importe, sino el hecho de que el ser humano difícilmente sabrá aprender esa lección. El poeta Joan Brossa supo decir todo esto, y mucho más, en un breve poema de 1950 titulado «Noche»: Más allá del espacio que percibimos brilla una multitud innumerable de mundos semejantes al nuestro. Todos giran y se mueven. Treinta y siete millones de tierras. Nueve millones quinientas mil lunas. Pienso con espanto en distancias incalculables y en millones de globos muertos alrededor de soles ya apagados. Medito sobre el orgullo. ¿Qué ocurre más allá de los astros? El suelo está regado. Una mujer da un beso a una niña. Hoy la cena ha sido espléndida. Se oye tocar un manubrio. Hay un espejo colgado en la pared. Entrad, entrad, la puerta está abierta. Afuera pasan un pastor y un trapero. Carl Sagan fue a su vez muy elocuente: Mira ese punto. Eso es aquí. Eso es nuestro hogar. Eso somos nosotros. En él, todos los que amas, todos los que conoces, todos los que 9

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alguna vez escuchaste, cada ser humano que ha existido, vivió su vida. La suma de todas nuestras alegrías y sufrimientos, miles de religiones seguras de sí mismas, ideologías y doctrinas económicas, cada cazador y recolector, cada héroe y cobarde, cada creador y destructor de civilizaciones, cada rey y campesino, cada joven pareja enamorada, cada madre y padre, niño esperanzado, inventor y explorador, cada maestro de la moral, cada político corrupto, cada «superestrella», cada «líder supremo», cada santo y pecador en la historia de nuestra especie, vivió ahí, en una mota de polvo suspendida en un rayo de sol. Sí, hay que aprender a amar ese punto azul, esa mota de polvo. Con firmeza pero también con humildad, como lo dice el poema de Brossa, para quien pensar en la inmensidad cósmica significa necesariamente meditar sobre el orgullo. Para el poeta hay una correspondencia entre todas las notas de la música de la vida. Porque nacemos, crecemos y morimos en este mundo azul. En este pequeño, insignificante punto azul pálido. * Ahora que ya todos están muertos (José Lezama Lima, José Rodríguez Feo, Severo Sarduy, lo mismo que, seguramente, los comisarios políticos que estuvieron siempre para mí en una especie de penumbra y cuyos nombres nunca llegué a conocer), no sé si la palabra «nostalgia» es la que corresponde a mis sentimientos de hoy. Nunca ha dejado de haber en mí, sin embargo, mucha admiración hacia algunas de aquellas personas, unas personas a las que quise mucho y que hoy no dejo de extrañar. A mediados del decenio de 1980, un congreso internacional reunía en Santa Cruz de Tenerife a numerosos escritores de lengua española. Conociendo a sus organizadores, y por razones que sería demasiado prolijo explicar aquí, rechacé la invitación a participar en el congreso y tuve, también, especial cuidado en guardar respecto a él la mayor distancia posible. Pero las cosas no salieron del todo a mi gusto. Un buen día, antes de las ocho de la mañana, sonó el teléfono de casa. Confundido por la hora y por el carácter de la llamada, tuve un momento de extrañeza. Al otro lado de la línea telefónica, la voz no tardó en identificarse: «Andrés, soy José Rodríguez Feo y estoy en Tenerife para participar en el congreso de escritores del que estarás informado. Me gustaría mucho verte. He leído tu poesía. Tenemos amigos comunes y muchas cosas CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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de que hablar». Después de unos instantes de perplejidad, en los que él notó sin duda mi nerviosismo, le hice saber mi sorpresa y, al mismo tiempo, mi júbilo por su llamada. Mi interlocutor no pareció sorprenderse cuando le dije que yo ignoraba su presencia en el congreso, y que él era para mí, sin exageración, un nombre casi mítico. Estaba ligado a dos poetas que yo admiraba profundamente: el norteamericano Wallace Stevens, y su compatriota José Lezama Lima, con quien había codirigido la legendaria revista Orígenes. «Precisamente por eso te llamo, entre otras cosas. Me gustaría que charláramos». Sin salir del todo de mi confusión, accedí muy complacido al encuentro. Le propuse que nos viéramos al día siguiente, a ser posible fuera del marco del congreso, en una comida a la que yo lo invitaba muy gustosamente, algo que me permitiría, además, mostrarle algún que otro lugar de la isla que tal vez de otro modo no iba a tener ocasión de visitar. Estuvo de acuerdo, salvo en lo relativo a la comida fuera del hotel. «Chico, nos podríamos ver aquí mismo, se come muy bien, este es un gran hotel» (lo era). Insistí (yo deseaba mantenerme alejado del congreso y realizar alguna excursión). Pero él insistió a su vez, con argumentos, a mi juicio, poco convincentes. Consideré un gesto de cortesía, no obstante, ceder: nos veríamos, por sugerencia suya, hacia las siete de la tarde, en el hotel donde se alojaban él y todos los demás congresistas. Y allí estaba yo a la hora acordada, puntualísimo. Rodríguez Feo me esperaba esperando: un sexagenario delgado, no muy alto, simpático, con esa efusividad típica de la mejor cubanía. Me hizo pasar inmediatamente al bar del hotel desde el que se divisaban una amplia terraza, los cuidados jardines y la piscina. La conversación no tardó en ramificarse casi infinitamente: sus años en Harvard, donde había estudiado, Stephen Spender, los gallos del pintor Mariano (de padre canario), la madre de José Martí (también canaria), los veranos en Middlebury College, mis preferencias literarias, su amor por el teatro y no sé cuántas cosas más. Llegado un momento, la conversación recayó en los puntos que más me interesaban. Le hice saber mi pasión por la poesía de Wallace Stevens, que traduje a lo largo de varios años, y le pregunté cómo era la persona, cómo resultaba en la distancia corta. Era, me dijo, encantador. Tenía aire de oficinista pero bajo su aspecto convencional se ocultaba un hombre muy refinado. Coleccionaba pintura y una de sus obras preferidas era un cuadro de Mariano, que tenía colgado en su dormitorio. Había estado en Cuba y gustaba mucho de las cosas cubanas, algo que yo sabía ya y que se ve claramente en poemas como el exquisito 11

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«Academic Discourse at Havana», entre otros. Su libro de 1947 Transport to Summer incluye, por lo demás, el bello y enigmático «A Word with José Rodríguez Feo». Él mismo, por otra parte, había traducido para Orígenes el poema «Attempt to Discover Life», que alude al famoso balneario de San Miguel de los Baños, localidad conocida en su día como «El paraíso de Cuba» ¿Cómo no congeniar con una persona, con un poeta así?, me dijo. Pero lo consideraba, añadió, «en el fondo, un puritano, y eso no me gustaba. Chocaba conmigo, un caribeño fogoso». Todavía hoy me pregunto qué quiso Rodríguez Feo decir con eso. Sigo sin explicármelo. Tal vez hablaba sólo de la persona: estricta, reservada. Porque lo cierto es que los poemas de Stevens rebosan sensualidad. Desde unas mesas cercanas nos observaban algunos congresistas: sus compañeros de la delegación cubana, a los que él miraba también de reojo de vez en cuando. ¿Lezama? Notó enseguida cuánto deseaba yo que me hablara de su amigo. Las anécdotas sobre el autor de Paradiso se sucedían, todas ellas extremadamente simpáticas y que refutaban por completo la imagen algo solemne y apabullante que tenía para muchos. Yo conocía muy bien la historia de la ruptura de Lezama y Rodríguez Feo en relación con la revista Orígenes, sus enfados y distancias, que llevaron a Rodríguez Feo a fundar otra revista, Ciclón. Ningún rencor, ningún resentimiento había ahora en sus palabras; todo lo contrario: un afecto indeleble, una larga añoranza... Interrumpió de pronto nuestra charla y me pidió que esperara un momento: debía subir a su habitación unos minutos. Regresó enseguida con una bolsa en la mano, que me entregó con la mayor discreción y me pidió que no abriera sino al llegar a mi casa. Todavía quedaba, sin embargo, algo más. Se veía obligado a comentarme un asunto importante. «Sé que vas a ver dentro de unos días, en el Festival Europalia de Bruselas, a Severo Sarduy. Quiero solicitarte un encargo. Ya me dirás tú, buenamente. Quiero que le transmitas un mensaje. Puede volver a Cuba sin problema alguno. Será recibido y tratado como el gran escritor que es. El gobierno cubano tiene especial interés en esto. ¿Puedes decírselo?». Al principio me extrañó que conociera con tanta exactitud mis movimientos próximos, pero luego pensé que, al fin y al cabo, el programa del festival belga se había hecho público semanas atrás. Más incómodo me resultó el tipo de mensaje del que yo iba a ser portador (y portador oral). ¿Por qué no se le hacía directamente a Sarduy? ¿Tenía ese mensaje un significado que yo ignoraba? ¿Era un mensaje oficial, político? No podía, sin CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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embargo, negarme a llevar al autor de Cobra un anuncio que tanta importancia iba a tener sin duda para él, para su familia (toda ella aún en Cuba) y para la difusión de su obra en su país natal, donde solamente circulaba de manera clandestina. La conversación continuó todavía un poco más, animada con una última copa. Se despidió pidiéndome que le consiguiera y le enviara a Cuba la edición española de un libro de cuentos de John Cheever, El nadador. Meses más tarde me hizo llegar un par de recordatorios del encargo. Comprobé así que mi envío, realizado al poco tiempo, nunca lo recibió, cosa usual en el correo cubano. Al llegar a casa abrí la bolsa. Contenía un libro: era la Poesía completa de Lezama Lima, un tomo azul de casi setecientas páginas editado por Letras Cubanas. Llevaba al frente una dedicatoria. La leí (y la releo ahora) con emoción: «Para Andrés y nada más, con el afecto y la admiración de J. R. F. Tenerife / 85». A los pocos días, en efecto, estaba yo participando en el Festival Europalia, dedicado ese año a España, y cuyo autor premiado –no sin cierta polémica en el medio literario español– era Juan Goytisolo. Fueron días inolvidables para M. y para mí, con tantos amigos nuestros allí reunidos. En cuanto pude le comenté a Severo mi encuentro con Rodríguez Feo. Al escuchar ese nombre, sonrió con visible inquietud. Cuando entré en detalles, me tomó del brazo y buscó un aparte. Se puso muy serio apenas comencé mi relato. Intento reconstruir ahora sus palabras, que fueron más o menos las siguientes: «Esto es algo vital para mí. Imagínate. Es algo como un recado oficial. Me habían llegado noticias indirectas sobre el asunto, pero esto es algo distinto, tiene cierto valor oficial, aunque no se trate de un mensaje escrito y la vía sea ésta. Te han utilizado a ti –pero podía haber sido cualquier otra persona amiga con la que yo fuera a verme pronto– para hacerme caer en una trampa. El régimen quiere limpiar su imagen. Mi regreso a Cuba sería para ellos una especie de legitimación política. No pienso jugar ese juego, por mucho que adoro la idea de volver. Lamento que pensaras que esto iba a alegrarme. Tengo miedo, miedo sobre todo por mi familia. Pepe Rodríguez Feo ha sido comisionado para hacerme llegar esta invitación envenenada, y seguramente no ha tenido más remedio que aceptar el trabajito. Siento que te hayas visto envuelto en este asunto. Yo sé lo que tengo que hacer». Luego, un poco al margen de sus tristes palabras: «Pepe y yo fuimos amantes una temporada. Colaboré en Ciclón, como tú sabes. Tengo de él buenos recuerdos, pero mira en lo que se ha convertido». 13

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Compartí con Severo su amargura, y empecé a atar cabos sueltos. Yo sabía que la acaudalada familia de Rodríguez Feo había abandonado Cuba tras el triunfo de la revolución, pero que él había ofrecido su fortuna y sus propiedades al nuevo régimen en señal de apoyo. Ignoraba en cambio que, aunque no tenía cargos políticos importantes (trabajaba como funcionario de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba), de un modo u otro formaba parte de la clase dirigente. Eso daba a su mensaje cierto carácter oficial, como me aseguraba Severo. Caí en la cuenta entonces de que los cubanos asistentes al congreso habían viajado a Canarias bajo ciertas condiciones: debían vigilarse unos a otros y no podían, en realidad, salir del hotel. Me sentí de pronto en medio de una novela o película de espías. Eso explicaba también la discreción, casi el secretismo, con el que Rodríguez Feo me había obsequiado el libro de Lezama Lima, escritor muy mal visto (ya incluso desde el periodo final de su vida) por el régimen comunista, que consentía a regañadientes editarlo en Cuba, donde por lo demás –escritor «hermético» e «incomprensible»– ningún daño iba a causar al «pueblo». Mi encuentro con Rodríguez Feo tenía, así pues, un signo muy distinto al que yo me figuraba. Me consolé pensando que al menos la discretísima entrega del libro de Lezama había sido un gesto sincero, un gesto que seguramente tenía para él no poca significación íntima. Nunca intenté averiguar quiénes eran los otros cubanos que lo acompañaban. Para qué. En el Festival yo no tenía ningún acto público con Severo, pero recuerdo muy bien que me invitó a participar en su conferencia leyendo algunos fragmentos de Vicente Huidobro y de Oliverio Girondo. Brillantísimo, se divirtió y divirtió a todos glosando aquellos malabarismos verbales, celebrando la alegría del lenguaje. Sólo sus amigos sabíamos cuánta amargura había debajo de aquella alegría. Me acuerdo ahora del título de uno de los últimos libros de Severo: Para que nadie sepa que tengo miedo. * Más sobre la lectura. ¿Cómo se nos hace inteligible lo real? Mediante la metáfora, según Hans Blumenberg. Para el filósofo alemán, la lectura es «la metáfora para la totalidad de lo experimentable» (La legibilidad del mundo, título ya revelador). ¿Por qué me viene con tanta frecuencia, y con tanta intensidad, el recuerdo de los cuadernos de dibujo que llenaron mi infancia? Sabemos bien lo que el dibujo representa para la sensibilidad infanCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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til y su papel en el crecimiento de la imaginación. Pero hablo ahora de otra cosa. Me ciño en este momento a lo que aquellos dibujos significaron para mí, y al sentido de su perduración en la memoria. A decir verdad, los cuadernos de dibujo eran como una extensión de los cuadernos de caligrafía. No creo que los niños hagan hoy ejercicios caligráficos. Eran una verdadera escuela: de espíritu artístico, de expresión, de limpidez. En el colegio de los Hermanos de la Salle en el que yo estaba por entonces, los tinteros de porcelana en el centro de la parte alta del escritorio encerraban todo un mundo. De ellos salían tanto las espigadas letras como, más tarde, las líneas hechas a tinta con las que debíamos señalar los contornos de las regiones y los países en los mapas de geografía. ¡Qué aventura: delimitar, cartografiar, concretar con líneas precisas lo invisible! Yo tendría ocho o nueve años. En un momento dado, uno de los profesores nos mostró a un pequeño grupo de niños los progresos de los alumnos mayores en materia de dibujo. Asistí de pronto a la experiencia misma de lo inverosímil, pero de lo inverosímil que, de manera incomprensible, adoptaba la forma de lo evidente, de lo palmario. Eran dibujos a tinta china, de una gracia y de un atractivo que yo no había podido imaginar hasta ese momento, realizados por compañeros que tenían apenas cinco o seis años más que nosotros. Creo recordar que se trataba de una especie de revista escolar en ejemplar único, redactada e ilustrada por los estudiantes más hábiles de los cursos superiores. Yo conocía a uno de aquellos muchachos, un alumno a quien se citaba a menudo como modélico. Y era eso, seguir aquel ejemplo, lo que todos intentábamos con nuestros cuadernos de dibujo artístico, muy distinto del dibujo técnico o lineal, en el que el resultado era siempre previsible y en el que ningún milagro debía ocurrir. Por supuesto, el dibujo se había transformado. Ya no era solamente el trazo a lápiz, leve como el soplo de aire sobre la hierba, o pesado y grave como un brusco meteorito caído sobre el papel: eran la tinta y su manera de secarse, de impregnar el papel poroso, de hacerse uno con él; era la danza del color en una figura, un rostro, un objeto cualquiera, que entregaban así sus energías internas, sus fuerzas organizadoras. Era del todo indecible el embrujo de aquel momento, hecho a la vez de levedad y fuerza; y más, sin paradoja posible: de una fuerza ligera. Solamente muchos años más tarde leí la conocida reflexión de Degas según la cual el dibujo no es la forma, sino «la manera de ver la forma». En aquellos dibujos a tinta china algo se manifestaba y al mismo tiempo, como en todo dibujo, se ocultaba. 15

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Así aprendía un niño, así pues, la manera de ver la forma, la emocionante constitución formal del mundo. Mostración y ocultación bajo los ritmos y la danza del color y la línea. Los dibujos de aquellos cuadernos permanecen todavía en mí como una referencia imborrable del principio formal, la esencia de cualquier arte. El dibujo es la mandorla de lo invisible, dijo un poeta. ¿Eran precisamente aquellas amadas formas visibles las que me iniciaban también en el amor a lo invisible? La diferencia que existe entre la filosofía y la poesía es la misma que existe entre el concepto y la visión. Y sin embargo Hay grados. Y, además, tanto el filósofo como el poeta meditan. Pero el poeta, además, canta. * «La definición de lo Bello es fácil: es lo que desespera», escribe Valéry. De acuerdo. Pero es aún insuficiente. El misterio permanece. Porque resulta que amamos lo que nos desespera. Alto, robusto, con una energía que sólo menguó en sus últimos años, Manuel González Sosa era fácilmente reconocible por su manera de caminar, a zancadas y con un raro balanceo, y también por su sonrisa casi permanente (capaz sin embargo de las mayores seriedades), una sonrisa que a menudo se transformaba en abierta carcajada, restallante, sincerísima. Manuel González Sosa fue mi primer guía en materia literaria (la palabra maestro habría suscitado en él una de aquellas risas súbitas). A mis trece años, yo solía pasar buena parte de las tardes, a la salida del colegio, en la sala de lectura de El Museo Canario, en Las Palmas de Gran Canaria. El Museo estaba en la misma manzana del colegio, el Viera y Clavijo, un centro de tradición liberal fundado por un antiguo miembro de la madrileña Residencia de Estudiantes, Juan Melián Cabrera. Yo era ya un lector omnívoro, y también hacía versos, o lo intentaba, unos versos cuyas ingenuidades castigan todavía hoy mi memoria. Solicitaba al bibliotecario los autores y los libros de los que se hablaba en las clases de literatura, sin capacidad alguna para escoger lo que más me habría sido necesario y sin criterio para valorar lo leído, fiado únicamente a mi gusto bisoño. Viéndome tan interesado por los poetas, el solícito bibliotecario Carlos Naranjo –que como su hermano José, conservador del Museo, era parte inseparable de aquellas vetustas salas–, me preguntó en un momento dado si yo escribía o quería escribir. Ante CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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mi respuesta afirmativa, dijo que iba a presentarme a un poeta al que me interesaría conocer, cosa que en efecto hizo a la primera oportunidad. Era Manuel González Sosa, que frecuentaba tanto la biblioteca como la hemeroteca de la institución, donde por cierto yo lo había visto ya de lejos alguna vez. Informado por el bibliotecario, lo primero que hizo Manuel fue preguntar por mis lecturas y, enseguida, pedirme una muestra de mis versos, los que yo buenamente quisiera. A los pocos días volvió, sonriente, para decirme que mis borrones estaban bien pero que yo debía leer a fondo a Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, y también a Lorca, Guillén, Cernuda... Sin pérdida de tiempo pidió él mismo a Carlos Naranjo que me trajeran libros de aquellos autores. De los primeros ya conocía yo alguna cosa; a los últimos los empecé a leer allí mismo, en viejos números de la Revista de Occidente. Fue un terremoto interior: puedo decir, sin exageración, que sus ondas aún repercuten en mí. Porque no tardé en enfrentarme, casi inerme, a La realidad y el deseo y, poco después, a Cántico, libros que adquirí enseguida con mis ahorros en una librería cercana. ¿De veras veía Manuel en mí a una persona capacitada para leer en ese momento a esos poetas? A pesar de mi desconcierto, su fe en mis aptitudes –la adolescencia es la época de las mayores inseguridades– me dio una confianza imprevista, sobre todo porque esas aptitudes, si las había, en cualquier caso estaban por demostrar. En encuentros posteriores me habló de poetas canarios como Tomás Morales (a quien yo leía ya en una edición publicada por el propio Museo Canario), Alonso Quesada y, sobre todo, un autor para mí desconocido, Domingo Rivero, cuyo soneto «Yo, a mi cuerpo» él consideraba un logro supremo de la poesía escrita en cualquier época y en cualquier lengua, un logro no inferior como tal, por ejemplo, a su muy amada «Oda a una urna griega» de John Keats. Fueron las primeras lecciones, no olvidables, que recibí de Manuel; con el tiempo iban a ser muchas más, hasta su muerte en 2011, a punto de cumplir noventa años. Uno de sus gestos para mí más llamativos de aquella época del Museo fue cuando, recién publicados sus Sonetos andariegos, firmó mi ejemplar con la siguiente dedicatoria: «Para A. S. R., esperando su libro… Cordialmente, M. G. S.–26-6-1967». Fue él, precisamente, quien buscó editor (el mismo de sus Sonetos) para el que sería mi primer libro, un cuaderno en realidad, que se publicó tres años más tarde en una edición de tirada reducida. La obra poética de Manuel González Sosa es de una autoexigencia poco común, algo que está en la raíz misma de su bre17

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vedad, pero también de su admirable tersura. No resulta extraño que esa obra poética, integrada por poco más de un centenar de piezas, sea casi prácticamente ignorada hoy por los lectores: él mismo procuró que así fuera. Quiero decir que hizo todo lo posible por no sobrepasar el estrecho radio de unos pocos lectores amigos, en ediciones casi secretas. ¿Por qué? En alguna ocasión he asociado esa actitud a la de algunos poetas modernos, por ejemplo Cavafis, que difundía sus poemas sólo en brevísimos cuadernos y hasta en hojas sueltas, enviadas únicamente a contadísimos allegados. De esa actitud de Manuel tuve sobrados testimonios: en un determinado momento me pidió que me encargara de esas ediciones, costeadas por él mismo, cuadernos que nunca excedían los cien ejemplares. Un día me dijo que cien eran demasiados: bastaban cincuenta. Sin renunciar del todo a la interpretación de este hecho que hasta el momento me he dado, hoy añadiría otro aspecto. No se trataba sólo de mantener una radical coherencia con la idea simbolista y postsimbolista de la poesía como Secreto, sino también de no sumar nada innecesario al océano de los signos. Su modestia era la más sincera, la más real con la que me haya podido tropezar nunca, esa que, se ha dicho, se amolda con naturalidad al reconocimiento de la «nada». Se trataba, así pues, de no ceder a la vanidad de la escritura, reduciendo la escritura misma a su expresión más estricta y severa. Rechazar tenazmente la vanidad de la escritura era el mejor modo de renunciar a toda presunción, a toda vanidad en general. Me pregunto si he logrado aprender esa lección, quizá la más profunda de las suyas. Como ocurre en ciertas parábolas budistas, y sin ser acaso del todo consciente de ello, a ese sabio estado de espíritu había llegado Manuel también a través del humor. Sus amigos le escuchábamos en todo momento, encantados, bromas e ironías de una finura desacostumbrada. Cada vez que Manuel leía o escuchaba a su alrededor algún dislate, del tipo que fuera, decía en voz alta, modificándolo un poco, no sé qué mediocre verso, «Serenidad, Señor, paciencia y trino», seguido de cierto gesto de resignación cargado de una comicidad irresistible. Hoy ese verso se ha convertido en una especie de contraseña para sus amigos. Un buen día, ya septuagenario largo, me comentó que gracias a un médico amigo había descubierto la causa del balanceo al caminar: una de sus piernas era ligeramente más corta que la otra, y que en lo sucesivo debía llevar un pequeño suplemento en el taCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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cón de uno de sus zapatos. Nunca noté la diferencia: el balanceo perduraba. La sonrisa tampoco la perdió nunca. Cuánto echo de menos aquella sonrisa franca, generosa, desasida. La vi aún en sus ojos, en su lecho de muerte. * Lo he referido ya en alguna ocasión, pero el medio –una revista académica de circulación muy restringida– me permite y casi me obliga a contarlo de nuevo, porque el asunto, como podrá verse, merece la pena. O tal vez porque, como a los niños, me gusta oír de nuevo un cuento que me cautiva, esta vez contado por mí mismo. En el norte de la isla de Gran Canaria existe un barranco llamado Las Garzas. Muy cerca de él había nacido Manuel González Sosa. El barranco era un lugar muy ligado a su infancia. Se llamaba así porque en él, en efecto, hubo garzas en el pasado. Pero Manuel, que vivió en esas tierras hasta su juventud, y que volvía allí a menudo, nunca llegó a ver garzas en aquel barranco, y siempre se lamentó por ello. Las garzas, desgraciadamente, habían abandonado aquel lugar hacía muchos años, probablemente al desecarse una pequeña laguna. Manuel escribió el poema «Las garzas», muy breve, a este propósito: Nunca os vi. Siempre quise horadar vuestro nombre y contemplaros cuando bajabais, lentas, hacia uno de mis recuerdos no vividos. Manuel falleció en octubre de 2011, con casi noventa años. Se decidió que sus cenizas fueran arrojadas al barranco de Las Garzas, uno de los lugares que más amaba de su tierra. Así se hizo el miércoles 2 de noviembre. Pero ocurrió lo inimaginable: en el instante del aventamiento, una sobrina del poeta descubrió con sorpresa e incredulidad, a lo lejos, una garza. El animal se mantuvo inmóvil en todo momento, como si quisiera participar en aquella despedida. Justo antes de acabar el acto, levantó el vuelo. El hecho me fue confirmado días más tarde, en todos sus detalles, por otro de los asistentes al acto. Sólo la poesía puede explicar lo que allí ocurrió. Sólo lo que Baudelaire llamaba, en efecto, «el único milagro para el cual se nos ha concedido permiso», había tenido allí lugar. Se había, en cierto sentido, realizado. 19

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Joaquín Sorolla y la generación del 98 Por Francisco Fuster


En 1912, José Ortega y Gasset escribió un excelente ensayo titulado «Anatomía de un alma dispersa», en el que, tomando como punto de partida el análisis de una obra concreta, la novela de Pío Baroja El árbol de la ciencia (1911), explicó lo que, según él, había supuesto para España la contribución de ese grupo de escritores, intelectuales y artistas a los que después se dio el nombre de generación del 98. La aparición de dichos autores, señalaba el filósofo empleando una comparación histórica, había sido «una irrupción insospechada de bárbaros interiores», pues fueron bárbaros que no venían de fuera de nuestras fronteras, como los que provocaron la caída del Imperio Romano con sus invasiones, sino que, al contrario, habían surgido del «centro mismo de la mitología nacional». La tarea que emprendieron aquellos jóvenes nacidos en los años sesenta y setenta del siglo xix, a los que Ortega calificaba como «nuevos Hércules», en referencia al célebre personaje de la leyenda griega, fue limpiar España tras décadas de atraso y corrupción, como Hércules había hecho con los inmundos establos del rey Augías, famosos por albergar el mayor rebaño de toda Grecia y por la enorme cantidad de suciedad que contenían, al no haber sido lavados nunca antes. Esta irrupción de los jóvenes noventayochistas fue especialmente llamativa e inesperada porque se produjo en el contexto histórico de una España, la de finales del siglo xix y principios del siglo xx, caracterizada por la parálisis y por la continuidad, en la que cualquier conato de cambio representaba una absoluta novedad, inmediatamente sospecha. Desde el punto de visto político, la Restauración borbónica (1874-1931) fue un período poco ejemplar, en lo que a las prácticas democráticas se refiere, pero de una indudable estabilidad institucional, si lo comparamos con lo que había sucedido antes. Después de una complicada segunda mitad del siglo xix, marcada por el final del reinado de Isabel II, los sucesivos golpes de Estado y cambios de gobierno, la tercera guerra carlista (1872-1876) y la desastrosa regencia de la reina María Cristina, cuando se produjo la pérdida de las últimas colonias del Imperio hispánico, la llegada al trono de Alfonso XIII, en 1902, supuso el inicio de una época de relativa paz, hasta el golpe de Estado del general Primo de Rivera en 1923. Una calma basada en el sistema de alternancia pacífica entre liberales y conservadores, ideado por Antonio Cánovas del Castillo, y mantenido gracias al régimen político que el pensador regeneracionista Joaquín Costa definió como «oligarquía y caciquismo». 21

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A nivel económico y social, la situación del país durante este período era de todo, menos boyante. A principios del siglo xx, España formaba parte de ese vagón de cola de Europa, pobre y atrasado, que veía desde una distancia sideral el desarrollo de las grandes potencias del norte del continente. Un país que todavía era mayoritariamente rural, con grandes índices de subdesarrollo y analfabetismo, y con un crecimiento urbano rápido, pero desordenado. Fueron los años de la aparición de las grandes ciudades y, con ellas, de los suburbios y arrabales en los que se acumulaba la población emigrada desde el campo, en busca de trabajo. El desarrollo de una primera industria digna de tal nombre provocó la creación de una incipiente burguesía que sustituyó como clase dominante a la decadente aristocracia decimonónica, pero, también, de un proletariado que pronto empezó a organizarse en sindicatos y partidos obreros que reclamaban mayor justicia social. Fue en este contexto de transición del modelo económico en el que, justamente en las regiones más ricas e industrializadas, País Vasco y Cataluña, despertaron unos nacionalismos periféricos que, por primera vez, adquirieron un fuerte componente de reivindicación política en clave regional. Si de lo político o socioeconómico nos desplazamos a lo cultural o literario, constatamos que esa irrupción de la generación del 98 a la que se refería Ortega y Gasset supuso, también, una tremenda sacudida en lo que, empleando un concepto acuñado por el sociólogo Pierre Bourdieu, podríamos llamar el «campo literario». Un conflicto provocado por el inevitable choque entre dos generaciones que peleaban por un espacio editorial y un público lector, muy limitados en la España finisecular. La lucha se produjo entre lo que podríamos llamar la «generación realista», que era un grupo de autores ya totalmente consolidado (Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán, Leopoldo Alas «Clarín» o Juan Valera, entre otros), con un público fiel y unas cifras de ventas muy notables, y la generación del 98, formada por jóvenes que, en su mayoría, procedían de la periferia de la geografía española y habían llegado a Madrid con el noble objetivo de «hacerse un nombre» y triunfar como escritores o artistas en la capital, cosa que les costó muchísimo trabajo y esfuerzo, hasta el punto de que varios de ellos tuvieron que regalar los manuscritos de sus primeros libros, algunos de ellos considerados, hoy, como clásicos de la literatura española. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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De hecho, una de las principales características de la literatura española de la Edad de Plata es que muchos intelectuales usaron la prensa como vehículo para publicar sus obras y para divulgar sus ideas. Frente a las dificultades que planteaba el formato libro, los periódicos y revistas ofrecían una doble ventaja. La primera es que llegaban a un público mucho más amplio y de una forma más rápida. Para una población mayoritariamente pobre y analfabeta, el libro era un objeto caro y escaso, mientras que el diario, con sus folletines y las colecciones de novelas cortas, era mucho más asequible, por precio y por nivel de comprensión. En segundo lugar, las colaboraciones en prensa estaban mucho mejor pagadas que los libros, cuya publicación suponía, invariablemente, una inversión de tiempo desproporcionada, en relación a los derechos de autor que después se cobraban, cuando se cobraban Varios de los grandes clásicos de este período –desde La busca de Baroja hasta El Espectador, de Ortega y Gasset, pasando por muchos libros de Azorín o Unamuno– no son sino recopilaciones o antologías de textos aparecidos antes en las volanderas hojas de la prensa periódica. BAJO EL SIGNO DEL 98

Cronológicamente, la trayectoria artística de Joaquín Sorolla coincide con uno de los períodos más brillantes de la historia de la cultura española contemporánea. La Edad de Plata, llamada así por ser considerada una segunda edad dorada de nuestras letras, sólo superada por aquel Siglo de Oro que compartieron Cervantes, Quevedo, Góngora, Calderón de la Barca o Lope de Vega, es la etapa comprendida, aproximadamente, entre el año 1900 y el 1936. En ella convivieron multitud de escritores, intelectuales y artistas a los que los historiadores solemos agrupar en tres grandes generaciones, en virtud de argumentos a veces discutibles, pero necesarios para organizar y sistematizar autores, obras y conceptos con un mínimo de claridad. De las tres generaciones que se sucedieron en la Edad de Plata, la del 98 o modernista, la del 14 y la del 27, la más cercana a Sorolla es, sin duda alguna, la del 98. Con la del 14, que es la de José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón, Manuel Azaña, Eugenio d’Ors o Ramón Pérez de Ayala, compartió más bien poco; con la del 27, directamente nada, pues el pintor valenciano murió en 1923, que es justo la fecha en la que empiezan a despuntar Federico García Lorca, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Jorge Guillén o Vicente Aleixandre. 23

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Desde este punto de vista, hablar de la literatura española en tiempos de Sorolla es, necesariamente, hablar de la generación del 98, bautizada así por uno de sus miembros, el escritor y periodista Azorín, quien en febrero de 1913 publicó una serie de cuatro artículos en el periódico ABC, en los que hablaba de la irrupción en el panorama cultural de la España de finales del siglo xix y principios del siglo xx, de un grupo de «gente nueva» y de su protesta contra aquellos a los que, «con excesiva rudeza», llamaban «los viejos». Según Azorín, la literatura española del período que transcurre entre 1870 y 1898 había estado dominada por tres grandes nombres: el poeta Ramón de Campoamor, el dramaturgo José de Echegaray (Premio Nobel de Literatura en 1904) y el novelista Benito Pérez Galdós. Frente a estos autores y a los valores hegemónicos que su obra representaba, Azorín situaba a un conjunto de escritores y artistas, la llamada generación del 98, que encarnaban un «renacimiento» cuya característica principal él identificaba muy claramente: «la fecundación del pensamiento nacional por el pensamiento extranjero». Al proponer una lista de nombres, situaba dentro de esa generación a gente tan aparentemente distinta como Ramón del Valle-Inclán, Miguel de Unamuno, Jacinto Benavente, Pío Baroja, Manuel Bueno, Ramiro de Maeztu o Rubén Darío (no se incluía a sí mismo, pero es obvio que él también se identificaba con ese grupo y con sus principios rectores). A pesar de esta variedad, todos tenían en común una cosa: haber recibido el influjo estético o ideológico de distintos escritores y pensadores europeos, entre los cuales Azorín destacaba, por encima del resto, a tres: el filósofo alemán Friedrich Nietzsche, el poeta francés Paul Verlaine y el escritor, también galo, Théophile Gautier. Esta innegable influencia estaba en el origen de un movimiento renovador de las letras y de la cultura española que, además, venía acompañado de un espíritu de protesta y rebeldía, propio de la juventud que todos ellos compartían. Ponderar con el rigor que merecería la aportación de la generación del 98 a la historia de la cultura española es una tarea compleja, que excede el tiempo del que dispongo y la paciencia de este amable auditorio. Por eso, emplearé una técnica sorolliana y haré un retrato realista, pero con una clara tendencia al impresionismo, dando algunas pinceladas sobre los que consiCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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dero que son los miembros más representativos del grupo noventayochista. Aunque no fue el mayor del grupo en edad (era un año más joven que su amigo, Unamuno), su prematura muerte a los treinta y tres años ha hecho que el granadino Ángel Ganivet (1865-1898) sea considerado el precursor de la generación, cuando, de haber vivido más, hubiera formado parte ella. Lo primero que llama la atención de Ganivet es su vasta y exquisita cultura. Licenciado en Filosofía y Letras y en Derecho, destacó, desde muy joven, por un conocimiento de las lenguas extranjeras y de las literaturas nórdicas poco común en su época. El hecho de haberse trasladado a Madrid, tras terminar los estudios, y de haber aprobado unas oposiciones al Cuerpo Consular del Estado, le permitió cumplir su sueño de viajar por Europa. Vivió en Bélgica, Finlandia y Letonia, en cuya capital se suicidó el 29 de noviembre de 1898, tras arrojarse a las frías aguas del río Dviná. De la breve obra ganivetiana se ha dicho que prefigura, de alguna manera, la que después crearon sus compañeros de grupo. Así, sus filosóficos ensayos se han comparado con los de Unamuno, de la misma forma que su descripción paisajística se ha relacionado con la de Azorín o su personaje novelístico, Pío Cid, se ha visto como un precedente de otros barojianos. Sea como fuere, lo cierto es que Ganivet nos dejó un gran ensayo, Idearium español, donde ofreció un original diagnóstico sobre el origen de la decadencia española –cifrado, según él, en un sentimiento colectivo de abulia– que se suele citar como ejemplo de pensamiento noventayochista avant la lettre, pues fue publicado en 1896, dos años antes del «desastre». Tanto su novela La conquista del reino maya, por el último conquistador español, Pío Cid (1897) como su continuación Los trabajos del infatigable creador Pío Cid (1898) son intentos no muy exitosos de trasladar la mentalidad regeneracionista al formato de la ficción. Tampoco tuvieron repercusión su obra de teatro en verso, El escultor de su alma (1898), o dos libros que, sin embargo, sí han sido reeditados en los últimos tiempos: el emotivo opúsculo Granada la bella (1896), dedicado a su ciudad natal, y el volumen de cuadros costumbristas Cartas finlandesas (1898), sobre el país escandinavo en el que vivió una temporada. Miguel de Unamuno (1864-1936) es el más veterano y, quizá, quien mejor encarna el espíritu de la generación de 98, que en él aparece quintaesenciado. No se entiende a Unamuno sin el contexto del 98, como tampoco se entendería el 98 sin la 25

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ubicua presencia de don Miguel, para mí el primer gran intelectual en la historia contemporánea de España. Tras una adolescencia bilbaína, marcada por la estricta educación religiosa de su madre, se instaló en Madrid para estudiar Filosofía y Letras. Se doctoró y, después de varios intentos frustrados, obtuvo la cátedra de Filología Griega en la Universidad de Salamanca, alma máter de la que fue rector durante más de quince años. Aunque sufrió distintos exilios por motivos políticos, el tiempo que vivió en España lo pasó en la capital salmantina, donde dio forma a una extensa obra, inequívocamente autobiográfica, en la que se mezclan lo individual y lo colectivo: sus personales crisis religiosas e identitarias, con su preocupación por el porvenir de España. Y todo ello bajo el signo de la lucha o la contradicción entre la fe y la razón, entre la cabeza y el corazón. Aunque de joven fue socialista y anticlerical, y pese a que su oposición a la dictadura de Primo de Rivera le llevó al destierro, ya en su madurez atemperó sus posturas e incluso llegó a ocupar distintos cargos políticos (fue diputado independiente en las Cortes de la Segunda República). Sin embargo, fue de los primeros en advertir sobre la peligrosa deriva del régimen republicano y apoyó la sublevación franquista en un primer momento, para retractarse días después y oponerse a la violencia fascista, simbolizada en su famoso enfrentamiento verbal con el general Millán Astray. Teniendo en cuenta que Unamuno fue, ante todo, un pensador, no sorprende que lo mejor de su producción literaria pertenezca al género ensayístico, donde destacan títulos como En torno al casticismo (1894), Vida de Don Quijote y Sancho (1905), Del sentimiento trágico de la vida (1912) y La agonía del cristianismo (1912). También forman parte del canon algunas de sus «nivolas» (nombre con el que bautizó sus novelas filosóficas, para diferenciarlas de las convencionales) como Amor y pedagogía (1902), Niebla (1914) o San Manuel Bueno, mártir (1933). Su apasionada poesía, que comparte con el resto de su obra ese sentido existencial y trascendente de la vida, se puede leer en títulos como El Cristo de Velázquez (1920), Romancero del destierro (1928) o esa especie de autobiografía sentimental, en forma de verso, que es el Cancionero publicado en 1953, de forma póstuma. Ramón del Valle-Inclán (1866-1936), que nació un año después de Unamuno y murió pocos meses antes, representa, por su personalidad y por su estilo, el extremo contrario. De todos los miembros del grupo, Valle-Inclán es, desde luego, el CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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más genial y el más deliberadamente excéntrico. Aunque estudió Derecho por imposición paterna, como era costumbre en la época, la muerte de su progenitor le permitió abandonar la carrera y marcharse al México revolucionario, desde donde volvió a España y, tras un breve paso por Pontevedra, se instaló en Madrid, donde conoció la bohemia finisecular y frecuentó las tertulias de los cafés de la época, alguna de las cuales él mismo presidió. Fue precisamente en una trifulca tabernaria donde aconteció el celebérrimo episodio de su pelea con el periodista vasco Manuel Bueno, que le terminó costando la pérdida de su brazo izquierdo. En la biografía valleinclanesca, plagada de anécdotas apócrifas, todo fue exagerado, empezando por la propia ideología de un Valle-Inclán que, si bien desde joven se declaró carlista y tradicionalista, con el tiempo –y sin renunciar a lo anterior– fue girando a la izquierda, primero para defender la Revolución rusa de Lenin y, años después, para abrazar la causa de la República en España, con la que llegó a ocupar algún cargo menor. Su obra literaria, que abarca todos los géneros y que acusa, también, esa evolución ideológica de su autor, trascurre entre el modernismo preciosista y refinado de las Sonatas (1902-1905), protagonizadas por su alter ego, el marqués de Bradomín, y escritas con una prosa exquisita, hasta el estilo más áspero y desgarrado de su trilogía de novelas sobre La guerra carlista. Con todo, su mejor contribución a la literatura española del período es su revolucionario teatro, que tiene su primer éxito en las Comedias bárbaras y alcanza su cumbre en 1920, cuando el estreno de Luces de bohemia le sitúa entre los grandes de la dramaturgia española de todos los tiempos, al inaugurar, con dicha obra, un género nuevo, el esperpento, caracterizado por la deformación voluntaria de la realidad. Ése fue el signo que presidió, desde entonces, el resto de su producción, no sólo teatral (Divinas palabras, Martes de carnaval), sino también novelística, como se aprecia tanto en Tirano Banderas (1926), como en la trilogía El ruedo ibérico (1927-1932), donde la estética del esperpento es la nota común. Aunque también cultivó la poesía, reunida por el propio Valle-Inclán en el volumen Claves líricas (1930), su impacto en ese terreno fue muy discreto, en comparación con la fama que alcanzó en otros. Enemigo declarado de Valle-Inclán, al menos en la etapa final de su vida, fue el vasco Pío Baroja (1872-1956), que ha pasado a la historia como un tipo huraño, sedentario y solitario, pero que, no obstante esa imagen, fue un hombre afable, román27

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tico y viajero, dotado de una gran sensibilidad. Lo que sucedió con Baroja es que su vida y su obra se desdoblaron: él fue un tipo tranquilo, cuya grafomanía le obligó a pasar muchas horas encerrado en sus casas de Madrid o Itzea, su famoso caserón del pueblecito navarro de Vera de Bidasoa, pero sus personajes fueron grandes aventureros, marineros e inadaptados que vivieron, en las páginas de sus novelas, las peripecias que su autor imaginó, pero jamás protagonizó. Nacido en San Sebastián, Baroja es el único miembro del grupo que no tuvo una formación humanística, sino científica. No sólo estudió Medicina en Madrid, sino que llegó incluso a doctorarse y a ejercer como médico rural en un pueblo vasco durante una breve temporada. La experiencia no le gustó y regresó a Madrid, donde, tras unos inicios en el gremio literario muy complicados, como los de sus compañeros de grupo, se consolidó como escritor profesional a partir de la primera década del siglo xx. Aunque siempre le gustó viajar, llevó una vida de soltero, burguesa y cómoda, que sólo se vio radicalmente alterada en 1936, cuando el inicio de la Guerra Civil le obligó a exiliarse en Francia, donde pasó cuatro años muy difíciles hasta su regreso en 1940. Ideológicamente, pasó de un anarquismo regeneracionista de juventud a un liberalismo individualista y escéptico, crítico con la clase política y, especialmente, con el comunismo y el socialismo, lo que le llevó a rechazar, desde el principio, el proyecto de la Segunda República. Escribió algunas piezas teatrales breves, un autobiográfico poemario (Canciones del suburbio, 1944) y varios libros de ensayo, algunos de excepcional calidad, como el libro autobiográfico Juventud, egolatría (1917) o el dietario Las horas solitarias (1918), pero fueron, sin ninguna duda, sus novelas, las que dejaron una huella imborrable en la historia literatura española contemporánea, no sólo por su contenido, sino, fundamentalmente, por la capacidad que tuvo su autor para crear un personalísimo estilo, ágil y antirretórico, que ha hecho de la suya la obra de un noventayochista que mejor ha resistido el paso del tiempo, con diferencia. El propio Baroja estableció dos etapas en su trayectoria como novelista. La primera, entre 1900 y 1914, es su etapa más fecunda en cantidad y calidad. A este período pertenecen trilogías como «La vida fantástica» o «La lucha por la vida», y novelas de fama internacional como Zalacaín el aventurero, Las inquietudes de Shanti Andía o la que un servidor considera su obra maestra, El árbol de la ciencia. Después de la Primera Guerra Mundial siguió publicando CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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a buen ritmo, pero, a partir de un determinado momento, sus novelas perdieron frescura y vitalidad. Fue la época en que escribió el ciclo de novelas históricas «Memorias de un hombre de acción», sobre su antepasado, Eugenio de Aviraneta, y algún título que despuntó como La sensualidad pervertida (1920) o Las noches del Buen Retiro (1934). Un año después de Baroja nació en el pueblo alicantino de Monóvar, José Augusto Trinidad Martínez Ruiz (1973-1967), más conocido por el seudónimo que empleó para firmar su obra desde 1904: Azorín. Tras estudiar la carrera de Derecho en varias ciudades españolas, el joven Martínez Ruiz llegó a Madrid a finales del siglo xix. Allí conoció a Baroja y a Maeztu, con quienes formó el llamado «Grupo de los tres», germen y núcleo duro de lo que después sería la generación del 98. Como ellos, fue un joven rebelde y anarquista hasta que, en 1905, se incorporó como colaborador al que después sería el periódico de su vida: el monárquico y conservador diario ABC, de Torcuato de Luca de Tena. Desde ese momento, su ideología pasó de moderada a claramente conservadora, hasta el punto de que llegó a ser diputado del Partido Conservador en cinco ocasiones, durante estos años de la Restauración borbónica. Como Baroja, tuvo una vida tranquila (se casó, pero no tuvo hijos), de plena dedicación al periodismo y a la literatura, sólo alterada por la Guerra Civil, que le forzó a exiliarse en París. Acabada la contienda, regresó a España y se acomodó al régimen franquista, con el que convivió durante casi tres décadas, pues murió ya con noventa y tres años, en 1967. Al igual que Baroja, de quien le distanciaba un carácter opuesto, pero con quien siempre mantuvo una relación de amistad, ingresó en la Real Academia Española, en su caso en 1924 (Baroja lo hizo mucho más tarde, 1935). La obra azoriniana ejemplifica como ninguna otra en la historia de la literatura española aquello que señaló el conde de Buffon al afirmar que «el estilo es el hombre». Y es que, efectivamente, en ella se dan cita infinidad de temas que sólo tienen en común el lenguaje diáfano y aterciopelado de su autor. Pese a haber escrito un teatro experimental que no fue del gusto de la época y haber dejado varias novelas convertidas en clásicos, como las que conforman la trilogía protagonizada por Antonio Azorín (La voluntad, Antonio Azorín y Las confesiones de un pequeño filósofo), Martínez Ruiz fue, ante todo, lo que César González-Ruano hubiese llamado un «escritor en periódicos»: no un periodista al uso, en el sentido moderno y vulgar de la 29

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palabra, sino un escritor soberbio que nos dejó lo mejor de su obra en forma de artículos. De los más de cinco mil que escribió se nutrieron algunos de sus mejores libros, empezando por Los pueblos o La ruta de don Quijote, ambos de 1905, y continuando con Castilla (1912) o con la llamada tetralogía crítica, integrada por cuatro títulos –Lecturas españolas (1912), Clásicos y modernos (1913), Los valores literarios (1914) y Al margen de los clásicos (1915)– en los que su autor ofreció una interpretación original y renovadora del canon de nuestras letras. El tercer componente de ese primigenio «Grupo de los tres» fue el vitoriano, de madre inglesa y padre cubano, Ramiro de Maeztu (1874-1936), quien, como sus dos compañeros, empezó leyendo a Marx y a Kropotkin en su juventud, durante su estancia juvenil en Cuba, para pasar de ahí a un combativo socialismo anticlerical que, a pesar de su fiereza, le duró muy poco. Fue precisamente en Londres, ciudad en el que ejerció como corresponsal para distintos periódicos, donde Maeztu empezó una evolución ideológica hacia la derecha que le llevaría primero a apoyar la dictadura de Primo de Rivera, quien le nombró embajador en Buenos Aires, y después, tras su vuelta a España en 1930, a posiciones claramente antiliberales y conservadoras. Durante la Segunda República fue diputado por Guipúzcoa del partido ultracatólico Renovación Española, lo que provocó que, al estallar la Guerra Civil, fuese detenido por un grupo de milicianos republicanos y fusilado, sin juicio previo, en el madrileño cementerio de Aravaca, el 31 de julio de 1936. El hecho de haber sido asesinado en estas circunstancias fue, quizá, lo que más daño ha hecho a la fama póstuma de su obra, perjudicada por la lectura ultraconservadora que de ella hicieron los intelectuales falangistas de la dictadura. De la producción del intelectual vasco, que es fundamentalmente periodística, más que libresca, sobresalen dos obras, muy alejadas en el tiempo y en su propósito. La primera es su tempranero ensayo Hacia otra España (1899), donde analizó con lucidez el desastre del 98 y propuso la necesidad de un giro de ciento ochenta grados para que el país cambiase su rumbo histórico y pudiese sobreponerse al fracaso. La segunda es Defensa de la hispanidad, un tratado inequívocamente propagandístico, de clara orientación conservadora, en el que preconizó la vuelta a la tradición católica, el autoritarismo político y el modelo imperial del Siglo de Oro, como ejemplo de los valores que hicieron grandes al país. De la lectura interesada de este libro, entre otras CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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fuentes, obtendría el franquismo el principio sobre el cual se articuló su idea de España como unidad de destino indivisible, con una sola lengua y una religión. En el último lugar de esta pequeña lista, last but not least, figura el gran poeta de la generación, el sevillano Antonio Machado (1875-1939), de cuyo fallecimiento se cumplieron ochenta años en 2019. Hombre sencillo y apacible, de talante socrático, la vida de Machado carece de sucesos extraordinarios. Como varios miembros del grupo, llegó a Madrid muy joven y frecuentó los cafés bohemios de la capital, muchas veces en compañía de su hermano, el también notable escritor noventayochista, Manuel Machado. Al tener únicamente el título de bachillerato, por no haber estudiado en la universidad (se licenció en 1917, a los cuarenta y dos años), optó por opositar a una cátedra de instituto que le llevó a Soria, donde fue profesor de francés durante unos años. En dicha ciudad castellana conoció a una adolescente de quince años, Leonor Izquierdo, con quien se casó cuando él ya tenía treinta y cuatro. Apenas un par de años después del matrimonio, Leonor enfermó y falleció, en lo que supuso, para el escritor, el episodio más triste de su existencia. Tras otra etapa en un instituto de la localidad andaluza de Baeza y un cambio de residencia a Segovia, donde vivió hasta 1934, se instaló definitivamente en Madrid, aunque el estallido de la Guerra Civil, en la que tomó parte por el bando republicano, le obligó a exiliarse, primero a Valencia y después a Barcelona, de donde pasó al pueblecito francés de Colliure, en el que falleció en febrero de 1939. Hombre humilde y solitario, alejado de los honores y de la vida literaria, experimentó una evolución ideológica que pasó del liberalismo reformista de su juventud, a unas ideas más radicales y revolucionarias, cercanas al socialismo obrerista durante el período de la República, cuando le preocupó especialmente la justicia social y los derechos de los trabajadores. Su primer libro de versos fue Soledades, publicado en 1903, con un estilo claramente modernista, pero atenuado por ese matiz intimista que Machado siempre imprimió a su poética. Cinco años después, en 1912, alcanzó el éxito con un libro, Campos de Castilla, en el que, sin abandonar el modernismo, su poesía adquirió un tono de mayor rigor y austeridad a la hora de describir el paisaje castellano y de ejercer una primera crítica social sobre la realidad española. Del resto de su poesía, ya menos conocida, destacan Nuevas canciones (1924) y La guerra (1937). Aunque escribió varias obras de teatro, en 31

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coautoría con su hermano, la otra gran obra maestra machadiana es su único libro en prosa: el fragmentario e inclasificable Juan de Mairena (1936), donde se recogen los pensamientos y enseñanzas de un apócrifo profesor que es, evidentemente, una contrafigura del propio Machado. EN LOS MÁRGENES DEL CANON

Hecho este repaso, sólo nos quedaría resolver una duda: ¿qué lugar ocupó Sorolla con respecto a este grupo de autores? ¿Formó parte activa de la generación del 98, como otros pintores de su época, o quedó al margen, como le sucedió a su gran amigo, el escritor valenciano Vicente Blasco Ibáñez? La pregunta no es fácil de responder, pero, para ello, nada mejor que recurrir al testimonio de algunos de los interesados. Lo primero que conviene decir es que una de las características de la generación del 98 fue, como ya he señalado, la variedad en el origen geográfico de sus miembros y, ligado a ella, el contraste que se estableció, desde el principio, entre lo que podríamos llamar el centro y la periferia o, dicho de otra manera, Castilla y el resto de territorios de la península, varios de los cuales poseían una lengua y una cultura propias, distintas a la castellana. En este sentido, ya en fecha tan temprana como el 1900, Azorín publicó un artículo sobre la oposición entre Cataluña y Castilla en el que establecía una sugerente dicotomía entre «hidalgos y ginoveses», en referencia a los castellanos y los catalanes. «Frente a Cataluña, regateadora del céntimo, sórdida, sin ideales, sin robustas tradiciones artísticas», decía un joven y provocador Martínez Ruiz, «está Castilla, pobre, dadivosa, soñadora, artística; frente al noble descuidado, el mercader cuidadoso; frente al hidalgo desprendido, el ginovés que lo explota y vilipendia» (Azorín, 1972: 181-182). No fue el único en establecer esa división. En 1912, Unamuno publicó un conocido artículo en La Nación de Buenos Aires, titulado «De arte pictórica», en el que argumentó que, a su juicio, en la pintura española de principios del siglo xx había dos escuelas claramente diferenciadas: la vasco-castellana, donde incluyó a pintores como Juan Echevarría, Darío de Regoyos y, por encima del resto, a Ignacio de Zuloaga; y la valencianoandaluza, para la que sólo citaba como ejemplo a un autor: Joaquín Sorolla. Frente a «la manera sobria, fuerte y austera» de la escuela vasco-castellana, la España pagana y progresista, «que quiere vivir y no pensar en la muerte», de la valenciano-andaluza. Dos estéticas para dos Españas, no sólo en lo pictórico, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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sino también en lo literario, pues «la España vista y sentida por Sorolla», concluía el intelectual vasco, «no es la vista y sentida por Zuloaga, como la España que mejor ha visto Blasco Ibáñez no es la de Baroja o la mía» (Unamuno, 1912). Y si Unamuno veía dos España, Valle-Inclán aún veía una tercera. O eso se desprende de un ensayo sobre pintura vasca, publicado por el gallego en 1919, en el que establecía una partición del país en tres regiones: la «región castellana», caracterizada por su «expresión mística», «de acabamiento» y «de cansancio»; la región de la cornisa cantábrica, que, frente a ese cansancio castellano, era una región joven y todavía por desarrollar, «impulsada por el logos espermático» y por la «razón regeneradora»; y, en tercer lugar, la costa mediterránea o «región levantina», que era la de Sorolla, a la que dedicaba críticas más ácidas, calificándola de «fenicia», «gitana», «falsa» y «poseedora de una ciencia engañosa» (Valle-Inclán, 1919: 4-7). Por último, y aunque no lo escribió él, en primera persona, Andrés Trapiello ha señalado que también Baroja estableció una línea divisoria entre el norte y el sur de España: entre «los que tenían ideas y los que no, las mentes especulativas y nórdicas y las otras, las mentalidades sarracenas y mediterráneas, partidarias de la horizontal y los fandangos (versión africana) o la mascletá (versión levantina)» (Trapiello, 1997: 140). La consecuencia de esta teoría sobre las dos Españas, una vieja y negra, asociada a Castilla, y otra nueva y blanca, vinculada al Mediterráneo, es que, como ha señalado Facundo Tomás, tanto Sorolla como Blasco Ibáñez se convirtieron en «la personalización de ese territorio» opuesto al que los citados autores defendían, pues en sus textos «Valencia se presentaba como una especie de estorbo, una discordancia con su idea de lo que debía ser España» (Tomás, 1998: 23). Desde el punto de vista de la historiografía, esta dicotomía establecida en su época también ha tenido repercusiones porque, a la hora de construir el discurso oficial, una de las dos Españas se impuso a la otra y, con ello, la excluyó de lo que, con el tiempo, se convirtió en la imagen canónica del 98: la que pasó a formar parte de la historia de España que se ha enseñado en los institutos y las universidades. En mi ensayo «Blasco Ibáñez y la Generación del 98» (Fuster, 2017), sinteticé los argumentos por los que la crítica había marginado al escritor valenciano de la nómina de autores del 98, a pesar de que, si aplicamos un criterio estrictamente cronológico, el autor Los cuatro jinetes del Apocalipsis fue un noventayochista más. 33

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Como han explicado historiadores del arte como Tomás Llorens, Facundo Tomás o Felipe Garín, algo parecido sucedió con Sorolla, al que la historia del arte español del siglo xx ha relegado a los márgenes del canon. Frente al mito de la España castellana, centralizada, profunda e inmutable, impregnada de ascetismo y casticismo, se alzó la imagen negativa de un Sorolla levantino, superficial, hedonista, trivial y, en definitiva, periférico. Frente a la España negra y pesimista, sobria y austera, de grandes pintores como Darío de Regoyos, Ignacio de Zuloaga, Julio Romero de Torres o José Gutiérrez Solana, la España luminosa y vitalista de Sorolla, llena de playas, barcos, animales, mujeres y niños, resultaba demasiado alegre. No es casual que fue durante el franquismo cuando, a través de un pequeño gesto, aparentemente intrascendente, se intentó superar esta división para unificar, aunque fuese de forma simbólica, esas distintas Españas. Fue en los años cincuenta cuando el Banco de España emitió una serie de billetes con las efigies de Sorolla, Zuloaga, Benlliure o Romero de Torres, en una indisimulada operación de marketing de las autoridades franquistas para reagrupar a las Españas separadas por el 98 y tratar de superar, así, unas diferencias estéticas que el régimen quiso neutralizar, como también hiciese con las diferencias lingüísticas o territoriales. El problema de Sorolla es que esta exclusión de lo que podríamos llamar el canon noventayochista no es la única que su obra ha padecido. A esta marginación, digamos nacional, hay que añadir otra, de alcance incluso mayor. Esta segunda, procedente del ámbito europeo y, más específicamente, anglosajón, tiene que ver con el hecho de que resulta difícil clasificar la pintura sorolliana dentro de su contexto histórico y estético. La dialéctica centro/periferia no es exclusiva de España, sino que funciona, también, para el contexto internacional, donde el concepto de modernidad se ha construido a partir de dos grandes núcleos o centros: París, capital cultural del mundo antes de la Primera Guerra Mundial, y Nueva York, que le arrebató ese privilegio a partir del período de entreguerras, cuando los Estados Unidos adquieren el estatus de primera potencia mundial. Aunque es verdad que parte de la historiografía española ha intentado reaccionar contra esa exclusión de Sorolla de la modernidad europea, la forma de hacerlo no ha sido la mejor, porque se ha recurrido a algo tan simple, como calificar a Sorolla de «impresionista», en un intento de situarlo, así, dentro de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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una de las grandes corrientes de vanguardia europeas. Sin embargo, Tomás Llorens ha explicado que esta adscripción no responde a la verdad, al menos por dos motivos: la cronología de Sorolla no es la de los grandes pintores impresionistas, porque su obra es posterior. Además, la correspondencia familiar del valenciano nos ha descubierto que, si bien conoció la pintura de Monet (tardíamente), ni le interesó, ni la entendió del todo. Si aceptáramos la existencia de un «Sorolla impresionista», estaríamos aceptando de facto, su condición marginal dentro del canon, pues, en esa lógica centro/periferia, Sorolla sería un impresionista tardío y periférico (Llorens, 2007: 105-107). Lo más fácil, ha aconsejado Llorens, es aceptar la realidad y constatar que, si hubiese que colgar alguna etiqueta a la obra de Sorolla, esta debería ser la de «naturalista», entendiendo el naturalismo en un sentido muy amplio, como una corriente cultural europea que comprendería desde la pintura de Gustave Courbet o Adolph von Menzel, hasta la literatura de Gustave Flaubert, Émile Zola, Guy de Maupassant, Henry James o, en clave española, los ya citados Clarín y Galdós. Probablemente, decir hoy de un pintor que fue impresionista o postimpresionista vende más que decir que fue naturalista o realista; lo primero suena a moderno, a siglo xx, mientras que lo segundo huele a algo más rancio, más decimonónico. Pero también esto es una media verdad, por no decir una mentira, porque se basa en el prejuicio de considerar que el naturalismo es sinónimo de tradicionalismo, cuando, en realidad, fue todo lo contrario. El naturalismo, ha escrito Llorens, «fue la ruptura más importante de la edad contemporánea en el arte y la sensibilidad del Antiguo Régimen». Fue una reacción contra el academicismo que, pese al empuje del movimiento romántico, había sobrevivido en la pintura de buena parte del siglo xix. Lo que sucede es que el naturalismo fue una revolución lenta, que abarcó un largo período de tiempo, entre 1848 y 1914. La ruptura, ésta sí rápida, que supuso la aparición de las vanguardias, tras el final de la Gran Guerra, hizo que los historiadores del arte aplicaran una especie de damnatio memoriae sobre todo lo anterior a los ismos vanguardistas, lo que perjudicó, entre otros, a un Sorolla que quedó a mitad de camino, en tierra de nadie. Ni se le quiso etiquetar como naturalista, que es lo que realmente fue (un naturalista con estilo propio y muy personal, tendente al impresionismo), ni se le ha podido aceptar como impresionista canónico, por las razones que ya he esgrimido. En este sentido, y como ha señalado Facundo Tomás, tanto la vasta obra literaria de Blasco Ibáñez como los 35

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cerca de cinco mil cuadros que se dice que pintó Sorolla siguen siendo hoy en día un legado cultural «que se siente maltratado por los tiempos inmediatamente posteriores y reclama, cuando ya el hoy se ha distanciado mucho de lo que tales tiempos sostenían, ser devuelto a la altura que su calidad e importancia en la cultura internacional merecen» (Tomás, 2000: 23). Por último, y para no dejarles con un mal sabor de boca, debo aclarar que estas disquisiciones críticas, sin duda importantes, no significan, ni mucho menos, que Sorolla tuviese una mala relación con los escritores españoles de su época. De hecho, cuando Archer M. Huntington recibió los catorce grandes murales sorollianos de la serie «Visión de España», que sirvieron para decorar la neoyorkina Hispanic Society of America, el filántropo estadounidense hizo al pintor valenciano un segundo encargo y le pidió que retratara a los personajes más ilustres y representativos de la cultura española de su tiempo. Sorolla se puso manos a la obra y realizó los conocidos retratos de Galdós, Baroja, Azorín, Unamuno, Machado, Blasco Ibáñez, Benavente, Ramón y Cajal, Menéndez Pelayo, Ortega y Gasset o Juan Ramón Jiménez. Fue precisamente el autor de Platero y yo, amigo y admirador de Sorolla, quien, tras visitar el taller que éste tenía en Madrid (en el palacete que hoy es sede del Museo Sorolla), publicó una nota a propósito del cuadro titulado Sol de la tarde, donde describió el ambiente que allí se respiraba y la manera en que, según él, debíamos acercarnos a la pintura de ese gran maestro de la luz: «Cuando se entra en el estudio de Joaquín Sorolla –escribió Juan Ramón Jiménez–, parece que se sale a la playa y al cielo; no es una puerta que se cierra tras nosotros; es una puerta que se abre al mediodía. Yo experimento ante la pintura de este levantino alegre esa emoción sin pensamiento, muda, sorda, plena, de una tarde de campo. [...] Es inútil ir a los cuadros de Joaquín Sorolla con brumas y ensueños en el alma. Nuestras majas sean hoy para Zuloaga, nuestras oraciones, para Rusiñol. A Sorolla es necesario llevarle la palabra humana y el color rojo de nuestro corazón» (Jiménez, 1904: 2).

Nota: este texto tiene su origen en dos conferencias que impartí en mayo de 2019 en Londres (una en la sede del Instituto Cervantes de esa ciudad, invitado por su director, Ignacio Peyró, y otra en el Magdalen College de la Universidad de Oxford, invitado por el profesor Juan Carlos Conde), con motivo de la inauguración de la gran exposición «Sorolla: Spanish Master of Light», que albergó la National Gallery. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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BIBLIOGRAFÍA · Azorín, Artículos olvidados de J. Martínez Ruiz (18941904), estudio, notas y comentario de texto de José María Valverde, Madrid, Narcea, 1972. · Fuster, Francisco, «Blasco Ibáñez y la Generación del 98», Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 805-806, 2017, pp. 124-145. · Jiménez, Juan Ramón, «Sol de la tarde: pensando en el último cuadro de Joaquín Sorolla», Alma Española, núm. 18, 13-III-1904. · Llorens, Tomás, «Joaquín Sorolla: una reflexión historiográfica», en Sofía Barón e Isabel Justo (coords.), Sorolla: Visión de España. Colección de

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la Hispanic Society, Valencia, Fundación Bancaja, 2007. Tomás, Facundo, «Una mirada a Blasco Ibáñez después de la modernidad», en Vicente Blasco Ibáñez, La maja desnuda, edición de Facundo Tomás, Madrid, Cátedra, 1998. –. Las culturas periféricas y el síndrome del 98, Barcelona, Anthropos, 2000. Trapiello, Andrés, Los nietos del Cid, Barcelona, Planeta, 1997. Unamuno, Miguel de, «De arte pictórica», La Nación, 8 y 21 de agosto de 1912. VV. AA., La pintura vasca: antología, 1909-1919, Bilbao, Biblioteca de Amigos del País, 1919.

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Milan Kundera y el humor Por José María Herrera


UN PAÍS DESVENTURADO

En Europa no hay territorio, pueblo o Estado que no haya sido en otro momento algo muy diferente de lo que ahora es. La virginidad histórica, el sueño romántico del nacionalismo, es un mito tan infundado como la creencia en que hemos alcanzado una situación política definitiva que debe salvaguardarse cueste lo que cueste. Lo definitivo no tiene cabida en la historia. Realidades destinadas aparentemente a una larga duración caen de golpe y desaparecen. Entre los detritus del pretérito, mezclados con las ruinas de los templos y las estatuas de los dioses inmortales, hay cientos de invencibles imperios. Y no es algo que aconteciera sólo en tiempos remotos. Nosotros mismos hemos sido testigos del ocaso y desmoronamiento de la URSS –«cuatro palabras, cuatro mentiras», escribió alguien antes de la caída–, un cataclismo que pilló por sorpresa a casi todo el mundo., Entre esas regiones que fueron multitud de cosas antes de llegar a ser lo que ahora son, se halla Chequia, la vieja Bohemia. Integrada a lo largo de los siglos en variopintos conglomerados políticos, su paso a la condición de república soberana se remonta a hace apenas cien años, tras la Gran Guerra y el colapso del imperio austrohúngaro. La independencia adquirida entonces no la ha librado, sin embargo, de ser invadida posteriormente en varias ocasiones. Encontrarse en el centro de Europa, entre colosos con ansias expansivas, no es lo mejor que puede sucederle a un país pequeño. La primera de esas invasiones vino del oeste. Hitler convenció a los alemanes de que era necesario ampliar las fronteras del Estado. Un nombre surge cuando se recuerda aquel episodio, el de Reinhard Heydrich, «el carnicero de Praga». Nombrado en 1941 Reichsprotektor de Bohemia y Moravia, su misión era germanizar a viva fuerza la república. Con ese objetivo debía eliminar a los judíos, escoger entre «la basura checa» a los futuros alemanes y poner al resto de la población a trabajar como siervos del Reich de los mil años. Unos terroristas caídos del cielo y su alocada temeridad de superhombre nietzscheano evitaron que alcanzara su propósito. La segunda invasión vino del este. El deseo de oxigenar el régimen comunista impuesto al concluir la Segunda Guerra Mundial provocó las manifestaciones de la primavera de 1968 y, con ellas, el despliegue de los tanques del pacto de Varsovia. La liquidación de la cultura checa dejó de ser entonces una posibilidad para transformarse en programa político gracias al presi39

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dente impuesto por los rusos, Gustav Husak, también llamado a causa de la masacre cultural llevada a cabo durante su mandato «el presidente del olvido». El precio por intentar huir del telón de acero, eufemismo tras el cual se extendía el inconmensurable campo de concentración soviético, fueron veinte años más de estalinismo sin Stalin y la impresión para los checos de que agonizaban como pueblo. Entre quienes asistieron en la entonces Checoslovaquia al esfuerzo comunista por borrar cualquier rastro de cultura que estorbara los planes del partido estaba el mayor escritor checo de la segunda mitad del siglo xx, Milan Kundera. Tratándose de un partidario de las reformas, puede considerarse una suerte que, en vez de ser confinado en un hospital psiquiátrico o un campo de trabajo, le permitieran ganarse la vida ejerciendo como albañil o tocando el piano en un club. El régimen, a pesar de su extraordinaria dureza, se estaba reblandeciendo. Pocos años antes, en la URSS, bastaba con elogiar una pintura impresionista para que uno fuera acusado de calumniar al socialismo y, por tanto, de ser un traidor. Habida cuenta que un decreto de 1934 extendía la culpa de los traidores a sus familias, incluidos los niños mayores de doce años, edad a partir de la cual podía ser aplicada la pena capital, verse obligado a cambiar de profesión no era el peor castigo para un disidente. El objetivo prioritario del nuevo gobierno eran ya menos los individuos que su conciencia de pueblo. Había que separar a la población checa de sus raíces a fin de hacerla permeable a las quiméricas promesas del partido. Lo que sucedió en aquellas dos décadas, y lo que sucedió fue una mezcla de terror y connivencia, confirmó que el marqués de Vauvenargues estaba en lo cierto cuando escribió que «la esclavitud humilla tanto a la gente que esta termina por amarla». Consciente de que su vida en la patria era en esas condiciones imposible, Kundera prefirió marcharse. Más que la prohibición de publicar –las autoridades habían retirado tiempo atrás sus libros de librerías y bibliotecas–, fue la deliberada aniquilación de la cultura checa por parte del Estado lo que le decidió a hacerlo. En 1979, cuatro años después de instalarse en Francia, perdió también su nacionalidad. El gobierno checo no quería tener nada que ver con un escritor opuesto a sus ideales. Luego, para compensar su éxito internacional, se le organizó una dura campaña de descrédito similar a la que han sufrido todas las personas de relieve que han osado cuestionar las bondades de la dictadura del proletariado. Los ecos de esa campaña aún resuenan gracias a CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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los vástagos de los «intelectuales comprometidos», hoy especializados en los discursos identitarios, la corrección política y otros sucedáneos bajos en calorías de la revolución. EUROPA Y LA NOVELA

La experiencia del exilio ayudó sin duda a Kundera a verse como un escritor europeo y no solo checo. A fin de cuentas, Europa es algo más que un viejo mosaico de territorios separados por costumbres y lenguas diversas; es una cultura unida por la historia. Esa unidad se remonta al Imperio Romano y sobrevivió espiritualmente a la fragmentación política durante la Edad Media gracias al predominio de la Iglesia. La ruptura, una ruptura que afectó a todos de alguna manera, se produjo con el advenimiento de la modernidad, cuando el individuo pasó a ocupar el lugar que hasta entonces había ocupado Dios. Destruida la unanimidad de la fe, perdidas las certezas religiosas, los europeos empezaron a experimentar la existencia como algo muy problemático. Tal experiencia tuvo graves consecuencias en todos los órdenes de la vida, incluido el de las artes y la literatura, las cuales evolucionarían hasta convertirse en una actividad individual en la cual se expresa una «originalidad personal irremplazable». Fue en este contexto donde apareció la novela moderna, cuyo crucial papel histórico reivindica Kundera en cuatro libros de ensayos: El arte de la novela, Testamentos traicionados, El telón y Un encuentro. Aunque él mismo ha repetido a menudo que estos ensayos no responden a una voluntad teórica, sino que son las reflexiones de un novelista que ha tropezado reiteradamente con ciertos problemas teóricos inexcusables, nadie puede negar que encierran una muy original y clarividente interpretación del género. Por lo pronto, y a diferencia de quienes acostumbran a tratarla como si fuera un mero reflejo de las corrientes filosóficas o morales preponderantes, Kundera defiende la autonomía estética de la novela a la vez que subraya su condición de contrapeso a la prepotencia de las ideas típica de la modernidad. Si la filosofía, al menos en la línea hegeliano-marxista que terminaría por dominar la escena pública, se esforzaba por convertir las ideas en mitos capaces de encandilar a las masas, y la ciencia, al igual que la industria y el mercado vinculados a ella, se apartaba cada vez más de la experiencia humana personal, la novela fue dejando atrás el mundo del mito en el cual hundía sus raíces para concentrarse en la realidad presente, o lo que viene a ser igual, en el problema personal y cotidiano de la existencia humana. Identificar lo 41

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moderno sólo con la ideología y la ciencia constituye, por eso, una arbitrariedad y, además, un olvido de lo que Europa debe a don Quijote, a Tristram Shandy o a Madame Bovary. ¿Acaso no nos enseñaron estas y otras figuras novelescas una forma de comprender la vida, de sentir y relacionarnos?, ¿y no ha acreditado la novela, pese a las innumerables necrológicas a su costa, el vigor suficiente para cuestionar cada vez que ha hecho falta la voluntad de quienes se esfuerzan por imponer una concepción monolítica de la verdad, que es aquello contra lo que viene luchando Europa desde hace siglos? Innegablemente, la novela tiene su propia e irrenunciable misión. Pensar que simplemente gravita alrededor de las ideas filosóficas, estéticas y morales de la sociedad es privarla de toda sustancia. Eso quizás sea lo que hacen los novelistas mediocres, que suelen ser, inevitablemente, la mayoría, aunque no, desde luego, aquellos a los que el arte de la novela debe su perfección, desde Rabelais o Cervantes a Joyce o Kafka pasando por Balzac, Tolstoi o Proust. Las novelas de estos autores señeros se caracterizan todas por examinar la existencia con la pretensión de volverla inteligible. No hay nada abstracto en ellas, su cometido es observar y comprender lo real tal y como se nos ofrece en la vida cotidiana, aunque aprovechando los recursos de la ficción. Se trata, en suma, y como decía Hermann Broch, de «descubrir lo que únicamente una novela puede descubrir». Se explica así la ambigüedad de sus hallazgos, la imposibilidad de convertirlos en una verdad ciclópea, como aparentemente desean todos aquellos que identifican la sabiduría con una especie de comodín universal gracias al cual decantar a su favor todas las apuestas. Al concluir la lectura de Madame Bovary, no sabemos qué piensa Flaubert acerca de la protagonista. ¿Es una mujer caprichosa o una mujer incapaz de resignarse a vivir la existencia gris que le ha tocado en suerte? El autor no lo dice. Tampoco está claro si Cervantes considera a don Quijote un lunático idealista o un hombre bueno extraviado en el laberinto de los sueños. Pero nada de esto es muy importante. A fin de cuentas, los novelistas no ofrecen sus personajes a la consideración pública para que el lector los emule o los juzgue, sino para que los comprenda. Verdad que los espíritus pragmáticos y la gente de convicciones morales rotundas se soliviantan con tal indefinición, pero no hay que llevarse a engaño: el espacio de la novela es el espacio donde nadie es el poseedor de la verdad, pues todos en ese espacio tienen derecho a ser comprendidos. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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EL HUMOR

Esa voluntad de comprensión de la vida característica de la novela moderna se sostiene en los dos factores que diferencian a la civilización occidental de otras civilizaciones: el amor y el humor, idealización y transgresión. Gracias al amor hemos aprendido a salir del yo y ver al otro como tal otro. Gracias al humor hemos evitado que el yo –y esto significa también el otro– se convierta en algo rígido, una de esas identidades monolíticas cuya defensa a ultranza conduce al fanatismo. La novela cuenta desde su origen con ambas potencias, se nutre de ellas. Por eso, al rememorar su nacimiento, Kundera cita un proverbio judío en el que se habla de la limitación del hombre y la risa de Dios: «El hombre piensa, Dios ríe». Rabelais, dice, comenzó la primera novela moderna, Gargantúa y Pantagruel, el día que escuchó la risa de Dios. ¿La risa de Dios?, ¿acaso Dios ríe?, ¿de qué iba a reírse Dios? Kundera cree que sí, que Dios ríe, y que se ríe del hombre, y ello por tres motivos: porque, a pesar de ser un ser que piensa, siempre se le escapa la verdad; porque, aunque cree saber qué es, nunca es lo que supone ser; y, finalmente, porque la visión de las cosas que cada cual tiene se aparta inevitablemente de la de los demás, lo que significa que el hombre vive en una suerte de torre de Babel donde no hay forma de que llegue a reinar nunca el acuerdo. La risa divina que se burla de lo humano o, más precisamente, el eco de esa risa fue lo que los primeros novelistas intentaron captar en el alba de la modernidad, un momento de la historia en el que todavía se consideraba irreverente creer que Dios ríe o que el hombre fracasa cuando piensa. Los antiguos conocían la risa, la sátira, la burla, la comedia, pero no el humor. Éste es un invento moderno, ligado íntimamente a la novela. La comedia antigua explotó diversos aspectos de lo cómico, pero no el humor, que se caracteriza, como escribió Octavio Paz, por «convertir en ambiguo todo lo que toca». Se trata, por eso, de una actitud, un modo de afrontar la realidad que cuenta con la posibilidad de que ésta sea de otra forma a como la pensamos, de que uno mismo sea también de otra forma. El humor nos hace descubrir súbitamente que la realidad no es tan consistente como parece. Ideas, personas y cosas pierden su significado aparente si dejamos de mirarlas «seriamente». El efecto inmediato de la ambigüedad deliberada propia del humor es la suspensión del juicio moral, una suerte de escepticismo sutil que es la característica común a las novelas señeras de la tradición. Queda claro entonces que la novela de verdad no se escribe para 43

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defender ciertos valores. Su objetivo es comprender, no juzgar. Dentro del horizonte imaginario de la acción no hace falta señalar si los personajes se conducen de acuerdo con los principios éticos comúnmente aceptados por la opinión pública. «Suspender el juicio moral no es lo inmoral de la novela, es su moral», escribe Kundera. La creación de ese espacio imaginario no sometido a unos principios previos es lo que permite el experimento narrativo de contemplar la vida evolucionando en libertad. Que ese experimento realizado sin interrupción desde que Rabelais firmó Gargantúa y Pantagruel ha tenido efectos positivos en la existencia de los europeos es obvio para cualquiera que esté familiarizado con su historia. ¿Acaso sabríamos qué significa ser individuo si no hubiera sido gracias a ello?, ¿qué mejor para entender la libertad que el afán por dar cabida y sentido a los actos de todo tipo de personas? Ser novelista no es simplemente practicar un género literario, es una actitud, una posición frente la existencia que excluye toda identificación con una ideología, una moral, una religión. Por supuesto, el escritor tiene su concepción de las cosas, pero si no escapa de ella cuando escribe es muy difícil que pueda hacer una buena novela. Pensemos, por ejemplo, en todos esos autores que hicieron literatura comprometida tras contraer la enfermedad totalitaria: ¿qué ha quedado de ellos? Para Kundera esa no-identificación característica de la actitud del novelista no tiene nada que ver con la indiferencia, la evasión o la pasividad, sino que es una suerte de resistencia, de desafío burlón, de rebeldía. Lamentablemente, frente a una tradición de novelistas que sonríen y dudan tenemos otra de predicadores y moralistas que fruncen el ceño y amenazan. Aquí cabe encontrar desde clérigos fanáticos a ideólogos furibundos, un catálogo de gente convencida de que la literatura sólo es legítima si sirve a la moral, su moral. Todos ellos supeditan los derechos de la ficción a sus ideas, sean las ideas reveladas del hombre religioso o las del idealista que no cree que el individuo esté en condiciones de descubrir por sí solo las leyes que deben gobernar su voluntad. El arte resulta en este contexto muy difícil, pues quienes crean desde sí mismos, en el sentido moderno de la palabra, tarde o temprano terminan cuestionando los valores vigentes, algo que resulta para ellos igual de peligroso tanto si detrás de esos valores indiscutibles está Dios como si está el bien monopolizado, por ejemplo, por los apuntadores de la revolución, los adalides del progreso o los voceros de cualquier minoría más o menos oprimida. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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LOS DERECHOS DE LA FICCIÓN

El olvido de los derechos de la ficción no sólo representa una amenaza directa contra la novela (y el resto de las artes), sino también contra algunos de los logros de la modernidad que la hizo posible. Dicha amenaza acrece cuanto mayor es el poder de sus enemigos. Estos son, según Kundera, principalmente tres: la pérdida del sentido del humor; la necedad ligada a la información, el especialísimo y el imperio de las ideas preconcebidas; y el kitsch, es decir, la complacencia en el engaño embellecedor, el gusto por lo falso. Si hasta el siglo xx Europa fue el espacio donde el individuo era posible porque lo eran también el humor, la ironía y la autenticidad, desde entonces todo esto se ha vuelto problemático y difícil. Un ejemplo revelador es la desconcertante reacción de los europeos frente a la fatua de Jomeini contra Salman Rushdie por Los versos satánicos. Kundera observa que lo significativo de aquel lamentable episodio no fue que la novela fuera tratada por el padre de la República Islámica de Irán como un manifiesto, sino que lo hicieran los europeos. Aunque todo el mundo sabía que el imán no era la persona adecuada para penetrar en el verdadero significado de una novela, no se cuestionó su interpretación, sino únicamente su veredicto. Pocos advirtieron que la ausencia de sentido del humor, algo perfectamente congruente con la seriedad de la fe, le incapacitaba para realizar una exégesis adecuada del texto. ¿Cómo va a comprender algo quien no distingue la realidad de la ficción? Pero no ha sido éste el único caso en que una novela desata la cólera de los inquisidores. Philip Roth, por ejemplo, se vio obligado a defender su derecho a fabular sin atar a sus personajes a los prejuicios de los lectores judíos que le reprochaban la irreverencia con que abordaba la fe de sus antepasados, y Kundera –luego hablaré con detalle del asunto– lleva años sufriendo como una minoría oprimida las críticas de los cazadores de brujas del feminismo que le reprochan ser un misógino o tratar despectivamente a los personajes femeninos en sus novelas. Roth y Kundera son sólo dos nombres en una larga lista de escritores denunciados por la policía ideológica, un ejército de mamporreros morales que, amparándose en la difusa opinión pública, no dudan en linchar a cualquiera que no se arrodille ante sus principios. Y ellos dos no son los únicos, hay más en su punto de mira, aunque no muchos más, pues en esas listas de autores a los que se trata de neutralizar por razones extraliterarias rara vez figuran autores mediocres. Se ve que el verdadero aborrecimiento lo produce la excelencia. 45

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Carencia de sentido del humor y necedad suelen ser fenómenos paralelos, especialmente en el mundo moderno, donde la necedad no es simplemente ignorancia, un defecto más o menos subsanable, sino algo relacionado, como dijimos, con la información, el especialismo y el imperio de las ideas preconcebidas. Recuérdense los imprescindibles análisis de Ortega en La rebelión de las masas o aquella famosa frase de un personaje de Musil en El hombre sin atributos: «Las máquinas son cada vez más complejas; los cerebros cada vez más simples». Flaubert, a quien suele remitir Kundera como autoridad suprema en la necedad moderna, estaba seguro de que la confianza ilustrada en el poder del progreso para acabar con ella carece de toda justificación. La necedad no mengua con el progreso, progresa con él. Basta con observar de qué manera han prosperado la charlatanería, la cortedad de miras y la imbecilidad ideológica en el último siglo. Un gremio al completo, el de los intelectuales comprometidos, puede ser considerado el perfecto ejemplo de necedad derivada no de la falta de inteligencia o información, sino de la ofuscación mental que impide contrastar las propias ideas con la realidad. Sus descendientes, creadores del «populismo intelectual» responsable de la pandemia psiquiátrica que padecemos desde hace lustros, aún creen que el saber es un estado de gracia que autoriza a quien lo padece a dirigir los destinos del mundo. A lo anterior hay que añadir que la necedad sigue nutriéndose, como hizo siempre, de aquello que parece justificarlo todo: la búsqueda denodada del bien, el santo grial de la demagogia lírica de todos los tiempos. Rememoremos, por ejemplo, a Monsieur Bovary, quien, animado por su amigo el farmacéutico, decide operar al patizambo Hipólito, una intervención que sobrepasa sus competencias médicas y termina con la amputación de la pierna del muchacho. Por hacer un bien, ha hecho un mal mayor. Esto sucede a menudo. El necio confunde las buenas ideas, los buenos sentimientos, los buenos deseos, con el buen juicio. Bouvard y Pecuchet, la novela póstuma de Flaubert, desarrolla esta idea hasta extremos desternillantes. Pero ni mucho menos fue el primero en hacerlo. Recuérdese el episodio de la liberación de los galeotes del Quijote. En cuanto los recién liberados se vieron sin cadenas, le dieron una paliza a su bienhechor. El siglo xx ha proporcionado montones de ejemplos parecidos, aunque por desgracia la mayor parte de ellos en la propia realidad. Los crímenes de los ideócratas soviéticos en nombre de la revolución son el ejemplo clásico. Decenas de millones de personas sacrificadas por una idea. Asombrosamente, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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y esto prueba lo necia que puede llegar a ser la necedad, todavía hay quien mira hacia otro lado y, convencido de su perfección moral, prefiere ignorar que sus ideas sirvieron un día para aplastar a pueblos enteros. El predominio de lo sentimental sobre el buen juicio guarda relación asimismo con otro de los enemigos de la modernidad: el kitsch. La creencia de que el corazón está más capacitado para juzgar éticamente las acciones humanas que la razón nos ha llevado, según Kundera, a una situación catastrófica. La inteligencia emocional, que es más emocional que inteligencia, trata de imponer, y de hecho da la impresión de haber impuesto, un terrorismo del corazón que amenaza cualquier pretensión de considerar los asuntos desapasionadamente. Los hechos cuentan menos que las pasiones que suscitan y, como éstas son heterogéneas, la sociedad se ve abocada a una creciente confusión en la que el valor supremo es la propia emoción, la subjetividad en estado puro. El problema es que si hay algo en el mundo realmente susceptible de falsificación son los sentimientos, un fenómeno que la tradición centroeuropea designa con la palabra kitsch. Detrás de ella no sólo está el mal gusto o la sensiblería, sino algo bastante peor, pues el gran problema del kitsch, como muy bien ve Kundera, es que reduce a nada las obras de arte, volviéndolas insignificantes, desactivándolas. Si al juzgarlas se impone el lugar común sentimental, todo eso que se identifica, por ejemplo, con lo políticamente correcto, desaparece lo artístico de la obra de arte. El lector, el espectador, el público, sólo está dispuesto a contemplar lo que le emociona o le satisface moralmente. Más allá no está dispuesto a ir, aunque en ese más allá es donde opera, por definición, la obra de arte. ¿Quién puede reconocer y apreciar las buenas novelas, novelas de verdad, en un contexto como éste? KUNDERA EN LA PICOTA

En toda sociedad rigen ciertos valores sobre los que descansa su moral. Esos valores son considerados fundamentales para su estabilidad. La tendencia es protegerlos al precio que sea. En Europa, con la crisis de la fe cristiana y el renacimiento de la filosofía en el siglo xvi, la relación con los valores cambió radicalmente. Igual que ocurrió en la antigua Grecia cuando aparecieron los primeros filósofos, se tendió a cuestionarlos en vez de aferrarse a ellos. El pasado, que había sido considerado hasta ese momento fuente de toda ejemplaridad, perdió su prestigio a favor de lo nuevo. La confianza en el progreso hizo que se tolerara cada vez 47

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más la duda y, hasta cierto punto, pues nada de lo que estamos diciendo aconteció sin conflicto, la transgresión. El arte y la literatura, en cuanto actividades imaginativas, se beneficiaron de ello y disfrutaron de una libertad creciente. Esto no significa que no estuvieran en el punto de mira de los celosos guardianes de lo establecido. Siempre ha sido así. También actualmente. Que los valores hegemónicos sean los de las masas y no los del clero o la burguesía acomodada no cambia nada. Beatería y fanatismo son la sombra de cualquier moral. Para comprobarlo basta con observar la virulencia con que hoy se ejerce la censura, especialmente la censura retrospectiva. Aunque ya nadie se escandaliza con los adulterios de madame Bovary, ponemos el grito en el cielo cuando leemos los comentarios misóginos de Baudelaire o misóginos, racistas y elitistas de Nietzsche. Incapaces de aceptar que los hombres son hijos de su tiempo, algunos pretenden prohibir sus obras, como si no fueran la escalera que nos ha ayudado a subir a donde estamos. Se ve que además del sentido histórico hemos perdido el sentido del humor, la capacidad para tomar distancia de nuestras creencias. El humor, que siempre fue el mejor antídoto contra la intolerancia, parece estar desapareciendo a la vez que prolifera una sospechosa hiperestesia moral, eso que hace que alguien como Jomeini, un monstruo capaz de enviar una legión de niños a las fronteras minadas del país enemigo para que las desactiven con sus cuerpos, condene a muerte a un escritor que se ha referido a Mahoma en términos inapropiados para su delicada sensibilidad de clérigo oscurantista, o que docenas de actores alienados por la corrección política declinen la invitación a participar en las películas de Woody Allen porque una mujer despechada vertió sobre él feroces y jamás probadas acusaciones acerca de su conducta sexual. En un mundo sin humor, en el que cualquier transgresión es considerada un sacrilegio, la novela tiene muchas dificultades para existir. Si el esfuerzo por penetrar en las zonas oscuras de la conciencia de los personajes, aquellas donde no penetra la moral social, es castigado con la crítica o la censura: ¿de qué va a ocuparse el novelista?, ¿qué clase de relación con la realidad y la vida humana tendría una literatura que omitiese cualquier referencia a las cosas que disgustan a la opinión pública?, ¿y a donde iría a parar el poder crítico de la novela si no se cuestionara también los valores en que ella descansa? La obligación de permanecer donde quiere la moral convertiría la literatura en algo inane. Cuando se critica a un escritor por salirse del cauce por donde circula la CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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sociedad a la que pertenece se está incurriendo en un peligroso malentendido. El novelista que tiene algo que decir intenta siempre hacer visible aquello que solemos mantener oculto. Si se le exige que sólo escriba sobre lo que podemos aceptar socialmente es como si le pedimos al médico que explore al enfermo sólo mientras no tropiece con ninguna enfermedad. Recuérdese que el espacio de la novela es el de la ficción y que por equivocadas que sean las ideas u opiniones deslizadas en ellas jamás son fatales. Donde sí son fatales es en la realidad. Por eso produce auténtica consternación la seriedad con que a veces se critica una simple frase defendida por un personaje de ficción y la ligereza con que luego se disculpan horrores atroces cometidos por verdaderos verdugos (pensemos, por ejemplo, en esos críticos estilo Sartre que no veían nada reprochable en el terror estalinista y, en cambio, no dudaban en pedir la cabeza del escritor que se atrevía a reflejarlo en una novela). Kundera lleva años siendo víctima de una persecución de esta naturaleza. Se le acusa de considerar a las mujeres como objetos. Aunque se trata de una calumnia infundada (que en sus novelas haya personajes misóginos no lo convierte a él en misógino, igual que no lo llamaríamos bueno por haber concebido sólo a personajes buenos), al final parece que ha acabado pasando aquello que anuncia el refrán indio: «si un necio arroja una piedra a un pozo, ni tres sabios juntos conseguirán sacarla». De repente, un literato con una carrera irreprochable se convierte en lo que alguien ha llamado atinadamente «culpable por acusación». Lo curioso es que esto simplemente se da por descontado, como si se tratara de un axioma matemático. Evocaré, como ejemplo, un artículo muy citado de Jonathan Coe: «How important is Milan Kundera today?» (The Guardian, 22/V/2015). El escritor checo acababa de publicar, tras un largo período de silencio, La fiesta de la insignificancia y la reacción del público había sido más bien tibia. Coe parece saber el motivo. Lo sabe tan bien que no más comenzar su relato formula una pregunta que arrancaría las carcajadas de Kafka: ¿habrá quedado fatalmente dañada la reputación de Kundera a causa de su incorrecta «descripción de las mujeres»? Para un amante de la literatura resulta desconcertante que se cuestione la importancia de un autor a causa de su descripción de las mujeres. ¿Cómo deberían ser descritas las mujeres?, ¿existe un canon, una versión oficial, una norma de obligado cumplimiento que pone al infractor fuera de la ley?, ¿y quién es 49

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el juez que decide si las mujeres han sido descritas como dios manda? Por otra parte, y suponiendo que Kundera haya descrito a las mujeres y no a algunas mujeres, ¿en qué afecta esa descripción, salvo que sea una descripción literariamente fallida, al valor estético de su producción?, ¿acaso una novela no crea un mundo que funciona con reglas propias? Pero incluso en el caso de que los críticos más biliosos estuvieran en lo cierto y Kundera fuera, en efecto, un misógino furibundo que escribe novelas: ¿limitaría realmente eso sus logros como escritor? Coe cree que sí, aunque para justificarlo no presenta ningún argumento, sino que se limita a alegar unas cuantas frases sueltas de la primera página de La fiesta de la insignificancia (un hombre camina por París mientras reflexiona acerca de los ombligos de las mujeres jóvenes que pasan a su lado) y otras expurgadas antes por una conocida activista feminista, Joan Smith. Ésta sentenció en su libro Misogynies que «la hostilidad es el factor común en todos los escritos de Kundera acerca de las mujeres» y, como las afirmaciones hechas en gracia feminista gozan del privilegio de la infalibilidad, cuestionarlo sería como colocarse deliberadamente del lado del error. Coe, de todos modos, no puede negar que en las obras de Kundera hay personajes femeninos «tan bien desarrollados como sus hombres». Esta observación no le impide seguir afirmando que es un misógino, un androcentrista. De hecho, cuando descubre que La fiesta de la insignificancia se abre con un tipo que hace comentarios sobre los ombligos de las chicas, no sigue leyendo. ¿Para qué? Es obvio que quien habla es Kundera. ¿Quién si no? Sin embargo, si se hubiera tomado la molestia de avanzar habría visto que la obsesión del personaje por los ombligos no tiene nada que ver con las injusticias que deploran con razón las feministas (y todos los que sin serlo deploran las injusticias), sino con un acontecimiento que marcó su infancia, pues la madre lo abandonó, aunque antes de despedirse de él lo besó en el ombligo. En fin, y como dijo Freud, a veces un puro es sólo un puro. Sacar de contexto unas frases de una novela como si fueran versículos de la Biblia, o sea, palabra de dios, y responsabilizar de ellas al autor, quien por lo visto sólo puede decir en todo momento la verdad sobre lo que cree, es ignorar lo más elemental: que una novela es una obra de ficción y que el autor no expresa en ella sus ideas, sino las ideas de sus personajes, los cuales pueden pensar lo que les venga en gana, incluidas también las cosas más abominables. Cuando un personaje de Kundera dice que «las CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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mujeres no buscan hombres hermosos, sino hombres que han tenido mujeres hermosas, y que, por eso, tener una amante fea es un error fatal», quien habla no es el escritor. Puede que él mismo apruebe eso que ha escrito, pero el crítico no puede dar a esas palabras un valor confesional por la sencilla razón de que se trata de una novela, una obra de ficción. Sólo quien tiene una manera muy simple de ver la realidad puede creer que la realidad sea algo simple. Eso es lo que les ocurre a los moralistas que degradan las novelas al leerlas como si fueran manifiestos o documentos. A ellos quizá les parezca justificado ese modo de proceder –la forma de proceder de Jomeini y los rabinos de Roth, de Hitler o el Comité Central del Partido Comunista, del Santo Oficio o los mamporreros del feminismo–, pero como crítica literaria no vale nada. Considerado moralmente todo el arte es censurable. La afición de Picasso y de Goya a los toros repugna a los animalistas, el vanguardismo de Stravinsky hizo que en Rusia se le tuviera por un ideólogo de la burguesía imperialista, Otto Dix tuvo que huir de Alemania acusado de ser un artista degenerado, el modo que tiene Kundera de hablar de algunas mujeres lo han convertido, a ojos de sus detractores, en un peligroso machista. Por la misma regla de tres podríamos censurar a Cervantes porque fue un funcionario corrupto incapaz de cuadrar sus cuentas, o condenar a sor Juana Inés de la Cruz porque se aprovechó del tráfico de influencias para beneficiar al convento en el que vivía. Exigir a los personajes de las novelas sentimientos y actitudes adecuadas según la moral vigente es una forma de despotismo aberrante. Se trata de un problema serio, agudizado hoy gracias a la existencia de esos nuevos púlpitos que son las redes sociales, un problema que explica por qué Kundera piensa que Europa está perdiendo su esencia, la cual, no se olvide, no tiene sólo que ver con el amor (la solidaridad, la justicia social, la igualdad), sino con el humor, pues el amor sin humor es como un día sin noche.

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Harold Bloom y la literatura universal Por Sebastián Gámez Millán


Con la muerte de Harold Bloom (Nueva York, 11 de julio de 1930-New Haven, 14 de octubre de 2019), desaparece uno de los críticos literarios más reconocidos mundialmente de las últimas décadas. Si bien parece que su fama se cimentó por los disensos antes que por los consensos que provocó. No obstante esos disensos nos incitaron a debatir cuestiones como el canon occidental, cómo leer y por qué, o dónde se encuentra la sabiduría Y no debemos perder de vista que la calidad de una democracia depende en cierto modo de la calidad de su conversación pública. Se jactaba de ser un outsider. Y lo era por esa forma tan particular de amar e interpretar la literatura como un fenómeno que no se puede disociar de (la forma de percibir y comprender) la vida humana. Nacido en una familia judía del Bronx, hijo de un trabajador textil ludópata y un ama de casa rodeada de rabinos, su lengua materna fue el yidis y, en menor medida, el hebreo que aprendió en la escuela. El idioma inglés le llegó a los seis años. Poseía una memoria portentosa capaz de recitar una sorprendente cantidad de poemas y fragmentos. Editó centenares de antologías de escritores y filósofos. Escribió más de cuarenta libros, la mayoría de ellos de crítica literaria, algunos de los cuales se han traducido a numerosos idiomas. Su primer reconocimiento lo obtuvo con The anxiety of influence (1973), estudio en el que sostiene que todos los creadores están en lucha con sus antecesores y que durante el proceso de creación interpretan sus obras, apropiándoselas y transfigurándolas en una suerte de diálogo intertextual. Podríamos decir para ilustrarlo que Walt Whitman extendió su polen seminal gracias, al menos en parte, a la ansiedad de la influencia suscitada a algunos de los más brillantes poetas del siglo xx, como Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Octavio Paz, Ezra Pound, T. S. Eliot, William Carlos Williams, Wallace Stevens, Fernando Pessoa o Federico García Lorca. Con ligeras e inevitables variaciones, la idea, si no me equivoco, procede del crítico Northrop Frye, autor de Anatomy of Criticism (1957), que mantenía que «todo poema procede de otro poema». Por otro lado, Bloom tiene presente la idea griega de agón, es decir, la lucha por ocupar el espacio de poder. Se trata de una visión naturalista que comparte con dos de los pensadores modernos que más frecuentó: Nietzsche y Freud, para quienes la metáfora «la vida es una guerra incesante» se corresponde con eso que llamamos realidad. 53

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Este concepto suyo, «ansiedad de la influencia», se ha traducido erróneamente a veces por «angustia», un concepto que asociamos a Kierkegaard y a la corriente existencialista y, por lo tanto, más continental que anglosajón. Más recientemente, Bloom consideraba que debido a los equívocos y desorientaciones que había provocado este concepto hubiera sido preferible el término «ambivalencias»: «Las ambivalencias de la influencia».1 No obstante, su polémica más controvertida, la que ha sido más debatida y criticada, es probablemente la que provocó The Western Canon (1994). A estas alturas del siglo xx, con el relativismo cultural abriendo fronteras, ¿cómo se atreve a establecer un canon? Teniendo en cuenta la brevedad de nuestras vidas, las distintas generaciones y la historia, a mí la idea de «canon» no me parece descabellada. Dado que no podemos actualizar todo el pasado, considero conveniente seleccionar una serie de obras literarias –como musicales, pictóricas, etcétera– dotadas de valores artísticos contrastados por las sucesivas generaciones de creadores y críticos con valores éticos universales, como la libertad, la igualdad, la justicia, la reciprocidad, la generosidad, la responsabilidad, la tolerancia… ¿Que no alcanzaremos un consenso definitivo acerca de qué obras reúnen tales valores artísticos y éticos? Seguramente, pues en mayor o menor medida esto depende de las naciones, las culturas y los individuos. Pero no olvidemos que una de las funciones de la crítica es establecer un canon, siquiera como horizonte que regule el acto de leer, decisivo para el desarrollo cultural y el progreso. ¿Cómo podemos progresar si no sabemos elegir y mantener los productos más valiosos de las culturas y de la civilización? El problema del canon es la rigidez con la que se plantea. Bloom tuvo la valentía, por no decir la osadía o temeridad, de establecer un canon ocupado en su centro por el omnipresente Shakespeare, pero también con Dante, Chaucer, Cervantes, Montaigne, Molière, Milton, Samuel Johnson, Goethe, Wordsworth, Jane Austen, Walt Whitman, Emily Dickinson, Dickens, George Eliot, Tolstói, Ibsen, Freud, Proust, Joyce, Virginia Woolf, Kafka, Borges, Neruda, Pessoa, Beckett ¿Desproporcionado predominio de blancos, hombres y anglosajones? ¿Acaso los que están no merecen estar? Harold Bloom era un outsider que no se guiaba por modas, tendencias o corrientes, lejos del estructuralismo, el post-estructuralismo, la deconstrucción, las teorías colonialistas o feminisCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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tas. Estaba en contra de la llamada «muerte del autor», formulada por Roland Barthes; «del aserto de que tener personalidad propia es una ficción»; de que «la opinión de los personajes literarios y dramáticos son meros signos de una hoja» o «de que el lenguaje piensa por nosotros».2 Aceptar estas tesis implica que la literatura no mantiene cierta correspondencia con la realidad y, por consiguiente, es inofensiva o, lo que es lo mismo, carece de poder transformador. Bloom defendía por encima de todo «el esplendor estético, la fuerza intelectual, la sabiduría»3 y la universalidad,4 criterio este último que compartía con el crítico español Antonio García Berrio, el único español citado en esta obra. ¿No es la calidad artística y estética, más allá de las ideologías hegemónicas durante un tiempo, lo que se abre paso por encima de la historia y acaba haciendo que una obra perdure? ¿Podemos disociar esta calidad artística y estética del conocimiento que nos proporcionan de la condición humana?5 A su vez, la universalidad de una obra, algo que paradójicamente no se alcanza por completo y siempre está en proceso (por lo que «universalizable» quizá sea un término más exacto), depende del paulatino reconocimiento de la obra, que no se produce sin al mismo tiempo revelar un conocimiento profundo de la condición humana. Por ello pienso que la idea de canon es necesaria y, en sentido estricto, imposible. Sin embargo, considero conveniente un canon flexible y personal dentro del canon general, por supuesto, revisable y modificable a lo largo del tiempo, como las ciencias naturales y sociales. Las obras del canon no son infalibles, pero a diferencia de otras han pasado el severo juicio del paso del tiempo a través de otros creadores y críticos. De manera que es más probable que podamos conocernos mejor a través de ellas, aportarnos más valores y, en definitiva, enriquecernos. Después de todo, tal vez sea esta la razón por la que Shakespeare, omnipresente en Bloom, ocupa el centro del canon. Sin duda el título de su más ambicioso estudio sobre el poeta y dramaturgo inglés, Shakespeare. La invención de lo humano,6 es una hipérbole: lo humano ya estaba ahí antes del autor de Hamlet, y sigue estando presente más allá de su muerte. ¿Qué quiere decir, pues, con ello? Acaso que las obras de Shakespeare, por el conocimiento que el autor demuestra de la naturaleza humana, nos ayudan a descubrirnos y esclarecernos, de tal modo que «nos lee mejor de lo que podemos leerlo».7 En otros términos, Shakespeare es hermenéuticamente inagotable, sus obras siempre nos revelan aspectos que descono55

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cemos de nosotros y, a medida que más sabemos de la vida y de los seres humanos, reparamos en otros fragmentos de sus obras donde reconocemos nuestros sentimientos y nuestra conciencia, hasta tal punto que es «como si en todo tiempo siguiera sabiendo más de nosotros que nosotros mismos».8 ¿No es esto en el fondo lo que consiguen los clásicos de un canon, siempre y cuando seamos lectores sensibles y cómplices? Descubrir la naturaleza humana o, si se prefiere, por temor a una esencia inmutable, revelar la condición humana, equivale a conocer las constantes que se repiten, quizá con variaciones circunstanciales, a lo largo del tiempo. Este conocimiento, que nos proporciona la literatura universal, nos conduce a la pregunta que se formulaba a modo de título de uno de sus libros: ¿Dónde se encuentra la sabiduría? Al final de este ensayo, dedicado al filósofo pragmatista Richard Rorty, escribe: «Leemos y reflexionamos porque tenemos sed de sabiduría. La verdad, según el poeta William Butler Yeats, no puede conocerse, pero puede encarnarse. De la sabiduría yo, personalmente, afirmo lo contrario: No podemos encarnarla, aunque podemos enseñar cómo conocer la sabiduría, la identifiquemos o no con la Verdad que podría hacernos libres».9 Influido quizá por Nietzsche, la verdad y la sabiduría no siempre confluyen. Una obra en la que se manifiesta esta bifurcación de caminos es Hamlet, que Bloom conocía minuciosamente, y que la interpretaba a la luz de la filosofía del autor de Más allá del bien y del mal: «La malaise de Hamlet, como reconoció Nietzsche, no es que piensa demasiado, sino que piensa demasiado bien. La verdad lo matará, a menos que se dedique al arte».10 Pensar «demasiado bien» no significa aquí pensar lógicamente, sino más bien pensar bajo una «lucidez mortífera», para decirlo en expresión de Paul Valéry, lo que a veces es perjudicial contra la propia vida, con la que puede acabar. Con todo, hay momentos de sabiduría en Hamlet que Bloom explicitó con suprema inteligencia y elegancia: «De Shakespeare uno aprende que la función primaria del soliloquio es “oírse a sí mismo como de pasada”. En sus siete soliloquios, Hamlet nos enseña qué es lo que puede enseñar la invención literaria: no cómo hablar con los demás, sino cómo hablar consigo».11 La literatura no sólo refleja la condición humana, tal como se deduce de la metáfora lexicalizada del espejo, también es una irrenunciable técnica para interpelarnos a nosotros mismos. Pero deslumbrado CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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por la «lucidez mortífera» que le atraviesa, Hamlet ya no puede conducir su vida con prudencia. Cómo leer y por qué fue el primer libro de Bloom que leí, el que más veces he releído y quizá el que prefiero de los suyos. Su prefacio se abre con esta tesis: «No hay una sola manera de leer bien, aunque hay una razón primordial para que leamos. [...] Leer bien es uno de los mayores placeres que puede proporcionar la soledad, porque, al menos según mi experiencia, es el más saludable desde el punto de vista intelectual. Hace que uno se relacione con la alteridad, ya sea la propia, la de los amigos o la de quienes pueden llegar a serlo. La invención literaria es alteridad y por eso alivia la soledad».12 Asimismo, conviene aclarar que no hay identidad sin alteridad, que uno llega a sí mismo, pero nunca de manera definitiva, a través de los otros. A continuación sigue un luminoso prólogo lleno de brillantes tesis: «Importa, para que los individuos tengan la capacidad de juzgar y opinar por sí mismos, que lean por sí mismos».13 En el fondo está en la línea de la Ilustración tal como la entendía Kant en su célebre opúsculo: «Pensar por sí mismo», requisito indispensable para que progresemos individual y socialmente, ya que si no pensamos por nosotros mismos no hay autonomía ni libertad, y sin ello el resto de valores que como satélites oscilan en torno a esta; si bien confiesa que «para mí, la lectura es una praxis personal, más que una empresa educativa».14 Más adelante ofrece otros convincentes argumentos acerca de por qué leer: «Leemos a Shakespeare, Dante, Chaucer, Cervantes, Dickens y demás escritores de su categoría porque la vida que describen es de tamaño mayor que el natural».15 Parafraseando a Wittgenstein, podríamos decir que clásicos de la literatura como los anteriores amplían los límites de nuestro lenguaje y nuestro mundo. Por si este argumento no fuera suficiente, añade que leemos «porque sentimos necesidad de conocer cómo somos, cómo son los demás y cómo son las cosas».16 Son argumentos esenciales que ya apuntó de otro modo Aristóteles en la Metafísica y la Poética. Sin embargo, Bloom reconoce con algo de tristeza y realismo, como si hubiera una parte de nosotros que no pudiera escapar de cierto grado de solipsismo, que «sólo se puede leer para iluminarse a uno mismo: no es posible encender la vela que ilumine a nadie más».17 Su concepción de la crítica proviene del que consideraba el mayor crítico de todos los tiempos,18 Samuel Johnson: «la función 57

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de la crítica literaria es transformar la opinión en conocimiento».19 ¿A qué se refiere con ello? Acaso a algo no muy distinto a lo que Kant llamaba juicio de gusto estético, propio de las artes y las ciencias humanas, en contraposición al juicio determinante, propio de las ciencias naturales. Dicho en otros términos, el juicio de gusto estético, que según Kant debe ser desinteresado, racional y universal, aspira, por medio del libre juego de la imaginación y el entendimiento, a elevar el juicio particular de un crítico a la intersubjetividad. Comparado con algunos de los críticos literarios más destacados de su época, como, por ejemplo, George Steiner, este último me parece más políglota y cosmopolita, interdisciplinar y profundo. Mas en cualquier caso siempre le agradeceremos a Harold Bloom su inagotable pasión por la literatura universal perdurable, su infatigable búsqueda de esplendor estético, fuerza intelectual y sabiduría, que persiste en muchas de sus páginas y que nos ha contagiado a no pocos letra-heridos: «Para mí la literatura no es sólo lo mejor de la vida sino una forma de vida que no tiene otra forma de vida».20

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NOTAS 1 Entrevista a Harold Bloom publicada en El Cultural, 27/1/2012, p. 11. 2 Bloom, Harold, Cómo leer y por qué, trad. Marcelo Cohen, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 26. 3 Bloom, Harold, ¿Dónde se encuentra la sabiduría? Trad. Damián Alou, Madrid, Taurus, 2005, p. 13. 4 Bloom, Harold, El Canon Occidental. La escuela y los libros de todas las épocas, trad. Damián Alou, Barcelona, Anagrama, 2002, p. 86. 5 En la línea de los ensayos de Milan Kundera, Antoine de Compagnon ha argumentado acerca del poder cognitivo de la literatura, ¿Para qué sirve la literatura? Trad. Manuel Arranz, Barcelona, Acantilado, 2008. Asimismo, lo ha hecho Tzvetan Todorov, La literatura en peligro. Trad. Noemí Sobregués, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2009; y Jacques Bouveresse, El conocimiento del escritor. Sobre la literatura, la verdad y la vida. Trad. Laura Claravall, Barcelona, Subsuelo, 2013. He argumentado acerca del poder cognitivo de la literatura en La función del arte de la palabra en la interpretación y transformación del sujeto, Universidad de Málaga, 2015. 6 Bloom, Harold, Shakespeare. La invención de lo humano, trad. Tomás Segovia, Barcelona, Anagrama, 2002. 7 Bloom, Harold, Cómo leer y por qué, trad. Marcelo Cohen, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 26.

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Gámez Millán, Sebastián, «Hamlet o la lucidez mortífera», recogido en La función del arte de la palabra en la interpretación y transformación del sujeto, Universidad de Málaga, 2015, p. 243. Bloom, Harold, ¿Dónde se encuentra la sabiduría? Trad. Damián Alou, Madrid, Taurus, 2005, p. 259. Bloom, Harold, Cómo leer y por qué, trad. Marcelo Cohen, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 235. Bloom, Harold, Cómo leer y por qué, trad. Marcelo Cohen, Barcelona, Anagrama, 2000, pp. 221 y 222. Bloom, Harold, Cómo leer y por qué, trad. Marcelo Cohen, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 13. Bloom, Harold, Cómo leer y por qué, trad. Marcelo Cohen, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 17. Bloom, Harold, Cómo leer y por qué, trad. Marcelo Cohen, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 17. Bloom, Harold, Cómo leer y por qué, trad. Marcelo Cohen, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 26. Bloom, Harold, Cómo leer y por qué, trad. Marcelo Cohen, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 26. Bloom, Harold, Cómo leer y por qué, trad. Marcelo Cohen, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 27. Bloom, Harold, ¿Dónde se encuentra la sabiduría? Trad. Damián Alou, Madrid, Taurus, 2005, p. 149. Entrevista a Harold Bloom publicada en El País, Babelia, 26/11/2011, p. 5. Entrevista a Harol Bloom publicada en El Cultural, 27/1/2012, p. 11.

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Rubén Darío y Góngora: ampliación del campo de batalla Por Gustavo Guerrero


Como en tantos otros capítulos de nuestra historia cultural moderna, también en éste todo empieza con Rubén Darío (18671916). Sin él mal puede imaginarse hoy la revolución que constituye el regreso del Barroco en el siglo xx, aunque por razones diversas se ha tendido a rebajar la importancia de su protagonismo o se le ha reducido incluso a las dimensiones de una nota a pie de página. Pero lo cierto es que, sin Darío, nuestro modernismo no habría sido una experiencia crítica del lenguaje susceptible de abrir el camino a la rehabilitación de Góngora y muy probablemente no habría generado un reajuste de la tradición literaria que hiciera posible una vuelta triunfal de la poética barroca. Son muchos, en realidad, los aspectos concatenados que presenta un fenómeno histórico tan complejo y en torno al cual se articulan el nacimiento de gongorismo, la aparición de un horizonte literario cosmopolita, la crisis española del 98 y hasta el papel de París como nueva Roma de la latinidad. A simple vista, no es fácil encontrar entre ellos un hilo narrativo, aunque, puestos a elegir, quizá la narración más límpida y ordenada sea la que nos ofrece la propia trayectoria del poeta nicaragüense, a la manera de un largo camino de creación, crítica y enmienda que nos lleva de las últimas décadas del siglo xix hasta las primeras del xx. Hay que remontarse en el tiempo hasta el mes de agosto de 1882: huyendo de un amorío precoz e infeliz, Darío deja precipitadamente Nicaragua y viaja a El Salvador. Ya para entonces le precede su fama de joven prodigio. Al llegar a la capital, lo recibe en el palacio de gobierno nada menos que el propio presidente Rafael Zaldívar, quien le concede un estipendio de quinientos pesos de plata y lo nombra profesor de gramática en el principal instituto secundario del país. Según sus biógrafos, festejado y ricamente acogido, nuestro poeta no tarda en hacerse a su nueva vida y pronto, entre la bohemia, las obligaciones académicas y la participación en actos oficiales, encuentra el tiempo necesario para seguir escribiendo su poesía. Así va dando a la imprenta varios poemas de cierta extensión y alcance, aun cuando, sin lugar a duda, el más ambicioso de todos es una composición de unos doscientos setenta versos en la que se esboza una suerte de viaje a través de la historia de nuestra lengua, desde su surgimiento en la Edad Media hasta la segunda mitad del siglo xix. Darío la intitula llanamente «La poesía castellana» y, anticipando la efemérides del Descubrimiento, la publica por primera vez en la Ilustración centroamericana el 10 de octubre de 1882. 61

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Si dejamos de lado la osadía y el ingenio, lo que se da a leer en esos tempranos versos es básicamente el conocimiento que el nicaragüense ya poseía de la tradición poética española. Él mismo cuenta en su autobiografía que, gracias al primer empleo que tuvo en su país –asistente en la Biblioteca Nacional, en Managua–, había podido dedicar muchas tardes a la lectura de la BAE, la famosa colección de clásicos de Rivadeneyra. De hecho, el poema que escribe en San Salvador bien podría ser una suerte de resumen del ambicioso proyecto de aquellos enjundiosos tomos que, no habría que olvidarlo, se presentaban como un canon de la literatura castellana «desde la formación del lenguaje hasta nuestros días». Darío se inspira en ellos para erigir su propia lista de poetas en quince secciones que nos llevan desde el Cantar de mio Cid hasta las poesías neoclásicas de Bello y las rimas románticas de Bécquer, sin olvidar a figuras más recientes como Campoamor, Heredia y Caro. Pero lo esencial es el extenso y proteico ejercicio de estilo: el poeta va imitando sucesivamente la escritura de cada época y de cada autor en unos elaborados pastiches que dan fe de su fina percepción histórica y de su pericia en el uso del idioma. Ángel Rama ve en ellos, y con razón, una primera muestra de su genio: «en este muchacho centroamericano encontramos a un prestidigitador poético dotado de un don caligráfico que asombra y de un portentoso oído musical».1 Sabemos que, afinado y remozado con los años, dicho talento se ha de convertir en una herramienta determinante en su aventura creativa, ya que hará posible una apropiación singularísima de la música verbal de otras lenguas y le permitirá reconstruir, a través de su poesía, un rico diálogo babélico entre culturas e idiomas diversos. Ahora bien, es de notar que, en el caso concreto de «La poesía castellana», no estamos hablando de un ejercicio técnico meramente intuitivo y críticamente ciego. Al contrario, como todo canon, el de Darío comporta una selección y presupone una evaluación que responde al estado de la opinión en el momento en que se realiza. Dicho en otras palabras: nuestro poeta no sólo tasa implícitamente, sino que conoce la tasación en curso de los autores a los que escoge y emula. Tanto es así que prácticamente todos los elegidos reciben su justa loa y alabanza –el trovador anónimo que cantó El Cid y el humanista Juan de Mena, Jorge Manrique y Garcilaso de la Vega, Herrera, el divino, y el fénix Lope. Sólo hay una excepción y es justamenCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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te la que más nos incumbe: se trata, sin sorpresa, de don Luis de Góngora y Argote, quien, en esta suite celebratoria, aparece como el único de los poetas imitados al que se convierte en blanco de críticas. Góngora, con las ondas de su ingenio, antes tranquilo manantial de amores, derramó de su mente los fulgores de la española musa en el proscenio. Más, ¡ay!, la ruda tempestad del genio con sus horrendos rayos vibradores de su alma en el vergel, tronchó las flores que aromaron su dulce primigenio. No de otro modo a la risueña Hecate, cada en los aires nubarrón sombrío cuando Aquilón sañoso al roble abate, la dulce faz enturbia. El murmurío del de su numen manantial riente, trocose en el rugido del torrente. Rubén Darío no sólo trata de copiar en su soneto algo de la manera del poeta, sino que se hace eco de las opiniones más socorridas que circulaban por aquel entonces sobre su obra, tildándola de malsonante, excesiva, fría e incomprensible. Góngora habría truncado su carrera al seguir en su madurez un estilo culterano en vez de continuar con el mismo aliento sencillo y rutilante de sus romances juveniles. Como una tormenta estruendosa y gélida –como Aquilón, el helado viento del norte, cuando abate un roble– la dicción gongorina le enturbia el rostro hasta a la diosa Hécate, señora de las tinieblas, y, de seguido, transforma la risa de la fuente Castalia en un rugido feroz: el de un río desbordado e incontrolable. No era otro el estado de la opinión ni la apreciación literaria más difundida en el ámbito hispánico hacia 1882: Góngora representaba un lamentable error en la historia de nuestra poesía y su condena resultaba tan general y unánime que hasta un poeta quinceañero podía corearla públicamente sin riesgo, identificándose así con el relato dominante de nuestro pasado. Quizás nada sintetiza ni sanciona con mayor autoridad esta opinión que el conocido párrafo que, por esos años, don Marcelino Menéndez Pelayo le dedica 63

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al poeta cordobés en su Historia de las ideas estéticas en España (1883-1891): Cuando llega a entendérsela, después de leídos sus voluminosos comentadores, indígnale a uno más que la hinchazón, más que el latinismo, más que las inversiones y giros pedantescos, más que las alusiones recónditas, más que los pecados contra la propiedad y limpieza de la lengua, lo vacío, lo desierto de toda inspiración, el aflictivo nihilismo poético que se encubre bajo esas pomposas apariencias, los carbones del tesoro guardado por tantas llaves. ¿Qué poesía es esa que, tras de no dejarse entender, ni halaga los sentidos, ni llega al alma, ni mueve el corazón, ni espolea el pensamiento, abriéndoles horizontes infinitos? Llega uno a avergonzarse del entendimiento humano cuando repara que en tal obra gastó míseramente la madurez de su ingenio un poeta, si no de los mayores (como hoy liberalmente se le concede), a lo menos de los más bizarros, floridos y encantadores en las poesías ligeras de su mocedad. Y el asombro crece cuando se repara que una obrilla, por una parte, tan baladí y por otra tan execrable, como Las Soledades, donde no hay una línea que recuerde al autor de los romances de cautivos y de fronteros de África, hiciese escuela y dejase posteridad inmensa, siendo comentada dos y tres veces letra por letra con la misma religiosidad que si se tratase de la Ilíada.2 Más de dos siglos de reprobación de Góngora y el gongorismo se resumen en esta severa apreciación que probablemente Rubén Darío no habría leído cuando escribió su soneto, pero cuyo horizonte crítico comparte sin reservas. Baste comprobar con cuánta fidelidad y desenvoltura reproduce en sus versos un juicio estético que parecía haber adquirido la validez de una verdad universal e inconmovible en todo el orbe hispánico; aunque, por fortuna, no fuera de él. Ciertamente, Darío descubre pronto que, saliendo de dicho ámbito, se le abren otras perspectivas de valoración y que, gracias a ellas, se puede transformar el canon heredado, incorporando miradas distintas que llegan desde lenguas y desde territorios ajenos, con inquietudes y propuestas inesperadas. Los incesantes viajes que efectúa durante su juventud –El Salvador, Chile, Estados Unidos, Cuba, España, Francia, Argentina– son como el esbozo de un mapa literario en movimiento que marcha resueltamente hacia el cosmopolitismo e, incorporando la perspectiva moderna que le brinda el universalismo francés, entienCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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de la literatura como una extensa red de vasos comunicantes por la que corren, en transfusión continua, diferentes modelos de lectura y de escritura. La primera plasmación de este programa tiene lugar en Buenos Aires, por entonces la ciudad más cosmopolita de Latinoamérica, donde se instala en agosto de 1893, al final de uno de sus peregrinajes atlánticos más largos y enriquecedores. Trae en las maletas a Martí y a Verlaine, a Poe y a Ibsen, y no tarda en poner a circular sus nombres y sus versos en las semblanzas que escribe para el diario La Nación y en los poemas que da a la luz en distintas publicaciones locales. Las unas y los otros acabarán recogiéndose y editándose, como en una cámara de ecos y correspondencias, en dos libros mayores de nuestro modernismo: Los raros (1896) y Prosas profanas (1896). Como ha señalado recientemente Pere Gimferrer, para Darío, «raro es lo mal leído o mal comprendido o mal difundido». Su compilación de diecinueve semblanzas de escritores contemporáneos constituye, en este sentido, una carga de profundidad contra la cerrazón, la ortodoxia y el conformismo de un horizonte de recepción demasiado estrecho y conservador: «lo raro y los raros formaban parte de una estrategia respecto de esa tradición –añade Gimferrer–, eran fuerzas de choque, catapultas contra las murallas desconchadas de la preceptiva».3 Simultáneamente, y llevando la pugna a otro terreno, los poemas de Prosas profanas dejan oír por primera vez una música nueva en la que se combinan los paisajes sonoros del simbolismo y el parnasianismo francés con las dificultades técnicas del verso castellano. Ya desde la primera edición, explicitando su propósito, se ven precedidos de unas palabras liminares en las que Darío, provocador, reajusta la lista de su viejo canon y actualiza la imagen de su biblioteca ideal: El abuelo español de barba blanca me señala una serie de retratos ilustres: «Éste, me dice, es el gran don Miguel de Cervantes Saavedra, genio y manco; éste es Lope de Vega, éste, Garcilaso, éste, Quintana». Yo le pregunto por el noble Gracián, por Teresa la Santa, por el bravo Góngora y el más fuerte de todos, don Francisco de Quevedo y Villegas. Después exclamo: ¡Shakespeare! ¡Dante! ¡Hugo!... (Y en mi interior: ¡Verlaine...!). Es de notar que Darío traza aquí una línea divisoria dentro de la tradición hispánica entre aquellos autores que hereda del abuelo español –Cervantes, Lope, Garcilaso y Quintana– 65

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y aquellos en los que más se interesa su generación –Gracián, Teresa, Góngora y Quevedo. A estos últimos se suman, como afinidades electivas, Shakespeare, Dante, Hugo y, secretamente, Verlaine, en una ampliación del mapa más allá de las fronteras de la lengua, que abre un nuevo espacio a las circulaciones literarias y hace posible imaginar un sinfín de intercambios inéditos. Sin lugar a duda, Quevedo despunta aún como la figura cenital del segundo cuarteto –un cuarteto que, por cierto, constituye anticipadamente una antología mínima de lo que será más tarde, para nuestros neobarrocos, la literatura del Barroco–; pero cabe subrayar que Góngora brilla ahora en la lista libre de oprobios y pareciera haber dado un salto inesperado en la escala de valor del nicaragüense. Para confirmarlo, hay que esperar, sin embargo, tres años más y un segundo viaje de Darío a España que resulta decisivo en la vindicación del cordobés. En efecto, el poeta sale de Buenos Aires rumbo a la Península en diciembre de 1898 como enviado especial de La Nación, para escribir una serie de reportajes sobre la situación de la madre patria después de la guerra con Estados Unidos y la pérdida de las últimas colonias. El interés de los lectores argentinos por esa coyuntura da la medida de la importancia que tuvo para muchos latinoamericanos el nuevo escenario geopolítico que dejaba el conflicto y la clara amenaza continental que representaban las ambiciones norteamericanas. Era urgente poder hacerse una idea de la situación. Darío viaja para informar a sus lectores porteños y, al llegar a Madrid, en enero de 1899, comprueba sin tardar que reina un clima deletéreo en toda Península. Parafraseando la manida frase de Shakespeare, escribe: «hay en la atmósfera una exhalación de organismo descompuesto».4 Sus crónicas dan cuenta en los meses siguientes del desasosiego, la inconsciencia y la incertidumbre con que se vive aquel momento, pero, al mismo tiempo, pintan el fresco animado y pugnaz de una sociedad que entra en el siglo xx con resueltos afanes de cambio. En el teatro, en la joven literatura o aún en las corridas de toros, Darío saluda a la vieja y a la nueva España, identificándose cada vez más con el país derrotado en una suerte de viaje de vuelta hacia las raíces hispánicas de su cultura. Tanto es así que a veces se desespera ante el escaso entusiasmo que muchos españoles de la época muestran ante las joyas de su propio pasado, tal y como ocurre con las celebraciones del tricentenario de Velázquez en 1899. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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El artículo que escribe para el periódico argentino en dicha ocasión asienta rotundamente su queja ante lo poco que, según nuestro poeta, se hizo para conmemorar la fecha, fuera de una recepción en Palacio, la inauguración de la estatua de Marinas y la apertura de una sala en El Prado. Como para compensar lo que considera un decepcionante error de la política oficial en aquella tesitura, Darío no sólo redacta la espléndida crónica a la que me estoy refiriendo, «La fiesta de Velázquez», sino que, recreando su visita al Prado, concibe asimismo una extraña composición formada por tres sonetos, dos en endecasílabos y uno en alejandrinos, que acaba intitulando «Trébol» y que se publica en la Ilustración Española y Americana el 15 de junio de 1899. «Trébol» 1 De don Luis de Góngora y Argote a don Diego de Silva y Velázquez. Mientras el brillo de tu gloria augura ser en la eternidad sol sin poniente, fénix de viva luz, fénix ardiente, diamante parangón de la pintura, de España está sobre la veste oscura tu nombre, como joya reluciente; rompe la Envidia el fatigado diente, y el Olvido lamenta su amargura. Yo en equívoco altar, tú en sacro fuego, miro a través de mi penumbra el día en que al calor de tu amistad, Don Diego, jugando de la luz con la armonía, con la alma luz, de tu pincel el juego el alma duplicó de la faz mía. 2 De don Diego de Silva Velázquez a don Luis de Góngora y Argote Alma de oro, fina voz de oro, al venir hacia mí, ¿por qué suspiras? 67

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Ya empieza el noble coro de las liras a preludiar el himno a tu decoro; ya al misterioso son del noble coro calma el Centauro sus grotescas iras, y con nueva pasión que les inspiras, tornan a amarse Angélica y Medoro. A Teócrito y Poussin la Fama dote con la corona de laurel supremo; que donde da Cervantes el Quijote y yo las telas con mis luces gemo, para Don Luis de Góngora y Argote traerá una nueva palma Polifemo. 3 En tanto «pasce estrellas» el Pegaso divino y vela tu hipogrifo, Velázquez, la Fortuna, en los celestes parques al Cisne gongorino deshoja sus sutiles margaritas la Luna. Tu castillo, Velázquez, se eleva en el camino del Arte como torre que de águilas es cuna, y tu castillo, Góngora, se alza al azul cual una jaula de ruiseñores labrada de oro fino. Gloriosa la península que abriga tal colonia. ¡Aquí bronce corintio y allá mármol de Jonia! Las rosas a Velázquez, y a Góngora claveles. De ruiseñores y águilas se pueblen las encinas, y mientras pasa Angélica sonriendo a las Meninas, salen las nueve musas de un bosque de laureles. «Trébol» podría haber sido un mero poema de circunstancias, llamado a conmemorar una efemérides en el calendario cultural español; «Trébol» habría podido ser sólo un original ejercicio en el género del monólogo dramático, tan frecuente entonces entre los simbolistas franceses y británicos; en fin, «Trébol» habría podido ser simplemente una ingeniosa écfrasis del retrato CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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de Góngora y de su diálogo ficticio con Velázquez y Darío en la flamante sala de El Prado –digamos, una versión moderna del tópico del ut pictura poesis en la que el nicaragüense vuelve a hacer gala no solamente de su prodigioso oído sino de su conocimiento del imaginario y la lengua gongorinas. Pero, afortunadamente, fue mucho más que todo esto. En pocas palabras, fue y es la piedra de toque de una revolución literaria –el regreso del Barroco– que ha de recorrer el siglo xx y cuya bandera inicial es precisamente la vindicación de Góngora como el poeta mayor del canon hispánico y su principal representante a nivel internacional. En los diecisiete años que median entre «La poesía castellana» y «Trébol», en esos diecisiete años que signan su madurez intelectual y creativa, Rubén Darío da un giro radical en su apreciación y saca al poeta cordobés del purgatorio al que estaba condenado, para colocarlo en un sitial de honor dentro del parnaso hispánico, nada menos que junto a Velázquez. Si antes lamentaba «la ruda tempestad del genio / con sus horrendos rayos vibradores», ahora lo eleva, junto a su obra, a la más alta consideración: «y tu castillo, Góngora, se alza al azul cual una / jaula de ruiseñores labrada de oro fino». Su gesto resulta histórica y literariamente muy importante no sólo por lo que respecta a la génesis y a las circunstancias de este cambio de valoración, sino también por lo que toca a los contextos políticos en que se produce y a las consecuencias culturales que acarrea. Para interpretarlo, es necesario distinguir, como los arqueólogos, los distintos estratos que se acumulan en él y, en particular, dos que resultan determinantes y que, al mismo tiempo, parecen contradictorios. El primero nos lleva a Francia y al primer viaje de Darío a París en 1893. Se sabe que, durante aquella estancia en la capital gala, el nicaragüense se acerca al círculo de los poetas decadentistas y simbolistas a los que tanto admiraba y entre los cuales, curiosamente, se tenía en muy alta estima a Góngora –y digo curiosamente porque, en verdad, se lo había leído poco y parece que se lo entendía aún menos. Paul Verlaine se había servido de un verso de Las Soledades –«a batallas de amor, campo de plumas»– como epígrafe de uno de los poemas de sus Fêtes galantes (1869) y se ha podido comprobar que disponía de una edición española de la obra del cordobés de la que nunca se separó y que fue hallada a su muerte, en 1896, cuando se levantó el inventario de sus escasos bienes y su biblioteca. Agreguemos 69

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que durante años corrió el rumor entre los cenáculos parisinos de que traducía en secreto a Góngora; pero jamás se encontró prueba de ello. Otro célebre simbolista, Jean Moréas, que era de origen griego y, abusando de la fonética helena, se preciaba de hablar español, solía deshacerse en elogios cuando se aludía en público al poeta de Córdoba y cada vez que se encontraba con Darío en las calles de París, le gritaba su nombre, para saludarlo, como una contraseña o un conjuro. Éste recuerda desengañado en su autobiografía: Me habían dicho que Moréas sabía español. No sabía ni una sola palabra. Ni él ni Verlaine, aunque anunciaron ambos, en los primeros tiempos de la revista La Plume, que publicarían una versión de La vida es sueño, de Calderón de la Barca. Siendo así como Verlaine solía pronunciar, con marcadísimo acento, estos versos de Góngora: «A batallas de amor campo de plumas»; Moréas, con su gran voz sonora, exclamaba: «No hay mal que por bien no venga ». O bien: en cuanto me veía: «¡Viva don Luis de Góngora y Argote!».5 Indudablemente, la reivindicación que estos poetas hacen por entonces de Góngora es, en muy buena medida, superficial, circunstancial y caprichosa; pero no por ello deja de tener sustanciales consecuencias, pues cuenta con una garantía que nuestro nicaragüense no podía ignorar. Como bien escribe Mariano Siskind: «para Darío (y para la mayoría de los modernistas) la poesía francesa siempre había sido moderna y universal, y esa naturaleza universal y moderna no necesitaba ser cuestionada».6 De hecho, no podía serlo, ya que era como el ciego mirador desde el cual se asomaban para ver el mundo. Todo lo que entraba dentro de su ámbito gravitacional escapaba así de cualquier particularismo y pasaba a formar parte de una poesía y una poética en las que ellos veían, en palabras de Octavio Paz, «la expresión más exigente, audaz y completa de las tendencias de la época».7 Además, la opinión de los simbolistas sobre Góngora no era en aquel momento un fenómeno excepcional, pues se vinculaba con otras corrientes estéticas de la Belle époque y, en especial, con esa especie de orientalismo ibérico que se difunde dentro de la cultura francesa durante el siglo xix. Recordemos que España y lo español son vistos en la Francia decimonónica como la rica fuente romántica de un exotismo que atrae y repele al mismo tiempo, confirmando la pretensión a una cenCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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tralidad universalista de la nación moderna desde la que se los mira. Son como una oblicua vía para imponer el borrado de los particularismos franceses, que es quizá una de las operaciones políticas y culturales más exitosas del Siglo de las Luces. Así, en Hugo, en Manet, en Mérimée y en su Carmen, que servirá de libreto a la famosa opera de Bizet, se conjugan distintas versiones de esa otredad española que a menudo rayan en la caricatura, pero, a través de las cuales, como exotismo al fin, se expresan simultáneamente las carencias y las frustraciones de la propia sociedad francesa ante el acelerado proceso de transformación y de disrupción al que está siendo sometida. La construcción de la moderna y weberiana «jaula de hierro», que conlleva una racionalización creciente de todos los aspectos de la vida y un formateo de las subjetividades en función de valores como la eficiencia, la especialización y la rentabilidad, va dejando cada vez menos espacios a la diferencia y la vuelve infinitamente más atractiva y deseable como alternativa de otro mundo y otra existencia posible. Rimbaud, Baudelaire y Gauguin lo supieron. En este sentido, el aura exótica de España y de la cultura española en la Francia de la Belle époque, además de reafirmar subrepticiamente el lugar preeminente de la nueva metrópoli de la latinidad, desempeña un papel compensatorio ante las drásticas transformaciones que sufre la sociedad francesa y expresa el afán de huir de ellas y de reinventar valores como la libertad, la creatividad y la autenticidad. Quizás por ello, más que conocer a España, la Francia decimonónica y moderna la imagina, la proyecta o la sueña casi como una necesidad interior. La antojadiza valoración de Góngora entre los simbolistas no escapa de esta lógica: lo que, en un principio, les interesaba a Verlaine y a Moréas era muy probablemente la forma de otredad que podía representar la poesía del cordobés, envuelta en los velos de una fama lejana –transpirenaica– y rodeada de la reputación de ser una obra difícil, oscura y abstracta. En aquellos círculos parisinos, sólo un puñado de iniciados parecía poseer el secreto que abriría las puertas de su comprensión. No en vano Góngora se convierte en una referencia frecuente a la hora de hacer gala de un cierto esnobismo en los salones literarios, discurriendo sobre la condición aristocrática del artista maldito que, con su distancia y hermetismo, muestra su desprecio por las multitudes en un mundo dominado por los valores burgueses. Pero hay que subrayar que, cuando se llega 71

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a este punto, la fantasía gongorina de los simbolistas empieza a convertirse en otra cosa, al trasplantarse al terreno de la crítica que la poesía del fin de siglo formula contra una sociedad que la excluye y la condena a la marginalidad o al exilio. Prueba de ello es la temprana asociación de la figura de Góngora y Mallarmé cuando fallece este último en 1898 y una cierta prensa porteña los califica a ambos de igualmente decadentes por nihilistas, alambicados y crípticos.8 Darío, que escribe en aquel trance una importante necrología del príncipe de los poetas franceses –y que era, como lo dijo Rama, uno de los pocos escritores de nuestro idioma capaz de redactarla con conocimiento de causa–, no podía ignorar el paralelismo, ni lo que el horizonte simbolista era susceptible de aportar, a la sazón, a una relectura cabal de la poesía del cordobés.9 Como bien lo ha demostradoAndrés Sánchez Robayna, gracias a dicho horizonte, «las condiciones para releer (y estudiar) creativamente (y críticamente) a Góngora ya estaban dadas».10 Así que podemos conjeturar que, cuando Darío entra en la famosa sala de El Prado en junio de 1899 y se topa con la copia del retrato que Velázquez pintara en 1622, la enmienda y la revaluación del autor de Soledades deben de haberle parecido una evidencia o incluso una necesidad. Históricamente, no hay duda alguna de que todo parte de una opinión francesa minoritaria y bastante veleidosa e infundada; sólo que, a diferencia de Verlaine y Moréas, Darío sí fue uno de los grandes lectores de su época, pues no sólo había leído a Mallarmé, sino también a Góngora y podía entender su correlación creativa como nadie lo había hecho hasta entonces ni entre sus contemporáneos franceses, ni entre los españoles y latinoamericanos. «Trébol» conserva los diversos estratos de este largo y complejo proceso que desemboca en una primera rehabilitación del cordobés sobre el telón de fondo que forma el horizonte de lectura del simbolismo en aquel fin de siglo. Aunque no cabe aquí meterse en el tema, sí habría que mencionar que, con los simbolistas, empieza también otra larga historia: la del gongorismo como una secreta pasión francesa. Y es que, si en un comienzo, parece de veras muy escaso el fundamento del juicio con que se reivindica a Góngora en Francia, a medida que avance el siglo xx, el protagonismo galo en el proceso de rescate y difusión adquiere unas proporciones, una profundidad y una continuidad sorprendentes, tanto en el área de los estudios filológicos como por lo que respecta a las traduccioCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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nes, a las ediciones y al lugar mismo del cordobés en el mapa francés de la literatura mundial –sin lugar a duda, uno de los más influyentes internacionalmente. Hoy basta asomarse a las bibliografías del gongorismo, para comprobar cómo, entre Rémy de Gourmont y Philippe Sollers, se dibuja un arco de tiempo por el que van pasando los nombres de Raymond Foulché-Delbosc, Zdislas Milner, Francis de Miomandre, Jean Cassou, Marius André, Guy Lévis Mano, Jean Cocteau, Philippe Jaccottet, Robert Jammes y Jacques Ancet, entre muchos otros. Durante ese siglo largo, el hispanismo francés hace aportes esenciales al conocimiento del corpus gongorino y a la interpretación histórica del mismo, mientras que no son pocos los traductores ampliamente reconocidos que se lanzan a la aventura de traducirlo y los escritores, poetas e intelectuales que dan cuenta, en sus propias obras, de la importancia de la recepción del cordobés al otro lado de los Pirineos. Es difícil entender a cabalidad las razones de tanta fascinación; pero, incontestablemente, tienen que ver, de nuevo, con el tipo de alteridad que Góngora representa o puede representar en Francia y con el papel de paladín que se le hace desempeñar en el siempre renovado combate de la literatura francesa contra el clasicismo, el racionalismo y el capitalismo. Gracias a sus arquitecturas translúcidas, a sus sintéticas metáforas conceptistas y a su rebosante sensualidad, el poeta de Córdoba corresponde mejor que muchos de sus contemporáneos franceses al horizonte de expectativas de una poesía moderna concebida como el instrumento de una crítica radical del lenguaje, el sujeto y la sociedad. Malherbe, por ejemplo, no ofrece tal densidad de sintaxis, ni juegos de condensación de imágenes análogos, ni una resonancia culturalista comparable en sus figuras. Pero, además, como lo ha dicho Sollers, Góngora constituye una alternativa radical a la aplastante influencia que el Romanticismo y la metafísica alemanes han ejercido en la concepción francesa de la poesía. Según él, el cordobés mostraría el camino hacia una celebración barroca y material de la realidad del mundo que, teñida de erotismo, procacidad y sensualidad, libera al verso de las exigencias intimistas y expresivas de un yo romántico y lo descentra. Encarnación de una suerte de absoluto literario por los ecos infinitos que suscita su poesía, por su resonancia inagotable, Góngora no sólo simbolizaría el gesto de arrojo del artista maldito que desafía a la mezquina moral burguesa, sino que constituye también –y sobre todo– una manifestación del 73

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esfuerzo de la literatura vanguardista gala por inventarse un pasado más acorde con sus ambiciones y por arrogarse una historia que calzaría mejor con su crítica de la modernidad. Mal puede sorprender así que Sollers asocie finalmente su pasión por Góngora al sueño de un Louvre rediseñado por Bernini y a la fantasía de un triunfo del arte barroco en París.11 El otro estrato fundamental para entender el rotundo cambio de valoración de Darío es, manifiestamente, la crisis cultural que deja la guerra de Cuba de 1898 y sus secuelas a ambos lados del Atlántico. Según varios comentaristas, el primer soneto de «Trébol» alude a esta circunstancia al referirse a «la veste oscura» sobre la que España llevaría estampado el nombre de Velázquez. Como ya lo vimos, en sus crónicas para La Nación, el nicaragüense da cuenta de la situación de la vieja metrópoli que debe hacer el duelo de su imperio perdido y que no sólo trata de sobreponerse a dicha pérdida, sino que se busca además una nueva identidad. Hay un sentimiento de urgencia entre las generaciones más jóvenes ante la necesidad de repensar y reinventar el país. Se revisa el pasado escrutando los signos que pudieron anunciar el desastre y, al mismo tiempo, se quiere hacer el inventario de los cabos sueltos susceptibles de conformar un relato distinto de la historia nacional. Darío es consciente de la importancia de tal afán e incluso participa de él, pues lo vive como una tarea que concierne también a los latinoamericanos ante la amenaza de un imperialismo estadounidense, cuyo caballo de Troya es la contagiosa «nordomanía» que se difunde por entonces entre nuestras élites criollas. Al filo del siglo, el uruguayo José Enrique Rodó la combate con vehemencia en su sonado ensayo Ariel (1900), denunciando el pragmatismo, el utilitarismo y el materialismo del país del norte. Darío, que con anterioridad había hecho pública su oposición al imperialismo norteamericano en varios escritos, lo secunda en poemas como su famosa «Oda a Roosevelt» y su «Salutación del optimista». Ambos se publicarán en su libro Cantos de vida y esperanza (1905) donde se incluye también «Trébol», que forma parte del mismo combate político. Ciertamente, cerrando las heridas que dejaran las guerras de independencia y tratando de esbozar un proyecto panhispánico cuyo motor principal sería el renacimiento cultural de España, Darío hace con esta composición una atrevida propuesta de revisión de la historia literaria común que le permite reapropiarse críticamente del pasado. Son tres los pasos principales CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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que sigue para llevarla a cabo. El primero es inventar un inesperado paralelismo entre Góngora y Velázquez, como quien saca a un asombrado conejo de una chistera, acercando a uno de los pintores más ampliamente reconocidos del arte español y a uno de los poetas tradicionalmente más controversiales: «Yo en equívoco altar, tú en sacro fuego», le dice el cordobés al sevillano en el soneto. De entrada, Darío cobija a Góngora con el aura indiscutible de Velázquez, crea una relación explícita de equivalencia estética entre los dos y procede a una transferencia de valor: tanto monta, monta tanto. Aún más, el nicaragüense se sirve de la autoridad del propio Velázquez para avalar su juicio en la ficción y colocar al poeta, junto a Cervantes, en un nuevo sitial de honor dentro del canon español: A Teócrito y Poussin la Fama dote con la corona de laurel supremo; que donde da Cervantes el Quijote y yo las telas con mis luces gemo, para Don Luis de Góngora y Argote traerá una nueva palma Polifemo. Es el siglo xvii el que habla retrospectivamente por la boca de Velázquez y el que parece restaurar así, con una profecía autocumplida, unas jerarquías que habían sido trastocadas por el tiempo. Es como si España, digamos, volviera a ser fiel a sí misma y deshiciera una parte de la trama que la indujo a error. Con su pequeño teatro, Darío hace de este modo una propuesta arriesgada e inteligente, pero que no sólo se lee en clave histórica, ya que el paralelismo entre Velázquez y Góngora no sólo es cosa del pasado sino también del presente. El camino ya lo había mostrado Manet al hacer del pintor español una decisiva fuente de inspiración para el arte moderno y una referencia obligada entre los impresionistas. Mutatis mutandis, Darío trae a Góngora a un primer plano como un modelo de escritura del que es urgente apropiarse para entrar por las puertas del porvenir. Su segundo gran paso es introducirlo, a través del paralelismo con Velázquez, en el proceso de desarrollo de la poesía modernista, poniendo de manifiesto su familiaridad con los recursos sintácticos, retóricos, figurales y culteranos del gongorismo y la compatibilidad de estos con las fuentes parnasianas y simbolistas de la creación contemporánea. Para Rama, el encuentro entre Barroco y modernismo era inevita75

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ble a partir del momento en que la poesía de Darío alcanza un nivel de dificultad tal que se traduce en una experiencia de los límites de la lengua.12 En «Trébol», los hipérbatos y los juegos sintácticos, las metáforas y las alegorías, las alusiones a la mitología gongorina (Polifemo, Angélica, Medoro) y hasta la cita del «pasce estrellas», que viene directamente de las Soledades, no constituyen un simple «pastiche», como pretendía Dámaso Alonso, sino que son una pequeña caja de herramientas y colores que se pone a disposición de la poesía moderna en el umbral de un nuevo siglo. Agreguemos que Darío no fue una especie de ingenio lego que no habría leído suficientemente ni a Góngora ni a Mallarmé. Al contrario, según lo muestran los trabajos recientes de Alfonso García Morales y Joaquín Roses,13 los leyó a ambos con provecho y supo vincularlos magistralmente a su tiempo. De ahí que, prolongando el juego de espejos y de dobles, que es su tema estructural, barroco y velazqueño, «Trébol» termine con un soneto modernista en alejandrinos, a la saga de los dos sonetos endecasilábicos, y venga a reposicionar implícitamente a la poesía del nicaragüense en la estela de la dicción gongorina. El final de la composición dibuja una inesperada genealogía poética que traza un puente entre el siglo xvii y los siglos xix y xx, y que reconecta de pronto las historias de España y Latinoamérica, saltando por encima del paradigma neoclásico e ilustrado. Como ha señalado Marcelo Sanhueza, Darío busca «concretar la unión del campo cultural hispanoamericano a ambos lados del Atlántico, que para los modernistas, en general, implicaba el fortalecimiento de un sistema literario común en el mercado internacionalizado de las letras».14 Pero su gesto es también, evidentemente, un gesto político que hace de la celebración de España la punta de lanza de una nueva identidad cultural: Gloriosa la península que abriga tal colonia. ¡Aquí bronce corintio y allá mármol de Jonia! Las rosas a Velázquez, y a Góngora claveles. De ruiseñores y águilas se pueblen las encinas, y mientras pasa Angélica sonriendo a las Meninas, salen las nueve musas de un bosque de laureles. Como ya ha sido señalado por varios estudiosos del tema, las aparentes contradicciones de la propuesta dariana no sólo CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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proceden de esta defensa de un viejo imperio para oponerse a uno nuevo, ni de las fluctuantes posiciones antimperialistas de nuestro poeta. También hay que señalar que el soñado campo cultural panhispánico común sería, en realidad, un campo abierto que, a través del modernismo, conecta a las letras de la lengua española con las francesas y con las de otras latitudes, incorporándolas a los mapas y las redes de la literatura mundial. Mal puede extrañar por tanto que la cuestión del rescate de Góngora deje de ser muy pronto un problema puramente hispano y pase a convertirse, con el nuevo siglo, en un asunto internacional. En el pensamiento de Darío corre infusa ya esta ampliación del campo de batalla que caracteriza a su visión cosmopolita de la creación y que se expresa en la aspiración a una forma auténtica de universalidad, más allá del universalismo. El regreso del Barroco parece signado por esta coyuntura que, como veremos, ha de adquirir distintos perfiles, desde el vanguardismo hasta el poscolonialismo, a medida que avance el siglo xx. Desafortunadamente, no puede decirse que la propuesta de Darío haya sido acogida en aquel momento con un entusiasmo desbordante. Los ecos más inmediatos pueden medirse a través de la encuesta que la revista Helios lanza en 1903 entre los principales intelectuales españoles sobre la poesía de Góngora. El grupo de jóvenes que capitaneaba dicha publicación –Martínez Sierra, Pérez de Ayala, González Blanco y Juan Ramón Jiménez, entre otros– obtiene unas respuestas lo suficientemente agresivas y/o desinteresadas como para hacer patentes los estrictos límites impuestos a una revisión del caso del cordobés. Aurora Egido ha sabido mostrarnos en sus trabajos recientes que el proceso de revaloración será mucho más lento y gradual, y que, en el cambio de siglo, dará lugar incluso a serias resistencias por parte de ciertos escritores antimodernistas que, como el académico Emilio Ferrari, ven en la síntesis de elementos barrocos y simbolistas –valga la cita– «esa jerga soberana / que es Góngora vestido a la francesa / y pringado en compota americana».15 A todas luces, no hay que subestimar el papel que el nacionalismo desempeña en este proceso, ya que el carácter cosmopolita de la propuesta dariana conlleva necesariamente una relativización del control que el campo cultural español, como instancia nacional al fin, aspira a ejercer sobre su canon y su tradición. En el fondo, el conflicto era tanto más inevitable cuanto que la coyuntura del 98 se prestaba a él y, a través de la 77

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persona de Darío, agitaba las banderas del siempre renovado enfrentamiento entre españoles y franceses por tutelar la vida intelectual hispano/latinoamericana. En cualquier caso, habrá que esperar aún algunos años antes de que el proceso de vindicación se enrumbe por un camino seguro. El primer artículo del mexicano Alfonso Reyes sobre el tema, que data de 1910, es sin lugar a duda uno de los documentos que da más temprana cuenta de los intensos intercambios que se están produciendo entre los dos lados de los Pirineos y entre las dos orillas del Atlántico en torno a la fortuna póstuma de Góngora. Son, en realidad, muchas las voces que intervienen en esta discusión a lo largo de las dos décadas siguientes, antes de que la a llamada generación del 27 organice en España aquellas conmemoraciones del tricentenario a las que se les solía atribuir casi exclusivamente el mérito de la rehabilitación del poeta cordobés. No hay que olvidar, sin embargo, que en la famosa antología que Gerardo Diego compila ese año como parte de las actividades previstas para marcar la fecha, el poema «Trébol» cierra la selección a manera de homenaje y agradecimiento a Rubén Darío. Ya para entonces el cordobés es el poeta que hace posible pensar el regreso del Barroco y que ocupa un lugar central en el mapa extendido y cosmopolita que imaginó nuestro nicaragüense y que dibujarán las vanguardias.

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NOTAS 1 Ángel Rama, «Prólogo» a Rubén Darío, Poesía, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977, pp. XV-XVI 2 Marcelino Menendez Pelayo, Historia de las ideas estéticas en España [1883-1891], tomo II, Madrid, CSIC, 1974, p. 329 3 Père Gimferrer, Los raros, Barcelona, Planeta, 1985, p. 6 4 Rubén Darío, España contemporánea [1901], edición de A. Vilanova, Barcelona, Lumen, 1987, p. 42. 5 Rubén Darío, La vida de Rubén Darío escrita por él mismo [1915], edición, introducción y notas de Francisco Fuster, México/Madrid, FCE, 2015, p. 103 6 Mariano Siskind, Cosmopolitan Desires, Global Modernity and World Literature in Latin America, Northwestern University Press, 2014, p. 192 7 Octavio Paz, Cuadrivio, México, Joaquín Mortiz, 1965, p. 16 8 Cf. Alfonso García Morales, «Un articulo desconocido de Rubén Darío: “Mallarmé: notas para un ensayo futuro”», Anales de Literatura Hispanoamericana núm. 35, 2006, p. 38

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Rama : XII. Andrés Sánchez Robayna, Silva Gongorina, Madrid, Catedra, 1993, p. 67. France Culture, «Une vie, une œuvre : Don Luis de Góngora ou le triomphe du Baroque» (1986), <https:// www.franceculture.fr/emissions/les-nuits-de-franceculture/une-vie-une-oeuvre-don-luis-de-gongora-ou-letriomphe-du-baroque-1ere-diffusion-27031986>. Rama : XVI García Morales, «Un artículo desconocido »; Joaquín Roses, «La biblioteca española de Rubén Darío», Modernismo y modernidad en el ámbito hispánico, Universidad Internacional de Andalucía, 1998, pp. 17178. Marcelo Sanhueza, «Entre imperios: antiimperialismo e hispanoamericanismo en España contemporánea de Rubén Darío», Catedral tomada, vol. 7, núm. 12, 2019, p. 323. Aurora Egido, El barroco de los modernos, Cátedra Miguel Delibes, Universidad de Valladolid, 2009, p. 33.

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Basilio Sánchez:

«Los poemas no se escriben en las ciudades, sino fuera de ellas» Por Michelle Roche Rodríguez



◄ Fotografía de la entrevista: © Maribel Muriel

Basilio Sánchez (Cáceres, 1958) es poeta y médico de cuidados intensivos. Es autor de Los bosques interiores (Visor, 1993), La mirada apacible (Pre-Textos, 1996), Al final de la tarde (Calambur, 1998), Para guardar el sueño (Visor, 2003), Entre una sombra y otra (Visor, 2006), Las estaciones lentas (Visor, 2008), Cristalizaciones (Hiperión, 2013) y Esperando noticias del agua (Pre-Textos, 2018). En 2010 publicó la antología Los bosques de la mirada (Calambur), donde reúne su poesía escrita desde 1984. Con el libro He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes (2019) ganó la trigésimo primera edición del Premio Internacional Loewe de Poesía; se trata de un poemario en donde continúa el mensaje y la trayectoria simbólica del libro editado el año anterior. En ambas publicaciones, la poesía emerge como vocación y forma del ejercicio místico. «El poeta es el hombre arrodillado. / El poeta es el hombre que lo pinta»; «El poeta no ha elegido el futuro. / El poeta ha elegido descalzarse en el umbral del desierto», escribe Sánchez en dos poemas diferentes de su libro más reciente. Antes ha recibido el Premio Adonáis (1995), el Jaime Gil de Biedma (2003), el Internacional de Unicaja (2005) y el Internacional de Tiflos (2008), así como el Premio Extremadura a la Creación de la Mejor Obra Literaria de autor extremeño (2007) y el Premio Ciudad de Córdoba Ricardo Molina (2012).

que aun antes de que apareciese la escritura, ya estaba ella tranquilizando almas, sosegando inquietudes. Quizá mi relación diaria con el dolor y la enfermedad estén en la raíz de una poesía que para mí ha sido siempre un lugar de acogida y de resistencia. La materia de la poesía es la propia experiencia y, en mi caso, se ha nutrido forzosamente de mi relación directa con la curación y el sufrimiento. De manera recíproca, es posible que la poesía, a su vez, haya podido moldear, con ese espíritu de aceptación y comprensión del que hablaba Miguel Torga, mi relación con los enfermos.

Su vida combina dos oficios que trabajan en dimensiones esenciales pero opuestas de lo humano: la material del médico dedicado a los cuidados intensivos y la espiritual de la poesía. ¿Cómo, a lo largo de tantos años, se han ido complementando ambos aspectos de su vida?, ¿qué ha ganado o perdido cada uno? Aunque siempre he intentado separar ambas actividades, con el paso del tiempo he empezado a apreciar lo que la medicina le ha aportado a mi poesía y la poesía al ejercicio de mi profesión. Dice Christian Bobin que la poesía es la medicina más antigua del mundo, que, en la misma época en que los hombres iluminaban las cavernas con figuras de animales, la poesía les llegaba a ellos por la misma grieta en la piel por la que les entraba el miedo, la angustia y el dolor; CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes es el tercero de los libros de poemas que publica después de reunir su poesía en Los bosques de la mirada. A través del asunto de la fragilidad del 82


poeta se establece una conexión entre ese libro con Cristalizaciones y Esperando noticias del agua, quizá, aquí emerge una especie de tríptico donde la palabra busca la transparencia a través de lo esencial. ¿Cómo se relacionan los hallazgos de estos libros con el realizado en los poemarios anteriores a 2009? Creo que la poesía que llevo escribiendo desde hace más de treinta y cinco años tiene como pretensión la de construir, en medio de la intemperie y fragilidad de nuestra naturaleza, un territorio ético, un lugar de acogida en el que podamos sentirnos confortados y desde el que podamos gozar y percibir mejor el mundo. Cada uno de mis libros es una manera de registrar, con sus diversos matices, esta forma de relacionarme con las cosas a través de las diferentes fases o etapas por las que voy pasando. Cristalizaciones es un libro que indaga en la contingencia y fragilidad de la doble naturaleza del poeta: la del hombre y la del escritor. La del hombre, porque al carácter provisional de nuestra existencia se nos une nuestra radical incapacidad para desentrañarla. La del escritor, porque las mismas palabras con las que intentamos explicarnos nos llevan al convencimiento, como a Dante, de la «cortedad de nuestro decir», de la insuficiencia del lenguaje poético para dilucidar lo que somos y lo que nos rodea. He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes, al igual que Esperando las noticias del agua, publicado sólo un año antes, recoge, fundamentalmente, mi preocupación por el hecho de que las transformaciones sociales de las últimas décadas nos están dejando como

herencia una sociedad más pulcra en lo material, pero enormemente pobre en lo espiritual; una forma de vida en la que la riqueza, la comodidad y la complacencia hedonista se han acabado pagando con sordidez moral. En ambos, la idea fundamental es que la resistencia activa de carácter moral es lo único que nos puede ayudar a superar las inclemencias de una época que, en muchos de sus aspectos esenciales, adolece de inanición y de sequía. Que el acuerdo con lo que nos rodea es lo único que puede hacer posible la viabilidad de nuestro futuro. INTENTO QUE EL POEMA DE LAS IDEAS QUE ESTÁ DENTRO DEL POEMA DE LAS PALABRAS PUEDA SER ESCUCHADO Llama la atención que en la antología Los bosques de la mirada no incluyera su primer poemario publicado, A este lado del alba (1984). En su libro biográfico La creación del sentido ha escrito estas bellas frases: «Pero con veinticuatro años, no conoce todavía el orden secreto de las palabras. Con veinticuatro años todas las tentativas le parecen hallazgos». ¿Cree que para llegar a la voz más personal es necesario romper el silencio con un primer libro y luego olvidarlo? Los que me conocen saben que a lo largo de todos estos años no he cambiado sustancialmente. Los poemas de A este lado del alba, escrito en 1983, tal vez traten de los mismos asuntos que los poemas más recientes. Quizás hayan cambiado las formas, ahora pretendo ser más claro, 83

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Jabès o René Char, tendentes a la esencialidad y con vocación mística y filosófica. Con el paso de los años, mi escritura se ha ido situando en una posición intermedia, asumiendo la naturalidad y la transparencia como formas de expresión de un pensamiento hondo de carácter moral, comprometido con su época y con afán de trascendencia.

más transparente, intento que el poema de las ideas que está dentro del poema de las palabras pueda ser escuchado, como decía Wallace Stevens. Pero los temas son los mismos, y esto es algo que he sabido reconocer siempre. En aquel primer libro sensorial y apasionado de la juventud ya estaba todo lo que quería expresar, pero mi voz no tenía todavía el tono definitivo de mi lenguaje, ese timbre personal que mi estrecha relación con las palabras se ha encargado de afinar con los años. Nunca he querido olvidar mi primer libro, pero la voz con la que me identifico no conseguí encontrarla hasta más tarde.

Algunas influencias literarias que ciertos críticos le han atribuido incluyen las obras de Claudio Magris, Giuseppe Lanza del Vasto y Adam Zagajewski: ¿A través de qué rasgo se integran poéticas tan diversas en su obra?, ¿existe en castellano algún poeta, o poetas, que presente ese mismo rasgo? Yo creo que la ética es parte fundamental e indisociable de la experiencia estética de la poesía, por eso comparto con los poetas que me gustan, además de la búsqueda de la esencialidad y la sencillez, una misma visión humanista de la vida, una forma de entender la escritura que arraiga en la tradición meditativa y que pretende conciliar en el poema el pensamiento con la imagen y el sentimiento con la ética. Que intenta trascender nuestras relaciones con las cosas para percibirlas y disfrutarlas de otro modo, para establecer con ellas un vínculo distinto basado en la confianza y el respeto. El fervor, del que habla Adam Zagajewski, –que es el entusiasmo al que hacía referencia Friedrich Hölderlin–, es el rasgo que integra en mi poesía a diferentes autores con los que comparto una misma forma de entender la experiencia poética. Un modo de escritura que, consciente de la realidad en la que vive

Su formación como poeta coincide con el desarrollo de la llamada «poesía de la experiencia», que proclama lo opuesto a lo defendido por sus obras: el hincapié en la existencia cotidiana, el acercamiento a lo material y la ruptura con el esteticismo. ¿Por qué dos sentidos opuestos de lo literario pueden haberse desarrollado durante el mismo tiempo histórico? En cualquier tiempo histórico pueden convivir, sin anularse, las diferentes voces personales con las que puede llegarse a la poesía. En la época hegemónica de la «poesía de la experiencia», yo vivía en la clandestinidad de la provincia y en una relativa oposición a esa forma de entender la poesía, a mi juicio excesivamente plana y escorada a lo obvio. Sin embargo, los conceptos de claridad, historicidad y reflexión moral que tradicionalmente se han asociado a esta corriente no andaban muy lejos de mis propios planteamientos poéticos, a pesar de defender escrituras como las de José Ángel Valente, Edmond CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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► Lola García Moretón

En ese libro decía que, si bien es cierto que la excelencia de una obra literaria se produce al margen de la buena voluntad del autor y de los valores éticos con los que afronta su vida y la de los demás, la naturaleza del escritor determina de alguna manera la naturaleza de su obra. Y ponía como ejemplo a Antonio Machado, al que tuve la ocasión de acercarme, a principios de la década de los años noventa, atraído por la sensación de compañía humana que irradiaba y por ese halo de honradez que caracteriza a los autores que asumen el compromiso de su época y ofrecen a la ciudadanía el esfuerzo de un lenguaje desprovisto de falsificaciones. Es un poeta cuya obra se vuelve hacia su interior, pero sólo para buscar en él lo que de genérico tiene nuestra naturaleza y en el que encuentra el fundamento ético de su quehacer. Para

y comprometido con ella, es capaz de sobreponerse al agotamiento y desengaño de nuestra época. Somos muchos los poetas que, de una manera u otra, asumimos estos planteamientos, pero es el manejo individual de los materiales estéticos lo que nos singulariza. En La creación de sentido establece la relación entre la índole de una obra y la personalidad de un autor. Entre varios ejemplos, se refiere a su lectura de Campos de Castilla (1912), de Antonio Machado, en quien descubre la producción de una poesía que se adentra en sí misma para buscar no sólo aquello que «la humanidad tiene de genérico», sino además el talante intimista que relaciona con esa búsqueda. ¿Qué resulta cuando hace el mismo ejercicio con su propia obra? 85

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tamos condenados a asumir la condición de extranjeros. Una fragilidad que se extiende también a la escritura, a la que acudimos para protegernos de la intemperie, pero que en realidad nos deja sólo ante las puertas, en el mismo zaguán.

mí, y esto intento recordármelo cada día cuando escribo, la poesía es inseparable de la vida, pues así como la índole de un hombre es deducible de su obra, la idiosincracia de una obra tan sólo es deducible de la personalidad y la conducta de su autor.

La imagen del poeta que se arrodilla para encontrar lo natural y lo transparente que puedan enriquecer al espíritu se repite a lo largo de sus últimos tres poemarios (y existe, no como alegoría sino como búsqueda personal, en libros anteriores), ¿es la misión de la poesía rescatar al mundo arcaico de la conexión prístina con lo divino? La poesía es una forma humilde y respetuosa de acercarse a las cosas. No pretende agotarlas ni definirlas, sólo sobrevolarlas, disfrutarlas y vivirlas. Y en esto, la poesía se aproxima a la mística, que, a diferencia del conocimiento científico, que es utilitarista y dominante, se constituye en cauce para el conocimiento gratuito y maravillado del mundo. Más allá del reduccionismo de las confesiones, la poesía es la sala de silencio de los taoístas, la celda de meditación de los místicos. En nuestra tradición, el desierto –que es el lugar donde se fundan las religiones y de donde nace la poesía– es el espacio de la espiritualidad. Los verdaderos avances de nuestra especie se han producido siempre tras una ardua marcha a través de los desiertos de la soledad, la incomprensión y el ascetismo. Todas las religiones buscan la luz. Nosotros, los poetas, mendigamos la luz porque vivimos en medio de la oscuridad, reivindicamos un mundo a nuestra medida porque hemos aprendido a convivir con las ruinas.

LA POESÍA ES EL FRASEO DE LO HUMANO ANTE EL ASOMBRO DE LO QUE PERMANECE SIN SENTIDO, EL VAHO DE UNA PALABRA EN EL ESPEJO SOBRE EL QUE REINVENTAMOS EL LENGUAJE En esta pregunta, tomada del poema «Cartografía incompleta» de Cristalizaciones, se reconoce una preocupación constante de su literatura: «¿quién puede mantener en lo que dice / la solvencia de sus significados?». ¿A qué se refiere con la «solvencia» de los significados? La poesía es el fraseo de lo humano ante el asombro de lo que permanece sin sentido, el vaho de una palabra en el espejo sobre el que reinventamos el lenguaje. «Cuando sale a la calle –escribo en el poema–, ¿qué puede hacer un hombre / que es consciente de sus limitaciones / y que además escribe / ante la expectativa, / afianzada en la noche, de enfrentarse / de nuevo con lo inmenso, ¿con lo que desconoce?». Los poemas de Cristalizaciones ahondan en la fragilidad de nuestra naturaleza, nos hacen ver que, habitando en un mundo que nos precede y nos rebasa, que desmantela una y otra vez nuestras previsiones y proyectos, esCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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La imagen del poeta que se arrodilla – pero sólo ante sí mismo– es la imagen del recogimiento y de la búsqueda del centro. Una actitud de escucha, una forma de expresar la humildad con la que uno debe afrontar la escritura y su propia vida.

nos interesa a los poetas es la llama que devora al hombre, al cielo y a la tierra. Y ésa es, para mí, la condición de lo sagrado. Quizás lo religioso no sea otra cosa que el sentimiento íntimo de que uno forma parte de un todo.

En He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes escribe: «Acercarnos con afecto a las cosas / nos permite intimar con lo sagrado / que permanece en ellas». Y éste es apenas un matiz que la interioridad toma en su poesía. ¿Qué relación tiene la palabra con lo sagrado?, y, puesto que no toda intimidad se incorpora en esa condición de lo venerable, ¿qué relación hay entre lo sagrado y esa dimensión que usted antes ha calificado de lo «pulcro en lo material»? Decía el poeta cretense Nikos Kazantzakis que se sentía como una miga de pan en medio de un estanque, rodeado de sombras como peces. Que, puesto que nuestra naturaleza nos conduce de una manera u otra a convivir con la oscuridad, no nos queda otra cosa que sostener entre los dedos la cerilla de lo visible, la llama diminuta de la calidez y la esperanza, de todos los recuerdos que perseveran en la luz. Eso es para mí lo sagrado, esa esencia inmortal que vive con nosotros y que nos impulsa más allá de nuestra naturaleza. Mi libro Las estaciones lentas, de 2008, lo encabezaba con una cita de Rainer Maria Rilke: «Soy como un hombre que recoge hierbas medicinales, que aparece ocupado en cosas menudas, mientras los árboles se alzan en torno a él, orando». Como diría el propio Kazantzakis, más que el hombre, la tierra o el cielo, lo que

La incansable labor del poeta que describe la voz de cada obra suya es la de un orfebre, ¿qué herramientas le sirven de bruñidor para las palabras? La voz de la poesía es la voz del cuidado, la de la atención minuciosa a lo que nos rodea. La poesía es un intento de desentrañar una realidad que se nos escapa y en la que estamos incluidos nosotros. La complejidad de este empeño es de tal calibre que el poeta, cuando algo consigue vislumbrar, tiene la obligación de registrarlo, para sí y para los demás, de la forma más sencilla posible, sin añadirle oscuridad. Y para ello no hay más herramientas que las de la humildad, el trabajo y la paciencia. En La República, Platón oponía la filosofía a la poesía, inaugurando lo que María Zambrano llama la «condenación de la poesía», o su andar errático, en la periferia de las sociedades. ¿Cree que el rechazo de Platón ha servido, más bien, para afianzar la labor de la poesía? La crítica de Platón a la poesía se centra, fundamentalmente, en que su saber no es un saber reflexivo, sino el producto de una inspiración, un estado de ánimo o locura divina, la expresión de un don o un entusiasmo semejante al de los augures y profetas, sin ninguna utilidad práctica y sin la función social o pedagógica que sí tiene la filosofía. 87

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Para Platón, el saber del poeta es un saber de imágenes alejado de la realidad, que no está orientado al conocimiento; para él, las palabras de la poesía tienen la capacidad de sugerir y simbolizar, pero no hacen comprender. Y ésta es, a mi parecer, una magnífica definición de la poesía, que en el fondo no es otra cosa que «un saber sobre el alma», como diría, con toda lucidez, y utilizando el lenguaje poético, la filósofa María Zambrano.

confuso, una pérdida, casi un extravío, pero son precisamente estas condiciones de pérdida y de oscuridad las que pueden hacer posible la aparición de las palabras. Desde el silencio, porque sólo en el silencio puede uno llegar a ser quien es. «La poesía es un mensaje en la pared de una gruta –escribo en La creación del sentido–, una nota a propósito, para los que se pierden en la noche, para los que no tienen un lugar como propio». Los poemas no se escriben en las ciudades, Algunos símbolos reconocibles de su sino fuera de ellas. El poeta es una mujer poesía son el frío, el árbol –que en su con alcuza. poemario más reciente toma la forma de un nogal– y la palma de la mano, que con frecuencia aparece en forma CREER EN EL CARÁCTER ÍNTIMO de cuenco. Pero la imagen del cristal Y SOLITARIO DE LA POESÍA, EN es la más poderosa, casi establece una SU CONDICIÓN HUMILDE Y EN poética: «El cristal hace suyo / el frío de SU CAPACIDAD PARA DARNOS la intemperie, / pero es obra del fuego PROTECCIÓN Y COBIJO […]», escribe en el poema «Cristalizaciones» del libro homónimo. El poema, como el cristal, también resulta de Miguel Ángel Lama señala, en el proeun proceso de «sedimentación y trans- mio a Los bosques de la mirada, que «la parencia» en el que también participan casa» está en el espíritu fundacional de «las presiones y la temperatura, / la so- su poesía. Quizá lo más exacto sea reledad y el tiempo». Ahora, volviendo a ferirse no a la casa como elemento arla cuestión en La República, ¿cómo se quitectónico, sino al hogar como seno explica que un oficio tan imbricado en del desarrollo de la intimidad. ¿De qué la fibra moral de las sociedades necesi- manera la intimidad y lo familiar han te del aislamiento para florecer? sido herramientas para el desarrollo de Es verdad que la experiencia de la poe- una voz propia? sía está imbricada en la fibra moral de las Después de muchos años escribiendo sociedades, pero a esta conciencia ética poesía, continúo con las dudas e incertisólo puede llegarse desde la periferia de dumbres que tenía al principio, pero he las ciudades a las que nos relega Platón, podido alcanzar, sin embargo, tres pey desde el silencio. Desde el aislamien- queñas certezas: la de creer en el carácter to, porque, como dice Philippe Jaccot- íntimo y solitario de la poesía, en su contet, cada obra comienza en el interior de dición humilde y en su capacidad para cada uno a partir de una incertidumbre darnos protección y cobijo. La poesía es profunda, una suerte de estado oscuro, un lugar de acogida y de resistencia, esa CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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mirada del artista no está en sus ojos», ¿cómo influyó en su visión meditativa de la literatura? Mi libro La creación del sentido está dedicado a mis padres. A mi padre, por las imágenes. A mi madre, por la música. Cuando era niño, mi padre pintaba al óleo, y yo seguía de cerca la evolución de sus pinturas, los cambios de matices y de perspectivas. Mi madre, andaluza, siempre tuvo una garganta privilegiada y nos educó a todos los hermanos en la música, en el sentido de la melodía. Decía Octavio Paz que la poesía es imagen y es ritmo, ¿podría haber recibido mejor herencia?

casa familiar, humilde e invulnerable que los hombres y las mujeres nos hemos visto obligados a levantar a la intemperie para proteger nuestra intimidad, nuestros deseos y nuestros sueños. Toda mi poesía se ha construido con estas herramientas. En La creación de sentido, el universo de lo familiar coloca en la madre, el abuelo y el padre la concreción del poeta. El padre pintor, que antes de irse a trabajar corregía la pincelada de algún cuadro, como el escritor que «sustituye un adjetivo o una coma en un verso reticente» y para quien «la

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Prosa del mundo, poesía de lo pertinente. Un diálogo sobre W. G. Sebald Por Ricardo Menéndez Salmón y Cristian Crusat


CRISTIAN CRUSAT

Antes que nada, Ricardo, quisiera agradecerte que hayas accedido a entablar este diálogo sobre un autor de cuyo fallecimiento se cumplen veinte años en 2021. Me apetecía mucho intercambiar algunas ideas e impresiones lectoras sobre W. G. Sebald contigo. Y creo, además, que sería aconsejable hacerlo a partir de unas palabras del propio Sebald acerca de nuestro tiempo, ya que sus diversos aturdimientos determinan en gran medida los hábitos de lectura que desarrollamos y cómo nos relacionamos con los textos. Así, recuerdo que durante una entrevista, mientras reflexionaba sobre el modo en que se viaja en la época contemporánea, llegó a afirmar Sebald: «La modernidad encierra un rasgo terrible: nunca regresamos». En parte, me gustaría que esta conversación fuera una forma de regresar a su literatura, la cual por muchos motivos me parece una de las más estimulantes de cuantas jalonaron el cambio de siglo. Por un lado, tengo la impresión de que el proyecto de Sebald –gracias a su poderoso magnetismo– fue rápidamente subsumido en el discurso artístico y cultural que atravesaba los siglos xx y xxi. De hecho, resulta difícil mencionar alguna expresión que no haya acusado el enorme impacto de este autor: arte, fotografía, cine, teatro, música, performance, proyectos textuales internáuticos, instalaciones y exhibiciones… Pero, por otro lado, se alza la atinada consideración de Sebald y el riesgo de que, como sucede con los viajes, hayamos hecho la marquita correspondiente, hayamos dado por consabida su propuesta y no regresemos a ella como convendría. En el caso de Sebald, esto sería especialmente negligente por cuanto su obra problematiza de un modo singular las relaciones y representaciones del pasado y el presente o del propio continente europeo, siempre en crisis. ¿Qué razones te han movido a ti, Ricardo, desde que leíste a Sebald, para regresar a sus libros?, ¿a cuál de ellos regresas más asiduamente? * RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN

La gratitud es mía, Cristian. Y lo es por un motivo que querría mencionar, y que tomando a Sebald como disculpa, introduce una reflexión necesaria. Me refiero a la posibilidad de interlocución entre escritores a los que separan doce años en términos biológicos, lo cual en literatura es un mundo, pero que confluyen aquí desde las afinidades electivas, decisivas a la hora de cons91

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truir la autobiografía. No en vano, una de mis obsesiones es la idea de genealogía, el cronomapa físico, afectivo, intelectual, filosófico e incluso espiritual del que se procede como creador (los restos de caza en torno a la madriguera, por emplear una imagen cinegética), inexcusable para definir las características que conforman una obra. En ese sentido, el diálogo contigo, desde que descubrí tu trabajo en Solitario empeño hasta tu último texto en WunderKammer, precisamente sobre Sebald, instaura un ecosistema compartido, en el que el maestro alemán sospecho que es pieza privilegiada. Y lo denomino maestro alemán con ánimo nada inocente, polémico si se quiere, recogiendo la pista del poema de Celan y el título del libro de Safranski sobre Heidegger, e intentando ubicar a Sebald en esa fecunda trayectoria que en Alemania se mantiene viva, la del intelectual que enseña a pensar, sea a través del cine, como Fassbinder, de la filosofía, como Habermas, del arte, como Kiefer, de la novela, como Grass, o de todo ello a la vez, en un totum revolutum soberbio, como Kluge, otra figura para mí ineludible y con la que nuestro autor dialoga en el libro que voy a mencionar como precipitado del interés que Sebald mantiene para mí y que además me permite recoger el testigo de tu pregunta. Ese libro son las conferencias de Zúrich sobre guerra aérea y literatura, que en España se tituló Sobre la historia natural de la destrucción, y que añade a las lecciones dictadas en Suiza el durísimo texto dedicado a Alfred Andersch y a la tentación, tan literaria, de reescribir nuestra historia a la luz de la Historia que nos contiene. Sebald es inagotable, y escoger un único libro carece de sentido, porque su coherencia está en la obra completa, en el proyecto, pero las páginas de Sobre la historia natural de la destrucción encierran todo aquello que para mí es central en su propuesta: la pregunta por la modernidad y los límites del progreso, la apertura de la narración al logos ensayístico y a una cierta dimensión forense, la voluntad ética de la literatura y la noción de responsabilidad. Estos intereses hacen de Sebald un memorable ejemplo de discurso literario. Y subrayo esta palabra, discurso, porque un escritor decisivo es lo que genera. No opinión, doxa, conjetura, sino discurso: sobre el ser del lenguaje, sobre el significado cambiante de las grandes palabras, sobre la dialéctica entre lo universal y lo particular. * CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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CRISTIAN CRUSAT

Precisamente hoy comencé la lectura de Una Odisea, de Daniel Mendelsohn –a la que he llegado a través de tu último libro, No entres dócilmente en esa noche quieta–, y resulta que en esta espléndida memoir hay un pasaje donde se alude a las singulares connotaciones que siempre han guardado en Alemania las relaciones entre profesores y estudiantes, en especial por la forma de referirse al mentor intelectual, al Doktorväter, denominación que en sí misma combina sentimentalidad y reverencia por la autoridad intelectual… De eso –de ese repertorio privado de conocimientos, gustos e idiosincrasias perpetuado de generación en generación– trató siempre la universidad, pienso ahora, ya que no deja de ser una institución de raíces medievales cuya mezcla de civilización feudal y organización eclesiástica puede ser beneficiosa o perjudicial, según el caso. Cabe recordar que W. G. Sebald perteneció a esta institución. De hecho, en parte salió de Alemania por culpa de la «conspiración del silencio» con la que se encontró en las aulas universitarias alemanas en la década de 1960, cuando esta cadena de relaciones se había pervertido y las clases de literatura consistían en ejercicios de equilibrismo filológico destinados a escamotear cualquier relación entre el texto y el mundo (por ejemplo, analizar un cuento de E. T. A. Hoffmann mientras los periódicos cubrían el juicio de Treblinka en Düsseldorf sin hacer ninguna alusión al respecto). Creo que Sobre la historia natural de la destrucción es en buena medida una respuesta, severa y rigurosa, a esa situación. (Por cierto, ahora advierto con más claridad que la problematización que llevas a cabo de lo que Ernst Kris y Otto Kurz denominaron «la leyenda del artista» en Medusa –uno de tus libros donde se percibe la impronta de Sebald– responde a ese obsesivo trazado genealógico al que te refieres). En cuanto al proyecto de Sebald, me parece que lo has resumido inmejorablemente. ¿Qué te parece si abordamos algunos asuntos relacionados con los aspectos que has destacado? Comencemos, si te parece bien, por la pregunta por la modernidad y los límites del progreso, que es uno de los principales ejes de su propuesta, sin duda, pero también, quizá, el más propicio a simplificaciones. Me refiero a que a veces se tiende a identificar a Sebald con una especie de pararrayos intelectual cuyos viajes y caminatas constituyen un lánguido réquiem por la cultura moderna. Creo que su discurso, como tú has explicado, es obviamente más «activo». Es decir, cuando el narrador típicamente se93

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baldiano designa la destrucción de la naturaleza, de la memoria y del hábitat en nombre del progreso no está añorando un tiempo mejor, pues si alguna certeza se obtiene de la lectura de Sebald es que la capacidad destructora del hombre no es privativa, ni mucho menos, de la modernidad. Además, rechaza cualquier atisbo de misticismo de la naturaleza, primitivismo o ensalzamiento del terruño, cuya sola evocación llega a ser fuente de angustia y repulsión: la pútrida patria de cuño romántico… A su modo, al penetrar los ángulos muertos de la cartografía europea, Sebald esgrime un gesto crítico: el de escapar, mediante indisciplinados zigzagueos, a las poderosas fuerzas biopolíticas de la modernidad. Personalmente, me fascina cómo aborda este problema en Austerlitz, cuyo protagonista dedica su vida a estudiar el estilo arquitectónico de la era capitalista (estaciones de tren, presidios, edificios de la bolsa y la ópera, viviendas de trabajadores…), con su evidente tendencia al monumentalismo y su compulsión autoritaria. Por el contrario, la labor de Sebald –en cuyos libros aparece frecuentemente la figura del modelista, del aficionado a construir maquetas a escala– tiene que ver mucho con la miniatura, de la que además –creo– se desprende una ética: «No me gusta lo que existe a gran escala, ni en arquitectura ni en lo referente a los saltos evolutivos. Para mí, se trata de una aberración. La noción de algo pequeño y contenido es al mismo tiempo, en mi caso, un ideal tanto estético como moral», dijo Sebald, quien llegó a situar su escritura en el plano de la monomanía: «Como alguien que construyera una torre Eiffel con cerillas». En Sobre la historia natural de la destrucción, por cierto, la reconstrucción de las ciudades y de los edificios devastados es, de nuevo, un elemento fundamental, sobre todo por el modo en que esta orientó a la población alemana hacia el futuro y la obligó a callar sobre lo sucedido. Construir y destruir: una dialéctica arraigada más de lo que creemos en nuestra cultura (y que Emanuele Severino consideró que ya sedujo al pensamiento griego). Volviendo al tema de la modernidad y los límites del progreso, quizá se trate asimismo de un asunto de proporciones. Los límites del progreso, por estas razones, resultan más dramáticos cuando se exponen en los libros de Sebald. Por un lado, debido a la colosal fuerza destructiva de la tecnología y, por otro, por la desproporción entre los desastres y el espíritu de una época que se inauguró, como ninguna otra, con la esperanza en un mejoramiento de la raza humana –una esperanza escrita, además, como Sebald leyó en su discurso de la Literaturhaus de StuttCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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gart, «con hermosa caligrafía en nuestro cielo filosófico»–. No sé qué te parecerá esta aproximación desde el punto de vista de las proporciones… * RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN

El asunto de las proporciones es sugestivo. Como la oposición entre constructores de iglesias románicas y de catedrales. O entre escritores de nouvelles y de sagas. Cuánto mal ha causado a la humanidad el gigantismo. El mismo que la enfermedad romántica (¡ese Wanderer über dem Nebelmeer de Caspar David Friedrich!) y la mistificación de la naturaleza que mencionas. En eso Sebald es spinoziano. Cualquier tentación de trascendencia le repele. Cualquier insinuación de finalismo le irrita. Enfermedades, por otro lado, cada vez más instaladas en nuestro tiempo. Basta fijarse en esa atracción constante por llegar más lejos, por volar más alto. O en esa pasión inmoderada por la estadística como ciencia del bienestar, por la matematización y formalización de cada ángulo de la experiencia. Como si en cada ser humano se escondiera un recordman. Pero quiero abundar en la noción de progreso porque me parece inexcusable. Si el problema del mal nos condena a la pregunta por la libertad, la escuela de la modernidad nos obliga a la pregunta por el progreso. Y me parece que, entre muchas otras, el progreso ha impuesto una idea muy perversa, casi luciferina en el sentido de tentadora. La de que cada civilización posee el privilegio de proyectar su propio declive. Para no abandonar Alemania, en la ideología del Reich milenario, Speer había de instalar en el imaginario colectivo el esplendor de un mundo incontaminado. El Götterdämmerung hitleriano le impidió concretar su obra, la Germania invicta, una arquitectura que, desde su nacimiento, llevaba planificada su conversión en ruina. Ningún otro creador, en la historia de la disciplina, había soñado con llegar tan lejos. El episodio supremo de su arte consistía en diseñar una estructura cuyos materiales permitieran que se fuera derrumbando poco a poco, con una suerte de obsolescencia programada, como un templo griego sometido no a la intemperie de las edades, sino al cálculo de un cerebro ario. En esa proyección homicida hacia la propia obra, Speer transparentaba una de las obsesiones que alienta en cualquier forma de megalomanía: la determinación del futuro, la conversión de la Historia en una ciencia que se escribe a la inversa, desde los efectos hacia las causas. 95

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Quizá esa haya sido una de las dolencias principales de la modernidad, el speerianismo, ese regodeo, que ya denunció Benjamin (a quien por cierto no puedo dejar de ver como un hermano mayor de Sebald), en los logros técnicos como una especie de masturbación intelectual, un placer autorreferente que habrá de concluir en la contemplación de nuestra propia debacle como un acontecimiento estético. Y aquí es posible que todos los que creemos en el proyecto de la modernidad, eso que tú has resumido como «esperanza en un mejoramiento de la raza humana», debamos entonar un mea culpa. Ese mea culpa arranca de una lectura antropológica incompleta a propósito de nuestra condición. La modernidad se funda sobre una confianza en la razón que el posesor de la razón obliga a reevaluar. La llave es notable; la cerradura, defectuosa. El fuste torcido de Kant asoma otra vez la patita. En El Sistema yo lo denominaba la paradoja del conocimiento. El caso es que el desarrollo exponencial de la razón conduce a un punto en el que la razón podría cesar. Mediante la razón, gozamos de los instrumentos para la aniquilación de toda razón. Es como si un organismo, evolucionando sin descanso, llegara a poseer el misterio de cada forma de existencia y, con el desvelamiento de ese secreto, la clave para cancelarla. Hay cierta verdad latente en la conocida humorada de Swift. Si el autor de Gulliver ubicó en el país de los caballos la única utopía que podía imaginar, fue porque la búsqueda de la armonía presupone un modo de existencia que los seres humanos no somos capaces de vivir. Sin embargo, el propio Sebald, en Sobre la historia natural de la destrucción, introduce una hipótesis insólita, un hallazgo, pues postula una posibilidad de educación por la memoria, una confianza en que la experiencia sea un criterio formativo, la opción tangible, no simplemente teórica, de una reforma del entendimiento, por emplear la fórmula de Spinoza, nuestro gran campeón de la modernidad. La hipótesis de Sebald es que el catalizador del milagro alemán que Fassbinder retrató en una película como El matrimonio de Maria Braun o que Koeppen plasmó en una novela como Palomas en la hierba no tuvo un origen material. No es el Plan Marshall ni la ética protestante aplicada al trabajo. O no es sólo eso, en cualquier caso. Sebald menciona una corriente de energía psíquica «cuya fuente es el secreto por todos guardado de los cadáveres enterrados en los cimientos de nuestro Estado». Hay ahí un giro inesperado, casi novelesco por lo dramático. La fundación de una nueva Alemania no se puede basar sólo en las conquistas de la razón, sino en CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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la evidencia de un doble irracionalismo, de dos marcas de agua que los alemanes están obligados a recordar sin descanso para aspirar a refundarse. Por un lado, la teúrgia nazi, que acostumbró a un pueblo maravilloso, para el que la cultura había sido y es aún hoy un centro vital, al trato cotidiano con las distintas encarnaciones de la paranoia (el subhombre eslavo, la conspiración judía, el catálogo de monstruosidades seudocientíficas de la SS-Ahnenerbe); por otro, esa manifestación de irracionalismo que es el castigo aliado, por antonomasia recogido en la tormenta de fuego sobre Dresde, algo así como el ensayo general de lo que sucederá en Japón en agosto del 45, y que representa el punto sin retorno del viaje de la razón, ese que conduce desde la cabeza privilegiada de Robert Oppenheimer hasta las fotografías de Nagasaki de Yosuke Yamahata. Sebald quizá esté sugiriendo ahí, en esa lectura de los orígenes de la Alemania posterior a la Partición como una memoria de matadero, como un tributo de masacre, un paradójico programa de refundación de lo moderno, un programa que pasa, en literatura, por habitar en los márgenes, por revisitar los lugares comunes, por reconsiderar lo que ya habíamos leído o lo que nos habían contado. La literatura que a mí me importa habita esa incomodidad. Y emplea la memoria como instrumento decisivo. Pero no esa memoria a la que nos tiene acostumbrada cierta prosa de buenos y malos, de blancos y negros, de republicanos y fascistas, que me produce una pereza infinita, sino una memoria que es tan delicada y ambigua como la propia Historia que nombra. Memoria del documento, memoria del archivo, memoria de la exhumación. De nuevo la sombra de Benjamin asoma aquí, leyendo el paisaje, leyendo el artefacto, leyendo el propio texto. * CRISTIAN CRUSAT

Y ese programa de refundación de lo moderno al que te refieres, Ricardo, arraiga en una tradición que concibió la modernidad, desde el principio, como un proceso que implicaba una pérdida continua (un buen ejemplo es aquella frase de Talleyrand según la cual quien no había conocido el mundo anterior a la Revolución francesa nunca podría hacerse a la idea de lo que era la dulzura de la vida). Sebald no fue ajeno a esto, aunque su discurso logró esquivar la mayoría de los peligros vinculados a esta tradición, que en parte rechaza, como hemos acordado un poco más arriba. A tenor de lo que acabas de decir, quisiera profundizar en varias facetas de 97

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esa memoria tan incómoda como decisiva sobre la que trabajaron Benjamin y Sebald. Es un hecho que con la Revolución francesa y las guerras que advinieron en lo sucesivo se aguijoneó una aguda y más alerta consciencia histórica, así como una obvia necesidad de preservar el pasado. De ahí, por un lado, que proliferaran las instituciones consagradas a guardar y coleccionar. Y, por otro, que en el último tercio del siglo xix encontremos fenómenos tan singulares como el que Eric Hobsbawm ha denominado la «tradición inventada» (prácticas normalmente gobernadas por reglas de naturaleza simbólica o ritual, que buscaban inculcar determinados valores o normas de comportamiento mediante su repetición y, así, denotar una automática continuidad con el pasado: ceremonias públicas, construcción de monumentos, sellos conmemorativos, días oficiales…) o, incluso, la curiosidad suscitada en torno al déjà vu (Paul Verlaine o Dante Gabriel Rossetti compusieron poemas en los que plasmaban experiencias vinculadas con esta particular reversibilidad del tiempo): resulta muy difícil no vincular estos fenómenos con el abismo entre pasado y presente que se había instalado en los acontecimientos y las conciencias, así como con esa aceleración del tiempo histórico que desdibujaba, hasta perderlo en el horizonte, un mundo sin la coherencia suficiente. La crisis de la memoria viene de lejos, por lo tanto. Sin embargo, la literatura de Sebald consigna un peculiar desplazamiento que consiste en que la memoria deja de ser un hecho asociado exclusivamente con la consciencia para materializarse en el mundo social: museos, periódicos, archivos, fotografías... La sombra de Walter Benjamin, en efecto, asoma por doquier. Puede trazarse un paralelismo entre el aspecto decadente, malogrado o sórdido que suelen exhibir los museos que se visitan en los libros de Sebald (esos extraños, anónimos y provincianos museos) y el de los pasajes de Benjamin: su cualidad decadente es la que les confiere precisamente un cierto halo mítico, en parte por todo lo que no hay o por aquello que denotan involuntariamente. A partir de esa enrevesada maraña donde se articulan las relaciones de poder y conocimiento –y de memoria y archivo–, actúa la literatura de Sebald, que en ocasiones se me presenta como la alternativa literaria al proceso de civilización que trazó el sociólogo Norbert Elias, ya que a su manera también elabora un particular recorrido a través de la modernidad para responder a la pregunta «¿cómo hemos llegado hasta aquí?» (donde «aquí» sería una modernidad que abarca hasta el final del siglo xx: un mundo sin internet, ordenadores o teléfonos móviles, que no figuran en sus textos). Otro escritor contemporáneo, J. G. Ballard, idearía su CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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audaz proyecto de un modo opuesto: enfocándose en las sombrías fronteras, límites y fracasos del proceso, procedió entonces a imaginar hacia qué incontrolable lugar nos dirigíamos. No me parece casual que el corpus literario que solemos vertebrar de Sebald arranque en 1988, es decir, cuando se aceleran los acontecimientos que enfrentarían a Europa definitivamente con su pasado y clausurarían la época de la posguerra. «Porque el final del comunismo marcó también el principio de la memoria», escribió Tony Judt. Pero, también, el del repliegue europeo. Los libros de Sebald ofrecen una respuesta a una de las llamadas fundamentales de la novela del siglo xx, según Milan Kundera: la llamada del tiempo. Para mí, esto significa que no limita la cuestión temporal al problema proustiano de la memoria personal, sino que la eleva hasta el enigmático reino del tiempo colectivo, esto es, el tiempo de Europa, de un continente que necesitaba volverse sobre su propio pasado para hacer balance de lo acontecido, obviamente sin nostalgia. Este ejercicio, tan brillante, que además logra espesar los contornos de la ficción, ha sido encuadrado a menudo como «posmemoria» (término acuñado por Marianne Hirsch), es decir, esa memoria de segunda generación que posibilita el colorido imaginativo de lo relatado en virtud de su distancia personal. En congruencia con esto, el discurso de Sebald es periscópico, elíptico, lleno de ramales y a menudo torrencial. Pero, moderno de suyo, soslaya sin embargo ese discurso que, fundado en el fragmento, Novalis proclamó el arte nuevo y el libro total de la modernidad. Sebald busca otros mecanismos para constatar las brechas, las fracturas, las ruinas. A veces, incluso, opera mediante grandes bloques de texto, a pesar de todos los vaivenes internos. Tal vez, pienso ahora, esto tenga que ver con la referida apertura de la narración al logos ensayístico. * RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN

Tu última intervención propone un abanico amplísimo. Muchos actores en un mismo diálogo. Algunos inesperados, pero todos bienvenidos. Voy a centrarme en uno de ellos para recoger el guante, en un caso que aparentemente nos aleja sin remedio del tema Sebald, para intentar después regresar al asunto que nos compete. Me refiero a Ballard, un escritor cuya importancia, a mis ojos, no hace más que crecer con el paso de los años, uno de esos autores que son sismógrafos destinados a leer la entraña de su época, 99

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los movimientos tectónicos sociales, las corrientes que acaban por configurar el hábitat que nos define. Ballard faculta un paso capital en la dirección de la ficción contemporánea, un paso que inaugura la que, desde mi punto de vista, es la versión más fructífera del género distópico. Me refiero a despojar a la distopía de su naturaleza anticipatoria en beneficio de rastrear los elementos distópicos que existen aquí y ahora. Ballard es el patólogo de los puntos de fuga de las enfermedades posindustriales, turbocapitalistas. Aquí detecto yo el reverso, el fracaso, el hueco en el proyecto que mencionas. Sus mejores trabajos se ambientan en lugares de bienestar, privilegiados, satisfechos de sí mismos, en los cuales aparece siempre, tarde o temprano, la pasión por lo perverso. Ballard, en realidad, nos enseña que la utopía no se cumple porque la felicidad es aburrida, reiterativa y vacua, inane. El displacer, la tentación de la violencia y de la muerte, el riesgo de la incertidumbre son los auténticos depósitos de vida. La ficción dibuja entonces una suerte de paradoja. En 1974, en el prólogo que antepuso a la edición francesa de esa cumbre de la pornografía que es Crash, Ballard advirtió que el impacto del capitalismo, de la televisión y de la política concebida como una rama de la publicidad hacían cada vez menos necesario que un escritor inventase contenidos ficticios. La ficción ya estaba aquí, entre nosotros, disuelta en la mentira cotidiana. La tarea del escritor consistía, por lo tanto, en inventar la realidad. Uno de los resultados de esta (re)invención es que, mientras el presente es distópico, es el futuro el que puede parecer anticuado. Ballard, y con él autores esenciales de nuestro tiempo como Tom McCarthy, David Foster Wallace y por supuesto Don DeLillo, no hablan de los anhelos por mejorar el porvenir, sino de las ansiedades y terrores actuales. Habitamos al fin un presente donde parecen haberse cumplido las distopías más influyentes del siglo corto: la farmacocracia de la que habló Lem, el bienestar químico soñado por Huxley, la videovigilancia orwelliena, la robotización del ser humano augurada por Capek o la presencia del cíborg pronosticada por Gibson. Me permito un apunte personal antes de redescubrir a Sebald a través de este enorme rodeo. O’Hara, el protagonista de Homo Lubitz, mi última obra de ficción, es el resultado de un punto sin retorno pronosticado por Ballard: un tiempo donde ya no existe transición entre la enunciación de un deseo y su realización. En Homo Lubitz se sostiene que hoy todo consiste en un asunto de narrativas, de perspectivas, de la hermenéutica adecuada para interpretar cuanto sucede. Que la clave, en definitiva, radica en cómo CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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decir el mundo. Ésta es la complejidad primordial de lo que el escritor persigue. Hasta no hace mucho la literatura pensaba que poseía las herramientas para dar cuenta del mundo, pero hoy todo sucede de una forma tan veloz, tan urgente, tan plástica, que es como si el propio lenguaje hubiera perdido adherencia. De ahí proviene la desconfianza experimentada hacia la novela como instrumento de diagnóstico de la realidad. Y esa desconfianza es la que genera indefensión ante un futuro que cada día parece más presente. Insisto en lo apuntado. Vivimos en una época que ha acortado brutalmente la distancia entre realidad y deseo. Eso deja huella en la percepción del tiempo, pero también en el lenguaje e incluso en el ethos. Has hablado, citando a Hobsbawm, de la obsesión por lo conmemorativo, por lo celebrativo, por la memoria domesticada, por el peso, en definitiva, de la «tradición inventada». Aquí es donde entronco con el magisterio de Sebald. Porque yo concibo su obra como una lección de la mirada, como una reflexión en torno al lugar desde el que el autor puede (si es que puede) mirar. La pregunta decisiva no es, pues, qué contar, sino desde dónde contar. Sebald resulta aquí insoslayable. Desde dónde mira Sebald, entonces. Pues desde el nivel del peatón, del deambulador, del exhumador. Sebald es un fisgón en las costuras de la Historia, alguien que sospecha siempre, incluso de los nombres escritos sobre el papel. Te has referido al anhelo de una torre Eiffel construida con cerillas, al gusto por los museos comarcales, algo desvencijados, fuera de los itinerarios del prestigio. Esa contumacia en recoger Lebenszeichen, señales o signos de vida, sean las tarjetas de visita del dottore Pesavento o los ángeles inconsolables de la capilla Scrovegni, es no sólo impactante desde el punto de vista de la emoción estética, sino audaz desde el punto de vista epistemológico. Sebald devuelve a la prosa del mundo la poesía de lo pertinente. Y con ella una velocidad de crucero donde la inminencia queda sometida al palimpsesto. Cualquier objeto, cualquier rincón, cualquier incidente deviene memoria en sus manos. Y así, inesperadamente, se construye ese tiempo colectivo del que hablas, un tiempo que va más allá tanto del yo del narrador que se asfixia en su cama burguesa mientras agota la novela psicológica como del yo de Leopold Bloom que fatiga las calles de Dublín como encarnación de la aventura humana un 16 de junio cualquiera. Pero que también niega ese tiempo velocísimo y omnívoro que la literatura parece hoy querer atrapar a toda costa, incluso al precio de su misma credibilidad. (Me permito un ejemplo sobre el impacto de lo colectivo en lo personal y su retraducción literaria. Pienso en la fotografía de las 101

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montañas de arenques de Lowestoft que aparece en Los anillos de Saturno. Una imagen que me conmocionó al descubrirla pues me devolvió un recuerdo de mi niñez que yo había enterrado quién sabe dónde. Me refiero a las mareas de bocartes que durante mi infancia asolaban a veces la playa de La Griega, en Colunga, y cuya resurrección acabará formando parte del corpus de la vida de Prohaska, el protagonista de Medusa, como bien has señalado mi obra más sebaldiana). * CRISTIAN CRUSAT

Recuerdo muy bien las imágenes de los arenques y los bocartes, tan poderosas… La fotografía de los arenques nos devuelve al recurrente dilema sobre la destrucción del medio natural en nombre del progreso. En efecto, al tiempo que consigna en Los anillos de Saturno la desmesurada cifra de peces capturados desde el siglo xvii, Sebald examina el caso de la portentosa luminosidad de los arenques muertos, un fenómeno natural a partir del cual dos científicos ingleses (los cuales no desentonarían en la sinagoga de iconoclastas de Juan Rodolfo Wilcock o integrados en la familia de pensadores recónditos de Jorge Luis Borges) quisieron desarrollar su particular proyecto de alumbrado urbano hacia 1870. De nuevo 1870: sólo la fecha de 1913-1914 reaparece en la obra de Sebald con tanta frecuencia como la de 1870, el punto de partida de las tradiciones inventadas de Hobsbawm y de la guerra Franco-Prusiana, que se saldará con la creación del Imperio alemán y, en consecuencia, propiciará ese frenético viraje histórico cuyos indicios y ruinas constata el proyecto de Sebald. Por lo demás, creo que esa relación en apariencia casual –entre Sebald y Ballard– nos abre pasadizos insospechados que, de transitarse, permitirán profundizar en aspectos relevantes de la obra del autor alemán. En primer lugar, cumple recordar que, al asumir la tradición imaginaria surrealista, Ballard también parte de la premisa benjaminiana de que la historia se descompone en imágenes (y no en narrativas), motivo por el que la verdadera fuerza del surrealismo consistió en su espíritu de revuelta material mediante la penetración del mundo de los objetos y la transformación del mismo desde sus entrañas. Los experimentos en prosa de La exhibición de atrocidades –con su violenta lógica de simultaneidad, compresión y yuxtaposición– constituyen un inmejorable ejemplo de este presupuesto estético. Cuando se hace imposible discernir CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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entre lo real y lo falso (cuando el hombre enmudece tras la Primera Guerra Mundial, como señaló Benjamin en «El narrador»), la tarea del arte consiste en abstraer los pocos elementos de realidad disueltos en un magma de ficción, esto es, los elementos esenciales de cognición y conducta que moldean nuestra conciencia. La audaz exploración de las imágenes de la época por parte de Ballard (quien en este aspecto se mostró profético) se traduce en el rechazo de cualquier aspiración a la totalidad y un agudo desafío a los sistemas de orden, clasificación y conocimiento mediante los que, aparentemente, se articulan los fundamentos y las historias de una civilización. En este sentido, el relato de Ballard «Notas hacia un colapso mental» –una sucesión de dieciocho notas a pie de página contradictorias– constituye una sutil parodia de las formas realistas de documentación, ya que pone en duda que ese informe científico del paciente (al igual que los diccionarios o las enciclopedias) pueda sustentar el conocimiento humano en este mundo-archivo. Como tú has señalado, en la literatura de raigambre surrealista de J. G. Ballard lo decisivo es que el mundo externo es el genuino inconsciente de los personajes que habitan en él, así como el hecho de que no existen barreras entre ambas esferas, entre el mundo interior y el exterior; en otras palabras, como lo resumió un escritor absolutamente único como Marcelo Cohen –uno de los más brillantes lectores y traductores del autor de Crash o Rascacielos–, la experiencia de los héroes de Ballard patina entre el afuera y la mente, como si el hombre sólo pudiera comprenderse mediante una identificación radical con el paisaje que ha creado su deseo. (Y quiero aprovechar esta referencia para consignar que el discurso literario de Cohen –cuyo «realismo inseguro» supuso un verdadero acontecimiento en mi vida lectora– representa no sólo una intensa reflexión sobre las posibilidades de rebeldía en las sociedades postindustriales, sino también una insoslayable alternativa a los falsos dilemas de los géneros literarios y una hazaña lingüística, toda vez que Cohen logra en sus libros que el lenguaje –ese gran instrumento de sujeción y control– se convierta en el tímpano más sensible). Todo lo anterior nos permite ahora subrayar las conexiones que la obra de Sebald estableció con la experiencia surrealista, la cual podría parecer alejada del discurso del autor alemán cuando, en realidad, resultó determinante. Entre los muchos ejemplos quisiera destacar el fundamental diálogo que la obra de Sebald –y en lo esencial Austerlitz– entabla con Nadja, de André Breton. En primer lugar, Sebald participa, a través del errante ejemplo de Breton, de la recuperación de cierta tradición hermética mediante la que es 103

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posible descubrir la presencia de secretas fisuras a través de las que se hacen visibles facetas de otra vida, de otras vidas. En sus textos se privilegian los fenómenos del azar objetivo, esa cautivadora constelación de reminiscencias turbadoras, coincidencias asombrosas o visiones con valor premonitorio (lo maravilloso en términos de «iluminaciones profanas», según Benjamin). Gracias a estos acontecimientos se pone de manifiesto que el hombre forma parte de una intrincada red de influencias arcanas que nos atraviesan como ondas hertzianas. Y esto, por lo demás, como sucede en Nadja, no excluye fases negras de depresión en las cuales la electricidad mental se acumula, algo que en Sebald sucede a menudo, especialmente cuando sobreviene algún colapso nervioso mediante el que el cuerpo –empleando el lenguaje del síntoma– emite su veredicto sobre variados derrumbes históricos y personales. En segundo lugar, varias imágenes de Sebald resultan esclarecedoras puestas en relación con Breton: así, la mano de Vértigo y el sugerente guante de Nadja, o los inolvidables pares de ojos (animales y humanos) que figuran al comienzo de Austerlitz y los cuatro pares de ojos que forman una sola imagen en Nadja (libro que, por cierto, comienza con la pregunta «Qui suis-je?», la misma que mueve la quête de Jacques Austerlitz). Los documentos fotográficos que Sebald incluye entre sus páginas –definidos en gran medida por un supuesto amateurismo que a menudo remite a los ready-mades de Marcel Duchamp y a Joseph Beuys y sus colecciones de objets trouvés– se cargan de un misterio muy particular y contribuyen a la ya de por sí aguda dispersión del material diegético. A veces, incluso, actúan como bodegones que invirtieran los roles de observador y observado: los objetos, recordó siempre Sebald, nos sobreviven y explican, de modo que nos conocen más que nosotros a ellos. Además, contribuyen a cierta subversión visual que en ocasiones se disfraza de síntoma –hablando de ojos–: la ceguera, la visión defectuosa, las cataratas, el daltonismo de algunos de sus personajes. El indisociable nexo entre visión y oscuridad. Pensemos en esos cortocircuitos sentimentales que sufren los héroes sebaldianos en cuanto llegan a alguna lejana estación de tren... Esa montaña de arenques fulgurantes de la que hablabas no puede dejar de afincarse, sin ir más lejos, en una experiencia tan desbordante como la surrealista, que produjo una sofisticada iconografía de las escurridizas y ambivalentes regiones de la psique humana. A Ballard, por ejemplo, le suministró los elementos esenciales mediante los que fundar un deslumbrante imaginario onírico que enfatizaba los tortuosos mecanismos sociales y las ambigüedaCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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des de la representación, amén de la más natural expresión de las espontáneas y perturbadoras inversiones causadas por la guerra, que es el segundo punto mediante el que Sebald y Ballard entran en estrecha relación. Aquí me quiero referir a la singular trabazón que ambas literaturas establecen con la dizque literatura bélica. Desde la Ilíada y los primeros trabajos de historia de Heródoto y Tucídides, la guerra fue acaso el primer tema que cantaron los hombres (y los dioses): «El Señor es un guerrero, su nombre es el Señor» (Éxodo 15:3). Pero los ritualizados combates de Homero dieron paso en el siglo xx a un escenario de sinsentido, pánico y depredación, si bien este proceso ya se anunciaba en textos de Shakespeare como Henry V, donde se acreditan las funestas consecuencias del innoble uso del arco por parte de los ingleses... En general, las relaciones entre literatura y guerra se suelen centrar en un solo conflicto y en el modo en que fue representado en una determinada tradición. La literatura de Ballard plantea, no obstante, un escenario muy distinto, ya que en ella concurren una particular –e inconfundible– pluralidad de guerras y conflictos. Según la propuesta teórica de Umberto Rossi, la mente de Ballard funciona como un campo de batalla complejo –en el sentido de que incorpora múltiples capas, niveles y pliegues–, es decir, funcionaría como una suerte de palimpsesto de distintas narrativas focalizadas en varios episodios bélicos, desde la Primera Guerra Mundial a la Guerra Fría, y en su impacto en amplias zonas del mundo: China, Japón, Reino Unido y los Estados Unidos. De este modo, el surrealismo le brindó un arsenal de espontáneas y perturbadoras inversiones congruentes con la experiencia de la guerra: autobuses en lo alto de un edificio, recolecciones de órganos humanos en las ramas de un árbol, piscinas vacías en cuyos suelos emergen mandalas junguianos… La sensibilidad moderna de Ballard –forjada en esa Shanghai que era una suerte de avanzadilla hipercapitalista donde ya imperaba una cultura de aire acondicionado y botellines de Coca-Cola– es muy distinta a la de Sebald –cuya infancia transcurrió en un pueblito alpino, arcaico y aislado–, aunque problematizan asuntos semejantes. Por ejemplo, ¿hasta qué punto es bélica la literatura de Sebald? El Holocausto es un ángulo muerto ubicuo en su proyecto, al que se alude de una manera oblicua, nunca directamente. Pero resulta que en el Holocausto no hay combates de ningún tipo. El exterminio a escala industrial no es guerra. Nolens volens se han ido deslizando otros nombres a partir de este fecundo binomio W. G. Sebald / J. G. Ballard, lo cual me empuja a imaginar cuántas posibilidades esconderían otros binomios 105

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improvisados, entre ellos el W. G. Sebald / Danilo Kiš… Tampoco se me oculta que un proyecto como el de Vicente Valero se vincula con el de Sebald por su indisimulada vocación de maqueta o relicario textual, ya que se trata de representar una civilización extinta (en el caso de Valero, la ibicenca de la posguerra, un mundo que ya no existe), lo cual tal vez introduzca una leve variación en esa cierta dimensión forense de la literatura de Sebald a la que te referías al principio, o incluso a la noción de responsabilidad. * RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN

Quisiera enfatizar el asunto de los objetos, pues es uno de los temas que más me seducen como escritor. Y es que casi siempre se menciona la naturaleza (los océanos, las cordilleras, el reino vegetal) como metro alternativo que nos invita a comprender nuestra pequeñez en términos de edad, tamaño o destino, pero para mí, desde niño, ese metro lo satisfacen los objetos. La inconmensurabilidad del Nilo como magnitud física me deja frío, pero que una encáustica, un rascacielos o un botón de nácar nos sobrevivan me resulta esclarecedor desde el punto de vista de la consideración de la condición humana. Supongo que, en el afán nominalista por definir al hombre (del animal que come pan de Hesiodo al animal que usa gafas de Svevo, pasando por el animal que promete de Nietzsche), podríamos añadir que el hombre es el animal que crea objetos que le sobreviven. La literatura es una forma de contemplación. Para escribir, hay que mirar. Para escribir bien, hay que saber mirar. Uno de los escritores más escrupulosos de todos los tiempos, Flaubert, elevó esta intuición a la categoría de axioma cuando afirmó: «Basta con observar una cosa durante el tiempo suficiente para que se vuelva interesante». De esta tensión entre lo mirado y quien lo mira se alimenta la vieja fábula de la literatura, el empeño por aprehender el mundo mediante el expediente de nombrarlo. Por eso siempre me han obsesionado las cosas, su perturbadora inmanencia, su desasosegante trascendencia. Inmanentes porque están ahí, esperando a ser escrutadas, sin levantar la voz, pura materialidad, pura presencia, puro enigma que aspira a ser arrancado de su mudez totémica, devuelto al orden inteligible que aspiramos a promover; trascendentes porque la mayoría de ellas, nacidas de la manipulación y el afán humanos, nos sobrevivirán cuando el Holoceno se disuelva en la siguiente glaciación, triunfarán a la extinción de nuestra especie. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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A veces imagino un mundo vacío de presencias humanas pero atiborrado de ventiladores, cuadros de Caravaggio, latas de conservas, vinilos de ciento ochenta gramos, botellas de vidrio, ficus de plástico, estetoscopios, estatuas de dioses, chatarra espacial. Qué enigma el de una Tierra ausente de latidos pero repleta de poliuretano, cartón, papel biblia, circuitos eléctricos, prótesis sin miembros que las llenen; un paisaje inquietante como las grabaciones de las naves Voyager, que en el espacio sin fronteras repiten el aria de las Variaciones Goldberg de Bach interpretado por Glenn Gould. Aquí encuentro uno de los vínculos que permiten el diálogo de Sebald con la modernidad a través de la fotografía. Porque en el corazón de la fotografía descansa un misterio. Y es que la imagen nos entrega la cosa, pero nos la entrega en tanto que pérdida. Su verdad radica en estar por algo que fue, pero que ya no es. Ese límite obliga a una consideración nostálgica, pues la cesura entre el instante capturado y el momento de su contemplación resulta insalvable. Cada fotografía enquista así un acontecimiento difunto. Y a la vez libera la fantasía en busca de lo que no sucedió. Benjamin ha podido por ello afirmar que toda imagen encierra una utopía alojada en el pasado, pues las cosas podrían haber sido de un modo distinto a como fueron y el despliegue de sus coordenadas podría haber conducido en una dirección alternativa. Cada fotografía menciona de ese modo una obviedad y su complemento: la sombra de lo innombrado. Captura el suceso y, a la vez, subraya lo que su marco no encierra: el arenque no se agota en sí mismo, aunque su retrato tenga un tamaño mastodóntico. La fotografía no libera en consecuencia formas bellas y puras, incontaminadas, sino que retrotrae al espectador, como si en el pasado le esperase lo que no parece importuno denominar presencias espectrales. Dado que la fotografía señala un conflicto entre un tiempo cumplido, abolido en la imagen, y un tiempo abierto, indexado en ese campo de lo posible que postula por exclusión, la clave de su tarea radica en el conflicto entre utopía y espectralidad, marbetes ambos que sirven para conjurar la imagen del doble, del aparecido, del fantasma. Las formas que un fotógrafo como Eugène Atget revela en lo cotidiano –pasajes en la niebla, calles sin gente– ilustran esa condición anfibia y ambigua del hecho fotográfico, no muy alejada en este punto de la estética del objet trouvé. Bruno Schulz definió certeramente qué significa la poesía: un cortocircuito entre el sentido y los vocablos. El uso del objeto reproducido en Sebald y decantado en su prosa rescata lo que una vez habíamos visto y regenera el tejido de lo obvio, abundando 107

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en la dirección del cortocircuito poético. Los fenómenos del azar objetivo, las iluminaciones profanas de Benjamin que has mencionado, celebran sus esponsales. No son las apariencias las que engañan, sino las cosas. Y ello porque ya no alcanzamos a evaluar su primordial potencialidad. Así, mediante las teselas de un mosaico que nunca colma sus significados, se nos concede el raro privilegio de la reapropiación. Éste es el aspecto del surrealismo que me interesa, y que entronca con lo apuntado por ti. Me aburre la dimensión espectacular del surrealismo, esa cofradía de chiflados haciendo cosas inverosímiles, epatando burgueses, ciscándose en todo lo sagrado y reglamentado, pero admiro lo que el surrealismo posee de entusiasmo ante lo cotidiano, de segunda mirada, de escuela del asombro, de (re)escritura inagotable e infinita de la realidad. Esa desconfianza hacia el texto de la vida, esa vuelta de tuerca al objeto, al paisaje y a la ciudad, al caminante en el paisaje y en la ciudad, esa celebración de la cosa, de la máquina y de la electricidad, del maniquí y de la naturaleza muerta, como en las obras maestras de Dziga Vértov, ese juego total de correspondencias entre imagen y relato, sujeto y objeto, historia e Historia es uno de los placeres más inexcusables que procura Sebald. En cuanto a su interés por lo bélico, para mí es innegable, incluido ya su primer libro, inédito en España, a propósito del dramaturgo Carl Sternheim, que escribió a los veinticinco años y que suponía una aproximación a lo que más tarde, en el texto ya mencionado sobre Andersch, sería la reflexión a propósito de los siempre delicados límites entre la biografía y su representación. Lo que sucede es que ese permanente desplazamiento que parece proponer la escritura de Sebald hace que su tratamiento del Holocausto sea en apariencia elusivo. Por ello me parece esencial recordar la última entrevista que Sebald concedió en vida a The Guardian, donde conversando con Maya Yaggi defendió algo que es pertinente recordar. Y es que lo oblicuo es a veces el modo mejor de acercarse a ciertos temas, porque lo oblicuo, primero, presupone un lector inteligente y, segundo, le insinúa a ese lector dotado que el tema es una compañía constante, que su presencia ensombrece cada inflexión de cada frase que uno escribe, y que al mismo tiempo ese sesgo, esa distancia, ese aparente paso a un lado, es lo que permite al escritor no perder la cordura. Y Sebald, que fue uno de los grandes lectores de Jean Améry, en mi opinión la más radical de las voces que ha reflexionado en Alemania desde la experiencia propia acerca del nazismo, sabe bien lo que significa quebrarse, dejarse ir, «alzar la mano sobre uno mismo». CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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(Un apunte sobre 1870 como tiempo eje en los intereses de la literatura de Sebald. No me atrevo a profundizar en esta nota a vuelapluma, pero tampoco la quiero ignorar. El 29 de agosto de 1870 un joven de quince años se pone en camino escapando a la mirada materna. Aunque su primera aventura termina en la cárcel, esa fuga marca el futuro de la literatura. Durante los siguientes tres años, gracias a un puñado de textos que aún hoy nos perturban, ese muchacho romperá para siempre las costuras de la poesía y dinamitará los límites entre razón y pasión, yo y él, lirismo y documento. Luego, tras haberlo dicho todo, se desvanecerá en la vida, será un emigrante de sí mismo. Sin el trabajo de ese joven, el surrealismo, sin ir más lejos, es incomprensible. Como a Sebald, a ese muchacho le encantaba caminar. En uno de sus versos más célebres gritó: Je regrette l’Europe aux anciens parapets!, quizá porque sabía que esa Europa ya nunca volvería. Su libro más bello e indómito se titula Iluminaciones. La literatura quizá no sea otra cosa que una desmesurada familia a la que no vincula la sangre). * CRISTIAN CRUSAT

Tu elocuente paréntesis corrobora una de las grandes certezas de este autor: al contemplar una imagen durante un buen tiempo, ciertas cosas emergen. La poética de Sebald gravita notablemente en torno a esta premisa, razón por la que siempre me lo figuré como una suerte de Tácito encerrado en un cuarto de revelado fotográfico. Hemos cruzado varias ideas durante este diálogo, trazado pasadizos caprichosos entre autores, recuerdos personales… No me extraña entonces que, al tomar un elemento cualquiera –en este caso la fecha de 1870– y al observarlo con cuidado, empiecen a tejerse nuevas alianzas, que emerjan correspondencias y sincronicidades insospechadas o extremadamente reveladoras. Es lo natural. Creo que a quienes escribimos ficción también se nos concede muy de vez en cuando la dicha de componer textos donde los símbolos y los elementos que afloran a lo largo del discurso parecían habernos aguardado desde hacía mucho tiempo… Esto creo que tiene que ver, en congruencia con tu cita de Bruno Schulz –procedente, si no me equivoco, del maravilloso texto «La mitificación de la realidad»– con la idea de que la poesía es mitologización, es decir, recreación de los mitos sobre el mundo. Y si asumimos, como afirma Schulz, que «la mitificación del Universo no ha concluido», hallaremos entonces una vigorosa solución a los falsos dilemas crí109

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ticos que se les suelen presentar a los escritores. Podríamos seguir rastreando correlaciones entre Sebald y Schulz. Bastaría con prestar un poco de atención («la natural plegaria del alma», según Benjamin) y, además, hacerlo de un modo oblicuo: ¿por qué acabo de recordar que en «Max Ferber», el imponente y último texto de Los emigrados, el personaje que consagra su vida a construir una maqueta del templo de Salomón resulta ser oriundo de Drohobycz? Me parece que el crítico James Wood tiene mucha razón cuando afirma que atender y darse cuenta (escribir como lo hace Sebald, en otras palabras) es rescatar, redimir, salvar a la vida de sí misma. Precisamente aparece en «Max Ferber» uno de esos objetos transfigurados en reliquias gracias a la prosa de Sebald: un teamaid, chocante combinación de reloj despertador y máquina de hacer té. Lo recuerdo siempre. Es una de esas imágenes capaces de cargarse de una fuerza especial, de convertirse en el nudo de una intrincada red de relaciones invisibles. Sólo ahora me percato del sobresaliente ejercicio narratológico de Sebald a este respecto, ya que fue capaz de electrizar sus páginas mediante una calculadísima diseminación de objetos sugerentes, azarosos y perturbadores. Como afirmó Italo Calvino: en una narración, un objeto es siempre un objeto mágico, lo cual me remite a una fantástica anécdota sobre Chéjov referida por Nabokov (cuya figura sobrevuela, ya que estamos, todas las historias de Los emigrados). Es la siguiente: «“¿Sabe usted cómo escribo yo mis cuentos?” –le dijo Anton Chéjov al periodista Korolenko cuando acababan de conocerse–. “Así”. Echó una ojeada a la mesa –cuenta Korolenko–, tomó el primer objeto que encontró, que resultó ser un cenicero, y poniéndoselo delante dijo: «Si usted quiere, mañana tendrá un cuento. Se llamará “El cenicero”». Y en aquel mismo instante le pareció a Korolenko que aquel cenicero estaba experimentando una transformación mágica. Ciertas situaciones indefinidas, aventuras que aún no habían hallado una forma concreta, estaban empezando a cristalizar en torno al cenicero». Como narrador, Sebald es un auténtico maestro a la hora de colocar un objeto como centro de la acción y lograr que éste arroje una extraña luz sobre algún episodio histórico. Es obvio que Sebald era consciente de que hacer girar el argumento siempre alrededor de cosas (cosas tangibles y concretas, y aun acompañadas de fotografías que actúan casi como reliquias y redoblan su poder de evocación) resulta una de las estrategias más expresivas y más seguras para componer un texto narrativo. John Cheever toma una radio y resume la historia entera de un matrimonio. Edmund de Waal toma unos netsuke y resume dos siglos de historia euroCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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pea. Georges Perec describe la relación de unos personajes con los objetos que compran y se encuentra con el lenguaje más íntimo mediante el que este mundo se comunica con nosotros. Sebald se aproxima en Los anillos de Saturno a la Voyager II y, gracias a su sofisticada urdimbre de asociaciones, aquella sonda espacial se alza como una emisora del oprobio humano. Sebald, en definitiva, dota a los objetos de un peso inmenso y sobrecogedor. Este procedimiento lo llevó a un punto de tensión extrema en Austerlitz, una novela por momentos cinemática. De alguna manera, Sebald actuaba «mágicamente» con las fotografías, como Chéjov con el cenicero en la anécdota anterior. Este Tácito se encerraba en el cuarto de revelado con un puñado de negativos y, tiempo después, había logrado forjar nuevas variaciones del mito. En las manos de Sebald, un cenicero no sólo propicia que cristalicen a su alrededor aventuras o situaciones, sino que, por medio de distintas estrategias, logra impugnar el modo en que una determinada civilización ha producido y perpetuado sus recuerdos. Es un logro titánico, único, en mi opinión. Recuerdo ahora que Sebald lamentaba el descrédito en el que había caído la metafísica desde el siglo xix. Para él, la metafísica respondía al natural deseo humano de reflexionar y especular sobre aquello que se encontraba más allá de nuestro entendimiento. Dostoievski o Kafka eran escritores claramente concernidos por la metafísica. Sebald podría formar parte, entonces, de este grupo, de esta familia sin vinculaciones de sangre. Sus miembros saben que no podemos resolver todos los secretos de la imaginación, pero también saben que, al menos, sí podemos recrearlos, imaginarlos nuevamente. Lo constató en sus Ensayos Montaigne: Fortis imaginatio generat casum. Una fuerte imaginación genera el acontecimiento. Estoy seguro –y más aún después de esta cálida conversación, Ricardo– de que los libros de Sebald constituyen un incomparable episodio en el moderno e inconcluso proceso de mitificación de lo que queda de este mundo. * RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN

Dado que mi campo de formación ha sido la Filosofía, dado que procedo de esa heroica conjura por dotar de sentido a nuestros juicios, a nuestras experiencias, a nuestras voliciones, no puedo por menos que amar los mitos. De hecho, diría que el mito representa la primera poesía del mundo, el onfalos seminal, la fuente hacia la 111

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cual todo confluye. Así que hago mía la frase de Schulz, pues me parece una tabla de salvación en cualquier época. Abundemos en la mitificación del mundo, en la mitificación de lo que queda de él, y extraigamos de esa tarea la confianza en que esta es una pretensión inagotable, que honra nuestro esfuerzo y que incluso honra nuestra tristeza. Al fin y al cabo, la filosofía no es otra cosa que un conjunto de hipótesis que no se pueden comprobar pero que tampoco se pueden negar, que nos devuelven el mundo en forma de aporía, una aporía de inagotables resonancias. Con la salvedad de que las hipótesis de la filosofía no pretenden plasmar posibles experimentos, como en el caso de las hipótesis de la ciencia, sino que aspiran a enfrentarnos a algo (la vida, la muerte, el ser, el lenguaje, el mal, la justicia) que de otro modo sería completa y absolutamente desconocido, aterrador en su impenetrabilidad. Cada escritor comprende esta verdad tarde o temprano, acepta que es otra pieza en ese intento por desentrañar un último sustrato que, irremediablemente, escapa entre sus dedos, pero al cual no puede renunciar. Y creo que la modernidad, que es el «objeto», el raro objeto que nos ha servido para arrancar este diálogo en torno a Sebald, ha intentado captar ese proceso, levantar el velo de velos, al punto de crear su propio mito al respecto. Me atrevo a sugerir que el mito decisivo de la modernidad, el mito que conjura sus límites y que también determina su defunción, es el mito de la conciencia inagotable, una conciencia que reconoce la imposibilidad de conciliar el conocimiento objetivo de la realidad con la evidencia subjetiva de quien la conoce, una conciencia suicida, exasperante, que en palabras de Blumenberg oscila entre «finitud conocida e infinitud sentida». Quizá por eso la modernidad abundó en la novela como el género de géneros y como el mayor proveedor de mitos renovados. Porque cada gran novela escrita es una novela acerca de la imposibilidad de la novela, pero así mismo es una novela acerca del surgimiento de un mundo del que la novela hace su tarea y presupuesto. Ésa es la óptica desde la que contemplar los ochomiles de la modernidad narrativa: Moby Dick, Los demonios, El castillo, Ulises, En busca del tiempo perdido, El hombre sin atributos. La mitologización perpetua de la realidad opera en cada párrafo de esos libros que son testimonio de que hemos vivido y de que hemos fracasado en el intento por relatarlo (la célebre paradoja de Onetti al hablar de Faulkner: «Ese afán de decirlo todo, aunque sea imposible»), y nos devuelve ese hechizo permanente que mencionas, sea a través de la metamorfosis de un cenicero en objeto CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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mágico, sea mediante la conversión de una habitación donde varios rusos enfebrecidos discuten acerca de la existencia o no de Dios en bóveda de la metafísica. Por eso debemos salvaguardar la literatura de la práctica prostituida y absolutamente mecánica hacia la que hoy deriva, porque con la muerte de la literatura morirá también la posibilidad de una narratología fundante de nuestra existencia, y ya sólo seremos entonces estadística, cifra o, en el mejor de los casos, tendencia. Querría cerrar este diálogo con la mención de una de mis páginas predilectas de Sebald, en la que se resume su prodigiosa capacidad para «generar el acontecimiento», por emplear la muy bella expresión que has acuñado. En esa página Jacques Austerlitz recuerda cómo, durante un año, al declinar el día, cada noche salía de su casa y recorría Londres desde Mile End y Bow Road hasta Peckham y Dulwich, en el sur, y hasta Richmond Park, en el oeste. Y recuerda cómo, durante aquellas largas, increíbles caminatas, su conciencia se asombraba ante el hecho de que «londinenses de todas las edades, al parecer por acuerdo hace tiempo concertado», estuvieran tumbados en sus camas, abrigados, bajo techo, aparentemente seguros, cuando, en realidad, y sin duda de forma pavorosa a poco que se pensara con cierta intensidad en ello, apenas estaban «tendidos, con el rostro vuelto hacia el suelo por miedo, como en otro tiempo en un descanso al atravesar el desierto». Quizá el escritor sea quien vela para que los demás duerman ese sueño falsamente confiado. Y quien toma nota con celo, aunque al tiempo con inevitable escepticismo, para que todo ese asombro ante la fragilidad y la maravilla humana esté siempre disponible.

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Poetas desde la isla: Elsa López y Ricardo Hernández Bravo Por José Balza


Que el poema se apropiara de la condición desnuda, maciza, de la piedra. Rafael Castillo Zapata, Estancias

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El vasto río y, después, las grandes ciudades podían unirse, para mí, en la diferencia que va del silencio a los sonidos. Allá, la pauta era la sonoridad secreta o la inexistencia del ruido, acá el incesante fragor que apenas dejaba lugar a lo vacío. Ambas modalidades y sus mil variaciones fueron y siguen siendo, en mis diversas edades o en distintos sitios, la rítmica del mundo. Tal vez esas diferencias o sus convergencias sean lo que me mantiene como un lector de poesía desde siempre. Silencio y expresión (la realidad toda) forman el cuerpo de las significaciones. Desde la infancia, cada tiempo me trae a un poeta que se queda en mi pensamiento. Muchos de ellos, en los primeros años, no tuvieron nombre. Los identifiqué después, por sus frases. Hay otros que nunca lo tendrán. En el delta de donde vengo nadie aceptaría que vive en islas. Estas son tan grandes y tan próximas unas a otras, que parecen estar formando la misma tierra. Pero ese delta es un incesante archipiélago que se extiende con miles de kilómetros enlazado por el Orinoco. Tampoco yo tuve ni tengo la convicción de haber nacido y vivido en una isla. Allá nos rodea el todo, un ilimitado universo. El agua es tierra transitoria. Paradójicamente, en el mezzo del cammin, sentí en Ámsterdam que llegaba a una isla y, poco después, en Manhattan, que me acogía el continente. Logré concebir la condición de isla, primero en Margarita, de Venezuela, y luego vagamente en Tenerife. Aquí, las alturas del Teide pudieron asomar aquellos límites absorbentes (un magnetismo, en verdad) entre el cielo y el océano, pero quizá la intromisión del innecesario Breton lo impidió. Tuve que esperar décadas para que, al observar el inenarrable cielo de La Palma, en Canarias, y el vertiginoso abismo volcánico que impulsa hacia el mar absoluto, desde esa altura, la mirada me condujera a sentir que estaba en una isla. Desde hace dos años leer se ha convertido en el acto de hacerme isla traslaticia, aunque tal vez así haya sido siempre: un poema, un libro de poemas sumerge mi espíritu en su realidad para después cubrir todo con su energía o detectar a ésta mientras regresa hacia ese texto. 115

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Lo distinto, desde hace dos años, es que lectura y existencia tienen como soporte material un hecho simple: ocurren en una isla, me retienen en ella y estas palabras son el reflejo de tal cualidad. (La felicidad es siempre coincidencia: Bergamín). Hablo de La Palma, en Canarias, y de dos de sus poetas. 2

«Como una alpispa. Eres como una alpispa», Les dicen a las niñas inquietas y perversas Que nunca permanecen en un mismo lugar. (Solo las niñas buenas se duermen en sus jaulas Y como Dios manda. Le repite la abuela). Esta imagen que relaciona a un pájaro con una niña; estos versos escritos recientemente no pertenecen, por supuesto, a León-Gontran Damas ni a Césaire ni a Senghor, poetas de costas e islas. Forman parte de un poema de Elsa López. Amada Elsa López Rodríguez (1943), aunque nació en Guinea Ecuatorial, es La Palma; doctora en Filosofía (Universidad Complutense), novelista, articulista de prensa, docente (en Lausana y Madrid), ha publicado ensayos y biografías, y ha mantenido una intensa y determinante actividad cultural en Madrid y La Palma. Autora de más de veinte libros de poesía, ha recibido importantes premios literarios; ha sido incluida en antologías y traducida a varios idiomas. Dice Carmen Luisa Ferris Ochoa en La isla del viento (2020): A través de los años hemos ido conociendo cada vez más la multiplicidad de facetas de Elsa López. Este proceso de aproximación a su figura nos ha dado pistas para entender la coherencia que transmite su vasta actividad en campos tan variados como la filosofía, la investigación antropológica, la docencia, la escritura, la edición y la gestión cultural. […] Nos atrevemos a decir que el rasgo más importante que amalgama su trayectoria es la pasión por la palabra, la palabra poética que comunica, que descubre mundos, que nos une. Otro atributo común que chispea permanentemente es su amor y compromiso por la isla de La Palma, indispensable y constante punto de referencia en casi toda su obra. Palabras que vinculan geografías, formas de ser y de pensar por, desde y hacia La Palma. Elsa, de bellos ojos, mantiene la elasticidad corporal que su mente replica. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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En el 2006, Hiperión editó A mar abierto, donde se reúne su poesía desde 1973 hasta el 2003; una decena de títulos, elaborados estos con verso nítido y flexible, de pocas sílabas o buscando el aura de la prosa; verso cuya cadencia es siempre diversa, como de olas. Me gusta recorrer este volumen desobedeciendo a su cronología y a las agrupaciones (a veces temáticas como en La casa Cabrera o en Quince poemas de amor adolescente; en ocasiones con el acento en geografías, imaginarias o reales: La fajana oscura, Cementerio de elefantes), porque leer a Elsa López («haciendo garabatos sobre las eles tristes / que componen mi nombre») es girar por el mundo en la medida de sus giros. Como lo hago ahora, deteniéndome en unas pocas de sus páginas. A los treinta años recoge lo escrito hasta entonces y publica El viento y las adelfas, contrapuntístico poema en dos partes, tal vez concebido fuera de La Palma, en que una niña en transformación evoca a la Isla de sus primeros años. (cuando) siento que ya es otro tiempo… yo vuelvo a La Palma. Desde una «ciudad inhóspita» la mujer recorre esquinas, el vértice de la serranía, la sirena de un barco, un mundo imposible, que va adquiriendo concreción con sus detalles: el mar, la ermita, la casa propia, la abuela y sus hijos ausentes, los «vaqueros legendarios» violentos y temibles, el maestro, los viejos, los amigos, un niño: todo cuanto hace posible el retorno, real o imaginario. Queda para el lector una rara mezcla de evocación y gozo del presente, como si el tiempo bifronte luchara consigo mismo. Doce años más tarde, Elsa López publica su Inevitable océano, cuyo título subyugará a quien haya concluido de leerlo, porque aparte de ser una designación natural para el agua inmensa que rodea a la isla, puede ser también el fondo psíquico de ambiguas resonancias que sacude a sus poemas, al poema. Habremos leído para atravesar los sueños, un sueño. Sueño con frecuencia Para entender las cosas. […] En esta larga noche de memorias Repaso los caminos y las cosas inútiles Porque la imagen magnética que invoca y reúne la interioridad fragmentaria y lo exterior parece ser la de una niña muerta. Esa 117

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imagen, desde luego, está construida con palabras, pero éstas forman el cuerpo (mi vientre es otra isla) en que aquélla fue concebida, la proximidad y la ausencia del amado, los ámbitos – un barco, el carnaval, otros niños, los tazones de gofio y los dragos, «gentes sin rostro ni esperanza / a las que amo inexplicablemente»–: todo cuanto el cántico desmenuza, según lo despierta la cadencia del océano o del mismo convertido en «alambres del sueño», en muerte viva (Me he muerto y no lo saben), como hubiese querido María Luisa Bombal. En 1995 aparece Tránsito. En este nuevo poemario percibo cómo un procedimiento de elaboración se hace nítido: a lo fragmentario, paradojal y contrapuntístico, se añade ahora la tendencia de la autora a concentrar, a dar espesor imaginístico y temático al eje conceptual de un conjunto. Hay aquí el viaje ritual, ¿de Shamra, la pequeña?, princesa virgen temerosa de su padre, el rey, hacia «el amado de otra lengua» por parajes desérticos y ciudades legendarias. La rodea el lujo y el temor y sabe que, al final, habrá de morir al alba. La densidad de una pasión rebelde sometida al poder; la hondura con que esa princesa se percibe y capta las amenazas, así como el esplendor en que se mueve –¿acaso con ecos de Darío?–, dan una atmósfera contradictoria al tránsito, que sólo parece posible como resultado de un diario mental. Paul M. Viejo, al estudiar la obra de Elsa López en la introducción al libro, considera Tránsito como una larga narración que camufla la experiencia vital de Elsa. Y también ve en ella proximidades con las Mil y una noches. Algunas estrofas bien pueden corresponder a secuencias de la Babilonia de Silda Cordoliani. Y su timbre espiritual me hace pensar en la Casia bizantina, y el tono alerta, en Pselo, y aun, por sus invocaciones eróticas, en Ibn Hazm de Córdoba. Predomina en Elsa López el ojo de una gran paisajista, capaz de transfigurar lo inmediato en contrastantes anexiones: «He abierto de par en par la puerta / para mirar el mar que ocupa la cocina». Y así moverse con inesperada soltura entre lo inmediato y sus transformaciones; procedimiento que convierte su obra en un grado de remotos clasicismos y de actualidad desafiante: Escaleras de plata descienden sobre el mar. … Alguien vino a contarme ese gesto tan tuyo que usas casi siempre cuando vas a morirte… CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Proceder, asimismo, que desembocará con frecuencia en la interioridad personal, sombría o luminosa o irónicamente cruel. Y entonces ciertos poemas traen evocaciones de lugares isleños, de momentos, trajes, petroleros, seres, cosas; y trazan la biografía de una amante múltiple, exploradora del amor y, sobre todo, lúcida, porque en esta poesía se celebra al amor perdido, al actual y al futuro casi con calculada intensidad. No en vano, también alguien nos dice: «Me sacaron la infancia para siempre del alma / y no lloré casi nada». Porque aunque el gesto de un niño salta en algunos versos, su recurrencia en los poemas de la madurez de la autora es notable. Y ese alguien, posiblemente llamado Elsa López, invoca a la madre, al padre, al hogar, al lecho, en un sosegado estremecimiento de detalles, que los convierte en esbozos de luminosa o líquida gravedad, ya que los versos reconocen como carne del tiempo lo que es (ha sido) la realidad. Paisajista, sí. Pero en la obra de López es necesario alejar esta noción de lo que comúnmente designamos así, aunque numerosos versos suyos cumplen con esa función. La isla, los parajes exóticos, remotos, ficticios o existentes están impregnados por la autora de dibujos imprevistos: Que el mar pierda la orilla… … Recuerda que la lluvia cayó porque yo quise… … Me importan un carajo las mareas… … Esta casa ha sido fabricada mirándose a sí misma, recogida en sí misma. … hago acoso a las dulces esquinas de tu espalda… … ¡ al saber de una isla Y luego otra, Y luego nada! … Ya no siento deseo de regresar al sol Platón se equivocaba… … 119

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Porque tras la intuición poética, despierta el raro borde de la imagen analítica (de ser esto posible) y el verso transforma la savia que dice en un agudo sonido conceptual. Son numerosos los textos en que López acude al vocativo: un tú sustituible, esférico, que se inserta o abarca zonas hondas de quien lo emite y no omite exaltaciones celebratorias o condenas; ese tú que designa a la abuela, a viejos, con ternura y melancolía; a barcos olvidados en los muelles; a otras mujeres, con admiración; a alguna otra/otra como en Naufragio y, desde luego, al evasivo núcleo de tantos poemas: algún hombre amado. En éste y en muchos otros sentidos –que no tocaremos aquí– el Poema zaj contiene a ese tú, al proceso creativo de la autora, quien sabe que cuanto haga surgir la escritura proviene del «poema sin nombre / pensado y desgarrado por la ausencia de texto». Entre tantas configuraciones que hieren o hacen sonreír, dos son construidas como ejes de la obra toda y desde luego con frecuencia el soporte para su materialización es ese tú, ausente o presente («Haces doble lectura de mis verbos»). La primera es la mujer cambiante que atraviesa lugares y años, a la cual ya hemos aludido («Me infamo, me calumnio… me condeno»). La enfática de rojo vestida: «Te morirás primero / ya lo sé. / No creas que me importa». La del magnífico conjunto de veintidós poemas, Rituales. Sólo que su riqueza expone emociones y pensamientos, que al decir(se) atrae segmentos de otras totalidades. Y deja de ser un límite individual para vislumbrar o atestiguar diversas dimensiones: percibir como lente de fotógrafo; encarnar a un cuento imposible o a aquellos dos muchachos que se besan en un velero; transmutarse en las olvidadas grúas del muelle, en el horizonte que es memoria, en la rara unidad de Aquiles y Tersites. Porque esa mujer se piensa como otra y al hacerlo su propio pensamiento es cuerpo para distinto cuerpo: es la mujer desierto, la que comprende que me has visto crecer y duplicarme; la que decide el verbo; es quien porta la divina con que meas de la copla, esa que es total, insumergible, alada, isla y bella. Casi toda la obra poética de López ama, evoca o impreca a la sombra determinante e intermitente de ese tú: a un amado (¿esposo, amigo, hallazgo fortuito, visión?) que complementa y sostiene la intensidad de ser. («He sabido de ti más que tú mismo»). Él merece «fe deslumbradora» y «liturgia de besos»; es el rey: «Las palabras que digo son las que tú me dictas», CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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«Me has inventado»; porque para ella «el discurso era él» y lo recibe en el lecho para tener amaneceres; es guerrero y capaz de desafiar «el odio de los dioses impotentes». Pero también aparecerán «frases, sílabas inconexas», «llegaste presumiendo desvirgaciones», tendrá una «aventura más cierta», «recostado en las otras»; y entonces «lo que te ocurre, amor, es que eres tonto», «quedaste corto, distanciado y pequeño»: «De qué vas tú, poca cosa de hombre, ¡Mi pobre bestia negra!» Ha llegado, incesantemente, la ausencia. La otra figuración pudiera iniciarse así: «Vengo de un reino abierto» y aun cuando haya textos sobre el desierto, las ciudades, los huertos, atraviesa la obra (la vida) entera de Elsa López con sus sutiles o violentos, desapercibidos o imponentes matices: es el mar. Un magna indirecto, que entra a las cabezas, radiante o pálido, para fijarlas o para diluirlas; y cuyo complemento, el cielo azulgrana, lo hace más ambiguo. La existencia del mar, en estas páginas, brilla por momentos pero parece envolver con su melancólica vitalidad. Quizá sea una onda sumergida en la psique, que se torna escritura en Elsa López. Ella, como Saint-John Perse pudiera exclamar: «¡Una misma ola por el mundo, una misma ola por la ciudad ¡Amantes, la mar nos sigue!». 3

Ricardo Hernández Bravo (El Paso, isla de La Palma, 1966), licenciado en Filología Hispánica, es profesor de Lengua Española y Literatura en centros de enseñanza secundaria de Canarias, labor que continúa desempeñando hasta la actualidad. Poeta y cuentista, ha publicado los siguientes libros de poesía: El ojo entornado, 1996; El día sin ti, 1996; En el idioma de los delfines, 1997; El aire del origen (Poemas 1990-2002), Antología, 2003; Los posos de la sed, 2014; La piedra habitada, 2017; Pausa para anuncios, 2019. En narrativa: Siete cuentos, 1997. Y libros de poesía en colaboración con pintores: La tierra desigual, con Hugo Pitti, 2005, y Alas de metal, con Graciela Janet Hernández Rodríguez, 2008. Conocí a Elsa López en septiembre del 2018, durante el primer Festival Hispanoamericano de La Palma. También entonces, junto a un distinguido grupo de escritores de Canarias y de otros países, a Ricardo Hernández Bravo. Debíamos hablar, Juan Carlos Chirinos y yo, para estudiantes de liceo en El Secadero (local del antiguo secadero de tabaco, convertido en 121

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espacio cultural), y Hernández Bravo nos acompañó. Pocas horas después lo escucharía leer allí mismo, junto a otros autores, su muy personal poesía. Desde entonces conozco sus libros y su espontánea capacidad para hacer circular la naturaleza de la isla hacia la escritura y viceversa. A lo largo de meses, siempre leyéndolo, le he hecho preguntas. Algunas de cuyas respuestas, fragmentadas por mí, son éstas: Cuéntame de tus padres y abuelos. Mi familia desciende de varias generaciones de agricultores y creo que el apego a la tierra y a sus frutos es algo que se lleva en los genes en una isla acostumbrada durante siglos a obtener prácticamente todos sus recursos de un medio hermosísimo y feraz, pero muchas veces hostil debido a la escasez periódica de agua y de medios de vida que permitieran prosperar a todos sus habitantes. Ello ha obligado a la emigración en muchas etapas de nuestra historia. Igual que mi abuelo paterno Indalecio, que también emigró a Cuba donde trabajó en lo que la mayoría de los canarios, en las vegas de tabaco. Allí enfermó y murió muy joven dejando a mi abuela Juana viuda y con dos niños: mi padre Estanislao Domitilo (Neno) y mi tío Indalecio. De ella, a quien me unía un vínculo muy especial, aprendí mucho: de su carácter recio, pero amable, de su profunda determinación, esa que fue capaz de hacerla cruzar el Atlántico sola para ir a casarse allá con el que había sido novio de una de sus hermanas y de volver luego a La Palma a criar a sus hijos con infinidad de penurias en plena época de la contienda civil española y la cruda posguerra. Mi abuela materna murió justo en la época en que mi profesora Alina me descubría nuevos mundos en sus clases y recitales. Era también una mujer dispuesta que complementaba su trabajo en la casa y en el campo con la cría de pequeños animales para la venta y la labor artesanal: ella recogía los bordados que las mujeres de El Paso cosían para ayudar a su familia y los llevaba a un comerciante de Santa Cruz de La Palma. En esos viajes en guagua o coche de pago a «la ciudad», me enamoré desde muy pequeño del puerto y los barcos: cuando apenas sabía hablar –me contaba ella– insistí tanto en acercarme a ver los buques en el muelle que el chófer que nos llevaba tuvo que dar la vuelta para satisfacer mi capricho. No sé si de ahí me vino mi afición de chico a dibujar constantemente barcos en mis cuadernos y querer ser marino. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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También pude conocer a mi abuelo materno, Deogracias Bravo Blanco, que procedía del pueblo de Mazo, en el otro lado de la isla. También hizo vegas de tabaco en Cuba y a su regreso, tras contraer matrimonio, se dedicó a ese cultivo en El Paso, donde había una arraigada tradición tabaquera artesanal e industrial, con la fábrica Capote, que llegó a dar empleo a medio pueblo. Era un hombre recto, de palabra, noble pero inflexible ante las deslealtades. De él aprendí que «la idea es la que trabaja», como solía decir: la meticulosidad y la paciencia para la tarea bien hecha. Mi ímpetu juvenil chocaba a veces con su deseo de ver las cosas llevadas con orden. De mi madre qué te voy a decir: recuerdo que cuando murió –inesperadamente aunque padecía desde muy joven de varias enfermedades crónicas– con apenas cincuenta y ocho años, mi padre le dijo a mis hermanos que mi madre seguiría junto a ellos, porque yo era su vivo reflejo. No sé hasta qué punto, pero sí me reconozco en ella y en todo lo que nos regaló a mí y a mis hermanos. Somos su obra: toda su vida la volcó en nosotros renunciando a ella misma. Siempre quiso que estudiáramos, se preocupó porque entraran en casa todos los libros que pidiéramos: los cuatro hermanos terminamos carreras universitarias. Nos enseñó… una suerte de «ecosofía» mezcla de sermón de la montaña, san Francisco de Asís, cosmovisión indígena, budismo zen y, cómo no, una religión estética, el arte en toda su amplitud. Mi padre nació en Tamarindo, Cuba. Al ser el hermano mayor –un año más que mi tío debió tomar las riendas desde el principio y, aunque podía haber estudiado, a él le tocó trabajar para que su hermano pudiera hacer Medicina en Granada. Mi padre pudo evitar la emigración a Venezuela a la que se vio abocada la mayor parte de su generación gracias a que sembró plátanos –vendiendo todos los «pedacitos» de la familia y trabajando duro en la sorriba– en la mejor zona de la isla: la costa de Tazacorte. Ello le permitió vivir con cierto desahogo y sacar adelante a los suyos. Era una persona seria e infatigable en su trabajo, que amaba con pasión. Por último –y quizá de aquí me vienen los míos–, tuvo también sus devaneos artísticos: participó en pequeños grupos de teatro aficionado, dirigió y ensayó una danza de cintas tradicional en El Paso e intervino como bailarín en una danza de enanos que terminó con mi padre rodando por los suelos tras 123

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un tropezón y el consiguiente regocijo popular que figura en los anales del anecdotario festivo local. Escuché que escalas montañas… No soy escalador de cuerda, piolet y escarpines: alguna vez lo practiqué con amigos que sí escalan, pero no me gusta estar colgado de una pared dependiendo de una soga: me siento aprisionado, me quita libertad. En la escarpada orografía de la isla, las montañas, al igual que el mar, eran los límites del mundo conocido. Así que para un niño que se crió en contacto con la naturaleza, «hozando tierra», como decía mi madre, descubriendo el mundo en sus correrías por los huertos de almendros y tuneras de alrededor de la casa, alejándome con mis compinches cada vez más del entorno doméstico, subir montañas era la aventura más extrema, la que nos permitía ir aún más allá. En El Paso –¡el único pueblo sin mar de la isla!– desde que abrí los ojos mi horizonte era vertical. Así que hacia allí me dirigía cada vez que desde casa de mis abuelos nos íbamos a «explorar» las faldas del Bejenado –el monte que limita por el norte el Valle de Aridane y que cierra La Caldera por el sur–. Era como un impulso instintivo, una necesidad de remontarme para estar más cerca del cielo, atravesar las nubes del alisio que chocan con la isla y se desploman en cascada sobre la línea de la Cumbre Nueva y desde allí alongarme sobre la extensión azul del mar buscando el otro horizonte, el otro límite de la llanura que rodeaba mi mundo. Recuerdo ahora, al hablar de esto, la primera vez que subí a esa montaña, al Birigoyo. Tenía unos siete u ocho años y me acompañaba mi padre. Quizá tenga que ver con este impulso de trepar hacia las cumbres un sueño recurrente que tenía de niño: desde la curva de la carretera donde crecía el viejo eucalipto cuya sombra acogía a los chicos y viejos del barrio de Vistalegre, veía cómo el nivel del mar empezaba a subir lentamente. Iba ascendiendo desde la costa de plataneras, anegando las plantaciones y las casas, cubriendo por completo Los Llanos y remontando hacia las alturas de El Paso. Todo el mundo echaba a correr hacia las cumbres más altas buscando refugio a las olas que amenazaban con engullir la isla. Justo cuando alcanzábamos las crestas de La Caldera de Taburiente y veíamos el espectáculo imponente de las olas estrellándose implacables contra sus acantilados, con la espuma embravecida llegando ya hasta nuestros pies, despertaba sobresaltado. Subir montañas es, pues, un «deporte» que he CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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practicado desde niño: solo o en compañía de amigos. Vinieron luego, en épocas de adolescencia y juventud, las caminatas más largas sobre los andenes que llevan a El Roque de los Muchachos y a los barrancos imponentes de Garafía o por la Ruta de los Volcanes hacia la punta sur de Fuencaliente; las acampadas, los amaneceres y atardeceres, las noches en blanco contemplando las estrellas en el interior de Taburiente o desde las cumbres de la isla. Hasta hoy, desde la misma puerta de la casa donde ahora vivo –la que fue de mis abuelos– caminar es siempre hacia lo alto. Basta un paseo de una hora: en ese tiempo estoy ya sobre una montaña y aunque sea la misma, aunque la suba mil veces, siempre es una experiencia renovadora. Creo que es para mí una especie de liberación. Desde la cima se relativiza todo lo humano. Prolongación de esa pasión de escalar, como un ansia íntima de libertad, es también mi afición a la bicicleta. Desde mi infancia es el deporte que con más asiduidad he practicado. Y llanear aquí es misión imposible. Así que también pedalear es hacia arriba. La descarga de adrenalina que produce subir un puerto de montaña es comparable a las experiencias más placenteras de la vida. Y esa sensación la necesito con frecuencia: no entiendo el deporte, ni mi vida en general, sino en contacto con la naturaleza. Por eso pedalear sobre una bici de carretera o de montaña por el curverío de la isla buscando los balcones sobre el abismo –ya sea del océano, de los barrancos o del mar de nubes– es como escapar de los límites del cuerpo fundido a una máquina que es una con tu carne y que se eleva casi –quizá exagero un poco– en una experiencia mística. Una vez descargado el cuerpo de su sustancia allá en lo alto, unido al paisaje en la mirada tendida, el descenso veloz ciñendo las curvas, con el aire dando de lleno en el rostro, hiriendo el pecho con su helor, parece reconciliar al alma con el ser físico que lo sustenta. ¡Y más aún si al final del recorrido se toma uno unas cervezas! A la conquista de los pasos de montaña de la isla, ha seguido, ya de cuarentones y cincuentones, la de los puertos más importantes de la épica ciclista del Tour, Giro y Vuelta: Alpe d’Huez, Galibier, Izoard en los Alpes franceses; Mortirolo, Gavia y Stelvio en los Dolomitas italianos; Lagos de Covadonga o Angliru en Asturias. Todos puertos míticos que a la vejez –en vez de irnos de vacaciones al Caribe, como diría alguno– nos ha dado por trepar a este grupete de amigos de la infancia amantes del ciclismo de «alturas». ¡Y, cómo no, de la birra! 125

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En fin, creo que este sano ejercicio ha permanecido tanto en mi vida porque, aunque se puede practicar muy satisfactoriamente en compañía, puede disfrutarse en absoluta soledad y permite la reflexión y la interiorización de la contemplación que tanto necesitamos. Eres profesor y también un poco agricultor: ¿con quiénes trabajas, qué cultivas, esos productos son para tu familia? El afecto por el campo y las tareas con él relacionadas nace desde mi infancia y de manera paralela a mi amor por la naturaleza. De la observación y participación en las faenas agrícolas me fue naciendo la sensibilidad hacia el trabajo de la tierra, el gusto por la puntualidad de cada labor ligada al ritmo de las estaciones y el placer de recolectar en cada época sus generosos frutos. De niño me tocó vivir las últimas épocas de los cultivos de secano: la labranza y la trilla con ganado en las eras, las gallofas para varear o pelar las almendras, el respigado de ese fruto y de la apreciada cochinilla que nos facilitaba nuestros primeros ingresos para golosinas y caprichos. Mi padre me llevaba de pequeño –ante las reticencias de mi madre, que temía que me contagiara de la pasión por la tierra de mi padre, pues quería que yo estudiara– alguna mañana de sábado a las plataneras o por las tardes a los cultivos de regadío que atendía para el consumo doméstico: frijoles, papas, millo y sobre todo los frutales, de los que me quedé prendado desde entonces: durazneros, manzanos, limoneros, ciruelos, nispereros, hasta algunas matas supervivientes de piña cubana y café que mi tío abuelo Antonio se trajo de Cuba. Mi abuelo también me llevaba con él a las vendimias –¡cómo disfrutaba con la pisa de las uvas, enterrado en el bagazo y el mosto hasta las rodillas!–, a buscar pinillo o tagasaste para el ganado, a las plataneras para ayudarle con el riego o más tarde a la recogida de aguacates. Yo lo acompañaba siempre que mis estudios me lo permitían y él me recompensaba con pequeñas pagas que siempre eran bienvenidas. Cuando él no pudo atender las fincas –yo había terminado la carrera y, tras un año en la Escuela de Letras de Madrid, acababa de volver a La Palma– tomé el relevo y me ocupé de los aguacateros. Luego, cuando ya pasaron a mi madre, los seguí llevando a cambio de una parte de los beneficios. Al morir también mi madre, los seguí atendiendo: los míos, que están junto a mi casa, y los de mi hermana, que vive en Tenerife. No es un cultivo tan exigente como el de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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la platanera o la viña y disfruto con los ratos que le dedico, pero requiere de un esfuerzo extra en el momento de la cosecha, que debo realizar en los momentos más intensos del curso escolar y aprovechando los domingos y días festivos. Compaginar esa labor con la familia, la literatura y otros compromisos que surgen resulta a veces agotador. Las tareas de la finca de aguacates las llevo yo durante el año, con ayudas puntuales para algún trabajo extraordinario como las podas de los aguacateros de gran porte y la cosecha. Cuando esta es abundante, hacemos alguna gallofa con la familia y amigos, pero generalmente el trabajo lo realizo solo. Antes me ayudaba mi padre y pasábamos buenos ratos de tertulia cogiendo, despezonando o cepillando aguacates con plaga. Ahora me echa una mano mi suegro y también compartimos largas charlas en que me cuenta sus mil y una aventuras. Hasta Marcelo y Elvira, mis hijos, empiezan a unirse al grupo de peones. Por si no tenía poco entretenimiento, hacia el 2008 compré una finca de unos quince mil metros –muchos de ellos de monte– en Garafía, en el norte de la isla, en principio como lugar de retiro y descanso. Pero el gen campestre no da tregua y allí he ido sembrando infinidad de frutales: a los castaños que ya había he ido añadiendo nogales, manzanos, ciruelos, perales, cerezos, guinderas, olivos… y hasta he hecho un pequeño bosque junto al pinar y al fayal brezal existente repoblando con flora autóctona de laurisilva canaria. Los frutos que produce son casi todos para consumo doméstico y para repartir entre familia y amigos. En esta finca compartí también muy gratos momentos en los últimos años de vida de mi padre, fallecido en 2014. Muchos árboles los sembramos juntos y allí me enseñó lo que sé de la poda de frutales. Cada año, cuando he tenido que hacerlo ya sin él, he recordado cada uno de sus consejos y me he sentido como el continuador de ese modelaje que da forma al mundo. Cada fin de semana o periodo de vacaciones que podemos, nos escapamos a Garafía y allí, entre la tierra y las estrellas que casi tocamos por las noches, parece que volviéramos a una época ancestral en que todo era mucho más simple y pegado a las raíces que nos sustentan. Hasta aquí algunos fragmentos de las respuestas que Ricardo Hernández Bravo ha dado a mis solicitudes. No hay duda de que la actividad física de este poeta está signada –quizá sin que él lo sepa– por el Homero de la Iliada, Simónides («la virtud 127

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habita un peñasco escarpado»), Píndaro de Tebas, el Platón de República (el cuerpo y su energía); por líricos arcaicos y actuales (la tierra, lo vegetal como segunda lengua); y por el tributo a Whitman (la salud, el ser en la polis). Recordemos asimismo que Agatha Christie, G. B. Shaw y Jack London fueron surfistas; que Kerouac, Camus y Pasolini futbolistas; que Tolkien y Bioy Casares tenistas; y que Dino Buzzati escalaba montañas y Haruki Murakami sigue trotando. Una pequeña muestra de la franja físico-espiritual que acoge a Hernández Bravo. Su primer libro de poesía (El ojo entornado) se abre con una alusión al cine –o a la conciencia desde la penumbra: al apagar las luces salas llenas de ojos improvisan los cortes de la cinta. Más adelante, por otro verso, sabremos que la escritura es como «el ojo que filma». Un instrumento perceptivo similar (la cámara de televisión, la pantalla) sostiene el tono burlón y despiadado de su trabajo más reciente, Pausa para anuncios (2019). Así nos estamos adelantando a sintetizar el tránsito de un poeta singular, aunque esta designación corresponde siempre a la condición del real poeta. Conozco cinco libros suyos de poesía y en todos el verso es de una brevedad estallante, que pareciera saltar a los lados de la página o por su dispersión significativa o porque encierra tonalidades narrativas fuertes. Quizá nadie mejor que él mismo para tocar el secreto de estas fronteras. Dijo en una entrevista: «Aunque mi experiencia con la narrativa breve se limita a lo incluido en mi libro Siete cuentos y a algunos minirrelatos publicados en revistas, los dos géneros literarios que más me interesan desde el punto de vista creativo son la poesía y el cuento corto. [...] Alguna vez, incluso, he tratado el mismo referente literario en prosa y verso». Este ojo entornado actúa como la mirada total o como «lo menudo íntimamente prendido en la retina» y, al hacerlo, se torna inmensidad: es el ojo del mar y el del surfista, el que está tras la cámara, el que sabe que «cada ola repite / la frase inacabada», el que al vivirlo todo toma «el pulso de las vidas / que no supe vivir», en una «estética del humo». Nada es más sorprendente en este libro que la riqueza con que innumerables experiencias cotidianas son fijadas de maneCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ra casual, directa, casi nocente, para que el trasfondo sintético nos devuelva a la escritura, a su elusiva verdad. El volumen Alas de metal reúne diecisiete textos breves y dieciséis obras a color y tres en blanco y negro de la aguda pintora Graciela Janet Hernández Rodríguez, de ingenio desafiante y mordaz. Imágenes en las que las formas (de la naturaleza, de objetos y seres) están siempre transmutándose. Dice el prologuista del libro, Antonio Jiménez Paz: «El silencio del lienzo se esparce en nuevo alfabeto, el poético». El oxímoron del título, de fría sonoridad, oculta, al contrario, tonos de íntima afectividad porque allí se invoca: «el temblor del intento, no otra paz me consuele»; mientras se diluye «el ideal en la sed que lo suplanta». Y hay fe en «mar sanador / cuando fracaso / en el arte de andar sobre las aguas». Estamos ante un conjunto poético que va hacia adentro, aunque tenga alas de metal y en el que casi no aparecen los vocablos frecuentes en el habla de la isla. Éstos van a adquirir relevancia en su próxima publicación, Los posos de la sed. Quizá el contacto con César Vallejo y la dualidad del sonido interno (dicho para sí mismo sin saberlo: guardorios, respigos, debruzarse, escurraje), mientras se duerme o al atender al hogar o al escuchar a otros o al recorrer la ciudad o aislarse con las tareas del campo, en fin, al cumplir cualquier acción, todo ello libera en este libro palabras del momento, del uso; vocablos que también pueden resonar desde antiguas bocas, y que ahora intervienen en el verso para acentuar hechos, para dignificar aquellas sonoridades o simplemente como recurso para dotar de exactitud lo que se quiere expresar. Este hundimiento en los posos de la sed parece abarcar un universo: no sólo en cuanto el azar ofrece como compensación o salvación momentánea para el cuerpo, sino también como «impulso que abastece mis sentidos» bajo «la inclemencia de altos ideales» y que puede hacer «de cada pérdida, misterio». Dotado de frases notables («el pulso de las vidas / que no supe vivir»; «cada ola repite / la frase inacabada»; «bajo párpado el sueño / restaura la mirada perdida»), el libro, que sigue las posiciones de alguien –sobre la hierba, transitando, en la playa, desde la altura de las montañas–, también adelanta intuiciones sobre el contraste entre el hábitat luminoso de la isla y el raro efecto de los medios radiotelevisivos en el habitante. Nada mejor que unos versos de Andrés Sánchez Robayna, para acercarnos a La piedra habitada, el inmediato poemario 129

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de Ricardo: «la memoria / guarda una piedra, cifra del origen». Cuenta este volumen con un epígrafe de Sánchez Robayna y otro de Eugenio Montejo. Creo que ante tal recurso cualquier lector es conducido a intuir que el autor reconoce o el influjo expresivo de aquel a quien cita o que el mismo toca las significaciones que desarrollará en el conjunto. Claro que hay otras posibilidades. En este caso de Ricardo Hernández Bravo, intuyo que el vector Montejo guía hacia una colocación directa del lenguaje y, por lo tanto, a los ambiguos escalones del recuerdo; la dirección Sánchez Robayna apunta, sin duda, a la común vivencia del existir en las islas y su refracción en la roca. Creo encontrar en este libro la celebración de la piedra en sus diversas facetas: suelo, volcán, falo y vagina ante el océano, materia original; testimonio de lo transitorio («Fuimos para la tierra / árboles »), huellas del tiempo que se lee en los cuerpos de jóvenes y viejos («se hace carne la piedra»); sabiduría de la quietud y la soledad; enigmático destino («Pared: piedra entramada de sentido», separación e identidad, ambas dolorosas). Abre así el Canto XLV de Ezra Pound: «Con usura el hombre no puede tener casa de buena piedra»; en el más reciente poemario de Ricardo Hernández Bravo, Pausa para anuncios, alguien impone: «a reciclar las sobras de la usura». Dos años después de La piedra habitada, aparte del verso breve, los vocablos del habla doméstica y algunas alusiones al entorno previo, varios nuevos centros convierten al conjunto en una experiencia diferente para la poesía de Hernández Bravo. Claro que en sus trabajos anteriores hay datos sobre un alma o una personalidad sin geografía precisa, pero ahora esa misma complexión está hondamente relacionada con los medios televisivos. Es más, de ellos se nutre y su aceleración la determina. ¿Son los espectadores habitantes de una isla, de un pasillo decorado por Cruz-Diez, de ese apartamento que aún titila en la madrugada? El libro parece ajeno a la política y a la denuncia. Su ironía es implacable porque es fiel a quienes la reciben; es reacción libre contra lo obligatorio o ante la publicidad. Hay un salto temático entre obras que se deslizan por el abismo/el abismarse ante la roca y la caída en el eco social/ comercial. Pudiéramos estar en la pausa que el televisor concede para los anuncios; y entonces ellos se vuelven más importantes que la programación. O como ella. Quien observa depende, vive de la pausa, la convierte en su sangre: porque pide: «préstame mi CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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yo, para ser parte de la transmisión viral del yo y sus accidentes, ya que encarno esta intermitencia / este desvío». Somos vidas de sustitución con alma reversible, apta para las verdades elásticas. No hay duda: un distinto poeta asoma desde el lirismo crítico de sus obras anteriores, en este volumen. El tono sosegado, casi susurrado de esta terrible radiografía, a veces burlón e inocente, otorga mayor crueldad a su efecto, porque asistimos al desfalco de la palabra, mientras arrecia la inflación de los discursos. ¿No somos acaso también quien exclama así?: Consígueme una vida elévame en tu verbo promisorio vocero que me eximes de mi voz ten utiliza mi bilis toma mi voto.

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► Biblioteca Nacional de la Dieta, Tokio, Japón, 1948


Iván de la Nuez Cubantropía Periférica, Cáceres, 2020 376 páginas, 19.00 €

El perreo postcomunista Por GERARDO FERNÁNDEZ FE Aunque muchos otros se otorguen el copyright, fue Francisco Umbral, hace casi cincuenta años, quien primero se refirió al término «perreo». O al menos fue el primero que lo verbalizó y lo hizo literatura en su libro Mortal y rosa para describir los paseos por la ciudad con su hijo pequeño, su arte del vagabundeo, idéntico al de los perros. Por eso, el editor (o el mismo Umbral, quién sabe) consideró necesario colocar una línea a pie de página para aclarar que eso de perrear no era más que un neologismo del autor madrileño. Sin embargo, el verbo «perrear» no aparece con esa connotación umbraliana en el diccionario digital de la Real Academia de la Lengua Española, y sí con otras acepciones llegadas del Nuevo Mundo: una de Costa Rica, otra de Venezuela ninguna de Cuba o de Puerto Rico. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

Menudo desacierto el de los académicos al no incluir esa otra definición que desde hace unos años fija al perreo como uno de los modos, el más expresivo y procaz, de bailar el reguetón, un género sin pedigrí dentro de la música latina, sin grandes padres fundadores, y que, como la zarabanda en los siglos xiv y xv, ha sido vituperado desde los flancos más pendientes de la imagen y de la moral, tanto de la derecha como de la izquierda. De la caída del Muro de Berlín al reguetón –ya sea por razones cronológicas (19892019), como por cuestiones meramente simbólicas– se desplaza el libro Cubantropía, de Iván de la Nuez (La Habana, 1964), ensayista, curador y crítico de la cultura radicado en Barcelona, un tomo que reúne textos aparecidos en publicaciones periódi-

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cas mexicanas, españolas, alemanas o cubanas, en blogs digitales, o que fueron parte de libros y de catálogos de exposiciones producidas a lo largo de los últimos treinta años. Y no se trata sólo de que el autor le haya dedicado uno de sus ensayos a este fenómeno que, en el caso cubano, va más allá de lo musical, sino que sus conclusiones sobre el perreo –en pocas palabras: la reconfirmación del fin de una épica, la desconexión de los cubanos más jóvenes de cualquier idea de sacrificio, la certeza de que la búsqueda de una utopía se ha desplazado rampantemente hacia el goce exclusivo de los cuerpos– sintetizan la reflexión seminal y los desvelos de Iván de la Nuez: algo pasa cuando este tipo de expresión artística pierde su función de divertimento para convertirse en cosa «seria» política, demasiado política, ninguneada por estudiosos, vigilada por cuadros de un partido equis y sometida a la censura, luego incluso de haber sido considerada un asunto de Estado. Este movimiento enfático, carnal e irresponsable vale para significar el estado de las cosas en Cuba, tres décadas después de que Iván de la Nuez saliera de manera definitiva. Las cosas han cambiado tanto desde entonces –en hábitos, sonidos y expectativas– que hasta el propio concepto de la «salida definitiva del país» ha desaparecido (al no ser para unos proscritos, siempre pocos demográficamente, aunque afectados de perversa manera), al tiempo que nada ha cambiado, toda vez que la misma gerontocracia y sus herederos miméticos continúan decidiendo caprichosamente los designios de la nación, a espaldas de cualquier reclamo de democratización. Esta es la paradoja: la de una Cuba dogmática hasta la exasperación, aunque no

a la manera norcoreana, una Cuba porosa, aunque jamás como una real democracia, y una Cuba postcomunista, en un limbo que justifica y ampara a los pequeños negocios, la repatriación de varios miles de exiliados, la filmación de una película como Fast and Furious en La Habana, la pompa de los nuevos ricos en Instagram y la presencia más que necesaria en Twitter o Facebook de activistas e informadores independientes que perviven a espaldas de las instituciones del Estado. Como banda sonora, un género bailado por todos y repudiado por lo que Norberto Bobbio llamó «franjas extremas», a la izquierda y a la derecha, allí donde estalinistas y evangélicos se dan la mano. «La cultura –dice de la Nuez– pone a los poderes bajo sospecha». No son pocos los hilos que sintonizan a Cubantropía con aquel libro emblemático de Norberto Bobbio titulado Derecha e izquierda, publicado en 1994. Primero, porque ambos parten de un acontecimiento medular, la caída del Muro de Berlín, y de la necesidad de un replanteamiento de los conceptos a través de los cuales se gestiona la vida política. Así que ambos han visto esta fecha como un punto de giro para la reformulación de postulados y utopías, estrategias ideológicas y visiones del mundo. Iván de la Nuez es consciente de que, en el caso cubano, la disolución del bloque comunista y el cierre de filas dictado por Fidel Castro condujeron, no sólo a la recomposición de un «arsenal simbólico» y a aspirar a recuperar «la grandeza cubana» de los años sesenta, sino al carpetazo encima de la mesa que abolía completamente «los sueños de mi generación por cambiar las cosas dentro del socialismo». Aquel «sopapo» al que se refiere el ensayista, que describe el empecinamiento de

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la izquierda cubana en el poder, continúa vigente en nuestros días en los discursos de sus líderes, en los artículos de la Constitución (sobre todo ahí donde se estipula el «carácter irrevocable del socialismo»), en las pataletas de la diplomacia en las organizaciones internacionales y sobre todo en la acción de los órganos represivos. No hay nada que cambiar, parecen decir, ni siquiera si las propuestas provienen de una izquierda como la que defendía Bobbio, igualitaria y libertaria a la vez, tan distante de esta otra, autoritaria, jacobina, desestabilizadora. De manera que, a estas alturas, vistas no pocas decisiones tomadas en «esta Cuba orwelliana» (el desprecio a los mecanismos democráticos, la instauración de un capitalismo de Estado en cuestiones económicas que en la práctica se olvida de los más frágiles, «la asfixia de la individualidad», el acogotamiento de las fuerzas de trabajo a manos de una burocracia imponente, el irrespeto a una diversidad real, el rechazo al matrimonio homosexual, la ausencia de una ley de protección animal, etcétera), el gobierno cubano sigue dejando mucho que desear en materia de políticas de izquierda. No sin razón, Iván de la Nuez retoma en una entrevista reciente el consejo de un amigo cubano al ideólogo español Juan Carlos Monedero, de visita en la isla, de que no se asomara a las instituciones estatales si deseaba conocer a la «nueva izquierda» cubana. En el trasfondo de Cubantropía hay una preocupación por los destinos de la izquierda global. «¿Adónde va la izquierda?», se preguntaba Bobbio. «¿Quién saldrá vencedor en este nuevo ajedrez: la capacidad de transformación o el acomodo táctico inevitable para conseguirla?», escribe el cubano. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

Se siente aquí un pugilato del autor, tanto con la tradición de una izquierda cubana intransigente, poco dispuesta a la evolución, como con aquellos a los que fuera de Cuba se les hace difícil lidiar con la democracia «en ninguna de sus posibilidades», ya que nunca han hecho suya la divisa de Rosa Luxemburgo de que «la libertad es siempre la libertad para el que piensa diferente». Lejos del espíritu pontificador de los ideólogos, Iván de la Nuez acude a su biografía de exiliado para que los focos de lo teórico terminen desplazándose a un costado más humano. Este ardid –y esta necesidad– le permiten armar su propia bronca con un interlocutor que el lector identifica al acto. «En cuanto me defino como poscomunista, veo a mi alrededor alguna roncha», denuncia. «¿Que soy un mal patriota?», «¿que ahora resulta ambigua mi posición?», «¿que no soy suficientemente combativo y ofrezco resquicios de supervivencia al régimen de La Habana?». Como pocos intelectuales salidos de Estados totalitarios de izquierda, Iván de la Nuez deviene pieza incómoda para la gerencia esclerótica del país que dejó atrás, para aquellos que desde el extranjero prefieren que nada cambie en su isla fetiche y que justifican a un gobierno que continúa capitalizando «el arsenal romántico de la Revolución», así como para los tantos académicos que trabajan el «tema Cuba» y defienden una muy retorcida idea de la pureza, la pureza de lo antinorteamericano, además de para quienes, en la otra punta de la cuerda, ven la solución en el desmontaje total de lo establecido hace sesenta años y en la puesta en práctica de políticas liberales y de derecha. A Norberto Bobbio le ha pasado lo mismo. Tras las críticas que suscitó su libro, su

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introducción a la segunda edición italiana (1995) se presenta con un subtítulo más que elocuente: «Respuesta a los críticos». Aquí admite que su valoración de una única palabra, la de su desvelo, arrastra también con un «significado emocional». No son dos teóricos fríos los que aquí juntamos y que defienden sus tesis; lo menos que deben conseguir es el respeto del lector que no coincide con sus postulados. Al tiempo que Bobbio se reafirma en su malestar «frente al espectáculo de las enormes desigualdades, tan desproporcionadas como injustificadas, entre ricos y pobres», Iván de la Nuez fustiga la respuesta tribal, poco cuestionadora, de la comunidad exiliada con respecto al capitalismo que la ha acogido, e insiste en su autodefinición como poscomunista y en su propuesta de «utilizar la energía crítica empleada en el antiguo sistema para actuar, también de manera crítica, ante la actual apoteosis del capitalismo y frente al fracaso cultural de las estrategias liberales en los países del Este». Porque los efectos del desplome de aquel muro famoso no sólo se sintieron en el lado más gris y estepario del planeta. De la Nuez está convencido de que, paradójicamente, el fin del comunismo ha implicado a la larga el desmantelamiento paulatino del orden liberal y el aplastamiento de la democracia bajo el peso del mercado. «Así como el comunismo demostró que no era eterno, no hay muchas razones –salvo la inercia– para confiar en la eternidad de un capitalismo que hace aguas por todas partes», escribe en otro momento de este libro que pudiera llevar como subtítulo «Notas amargas de un poscomunista cubano». Su visión de las cosas no puede ser más pesimista. Tras constatar el derrumbe del liberalismo «tal y como hoy lo conocemos», el

ensayista cubano se atreve a decretar el carácter mortal del capitalismo. De ahí que su visión de la Cuba futura esté signada por el escepticismo. Este estado de ánimo conecta con lo manifestado por Mark Lilla cuando, en el epílogo a la última edición (2016) de Pensadores temerarios, se imagina a los historiadores del futuro criticando la ligereza con la que los intelectuales y los políticos de hoy concebían las transiciones a la democracia «como si fuera un proceso tan natural como la caída del agua por un precipicio». Insurgido contra el estajanovismo y la voracidad capitalistas, y convencido de que en su país natal no bastará con impulsar la democracia «tal cual existe hoy en Occidente», Iván de la Nuez apela a una revisión crítica de los postulados de la izquierda. Mientras, no halla contradicción en oponerse al gobierno cubano y en anhelar «una posibilidad progresista para el futuro», donde prime la redistribución de la riqueza y el respeto a las libertades individuales, el sostén de lo público y el cuidado de las minorías, la igualdad y la solidaridad, «un país –dice–en el que justicia social y democracia no sean palabras antagónicas en el diccionario». Pero aquí no acaba el caudal de este libro. Al detenerse en el éxodo de la vanguardia de la plástica cubana a inicios de los años noventa, en los escritores de la generación Mariel que escaparon a Estados Unidos en 1980, en el desembarco de Ry Cooder y Wim Wenders, Oliver Stone y Steven Spielberg en La Habana, en el hálito de mercadeo que cualquier ojo avezado revela al escudriñar en el fenómeno Buena Vista Social Club, o en la publicación de la novela 1984, de George Orwell, ¡sesenta y ocho años después!, entre otros temas, Cubantropía está proponiendo también un paneo

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sobre el modo en que se han imbricado el arte, la política y la ideología en Cuba, casi siempre de manera perversa, desde enero de 1959. Son esos signos de lo real los que este lector de la cultura ha puesto sobre la mesa tras cada uno de sus viajes a Cuba –viajar o no viajar, otro de los dilemas del exiliado cubano que este autor tiene resuelto–, los mismos que lo han llevado a adelantar la hipótesis de una realidad poscomunista, ahora que aparentemente los cubanos se aprestan a transitar del estado de servidores (cumplidores, fieles, integrados) al de consumidores, sin plantearse al parecer convertirse algún día en ciudadanos. ¿No fue Nietzsche quien afirmó que cada gran filosofía parte de «una confesión personal de su autor y una especie de memo-

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ria inconsciente e involuntaria»? Al bordear ciertas zonas de intimidad (su barrio, la figura de su padre, sus viajes, la playa donde se crio), Iván de la Nuez ha querido que su libro sea leído también como «una biografía intelectual» y como el producto de ese Hombre Nuevo guevarista que nunca llegó a ser. Ante Cubantropía, un «lector de sensibilidad» –ese sujeto contratado por una editorial para rastrear contenidos incómodos en los libros por publicar–, hallará trazas de lo biográfico, reacciones de exiliado, arremetidas contra «los mercaderes del patriotismo», fijaciones, algunos dolores y, al fondo, el sonido pegajoso de un género musical que lo menos que propone es la vida teresiana, la persecución de un ideal, el sacrificio y la redención.

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Arturo Gutiérrez Plaza El cangrejo ermitaño Visor, Madrid, 2020 172 páginas, 12.00 €

El cangrejo ermitaño, de Arturo Gutiérrez Plaza Por GUSTAVO VALLE En un ensayo publicado por Guillermo Sucre («Recuerdos personales», Letras Libres, 31/10/2009), el autor de La máscara, la transparencia rememora la obra y la amistad que sostuvo con Alejandro Rossi y Eugenio Montejo. Ofrece una semblanza de ambos escritores desde el afecto y la admiración, pondera sus obras y finalmente los hermana: «Alejandro Rossi y Eugenio Montejo estuvieron unidos por un afecto profundo, así como por una estética de la claridad». Recurro a este ensayo de Sucre como primer paso para hablar de la obra de Arturo Gutiérrez Plaza, y en especial de su libro El cangrejo ermitaño (Visor/Fundación para la Cultura Urbana, 2020), pues pienso que su poesía es deudora de esa suerte de tradición que podemos rastrear en Rossi y en

Montejo: la claridad. Pero, ¿a qué nos referimos con esto? ¿A una forma de expresión diáfana, limpia en sus recursos expresivos? ¿Una escritura mesurada, equilibrada, precisa? «Poesía de la claridad» fue el nombre que algunos poetas chilenos de principios del siglo xx (Nicanor Parra incluido) ofrecieron como respuesta a las pirotecnias de la Vanguardia. Una poesía «diurna» –la llamó Parra– en conflicto con la opacidad y las sombras de la tradición hermética, heredera del surrealismo. Suele asociarse la claridad con lo fácil o indulgente, o con un arte de carácter accesible. No es el caso de Gutiérrez Plaza. La claridad es abundancia de luz, aunque la luz de El cangrejo ermitaño sea definitivamente mate. Prefiero pensar la claridad de este libro como un claro, ese espacio abierto dentro del bosque, un lugar

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despejado, permanentemente acechado por el caos. Y más que de una estética habría que hablar de una tentativa de claridad, el afán de construir un ámbito de lucidez en medio de la espesura. En el 2006, Gutiérrez Plaza publica Pasado en limpio, donde selecciona poemas de sus tres primeras entregas: Al margen de las hojas (1991), Principios de Contabilidad (2000) y Un sobre sin abrir (2006). Ya el título juega con el nombre del poema de Octavio Paz, Pasado en claro (de nuevo la claridad) donde el poeta mexicano hace memoria y cuenta de la experiencia a través del lenguaje, una reflexión sobre el tiempo y la exploración de la palabra como herramienta de recreación del pasado. En El cangrejo ermitaño, Gutiérrez Plaza realiza un trabajo parecido: hace memoria y recuperación de sus propios poemas, pero esta vez no los agrupa según los libros a los que pertenecen, sino que los compila bajo un criterio más exige y complejo: el tema. O más bien: la sustancia que los identifica. Este trabajo de auto-editor obliga a abstraer la obra del propio espacio del que surgió, para reintegrarla a un todo que supera cualquier cronología o agrupación previsible, y así optar por una estructura de ocho secciones, solamente identificadas por un número romano. Un arduo trabajo –que lo destaca muy bien Rafael Courtoisie en el prólogo del libro, «en la línea de Oscuro de Gonzalo Rojas, las sucesivas versiones de Noticias del extranjero de Pedro Lastra o Papiros amorosos de Eugenio Montejo», según Miguel Gomes–, que resignifica la obra entera y la contiene en un nuevo horizonte de referencias para otorgarle una inesperada cualidad de lectura. Si bien este libro lleva por subtítulo «Antología poética», podemos sumergirnos en sus páginas CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

como si se trataran de poemas no inéditos, pero sí actualizados. A riesgo de ser reduccionistas, los temas que aborda El cangrejo ermitaño podríamos agruparlos en un primer conjunto que incluye poemas sociales y políticos del país y su violencia: «Una comarca poblada de fértiles maderas, / aptas para el refugio de hombres, / isópteros y orugas. / Y también para el fuego». El culto a la personalidad, el patetismo hiperrealista de un país socavado, los poetas de la revolución, o menciones a antiguos amigos, ahora oficialistas: «Ya nos veremos de nuevo / en esos lugares donde alguna vez / creímos infranqueable la amistad». Son poemas no combativos sino indignados, que dejan ver el ruido y la furia de un lugar destruido, la impotencia ante los destrozos, y que sorprenden por su rigor áspero y, en algunos casos, por su talante expresionista que no evade la crónica cotidiana de la barbarie. «Dos patrias tengo yo» –dice el poeta recordando a Martí–, una en la que se vive «entre la carcoma y las arengas» y otra donde «hay sólo susurros / falsos temblores». ¿Dos patrias?, «¿o son una las dos?» Venezuela, viuda, pasa… Le siguen textos cuyos ejes están en la descolocación del lugar de origen, la extranjerización de la propia tierra, ahora en ruinas, que vio nacer al poeta. La secuencia está bien hilvanada, pues a la «patria viuda» le sigue el exilio: «Y aunque me vaya, aunque me escape lejos / este encierro siempre será mío». El viaje, lo sabe bien el poeta, «[...] es también, secretamente, un pacto con el olvido». Y atrás quedan los despojos, los restos que sólo la memoria puede recomponer, quizás de la mano de un epígrafe de La pell de brau, de Salvador Espriu, ese formidable libro escrito en pleno fran-

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quismo, símbolo de la lucha contra la dictadura. Estas dos primeras secciones del libro hacen del conjunto una propuesta profundamente actual, con una clara intención política y una afilada mirada crítica. Prácticamente no hay un poema o sección del libro que no esté acompañado de una dedicatoria a un poeta, o se entremezclen sugerencias intertextuales. Son numerosos los epígrafes que acompañan la lectura. Nunca como adorno o agradecimientos, sino como parte de la propuesta poética. Paratextos que producen una sensación polifónica y que alejan al libro de todo solipsismo o intento ermitaño. Acá no hay ni un asceta ni un eremita; es un poeta en diálogo con la tradición y también con sus contemporáneos. A Gutiérrez Plaza no lo seducen ni las abstracciones ni las metafísicas; sus preocupaciones son muy concretas y visibles, de gran sensorialidad. Poemas que se construyen no pocas veces con personas, seres humanos –y acá otro eje temático del libro– en su condición de marginados y excluidos. Pero no desde el empaque de una poesía «comprometida», sino a través de una afinidad, una empatía, una identificación con proscritos y humildes, con seres ignorados y anónimos: «Ésos, éstos, aquéllos, todos ellos también soy yo». El mutilado en el metro o la niña a la que le cae una rama congelada son extraídos del anonimato e integrados al libro. Una identificación que proviene de la conciencia de ser (el poeta) también humillado y marginado por una sociedad hostil. El amor es la energía que surge como condición para generar este hecho empático. Y despliega su expresión en el ámbito de la pareja, que surge como recuerdo, pero quizás también como invención y espacio lúdico: «El arte de este juego nace

de mezclar en una misma caja dos distintos rompecabezas». El lugar escogido para hablar de esto no es, por supuesto, la exaltación romántica. Fiel a su estilo, Gutiérrez Plaza elige un tono algo escéptico (el rigor es su marca y obsesión) en el que la melancolía se hace hueso (o cartílago): «Sobrevino, en su momento, el roce imprevisto, el agotado cansancio y la soledad», pero también el humor que se manifiesta en una carta que comienza así: «Mi muy estimada, querida, detestada ». Un cangrejo ermitaño es un crustáceo que utiliza conchas de caracol como vivienda nómade. Un animalito que busca blindarse para poder sobrevivir en la intemperie. La metáfora es potente. Remite al hogar, al exilio, a la fragilidad y a la cópula. «El poema se va haciendo a la par de su poética», dice Luis Miguel Isava en un texto sobre Amante, de Rafael Cadenas («Amante: Summa poética de Rafadel Cadenas», Revista Iberoamericana, 1994). Estas palabras de Isava nos ayudan a entender cómo la figura del objeto amado es también la corporeidad del poema, esa utopía de exactitud (y claridad) que se persigue a sabiendas de que no siempre se alcanza. El poeta entonces se resigna: «Uno, en verdad, hace lo que puede», que recuerda a aquel verso de Sánchez Peláez: «En la mayoría de los casos, uno no sabe nada». «Es cierto, hoy no sabes nada / con exactitud, / salvo que de uno a otro / amanecer suceden cosas». El tiempo transcurriendo: los hijos, con su carga de vida nueva y futuro, y los padres con su travesía hacia la muerte. El tiempo operando indefectiblemente: «ya pronto nos iremos sin decir adiós». Elegías como escenas soñadas para honrar la memoria amorosa familiar o también la de grandes

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poetas amigos: Eugenio Montejo, Juan Sánchez Peláez. Al primero le dedica uno de los poemas más singulares del conjunto, «Trastiempo», en el que se altera el orden de lo sucesivo y la realidad se conjuga transversalmente: «Hacia atrás avanzaré / persiguiendo una sombra, / tal vez la que seré, la que fue mía». Las palabras permiten imaginar ese trastiempo. Palabras: instrumentos vacilantes del significado. Siempre inestables y provisorias, vehículos de la incertidumbre a punto de precipitarse. Nada menos afín a esta poesía que las grandes metáforas. Sus herramientas son sobrias, discretas, engañosamente ponderadas. De ahí que Gutiérrez Plaza haya elegido también para sus títulos frases propias de una notaría o una institución sanitaria: Principios de contabilidad, Cuidados intensivos, Carta de renuncia. Palabras del trajín cotidiano, de los mundanales trámites. Su poesía abreva en el objetivismo y hace de lo cotidiano una misteriosa fenomenología. Como esos poemas de Francis Ponge en De parte de las cosas, donde la descripción de un simple objeto se convierte en toda una experiencia subjetiva.

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«Montaigne –amante también de la claridad, comenta Guillermo Sucre en otro texto («Prólogo a la presente edición», La máscara, la transparencia, El Estilete, 2016)– decía que a veces la manera de llegar a la claridad era aceptar la complejidad de la experiencia y su misterio». La poesía de Arturo Gutiérrez Plaza persigue una claridad que tiene que ver con la nitidez, la expresión llana y al mismo tiempo flexible (no el hueso de la palabra, su cartílago), jamás cándida ni ingenua, más bien perturbadora (e imperturbable, como dijo Fabio Morábito), en la que acepta esa complejidad de la experiencia, pero sin pretender doblegarla ni apoderarse de ella. La claridad es su atributo por abrir en medio del caos (el bosque, la anarquía, nuestra tragedia totalitaria) un espacio de penetración y discernimiento. El poeta como un cangrejo ermitaño que busca el refugio de la claridad, para proteger dentro de su luminoso cascarón el frágil cuerpo de la conciencia. Yo invito a leer este libro como lo hiciera Alejandro Rossi en el prólogo de su Manual del distraído: «Sin planes, sin pretensiones cósmicas, con amor al detalle».

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Ricardo Menéndez Salmón No entres dócilmente en esa noche quieta Seix Barral, Barcelona, 2020 192 páginas, 18.00 €

Elegía y expiación Por MARIO MARTÍN GIJÓN Aquel lamento que expresaba Ortega y Gasset sobre la falta de memorias y textos autobiográficos en España y que atribuía al peregrino argumento de que «el español siente la vida como un universal dolor de muelas» ha quedado sin vigencia ya desde hace muchos años. Muy al contrario: en la era de las redes sociales, de la intimidad expuesta (o extimité, en el término acuñado por Serge Tisseron), «los infinitos e irisados asteriscos de las vidas privadas» van camino de expulsar de la literatura a los seres propiamente ficticios, o a expulsar, pura y llanamente, la literatura. Más aún en España, país de gentes sociables y fáciles de enganchar a la última novedad, y que lidera tanto el consumo de redes sociales como (una cosa va con la otra) el consumo de noticias falsas y, casi siempre, poco literarias.

Hace poco, un ensayo de Vicente Luis Mora, La huida de la imaginación, se alzaba con el Premio de Ensayo Ciudad de Valencia. En dicha obra, el escritor cordobés realizaba un alegato a favor de la ficción y en contra de lo que él llamaba «la invasión de lo real no tratado estéticamente». Si algún pero podía ponérsele a ese ensayo, escrito con brío y sustentado en una amplia bibliografía, marca de la casa, es que apenas aducía ejemplos de la tendencia que criticaba, salvo los de Javier Cercas en el panorama patrio y los de Emmanuel Carrère y Karl Ove Knausgard entre los extranjeros. En la mente de todos, sin embargo, resonaban novelas como Ordesa, de Manuel Vilas o El dolor de los demás, de Miguel Ángel Hernández, ambas con gran éxito de crítica y público.

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Con su última obra, pudiera pensarse que Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971), un escritor notablemente discreto respecto a su persona, creador de personajes que ya han quedado para el acerbo común de la ficción (el sastre Kurt Crüwell, de La ofensa, el artista Prohaska en Medusa, el trío de adolescentes malditos que protagoniza Derrumbe) y que apenas se había permitido dosificar detalles autobiográficos mezclados con grandes dosis de ficción en figuras como la del escritor Bocanegra en La luz es más antigua que el amor, se habría subido al carro de esta moda autobiográfica. Si así fuera, el resultado es todo menos previsible, pues el autor asturiano, aunque atento a los flujos literarios actuales, siempre termina por llevarlos, cuando escribe, a un cauce tan estrecho como profundo, en contacto con sus obsesiones personales. Y así, si El Sistema, que surgió en un momento de auge de la novela distópica, era finalmente una reflexión sobre la soledad en un mundo hostil, No entres dócilmente en esa noche quieta es un ajuste de cuentas que el escritor se debía a sí mismo y, lejos de suponer un cambio de rumbo en su narrativa, todo parece indicar que quedará como un texto aislado y confesional, incómodo y a la vez iluminador sobre las motivaciones de un novelista que, suponemos, volverá en próximas obras a los goces de la ficción. Así lo deja entrever cuando declara: «Este libro no es una deuda. No es una vindicación. Ni siquiera es una ofrenda. Este libro es una necesidad, una figura que debo esculpir, un mármol al que debo arrancar el esclavo que lleva en su interior para librarme de él de una vez y poder continuar adelante». El libro trata del padre del escritor, alguien sobre el que confiesa haber querido escribir desde hace mucho pero para lo que CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

se vio cohibido por «un pudor obstinado, o la vergüenza de que mi padre pudiera leer lo que yo escribiera». Y la primera parte de la obra, titulada «El invisible», podría hacer pensar que otro motivo oculto bajo esa renuencia sería la visión nada halagüeña que da sobre su progenitor, visión con ribetes edípicos que es más la norma que la excepción en los textos clásicos sobre el tema. De La carta al padre de Franz Kafka, a Mi padre, de Eduardo Moga, lo raro es el escritor de fuste que hable bien de su padre. El desarrollo de la obra nos mostrará que la verdad es mucho más ambigua, alejada tanto de maniqueísmos como de idealizaciones sentimentales. El libro se articula en tres etapas, coincidentes con tres tramos claramente diferenciados de la vida del padre. Queda omitido, y esa ausencia es tan traumática como significativa, la etapa que acompañó a la primera infancia del autor, pues la narración arranca del infarto que sufrió su padre a los treinta y ocho años, cuando el autor, su único hijo, era un niño de once años. El primer acto, «El invisible», describe cómo ese infarto convirtió al padre en un inválido prematuro y atento a cualquier signo ominoso de su salud, obsesión que infectó a los otros dos miembros de su familia, su esposa y su hijo. La atmósfera sombría que a partir de entonces envolvió el hogar familiar, el culto a la enfermedad y al doliente, cubrió la infancia y juventud del hijo de una «angustia anticipada» que, confiesa, «nunca he perdonado a mi familia». Esa caída en la gravedad fue tan brusca que no sólo suprimió la despreocupación y jovialidad de los años anteriores, sino incluso su mero recuerdo en la mente de su hijo. Éste no se priva de reproches hacia su padre, empezando por haberle dado el mismo nombre, que para él siempre ha sido

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«una duplicación, un acto de pereza, el gesto de un conservadurismo que me repele», al que él, al ser a su vez padre, quiso oponerse dando a sus tres hijos nombres originales, legendarios o de sabor extranjero. Y sin embargo, como será la tónica del libro, al reproche sigue el reconocimiento, pues si la atmósfera enfermiza que reinó en la casa marcó su vida y mitigó los gozos de la niñez y adolescencia, el autor está convencido de que ello contribuyó a orientarlo hacia la literatura, de modo que «la enfermedad de mi padre me reveló, mediante algún proceso aún no del todo transparente, el camino hacia la escritura». En esta frase queda patente uno de los rasgos más valiosos del libro: su carácter de búsqueda y tanteo en las tinieblas de lo más cercano y a la vez inexpugnable, como son las personas de nuestra familia. En el caso de Menéndez Salmón, esta experiencia lo llevó a estar «convencido de que el escritor es el enfermo por antonomasia, y la literatura, una forma de enfermedad en sí misma». Desde el punto de vista del crítico, uno reconoce asimismo una vinculación entre la obsesión con el mal de su narración y la experiencia de ese otro mal, la enfermedad que marcó su vida. Ello se conjugó con su orientación hacia la filosofía, la carrera que estudió, y que seguramente no hubiera atraído su atención de no ser por el continuo pensamiento de la muerte que, por la precaria salud del padre, sobrevoló sus años previos. Aparte de otra influencia, más obvia, que el autor ha señalado alguna vez en público y que es evidente para cualquier lector de sus novelas, como es que «la relación entre padre e hijo recorre mis libros como un calambre». El segundo tramo, «Los venenos», deriva hacia lo inesperado: cómo un superviviente de la muerte, alguien a quien su hijo

veía como «un resucitado» cayó en el alcoholismo más penoso e inesperado. Como dice el autor, en esa mezcla de sinceridad compungida y distancia para ver su historia personal como una historia más, «el alcohol había propiciado un giro dramático». Cualquiera que haya tenido un familiar con esa dependencia entiende y reconoce la dificultad compungida que trasluce el autor al enfrentarse «a la asunción de una herida profunda y a la elucidación de una pena sin fondo». Y para ello debe levantar el «cordón sanitario» que reconoce haber impuesto sobre esa época en la que su padre se sumió en el desamparo y en el absurdo, despertando el deseo ineludible de emanciparse del hogar, en un rapto de egoísmo y sentido de conservación pues «me sentía viejo a los veinte años, con una década ominosa a mi espalda levantada sobre enfermedades ficticias, un ambiente siniestro por su tristeza, el disparate narrativo del alcohol». Claro que el alejamiento del padre es siempre ficticio, y el autor reproducirá en un espejo convexo la dependencia del padre con su adicción a fármacos como las benzodiacepinas. La tercera parte, «La resistencia», aborda la tercera enfermedad del padre, un tumor maligno. Ironías frecuentes en la vida, el día en que lo operaron para extirpárselo, en una operación cuyas probabilidades de éxito los mismos médicos valoraban como muy bajas, fue el mismo día que Ricardo Menéndez Salmón recibía los primeros ejemplares de La ofensa, el libro que lo lanzó a la fama. Será la tónica de este capítulo: mientras el padre se retraía en el hogar para cuidar de su maltrecha salud, «encerrado en su pena, en su vida de nuevo fragmentada por la enfermedad», el hijo se lanzaba a los placeres del reconocimiento y el

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halago, en una época de frenesí («sesenta meses de efervescencia») en la que el autor reconoce que el éxito se le subió a la cabeza de modo que, retrospectivamente, tiene la sensación de que «las cosas no me hubieran sucedido a mí, sino a un impostor que se hubiera adueñado de mi identidad». Con notable sinceridad, lejos de identificarse con el espejismo propiciado por el marketing editorial, por una vida literaria construida por «un mercado mercenario y una crítica holgazana», el autor desprecia ese género de vanidades que fomenta «el papa-

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natismo» y narra su vuelta al hogar como la del hijo pródigo. Si para algo sirvió esa época de fama fue para que su padre, archivero de cada mención periodística de su hijo, ocupara sus días y endulzara sus últimos años. En el epílogo, «Estrellas y tumbas», ya tras la muerte del padre, el autor se encuentra en un paraje de la sierra del Sueve, lugar idílico de esa infancia que olvidó y que recupera, con una anagnórisis final en un libro que no teme a la emoción y que desvela, sin duda, la genealogía de los temas y estilo de la obra ficcional de Menéndez Salmón.

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José Andújar Almansa y Antonio Lafarque La exactitud del latido. Diario de un poeta recién casado cien años después Centro Cultural Generación del 27, Málaga, 2019

Diario de un poeta recién casado cumple cien años Por ÁLVARO VALVERDE Para conmemorar el primer centenario de la publicación del libro Diario de un poeta recién casado, de Juan Ramón Jiménez, José Andújar Almansa y Antonio Lafarque coordinaron en 2017 un ciclo de conferencias en el que participaron Andrés Trapiello, Luis García Montero, Ana Merino, Juan Antonio González Iglesias, Jaime Siles, Ada Salas, Antonio Rivero Taravillo y Felipe Benítez Reyes. Dos años después, sus charlas (salvo la del primero) se reunieron en el volumen que ahora reseñamos, número 27 de la colección de Estudios del 27 (del Centro Cultural Generación del 27 de la Diputación de Málaga), volumen que contiene, además, otros trece artículos sobre ese mismo asunto. Dice Jaime Siles que «revisar un libro a los cien años de su publicación es una prue-

ba que muy pocos son capaces de soportar». No le falta razón. De lo mucho que ha dado de sí esa revisión dan buena cuenta los textos escritos por este significativo puñado de poetas de las últimas generaciones. El logro, ya digo, veinte enjundiosas lecturas y un poema, firmado por Joan Margarit. Antes, dos prólogos necesarios. De los editores. Lafarque abre el suyo con una cita del «Ítaca» de Cavafis. Empieza por el principio, esto es, por el viaje que dio lugar al libro. Por Madrid, Atocha, enero de 1916. Luego, Cádiz, con escala en su natal Moguer, y New York (como escribe JRJ), donde le espera su futura esposa, Zenobia Camprubí. Y al año siguiente, el Diario. Un punto y aparte tanto en su obra como en la de los poetas que habrán de sucederle. Alude a la «geografía interior», el verdadero paisaje del Diario. Recuerda lo

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que tantos otros mencionan, aquella confesión a Gullón: «Lo creo mi mejor libro». Copia un aforismo juanramoniano: «Hay un momento en que el pasado es porvenir. Ése es mi instante». Y habla del mar, novedad para un poeta de jardines. Andújar, por su parte, menciona otra pertinente sentencia del maestro: «He cortado el cordón de mi memoria del ombligo del pasado». Se refiere a la «geografía de la imaginación» y al carácter fragmentario del empeño (lo que no deja de ser llamativo en un poeta tan unitario como JRJ, como extraño resulta que, en rigor, no lo corrigiera nunca), y a cómo el poema se convierte en ficción y cómo se fabrica una subjetividad. Éste, así lo calificó su autor, es un «diario poético». Todo es distancia, «otredad», «alteridad». JRJ «decide inventarse». Por medio, un Nuevo Mundo y una mujer. Afirma Andújar que el Diario «acabó transformando la sintaxis poética en español». Subraya los caminos que abre. A él y a los que le siguieron («Resulta nuestro semejante, nuestro contemporáneo»). Lo define como la «crónica de una aventura estética». Se detiene después en su visión de la ciudad de Nueva York: «hay un choque entre la biografía del poeta y la biografía de la ciudad». No olvida la presencia del inglés en prosas y versos, la influencia de los nuevos poetas norteamericanos y su acercamiento a las «poéticas del habla coloquial» (se trata «de decir la verdad sencillamente, la mayor verdad y del modo más claro posible y más directo»), la aparición del humor y la ironía, que está en el origen de la «mejor vanguardia», que anticipa el Nueva York de Lorca, que aúna muchos géneros, que «acepta una poética del apunte», a favor de «una escritura que dice pero no agota todo lo que podría decir». JRJ abandona la «melancolía simbolista» y esCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

trena un «vitalismo intelectual» que propiciará lo mejor de su obra. En lo que respecta a las lecturas, abre fuego Luis Muñoz, quien, entre otras cosas (es imposible referirse a todo lo que cada ponente expone), relata su aventura escénica con José Luis Gómez a partir del Diario, apunta la crisis creativa que aqueja al poeta (tentado de pasarse a la prosa), a su «prisa lenta» y al decisivo encuentro con América: el extranjero. «Después del viaje, JRJ es otro», como su voz poética, anota. Antonio Deltoro confiesa que su ajado ejemplar del Diario le acompaña a todas partes. Dice de él que una «obra maestra lírica», «un prodigio», «vivaz y diverso». Que lo dejó «en un punto de eternidad apoyado y aéreo». Que cumple con su aforismo: «El arte puede ser muy rápido, a condición de que sea muy lento». «Escrito en apenas unos meses, el Diario es eterno y estos primeros cien años son un instante». Luis García Montero se fija en el «anticlericalismo del poeta». Y en los cementerios, que tanto abundan. Se ratifica, mirándose en el espejo de JRJ, en que «somos nuestra propia ficción, nuestra realidad única». «Se trata de inventarse a uno mismo». «Crecer por dentro, ésa fue la tarea asumida». Más hondo. Subraya el «deseo de sencillez». Habla de «esteticismo intelectual» y recuerda que para Ortega era un «libro metafísico». Se detiene luego en el objeto de su libro El velero bergantín y la anécdota de los baúles mojados tras el viaje de vuelta en el Montevideo. Es «un libro para poetas», concluye. Jorge Gimeno opta por el desenfado (sin desatender el rigor). Su texto es incluso divertido: «Juan Ramón siempre va a lo grande». Porque ha encontrado por fin la poesía verdadera, lo califica de «recienpoeta». Justifica que no lo tocara ya más porque se

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dio cuenta de que el libro mejoraba con el tiempo. Ana Merino, en tono feminista, retrata a un JRJ depresivo, hipocondriaco, miedoso, melancólico… Usuario de sanatorios. Pero todo eso cambia gracias a Zenobia, a quien dedica por completo su disertación. «El territorio del amor es Zenobia. La inteligencia real es Zenobia». Algo que Trapiello, recalca, no entendió. Juan Andrés García Román defiende al JRJ último. El de Espacio o Lírica de una Atlántida. El de «la idea del obstáculo». Es «enfermizamente platónico», dice. Y que el Diario («auténtico cajón de sastre») «no parece estar terminado». Antonio Rivero Taravillo, casado con una familiar de Guerrero Ruíz, declara: «Yo nací a la poesía con Juan Ramón Jiménez». Habla de «cielomar» y de «marcielo». Cree que el Diario es «una suerte de cuaderno bitácora lírico, de blog de un poeta de 1916». Allí, «lo alto profundo». En su lúcido artículo, Abraham Gragera considera a JRJ un gran poeta («una literatura», como dijera Borges de Quevedo), porque de lo íntimo y personal va a lo arquetípico y universal. El Diario (un «libro complejo», «un viaje iniciático») es «semilla» de lo que vendrá después. Un «punto de inflexión de la poesía española» y «principio del resto de la obra juanramoniana». Destaca su «honestidad» y su ironía. Su «unicidad» frente a la «uniformidad». Cree, con acierto, que el de su poesía «no es ni se parece al lenguaje que utilizamos para entendernos en nuestra vida cotidiana». Darío Jaramillo Agudelo asevera sobre el Diario que «ya todo está escrito sobre este libro», lo que su lectura y todas las demás desmienten. «Todavía es legible», dice, y que no habla de la guerra (la primera mun-

dial). Recuerda lo que le dijo al citado Guerrero Ruíz: «Debemos escribir como se habla, de una manera clara, levada, natural», algo que no abunda (estoy con García Román) en el libro. Destaca, en fin, el uso de los colores. Juan Antonio González Iglesias (que escribe uno de los mejores textos del conjunto) recalca la «coincidencia perfecta entre la intuición y el acontecimiento». El Diario es «una consagración de la boda» y «un gran poema». Añade que el inglés se convierte en «su idiolecto». Compara el poema V con Animula, vagula, blandula de Adriano (nos da de paso su preciosa traducción) y se pregunta si JRJ lo tuvo presente. Señala la preferencia juanramoniana por «la lírica de los nortes». Se fija en el término «imperio». Considera al libro un salto «en cámara lenta» hacia la universalidad. Como buen comparatista, recala luego en Darío, en Neruda, en Machado, en Atencia y en Dickinson. Con la poeta estadounidense (a la que JRJ traduce en el Diario) coincide en el uso de un «vocabulario adrianeo». Josep M. Rodríguez recala en Moguer, rememora versos de Yeats, Auden, Mallarmé o Edgar Lee Masters. También menciona a los poetas ultramarinos de la costa este. Reflexiona, al cabo, sobre la muerte. Ada Salas piensa que estamos ante un «libro sagrado» (lo entrecomilla). Se remonta a los su adolescencia que, como en tantos, está asociada a la poesía de JRJ. Se centra en «lo que aprendí» de ella. Y allí, la pintura. El color. Y lo «machadiano». «La oceanografía del tedio». Con Paz, cree en la fatalidad de quien escribe porque «no tiene más remedio». Ni relato ni reflexión: «Impresiones, sensaciones, emociones: he aquí el poema». JRJ estaba «dispuesto a ver», que es también oír.

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Alberto Santamaría manifiesta que estamos ante «un viaje en busca de la página en blanco». Opina que «necesitamos urgentemente leer mal de una vez por todas a JRJ». Y que «escribir es en realidad des-escribir, borrar el rastro de todo lo que es estable». Nombra al vacío, a lo blanco. Jaime Siles compone un erudito y extenso ensayo. En el principio, con Schlegel, lo clásico, definido por su «inagotabilidad». Por eso hay que «definirlo», no «analizarlo». Y lo describe. Desde fuera. Desde la tradición. Alude a un «yo transhumante», «extrañado», «dislocado por la nueva realidad». Lo considera un libro «refundacional». Con él empieza a ser JRJ un «escritor consciente» (en palabras de Valéry). En verdad es su «primer libro», en «sentido estético». Cita reseñas de la época. Se detiene en el paso del jardín al mar, dos metáforas o símbolos que lo definen. Estima que «ensaya y alcanza una nueva manera de mirar». Y de «nominar». No olvida su «aparente pero compleja sencillez». Con el Diario «cambia el concepto mismo de obra, porque cambia el concepto mismo de persona». Es el diario «de una resurrección» y «una crisis del verso». Deja de ser un poeta modernista y se convierte en un poeta moderno. Va hacia el «desnudamiento». A la perfección por la sencillez. Prefiere ser, dice Siles, «poesía a poeta». Este «solo poema largo» es un «viaje del alma». Juan Marqués lo califica de «libro bisagra», de «una maravilla de subjetividad que se hace universal». Aprecia que JRJ «refunde simbólicamente la ciudad de Nueva York» y que la suya es «poesía imperecedera». Lorenzo Oliván, ya que lo mencionamos, enumera otros dos Nueva York: el de Lorca y el de Hierro. Cada cual lo es a su modo. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

El de JRJ es «de paso». El del «mundo del instante», pero que «permanece». Al revés que el de Darío, el suyo es un «viaje inverso». Hacia América. Atiende, por fin, a lo que hay en él de amor y mar. Luis Bagué Quílez vuelve a la ciudad de los rascacielos y a lo que tiene de «laboratorio óptico». Antes que Lorca, JRJ «ya había sido poeta en Nueva York». Lo «escucha “con los ojos”». Analiza después «Retrato de niño (atribuido a Velázquez)», un cuadro que cuelga en el Metropolitan. Marta Agudo escribe el texto más breve. Cree que el poeta ha sabido captar el movimiento del mar. Sólo Cernuda Recuerda que dijo: «Yo he renovado siempre mi poesía cuando estoy en alta mar». Relaciona Diario con Espacio, «extenso poema fluyente». Felipe Benítez Reyes, con la gracia que le caracteriza (y no me refiero sólo a su sentido del humor), ofrece una lectura tan singular como certera. La más acorde, permítanme la confidencia, con mi propia opinión respecto a Juan Ramón Jiménez y a su Diario. El de Rota empieza por el admirado poeta (un «Minotauro desconcertado y perdido en su laberinto», un poeta «saturado de poesía», «un excepcional poeta menor con complejo napoleónico de gran poeta» con agravante de «egolatría») y por su obra (un «caleidoscopio en movimiento perpetuo»). Un hombre en busca de su «ideal de perfección». Califica su lectura de «desconcertante». No acepta ni su autenticidad ni su sinceridad. Cuenta, como LGM, la historia de los baúles presuntamente empapados. Es, dice, un «libro híbrido» («menos unitario que acumulativo») con poemas «esencialmente verbalistas». Una «suma aleatoria de ocurrencias» que entona «al modo decimonónico». «El discurso parece flotar

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en un vacío retórico». Coincide en su juicio con Cernuda. Termina: «¿El Cansado de su Nombre? El Casado, más bien, con su nombre». José Luis Gómez Toré se pregunta dónde está Zenobia. Habla de la «construcción» de una «conciencia». JRJ se nos muestra como «una presencia esquiva». Es tal vez su libro «más impuro». Se refiere al verso libre, a lo poético y lo prosaico, a la poesía popular como lastre, a Nueva York… Lo más valioso: «lo que tiene de búsqueda, de camino interior». Y de «interrogarse […] sobre la propia naturaleza de la escritura y del

yo que escribe. Resalta su «empeño de ver, una estética de la atención que se me antoja envidiable en estos tiempos de grandes distraídos». Nombra «el estupor del instante». El poema «La soledat del mar / La soledad del mar», del catalán Margarit, cierra este inagotable volumen. En él, «El fascinant hivern de l’animal de fons». Ya se ve que, como confesó JRJ a Ricardo Gullón, el Diario «había sido mal leído». Uno se pregunta si después de leer estos dos centenares de páginas seguiría pensando lo mismo.

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Juan Antonio Masoliver Ródenas Desde mi celda. Memorias Acantilado, Barcelona, 2019 296 páginas, 20.00 €

Ventanas al mar: Masoliver Ródenas en sus memorias Por JULIO CÉSAR GALÁN Desde hace unos años vivimos la epigonalidad de la autoficción, vía literaria que ha dado grandes frutos pero que se podía haber denominado, en la mayoría de los casos, memorias o autobiografías (a veces, cambiar el término, no implica que cambie nada). Juan Antonio Masoliver Ródenas, en Desde mi celda, se ciñe al género de las memorias, el cual posee una larga tradición en nuestro país, pongamos como ejemplos cercanos, Corpus Barga, Carlos Barral o Rafael Alberti. En su caso y desde una panorámica general, establece una ruta cognoscitiva que va desde sí mismo a los demás, sobre todo, hacia los otros, principalmente, en el lado de la amistad (en sus múltiples estados), en quienes se va dando razón de ser a las vitales avenidas pateadas. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

Como obra de madurez, estas memorias hacen repaso de la primera persona, una recapitulación de recuerdos, emociones, pensamientos y sentires que componen ese amasijo que llamamos vida. El relato está escrito desde una traza retrospectiva que escruta los asideros capitales. Un viaje por lo que fue con sus trabajos y sus días, con los reflejos ilusorios y con las imágenes que escapan (y quieren retenerse), con sus creencias ya estables y con sus despedidas definitivas… Para ello, se establecen diversos marcos discursivos que van desde lo interpretativo en cuanto a las experiencias valiosas (marcas a fuego de urbes como Ciudad de México o Londres, así como de amigos que hacen la educación sentimental e intelectual), pasando por modos reflexivos sobre la propia memoria o la escritura

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(si una puede separarse de la otra), hasta lo poético. Todos estos asuntos representan pequeños modos de salvación, realidades que se forjan con permiso del olvido, tránsitos que se hacen para llegar a uno mismo. Repaso los primeros subrayados de Desde mi celda: «[…] no puedo distinguir lo que vi en mi infancia de lo que escuché». Y al revisar estos trazos subterráneos que señalan la forma de una lámina cristalina, vamos situando al autor y su narrativa, a sus conexiones estimulantes (los pechos y el licor, por ejemplo) y a sus lecciones de vida (como aquella de los paseos por la naturaleza), o a los análisis que certifican algunas certezas y otras tantas preguntas, ahí está el borrón progresivo de los nombres propios. Todo ello sin el certificado de las fechas o de la habitual progresión (las digresiones son numerosas y compensan). Este memorialismo funciona como círculos concéntricos que cuando se forman, van entrecruzándose («Nada es definitivo»); buscando ese sentido de vida, desplegando aún ese viaje por la infancia o la adolescencia; juntando los fragmentos de madurez primigenia… Juan Antonio Masoliver Ródenas traza a lo largo de toda esta memoria un modo de entenderse con la mirada puesta en aquellos tactos, en aquellas presencias. Y así nos hace pasar por una galería de espejos en donde desfila la niñez con sus claroscuros, la adolescencia a modo de hacedora de invenciones y significados, la madurez con sus confirmaciones y sus vaivenes o la vejez en su forja de retiros y lucidez. En unas memorias, uno refleja sus asideros y éstos, en el escritor barcelonés, se determinan, desde un inicio, por medio de asuntos como la amistad, la escritura, el ambiente familiar, el contexto literario o los viajes. Un recorrido múltiple, ya sea lineal, en zigzag o en rizoma, que nos conduce a vivencias sobre la pasión por ese modo de

convertir –parafraseando al propio Masoliver– las letras y las imágenes en cosas (la lectura); conversaciones que alimentan tanto como los libros; o reflexiones sobre esa otra manera de lectura que es la crítica, tales como el respeto al lector, el rigor y el autodidactismo. En ese camino encontramos bifurcaciones como el humor, el cual se desenvuelve para exorcizar lastres, seriedades y mentiras; y la propia meditación sobre las memorias: «[...] No sé cuánto hay allí de invención, porque los recuerdos suelen confundirse con la imaginación y narramos –también aquí, claro está– no lo que ocurrió sino lo que deseamos que hubiese ocurrido [...]». La mirada se vuelve atrás, pero sin melancolía, reviviendo –en mí– aquel verso de su poemario, Paraíso a ciegas: «¡Es tan dulce / todo lo que nos lleva al desengaño!». Versos que definen con bastante acierto, según mi parecer, estas bios tan vividas. Otras bifurcaciones se manifiestan en el enlace del mencionado contexto literario y la amistad; en ocasiones, como corredor de fantasmas y sombras que dibujan diversos despojamientos, naufragios y transiciones. Pero, también, desde el rostro reconocido y la plenitud nuclear de los repasos temporales. Amistades que se van, que vuelven, que queman recuerdos y se van con ellos, que se afianzan y se hacen cada vez más luminosas. En unión con esta veta vital se entrecruza larga y, sobre todo, inicialmente la familia. De este ámbito se nos aporta, como de casi todo, una visión poliédrica en su forma de cobijo contra la tormenta, unas veces; otras, en imagen de confrontaciones que deben superarse o de un hablar de ellos desde sí mismo. En fin, círculos concéntricos que amplían la visión, mezclas de la realidad exterior e interior. Pasaje tras pasaje, vemos el predominio de la reflexión sobre las propias soledades (y las ajenas) y sobre las pequeñas obsesiones,

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esas representaciones enlazadas con una serie de símbolos, con sus consiguientes evocaciones y sugerencias que se concretan en el paso de las palabras y los días. Mixtura de realidades que van apareciendo conforme avanza el diálogo con el que va por dentro, entre esos entornos pasados y presentes (Masnou), entre la vejez y la juventud (principalmente), entre España y sus males, entre el texto y los contextos literarios. Pero más allá de lo externo, unas memorias son un autorretrato y José Antonio Masoliver Ródenas lo perfila con precisión y escepticismo, con algunos destellos de ironía y sarcasmo, con crudeza y ternura: la vida por el piso de Rambla Catalunya, los abusos sexuales (ya relatados en La inocencia lesionada), la docencia acorde a una vocación progresiva y frugal, el amor con Sònia (y otros que son todo el amor), la escritura igual que una forma de ser en el mundo, la vida retirada y rural (su celda) en su perfil de territorio interior. Un resumen y ¿una despedida? Pudiera ser, así lo ha proyectado el autor en lo futurible. Esperemos que no sea el punto final y que inaugure más poemas de frontera, más narrativa esplendida y más crítica como la de Libertades enlazadas sobre literatura mexicana o Voces contemporáneas sobre algunos narradores de las últimas décadas del siglo xx. La recuperación del pasado, en Masoliver Ródenas resulta una cuestión nuclear en su obra literaria, ahí tenemos ejemplos como el de 2002 con el poemario titulado La memoria sin tregua; y siempre se agradece que no haya esa pátina de melancolía quejumbrosa, ni se vaya a pasadas tierras arcádicas, ni tampoco se edulcore lo narrado pasajero. El tiempo detenido de esta escritura se concreta en un flujo personal «desenvuelto a la vez que reservado y displicente, atractivo, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

ambicioso y descreído a un mismo tiempo», como comentaba José Manuel Benítez Ariza en relación con Desde mi celda. Relojes parados en cristales fluyentes: lo voluble del recuerdo junta lo real y lo irreal, lo ficticio y lo verdadero. Consumar la experiencia de la memoria e ir reescribiendo el origen para poder llegar a donde se quiso huir. ¿Contradicciones? Sí, Masoliver Ródenas no rehúye tampoco ninguna clase de tiranteces y sus extremos (particiones de una identidad hasta llegar a sus antagonismos), cuestión que nos gratifica ante tan literatura empalagosa, mansa y cursi. El lector debe buscar esas puntas, tiene que hacerse con ella, merece la pena buscar y encontrar los destellos reflexivos de estas memorias. Por mi parte, tan sólo puedo decir, desde la invitación hacia otros lares, que este hecho también se oficia de otra manera en Retiro lo escrito, Beatriz Miami y La puerta del inglés; narrativa que busca asimismo la ricordanza, en su modo de fragmento y diario: construcciones del yo que reflejan las diferentes travesías de su existencia. En estas memorias de Desde mi celda, el lector no encontrará mitificaciones de la infancia o la juventud, tampoco pagos o gratificaciones a diestro y siniestro, lo que podrá hallar son preguntas indirectas con las que yo me he topado, por ejemplo: Cuando se terminan de escribir unas memorias ¿ya se ha dilucidado aquello que era invención de lo verdadero? Y a raíz de este interrogante, surgen otras cuestiones (algunas dudas): ¿serán una mezcla de manifestación memorialística y ficción en sazón? Y al intentar responderme, llegan estos versos de Masoliver Ródenas en oportuno recordatorio y cierre: «El tiempo que se fue / no es pasado, / sino presente en ruinas, / dolor acumulado, / en las simas de la existencia».

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Ednodio Quintero Cuentos salvajes Atalanta, Girona, 2019 540 páginas, 27.00 €

Los modos del cazador solitario Por JUAN ÁNGEL JURISTO En «El corazón ajeno», uno de los relatos más afamados de Ednodio Quintero (Las Mesitas, Trujillo, Venezuela, 1947) leemos: «Como en las matrioskas, esas muñecas rusas que van encajando entre sí hasta que todas quedan ocultas por la mayor, un relato encierra siempre, bajo la fachada atractiva de su argumento, otras historias, de las cuales algunas veces ni siquiera el autor es a veces consciente. Anoto esta observación, poco original…». Me he permitido comenzar esta reseña sobre la edición española de los relatos completos de este casi desconocido autor entre nosotros, que sigue fielmente la edición de los Cuentos Completos de la editorial caraqueña El Estilete, publicados en 2017, con una cita, lo que en principio es inquietante porque puede llevar a suponer al lector que se va a

topar con algo de contenido más que académico. No hay tal: la cita resume a la perfección el modo de contar historias de este autor que ha escrito algunos de los cuentos más bellos que me ha sido dado leer en la literatura en español de los últimos años. Ednodio Quintero es un escritor de múltiples vocaciones y, amén de consumado japonólogo, posee además, suponemos como complemento, una colección estupenda de muñecas japonesas; está convencido de que en su cara hay rastros de la raza de esa isla oriental, que le ha llevado a traducir, en colaboración con Ryukichi Terao, Historia de la mujer convertida en mono: siete cuentos japoneses; La gata, Shozo y sus dos mujeres, de Yunichiro Tanizaki; y El mago: trece cuentos japoneses, de Ryunosuke Akutagawa (un total, según confesión suya, de

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catorce escritores japoneses para las editoriales Seix Barral y Candaya). Guionista cinematográfico, ensayista y novelista de redonda medida con títulos como La danza del jaguar, novela muy celebrada cuando se publicó en 1991, El rey de las ratas, Lección de física, Mariana y los comanches, El hijo de Gengis Khan, El amor es más frío que la muerte... es un consumado escritor de cuentos, lo que es mucho decir en un continente que ha dado, no sólo a los venezolanos Rómulo Gallegos y Antonieta Madrid, sino a la estirpe de, por citar algunos a bote pronto y que son escritores muy queridos por Ednodio Quintero, Horacio Quiroga, Juan Rulfo (el autor mexicano le llamó una vez por teléfono y le dijo «maestro Quintero», sobran comentarios), Juan José Arreola, Julio Cortázar, Jorge Luís Borges, Augusto Monterroso, Juan Carlos Onetti... la lista es gloriosa. A Ednodio Quintero le fascinan pocos autores, pero estos pocos son amados con intensidad y profundidad: desde luego Samuel Beckett, de quien ha tomado más de un hálito de sus estructuras y modos de abordar el absurdo; de Julio Córtázar y de Jorge Luís Borges, a quienes le ha bastado con admirarlos; Quintero siempre manifestó esa sensación de asistir a algo maravilloso cuando leyó por primera vez «Las ruinas circulares» de Borges; desde luego, de El Quijote, libro del que nunca se ha desprendido desde que lo leyó por primera vez, de una sentada, y que tengo para mí que está en la base de los personajes solitarios que habitan todos sus relatos y, last but not least, si hay un género por el que sienta debilidad es el western, en cuya fascinación no está alejado el ejemplo del mismísimo Alonso Quijano. A este respecto bastaría entender la justeza de análisis de aquella temCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

prana Teoría de la novela, del joven Giorgy Lukács, un ensayo clave en la crítica literaria publicado en 1916 y que establecía en términos hegelianos de lo general y lo concreto para caracterizar modos semejantes y diferenciadores entre arte dramático y arte épico para explicar el origen de la novela moderna, personificada en el «héroe problemático» cuyo representante esencial era don Quijote. Esta problemática, de la que Lukács entreveía ya su decadencia en los primeros años del siglo xx, pasó luego al cinematógrafo, sobre todo a los géneros del thriller y del western, ya en los años treinta, una premonición del que el ya maduro y estalinista Lukács renegaría años después por considerar que aquella obra suya sólo describía el ambiente habido en los años de entreguerras. En cualquier caso ese concepto de «héroe problemático» tuvo el acierto de unir la tragedia griega con la novela moderna por conducto de Cervantes y, añadimos nosotros, hacer que desembocara en el siglo xx en el arte narrativo y dramático que le es sustancial, el cinematógrafo. Género dramático y épico se unen en el western, pues, y si atendemos a los cuentos que nos ocupan, no es de extrañar que su autor, Ednodio Quintero, admire la obra de Cervantes y el género del western por igual: los personajes de sus relatos poseen esa obsesiva voluntad de sobrevivir por encima de cualquier dificultad, suelen enfrentarse, solitarios y, como mucho, acompañado de la imagen de la amada, Dulcinea da para mucho, a desastres de todo tipo, ante todo de las complejidades del carácter y de la personalidad en un mundo el que nos sentimos extraños en parte, al fin y al cabo estamos en nuestro tiempo, y donde la lucha sigue, sin embargo, siendo quimérica, a pesar de nuestro cinismo, o precisamente por ello mismo. Al

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fin y al cabo ese es parte del atractivo que poseen muchos personajes del género del thriller. Atractivo del que participan largamente esos yoes de los cuentos de Ednodio Quintero. Y digo yoes porque, salvo casos contados, los relatos están escritos en primera persona indefectiblemente, técnica que, según el propio autor, intensifica las sensaciones que se trasmite al lector. La atmósfera de los relatos es única, fácilmente reconocible, por truculenta, inquietante. No es de extrañar: Quintero recuerda aún como una experiencia traumatizante el día en que en el colegio en Barinas le robaron un bolígrafo Paper Mate. De recuerdos así, es decir, de esa sensibilidad capaz de recordar un suceso banal como experiencia esencial en una vida, es de lo que se alimentan los relatos de Quintero. Hay un relato titulado «Billy, el zurdo», que pertenece a Volveré a mis perros, que refleja muy bien esa sensibilidad a través de la atmósfera del western, mediante la asunción de una venganza y la fuerza ciega del destino que posee la fatalidad de un cuento oriental, podría pertenecer a Las mil y una noches, eso de la muerte esperándote en la siguiente ciudad, o de un cuento chino o japonés. En cualquier caso, truculencias que tienen que ver mucho con la pura supervivencia, y no sólo física, antes bien, no es ésta el elemento más importante que condiciona el desarrollo del cuento… Hay que decir que esta atmósfera se resuelve en una inquietud que asalta al lector como una picazón y que, a veces, sobre todo los primeros relatos, debían mucho al ejemplo de sus maestros, desde Rulfo a Arreola pasando por Borges y Cortázar, y que, además, sus finales tenían mucho de previsibles por ese obligado artificio, por suerte algo olvidado hoy día, y muy presente en el relato latinoamericano,

de que un cuento tenía que acabar sorprendiendo al lector, de una u otra manera. Por ejemplo, «La muerte viaja a caballo», «Gallo pinto» o «Un suicida», de Primeras historias, donde la sorpresa que aguarda al lector tiene algo de fallido porque éste adivina el final casi desde el inicio del relato. Quintero reconoce que esas primeras historias tenían algo de improvisadas y que no fue hasta La danza del jaguar, de 1991, cuando consiguió su tono exacto como escritor, cuando se hizo con un estilo propio ya que el mundo que describe estaba ya prácticamente hecho desde aquellos primeros relatos, algo realmente sorprendente. La infancia, aquí, es fundamental y el paisaje que se describe en estos relatos, los olores, la manera de encarar al paisanaje mismo tienen que ver con aquellas experiencias en su vida de niño en pueblos diminutos alrededor de Trujillo, sus estudios de bachillerato en Barinas y, luego, de vuelta a la aldea, la experiencia del descubrimiento de los vastos mundos de la literatura gracias a la biblioteca que poseía su tío: la lectura de William Faulkner, por ejemplo, del que no entendió nada pero que le fascinó, y luego Kafka, Borges, Cortázar, Edgar Allan Poe... Esa experiencia de la aldea abraza prácticamente todos los relatos de Quintero, y hay una característica común en casi todos ellos: la de la trascendencia hacia otros lados que les acontece a sus personajes. Ese más allá inasequible pero que es el motor que impulsa las acciones de sus personajes tiene mucho que ver con las fantasmagorías caballerescas de Alonso Quijano, producto de sus lecturas, pero también con los contradictorios mundos en que se mueve el autor. Residente en Mérida, donde confiesa que ha tenido que aprender a hacer pan debido a las restricciones en que vive su país

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bajo el mandato de Maduro, reconoce que lo que gusta es vivir en grandes ciudades, como Londres, París o Nueva York... o Tokio, sobre todo, Tokio. Y mientras sabe que ése es su anhelo, sigue en Mérida rodeado de muñecas japonesas y sus trescientos treinta libros de literatura nipona, imaginando relatos donde el tema del viaje es fundamental en el desarrollo de los mismos: Quintero es, así, uno más de los personajes de sus relatos, no el único, y no hace falta que se camufle en máscaras inapropiadas. De ahí quizá también otra de las razones del uso de la primera persona. Los relatos contenidos en este volumen abarcan la totalidad de la vida como escritor de Ednodio Quintero, pues se inició como hacedor de cuentos en sus inicios literarios y no ha dejado de practicar el género. De la lectura de los mismos, se desprende una implacable coherencia de un mundo forjado ya en la infancia pero que ha ido perfeccionando con el tiempo hasta alcanzar cotas extraordinarias en libros como La línea de la vida, Soledades o El corazón ajeno. De todos los relatos contenidos en este volumen reconozco mi predilección por algunos como «Cabeza de cabra», donde el desarrollo del relato se divide en dos personajes que se entremezclan, el del asesino y su víctima, haciendo de este cuento algo

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extraordinario por la fineza extrema de ese entreverado y el modo en que está resuelto; desde luego, «Orfeo», correspondiente a Soledades, que recrea el mito del encantador de animales y la bajada a los Infiernos con una ausente Eurídice; también «Rosa mística», del libro Uniones, que es un relato donde el desdoblamiento del protagonista en heterosexual y homosexual lleva a pensar en las raras alturas de personajes semejantes como Séraphita en la novela de Balzac o el Orlando de la novela del mismo título de Virginia Woolf; o, finalmente, «El corazón ajeno», un relato enorme en su extensión si tenemos en cuenta que la mayoría de los cuentos de Ednodio Quintero no sobrepasan las tres o cuatro páginas, si acaso. El personaje del relato es uno de los mejor resueltos de los contenidos en el volumen. Y eso es mucho decir. Creo que esa persistencia del yo actúa al modo de la cantinela oriental de que uno es, en realidad, todo. Si se leen los cuentos seguidos, al modo de una novela, el lector asistirá no sólo al desarrollo hacia la perfección de un género difícil como pocos, sino a la persistencia del yo en cualquier paisaje y ámbito del mundo. Ednodio Quintero hace realidad, es decir, carne, a través de sus personajes, esa idea de que vida es un viaje. Un enorme libro.

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Luisa Castro La fortaleza. Poesía reunida (1984-2005) Visor, Madrid, 2019 410 páginas. 18.00 €

La vigencia de la intimidad Por JUAN MARQUÉS En el otoño de 2018, trece años después de la aparición de su arriesgadísimo Amor mi señor, Luisa Castro volvió a publicar un libro de poemas. Se titulo Actores vestidos de calle y fue y sigue siendo un libro estupendo, muy consciente de sí mismo y muy meditado, algo que no sólo se intuía por la llamativa demora de su escritura, sino que se comprobaba al recorrerlo. No era unitario, pero era coherente: daba bruscos golpes de volante al tono y a los temas, pero al final dejaba una sensación nítidamente homogénea, no de «proyecto» poético, que siempre tienen algo artificial o forzado, sino de testimonio veraz y genuino, el resultado de la mirada y la conciencia de la autora durante un periodo de tiempo largo, y en el que se agazapaban y trenzaban dos tipos distintos de intimidad: la de la observadora y la

de la confidente. Había en esas páginas, en efecto, cosas que llegaban del exterior para primero herir y después inspirar a la poeta (como la masacre de la escuela de Beslán, en septiembre de 2004, que daba pie al primer poema), pero, como les ocurre a tantos otros escritores, era en la propia privacidad donde Castro encontraba su mayor verdad, su principal impulso para escribir: «Desde hace tiempo / sabes de qué cosas debes prescindir, / no lo haces sin lágrimas, / te desprendes de parte de un tesoro, / el que te hunde». En algún momento anhelaba Luisa Castro «una libertad / que nunca tendrá la ligereza de lo salvaje», y en verdad ha habido en toda su poesía, desde siempre, algo leve y algo animal, algo hospitalario y algo silvestre, dureza y a la vez ternura, algo familiar

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y hogareño disimulando una asfixiante violencia íntima. En ese libro la poeta gallega volvía a sus temas para afrontarlos con una madurez definitiva, y para así elevarlos: «Para llegar a ser un ángel / me han hecho falta / cuarenta y nueve años». La experiencia se aliaba con el talento, y la indagación en sí misma pasaba también por la memoria: «¿Habría en tu equipaje sitio para los recuerdos / con una vida sin tacha?». Y aquel libro, tan personal pero a la vez accesible, tan sabio y tan sugestivo, escrito con tanta alma, despertaba el deseo de regresar a toda la poesía anterior de Castro, algo que ha sido posible muy pocos meses después, cuando la misma editorial, Visor, ofrece una nueva edición de la poesía reunida de la poeta (agotada ya la edición de 2004 de Señales con una sola bandera, en Hiperión, donde ya se pudo leer toda la obra en verso escrita hasta entonces). Aunque esta nueva edición hubiera necesitado una última corrección (abundan las erratas, y algunas son graves), La fortaleza (formidable título para una recopilación poética) nos brinda una magnífica oportunidad para satisfacer esa necesidad que abrieron los ya aludidos Actores vestidos de calle. Y lo que encontramos es lo que recordábamos: una poesía indagadora pero no inaccesible, introvertida pero en absoluto ególatra o narcisista, muy «gallega» pero en un sentido distinto al que se suele aplicar cómodamente, sin demasiada reflexión, a la literatura de aquel lugar. Lo peor de los tópicos es que a menudo son exactos, y es verdad que es muy difícil que en la literatura gallega esté ausente la naturaleza, el mar, la tierra, la lluvia, los animales, los alimentos elementales… En esa literatura el paisaje no es un decorado, sino un personaje que siempre tiene cosas principales que decir, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

y a quien se escucha con mucha más devoción que en otras latitudes: el famoso «panteísmo» que atraviesa aquella tierra y aquel idioma desde os libros de Rosalía de Castro hasta los relatos de Álvaro Cunqueiro, desde el inolvidable El bosque animado de Wenceslao Fernández Flórez hasta las novelas más deliberadamente galleguistas de Camilo José Cela. Pero en los versos de Castro suele haber también mucha meditación familiar, y en todos los casos se tiene muy en cuenta a la madre colectiva, no se puede reflexionar sobre la propia sangre o la propia identidad sin mirar el horizonte, el cielo, los pájaros…, que son, literalmente y más que nunca, un lugar común. Así sucede, por poner ejemplos muy recientes de poesía en gallego traducida recientemente al castellano, en Camuflaje de Lupe Gómez (en Papeles Mínimos), en la antología De vuelos y de aves de Xavier Seoane (en Pre-Textos), en Fuegos de Ismael Ramos (en La Bella Varsovia) o en el segundo volumen de la poesía completa de Chus Pato (en Ultramarinos). Luisa Castro es menos paisajista, y se fija más en las gentes, en sus trabajos, en sus frustraciones, en sus silencios. Y se proyecta en ello, del mismo modo que medita sobre su familia para entenderse a sí misma. Hay poemas de balance, como el maravilloso «Recuento», en el que a los veinticinco años se despide de la juventud, o el muy próximo «Inocencia», con el que casi forma un díptico, y en el que hay versos de una enorme inspiración: «Ahora ya lo sabes, / la inocencia es esa gente / que se quedó tu chaqueta». Con imágenes crueles, con tendencia a una sordidez que sin embargo no asusta, en la poesía de Castro encontramos algo inquietantemente reconfortante, entre lo maternal y lo que parece amenazarnos. Tanto

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en la introspección, bastante angustiosa y muy poco autocomplaciente, como en la observación de los otros o del medio, las conclusiones son en general desasosegantes, pero aun así conservan un indescifrable punto de amabilidad. La elección de sustantivos, por ejemplo, tiende a despertar incomodidad: hay mucho fango, un mundo en obras, cuchillos, cadáveres, calaveras, vagabundos, rameras, «niños sin bautizar», «perros sueltos», locos y lobos, «sastres empalados», vecinos que lloran, venenos, espinas…, pero su yuxtaposición, su entrelazamiento o, en fin, el mundo que entre todos conforman consiguen que el conjunto adquiera algo de hogar, de nido, de madriguera. El dolor que impulsa a la escritura es real, vívido, literariamente auténtico, pero también es impreciso, borroso, y tal vez se indaga para identificarlo. Más que épica de uno mismo, y dando por supuesto que la imaginación o aun la ficción tienen mucho que decir también en esta poesía, lo que encontramos aquí es claudicación psicológica, expresada a veces con exagerada o incluso excesiva claridad: «Yo sólo deseo / que pase el tiempo y por fin llegue la muerte. […] Sólo deseo eso. / Que pase el tiempo deprisa, / que llegue la vejez / y ya nada me importe, / sólo lo que a solas en mi corazón sobreviva, / sólo lo que me acompañe hasta allí / y también allí / todo eso me abandone» (de «Buenas noches», en De mí haré una estatua ecuestre, que ya no era un libro juvenil). Luisa Castro no pertenece a ninguna dinastía reconocible de la literatura española, siempre ha ido por libre, poco atenta a corrientes, muy dueña de su propio discurso. Combina la confidencialidad con lo hermético, ciertas referencias de la cultura popular con la jerga de los marineros, los guiños a la poesía provenzal con

imágenes de estirpe surrealista («Mi oreja izquierda sabe a pez espada»)..., y el resultado siempre es poderoso, expresivo, sugerente. Por otra parte, decíamos arriba que Amor mi señor fue un experimento casi temerario, porque en él, aparte de establecerse un explícito pero curioso diálogo con la tradición (y en concreto, claro, con la lírica galaicoportuguesa, tanto en la forma como sobre todo en los tópicos), el amor se observa por una parte como salvador, pero por otra como enemigo al que combatir con todas las armas posibles. Esa ambigüedad es clásica, pues en buena parte de la poesía cancioneril y medieval el amor es deseable pero a la vez temible, un milagro y una enfermedad, algo que se anhela desesperadamente y de lo que se huye con pavor. Luisa Castro juega con todo ello, disolviendo en palabras que parecen remotas su propia perspectiva, sus propias conclusiones al respecto, que de nuevo no son especialmente halagüeñas o positivas («Reconozco que existe el amor, / sin embargo / alguien debería preparar a los enamorados / para combatirlo / desde el primer día»), aunque en otros textos el amor sí sale más o menos triunfante, provisionalmente redentor, contrapunto para una obra poética que por lo general da por supuesta ya no la soledad, sino el aislamiento. En poesía, por lo general, quienes tienen más cosas que decir, y cosas además más verdaderas, suelen escribir y publicar poco. Con siete libros (repasemos: Odisea definitiva, de 1984; Los versos del eunuco, de 1986; Ballenas, de 1988; Los hábitos del artillero, de 1990; De mí haré una estatua ecuestre, de 1997; Amor mi señor, de 2005; y los arriba comentados Actores vestidos de calle, de 2018), Luisa Castro va construyendo una casa singularísima,

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muy personal, una obra intensa, genuina y en general amarga, pero no infeliz: la propia atención obsesiva por los detalles suele neutralizar el desconsuelo, la propia poesía sirve de salvación, al conjurar pero a la vez resolver aquello que dolió. En cuanto a la calidad de las piezas editoriales reunidas, la progresión es muy perceptible: siempre fueron buenos libros, poesía notable, pero han ido creciendo y haciéndose sobresalientes, más maduros, menos abstractos, sin permitirse pérdidas de tensión, centrándose en lo

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esencial tanto en lo que se dice como en la forma que adquiere todo eso que ha de ser comunicado. La fortaleza, en fin, es el retrato de una intimidad sensible y cruda, delicada pero seria. Y si el título es tan bueno es porque delata hasta qué punto esa privacidad que se expone y se comparte es, en el fondo, inexpugnable, impenetrable, inaccesible. Podemos contemplarla, pero no invadirla. Y quien intente llegar demasiado adentro puede salir herido.

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Séverine Auffret La gran historia del feminismo. De la Antigüedad hasta nuestros días Traducción de Silvia Kot La Esfera de los Libros, Madrid, 2020 532 páginas, 26.90 €

Femme. Larga lucha de una acción colectiva Por ISABEL DE ARMAS Escritora y profesora de Filosofía, Séverine Auffret, autora de esta sugerente historia del feminismo que comentamos, apuesta con firmeza por un feminismo de la diferencia en la igualdad, al manifestarse hondamente convencida de que el amor y el goce puede ofrecer un poderoso modelo socioeconómico y político que supere el viejo humanismo hipócrita: el que sólo acepta al otro con la condición de que sea igual, e impone como único modelo al hombre blanco, varón, adulto, sano, rico y civilizado. «Este feminismo existencialista de la diferencia sexuada –escribe textualmente– debe llevar a una lucha contra toda dominación. Para que surja por fin no ese fantoche fantasmático y fanfarrón que es “el hombre”, sino “el ser humano” en su realidad múltiple y variada». A esta conclu-

sión ha llegado después de muchos años de estudio e investigación que comenzaron a principios del presente siglo xxi en la Universidad Popular de Caen, junto a su director, Michel Onfray, y todo un equipo de trabajo que ha colaborado con talento y pasión en el desarrollo de este valioso trabajo. Las ideas feministas han existido desde la Antigüedad y en todo el mundo. Valiéndose de datos, testimonios, anécdotas y textos literarios, la autora rastrea el desarrollo de diferentes ideas feministas desde sus primeras manifestaciones hasta nuestros días, desde el antiguo Egipto, pasando por la América precolombina, hasta las formulaciones más actuales. Casi las primeras doscientas páginas de este voluminoso libro están dedicadas a la «Arqueología del feminismo». No podemos olvidar que muchísimo antes del Rena-

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cimiento europeo, había mujeres (y hombres de ideas feministas) que escribían: Aspasia de Mileto, Eurípides de Salamina, Hipatia de Alejandría, Perpetua de Roma, místicos sufíes, trobairitz occitanas, poetas medievales debidamente apreciadas y celebradas por sus amantes-amigos, sabias abadesas, «Hermanas y Hermanos del Libre Espíritu», beguinas y begardos edenistas y a veces hedonistas, iluminadas mártires Séverine Auffret puntualiza que esas mujeres y esos hombres defendían, aunque no siempre la formularan explícitamente, una afirmación plena de la mujer actuante, hablante, pensante, inventora y creadora, que participara de pleno derecho en todos los aspectos de la cultura humana. «La perspectiva feminista –insiste– no esperó al siglo xx, y ni siquiera al xix, para hacerse oír, y las mujeres no siempre constituyeron ese “segundo sexo” dócilmente sometido a un presunto “primer sexo”. No sólo escribieron y pensaron, sino que a menudo actuaron como agentes y sujetos de la historia, aunque la ciencia histórica oficial se ingenió para minimizar su papel o negarlo». Para resumir esta primera y larga etapa de la arqueología del feminismo, la autora se sirve de la que denomina «metáfora de la guitarra». Consideremos una guitarra y su cuerda más baja. Esa cuerda grave es el cristianismo clerical. La nota que da es casi la misma desde los primeros concilios hasta el siglo xx y un poco más. Ejecuta siempre el mismo bajo continuo. «Esa cuerda dice y repite –concluye– la satanización de las mujeres y el odio fóbico hacia ellas». Las cuerdas agudas cambian de nota. Entre los siglos xii y xv europeos, las cuerdas altas ejecutan otras melodías, las de una feminización de la cultura, y en varios modos. La consecuencia es que la música ejecutada por todas las cuerdas de la guitarra es a meCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

nudo disonante. «La discordancia entre las cuerdas altas y la monótona cuerda baja – matiza– es muchas veces terrible». Las mujeres que representan mejor las expresiones de valor y poder (sabias, místicas y guerreras) asumirán el costo de la discordancia. Con la llegada del Renacimiento entraron aires nuevos. La cuestión de las mujeres, hasta entonces oscura y confusa, entró en la claridad de un debate público: ensayos, panfletos, correspondencias epistolares, filosofías, teorías políticas que formulaban una problemática que mantuvo en vilo a la opinión pública durante siglos. La autora se siente orgullosa al señalar que, entre las regiones de Europa llevadas por ese Renacimiento a lo femenino, Francia tuvo la suerte de contar con cuatro figuras notables. La primera, «inmigrante» del foco italiano: Christine de Pisan. Las otras tres fueron Margarita de Navarra, Louise Labé y Marie de Gournay. A cada una de ellas dedica interesantes páginas. Y con esta nueva etapa de la historia llegó la Reforma, que supuso para las mujeres una cierta apertura en cuanto a juego, audacia y esperanza. Pero pronto llegó también la Contrarreforma que, sobre el modelo del absolutismo político, restauró los marcos familiares autoritarios con una obsesión por la procreación que sacralizaba el matrimonio, la castidad y la fidelidad forzada. «Todo lo que salía de ese esquema –escribe S. Auffret– era arrojado a los márgenes amenazantes y amenazado. La vida femenina se veía relegada a la estricta alternativa entre el matrimonio o el claustro: doble encierro bajo el poder conjugado de la Iglesia y de la familia patriarcal». La autora observa que desde Christine de Pisan y luego todas las mujeres pensantes y sabias de los siglos xvi y xvii vieron con clari-

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dad que la represión ejercida sobre las mujeres en el doble encierro de la familia y la religión sólo podía ser combatida por el acceso al conocimiento y a la instrucción. La reivindicación de una escuela para niñas se hacía urgente. Algunos pedagogos empezaron a pensar la educación de las niñas, entre ellos destaca el español Juan Luis Vives, cuyo objetivo era cristianizar a la mujer para obtener un mejor entendimiento en los matrimonios. Erasmo compartía esa actitud. Sólo un Rabelais utópico fue capaz de imaginar una instrucción igual de varones y mujeres libres. Lutero fundó muchas escuelas para los dos sexos, pero transmitía un modelo patriarcal de la familia que sometía a la mujer a la autoridad del marido. A partir del Concilio de Trento, el papado apoyó la creación de órdenes religiosas enseñantes, en ellas la separación de los sexos se convirtió en un objetivo primordial de la educación. Este libro reserva un destacado espacio a las que considera verdaderas mujeres sabias de su tiempo –nos encontramos en el siglo xvii de esta gran historia–. Destacan los nombres de la holandesa Anna María van Schurman, Poullain de la Barre, Gabrielle Suchon, Anne Dacier y otras. También aquí trata de la complicada amistad hombre-mujer, como la de Montaigne con Marie de Gournay, y de las parejas místicas, como fueron las muy conocidas de santa Tesesa de Jesús y san Juan de la Cruz, la de Isabel de Bohemia y Descartes, y la de Madame Guyon y Fénelon, con su mística «pasiva» o quietismo. En cuanto a la filosofía de entonces, Séverine Auffret, como filósofa que es, destaca que, desde el Renacimiento hasta el final del Antiguo Régimen, ya no se encuentra en los profesionales la burda misoginia de los pensadores antiguos, la de Aristóteles, por ejemplo. Por otra parte, su

misoginia, todavía existente, se diferenciaba de la misoginia, ferviente y militante, de los clérigos: buscaban razones, argumentos racionales y no míticos o dogmáticos como los que usaban los sacerdotes y los teólogos. Tras dedicar un espacio al personaje del don Juan libertino y también a las mujeres libertinas, este gran relato llega al siglo xviii con cuatro personajes: Condorcet, Olympe de Gouges, Mary Wollstonecraft y Théroigne de Méricourt, figuras heroicas de la lucha feminista prerrevolucionaria y luego revolucionaria. Los cuatro, considerados en el orden cronológico de su nacimiento, tienen algo en común; nacieron en el Siglo de las Luces y murieron durante o después de la Revolución francesa, la acompañaron fervientemente y produjeron muchas ideas feministas. La última parte de este libro está dedicada al denominado «feminismo histórico», que llegó al apogeo de su conciencia y de su espíritu combativo en todo Occidente en el paso del siglo xix al xx. Prensa, manifiestos, afiches, discursos, declaraciones públicas, mítines, manifestaciones callejeras, novelas, ensayos, obras de toda clase expresaron la nueva realidad de este movimiento colectivo que coordinaba las reivindicaciones femeninas. Todos estos medios permitían la difusión de esas ideas y de esos actos, una publicidad que aumentaba su fuerza. «Esta especificación de las mujeres –escribe Auffret– como autoras colectivas de acciones y de manifestaciones tiene el resultado inesperado de una astucia de la historia: la aparición de sujetos sexuados agrupados como tales en la acción hizo surgir las bases de lo que se convertiría, a lo largo de todo el siglo xix, en el feminismo histórico». La primera razón de este naci-

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miento anónimo del feminismo es que las reivindicaciones de las mujeres están específicamente ligadas a su género –reivindicaron en primer lugar el pan, los medios para alimentar y educar a sus hijos. Más tarde reivindicaron el trabajo y el salario, la instrucción y la paz–. La segunda razón de este nacimiento es que la coexistencia material de las mujeres, unas junto a otras a pesar de los antagonismos que podían atravesarlas – había jacobinas, girondinas, pero también masonas, utopistas, sufragistas…–, las sacaría del aislamiento en el que las mantenía el Antiguo Régimen. Llegados al siglo xx, la autora nos habla de las «oscuras luces» del psicoanálisis y del surrealismo. Nos habla con las voces de la psicoanalista inglesa Juliet Mitchell, de Luce Irigaray y el movimiento Psychépo, y sin olvidar a poetas como Louise Labé. Un especial espacio está dedicado a Simone de Beauvoir y su mundialmente reconocida obra El segundo sexo. Séverine Auffret afirma que este libro, considerado por muchos hasta hoy como un trabajo emblemático del feminismo, de feminista tiene muy poco. Nos recuerda que la Beauvoir sólo se declaró feminista veinte años después de su publicación, en 1949, cuando tenía alrededor de sesenta años. «En sus memorias y en su correspondencia –escribe– confiesa que el tema del libro le fue sugerido por Sartre, que no fue una necesidad personal». Efectivamente, ni antes ni durante los veinte años posteriores a la aparición de su «segundo sexo» participó en ningún tipo de actividad

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militante. Su primera acción feminista data de 1971: fue una de las trescientas cuarenta y tres firmantes del manifiesto (llamado «de las 343 sinvergüenzas») que reclamaban la libertad de la anticoncepción y del aborto. El año 1968 marcó al mismo tiempo la continuación del feminismo histórico y una ruptura drástica que inauguró el neofeminismo. Un reclamo radical de las mujeres sobre su propio cuerpo y su poder gestante, origen de todas las opresiones. Aparece por aquel entonces el MLF (Movimiento de Liberación de las Mujeres) para incluir las luchas de todo Occidente: Europa, América de norte a sur, y muchos otros lugares. A partir de entonces, han ido surgiendo multitud de grupos y subgrupos que derivan de tres grandes corrientes: un feminismo universalista, un feminismo de la igualdad y un feminismo diferencialista. En cada una de estas grandes corrientes van surgiendo grupos y subgrupos que apoyan y defienden o se oponen a temas de plena actualidad, como la reproducción asistida, la paridad, el lesbianismo, la maternidad subrogada, el útero artificial, la mixidad que reside en la heterogeneidad del género humano, etcétera. Séverine Auffret, tras largo profundizar en este inmenso mar, dice optar con fundado optimismo por un «feminismo existencialista de la diferencia sexuada» que debe llevar a una lucha contra toda dominación. No deja de ser una buena opción, y su Gran historia del feminismo, sin duda, un buen trabajo.

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