Cuadernos Hispanoamericanos. Número 839-840. (Mayo-Junio 2020)

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N.º 839-840   Mayo-junio 2020 MINISTERIO DE ASUNTOS EXTERIORES, UNIÓN EUROPEA Y COOPERACIÓN

CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

Precio: 5 €

N.º 839-840

Mayo-junio 2020

C UA DE R N O S HISPANOAMERICANOS

DOSIER

ELISEO DIEGO, ISLA ENTERA Coordina Ángel Esteban LITERATURA DOMINICANA HOY Coordina Alejandro González Luna

ENTREVISTA Yuri Herrera

MESA REVUELTA Juan Francisco Maura Adolfo Sotelo Vázquez, Álvaro Valverde Blas Matamoro, José Balza


Fotografía de portada © Tori Bush

CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

Avda. Reyes Católicos, 4 CP 28040, Madrid T. 915838401

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Edita MAEC, Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación AECID, Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo

Ministra de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación Arancha González Laya Secretario de Estado de Cooperación Internacional y para Iberoamérica Juan Pablo de Laiglesia y González de Peredo Directora de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Ana María Calvo Sastre Director de Relaciones Culturales y Científicas Miguel Albero Suárez Jefe del Departamento de Cooperación y Promoción Cultural Pablo Platas Casteleiro CUADERNOS HISPANOAMERICANOS, fundada en 1948, ha sido dirigida sucesivamente por Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales, José Antonio Maravall, Félix Grande, Blas Matamoro y Benjamín Prado. Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLA Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca. La revista puede consultarse en: www.cervantesvirtual.com www.cuadernoshispanoamericanos.com


N.º 839-840

CUA DE R NO S HISPANOAMERICANOS

dosier

dosier

ELISEO

DIEGO, ISLA ENTERA Esteban – La inquieta lucidez: los ensayos de Eliseo Diego 18 Gustavo Pérez Firmat – Conversación entre difuntos (T. Gray, H. Padilla, E. Diego) 33 Yannelys Aparicio – El mundo de los niños, la literatura infantil, la enseñanza de la literatura y el juego según Eliseo Diego 47 Josefina Diego – Lo que me cuentan los libros de la biblioteca de mi padre, Eliseo Diego 60 José Prats Sariol – Villa Eliseo Diego 6 Ángel

LITERATURA

DOMINICANA HOY Alvarado Bordas – Poesía y canon dominicano del siglo XXI: una panorámica 91 Manuel García Cartagena – Contextos de la narrativa dominicana (1980-2020) 109 Fari Rosario – De la playa a la cartografía de la ficción: la novela de República Dominicana, 1995-2019 139 Basilio Belliard – Visión histórica del ensayo en la República Dominicana 72 Sandra

entrevista

158 Carmen

mesa revuelta

166 Juan

de Eusebio – Yuri Herrera: «Aspiro a que cada texto hable interminablemente con un número limitado de palabras»

Francisco Maura – La invención de la carta de Giovanni da Verrazano y de la Nouvelle France (Canadá) 194 Adolfo Sotelo Vázquez – El exilio en las páginas de Papeles de Son Armadans 214 Álvaro Valverde – Asómate (una lectura de Flota, de Anne Carson) 222 Blas Matamoro – 1920. Centenario de una década 238 José Balza – Otero: la dimensión del vuelo


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biblioteca

252 Julio

César Galán – El secreto de Rafael Argullol Aguado – Un reino perdido 259 Julio Serrano – Una religión práctica, un dios tolstiano 263 Santos Sanz Villanueva – Delibes o el pulso de una época 267 José Antonio García Simón – La era del miedo 273 Sebastián Gámez Millán – Cuatro maestros del siglo xx 278 Daniel B. Bro – Del jardin al huerto 283 Isabel de Armas – Bolívar, el libertador: un hombre polémico 255 Jesús



Eliseo Diego, isla entera Coordina  Ángel Esteban



Por Ángel Esteban

LA INQUIETA LUCIDEZ: los ensayos de Eliseo Diego

Eliseo Diego trató de confeccionar cada uno de sus poemarios y, consecuentemente, su obra completa, como un universo completo, autónomo. El conjunto de sus escritos obedece a una única obsesión, que tiene que ver con el ser de las cosas, la posibilidad de aprehender la realidad o el tiempo con las palabras y evocarlos después de la pérdida de la inocencia y la plenitud original. Por ese motivo, todos sus libros son artefactos, en un sentido etimológico y en el literal. Por un lado, son objetos «hechos con arte» (arte factum) cuando ello no significa exclusivamente la utilización de un lenguaje literario, sino también confeccionados con la pericia (arte) del que sabe ensamblar piezas para conseguir un objeto cuyas partes signifiquen el todo y contribuyan, del mismo modo, a manifestar el ser unitario del objeto. Por otro lado, esos libros están construidos con una esmerada técnica para alcanzar un declarado fin, porque, para Diego, «sólo vale de veras aquella poesía capaz de servirnos, literalmente, para algo» (Diego, 2014: 43). Nada más publicar su primer libro de versos, En la Calzada de Jesús del Monte, Cintio Vitier escribió un artículo celebrando la aparición de la obra del amigo y destacó, sobre todo, «el propósito visible de cuajar un organismo retórico cerrado y perdurable» (Vitier, 1991: 26). Treinta años más tarde, Aramís Quintero, con una visión más amplia de todos los poemarios que hasta entonces había publicado Eliseo, concluía: «Cada libro es en sí un objeto artístico, poético, y revela la misma personalidad artística que hay en cada poema, un amor del detalle y del conjunto que se traduce en piezas completamente terminadas. En todas se revela el mismo autor, y son ciudadelas cerradas en torno a su motivación fundamental» (Quintero, 1991a: 153). Desde su CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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primer texto en verso, de 1949, había en él una ansiedad en crear objetos cohesionados, libros que no fueran conjuntos de poemas sino que respondieran más bien a lo que se espera de una novela o narración: una realidad ensamblada y autorregulada, como describe su hijo Eliseo Alberto: Armaba varios cuadernos a la vez, con meticulosidad de relojero que guarda en cajas de fósforo las rueditas dentadas del tiempo, los diamantes específicos que hacen andar los cronómetros. Los poemas debían leerse en orden consecutivo, como si cada uno fuese antecedente del otro y consecuencia del anterior, y por suma acumulativa aportaran misterios al horno de la creación, has­ ta alcanzar la totalidad del prodigio imaginario, la unidad que anuncia el título [de cada obra] (Alberto, 2017: 115). Sus trabajos ensayísticos nunca tuvieron formalmente ese afán de cohesión. Sus prosas teóricas fueron circunstanciales, en el sentido de que la mayoría se compusieron para responder a actos organizados («Esta tarde nos hemos reunido», «Discurso de recepción del Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo», «A través de mi espejo») o exégesis de autores clásicos de su agrado, con los que había algún tipo de identificación o respondían a sus inquisiciones estéticas (Andersen, Lewis, Katherine Mansfield, Gabriela Mistral, Virginia Woolf, Esquemeling, Stevenson, Dickens, Alain Fournier, Perrault, Jean Rhys, Conan Doyle, Wilkie Collins, Bécquer, Cortázar, García Lorca, Lewis Carroll, San Juan de la Cruz, César Vallejo, etcétera). Todos los textos ensayísticos inciden en el carácter unitario de su pensamiento y su actividad literaria. Los juicios que emitió sobre sus innumerables lecturas, de diferentes tradiciones literarias, y sus reflexiones sobre la poesía, la prosa, la escritura y el arte en general, quedan fielmente traspasados por las mismas obsesiones, presupuestos y conclusiones, y redundan en el fundamento de su única preocupación teórica: qué es la poesía –y, por extensión, la literatura–, cómo se crea, quién puede asociarse a ella, qué puede comunicar, para qué sirve, y si su presencia o necesidad es justificable. Para comenzar a desenrollar la tupida madeja que gravita en cada una de esas pesquisas, hay un componente esencial: la precariedad. El hombre escribe porque es precario. Tuvo y no tiene. Perdió la inocencia y trata de recuperarla mediante la mirada del niño. No es casual, por tanto, que muchos de sus comentarios vayan encaminados hacia la literatura infantil y a los autores de textos para los más jóvenes.

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La esencia de lo poético gira alrededor de un movimiento centrífugo, en dos sentidos opuestos: hacia delante, el hombre es consciente de sus capacidades, de que sólo le quedan los dones y con ellos debe enfrentarse al reto imposible de la creación; hacia el origen, el poeta necesita hacerse como niño para aplicar el sesgo de la mirada infantil, inocente, sin prejuicios, sin pasado, sin conciencia del horizonte. En ambas direcciones, experimentadas en combinación, se manifiesta la precariedad: es imposible volver a ser un niño y es poco probable obtener éxito tratando de emular al Dios que crea. El reto del poeta consiste, por tanto, en conseguir la meta hacia el inicio y hacia el final extendiéndose en los dos sentidos. Y el resultado aparece signado no por la extensión, sino por la precisión. A veces, es suficiente una palabra para expresarlo todo, para hacer el viaje hacia el pasado y hacia el futuro en una misma dimensión. Eso lo fue aprendiendo Eliseo Diego poco a poco. Sus primeros libros contenían poemas de largo aliento, generosos con las reflexiones y las sensaciones. Más adelante, se convirtió en un «maestro de las formas breves entre poesía y prosa», como ha demostrado María Elena Blanco (1997). Es más, el camino hacia lo breve no partió de la poesía, sino de la prosa. Diego comenzó escribiendo cuentos, e incluso una novela que nunca terminó y que Eliseo Alberto estudió y publicó en parte, en un texto de 2017 que resultó póstumo a padre e hijo: La novela de mi padre. Pero Eliseo llegó a la conclusión, todavía en los años cuarenta, después de leer Grandes esperanzas de Dickens, de que en cada novela hay una síntesis que puede ser contada en poesía. Por eso, decidió finalmente expresarse en poesía, y de ahí nació su primer poemario, al final de la década de los cuarenta. Pero esos poemas de la década de los cuarenta y cincuenta eran fundamentalmente extensos y prolijos, porque «nombrar las cosas» significaba hacer un acopio de maravillas, detalles, dilatadas en el espacio y en el tiempo, cuando la quinta y el barrio significaban un universo asimilable al Paraíso de Adán y Eva, completo e inabarcable, porque ése era el signo de la plenitud. Sin embargo, con el paso del tiempo, Eliseo derivó hacia menciones esenciales, básicas, primarias. Jürgen Habermas, explicando a su maestro Adorno, asegura que el conocimiento debe «romper la prisión del pensamiento discursivo y terminar en intuición pura» (Habermas, 1990: 259). Para Adorno, las formas breves, como el aforismo o el poema sintético consiguen lo que el habla argumentativa no puede producir: un pensamiento completo, unitario, sin fisuras, ajeno a la contradicción. No se trata de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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una actitud posmoderna, asociada al fragmentarismo, la escritura fracturada, que descansa en la noción de ausencia de centro. Más bien, al contrario, significa la búsqueda de una centralidad clásica, que va mucho más allá del prurito formal de Gracián cuando anota que «lo bueno, si breve, dos veces bueno». En Diego hay cada vez más, en el conjunto de sus ensayos, un convencimiento singular, ligado a la urgencia de volver al modelo y a la experiencia de la infancia, para conseguir la absoluta madurez y capacidad expresiva. El niño no utiliza un lenguaje progresivo, concienzudamente articulado, sino una o dos palabras, para manifestar exactamente lo que quiere, lo que sabe, lo que siente. El poema «Tesoros», de 1966 (en El oscuro esplendor), llega a simbolizar de un modo absoluto la ansiedad de la síntesis: «Un laúd, un bastón, / unas monedas, / un ánfora, / un abrigo, / una espada, / un baúl, / unas hebillas, / un caracol, / un lienzo, / una pelota» (Diego, 2001: 136). Hay un sentido implícito de posesión (tengo un laúd, un bastón, poseo unas monedas, visto un abrigo, manejo una espada, etcétera) pero el poema evita los verbos y, todavía más relevante, omite cualquier adjetivo. No hace falta calificar: las cosas son, en un contexto metafísico, y eso basta. Y su grandeza reside exclusivamente en su tarea de ser, y de estar siendo, es decir, en su aspecto sincrónico y diacrónico. Ni siquiera hace falta que a las cosas se les dé el brillo de un artículo determinado, que las individualiza y las coloca en una primera línea, visible; basta una presentación indeterminada, porque un baúl es el baúl que yo tengo o tuve, y en función del cual, pronunciando o escribiendo su nombre, adquiero plenitud de creador, que traslada al objeto (ser) directamente a mi definición emocional básica y completa, y lo recupera exacta y absolutamente para mi experiencia. Los ensayos de Eliseo Diego mantienen unas propuestas teóricas siempre similares, que pivotan sobre las posibilidades del artista para llegar a expresar lo más profundo, lo más claro, lo que más se acerca a la cosa en sí. En algunos casos, lo más pequeño acaba siendo lo más grande. Hay un texto breve, de media página, incluido en el Libro de quizá y de quién sabe (1989), que viene a constituir la continuación, en prosa, al poema «Tesoros». Se titula «Sobre una minúscula palabra» y se trata de un breve apunte sobre la rima LXXIII de Bécquer. Es uno de los poemas más largos del sevillano, pero todo su significado y su fuerza se concentran, según Diego, en una palabra: «aún», que aparece en el segundo verso: «Cerraron sus ojos / que aún tenía abiertos» (Bécquer, 1987: 160). El cubano había leído ese poema en nu

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merosas ocasiones y, hasta el día en que escribió ese texto, casi al final de su vida, siempre había sentido que la fuerza de la rima del español residía en el estribillo que exclama «¡qué solos / se quedan los muertos!» (Bécquer, 1987: 161, 162 y 163). Sin embargo, en esa ocasión, percibió nítidamente que ese «aún» significaba el «último asidero, ya roto, con las frágiles cosas de este mundo, de esta vida» (Diego, 2014: 166). Lo que crea, entonces, la tensión crítica en el poema no es la soledad en la que quedan los hombres cuando mueren, y van no se sabe dónde, sino la posibilidad, aunque sea mínima, de agarrase a la vida, cuando ya se sabe que no va a ser posible, y el deseo de no dejar el mundo de los vivos. Esa iluminación dota de significado no sólo al poema, sino también al poeta y al lector. Se produce un vuelco radical en el horizonte de expectativas de un lector que aprovecha la experiencia vital y emocional que una palabra escrita un siglo antes evoca. Basta un mínimo detalle para que se produzca el encuentro entre lo real y lo evocado/deseado. Ésa es la quimera en la que vive instalado el poeta, el artista, el «hombre de letras», como anota Diego en su ensayo central «Esta tarde nos hemos reunido», quizá su testamento poético, teórico. En él, se plantea: «¡Qué no daríamos por saltar una sola vez del escenario al ruedo simple de lo real y tocar por fin una piedra de Dios, un pedazo de la decoración, aunque nos hendiese las manos como una brasa! (Diego 2014: 30). Lo real que pasó ya no puede volver, pero el poeta es el único que puede emular el poder divino de la creación y de la visión atemporal de la temporalidad, de la percepción alocal de lo local, por medio de la poesía. La gestión de posibilidades para cercenar la contingencia cronotópica se asemeja así a la que propusieron otros artistas en la misma época que Diego, como el aleph que configuró Borges, con la diferencia que Borges escribe desde la convención de irrealidad que supone la ficción, mientras que Eliseo Diego cree que el milagro poético es alcanzable, por lo que la ficción (la palabra, que no es la cosa) sería una puerta de entrada en la realidad. ¿Por qué o cómo eso es posible? –se plantea Diego. Gracias a lo único que nos queda: los dones. Dios expulsó del Paraíso a Adán y Eva y, con ellos, a todos su descendientes, pero les mantuvo los dones. Y en ellos cifra Eliseo su esperanza: Digamos ahora que mi convicción es sencillamente que los do­ nes ori­ginarios están en todos los hombres por igual, de modo que la poesía en mí, por ejemplo, no es una excepción, sino una fideli­ dad. Lejos de conce­birla como una particular lucidez, veo en ella CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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una obstinada decisión del alma. Hubo en el siglo xix un magnífico idiota a quien llamaban «el pintor de los gatos» por sus felices e in­ agotables iluminaciones de esta sola bestia. Mi vanidad debe apo­ yarse en superficies para diferenciarme de él, ya que ambos hemos guardado nuestra parte con igual fidelidad vigilante y nada más importa de veras. Ver un gato, mis amigos, es ver un gato. Es visión que bien podría hacerse insondable. Y mantenerse fiel a este único esplendor puede bastarnos (Diego, 2014: 30). Por eso es tan decisiva la mirada en la poesía de Diego: no se puede escribir si no se sabe mirar. Y sólo se sabe mirar si se habilita el doble movimiento centrífugo de sentidos opuestos: hacia el origen, hay que mirar como un niño, con inocencia, y hacia adelante, con la madurez del que quiere encontrar el ser pleno, lo que constituye un reto de dimensiones espectaculares y una empresa titánica. Ahora bien, quien lo consigue entra en el selecto grupo de los seres que alcanzan la plenitud natural: Entre nosotros y un objeto dado se interpone una proliferante zarabanda de asociaciones, de tal forma que ver un jarro, y no un utensilio, una invención, un recuerdo, es casi una imposi­bilidad y una dicha. Pero quien sea capaz de ver un jarro en toda su virginal realidad no es un hombre de excepción; es simplemente un hombre como debieran ser los otros (Diego, 2014: 30-31). Por eso, en la obra ensayística de Eliseo, además de estar volcada hacia la infancia, hacia el paso del tiempo y hacia las reflexiones poéticas, hay también una postura filosófica y religiosa que trata de poner el valor de las cosas pequeñas, los detalles, las realidades cotidianas sin relieve, en el lugar privilegiado que ha sido establecido por la civilización occidental en la mitad del siglo xx. Los años cincuenta son, por ejemplo, los de las odas elementales de Pablo Neruda, plasmadas en cuatro volúmenes: Odas elemen­ tales (1954), Nuevas odas elementales (1955), Tercer libro de las odas (1957) y Navegaciones y regresos (1959). El chileno canta a los calcetines, a la alcachofa, a la cebolla, al día feliz, al hilo, a la madera, al tomate, a la tristeza, al traje, al vino, al aceite, al aroma, etcétera. La oda a las cosas es un resumen de esa filosofía defendida a capa y espada también por el cubano: «Amo las cosas loca, / locamente. / Me gustan las tenazas, / las tijeras, / adoro / las tazas, / las argollas, / las soperas, / sin hablar, por supuesto, / del sombrero. // Amo / todas las cosas, / no sólo / las supremas, / sino / las / infinita- / mente / chicas, / el dedal, / las espuelas, / los 11

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platos, / los floreros» (Neruda, 1999: 769-770). Curiosamente, el planteamiento del Neruda de la «épica familiar y popular» es el mismo que el de Eliseo: la mirada de esa poesía de lo cotidiano, de lo simple y lo pequeño, es siempre la del niño. En sus memorias Confieso que he vivido, el Premio Nobel chileno aseguraba: En las Odas elementales me propuse un basamento origina­ rio, nacedor. Que redescribir muchas cosas ya cantadas, dichas, redichas. Mi punto de partida deliberado debía ser el del niño que emprende, chupándose el lápiz, una composición obligatoria sobre el sol, el pizarrón, el reloj o la familia humana. Ningún tema po­ día quedar fuera de mi órbita; todo debía tocarlo yo andando o volando, sometiendo mi expresión a la máxima transparencia y virginidad (Neruda, 1979: 405). Sólo desde esa ubicación el poeta podrá controlar los potenciales efectos de la oda, que es –según Vicente Cervera– la «dádiva que dona el poeta» a todos aquellos que reciben sus palabras, la cual, para ser entregada, ha de ser primero hallada y luego poseída (2004: 105). La aprehensión de la realidad que se va a entregar como dádiva depende de la mirada del poeta, quien además acaba, como dijo Alain Sicard, «con esa poesía en la que el sujeto del acto poético anula su objeto» (1981: 609). Las cosas son, entonces, el detonante de la poesía, no el propio poeta, como ocurría en épocas anteriores. Eliseo Diego, a diferencia de Neruda, descubre la importancia del entorno desde sus primeras composiciones, y su poética es coherente en todas sus etapas vitales y artísticas, mientras el chileno sólo descubre el mundo exterior después de una época oscura de ensimismamiento. Toda una corriente poética de mitad de siglo se fundamenta en ser de las cosas, como consecuencia del rechazo a los radicalismos de las vanguardias, que experimentaban con otras realidades creadas por el artista. La poesía conversacional, la coloquial y la literatura del compromiso se convertirán en dominantes, justo en el momento en que el cubano está desarrollando su poética de las cosas pequeñas. Diego asocia la consideración positiva y solidaria de lo circundante con el «vio-Dios-era-bueno» (1991: 382) del Génesis, en su ensayo «A través de mi espejo». Si el mismo creador se congratula de su creación, ¿no va a hacerlo la criatura que está hecha a su imagen y semejanza? Diego habla de «espacios poéticos» (2014: 33), lugares físicos, cosas, entes naturales o creados por el hombre, que justifican su palabra poética, tesoros que eran, en CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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su caso, sus posesiones naturales durante su infancia y que, al perder la inocencia, sólo es capaz de reconquistar a instancias del poder creador de la palabra, deudor del «vio-Dios-era-bueno». Dice el filósofo alemán Ratzinger que la palabra, en el sentido bíblico, es creadora porque está asociada a la razón. De hecho, él interpreta la primera frase del Evangelio de San Juan («En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios») desde el griego logos y no desde el latín verbum. Esa elección no es baladí, porque logos asocia la palabra con la razón: Logos significa tanto razón como palabra, una razón que es creadora y capaz de comunicarse, pero precisamente como razón. De este modo, san Juan nos ha brindado la palabra conclusiva sobre el concepto bíblico de Dios, la palabra con la que todos los caminos de la fe bíblica, a menudo arduos y tortuosos, alcanzan su meta, encuentran su síntesis. En el principio existía el logos, y el logos es Dios, nos dice el evangelista. El encuentro entre el men­ saje bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad (García y Blanco, 2013: 33). Este matiz revela varias iluminaciones: que la impronta griega, en la interpretación bíblica, presupone el concurso de una voluntad en la creación y no un simple azar o una necesidad fatal, que la realidad creada participa de la racionalidad divina y que todos los seres –no sólo los humanos– poseen una dignidad original, susceptible de ser considerada. Logos, asimismo, deviene relación. Entre Dios y el hombre ella es «imagen y semejanza», pero entre Dios y las demás criaturas, en un grado menor, también hay semejanza y cierta imagen. Las cosas son «lo que son» por participación, dado que Dios es «el que es» (como dice Yahveh a Moisés en el Monte Sinaí). Y en el hombre, logos es predicable de un modo muy especial, porque es animal racional. Ya Heráclito y Aristóteles (zóon lógon échon, que es a la vez homo loquens y homo sapiens) habían definido al hombre como logos, porque en él la palabra y la razón van unidas (Blanco, 2006: 61-62), lo que implica asimismo relación. El sesgo loquens del logos enhebra las capacidades humanas con las divinas, a escala reducida, y permite al homo ser, de algún modo, creans, en la medida en que puede jugar con las posibilidades que Dios le da a partir de lo ya creado, es decir, las cosas corrientes que, por el hecho de participar en el ser divino, poseen dignidad. Esta «teología de las cosas pequeñas» no es pretenciosa. El hombre emula a Dios y aprovecha su cuota contingente de poder 13

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creativo, según Diego, siendo consciente de que el nivel infinito de la divinidad es absolutamente inalcanzable por la imperfección humana. Quizá contestando a Vicente Huidobro y a los vanguardistas, el cubano expresó: «La idolatría literaria, el ver un poema como el destello de un pequeño dios al que se adora, es por tanto una desdichada impureza» (2014: 31). Se trata de una creación humana, operada con materiales preexistentes en el tiempo y el espacio, que pone de manifiesto la maravilla de la existencia, el gozo del disfrute. En el ensayo «Piratas de América», dedicado a La Isla del Tesoro, el cubano describe la actividad del niño Stevenson estimulando su creatividad en su casa, cerca de la chimenea, con su caja de pinturas, poniendo en imágenes el contenido de su mundo interior. Observándolo, dice Diego, podemos «intuir que la justa belleza de las creaciones humanas está en que no se las alza jamás de la nada, sino de ese ocre de la acuarela que es la materia ya hecha» (2014: 69). En el ámbito católico, sobre el que Eliseo teoriza y arma su poética, esa teología «doméstica» sobre la participación en el poder creador de Dios es nueva, ya que durante siglos se entendía que la santidad o la perfección sólo podían conseguirse apartándose del mundo, para evitar sus peligros, o realizando acciones visible y radicalmente heroicas, como dar la vida por un ideal o protagonizar un papel extraordinario como el que concurre anejo a los paras, fundadores o seres excepcionales que responden a un proyecto vocacional fuera de lo común. Hacia la mitad del siglo xx, y coincidiendo con otro tipo de corrientes (la literatura conversacional o coloquial, las huella del marxismo en la elevación del dominado frente al dominante, la solidaridad de los movimientos sociales emergentes a partir del término de la Segunda Guerra Mundial, la opción preferencial por los pobres de la filosofía latinoamericana de la liberación, etcétera), la sublimación de lo poco, lo corriente, fue formulada alrededor de una teología de las cosas pequeñas, auspiciada por nuevos grupos de corte espiritual, laicos, fuera del dominio de las órdenes religiosas, con miembros que trataron de abrazar el mundo sin mundanizarse, para rechazar el sentido de huida que gravita en el fondo de algunas instituciones eclesiales de clausura o semiclausura. El núcleo de esa teología descansa en dos presupuestos: el «vio-Dios-erabueno» y la potencial colaboración humana en el mejoramiento de la realidad circundante: Cabe entender al hombre como el perfeccionador perfectible. El hombre perfecciona el universo, pero su fin no es perfeccionar CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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el universo, sino perfeccionarse con ello. Esto significa que ambos perfeccionamientos no son del mismo orden. Y esto, a su vez, quiere decir que la absolutización de la acción humana implica la confu­ sión o reduccionismo (Polo, 2010: 217). En «Esta tarde nos hemos reunido», por ejemplo, Diego comenta los cuentos de misterio de Chesterton que, según los cánones literarios de prestigio, ocupan, como género, «el último peldaño en las jerarquías literarias», pero sus pequeños enigmas, escritos «en la salud comunicante del idioma», acaparan totalmente nuestro interés, que no es otro que el de la perfectibilidad humana, es decir, «la batalla entre el derecho y el revés, entre el bien y el mal» (Diego, 2014a: 37). A veces, ese mejoramiento de la condición de realidad, que afecta al hombre, es levísimo, sutil, y se apoya en la facultad de mirar. Las cosas corrientes descargan en el poeta o el hombre sensible sus secretos y lo pequeño, intrascendente, sirve para que alguien reciba una recompensa espiritual, ligada al arte. En el ensayo sobre Andersen, la mirada vuelve a ser el elemento que distingue al artista del hombre vulgar: Una y otra vez este titulado soñador vuelve a sorprendernos, y lo que al principio parece una invención fantástica hallamos lue­ go que procede en realidad de una mirada increíblemente intensa. Una aguja rota al fondo de un arroyo, y sobre ella, allá en lo alto, ramitas, varillas girando, trozos de periódico, desechos: he aquí un enigma poético, es decir, una situa­ción que al advertirla nosotros parece que va a cedernos un fragmento de la única respuesta anhe­ lada ancestralmente desde lo hondo del ser, pero que en seguida se transforma, a su vez, en interrogante, como toda buena respuesta de la Sibila. Apela el poeta a la astucia y descubre, como médula del enigma, esa fábula del patético, absurdo, grotesco y espléndido orgullo de la aguja de zurcir que, a semejanza del hombre, de quien es criatura, no se entera nunca de cuándo pierde y, desde el fondo de su desastre, mira compasivamente cómo el periódico de ayer cruza, arriba, hacia el olvido final de que saliera. Cuando se cierra la histo­ ria nos hallamos donde está­bamos antes: una aguja rota al fondo de un arroyuelo, y sobre ella, allá en lo alto, ramitas, varillas girando, trozos de periódico, desechos: la fábula no ha sido más que el esfuerzo de acomodación de la pupila (Diego, 2014: 53-54). La aguja rota, inservible, en medio de ese paisaje de cosas inútiles, adquiere un significado espiritual en forma de reconocimiento del alma del poeta cuya mirada crece y alimenta su interior, 15

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su sensibilidad. La mirada sutil, «comprehensiva», es la obsesión central de Eliseo Diego. Es un movimiento fino, casi imperceptible, que no tiene correlato exterior. Nadie se da cuenta de lo que un matiz, una cosa mínima, puede causar en un alma sensible, que perfecciona su ser y lo eleva. Lo más relevante es que aquello que ha causado ese terremoto de incalculables consecuencias puede ser un detalle mínimo, una realidad supuestamente anodina. Así lo corrobora el poeta en las primeras palabras de su ensayo «Cómo tener y no tener una alondra»: La poesía, a mi modo de ver, es una manera peculiar de mi­ rar el mun­do. Casi siempre, tenemos ojos y no vemos. Cuando, de pronto, miramos de veras, nace ya la poesía. Es, digamos, el mo­ mento mismo de su concepción. Primero, entonces, una mirada de tal intensidad, que nos toma por sorpresa y arrebata –arrebata del hábito en que todo lo damos por supuesto. Cuando, de pronto, vemos un acto, criatura o cosa, y la comprehendemos –no «com­ prendemos», sino comprehendemos con una h, para que compren­ der, sin ella, se quede en entender, y con ella se aproxime a abarcar. Quiero decir que vemos la cosa tal como es, puesta en medio de la infinitud de las otras y en todas sus relaciones con cuanto la rodea. Una hoja de un árbol es en cierto sentido el centro del universo: no podemos tocarla sin que un estremecimiento alcance a la galaxia más lejana (Diego, 2014: 173). La conexión entre lo pequeño y lo sublime es posible gracias al arte. No podemos tocar el cielo pero sí es asequible trazar un puente entre lo inalcanzable y aquello en lo que cotidianamente no nos fijamos porque forma parte de la rutina de la vida. En la poética de Eliseo Diego hay un reto constante que consiste en elaborar, mediante la capacidad de observación, una vía de conocimiento que es a la vez senda que va de lo finito a lo sublime. Lo único necesario es una inquieta lucidez que propicie la mirada. Por eso, como asegura en uno de sus más conocidos poemas, la eternidad puede comenzar un lunes.

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Por Gustavo Pérez Firmat

CONVERSACIÓN ENTRE DIFUNTOS (T. Gray, H. Padilla, E. Diego) A veces, traducir es crear. Eliseo Diego

En la segunda mitad del siglo pasado, tres poetas cubanos –Eugenio Florit, Heberto Padilla y Eliseo Diego– coinciden en publicar volúmenes de traducciones de poetas de lengua inglesa. Florit hizo la selección, el estudio preliminar y las traducciones para una Antología de la poesía norteamericana contemporánea (1955) patrocinada por la Unión Panamericana. Padilla realizó, bajo encargo del Instituto del Libro Cubano, las traducciones para Poesía romántica inglesa, que apareció en La Habana en septiembre de 1979, pocos meses antes que Padilla dejara el país. Casi al final de su vida, Eliseo Diego recogió sus traducciones de poetas ingleses y norteamericanos en Conversación con los difun­ tos, cuya primera edición data de 1991. La antología de Florit abarca desde Edgar Lee Masters, nacido en 1869, hasta Richard Wilbur, nacido en 1921. Entre los treinta y ocho poetas antologados, se encuentran las figuras cimeras del período: Robert Frost, Carl Sandburg, T. S. Eliot, Ezra Pound, William Carlos Williams, Langston Hughes, Marianne Moore, Wallace Stevens, Elizabeth Bishop, Robert Lowell –y hasta el inglés W. H. Auden, que se incluye por haber adquirido la ciudadanía norteamericana después de la Segunda Guerra Mundial. En la introducción, Florit señala que el mayor o menor éxito de una traducción depende del grado de «simpatía» entre el poema y su traductor, simpatía que le permite a éste «entrar en el espíritu y la forma del poema original –traspensar, decía Martí, con su genio habitual– y una vez dentro de él, bucear y nadar en CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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todas las direcciones para aprendérselo en altura y profundidad» (Florit, 1955: xxv). Añade que ha preferido trabajar con poemas escritos en versos sin rima para no tener que «luchar con un soneto, pongamos por caso» (xxvi). (Una notable excepción es su versión de «Come in» de Robert Frost, «La llamada», donde evoca en cuartetos asonantados el patrón de rima del original.) No menos nutrida es la antología de poetas románticos ingleses de Heberto Padilla, en la cual trabajó durante tres años a finales de la década de 1970 (Cuza, 1980). Consta de más de ochenta poemas de doce autores, desde William Blake hasta Lord Byron. A diferencia de Florit, Padilla no tuvo la opción de «seguir la línea de menor Resistencia» (Florit, 1955: xxvi) y dejar a un lado poemas con métrica de corte tradicional. Aun así, hubiera podido arriar velas y limitarse a elaborar versiones literales –prosificaciones en verso, por así decirlo– sin preocuparse por la métrica. Y así lo hizo en algunos casos. Pero en otros Padilla se propuso elaborar versiones que de alguna manera se correspondiesen con el original en forma y fondo. En estos casos, intenta captar lo que Yves Bonnefoy llamó con acierto el «estado cantante» del poema (2002: 34). Para hacerlo, a veces se ciñe al molde del dechado, como en «El tigre» de Blake; otras veces desecha la rima pero adopta la forma estrófica, como en «A una Alondra» de Keats; y aun en otras, vierte el poema acudiendo a un modelo métrico propio de la poesía en lengua española, como en «La segadora solitaria» de Wordsworth, donde la «balada» inglesa se recrea en octosílabos cercanos al romance (Pérez Firmat, 2019: 15-17). Conversación con los difuntos refleja una labor que Diego realizó a lo largo de toda su carrera, pues consideraba que traducir del inglés –su «único segundo idioma» (2010: 153)– lo ayudaba a conocer las posibilidades y limitaciones de su lengua materna. Su criterio de selección es sencillo: los poetas traducidos son sus «amigos», pero amigos de épocas diversas que ha conocido a través de la letra impresa. Traducir sus poemas es reciprocar la amistad: «los poetas incluidos en el libro Conversación con los di­ funtos son poetas que me ayudaron y acompañaron, con quienes tengo una deuda de gratitud, y esa deuda se manifiesta a través de las traducciones» (2010: 141). El «amigo» más antiguo es Andrew Marvell, de quien traduce su poema más célebre, «To His Coy Mistress». El más reciente, el poeta afroamericano Langston Hughes. Como traductor, Diego se halla a medio camino entre Florit y Padilla. A veces, se conforma con reproducir el poema prescindiendo de la rima; así con los pareados de Marvell, que 19

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vierte en versos blancos, o con el soneto «To Night» de José Blanco-White. En otros casos, intenta recrear la métrica del original, como sucede con «Elegy Written in a Country Church Yard» de Thomas Gray, «The Looking Glass» de Rudyard Kipling o «The Four Guilds» de G. K. Chesterton. Su meta, como traductor, es engañosamente sencilla: captar el «aroma» del poema, «evocar una sensación similar a la del original en la nueva materia idiomática donde ha encarnado» (2013: 7-8). Al incluir tanto poetas ingleses como norteamericanos, la antología de Diego comparte un poema con Florit y otro con Padilla. Los dos poemas son «I, Too» de Langston Hughes, traducido por Florit y por Diego, y «Elegy Written in a Country Church Yard» de Thomas Gray, uno de los poemas más conocidos de la poesía inglesa, traducido por Padilla y por Diego. Las diferencias entre las dos versiones del poema de Hughes son mínimas. La única que merece remarcarse ocurre en el primer verso: «I, too, sing America». Florit traduce el verbo literalmente (sing/canto). Diego opta por una traducción que, sin alterar demasiado el significado, se hace eco de la fónica del verbo en inglés (sing/soy). Intenta así recrear lo que en una ocasión llamó «la música del significado» (2014: 167), aunque para hacerlo tiene que silenciar precisamente el verbo cantor: Yo también canto a América. Soy el hermano más oscuro. Me mandan a comer a la cocina cuando llega visita, pero me río, y como bien y me hago fuerte. (Florit, 1955: 111) Yo, también, soy América. Soy el hermano más oscuro. Me mandan a comer en la cocina cuando vienen visitas, pero río, y como bien, y me hago fuerte. (Diego, 2013: 115) Mucho más frecuentes y significativas son las variantes en las versiones del poema de Gray, mucho más largo y complejo. «Elegía CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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escrita en un cementerio de campo» abarca treinta y dos cuartetos con rima cruzada (o sea, serventesios). Su dicción, sin dejar de ser clara, dista mucho del coloquialismo. El primer desafío que supone su traducción es trasladar la lengua de Gray a un español moderno; el segundo es encajar en endecasílabos los pentámetros típicos del verso inglés. Como ha señalado José María Valverde, la concisión de la lengua inglesa hace que el iambic pentameter se corresponda no con el endecasílabo sino con el alejandrino. El traductor que se propone emplear el endecasílabo tiene que arrogarse lo que Valverde llama «libertades obligatorias» (Valverde, 2013: xxvi), como la elisión o condensación de enunciados, la añadidura de frases o versos enteros para reemplazar el material elidido, y el uso de recursos sintácticos o métricos (inversiones, encabalgamientos, hipérbatos) que no están en el original. Si a esto se suman las exigencias de la rima, el empeño se dificulta aún más. Thomas Gray (1716-1771) tiene la distinción –si distinción es– de ser uno de esos poetas recordado por un solo poema. Profesor en la universidad de Cambridge y especialista en las lenguas clásicas, su producción poética es exigua. En vida sólo dio a conocer un puñado de poemas en inglés y algunos más en latín. Casi todos se ajustan a los cánones de la literatura neoclásica. La singular excepción es la «Elegía escrita en un cementerio de campo», que se ubica dentro de las corrientes que desembocarán en el Romanticismo (de ahí su inclusión en la antología de Padilla). Más en concreto, el poema acerca a su autor a los llamados «Graveyard Poets» o «poetas de cementerio» –los más conocidos son Robert Blair, autor de The Gra­ ve (1743), y Edward Young, autor de Night Thoughts (1745)–, cuyos poemas se centran en melancólicas reflexiones sobre la mortalidad. En España, Noches lúgubres (1789) de Cadalso participa en la misma tendencia. Tanto Diego como Padilla eran conscientes de las dificultades que presentaba la traducción del poema de Gray. Diego explica así su esfuerzo por preservar la prosodia del poema: He procurado ceñirme a las posibilidades del español para preservar ritmo y rima sin hacer mucho caso de las rígidas con­ venciones de nuestra versificación. Para mí, es esencial el princi­ pio de la naturalidad: jamás he considerado el ritmo y la rima como malabarismos de virtuosista, sino como esenciales factores de significación dentro de la totalidad significante del poema (Diego, 2013: 17). 21

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A paso seguido, en un apóstrofe al poeta inglés, explica lo que el poema ha significado para él: Ya no me queda sino rogar tu indulgencia, querido, muy que­ rido, Thomas Gray. ¿Será cierto que no puedes escucharme ni con­ cedérmela, tú que tanto me has consolado, y me consuelas aún, con palabras salidas de tu boca no importa cuándo? Siempre que un hombre amansa a la tristeza o a la angustia y la soledad volvién­ dolas poesía, nos ayuda a soportarlas haciéndonos sentir cuánto vale, después de todo, el Hombre. Gracias, querido Thomas Gray, te digo alzando mi voz por esos humildes que tú amaste y no tuvie­ ron, como yo, el consuelo de escucharte. (Diego, 2013: 17) En un artículo periodístico escrito en 1986, Padilla recuerda las difíciles circunstancias que rodearon su traducción: Hace algunos años, obligado por mi trabajo en una edito­ rial cubana a traducir una antología de poesía romántica in­ glesa, tuve que asumir el reto de poner en castellano la inmortal «Elegy Written in a Country Church Yard», es decir, «Elegía escrita en un cementerio de campo». La pensé tantas veces, me acerqué a ella de tantas formas, me invadió con tal fuerza que estuve semanas y semanas sin poder apresarla. Aquel texto me sobrecogía con sus más de doscientos años de haber sido escrito. Era una forma, un vigor, un equilibrio conquistado a fuerza de severo ejercicio intelectual. Hasta que una noche de invierno tro­ pical decidí que yo sería el intermediario entre aquel gran poe­ ta inglés y mi lengua. El reto estaba dado por endecasílabos que funcionaban tanto en castellano como en inglés. [...] Nada tan distante de mi manera de escribir o concebir la poesía. Después, al releer la antología de Poesía romántica inglesa que fue publi­ cada en La Habana en 1979, me parece que ha transcurrido un siglo, y que esas versiones fueron producto de una desesperación que me rebasaba (Padilla, 1986: 5). Puesto que la versión de Padilla parece haberse compuesto primero, cabe preguntarse si Diego la conoció. En Conversación con los difuntos, Diego explica que, para lograr la traducción de «To His Coy Mistress», ha «tratado de olvidar» la «magnífica traducción» de Octavio Paz del mismo poema (2013: 17). No dice otro tanto sobre la traducción de la elegía de Gray, aunque su interés por la poesía en lengua inglesa hace poco probable que no haya conocido el volumen de Padilla. Más verosímil es suponer que lo conoció pero que la cautela política lo indujo a no mencionarlo. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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En todo caso, si Diego leyó la traducción de Padilla también la olvidó, porque existen poquísimos puntos de convergencia entre las dos. Por lo demás, según el testimonio de su hija Josefina de Diego, su padre podía trabajar años en la traducción de un solo poema, de modo que es posible que Diego haya iniciado o incluso terminado su versión antes de la publicación de Poesía romántica inglesa.1 Toda traducción se sitúa en un continuo que va de la literalidad a la paráfrasis. Si cotejamos las versiones de Padilla y Diego de «Elegy Written in a Country Church Yard», comprobamos que Padilla, con algunas excepciones que notaremos más adelante, se mantiene más próximo al sentido literal de los versos de Gray, aunque para hacerlo se vale de «libertades obligadas» con la métrica: abandona la consonancia en favor de la asonancia, acude a rimas falsas («colma» y «alma», por ejemplo) o abandona la rima del todo. El afán literalista de Padilla, respaldado por la práctica del verso libre en su propia poesía, tiende a producir un desaliño ajeno a la elegía de Gray, mientras que Diego, más acostumbrado a trabajar poemas con versificación reglada, capta con más precisión la pausada solemnidad de la elegía. Pero, para lograr esa uniformidad de forma y tono, Diego también se ve obligado a tomarse libertades, aunque de otra índole. Si Padilla desatiende la forma, Diego lo hace con el fondo. De ahí que aporte frases o versos enteros de su propia cosecha. La traducción de Diego delata su interés por la perfección formal, aun cuando conlleve alejamiento del original; la de Padilla refleja la impaciencia de un poeta a quien se le imponía un proyecto ajeno a su propia escritura. En los primeros veintitrés cuartetos del poema, un hablante anónimo que se suele identificar con el poeta se pasea por un cementerio y describe la vida de los campesinos allí enterrados. Con el cuarteto veinticuatro el poema cambia de enfoque. Ahora el hablante se dirige a sí mismo –el «yo» pasa a ser un «tú»– y se pregunta qué se le contestaría a alguien que preguntara por él después de muerto, igual que él lo ha venido haciendo a propósito de los campesinos. La respuesta la da un aldeano que conoció al poeta. La elegía se torna en una autoelegía que culmina con el epitafio del poeta. Así comienza esta última secuencia (cito el original y a continuación cada traducción con las iniciales del traductor): For thee, who mindful of the unhonoured dead Dost in these lines their artless tale relate; 23

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If chance, by lonely Contemplation led, Some kindred spirit shall inquire thy fate, Haply some hoary-headed swain may say, «Oft have we seen him at the peep of dawn Brushing with hasty steps the dews away To meet the sun upon the upland lawn». H. P. Si de ti, que en memoria de la muerte estas líneas sobre ellos nos dejaste, alguien quisiera conocer la suerte, movido del afecto que inspiraste, tal vez le diga un viejo campesino: «Lo vimos cada día de costumbre correr sobre el rocío del camino por ver salir el sol desde la cumbre». E. D. Por ti, que en estos versos has contado las crónicas oscuras de la muerte, si en estas soledades apartado alguien, afín, pregunta por tu suerte quizás le diga un níveo campesino: «con el alba partir fue su costumbre, veloz la escarcha hollando del camino por saludar al sol desde la cumbre”. La traducción más natural de «hoary-headed swain» es «viejo campesino», como en la versión de Padilla, y no «níveo campesino», como en la de Diego. El cultismo del calificativo se prolonga en los hipérbatos que siguen, el segundo de ellos de estirpe gongorina –«veloz la escarcha hollando del camino– y tal vez inducido por la referencia a las «soledades» en la estrofa precedente. No obstante, al hiperbatonizar, Diego no hace más que seguir un recurso expresivo del original, donde la sintaxis también está trastocada al colocarse el verbo y el adverbio en los extremos del verso: «Brushing with hasty steps the dews away». En ambos casos, la dislocación subraya la premura con que el poeta se dirigía a presenciar la salida del sol. También es más CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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exacta, y más elegante, la traducción de Diego del último verso. Padilla se contenta con el prosaísmo de «ver salir el sol»; Diego recupera la metáfora implícita en «meet the sun» al decir «saludar al sol». Si la traducción del segundo cuarteto ilustra la precisión de Diego, la del primero destaca su temperamento poético. En el original, el segundo verso reza: «Dost in these lines their artless tale relate». En su lugar, Diego acuña este endecasílabo: «las crónicas oscuras de la muerte». Padilla, otra vez, es más sencillo, aunque excede el cómputo silábico: «estas líneas que sobre ellos nos dejaste». Aun así, el flamante endecasílabo no carece de justificación. En el primer verso de la estrofa aparece la frase, «unhonoured dead», muertos sin honores. El adjetivo «unhonoured» motiva «oscuras» (uno de los epítetos favoritos de Diego) y el sustantivo, la frase prepositiva, «de la muerte». Las «crónicas» mal que bien traducen «artless tales», relatos torpes, sin valor artístico. Pero la diferencia es que estos relatos no son crónicas de la muerte, sino curricula vitae, ya que narran la vida simple y sin leyenda de los campesinos, para adaptar una frase de Ortega y Gasset. Conforman, en efecto, el poema que tenemos delante. El poeta, en Diego, prima sobre el traductor. La fidelidad al original se supedita a la belleza de su endecasílabo, que recuerda el título de su primer libro, En las oscuras manos del olvido (un verso de Quevedo). A diferencia de la de Diego, la poesía de Padilla guarda poca relación con los clásicos españoles. Si acaso, se distancia de ellos. En uno de los poemas de El hombre junto al mar (1981), «La aparición de Góngora», Padilla se queja de que, contra lo que él quisiera, sus poemas todavía están cubiertos por la «polvareda» de la lengua de Góngora (102). Hay que decir, sin embargo, que el contacto con esa «polvareda» puede imponer una disciplina cuya utilidad se observa en el contraste entre las traducciones de estas dos estrofas: Oft did the harvest to their sickle yield; Their furrow oft the stubborn glebe has broke; How jocund did they drive their team afield! How bowed the woods beneath their sturdy stroke! Let not Ambition mock their useful toil, Their homely joys and destiny obscure; Nor Grandeur hear with a disdainful smile The short and simple annals of the poor. 25

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H. P. ¡Cuántas cosechas bajo la hoz cedieron! ¡Cuántos tercos terrones trituraron! ¡Con qué alegría hacia los campos fueron! ¡Cuántos bosques sus golpes derribaron! No ría la Ambición de la afanosa vida hogareña, sencilla, ni así obre la Grandeza, oyendo desdeñosa la breve y simple crónica del pobre. E. D. Cuántas veces su hoz rindió a la espiga, cuántas la terquedad de los terrones sapiente doblegó su mano amiga! Cómo el bosque vibró con sus canciones! No frunza la Ambición el ceño necio para mirar el cántaro de cobre, ni escuche la Grandeza con desprecio la breve, simple crónica del pobre. Ambos poetas coinciden en la traducción del último verso, uno de los más célebres del poema, con la virtud que preservan el ritmo yámbico, infrecuente en español. Pero esta es la única coincidencia. En la versión de Padilla salta a la vista la disparidad prosódica entre el primer cuarteto y el segundo. En el primero, cada unidad sintáctica se corresponde con una unidad versal, como en el poema de Gray; en el segundo, la esticomitia cede ante encabalgamientos ausentes del original: de calificativo y sustantivo, el primero; de verbo y sujeto, el segundo. Si en la primera estrofa la rima es deficiente porque se establece entre palabras con la misma morfología, la rima de «obre» con «pobre», por ingeniosa que sea, depende de un encabalgamiento que genera una tensión reñida con el ambiente de tranquilidad, de equilibrio, que impera en el poema de Gray. Llevado a un extremo, esta falta de uniformidad desemboca en el tipo de poema que antiguamente se nombraba «ensalada» y que en buen cubano se llamaría un arroz con mango. Padilla trae a su traducción las licencias del versolibrista. Por una parte, impresiona la soltura con que traslada al español versos con rima y medida; por otra, sus cuartetos exhiben una informalidad, una falta de rigor, que los aleja del original. Si una CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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buena traducción, según Diego, es capaz de evocar una sensación similar a la del original, la de Padilla lo alcanza sólo a medias, ya que esa sensación surge no sólo del contenido, sino de los rasgos formales que lo matizan y condicionan. Para Diego, acostumbrado a trabajar con metros tradicionales, enfrentarse a los cuartetos de Gray no representó un desafío inusual. En la primera estrofa, Diego se vale otra vez de la hipérbasis: «cuántas la terquedad de los terrones / sapiente doblegó su mano amiga!». El segundo de estos versos es casi por completo invención del traductor. Aunque «doblegó» se aproxima al sentido de «broke» («rompió»), en el original no hay rastros de manos, ni de amistad, ni de sapiencia. Añadidos estos elementos, no hay espacio para el tercer verso –«How jocund did they drive their team afield!»– y Diego lo suprime. El cuarto verso del poema inglés se limita a describir la tala del bosque, mientras que Diego hace que el bosque vibre con canciones, tal vez elaborando la animación con que los campesinos dirigían las yuntas. Más directo, si menos innovador, Padilla encaja las cuatro actividades descritas por Gray en los versos correspondientes. En los dos primeros versos de la estrofa siguiente, Diego retiene la referencia a la ambición, pero en vez de retratarla, como Gray, mofándose de las labores de los campesinos, le da un aspecto severo. La metáfora del ceño fruncido recuerda «Vida retirada» de Fray Luis de León, un poema con el que la elegía de Gray, a pesar de las diferencias de época y género, comparte la temática horaciana del beatus ille: Un no rompido sueño, un día puro, alegre, libre quiero; no quiero ver el ceño vanamente severo de a quien la sangre ensalza, o el dinero (Macrí, 1970: 222). El segundo verso de la estrofa describe los gozos modestos de los anónimos campesinos. Padilla se aproxima al sentido literal al traducir: «afanosa / vida hogareña, sencilla», aunque la necesidad de buscarle rima a «pobre» hace que adelante el verbo de la frase que sigue y que desborde los límites del endecasílabo. Diego, a su vez, corta por lo sano y sustituye el binomio de Gray («Their homely joys and destiny obscure») con un objeto: «el cántaro de cobre». Al evitar el enunciado abstracto, pone en evidencia su predilección por lo concreto, por las cosas («Voy a nombrar las cosas» es el título de uno de sus poemas). El cobre connota po 27

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breza. El cántaro sugiere que no falta el sustento. La aliteración traslada la seguridad o solidez del oikos, el espacio familiar. Y no es éste, por cierto, el único cántaro hogareño en la poesía de Diego. En «Oración para toda la familia», de El oscuro esplendor (1966), lo volvemos a encontrar, «más útil que la dicha»: Roguemos esta noche por la dueña de un cántaro tan útil solo desde mil años entre la selva enorme, sin amparo. Ya que no queda más que un juguete de arcilla, una palabra de vaga lumbre, alguna cosa más útil que la dicha, ¡oh posesiones! (2003: 139). Como acabamos de ver, Diego no se inhibe al modificar –incluso, mejorar– el original con tal de mantener la integridad de las estrofas; Padilla malea la métrica para ajustarse al sentido. Para aquél, la forma es lo principal; para éste, la literalidad. Mas no siempre sucede así. Hacia el final del poema, es Padilla quien altera el contenido, aunque no, a diferencia de Diego, por razones de estética. El primer ejemplo ocurre en otra estrofa célebre, ya que de ella viene el título de una novela de Thomas Hardy, Far from the Madding Crowd (1874). Gray elogia la vida lejos del mundanal ruido, alabanza de aldea que sufre una enmienda notable en la versión de Padilla. Far from the madding crowd’s ignoble strife, Their sober wishes never learned to stray; Along the cool sequestered vale of life They kept the noiseless tenor of their way. H. P. Lejos de locas y bajas contiendas, sus sobrios deseos no se confundieron: en el áspero valle de la vida siempre la vía recta mantuvieron. E. D. Lejos de la demente, innoble brega, siempre el sobrio deseo a buen resguardo, su vida fue como secreta vega de la que nunca errara el paso tardo. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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El poeta inglés asemeja la vida retirada de los campesinos a un valle fresco y aislado: «the cool sequestered vale of life». Diego abrevia pero retiene lo esencial al decir «secreta vega». Padilla, además de prescindir de la rima, cambia por completo el sentido: «el áspero valle de la vida». El valle de Gray es un acogedor hortus conclusus; el de Padilla, el proverbial valle de lágrimas. De hecho, al describir la vida de los campesinos como un «áspero valle», Padilla desdice la tesis central de la elegía. Es difícil creer que la mala traducción haya sido un lapso inadvertido. O si lo fue, tal vez la resonancia personal de una palabra lo haya suscitado. En Gray el significado de «sequestered» es positivo (apartado, protegido), pero bien podría haberle sugerido a Padilla su forzada reclusión domiciliaria, su «secuestro», mientras trabajaba en las traducciones. En este verso, Padilla filtra su propio malestar, esa desesperación que mencionaría años después. La fidelidad de traducción se resiente bajo el peso de las vivencias del traductor. En la estrofa siguiente, Padilla se desvía otra vez del poema inglés al insertar el «yo» del hablante. En el poema de Gray, así como en la traducción de Diego, la figura del narrador permanece en el fondo (el pronombre de la primera persona aparece sólo una vez, en la primera estrofa); en la de Padilla, el hablante ocupa el escenario: Yet ev’n these bones from insult to protect, Some frail memorial still erected nigh, With uncouth rhymes and shapeless sculpture decked, Implore the passing tribute of a sigh. H. P. Mas para proteger sus sepulturas del desdén, como recuerdos miro torpes rimas, informes esculturas que imploran el tributo de un suspiro. E. D. Mas para proteger sus sepulturas de orgulloso desdén, en tosco giro de rimas y en informes esculturas imploran el tributo de un suspiro. Poco después, se introduce otra alteración en el original que delata al traductor. La estrofa explica que aún los más humildes no se resignan a la muerte y el olvido. 29

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For who, to dumb Forgetfulness a prey, This pleasing anxious being e’er resigned, Left the warm precincts of the cheerful day, Nor cast one longing lingering look behind? H. P. Pues, ¿a quién que condenen al olvido como a este pobre ser lo han condenado no ha de volverse hacia los goces idos, no ha de mirar con ansias al pasado? E. D. Pues quien al duro Olvido se resigna, deja este amable, ansioso ser, sin duelo, la tibia estancia de la luz benigna, y atrás no mira con moroso anhelo. El primer verso ofrece otro ejemplo de la tendencia de Diego de traducir «de oído», o sea, de ofrecer una traducción tan atenta al sonido como al sentido del original: «duro Olvido», dice, en vez de «mudo Olvido». Aunque «duro» no tiene el mismo significado que «dumb», sí retiene la sonoridad de la consonante y, de paso, parte de la grafía de la palabra. En la versión de Padilla, el significado de la estrofa es muy distinto. Gray describe la existencia terrenal como «this pleasing anxious being», que Diego traduce a «este amable, ansioso ser». El referente no es una persona, sino la condición de ser, de existir, con sus luces y sus sombras, sus satisfacciones y sus angustias. Padilla, además de suprimir la parte amable de la vida, concretiza, humaniza el referente. En su traducción, el sujeto ya no es el ser como categoría, sino un hombre: «este pobre ser». Y no es exactamente «al pasado», donde se mira en el poema de Gray; es a la vida misma. Ni son tampoco «los goces idos» los que se extrañan; es el estar vivo. Al mentar a «este pobre ser», Padilla se nombra. En su traducción, la estrofa deja de ser una reflexión filosófica para convertirse en un lamento personal. Llama también la atención el lenguaje judicial que emplea: «a quién que condenen al olvido / como a este pobre ser lo han condenado». El concepto de condena no está en el original pero sí tiene mucho que ver con la biografía del traductor, encarcelado por contrarrevolucionario y marginado de la vida literaria del país. O sea: condenado, literal y figuradamente, por el régimen CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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castrista. Ni el afán de protagonismo ni la autolástima que subyacen a la frase son ajenos al poeta de Fuera del juego. Si a veces traducir es crear, como ha señalado Diego en una entrevista (2010: 154), otras veces es retratarse. Apunta Diego, en la misma entrevista, que los poetas incluidos en Conversación con los difuntos son los que ha querido y podido traducir. Padilla no disfrutó de esa opción, ya que la selección de poemas fue hecha por Marta Eugenia Rodríguez, que también escribió el prólogo. Dada la decretada invisibilidad de Padilla, Rodríguez en ningún momento menciona su nombre ni alude a las traducciones. El nombre del traductor aparece sólo en la página legal, en letras pequeñas, junto al de las personas responsables del diseño y la edición. No cabe duda que la versión de Diego de la elegía es superior: más fina, más fluida, más elocuente. Capta el aroma del original, aun cuando innova. La de Padilla, en cambio, mezcla emanaciones propias con las del poema. Por eso, valiendo menos como poesía, vale más como documento. El hablante tipico de los poemas de Diego muestra una impasibilidad rayana en el quietismo, estado de ánimo en sintonía con el estoicismo del poema de Gray. Además, la conciencia de la muerte y, por tanto, la nota elegíaca recorren toda la poesía de Diego. Padilla, histriónico y protestón, no sabía resignarse o callarse, ni para culpar ni para culparse. Diego mantuvo sus distancias del régimen castrista pero nunca lo desafió, al menos abiertamente. Muy otro es el historial de Padilla, un poeta convertido en caso, que ni siquiera al traducir un bicentenario poema inglés sobre un cementerio de campo, sabe mantenerse fuera del juego.

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NOTAS 1 Cito el poema de Gray por la versión reproducida en Conversación con los difuntos; original y traducción ocupan las págs. 18-29. La traducción de Padilla ocupa las págs. 75-83 en la primera edición de Poesía romántica inglesa. La única otra traducción en verso que conozco es la de Bartolomé Mitre (299-305). Dudo que Padilla o Diego la hayan conocido. Gray queda fuera de dos recientes antologías de la poesía romántica inglesa: Poesía romántica inglesa (2011) de Antonio Ballesteros González y Poetas románticos ingleses (2013) de José María Valverde y Leopoldo Panero.

· Diego, Eliseo (2014). Flechas en vuelo. Ensayos selectos. Madrid: Verbum, ed. de Josefina de Diego y Antonio Fernández Ferrer. · Diego, Josefina de (2014). «El idioma inglés y la literatura inglesa en la vida y obra del escritor cubano Eliseo Diego”. Conferencia inédita. · Florit, Eugenio (1955). «Introducción». Antología de la poesía norteamericana contemporánea. Washington D.C.: Unión Panamericana, trad. Eugenio Florit. · Macrí, Oresté (ed.) (1970). La poesía de Fray Luis de León. Salamanca: Anaya. · Mitre, Bartolomé (1916). Rimas. Buenos Aires: La Cultural Argentina (3ª ed.). · Padilla, Heberto (1979). Poesía romántica inglesa. La Habana: Editorial Arte y Literatura, Selección y prólogo de Marta Eugenia Rodríguez. · Padilla, Heberto (1981). El hombre junto al mar. Barcelona: Seix-Barral. · Padilla, Heberto (1986). «El vaticinio de la posteridad». El Nuevo Herald, 8 de febrero de 1986, pág. 5. · Pérez Firmat, Gustavo (2019). «Heberto Padilla, traductor». En Poesía romántica inglesa. Fort Worth: Linden Lane Press, (2ª ed.), págs. 11-17. · Valverde, José María (2013). «Introducción». Poetas románticos ingleses. Barcelona: Austral, trad. José María Valverde y Leopoldo Panero.

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Por Yannelys Aparicio

EL MUNDO DE LOS NIÑOS, la literatura infantil, la enseñanza de la literatura y el juego según Eliseo Diego La vocación literaria de Eliseo Diego se forjó alrededor de dos espacios: el de la pertenencia a un lugar y el de la pérdida del paraíso. Y en ambos hay una revelación conectada con la historia personal de su niñez: la vida en una casa a las afueras de La Habana, «La Quinta», durante su infancia y el cambio de residencia a los nueve años. Más adelante, cuando su vocación literaria estuvo consolidada, vincularía a ésta no sólo los dos espacios, sino también el hecho de haber ocurrido en la primera etapa de su recorrido vital. Porque, para crear, es preciso razonar como un hombre y ver como un niño. Para Diego, no se es poeta si no se conserva un espíritu radicalmente infantil. En «A través de mi espejo», la historia de su poética, Eliseo revela su primer recuerdo de la infancia, una casa vieja y unos jardines, la materia de la que parte toda su poesía. Dice que en ese espacio sus ojos vieron «más de lo que tenían delante», vieron «la Dicha Grande», el «vio-Dios-era-bueno», «el horno viviente de la terrible alegría de crear» (Diego, 1991: 382), y eso fue lo que le nutrió para convertirse en poeta, porque sólo los que tienen un «corazón puro» pueden gozar de verdad la poesía. Esa expresión, «corazón puro», es la misma que aparece en el pasaje de las bienaventuranzas (Mateo, 5, 8), que tanto gustaba al poeta, desde su catolicismo tradicional: los que tienen un corazón lleno de pureza son los bienaventurados, porque verán a Dios. El Evangelio utiliza la palabra «ver», la misma que Eliseo usa para el encuentro del ser humano con la poesía, de tal forma que se establece un paralelismo entre la presencia Dios y la posibilidad del arte, cuyo punto de unión es la inocencia. «Hay una Poesía escrita a 33

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grandes rasgos de luz y de sombra –declara–, en jeroglíficos de nubes y rostros y árboles, que sólo pueden leer los Inocentes» (Diego, 1991: 383), y éstos son, fundamentalmente, los niños, los cuales habitan en un paraíso que está en vías de convertirse en pérdida. Los moradores de la infancia, mientras residen en ella, ven. En el discurso de 1958, «En esta tarde nos hemos reunido», Eliseo habló largamente de la infancia, llena de «poéticas maravillas», portadora de la capacidad de mirar la «prodigiosa realidad» (Diego, 2014a: 31). Después del canto general a la infancia, el poeta explicó la suya, para concluir que ese bildungsroman justificó su vocación literaria. Mientras era niño, fue suficiente vivir en la Quinta y dominar ese jardín, de modo inconsciente. Respirar, mirar, vivir, gozar de la plenitud, sin saberlo, era un modo de estar en contacto con la poesía sin «la exigencia penitencial de la letra», disfrutando de un modo natural de su autoridad «sobre las aves del corral, y sobre la mata de alcanfor que ahondaba el patio del Este, y sobre la picuala y las atónitas bolas de billar, y sobre los frágiles y blancos balances de la sala de música», de tal forma que sólo cuando fue expulsado de ese paraíso y todo pasó a formar parte del pasado, del recuerdo, comenzó a mirar aquello que estaba definitivamente extraviado, y en ese momento fue consciente de que necesitaba «la letra» (Diego, 2014a: 33). El poeta ilustró ese proceso mediante la imagen de un niño que juega solo, en silencio, ensimismado con su historia, con aquello que «ve». En un momento dado levanta la cabeza y oye unos pasos que se acercan a la puerta de la habitación, por fuera. Es algo que ha esperado durante un buen rato, y ansía el encuentro con lo que se avecina. El poeta, entonces, reconoce su miedo ante el horror de lo que se acumula detrás de la puerta, y desea que nunca se abra, para evitar el sufrimiento del niño. Dejar de ser pequeño, dejar de ser inocente, cortar el ensimismamiento, abrir la puerta al conocimiento es algo parecido al proceso que se relata en el Génesis, y que recuerda Diego en su discurso. Adán y Eva abandonaron su condición de inocencia cuando quisieron saberlo todo, accediendo a la ciencia del bien y del mal. En el momento en que eso ocurrió, ya no hubo vuelta atrás: la inocencia es irrecuperable. De ahí el castigo y la errancia definitiva. La historia de la Quinta no termina con esa expulsión. Ese sitio «en que tan bien se está», como dice en uno de sus poemas más conocidos, tuvo un protagonismo destacado en la consolidación de lo que más adelante se llamaría el grupo Orígenes. Eliseo Alberto, hijo del poeta, describía una de las habituales reuniones CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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del grupo, ya en los años cincuenta, en ese lugar mítico, con la asistencia de Cintio Vitier, Fina García Marruz, Gastón Baquero, Octavio Smith, José Lezama Lima, Ángel Gaztelu, Agustín Pi, etcétera, a las que se unían en ocasiones Roberto Fernández Retamar, algo más joven que el núcleo del grupo, Cleva Solís, Roberto Friol, Adelaida de Juan, Julián Orbón, Francisco Chavarri. En ellas charlaban, comían, bebían y, sobre todo, leían y comentaban poesía. Había incluso un veredicto sobre la calidad de los poemas, que guardaba relación con la cantidad de lágrimas que Bella, la esposa de Eliseo y hermana de Fina, derramaba durante la lectura de los textos, circunstancia por la que los poetas la llamaron «El Lacrimómetro». Escribe Lichi: Los lacrimales de mamá eran juiciosos, literariamente correc­ tos: a partir de cinco gotas, estaba listo. Cuatro, de acuerdo. Tres, debería ser trabajado. Dos, lindo. Una, en fin. Cero lágrimas, a la basura. Pocos versos acabaron en el cesto, debo decirlo en ánimo de no parecer exagerado, pero al que le tocaba, le tocó. La ley era pareja. Sus pupilas no tenían privilegios (Alberto, 2017: 121). Y aunque Eliseo Diego se quejaba muchas veces de que los versos de Cintio, de Roberto u otros habían arrancado más lágrimas que los suyos, lo cierto es que el poeta de la Quinta había logrado el amor de Bella, algunos años antes, gracias a la poesía. Concretamente, el primer poema «que ablandó a mi madre, y como solo sabe debilitarse de amor una muchacha de veinte años, fue “Nostalgia de por la tarde”» (Alberto, 2017: 122). La Quinta, desde 1929, fecha en la que los Diego se trasladaron a La Habana, a 1953, año en el que Eliseo volvió allí para residir con su mujer y sus tres hijos, estuvo a veces alquilada y en otras ocasiones fue lugar de encuentros familiares y poéticos pero, sobre todo, fue el centro de las preocupaciones estéticas del poeta de Arroyo Naranjo, quien parte, para validar su poética, de un primer recuerdo de la infancia, recién estrenada la casa con su jardín, y observa en su interior su intimidad inaugurada, para llamar la atención sobre la enorme distancia y desproporción existentes entre la sencillez de la escena recordada, evocada, y la «voracidad» con la que ella había quedado «ardiendo» en su memoria (Diego, 1991: 382). El problema estriba en que el poeta siempre es un adulto y, técnicamente, es imposible recuperar la edad de la inocencia, por esa distancia y esa desproporción de las que hablamos, que son las que separan al niño del hombre formado. Por eso, la única posibilidad de «ver» como los niños es siempre un remedo, como 35

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afirma en su discurso: «Ver un gato, mis amigos, es ver un gato. Es visión que bien podría ser insondable. Y mantenerse fiel a este único esplendor puede bastarnos» (Diego, 2014a: 30). Lo que en el niño es algo natural, milagrosamente corriente, en un adulto es fruto de un aprovechamiento de los dones, pero también de la conciencia de su incapacidad para conseguir una posesión verdadera de las cosas, de la mirada. Sólo hay destellos, momentos de intensidad no provocados, como si un receptáculo de privilegios visitara al poeta. Ver con los ojos de antes es una quimera, un empeño inútil, pero el poeta puede aproximarse y sentir que, por momentos, llega. Por eso, hay una gran diferencia de actitud entre el niño y el adulto con respecto al uso de la palabra. En el niño hay una relación plena y natural, sin voluntad de posesión ni de transmisión, mientras que el adulto necesita manipularla, dominarla, buscar una armonía que se ha perdido con la edad de la inocencia. Dice Aramís Quintero: La letra, y su legión de resonancias, existe para el niño; pero él, en su magnífico egoísmo, se ocupa sólo en consumirla, no la transmite sino muy azarosamente y sin la menor intención de darnos nada [...]. Las palabras, los nombres –letra impresa u oral–, llegan al niño a través del adulto, y comienzan en él un proceso en que el lenguaje se enriquece en extensión y en profundidad y, con él, el poder creativo y el espíritu. Pero la creación es, en el niño, labor lúdica, actividad de juego (en una forma mucho más evidente que en el adulto) (Quintero, 1991: 212-213). Desde sus primeros textos, Eliseo quiso describir el mundo de los niños, sin hacer estrictamente literatura infantil. Los tres libros publicados en los años cuarenta, dos de prosa y uno de verso, transitan obsesivamente por el espacio de la infancia, en un sentido general pero también por las continuas referencias a lo que fue su puericia. Los cuentos de En las oscuras manos del olvido relatan los primeros años de vida del poeta, utilizando los mismos nombres que los personajes familiares de la vida real, los mismos lugares, y con un protagonista del que no se esconde su identificación con el autor. De hecho, en el relato «Historia del daguerrotipo enemigo», se produce un original desdoblamiento entre el Eliseo niño que vive su plenitud infantil, que ve, sin más, y el otro, el adulto, que pone las palabras, que las necesita para ver. En la narración, la voz toma a veces la perspectiva del observador y a veces la del observado, con un asomo de ambigüedad del que haría gala Julio Cortázar en sus narraciones de naturaleza surrealista: CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Miradme, observad a Eliseo Diego, atento el oído, la mirada atenta, en vela por un niño de seis años. Yo soy el que habla, ya lo he dicho, el que escribe, el que es escrito. Con mi gran cuerpo de gigante ando aquella parte de la historia en que nadie repara, pues yo soy el gigante que recorre toda la historia por la otra parte, ordenándola y haciéndola, haciéndose. Ved a Eliseo Diego que se ha vuelto de frente a su sueño y lo mira con sus ojos abiertos. Procura hacerlo eterno, diáfano, eterno. Habría de ser perdurable, el mi­ nuto salvado en lo eterno, el que dura tanto como dure la palabra. Observad su transformación en mí, en el cuerpo de tinta y ceniza que alienta con su sangre, en el gigante oculto en el abismo noctur­ no, cercano su rostro a la puerta del sueño (Diego, 2004: 43). Los dos Eliseos realizan exactamente la función que les ha otorgado la singular poética del autor, que defenderá para toda su obra: el adulto trata de ver al niño y llegar, por medio de las palabras, hasta lo que él llegó de un modo natural e inconsciente. El niño está y eso es suficiente. El adulto tiene que esforzarse para «ver», «mirar» y escribir: eso es la poesía, la literatura y el arte en general: poner en palabras la visión que el niño no necesita comunicar, porque queda dentro de sí de un modo suficiente. En Divertimentos, su segundo libro de relatos, también de los años cuarenta, la presencia del mundo infantil es más oblicua, pero persistente: está en los argumentos de los cuentos, en las fuentes (el libro del Conde Lucanor, por ejemplo, y otros modelos relacionados con el didactismo o la literatura cuya lectura es útil o sencilla para los niños), en el tipo de personajes que aparecen y los sucesos que les ocurren, en los elementos fantásticos de algunos de los relatos, etcétera. El librito es también un relato de la nostalgia abrumadora, con una obsesión por mantener a salvo de la corrosión del tiempo ciertos objetos, situaciones, personas, voces. Y el tercer texto de los años cuarenta, su primer poemario, está absolutamente dedicado a sus recuerdos de la Quinta y de la Calzada, de la infancia propia en un lugar y en un tiempo determinados. En cuanto al último libro de relatos que escribió, publicado ya en los años setenta, Noticias de la Quimera, conviene señalar que supone un conjunto de relatos similares a los de los libros anteriores, de diversa procedencia en el tiempo, muchos de los cuales habían quedado sin publicar desde los años cuarenta o se habían perdido en alguna publicación efímera o de escasa difusión, en los que una de las notas comunes es la fantasía. 37

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En el prólogo de Noticias de la Quimera, Diego vuelve a evocar los orígenes narrativos de su vocación literaria, y reconoce que le hubiera gustado escribir una novela de largo aliento en lugar de esos textos breves. Pero lo más interesante de su apreciación es que, cuando propone los modelos a los que le hubiera gustado parecerse, en esa tarea de contar historias más largas, alude a La Isla del tesoro, El gran Meaulnes o Un fuerte viento en Jamaica, obras escritas sobre peripecias de niños y, en principio, escritas para lectores relativamente jóvenes, relacionadas con la educación de los niños, las aventuras o el paso de la infancia a la juventud sobre la base de una educación sentimental. En otro lugar evoca a C. S. Lewis, autor de novelas fantásticas que aseguraba que los infantes son capaces de entender cualquier cosa, siempre que lo que se les relate sea adecuado a su nivel de experiencia. Eliseo pensaba que no hay o que no debe haber una literatura específica para niños, por eso nunca afirmó que sus cuentos habían sido escritos con el fin de que los leyeran los más pequeños. En una entrevista con Luis Manuel García opinaba que casi siempre los cuentos que son escritos para los niños y para los adultos son idénticos, porque su estructura es la misma (comenzar por el principio, seguir por el desarrollo de la trama y terminar por el final, como decía Kipling). Esto, que puede parecer una simpleza o una necedad, realmente no lo es: Un buen cuento tiene que empezar por algo que agarre tu in­ terés, y mantenerte en suspenso hasta el clímax y el final. Pero los cuentos para niños se considera que deben estar llenos de cosas bo­ nitas, arcoíris y cosas así, y son páginas y páginas y no acaba de empezar la acción del cuento. Y hasta el epílogo, al final, lleno de cosas lindas. Pero los niños aspiran a que la historia les cuente algo que los agarre hasta el desenlace. De modo que casi siempre la lite­ ratura premeditadamente para niños es mala, y sólo hay dos tipos de literatura: la buena y la mala. Y la buena literatura siempre está al alcance de los niños mientras esté en su nivel de experiencia. Hay muchos libros que el escritor escribió de cierta manera y coin­ cidió con el gusto de los niños (Diego en García, 2000-2001: 111). Así, Diego nunca proyectó directamente literatura para niños, aunque sí es cierto que pensaba en los niños cuando escribía sus relatos, sobre todo porque su concepto de literatura parte de la mirada del niño, y de éste en el contexto de la pérdida de la inocencia y del paraíso. Por otro lado, Eliseo pensaba que los niños son los lectores más exigentes y nobles, porque dicen con senCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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cillez y sin disimular lo que piensan del cuento que han leído. Además, los niños «son capaces de entenderlo todo, siempre que esté dentro de su nivel de experiencia» y, a menudo, los adultos tratamos a los más jóvenes de un modo injusto y poco útil para su educación y desarrollo, porque «hemos olvidado qué significa ser un niño y tenemos del niño una visión estereotipada» (Diego en García, 2000-2001, 110). Hay un artículo de 1966, poco conocido, pero muy esclarecedor, sobre la imaginación infantil en relación a los cuentos, en el que Eliseo reconoce que el mundo de los niños es paradójicamente misterioso, porque en ellos el «ser dado» se encuentra en las primeras fases del rendimiento identitario, muy lejos de lo que podría llegar a constituir el «ser pleno». Es un pensamiento muy martiano, que se repite constantemente en los cuentos y en las introducciones de cada uno de los números de la revista La Edad de Oro, que José Martí publicó en los últimos años de su vida, preocupado por la educación de los más pequeños. En su artículo «Músicos, poetas y pintores», explicaba que cada persona «lleva en sí un hombre ideal, lo mismo que cada trozo de mármol contiene en bruto una estatua tan bella como la que el griego Praxiteles hizo del dios Apolo» (Martí, 2006: 170). Ahora bien, desde la perspectiva del adulto, piensa Diego, no es posible saber cómo evoluciona el bloque de mármol hacia la representación de Apolo, el «ser dado» hacia el «ser pleno». Ni siquiera sabemos bien qué es ese «ser dado», a pesar de que cada uno de los adultos fue eso mismo en un tiempo pasado. Sólo experimentamos una desbordada inquietud, incontrolada, con la que el maestro debe lidiar, para saciarla o corregirla. La avidez del niño puede llegar a un estado de relajación por medio de los relatos. Y aunque existan cada vez más medios técnicos que puedan sustituir la dicción de una persona, lo cierto es que relatar una historia sigue siendo un método infalible para atraer la atención de los niños. Y concluye Diego que eso ocurre porque es algo que está inscrito en su propia naturaleza. Como en ellos hay una ausencia absoluta de inhibiciones, obedecen a sus impulsos, «de aquí que su obstinado interés por los cuentos dichos de viva voz lleve el sello de lo que sienten como necesario» (Diego, 2014b: 77), es decir, la palabra pronunciada. Narrando los cuentos no sólo se consigue encauzar el instinto, el interés informe, sino que se estimula la «capacidad de crear» (Diego, 2014b: 79), que es tan necesaria en la educación infantil y primaria como el aprendizaje de la aritmética u otras materias fundamentales, porque activa la generación 39

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de sueños, y en ella se encuentra, según Diego, el futuro del hombre, la posibilidad de mejorar la condición humana. Como sabemos, Eliseo ejerció la docencia y fue inspector docente, centrado en la enseñanza del inglés y de la literatura. De 1944 a 1947 fue maestro de inglés en centros especiales nocturnos y, desde 1947 hasta 1959, ocupó un puesto como inspector del Ministerio de Educación para la enseñanza de la lengua de Shakespeare. Estudió en la segunda década de los cincuenta la carrera de Pedagogía en la Universidad de La Habana y, nada más triunfar la revolución, la recién fundada Casa de las Américas lo contrató para impartir literatura inglesa y norteamericana. También estuvo vinculado profesionalmente a la Biblioteca Nacional José Martí, ya que de 1962 hasta 1970 dirigió el departamento de Literatura y Narraciones Infantiles. En su artículo «Sobre la enseñanza de la literatura», abunda en las características del mundo de la infancia y en los métodos que hay que utilizar para estimular las capacidades creativas en los niños. Advierte que los niños primero viven «en poesía», luego «en deseos», y que, cuando comenzamos a estudiar literatura, nuestra disposición para imaginar está algo aletargada; por ello, aprender literatura sobre la base de biografías de escritores y obras publicadas con fechas y datos es un gran error. La información literaria es prescindible; lo que se debe conseguir es que el todavía niño o el joven obtengan la «experiencia de la literatura» (Diego, 2014c: 144). Para ello, hay que trabajar sobre los textos, sabiendo que cada género tiene su propia dinámica, lógica, y debe ser experimentado de forma diferente. Llama la atención el acercamiento que hace Eliseo a la prosa y al verso. Para ello, elige una misma historia contada en un poema y en un texto narrativo. Y llega a la siguiente conclusión: Creo que los propios estudiantes sentirán, sin que les sea preciso mencionarlo, que la diferencia es una diferencia de vida: en el relato en prosa la letra muerta comunica datos que la in­ teligencia interpreta y asimila; en el poema, el acontecimiento vuelve a vivir ante nuestros ojos, de tal modo que es el corazón quien recibe su impacto, conmoviéndose. La poesía no ve ante sí datos, sino fragmentos vivientes, y su misión es reintegrarlos en el todo de su viva estructura originaria. Si la razón llega al conocimiento de la realidad por el análisis, la poesía lo hace apo­ derándose de ella, aprehendiéndola en el lenguaje, trasladándola al espacio del idioma. De aquí la brevedad del poema, su econo­ mía de palabras. Su virtud consiste en sugerir, en evocar la vida (Diego, 2014c: 150). CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Lo que hace falta, entonces, para que los niños y los jóvenes consigan experimentar el placer estético inherente al texto literario, es un profundo respeto por la literatura y por el individuo; es decir, hay que tratar al hombre y al texto como lo que son, porque existe un punto de contacto entre los dos, y hay que saber dónde se encuentra, para que la conexión emocional pueda llevarse a cabo. Para Diego, la literatura y, sobre todo, la poesía, guardan una estrecha relación, como hemos visto, con la infancia. Desde el punto de vista teórico, su obra parte de un elemento general (la infancia como estado poético específico, gracias a la inocencia y a la visión directa) y de otro particular (su propia infancia). Por ello, acercar la literatura al universo de los niños es el mejor antídoto contra las deficiencias, las contingencias, la falta de valores y las carencias humanas. La pregunta, entonces, sobre lo específico en la enseñanza de la literatura a los niños y los jóvenes es saber cómo se debe enfocar la transmisión de saberes. O más bien, si se trata de transferir conocimiento o de hacer sentir lo que la literatura tiene en sí misma. Eliseo se lo plantea así: ¿A qué asirnos que nos guíe, en qué principio confiaremos para decidir qué importa más, la literatura como contenidos que asimilar y vencer a la manera que ocurre con la historia o la geo­ grafía, o la literatura como un fenómeno estético, como una vía para el desarrollo de la afectividad y la imaginación? (Diego, 2014c, 142-143). ¿Cómo se puede conseguir –podríamos continuar– que el niño y el joven amen la literatura y lo hagan de un modo natural, sin imposiciones? Considerando las relaciones entre la lectura y el juego, que son de la misma etiología que las que enlazan la vida misma con el juego. El origen de esta teoría, como de casi toda la poética del cubano, es religioso. Para Diego, la relación del Creador con la creación es la de un padre con su hijo. Toda la creación es un juguete de Dios, pero el Creador gusta especialmente del ser humano para establecer sus jerarquías lúdicas, ya que a él lo ha hecho a su imagen y semejanza. Platón, otra de las fuentes de la poética de Diego, aseguraba que el hombre «no es más que un juguete que ha salido de las manos de Dios y que ésta es, en efecto, la más excelente de sus cualidades; que es preciso, por consiguiente, que todos, hombres y mujeres, se conformen con este destino y consagren su vida a los más preciosos juegos, y se dejen mover por sentimientos completa 41

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mente opuestos a los que los mueven en la actualidad» (Platón, 1946: 206). En el Libro de los Proverbios hay un sentencia que resume esta idea: «Ludens in orbe terrarum, et deliciae meae esse cum filiis hominum» (Proverbios, 8, 31). Estas palabras indican que Dios juega con el orbe de la tierra, y que sus «delicias son estar con los hijos de los hombres». Hasta tal punto considera el Creador que las cosas de los niños, es decir, los juegos, son las actividades más importantes que el entorno de lo creado puede desarrollar que San Pedro, en su primera carta, exhortaba a las primeros cristianos de esta manera: «Quasi modo geniti infantes, rationabile, sine dolo lac concupiscite» (1 Pedro, 2, 2), es decir, que del mismo modo que ocurre en los niños recién nacidos, es necesario apetecer la buena leche espiritual, que es la que confiere la verdadera vida. De hecho, Jesucristo instó a que los apóstoles dejaran que los niños se acercaran a él, «porque de los que son como éstos es el reino de los cielos» (Mateo, 19, 14), cuando muy poco antes había afirmado: «En verdad os digo que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mateo, 18, 3). Todo esto es afín a la poética de Eliseo Diego, pero la sentencia más explícita que configura el pensamiento del cubano es la del pasaje en que Jesucristo declara la sintonía con los niños por el entendimiento de las cosas importantes: «Te alabo, Padre, señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a sabios e inteligentes, y las revelaste a los niños» (Mateo, 11, 25). De ahí el «ver como los niños ven» que apuntábamos al principio, tan necesario para Diego. Desde su primera obra hasta sus últimos versos, la creación literaria fue vista por Eliseo como un juego y un espacio signado por la niñez. En las oscuras manos del olvido (1942) es un libro de relatos en los que los protagonistas son los niños y constantemente se manifiesta el juego de espejos entre la visión del niño y la del adulto, mediante continuos desdoblamientos. Uno de ellos se extiende en casi todo el desarrollo de la «Historia del daguerrotipo enemigo», que gira en torno a la imagen de un niño y los dilemas entre el orden y el caos, el sueño y la realidad, la niñez y la edad adulta, el entendimiento y lo ignoto, la luz y la oscuridad (Diego, 2004: 42). En la edición definitiva de toda la narrativa corta de Eliseo, henchida de temas y protagonistas infantiles, Diego añade para su primer libro, el de 1942, una especie de prólogo, la «Historia de unas manos oscuras», que desarrolla un juego constante entre el narrador adulto y el niño o el joven que fue varias décadas antes, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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incurriendo en una especie de «divertimento», palabra que elegirá para titular su segundo libro de relatos. Esas primeras páginas marcarán una tendencia que en ciertos momentos de su obra literaria se intensificará, hasta la culminación final. De hecho, su último poemario publicado en vida, Cuatro de oros, alude directamente al juego como actitud vital. Como afirma Rafael Almanza, «que Eliseo Diego haya escogido el tema del juego para conformar el que habría de ser su último poemario orgánico publicado en vida […] demuestra algo más que la recurrencia del asunto, y particularmente del juego de la baraja española, preferido por él: significa que estaba consciente de las facultades de la idea del juego para organizar la totalidad de su experiencia en la poesía y en la vida» (Almanza, 2007: 27-28). Y en medio de toda esa trama lúdica, el libro que quizá mejor resume la identificación entre vida, poesía y juego es el Muestra­ rio del mundo o Libro de las maravillas de Boloña (1967), porque todo en ese texto está planteado como juego. El mismo Diego lo reconoció en una carta que acompañaba a la entrega del manuscrito a la Biblioteca Nacional José Martí, en la que aseguraba que compuso el libro para el disfrute de sus hijos, de su esposa y para el suyo propio, como un divertimento tanto en su creación como en su lectura. Eliseo elige una serie de viñetas publicadas por el conocido editor cubano José Severino Boloña en la primera mitad del siglo xix y compone un extenso conjunto de poemas para acompañar a las imágenes, que son como un resumen de las cosas del mundo, con las que se puede trabajar, domar la naturaleza, hacer la vida más asequible, contribuir al desarrollo, etcétera. Sin embrago, ese supuesto sentido instrumental que recorre la obra de Boloña no viaja paralelo al propósito de Diego. Éste pretende hacer un homenaje a Boloña acercando su obra al mundo del juego, por las descripciones poéticas de los objetos, por las sensaciones que producen la unión de imagen y palabra, y por la misma elección de las realidades descritas. El poema del Muestrario que mejor representa esa actitud lúdica, que une vida, poesía y juego es el titulado «El juego de cartas»: Tres señores están jugando a las cartas. ¿Por qué juegan a las cartas los tres señores? ¿Qué juegan los tres señores a las cartas? ¿Y qué son cartas? ¿Y qué los tres señores? Los tres señores que están jugando a las cartas (Diego, 2015: 103). 43

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Según Almanza, en el poema «están presentes todos sus asuntos y virtudes: el exterior, la costumbre, el objeto, el inventario, el nombre, la relación, la representación, el juego, el despojamiento, la penitencia, la salvación, el tiempo, la pulcritud, la ironía, la finitud, la transparencia, los ángeles, el silencio, el misterio, el ceremonial y la interrogación de la inocencia, en sólo siete esencialísimas líneas» (Almanza, 2007: 22). Las constantes permutaciones en torno al número tres y a los tres elementos presentes (cartas, juego y señores) dan al texto un aire de adivinanza o incluso trabalenguas, que son juegos en sí, y remiten a la Trinidad cristiana, algo que sugiere a la vez la certeza de una convicción y la constante duda que plantean las preguntas, sometidas asimismo al humor que crean las repeticiones en las que siempre aparecen los tres elementos en distinto orden. Pero no son éstos los únicos contrastes: se proyecta en los versos una dicotomía entre banalidad y gravedad, porque el juego puede afectar a la vida (la vida es un juego, pero el juego puede acabar con la vida, cuando se juega al todo o nada, idea repetida en todo el poemario). Las preguntas imprimen gravedad, pero preguntar al mismo nivel qué son cartas y qué son señores destruye la profundidad del planteamiento y aligera la cuestión fundamental sobre el ser. Además, las preguntas sobre por qué juegan y qué juegan (o qué se juegan), realizadas en versos sucesivos, remiten a la vez a posibilidades densas, existenciales, o ligeras, como un simple interés por el contenido del juego, que mueve la curiosidad de quien observa el juego. Y, para concluir el rizo lúdico, la misma disposición de los versos con los elementos que se reparten constantemente entre tres polos, semeja al mismo juego de cartas, en el que éstas se reparten constantemente –las mismas– entre los tres jugadores, y obligan constantemente al debate secular entre el azar o la providencia: ¿Quién mueve los hilos de los desenlaces, Dios a la suerte?, reorganizado, reivindicado y actualizado en clave de modernidad por Mallarmé en su conocido poema-libro «Un coup de Dés jamais n’abolira le Hasard». Diego se resiste a aceptar las reglas del pensamiento dubitativo o directamente descreído del mundo contemporáneo, que trata de dignificar la desaparición de las certezas. Por eso, al comienzo de su último libro, Cuatro de oros, dedicado como sabemos al juego, Diego recupera en un epígrafe, a modo de paratexto, una cita supuestamente del Quijote: «Fe y barajar» (Diego, 2002: 5). Cervantes escribe, al menos en dos ocasiones, «Paciencia y barajar» –y no lo que Diego atribuye al Quijote– en los capítulos 23 y 24 de la CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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segunda parte de su novela, como la frase que pronuncia Durandarte, cuando despierta en la cueva, hablando con Montesinos. Las interpretaciones de esta secuencia, que es por otro lado un lugar común entre los jugadores de naipes de la época, entre los cuales se contaba también el propio autor, han sido múltiples, como una alusión al rey Felipe III, jugador de naipes, o quizá a sí mismo, cuando sufría presidio en Sevilla y solía jugar a las cartas. También puede estar satirizando los discursos pseudoeruditos de personajes como Luque Fajardo, o el mismo ideal caballeresco (Etienvre, 1985: 145-146). Diego conserva de Cervantes el sentido paródico o humorístico, y la alusión al juego, aunque matiza el concepto principal, es decir, la actitud de fondo ante el juego. Escribir «fe» en lugar de «paciencia» elude el sesgo aleatorio que tiene el juego, ese no saber qué va a pasar, e imprime una lógica de convicción al procedimiento. Dios juega con los hombres como con unos niños, pero sabe lo que hace, y aunque ellos sientan que lo que ocurre tiene que ver con el azar, en última instancia, todo es parte de la providencia. Así que el juego constante que propone el cubano en sus obras es una sensación que sólo se manifiesta «debajo», en el nivel del comportamiento y el entendimiento de los humanos. Desde «arriba», la lógica es distinta, porque el juego está controlado, y es un dispositivo que concede Dios a los humanos para que formen parte de esa construcción perfecta, ordenada, que desde abajo se ve como caótica o impredecible. Y esa relación entre Dios y los hombres, que es de algún modo paralela a la de los adultos con los niños, que integra juego, vida y poesía, es posible gracias a la palabra. Los niños establecen su contacto con el mundo y adquieren destrezas, imaginación y desarrollo gracias a las denominaciones, a las asociaciones entre palabras y cosas y, más adelante, con los conceptos e imágenes más sofisticados, que son el alimento de la literatura. Así lo explica él mismo: Hasta qué punto interviene en ellos el despertar de la imagi­ nación o hasta qué punto es ésta estimulada por ellos son cuestio­ nes que no podemos resolver satisfactoriamente. Bástenos observar cómo los pequeñuelos disfrutan del simple manejo de los nombres, de su inmediata asociación con las realidades más familiares, y cómo después comienzan a apetecer ese juego más complicado y ex­ traño en que la palabra, en vez de regresar sobre la cosa que de­ signa, se abre hacia el más allá de la imagen; en que la palabra, lejos de servir y subordinarse a la realidad, comienza ella misma a 45

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crear sus propias realidades, alfombras voladoras, hadas, duendes y pájaros parlantes (Diego, 2014b: 78). Ahí reside la grandeza de los procesos de conocimiento y de comunicación de la realidad, que se dan de forma natural. Todo en el niño es consecuencia de su crecer instintivo, sin presiones ni imperativos, sólo equiparable a la disposición del místico y la del poeta. Ellos son libres porque establecen una relación directa, franca y espontánea con el objeto y con el medio y, por tanto, son los únicos en los que, o no hay caída original (los niños) o puede haber una suerte de restitución del paraíso (místicos y poetas). Diego lo tuvo siempre muy claro y, por eso, toda su poética descansó en la imagen del niño que todavía no ha perdido la inocencia, del místico que posee una cualidad superior para unirse definitivamente con la divinidad, o del poeta, único ser humano capaz de volver del destierro y reconquistar el Edén desaparecido, gracias a la palabra.

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tos. Ed. de Josefina de Diego y Antonio Fernández Ferrer. Madrid: Verbum, págs. 76-80. · Diego, Eliseo (2014c). «Sobre la enseñanza de la literatura». En Flechas en vuelo. Ensayos selectos. Ed. de Josefina de Diego y Antonio Fernández Ferrer. Madrid: Verbum, págs. 142-150. · Diego, Eliseo (2015). Poemas escogidos. Madrid: Editorial Verbum. · Etienvre, Jean Pierre (1985). «Paciencia y barajar: Cervantes, los naipes y la burla». Anales de Literatura Española, 4, págs. 131-156. · García, Luis Manuel (2000-2001). «Brindis por la imaginación. Una charla con Eliseo Diego». Encuentro de la Cultura Cubana, 19, págs. 109-113. · Martí, José (2006). La Edad de Oro y otros relatos. Madrid: Cátedra. Edición de Ángel Esteban. · Platón (1946). Obras completas. Buenos Aires: Editorial Anaconda. · Quintero, Aramís (1991). «Prosas de Eliseo Diego» [1983]. En Acerca de Eliseo Diego. Enrique Sainz (sel. pról. cronol. y bibliogr.). La Habana: Letras Cubanas, págs. 196-234. · Sainz, Enrique (sel. pról. cronol. y bibliogr.) (1991). Acerca de Eliseo Diego. La Habana: Letras Cubanas.

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Por Josefina Diego

LO QUE ME CUENTAN los libros de la biblioteca de mi padre, Eliseo Diego A todos los bibliotecarios «que en este mundo han sido», muy especialmente a los que trabajaron con mis padres en la década de 1960 en la Biblioteca Nacional José Martí. A la doctora María Teresa Freyre de Andrade.

Durante toda mi vida, desde que abrí los ojos a este mundo, me han acompañado los libros de la biblioteca de mi padre. Ahí estamos retratados mis dos hermanos y yo, delante de esos sabios estantes repletos de maravillas, silenciosos testigos de todas nuestras alegrías y tristezas. Siempre he dicho que gran parte de mis conocimientos literarios provienen de la simple contemplación de los lomos de esos libros: «Dickens, Oliver Twist», «Stevenson, Treasure Island». Pero los libros de mi padre no eran para jugar ni para tocarse, según mamá nos había advertido. Nosotros teníamos los nuestros, en nuestro maravilloso clóset de tesoros debajo de la escalera de madera. Ya de mayores los pudimos hojear y disfrutar. Y Rapi, siempre fascinado con las ilustraciones de muchos de ellos. Fueron esos artistas sus primeros maestros: Doré, H. K. Browne, «Phiz», Marie Kirk, Shepard, Tenniel y tantos y tantos otros. No necesitó ir a escuelas, ahí estaban, al alcance de su mano, los grandes dibujantes que en este mundo han sido. En nuestra biblioteca, la de los niños, no faltaba nada: Salgari, Verne, Andersen, los hermanos Grimm, Mark Twain, L. M. Alcott, Stevenson, Dickens. Nosotros teníamos nuestros «ídolos», mis padres, los suyos. Toda su vida mi padre quiso organizar su biblioteca. Siempre fue un hombre muy metódico y, además, tener sus libros or 47

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denados le ahorraba mucho tiempo pues desde muy joven ya su colección era impresionante y encontrar un título a veces podía convertirse en una empresa titánica. Pero nunca logró terminar, completamente, ese trabajo. Los libros los agrupaba por orden alfabético, según el apellido del autor, los escritos en inglés estaban separados de los escritos en español. El año pasado quise hacerle una especie de regalo de cumpleaños y me dispuse a terminar ese trabajo, tantas veces comenzado. Tardé un año completo. Preparé una hoja de cálculo Excel y decidí los datos que recogería: nombre del autor, título del libro, nombre de la editorial, año de su publicación, lugar de ubicación del libro, estado de conservación y observaciones. En esta última casilla escribí si estaba dedicado, el nombre del traductor, ese tipo de información. Pero no sólo me dediqué a anotar los datos que les acabo de enumerar sino que también, paralelamente a esto, decidí escanear las cubiertas de algunos libros, las dedicatorias y las pegatinas y sellos de todas las casas editoras e imprentas que me iba encontrando. Fue un trabajo muy duro pero, al mismo tiempo, apasionante, pues descubrí libros dedicados por mis padres en su época de novios, dedicatorias preciosas que yo jamás había visto; encontré ejemplares muy raros y antiguos, algunos se remontan al siglo xix. Y aprendí mucho. He dividido este trabajo en varios bloques, para poder brindar una idea, lo más ordenada y clara posible, de algunos de los tesoros de mi padre. LIBRERÍAS E IMPRENTAS: LAS CALLES DE O’REILLY Y OBISPO. LA MODERNA POESÍA, IMPRENTA LA VERÓNICA, TALLERES ÚCAR, GARCÍA Y CÍA, ETCÉTERA. PRIMER ENCUENTRO CON LEZAMA EN LA LIBRERÍA MINERVA Y LA VICTORIA

El tema de las librerías e imprentas requeriría, él solo, un análisis especial. Yo sabía que las calles O’Reilly y Obispo habían sido famosas por la cantidad de librerías e imprentas que se encontraban ubicadas en ellas, pero no tenía idea de que fuesen tantas. Y de que hubiera tantas librerías en La Habana. En algunas se vendían libros en inglés, y mi padre, que era un profundo conocedor del idioma y de las literaturas inglesa y norteamericana, compró la mayor parte de sus libros en inglés en estas librerías, y en los dos viajes que realizó a Estados Unidos en 1946 y 1951, respectivamente. En mi inventario tengo recogidas más de cuarenta librerías e imprentas a lo largo y ancho de toda la ciudad de La Habana: Neptuno, Belascoaín, Compostela, Muralla, San CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Ignacio, Amargura, San Rafael, Dragones, Reina, el Cerro. Las famosas librerías Minerva, La Victoria, Cervantes y La Moderna Poesía, aparecen en repetidas ocasiones; de la imprenta La Verónica, de Manuel Altolaguirre, ubicada en la calle 23, núm. 409, en El Vedado, conservo tres títulos (uno de ellos, Poemas, de Ángel Gaztelu, 1940), aunque parece ser que, en algún momento, estuvo ubicada en 17 entre J e I. De los Impresores Úcar, García, S.A., donde aparecieron las Ediciones Orígenes, me encontré varios logos diferentes, primero en Teniente Rey 9, después en Teniente Rey 15, hasta 1961, año en que se nacionalizaron las imprentas y pasó a ser la Unidad 1237 de la Imprenta Nacional de Cuba y perdió toda su personalidad. Pienso que en esa dirección debería ponerse una tarja que recordara que allí estuvo, pues fue una imprenta importante, no sólo para las impresiones de los origenistas. Me llamó la atención ver que, en la famosa y elegante tienda El Encanto, había una librería, algo que, me parece, tiene que haber sido muy novedoso en su época. Fue en la librería Minerva que mi madre vio por primera vez a Lezama. Lo conocía, por supuesto, de nombre, pero había habido un problema entre Lezama, Gastón y Cintio, y la amistad entre ellos se había enfriado. Fina, mi madre y mi padre no lo conocían personalmente. Mi madre ese día, que terminó en la librería La Victoria con final feliz, en una entrevista inédita que le hice en 1989: Un día yo le quería llevar un libro a tu padre al balneario de San Miguel de los Baños, él estaba enfermo y se encontraba pa­ sando una temporada allí. Fui a la librería Minerva que estaba a la entrada de la calle Obispo frente a La Moderna Poesía y le pedí a Pedro, el librero, La mujer pobre, de León Bloy, lo pronuncié «Bloi», para que me entendiera, pero Pedro era sordo y no me oía. En el momento que yo le gritaba, «¡Pedro, León Bloi, Bloi!», entró Lezama en la librería y le dijo: «Pedro, León Bloá». ¡Figúrate! El corazón se me quería salir. Pedro no tenía La mujer pobre y fuimos a La Victoria, que era otra librería que estaba por Obispo. Fuimos caminando, Lezama y yo, conversando. Él sabía perfectamente que yo era Bella García Marruz, pariente de los poetas. Lezama iba diciendo cosas increíbles sobre mí y fue entonces que me dijo: «¡Ay, qué alegría ir contigo, “¡una muchacha hecha Rilke!”». Yo no sabía qué decirle porque, fundamentalmente, lo que yo quería era llevarle la noticia a tu padre. Conversamos mucho, le pregunté muchas cosas para que él me hiciera esos cuentos suyos, se diera gusto hablando, yo quería que fuéramos amigos. En aquella época yo era una «monita sabia», como tú sabes, estaba al día en todo y 49

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a Lezama no se le podían decir boberías, era un hombre cultísimo. En La Victoria estaba La mujer pobre y, cuando lo fui a pagar, me dijo: «No, déjeme regalárselo». Se lo acepté y cuando me lo fue a dedicar, le dije: «¡Ay, Lezama!, yo quisiera que usted me lo regalara a mí y a mi hermana, porque a ella le va a dar una alegría muy grande». La dedicatoria dice: «A las hermanas García Marruz, a su distinción y a la gracia exquisita de su temperamento, J. Leza­ ma Lima, marzo de 1946». Le pedí que fuera a casa, que teníamos que vernos, que no había ninguna razón... ¡qué sé yo! Y así fue como se rompió el hielo con Lezama. LIBROS RAROS Y ANTIGUOS. BROWNING (1895), LORD TENNYSON (1876), «A MESSAGE TO GARCÍA», DEDICATORIA DE ALEJO CARPENTIER, ETCÉTERA. EL DISEÑO DE CUBIERTAS: SOBRIAS Y LLAMATIVAS, CON PÓSTERES DE PELÍCULAS: EL TERCER HOMBRE, ETCÉTERA

En toda biblioteca que se respete se deben encontrar libros raros, viejos, curiosos. La mayoría de los libros que componen esta biblioteca pertenecen a las décadas del cuarenta y del cincuenta y, también, por supuesto, a las siguientes. Pero entre los hallazgos, hay libros antiguos, centenarios. Algunos se encuentran en buen estado; otros, la mayoría, ya con los achaques propios de su edad: The Complete Poetical Works of Browning, editado por la Houghton Mifflin Company, de Boston, Cambridge Edition de la Riverside Press de Cambridge, 1895, en perfecto estado de conservación. Lord Tennyson, en la misma Cambridge Edition, 1898: Y otra, aún más antigua, The Complete Poetical Works of Alfred Ten­ nyson, 1876. Aucassin & Nicolette, de 1899, una historia de amor que, según se explica en la portadilla, fue «traducida del francés antiguo por Andrew Lang, llevada a libro por los Roycrofters en la Roycroft Shop que está en East Aurora, New York». Pero lo más llamativo en este último libro, aparte de ser una bella edición, es que en una de sus páginas interiores está firmado por Elbert Hubbard, escritor estadounidense, dueño de la editorial y fundador del importante movimiento Arts & Crafts de finales del siglo xix en el estado de Nueva York, cerca de Buffalo. Después de la firma de Hubbard, aparece la fecha de 1902. Buscando datos supe que Hubbard había escrito un ensayo titulado «Un mensaje a García», en 1899, y que ese ensayo lo había hecho CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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famoso. «García» es, nada más y nada menos, que Calixto García. Según la información consultada, el ensayo relata brevemente la anécdota del teniente estadounidense Andrew Rowan, que es llamado para entregar, de parte del presidente de los Estados Unidos, McKinley, un mensaje al jefe de los rebeldes cubanos, oculto en la sierra oriental, en el curso de la Guerra de Independencia (1895-1898). Según la versión de Hubbard, Rowan enfrenta un sinfín de dificultades, recorre media isla y, sin ningún tipo de ayuda, encuentra al general Calixto García y le da a conocer el mensaje verbal del presidente McKinley. El libro se convirtió en un verdadero fenómeno editorial, con múltiples reediciones, y se tradujo a diferentes idiomas. Quedó, en la cultura popular estadounidense, como ejemplo de tenacidad, disciplina y valentía. Sin embargo, los hechos no ocurrieron como los narró Hubbard y, aunque Rowan entregó su mensaje, tuvo, todo el tiempo, el respaldo de las tropas mambisas. Este ensayo fue llevado al cine en dos ocasiones, en 1916 y en 1936. La versión de 1936, dirigida por George Marshall, fue producida por la Twentieth Century Fox con los actores John Boles (Rowan), Enrique Acosta (García) y la mítica Barbara StanwyckBarbara Stanwyck. Cómo y por qué llegó este libro firmado por Hubbard a nuestra casa, no lo sé. Pienso que puede haber sido a través de un tío abuelo de mi padre, Benjamín Giberga, traductor y poeta, que vivió en Nueva York a finales del siglo xix. Y algunos que, simplemente, me llamaron la atención por diferentes razones. En algunos casos por el traductor: Confucius, traducido por Ezra Pound (1952). La poesía pura, de Henri Brémond, traducción y texto de solapa de Julio Cortázar (1947). Un bárbaro en Asia, de Henri Michaux, traducción de Jorge Luis Borges (1941). O porque eran primeras ediciones: Altazor, de Huidobro (1931). Tala, de Gabriela Mistral (1938).1 Grata compañía, de Alfonso Reyes (1948). El reino de este mundo, dedicada a papá: «Para Eliseo Diego, en débil testimonio de mi sincera admiración por su En la calza­ da de Jesús del Monte. Afectuosamente, Alejo Carpentier, Caracas, 1949». Pienso que es una dedicatoria muy generosa de Carpentier, pues ya él era un escritor reconocido y de mucho prestigio. La feria, de Juan José Arreola (1963). The Man Who Knew Too Much, de Chesterton (1922). 51

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O ediciones raras o con algún significado especial, como una traducción de Rainer María Rilke publicada por Hogarth Press, la imprenta de los Woolf (1936), en los mismísimos albores de la Segunda Guerra Mundial. Cinco años después, en 1941 y con el estruendo de los bombardeos a Londres, Virginia Woolf, una de las grandes escritoras de todos los tiempos, y una de las preferidas de mi padre, decidió quitarse la vida: su muy quebrantado sistema nervioso no pudo con tanta barbarie. Todas sus novelas, su diario, su extensa correspondencia, sus cuentos y ensayos, ocupan un sitio de privilegio en la biblioteca. La edición cubana de Orlando tiene un prólogo de mi padre. El caso del diseño de los libros sería un tema aparte. Mientras más antiguos, más sobrios. Con la llegada del siglo xx, los diseñadores comienzan a ensayar nuevas propuestas, por razones de mercado. Resulta interesantísimo ver la evolución de las cubiertas y contracubiertas, el diseño de las páginas interiores, la utilización del papel, del tipo de letra, las ediciones de lujo, las económicas, las diferentes colecciones de las editoriales españolas, norteamericanas, inglesas y argentinas, que son las que más abundan. Todo tiene un sentido, una razón de ser. Sólo ilustraré con unos ejemplos de pockets books de novelas que fueron llevadas al cine y otras cubiertas donde se juega con el afiche o con la figura de algún director de cine famoso: The Third Man (El tercer hombre), de Graham Greene. La novela fue llevada al cine por Orson Welles, con Joseph Cotten y Alida Valli, que aparecen en la cubierta. Las novelas de Conan Doyle, con sus famosos personajes, Sherlock Holmes y el doctor Watson en la cubierta. Antologías de cuentos de detectives y asesinatos hechas por el maestro del suspense en el cine: Alfred Hitchcock. Debajo del espectacular título, Alfred Hitchcock’s Fear and Trembling, se lee: «Trece cuentos siniestros de autores extraordinarios tales como Ray Bradbury, John Buchan, John Collier y H. G. Wells». A mi padre le gustaban mucho las novelas de detectives, las historias de ciencia ficción y de temas fantásticos. No le gustaba prestarlas porque, en muchas ocasiones, terminaba perdiéndolas. Entonces ideó un trampita: se las autodedicaba. Encontré muchísimos de estos libros con esas dedicatorias, totalmente delirantes, como la de The Eyes of Max Carrados, de Ernest Bramah: «A Eliseo, con la mayor consideración y admiración, del mejor de sus amigos, Eliseo. Habana, 9 de octubre de 1974 (como regalo de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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cumpleaños)». Sabemos muy bien, al menos yo lo sé muy bien, que el cumpleaños de mi padre era el 2 de julio… ALGUNOS HALLAZGOS: POSTALES, CARTAS, LIBROS DE THOMAS MERTON, ETCÉTERA

Cuando comencé el trabajo del inventario de los libros nunca imaginé que se fuera a convertir en una labor tan emocionante y llena de sorpresas. Cada vez que tomaba un libro en mis manos, pensaba, «¿qué me encontraré?» pues no solo me tropezaba con los datos, digamos, esperados, de título, autor, editorial, etcétera, sino que los libros tenían, muchos de ellos, otras historias que contar. Era como si me adentrase en una extraña dimensión del tiempo, como si abriese una de esas puertecillas fantásticas, características de las narraciones de algunos de sus escritores preferidos, como H. G. Wells, Ray Bradbury, Arthur C. Clarke, Julio Verne, y entrara en otro tiempo, en otra época, como sucede, por ejemplo, en The Lion, the Witch and the Wardrope, de C. S. Lewis, en donde una pequeña puerta de un ropero da entrada al maravilloso mundo de Narnia. Parecía como si los libros me quisieran hablar, contarme, «mira, este libro lo compró tu padre en Nueva York, durante su viaje de luna de miel en 1948».2 En una ocasión, sacudiendo el polvo de uno de los tomos de su enciclopedia, The Book of History, cayó al suelo una postal, muy deteriorada por el paso del tiempo. Enseguida reconocí la letra de mi abuela Berta, su madre. La postal era de un balneario en Bad Nauheim, en Alemania. Estaba escrita en alemán y dirigida a su padre. Logré que una amiga me la tradujera y me di cuenta que el texto estaba escrito, obviamente, en clave. Dice mi abuela: «Querido Padre: Estamos todos bien pero no podemos dejar la casa aunque creemos que pronto se acabará el mal tiempo y podremos viajar. Luego te escribiremos con más detalles, Berta». La fecha era 8 de agosto de 1914, siete días después de comenzada la Primera Guerra Mundial. El «mal tiempo», evidentemente, era la guerra. Mi abuela, una jovencita de veintidós años que viajaba con unos tíos por Alemania, había quedado atrapada, prácticamente, bajo el fuego de los primeros cañonazos. Hasta ese día, yo desconocía que mi abuela supiera el alemán, idioma que nunca le escuché hablar. Aquella postal tenía, justamente, cien años. De mi abuela encontré también los restos de una carta, sin duda, muy importante, que le escribió a mi madre. No entiendo por qué estaba rasgada, quizás mi abuela la escribió y, después, rompió, y mi padre se encontró sólo esos fragmentos. Parece ha 53

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ber sido una carta de despedida en la que mi abuela daba algunas indicaciones. En la postdata se puede leer: «Como los restos de Constante no han sido trasladados al osario, creo será mejor que me entierren provisionalmente en la bóveda de Eduardo...». Pero lo que más me emocionó de estos pedazos de carta es lo que se puede leer al dorso de esta página, y lamento muchísimo no haber encontrado la carta completa. Le escribe mi abuela a mi madre: «...y sobre todo, tu profunda y gran comprensión de sus problemas nerviosos. Desde que te casaste he rezado todas las noches al Señor por ti...». La carta se encontraba en un libro sobre las apariciones de la Virgen de Lourdes, We Saw Her, de B. G. Sandhurst, junto con una estampita de la Virgen. Mi padre padecía de profundas depresiones que lo sumían en lo que él llamaba «el pozo negro de Calcuta». Sé que siendo aún novios decidió separarse de mamá, porque pensaba que no la haría feliz. Conservo cartas suyas a Fina y a Cintio, de ese periodo en que se fue a un cayo en la bahía de Santiago de Cuba, donde vivían unos primos suyos. Recuerdo también que mamá me contaba, con una sonrisa algo tristona, que todos sus amigos y toda su familia la culpaban a ella del autoexilio de papá, cuando aquella decisión había sido sólo de él. Y recuerdo también la inmensa paciencia que siempre tuvo durante esos periodos sombríos y la infinita ternura con la que le hablaba y le acariciaba la espalda mientras le decía, «no te desesperes, Eli, esto pasará, pronto pasará». Jamás se cansó de acompañarlo y consolarlo. Cuando mi padre murió, mamá, que era diabética, enfermó gravemente con una bronconeumonía, no quería comer, pienso que fue la tristeza lo que la enfermó. Un día, estando con ella en el hospital, le pedí que, por favor, hiciese un esfuerzo y que comiera algo. Abrió los ojos y me dijo: «Mi hija, tú no entiendes, durante cincuenta años mi vida fue un trazo perfecto. Y ese trazo se quebró». Afortunadamente, salió de esa crisis y estuvo conmigo muchos años más. Mi padre era un hombre de profundas convicciones religiosas. En esos momentos de gran depresión y desesperación, recurría mucho a la lectura y a la oración (aunque, en crisis muy agudas, no podía ni leer). Uno de estos autores fue el monje trapense, escritor y poeta, Thomas Merton (1915-1968). Mucho me conmovió, al hacer el inventario, encontrar, dentro de las páginas de uno de los libros de Merton, Seeds of Contemplation, un marcador de tela con la oración a la Virgen, «el Ave María», justo en el capítulo titulado «Humility Against Despair». Quiero pensar que en las páginas de este libro encontró algún consuelo, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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pues sé que sufrió mucho en esos largos periodos de crisis nerviosa. Merton fue un autor leído por mi padre y por sus amigos, Octavio, Cintio y Fina, quienes sostuvieron correspondencia con él. Un libro suyo, The Strange Islands, está dedicado por Octavio Smith a papá: «Para Eliseo, porque nada hay mejor que empezar el año con los poemas del Padre Merton, en que la fe, la poesía y la bondad son una unidad amiga. Octavio. Habana, 1 de enero de 1963». Encontré también, entre las páginas de sus libros, muchas postales. Hay una de la ascensión del Apolo 11, de Tepotzotlán y de la basílica de Lourdes (se encontraba en el Cántico de Ber­ nadette, de Franz Werfel, libro que tenía en inglés y en español); marcadores, uno de ellos hecho por mí, con un mechón de mi pelo y una pequeña foto (dentro de Oliver Twist, de Charles Dickens, uno de sus escritores predilectos). Y algunas fichas de libros y autores pues, sin dudas, su secreto deseo era tener ordenada su biblioteca de forma científica. A mi padre no le gustaba marcar los libros, siempre los trató con mucha delicadeza, los forraba y les ponía etiquetas con los datos, ya fuese a mano o a maquinita. Usaba marcadores, jamás dobló una página para señalar por donde se había quedado en la lectura y nunca dejó un libro abierto boca abajo, a no ser cuando se quedaba dormido y el libro reposaba, junto con él, sobre su pecho. En algunas antologías o compilaciones encontré un pequeñísimo check mark, a lápiz, en los índices, junto a los poemas o cuentos que más le habían gustado. Y yo siento, cuando los veo, como si mi padre me estuviese hablando, como si utilizara aquel ingenioso truco de los niños Hansel y Gretel, que dejaban migajas de pan para que pudiesen encontrarlos, en una extraña e interminable «conversación en la penumbra» con él. Afortunadamente, sus diminutas señales, aunque ya muy difusas, siguen ahí, indicándome el camino. DEDICATORIAS DE FINA, CINTIO, LEZAMA, OCTAVIO SMITH, AGUSTÍN PI Y DE MIS PADRES

Las dedicatorias de sus amigos podrían agruparse en un texto aparte. Todos están presentes y me hablan: Octavio Smith, en Lejos de la casa marina: «A Eliseo y Bella, porque me han salvado mil veces de la ruina insidiosa de mi persona, con un abrazo, Octavio»; Agustín Pi, en Cuentos de hadas y otras narraciones: Para Eliseo Diego, que antes y después, también y siempre, me ha acompañado en las inolvidables horas desdeñosas del tiempo y 55

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sus limitados rigores. Que su límpido talento no separe jamás de su persona esa su bondadosa hidalguía que tanto me conmueve, y sustenta –¡tan halagado!– en el remoto y casi inasible reino de su amistad, Agustín Pi. Gastón Baquero, éste dedicado a mi madre y a Fina, en Poemas, su primer libro, La Habana, 1942: «A Fina y a Bella, que me regalan un continuo e impagable mundo de cariño. Por todo lo que eso nos significa a todos y para lo que Dios quiere signifique para siempre, con un canto a la amistad, el “más perdurable de los sentimientos”»; Retamar, en La poesía contemporánea en Cuba (1927-1953): «A Eliseo, que siendo uno de mis poetas preferidos, es, para mi sorpresa y mi alegría, amigo mío; y para Bella, verdadera e increíble; con el afecto y la gratitud de Roberto, 21IV-54». De Lezama hay muchas: hacía dedicatorias en forma de décimas, cartas, algunas muy largas y solemnes, otras, puros divertimentos. Escogí una muy breve: «En una Calzada larga, larga / Bella y Eliseo nos dicen / que cualquiera que sea la carga / en una cercana mesa nos bendicen. Envío de su amigo J. Lezama Lima, Agosto y 1949».3 De sus hermanos –porque eso son– Fina y Cintio, hay muchas, todas bellísimas y algunas muy simpáticas, como ésta que Cintio escribió en su libro Conjeturas, con motivo del nacimiento de «los jimaguas» (o sea, Lichi y yo), en 1951, y en recuerdo de una fiesta memorable en la que todos acabaron un poco pasaditos de copas…: «Para Eliseo y Bella: ¡Oh silencioso misterio, / de doblada epifanía! / Sopla ardiente poesía / rompiendo su cautiverio. / ¡Apertura, refrigerio, / mellizos que piden fiesta / (vino gallego y coñac)! / El padre con los amigos / abre todos los postigos: / dulces duermen en la cesta, / la noche borra el tictac». Cuando le pregunté a Cintio qué forma poética era esa, me respondió, con una sonrisa traviesa: «es una undécima, inventada por mí para ustedes esa noche...». De Fina hay muchas, en todos sus libros, verdaderos poemas. Sólo les leeré las que fueron, posiblemente, las primeras dedicatorias (¡después de la de Cintio, me imagino...!), de su primer libro, Transfiguración de Jesús en el monte. Son dos libros, uno a mi padre, otro a mamá, porque aún no se habían casado, después siempre les dedicaría un libro a los dos. El año es 1947: «A Eliseo, porque Dios nos conserve siempre reunidos en la cariñosa lumbre de su compañía». Y a mi madre: «Para lo que yo más quiero, lectura para sus ojitos, que como son alegres, comprenden lo más profundo que tienen las cosas, que es siempre su alegría. Tu hermana que te adora, Fina». Las CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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dedicatorias están fechadas el 22 de abril, vísperas de su cumpleaños veinticuatro. Siempre me han conmovido y estremecido la delicadeza y la ternura de las dedicatorias y cartas que mi tía le escribió a mamá. Sé que mi madre también la adoraba. Pero entre los tesoros más valiosos encontrados en este extraño viaje por el tiempo se encuentran las dedicatorias, absolutamente desconocidas para mí, de mis padres durante su época de novios. Pienso que ellos también las habían olvidado, pues muchos de esos libros estaban como perdidos, mezclados entre tantos otros. Y así me fui enterando de muchos secretos y confesiones. Creo que, desgraciadamente, el hábito de regalar libros se ha ido perdiendo y, cada vez más, la tecnología y los nuevos aparatos electrónicos irán arrasando estas buenas costumbres, como cuando ocurre un maremoto y el mar entra y se va engullendo todo lo que encuentra a su paso. El género epistolar, podría afirmarse, ha desaparecido. Y usted no podrá ya, nunca más, dedicarle un libro a su novia o a un amigo. Quizás sólo nosotros, los de mi edad, sintamos esa nostalgia. Pero fue gracias a que aún no habían aparecido los e-books y los kindles, que yo pude ir colocando algunas piezas del rompecabezas del noviazgo de mis padres. Supe, por ejemplo, que el 21 de enero de 1941 mi madre (en esa fecha tenía diecinueve años) le regaló a su novio Eliseo el libro Servidumbre y grandeza de las armas, de A. de Vigny, y supe muchas cosas más. Le escribe mamá: «Para Eli, este libro que tanta alegría nos ha traído. Con un beso de reconciliación de tu Yita. Al año y dos meses de quererte, después de cuatro deliciosas peleas». Pude ratificar, por esta dedicatoria, algo que ya sabía, por sus cartas: que mis padres se habían hecho novios en octubre de 1939. La dedicatoria, prácticamente ilegible, está escrita a lápiz, como casi todas las que se hacían en aquella época. La mayoría tienen un tono muy solemne, como si los jovencitos que eran mis padres supiesen, desde tan temprano, que estaban viviendo momentos fundacionales, que su relación no era juego, y que les esperaba una vida entera juntos. Y se estaban preparando para adentrarse en ese camino con absoluta responsabilidad. Otra de mi madre: «A Eliseo, en el segundo cumpleaños que pasamos juntos, en el deseo de seguir juntos como hasta ahora, a la buena luz de nuestra compañía “de veinte días ya para siempre”. Con el amor de tu Yita, 2 de julio, 1942». Y entrecomilla «de veinte días ya para siempre». ¿A qué se referiría mi madre?, ¿cuáles fueron esos veinte días «ya para siempre» a los que hace 57

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referencia? Nunca lo sabré pero, sin duda, era algo importante que se debía recordar, quizás un juramento... Era el cumpleaños veintidós de mi padre. En una edición de 1918, Jardinillos de San Isidro, le escribe mi padre: «A mi novita querida, buena alegría de mis días, pequeña explicación de todo». En aquellos años papá escribía con otro tipo de letra, muy diferente a la que terminó usando años después. Y ese cambio, ese proceso de ir reduciendo la letra, se puede apreciar muy bien en sus dedicatorias y en sus cartas a mi madre. Según mamá, esa era la «época de los rabos», unos trazos largos que se mezclaban de una línea a otra. Hay muchas dedicatorias también de otros escritores, y resultaría interminable su enumeración. Conservo unos cuantos libros de García Márquez dedicados a mis padres y a mí; su gran amigo nicaragüense, José Coronel Urtecho, le regalaba libros con simpáticas notas; las de Nicolás Guillén son muy graciosas, generalmente en forma de cuartetas o décimas; la Poesía completa de César Vallejo, tiene una curiosa dedicatoria «a cuatro manos», de Lezama y Julián Orbón, «el músico de Orígenes». Los libros lo acompañaron desde muy niño, hasta el último día de su existencia. Conservo en mi casa muchos ejemplares de aquella editorial catalana, Araluce, dedicada a niños y jóvenes, sobre los grandes hombres de la historia, de la cultura y el arte. En esos libros leyó por primera vez sobre Quevedo, Cervantes, Da Vinci, Julio César. Sus padres, grandes lectores ambos, le proporcionaron todos los libros que quiso: Verne, Salgari, Stevenson y, después, los clásicos de la literatura española. Y, gracias a las enseñanzas de su madre, llegó a ser un profundo conocedor del idioma inglés y de las literaturas inglesa y norteamericana. La tarde en que murió –y esto es algo que ya he mencionado anteriormente–, cuando esperábamos la llegada de la ambulancia, le pedí que tratara de serenarse, que ya faltaba poco para que llegaran los médicos. Fue a su cuarto-estudio, tomó un libro y comenzó a leer. El libro escogido fue Orlando, de Virginia Woolf. Cuando la ambulancia llegó, ya mi padre había fallecido. El libro reposaba abierto sobre su pecho. Termino con la última dedicatoria, en Visión de Anáhuac, de Alfonso Reyes, escrita en esos años de noviazgo, en la que queda evidente ese deseo de mis padres de estar siempre juntos, y esa certeza, que ambos parecían compartir, de que recorrerían el mismo sendero hasta el final: CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Diciembre 25 de 1942. Para mi novia, en esta tercera Navi­ dad nuestra. Algunas cosas hemos aprendido juntos, descubierto de nuevo para siempre, hecho ya nuestras; y de todas, la mejor, que sea la felicidad y su cuerpo, el corazón rojo, viviente. En este día más claro del año, a Dios, que nos ha bendecido con la alegría de descubrir el mundo juntos, doy las gracias por todo –y él sabe que es con mi sangre–, y le pido que te guarde como hoy siempre (y contigo la vida mía). Eliseo

NOTAS 1 Sobre este libro, tengo una anécdota, que se encuentra en una entrevista que le hice a mi padre, inédita, sobre la primera vez que él vio a mi madre: «Creo que fue durante una conferencia de Álvaro Albornoz –el gran historiador–, en el viejo teatro Campoamor –¡lástima que lo hayan dejado deteriorar tanto: ya es casi una ruina!– que Cintio y yo ocupamos nuestros puestos en el balcony. De pronto, se levantó una muchacha de los asientos delanteros. ¡Qué ligera subió los escalones, Fefita! Llevaba una boina ladeada sobre el pelo castaño, lacio. ¡Con qué gracia subía! Y ya estaba junto a nosotros. A mí me saludó con una leve sonrisa de cortesía mientras le alargaba un libro a Cintio y le decía

unas palabras. Enseguida se despidió y regresó a su sitio, ligera como un sueño. Te juro que me quedé como deslumbrado, sin saber bien qué me pasaba. Le pedí a Cintio el libro: era Tala, de Gabriela Mistral, la primera edición, la de Colección Sur. No le pregunté a Cintio quién era la muchacha increíblemente fascinante, no creo que hubiese podido. Sobre este episodio escribí, pasados los años, un poema: “La joven en el teatro”. Entonces no hubiese podido». 2 «Comprado con mi Bellita, en la calle 6ta de Nueva York, el día 29 de Julio de 1948 (Bellita luce su blusa de lunares)». En The Autobiography of G. K. Chesterton. 3 En La Fijeza.

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Por José Prats Sariol

VILLA Eliseo Diego

De Villa Berta –nombre de su madre– pudieron obligarlo a salir. El ejército necesitaba la casa-finca de Arroyo Naranjo. De sus creencias católicas, ideales artísticos, canónicos y deleites verbales, nada pudo desalojarlo. No pudieron arrancarlo de él mismo. De ahí que esta forma de celebrar su centenario obliga al sosiego, a buscar lo que sus textos sugieren. A intentar que el tempo de su aliento potencie de nuevo el disfrute de sus poemas, tal vez desde un ángulo –actuaciones del payaso– que al compartirlo suscite parsimoniosas apreciaciones. ¿Acaso no nos dejó en su testamento «todo el tiempo», una lenta burla irónica? Cortesía, cortesanía... No he conocido a ningún artista tan cortés como él. Hasta sus leves susurros –que a veces me desesperaba al tratar de oírlos–, tenían el tiempo convertido en ceremonia amable, a veces simpática, siempre correcta... ¿Cómo este sesgo indeleble de su personalidad melancólica se hacía versos, contribuía a cincelarlos? Hacia allí trataré de ir; pero antes modulo su serena urbanidad con dos anécdotas (guardo la tercera para los párrafos finales), en la inteligencia de que son un deferente, comedido prólogo para la caracterización imprescindible de su singular estilo, dentro de los poetas de habla hispana que fueron sus coetáneos, como los más cercanos amigos: Fina García Marruz y Cintio Vitier que, junto a José Lezama Lima, Virgilio Piñera y Gastón Baquero, formaron el núcleo fuerte de la hoy mítica revista Orígenes, la más relevante de su tiempo (1944-1956) en español, como argumenté en mi tesis-ensayo de 1971, escrita bajo la tutoría de Lezama, la vista examinadora de Pepe Rodríguez Feo, las conversaciones con Eliseo, Fina y Cintio. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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La primera anécdota ocurrió en la terraza lateral de la Unión de Escritores en El Vedado habanero, a pocas cuadras de su casa de entonces, la de E entre 23 y 21, que le «cambiaron» por su querida Villa Berta, donde habían crecido sus tres hijos. Un escritor novel –pero no demasiado joven– natural de Holguín, le había pedido permiso para leerle su kilométrico poema épico al cacique Hatuey, quemado en la hoguera por los conquistadorescolonizadores españoles. Una hora después –quizás como hora y media–, tras terminar la lectura y ante un breve comentario de Eliseo, donde la urbanidad lo llevó a musitarle un «qué bien», el entusiasmado vate le pidió permiso para leerle su inédita tragedia Guarina –legendaria esposa de Hatuey–, toda escrita en endecasílabos pareados. Entonces Eliseo –sin opciones– se desmayó. Literalmente cayó desmayado detrás del banco de mármol, casi sobre una descuidada maceta de rosas. De ahí lo rescatamos cuando ya el autor holguinero huía despavorido, se esfumaba de la escena delictiva. La segunda anécdota también avala su olímpica parsimonia –tan educada templanza, rara ayer y muy rara hoy. Ocurrió en la casa de la entonces cónsul de Cuba en Mérida de Yucatán, donde pasaríamos la noche para continuar la próxima mañana hacia Villahermosa, Tabasco, a participar en la Jornada Internacional de homenaje a Carlos Pellicer. Un autor yucateco, ciego de nacimiento, había mandado su cuaderno de poemas a Cintio Vitier –concuño, como se sabe, de Eliseo– con la solicitud de que le escribiera el prólogo. Eliseo le traía el encargo y la cónsul lo invitó, junto a otros escritores de Mérida, a que nos acompañaran en la cena... Sentados a la mesa del comedor, el yucateco le pidió a Eliseo que leyera en voz alta el texto, dado que su condición física se lo impedía. Un breve aplauso culminó la lectura, aunque la apagada voz de Eliseo nos obligó –como siempre– a un esfuerzo extra de atención. Pero la verdadera atención vino enseguida, cuando el ciego dijo que era un insulto a sus versos hablar de la ceguera en el prólogo, mencionarlo como característica. Que rechazaba el texto por ofensivo, discriminador, etcétera. Por poco hasta le echa la culpa a Hernán Cortés de su ceguera... Los asistentes nos miramos, porque ni siquiera en ninguno de los etcéteras percibimos humillaciones. Eliseo sólo se guardó en el bolsillo interior del saco las hojas del prólogo que, por cierto, eran muy caritativas con la calidad de los versos. Volvió a sentarse. Creo que si acaso suspiró, antes de pedirle a la cónsul un poco de ron, no recuerdo si con hielo. El tan susceptible poeta ciego trató de 61

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decir algo más, mientras esperaba la reacción de Eliseo. Todavía debe estar esperándola, aunque aquella noche optó por pedirle a la amiga que lo acompañaba que lo llevase lo antes posible para su casa. Las dos anécdotas –risueñamente engorrosas– caracterizan, modulan, un rasgo decisivo de la personalidad del poeta, que se proyecta a su escritura. Razón por la cual viene a cuento, según mi ecléctica filiación a la escuela de Ginebra (Poulet, Béguin…), nunca olvidar al autor hasta en el más intrínseco análisis estructural de cualquier obra de arte literario. Porque sus poemas reciben también algo de urbanidad y timidez, de la delicadeza en el trato hasta extremos inusitados, risibles como en el par de recuerdos que acabo de referir. Su fineza de orfebre se extiende siempre a las palabras, basta admirar su letra de escriba benedictino. Se trata –enfatizo– de una premisa clave de su poética, junto a la melancolía, relacionada a veces con estados depresivos y siempre con diversas nostalgias, sobre todo de su infancia; la literatura infantil, que conoció como poco escritores de habla hispana; y su dominio de la lengua inglesa, de la que fue profesor y sutil traductor de poetas... Con este complejo haz con­ versa silenciosamente, tiende un arco consigo mismo en cada versión, en el sentido que precisara Leonardo da Vinci, en uno de sus Aforismos: «El arco no es sino una fuerza causada por dos debilidades, y rigió que en los edificios se compusiera de dos cuartos de círculo. Cada uno debilísimo en sí, desea caer. Y oponiéndose a la ruina uno de otro, dos debilidades se convierten en una fuerza única». Los arcos de sus poemas forman la declarada obsesión por la fugacidad de su memoria, que lo insta a escribir para no olvidar nada substancial. Es clave que en el curso Lo cubano en la poesía dictado en el Lyceum de La Habana, a finales de 1957, dentro de la decimoquinta lección, Cintio Vitier titulara la parte correspondiente a Eliseo con una frase exacta: «La poesía de la memoria en Diego». La memoria –señala acertadamente– es su «centro intuitivo», la «sustancia fabuladora» (1970: 501). Lo que no explica Cintio es el permanente miedo de Eliseo a que esa memoria se le pierda, esfume, se vaya como los circos con sus payasos a otro pueblo, tome una calzada distinta a la de Jesús del Monte y no se dirija a su barrio de Arroyo Naranjo, a Villa Berta. En este sentido el payaso –uno de sus heterónimos, al estilo de Fernando Pessoa– también caracteriza la fuga. Fuga como certeza de lo inexorable y lo absurdo. Fuga hacia la vejez y los CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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enigmas, que resolvía cristianamente en su condición de católico practicante, de misa dominical, según declara en tantas ocasiones y cumple –valga la redundancia– religiosamente. En «el fervoroso remolino del libro» –dice Cintio refiriéndose a los poemas de En la calzada de Jesús del Monte– no deja de aparecer por primera vez el circo: «La pobreza del circo en el poniente / nos dijo el exterior vasto y eterno. / Se acabaron los circos, inocentes / como los organillos del invierno» (Diego, 2001: 102). Está claro que la imagen de la vida como un circo era ya tópico cuando Eliseo la rescata y recarga. La analogía del escritor con un payaso tampoco era novedosa. Lo que sí parece singular, distinto al menos dentro de la poesía de su época –quizás un poco antes en León Felipe–, es el énfasis en el carácter ambulatorio, en la provisionalidad errante de la carpa que va de gira, de pueblo en pueblo. Y desde luego, tampoco la tristeza del payaso –también un lugar común–, sino la ironía en sus expresiones, gestos, actuaciones... Tres poemas argumentan la apreciación precedente. Y en varias entrevistas tenemos pruebas de que era consciente de los disfraces ontológicos con que deseaba vestir al payaso; del parecido entre los desvencijados circos pueblerinos cuando guardan la carpa y las glorias del mundo cuando se desvanecen, según Tomás de Kempis en La imitación de Cristo: «Oh quam cito transit gloria mundi» («Qué rápido se desvanece la gloria del mundo»); sabio libro de breves consejos y meditaciones que Eliseo conocía muy bien, estimulado por su habitual lectura de los Salmos. Las entrevistas son elocuentes en el tema. Refuerzan la hipótesis exegética que sigue la metáfora del circo y el payaso como «exigua desviación», clinamen en el tan eficaz instrumental de Harold Bloom. De tales desplazamientos versales Eliseo Diego siempre tuvo conciencia, aunque desde luego que su concreción en algún poema pudo ser predominantemente intuitiva; porque el complejo intuitivo-lógico de la singular analogía no ofrece duda. Ya Galvano Della Volpe, tomándolo de Giambattista Vico, argumentó que lo intuitivo-sensorial siempre aparece ligado a lo lógico-racional. Como un haz indivisible está en la entrevista que concediera al poeta Luis Rogelio Nogueras, donde dice: «Payasos, equilibristas, magos, anticuarios y poetas, has visto bien, todos son para mí uno mismo». Y añade al terminar esa misma respuesta: «Existe una pequeña solución de identidad: cabe que hayamos realizado al niño que fuimos, que lo hayamos asumido, que al fin sea su consumación y, por tanto, principio; así como la 63

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vida de una obra de arte comienza cuando el artista le da el último toque» (Diego, 2010). El complejo intuitivo-lógico que forma en Eliseo Diego el haz infancia-circo-payaso-poeta, es clave para que en general los malabares de sus poemas transmitan mejor sus desafíos y juegos. Si el idioma –como acostumbraba decir– es marrullero, de sus marrullerías versales nunca dejaron de estar presentes –y a buen gusto– sus distanciamientos lúdicos, ese alejarse detrás del maquillaje del payaso, debajo de la carpa, siempre bajo el enigma de existir, del aserrín donde pisa. «En el fondo de los fondos –confiesa en otra entrevista de En las extrañas islas de la noche–, ¿tiene nadie más que un solo tema: el enigma de sí mismo y de su puesto en la gran danza de criaturas y cosas que llamamos el universo? A medida que pasan los años, el azoro es mayor, simplemente» (Diego, 2010). Ese azoro es similar al del niño en el circo cuando los trapecistas saltan peligrosamente, cuando el payaso corre por la pista porque lo persigue una jauría de perros, como preámbulo para el próximo número que el niño disfrutará extasiado. Un tío de su esposa Bella –nos enteramos en la entrevista que le hace Arturo Arango– fue nada menos que empresario de un circo. Se llamaba Ismael y su vida siempre despertó la curiosidad de Eliseo, con cierta envidia hacia su profesión errante... Así lo confiesa, con el mismo fastidio de Faulkner cuando soñaba con ser portero de un lupanar en Nueva Orleans. Ismael –dice– «se casó con una trapecista». Reitero que siempre el mundo circense atrajo al Eliseo puer senex. Está en algunos poemas de autores de habla inglesa que tradujo y luego agrupó en Conversación con los difuntos. Se halla en varios de sus ensayos, hoy reunidos o seleccionados por varias editoriales, dentro y fuera de Cuba. Mundo circense y payaso que en el soneto «Mi rostro» provoca el miedo del niño: «como de infancia que cierta noche aprende / los hacinados terrores del payaso» (Diego, 2001: 42). Y que, en otros poemas, se enlaza con su obsesión algo herética –respecto de su credo católico, herejía que comparte con Lezama– por la pérdida inexorable y definitiva de todo. Tal como se sugiere en el citado soneto «Se acabaron las fiestas», cuando en el segundo cuarteto dice: «La pobreza del circo en el poniente / nos dijo el exterior vasto y eterno: / Se acabaron los circos, inocentes / como los organillos del invierno» (Diego, 2001: 102). Su poética nunca excluye lo provisorio –enunciada en poemas como «No es más»–, de quien el circo siempre será un cercano ejemplo, como CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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en «La casa del pan». En «Riesgos del equilibrista» o en «La trapecista» se verifican las analogías. Uno por su similitud con el trabajo del escritor con las palabras, otro por el hermoso vuelo de la imaginación con los suspiros del público allá abajo, temblando ante el peligro. Siempre temiendo –según dice en «Padre e hijo»– «que nos ronde la luna / con su lívida cara de payaso» (Diego, 2001: 365). Pero es en los tres poemas que seguidamente comentaré donde lo circense con el payaso a la cabeza toma mejor cuerpo. Magnífico equilibrista entre la tensión dramática, con su tendencia al melodrama por su afectividad, y su afán de sobriedad expresiva, Eliseo ejemplifica una máxima del recién fallecido George Steiner, referida a que la mejor exégesis literaria es la que el texto sugiere, según explicara Aristóteles. Dos de los poemas repiten título, dejan énfasis sin redundancia. El primer «El payaso» lo recoge en El oscuro esplendor (1966). Dice: «Por / la gran carpa / cruza / el payaso pequeño / de nariz conmovida, / miserable / Por / el espacio / libre, / inocente, / cruza / el payaso de tumbos / felices, / idas / que hacen daño. / A la sombra / de la gran carpa cruza / el consuelo, / la dicha, / el triste, / absorto / ángel ardiente de la infancia» (Diego, 2001: 130). Por supuesto que la carpa grande es el sitio donde vivió el niño que ahora de adulto arma el poema para transmitir no sólo aquel lejano recuerdo, sino los deseos de no borrarlos, de avivar aquel «ángel». Pero si no se apura la lectura o se relee el poema como merece, no se encuentra que el payaso aquí es el poeta cuando era niño, cuando el disfraz y la nariz con la pelotica roja disfrutaban de la inocencia, cuya pérdida luego lamenta. El tópico del ubi sunt crece hasta singularizarse en «El payaso», cuyos «tumbos» felices exaltan, para el lector común, la niñez, se la recuerdan como «la dicha», aunque se conozca que no siempre es así. El segundo poema también lleva el mismo nombre, «El payaso», y aparece recogido en Los días de tu vida (1977). Es el más breve de los tres y el que de un modo más explícito refiere las analogías filosóficas, mediante la identificación payaso-individuo, búsqueda del ser en el característico estar inevitablemente errante del circo, que compara con la vida. Dice: «Allí el payaso por el aire viene / no se sabe de dónde ni se sabe / cómo; precédelo su roja, / planetaria nariz, siguen los ojos / que han visto el fin de la función y pueden / aún sonreír, luego la boca / que no le sirve, no, / para comer; los pantalones / hechos de pompa y de mohín; las botas / buenas para no estar; / pero así viene / a empellones 65

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la gloria, / a puntapiés, / trastabillando de aire en casi nada, / de tumbo en vuelo, de milagro / desde la sombra hasta el candil, / desde el silencio al ser» (Diego, 2001: 330). Resalta de entrada la aparentemente arbitraria segmentación de los versos libres, escanciados mediante cortes que sirven para encadenar y producir una amalgama. Una estrecha unión, pues el pase al verso siguiente responde no a una lógica sintáctica, sino a un deseo de resaltar cada elemento, de advertencia para que el sosiego abra espacio de intelección. Lo mismo ocurre con los escasos deslices metafóricos del poema, encabezados por la «pompa» y el «mohín» de los «pantalones» del payaso. Payaso que «viene» del cielo, para quizás terminar –valga para completar la perífrasis– tras muchos «tumbos» volando hacia el «ser»; con lo que se completa la analogía circense con el autor, con el ser humano. Los insondables misterios de la creación, que Eliseo encara desde su fe católica, no dejan de existir, de dar «empellones» y «puntapiés», como intento glosar para evitar cualquier maniqueísmo interpretativo. No es que desaparezcan los misterios al abrazar la fe, sino que se asumen «desde el silencio», desde la imposibilidad racional de descifrarlos, según sugieren los versos finales de este payaso, diáfano heterónimo. El tercer poema también aparece en Los días de tu vida; tiene cuatro segmentos numerados. Es «El viejo payaso a su hijo». Sus tres primeros segmentos son espléndidos. El 1 dice: «Avanza ya, hijo mío, desde el vano / donde los pliegues de la recia púrpura / ocultan la impudicia de las máquinas / –tan útiles, es cierto–, el abandono / de los grandes telones que han colgado / como pájaros muertos en el polvo; avanza / desde la sombra y haz tu reverencia / como si nunca fueses a volver» (Diego, 2001: 344). Son versos que rondan el clásico endecasílabo –que muchos de sus coetáneos retoman– y tienen el mejor artificio en la efectiva interpelación al hijo. Clásica figura retórica, extendida desde los Diálogos de Platón, su uso no solía ser muy abundante, al menos entre poetas hispanoparlantes, cuando Eliseo la emplea en este poema. Muy pocos textos escritos por los autores de la galaxia Lezama emplean este recurso estilístico, que se va a popularizar poco después entre los poetas «coloquiales», en la órbita del llamado «conversacionalismo» que predominará en los autores de la generación sucesiva, nacidos después de 1930. El segmento 2 dice: «Estás en medio de la luz: enfrente / se abre el enorme golfo de tinieblas / donde hay alguien sin duda que te acecha / con sus mil ojos ávidos. A veces / lo oirás toser, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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reír como a hurtadillas, / estornudar quizás, estremecerse, nunca / lo vas realmente a ver. Inclínate, / pues, como caña al viento: pero cuida / bien el dibujo de la curva: todo / es arte al fin» (Diego, 2001: 344). La interpelación aquí adquiere una sutileza que indica la posibilidad de que se trate de un monólogo, de que el poeta hable consigo mismo. Mediante ese desdoblamiento es que puede verse desde cierta distancia. Este artificio aparece en otros poemas, con el espejo como doble, a la manera de Jorge Luis Borges –cercano a Eliseo en muchos aspectos–, aunque ambos poetas remitan a una lectura concienzuda, fuerte, de Lewis Carroll y las cosas que Alicia encuentra a través del espejo. Si «todo» es «arte», aunque debe temerse al diablo, la esperanza no cesa. Se va por el espejo. Quizás el segmento 3 sea el que logre una mayor intensidad anímica: «Y ahora, / ¿qué vas a hacer? Te has escapado / definitivamente a mis desvelos, y casi / como si fuese yo también el leviatán sombrío / te miro ir y venir sobre las tablas, pero / con una entrañable aprensión. / ¿Estás seguro / del peso justo de las bolas / que libraste a los aires? Y los peces, / quizás juzgaste mal su humor extraño / y cambien luego de color. / Desastres, / minúsculas catástrofes, quién sabe / qué más. / (El invisible / no tuvo ayer piedad)» (Diego, 2001: 344). Ahora ya se perfila con nitidez que se habla a sí mismo, que la interpelación es monólogo para criticarse. Payaso al fin, pecador al fin. El 4 y último de los segmentos mantiene la conversación hipotética y salta en el tiempo hacia el día siguiente, para comenzar con una conjunción adversativa que señala muy bien el fin del leviatán, el cierre un tanto diablesco de lo acaecido: «Pero mañana, / cuando las viejas barran a conciencia / el poco de hoy que queda en las colillas / por todo el ancho espacio desolado / donde no hay nadie nunca: ¿importará / el trueno de la gloria o el silencio / del papel arrugado en una esquina / bajo el polvo de ayer? Nadie lo sabe. / Y sin embargo, / es necesario hacerlo todo bien» (Diego, 2001: 344). Aunque el didactismo de los dos versos finales –raro en su poesía– tal vez le quite vigor, disminuya su fuerza artística, lo cierto es que el poema marca un propósito meliorativo. Tal vez en el transcurrir de este último segmento, que reseña la sutil diferencia entre melancolía y nostalgia, se halle implícita la tristitia o desolación silenciosa; aunque la advertencia final, enunciada quizás con demasiada luminosidad –así aparece en el poema «Oda a la joven luz»–, aminore la virtual referencia, aleje asociaciones entre el hijo –también payaso– y el viejo payaso o voz que habla. 67

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La tercera y última anécdota alberga una diáfana moraleja, que redondea el recorrido por los símiles poéticos-ontológicos del payaso. Supongo que es efectiva para leerlo con la inteligente mesura que siempre lo animaba, con la invitación a la artesanía verbal que nunca dejó de ejercer, con el horror a la sandez –bajo sus mil disfraces– y a la subestimación del lector, contra la que se opuso siempre, hasta alcanzar tonalidades irónicas, simpáticas burlas dignas de Samuel Johnson. Eliseo había perfeccionado el cuento, quizás de repetirlo muchas veces. Nos lo hizo una madrugada –estábamos Lichi (Eliseo Alberto), Juan Carlos Tabío, Tato Quiñones y otros que no recuerdo, tal vez Wichy Nogueras– en el amplio portal de la casa de E entre 23 y 21. Ya se había resignado a que no nos íbamos a ir temprano, aunque en dos ocasiones nos apagó y encendió la luz del portal para que habláramos más bajito; en consideración a Bella y a él y, sobre todo, a un vecino insomne que al otro día con toda seguridad protestaría en la bodega del sótano por la vocinglería en casa del artista... Tras tomar asiento, se unió enseguida a la tertulia y aprovechó una alusión al aburrimiento de Ariadna, mi hija menor, ante un muñequito soviético que pasaron por la televisión, para tomar la palabra. Fue maravillosa su narración de la historia «real» –mejor «imaginada»– de Onelio Jorge Cardoso en la casa de Raúl Aparicio en Praga, donde era agregado cultural. La «payasada» –lejana de los buenos payasos– venía a cuento por lo de subestimar al lector, en este caso a los niños. La transcribo de la versión que le ofreció a Luis Manuel García. Cuenta Eliseo: «La hija de Aparicio, digamos que se llamaba Rosarito (no recuerdo bien), de unos cinco años, estaba en su cuna dando un escándalo mayúsculo mientras ellos conversaban en la sala. Entonces la mujer de Raúl le pide a Onelio: «Tú, que sabes hacer cuentos, ve a la cuna y hazle un cuento a Rosarito, a ver si se calla». El pobre Onelio, pálido de miedo, se defendió: «Yo nunca he escrito un cuento para niños». «Pero tú eres un cuentista, ve y hazle un cuento», le dijo la mujer. Y allá fue Onelio: «Mira, Rosario, yo vengo a hacerte un cuento. ¿Quieres oírlo?» –Rosario se calló momentáneamente, lo miró con una desconfianza terrible y asintió con la cabeza. Entonces Onelio empezó. «Había una vez un pajarito que tenía un nidito en el copito de un arbolito y estaban ahí sus pichoncitos que tenían mucha hambre. El pajarito vio que en el suelo había un gusanito. Voy a cazar el gusanito y se lo voy a traer a mis pichoncitos, pensó el pajarito. Y bajó. Pero cuando el pajarito vio al gusanito, le dio CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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tanta pena porque era tan chiquitico, que lo dejó ir». Rosarito lo miró con infinito desprecio y le dijo: «Que comemierdita era ese pajarito» (Diego, 2010). El «comemierdita» –tras la contundente burla de la niña– se sabe que abunda en cualquier época en el ámbito de cualquier lengua, sin distinguir países porque las fronteras románticas –tan siglo xix– se van arrinconando en la cultura. El conocido personaje acostumbra subestimar al lector o ser así, quizás hasta genéticamente, «comemierdita». La mala literatura que produce en abundancia no sólo es substancialmente ajena a la poesía de Eliseo Diego, como muestran los poemas cuyo leitmotiv existencial he comentado, sino que se halla en el polo opuesto de sus exigencias al lector, del placentero desafío que suscita leerlo. Sé que la glosa precedente ha sido cómplice, gustosamente cómplice –no hagiográfica–, de mi amistad con Eliseo Diego y el grupo Orígenes; de haber aprendido en sus escritos un arte de leer opulento, que sigue retando la sensible inteligencia –no creo que en extinción– de la «inmensa minoría» de lectores de poemas, según frase de un andaluz que premió a Cuba con su estancia y trabajo, Juan Ramón Jiménez. Así lo supo captar otra andaluza, la malagueña María Zambrano –quizás el mejor discípulo, varón y hembra, de Ortega y Gasset–, cuando en su sagaz reseña de la antología Diez poetas cubanos (1948), que tituló «La Cuba secreta», dijo: «Poesía la de Diego, que resulta tan sólo de una simple acción, prestar el alma, la propia única alma de las cosas para que en ella se mantengan en un claro orden, para que encuentren la anchura de espacio y del tiempo, todo el tiempo que necesitan para hacer y que en la vida no se les concede» (Zambrano, 1948: 4). Como en el decisivo poema-poética «A través de mi espejo», la Villa Eliseo Diego sabe regalar su nariz de payaso en la «anchura» que capta María Zambrano. Porque también se les concede el tiempo a los recuerdos que saltan de la infancia a los versos bajo las carpas del circo.

BIBLIOGRAFÍA · Diego, Eliseo (2001). Obra poética. La Habana: Ed. Letras Cubanas. · Diego, Eliseo (2010). En las extrañas islas de la noche. Entrevistas a Eliseo Diego. La Habana: Ed. Unión, (compilación y breve presentación de Josefina de Diego).

· Vitier, Cintio (1970). Lo cubano en la poesía. La Habana: Instituto Cubano del Libro. · Zambrano, María (1948). «La Cuba secreta». Orígenes, 5, 20, págs. 3-9.

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Literatura dominicana hoy Coordina  Alejandro Gonzålez Luna



Por Sandra Alvarado Bordas

POESÍA Y CANON dominicano del siglo xxi: una panorámica

PRELIMINARES CRÍTICOS DEL CANON Y DE LA POESÍA DOMINICANA

Las historias literarias dominicanas del siglo xx muestran una ansiedad de comparación entre las propuestas producidas desde el propio territorio y las producidas en el marco de los movimientos literarios de Europa, Estados Unidos y América Latina. Esto ha conllevado una marcada y continua percepción deficitaria de la literatura dominicana en donde nunca faltan palabras como tardío y retroceso. La ansiedad por la originalidad y la autonomía, ciertamente, no es una condición propia de la literatura dominicana. Los pensadores latinoamericanos desde los inicios de los procesos de independencia comenzaban a expresar el deseo de construir una literatura diferente a la europea. La ansiedad de influencia de los predecesores europeos era algo con lo que debíamos romper y, aún hoy, la producción crítica dominicana parece externar preocupación por una escritura que estos mismos críticos consideran isleña, aislada y ensimismada, que no logra transcender las aguas del mar Caribe. Críticos reconocidos enfatizan, una y otra vez, una panorámica de la literatura dominicana caracterizada por la tradición y el cambio (ruptura), la cual concluye con una mirada vacía hacia la entrada del nuevo milenio: poetas individualistas, carencia de lectores y una caracterización de la poesía dominicana desde su calidad y uso correcto del español. José Mármol, poeta y ensayista dominicano, reflexiona, en una reciente publicación titulada «Tradición y ruptura en la poesía dominicana de los siglos xx y xxi. Dinámica de sus movimientos», sobre la tradición de ruptuCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ra en la historia de la literatura dominicana. Partiendo de premisas alusivas al ensayo de Emir Rodríguez Monegal, «Tradición y renovación», a la secuencia rupturista de Octavio Paz y a las apreciaciones que hiciera Pedro Troncoso Sánchez en su prólogo al libro de Carlos Federico Pérez, Evolución poética dominicana (1987), Mármol señala una tendencia de ruptura y renovación dentro de una concepción evolucionista de la historia literaria. El vedrinismo y el postumismo de tendencias vanguardistas se alejan del modernismo dariano, luego los «independientes del 40» –marcados por las contradicciones de años difíciles de la dictadura de Trujillo–, la poesía sorprendida, la generación del 48, la generación del 60 y la poesía de posguerra perfilados bajo la resistencia y una literatura comprometida con lo social. La literatura dominicana sigue su curso «evolutivo» en la generación de los 80, y en los noventa con el movimiento del interiorismo y el contextualismo, hasta la poesía actual, la cual, según la crítica dejó de congregarse en grupos o movimientos literarios y desarrolla una actitud individual e iconoclasta. El abordaje evolucionista de la historia literaria dominicana da pie a una ansiedad frente a la metrópolis, en donde es necesario rectificar, en palabras de Mármol, «la coetaneidad, o bien, la presencia temprana de aquellos conceptos, obras, movimientos y autores innovadores y posteriormente vanguardistas en el ambiente literario y cultural dominicano, pese a nuestro escaso desarrollo socioeconómico [...]» (72). El ensayo, publicado en la revista dominicana Ciencia y Sociedad, despliega, basado en las evidencias del libro de Manuel Mora Serrano, argumentos para deconstruir «el mito de la llegada tardía». No sólo Mármol, sino otros críticos muestran esa ansiedad que puede ser leída entre líneas y que, si bien no será el objeto de este ensayo, develará, en el estudio de la poesía dominicana, una marginalidad y automarginalidad de las voces poéticas. En nuestro pasado literario, en el interior mismo de los movimientos, existía esta desazón de lo tardío. Como señala Soledad Álvarez, en «Un siglo de literatura dominicana», refiriéndose a nuestra inclinación por las vanguardias desde la llegada de los marines estadounidenses en el 1916: «El fuego era atizado por el deseo de ruptura y de novedad, así como por la angustia de ese “estar al día” frecuente en los creadores de los países periféricos» (524). Si bien la tradición de la ruptura es un concepto que ha ayudado a historiadores y críticos literarios dominicanos a comprender los fenómenos de la producción poética, la ruptura, y 73

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su llamado a la renovación y al cambio, nos lleva a pensar en las vanguardias literarias, sus experimentaciones con el lenguaje, su relación con los acontecimientos históricos, la clase dominante y una sociedad cada vez más aburguesada. En las vanguardias y en la ruptura hay una resistencia que, en palabras de Rodríguez Monegal, siempre «resulta profundamente revolucionaria porque no puede institucionalizarse nunca y porque no es susceptible de ser orientada burocráticamente» (Rodríguez Monegal). En este sentido, creo que las reflexiones de Álvarez son atinadas en cuanto que logran presentar nuestros hitos literarios y/o ficciones fundacionales de la República Dominicana, las cuales marcan contradicciones en la relación de los intelectuales, escritores y poetas con el poder, y a su vez presentan la inclinación de los movimientos literarios por las vanguardias y la transgresión a lo largo del siglo xx. Llegados a finales del siglo xx y principios del siglo xxi, la crítica literaria institucionalizada, que se congrega en espacios tales como la Academia de la Lengua, las universidades y el Ministerio de Cultura, tiende a mirar con desdén a la poesía dominicana producida por jóvenes nacidos entre la década de los setena y los noventa. Tanto Mármol como Álvarez concentran sus ensayos en una cronología repetida en más de treinta antologías de literatura dominicana que nos ofrece un acercamiento histórico a las características de los movimientos y sus autores. Ambos argumentan sobre la producción individualista de la posmodernidad, la cual se traduce en una literatura débil, caracterizada por «el desinterés hacia el estudio y el uso apropiado de la lengua» (Álvarez 553); o, como señala Mármol, no existe movimiento poético de ruptura significativo que «merezca resaltarse», aunque sí actitudes individuales, transgresoras, frente a la tradición (89). Con esto, establecen una visión canónica de la poesía que para los años noventa se consagra con el movimiento del interiorismo –El movimiento interiorista. Antología del Ateneo Insular, de Bruno Rosario Candelier–, con un intento de recuperar lo clásico, lo místico y la metafísica, persistiendo así por más de un siglo un espíritu neoclasicista. Frente a esta idea canónica de la poesía y de la literatura dominicana, podemos encontrar otras voces críticas que se alejan del centro institucionalista y legitimador de una poesía que resulta ser «barroca, culta y verboseada», como la denomina Ariadna Vásquez, refiriéndose a la labor crítica sobre esta poesía que ha venido realizando Pedro Granados. Desde mediados de la primeCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ra década del siglo xxi y, sustancialmente, a partir del año 2012, se destacan numerosos esfuerzos de concentrar la poesía del siglo xxi en diversas antologías y/o de integrar esta poesía como «contínuum» de las historias literarias oficiales. Los criterios son varios, pero concentrados en elementos temáticos y en un ejercicio hermenéutico motivado por comprender la escritura como efecto de los procesos identitarios de la nación dominicana que, también, nos lleva a pensar en cómo se ha ido conformando el canon dominicano. En esa línea, vale mencionar el trabajo riguroso de Carmen Cañete Quesada y su antología La nación y su escritura. Colección de voces dominicanas (1965-2017), que, en un interesante diálogo con la Academia Dominicana de la Lengua, logra incorporar voces hasta ahora marginadas por el canon dominicano. Cañete Quesada integra la poesía, la narrativa y la crítica producida en las últimas dos décadas y dialoga con las antologías y producciones críticas de todo un siglo para ofrecer una perspectiva panorámica y atinada sobre los procesos de canonización de la literatura dominicana. La reflexión sobre la configuración del canon dominicano es un tema poco estudiado por la crítica. Resulta interesante que dentro de las apreciaciones de la literatura dominicana, se ha resaltado la preeminencia de las voces líricas; la narrativa y el ensayo permanecen en segundo plano. Siendo éste el caso, profundizar en los factores que influyen en el canon de la poesía dominicana necesita de esfuerzos académicos colectivos de pensadores dominicanos del territorio y de la diáspora, haciéndose imperante colocar en cuestión a la literatura institucionalizada. La autora de La nación y su escritura, en ese sentido, avanza la discusión. El canon dominicano responde siempre a las agendas nacionalistas de los gobiernos de turno y ha perpetuado, en diversos niveles, el espíritu ideológico que inició con la cultura propagandista del estado trujillista. Lo fervoroso de lo nacional o la exaltación de los valores patrióticos, los temas coloniales e indianistas, las antiguas batallas, el ambiente autóctono y el cristianismo, la ausencia del pasado esclavista, el regreso a las historias del descubrimiento y de la conquista, las apologías han permanecido, según la autora: «en su estado virgen en las antologías y estudios mayormente publicados en los años sesenta y setenta [...]. Aquella continuación de la tradición es fácilmente observable en las numerosas reediciones de colecciones e historias literarias hasta entrados los años noventa. De hecho, una gran mayoría de antologadores 75

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y colaboradores de esta literatura de propaganda –Max Henríquez Ureña, Héctor Incháustegui Cabral, Emilio Rodríguez Demorizi, el mismo Balaguer, etcétera– siguió perpetuando el canon de los tiempos del trujillato hasta entrados los años noventa» (Cañete Quesada 41-42). Un efecto perturbador de esta continuidad canónica desde las instituciones es cómo se han excluido las voces poéticas de las mujeres y de otras comunidades minoritarias y/o étnicas. Si bien en los años ochenta comenzamos a notar la presencia de voces femeninas en las antologías y, la construcción de un discurso y de una genealogía de la escritura femenina –gracias principalmente a Chiqui Vicioso y Ángela Hernández–, su inclusión es limitada y fijada siempre en la voz patriótica de Salomé Ureña y en la figura femenina única de la poesía sorprendida: Aída Cartagena Portalatín. Reitero que los esfuerzos desde el centro literario (institucionalizado) han sido lentos en incorporar las voces diversas de la poesía dominicana de los últimos veinticinco años y en enfatizar una escritura femenina arraigada a una tradición literaria de mujeres, que apenas comienza a ser rescatada. Muchos factores intervienen en la falta de revisión del canon, como la ausencia de programas de grado y doctorado en literatura dominicana y las condiciones precarias de las bibliotecas y del profesorado universitario en aquellas universidades dominicanas que cuentan con departamentos de español, lengua y literatura. Los estudios dominicanos han avanzado gracias a la alta representación demográfica de esta población en los Estados Unidos y, por esta razón, ha crecido el interés de las universidades y sus departamentos de español por comprender la cultura y la literatura de la República Dominicana. En acuerdo con Manuel García Cartagena, la crítica literaria dominicana ha trabajado lentamente en dar sentido a la producción poética de las últimas dos décadas donde los gustos personales han prevalecido por encima del pensar hermenéutico. De aquí que pensadores y críticos que piensan la literatura dominicana, desde otros centros y academias, enfaticen sus procesos metodológicos de selección para evitar la subjetividad y promover la «agenda» personal (García Cartagena, 33). La crítica literaria local analiza y responde la mayoría de las veces, 1) a una ansiedad de comparación o a la percepción de una literatura deficitaria; 2) al concepto de ruptura para explicar los movimientos literarios del siglo xx y la inclinación de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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la poesía dominicana por una estética de las vanguardias; y 3) a una crítica institucionalizada que promueve la permanencia de un canon vigente desde la dictadura de Trujillo y que sistemáticamente excluye a las mujeres escritoras y poetas. La crítica de otros espacios geopolíticos fuera de la isla responde y produce discursos hermenéuticos que han resultado, en muchas ocasiones, incómodos y desafiantes para las comunidades de lectores del territorio. A pesar de una cierta parcialidad para la profundización de los fenómenos literarios más actuales y de los efectos de la globalización en la escritura de los más jóvenes, en la última década se han publicado cuatro antologías que presentan las panorámicas más completas de la poesía de los últimos veinticinco años: «A la garata con puño»: muestra de la poesía dominicana actual, de Ariadna Vásquez, publicada en 2012 por Punto de Partida, la revista de los estudiantes universitarios de la Dirección de Literatura de la UNAM; Indómita & brava. Poesía dominicana 19602010, de García Cartagena), publicada en el 2017; Isla Escrita. Antología de la poesía de Cuba, Puerto Rico y República Domini­ cana, de Néstor Rodríguez, publicada en el 2018; No creo que yo esté aquí de más. Antología de poetas dominicanas 1932-1987, de Rosa Silverio, publicada en el 2018; y Conjugar el verbo arena. Poesía dominicana actual, de Verónica Aranda, publicada en el 2019. Las antologías mencionadas trazan líneas comunes: las transformaciones sociales y urbanas de la sociedad dominicana están revestidas por el consumo y un crecimiento económico que irá abismando la desigualdad social: la presencia inevitable y desgarradora del capitalismo y la modernidad. Los estudios introductorios de estas antologías listan las nuevas formas literarias, las expresiones poéticas a través de la música, el performance, el escenario de la ciudad, la escritura desde el margen o desde una «conciencia de margen» (Aranda, 11). Falta aún profundizar en la proliferación de las voces femeninas en las dos décadas del siglo xxi y en las astucias de las políticas dominicanas que rehúsan la revisión y que continúan sustentando un sistema patriarcal modelado en valores patrios, concepciones católicas y tradicionales de la familia, cómo señala Cañete Quezada, «La sociedad en general se ve condicionada por un patrón de conducta sexual prácticamente inalterable» (49). Las poetas en su diversidad reaccionan, escriben, cantan, gritan y gesticulan sus pensamientos ante un sistema que continuamente las oprime. 77

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EFECTOS GLOBALIZANTES EN LA ESCRITURA POÉTICA DOMINICANA DEL SIGLO XXI Alguna sombra seguro se levanta sobre los edificios y las yipetas de un país pequeño y pobre, cuyas venas de capita­ lismo y modernidad se van transparentando poco a poco, quedándose sin sangre y agua, secas como la decepción. Algo debe salir de tanto encierro y tanto mar alrededor; tanto resentimiento en los arrecifes. Ariadna Vásquez

La globalización, que ha sido un proceso gradual a lo largo de la historia, se aceleró en la década de 1980 y 1990. Las tecnologías digitales, el acelerado flujo de capitales e información transformaron el mundo conocido acercando lugares y culturas y determinando un tránsito hacia una situación de homogenización cultural. De igual manera, estos procesos facilitaron la creación de focos de resistencia que reivindican el sentir local o sirven de nicho a grupos históricamente marginados. La República Dominicana formó parte de este proceso de inserción en el ámbito global a partir de una perspectiva muy particular que implicaba la participación de las nuevas condiciones planetarias en una situación de desigualdad. En estas circunstancias, una parte de la población tenía patrones de consumo acordes con los del siglo xxi, mientras otra parte de la población vivía en condiciones económicas y culturales del siglo xix (Cassá, 2018). La modernidad dominicana, que tiene un origen autoritario marcado por el primer proyecto modernizador que fue la larga dictadura de Trujillo (D. Mena 2013), se encuentra marcada por múltiples aspectos deficitarios en lo social, institucional y económico. De igual manera, ya a partir de la década de 1970, la República Dominicana experimentó un acelerado proceso de urbanización y el número de conglomerados urbanos aumentó de manera significativa. Para 2002 un sesenta y cuatro por ciento de la población nacional habitaba en ciudades. Esta situación implica una serie de dificultades, puesto que no existe una correspondencia entre el crecimiento urbano y la capacidad estructural para satisfacer las demandas de esos grupos humanos (Cáceres, 2018). Se produce así una urbanización descapitalizada donde, juntamente con el modo de vida urbano, perviven los modos de vida anteriores perpetuados en un ambiente de marginalidad (Browne, 1987). La situación insular de marginalidad social llevó a que, durante los últimos decenios del siglo xx, incrementara significatiCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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vamente la migración dominicana hacia Estados Unidos y Puerto Rico y, en años más recientes, a Europa. Esta migración, en cuanto a proceso dinámico, ha construido nuevas formas de presencia cultural y la aparición de un nuevo sujeto dominicano que reivindica el ser nacional en espacios que les son culturalmente ajenos. Surge una nueva dominicanidad, la cual ha determinado nuevas formas de mirar y manifestarse en los diferentes ámbitos del arte, la cultura y la política. En este sentido, la proliferación y el reconocimiento de escritores y escritoras dominicanas en los Estados Unidos ha colocado a la cultura dominicana como objeto de estudio en diferentes campos de las ciencias humanas y sociales. Escritoras dominicanas como Elizabeth Acevedo, The Poet X, y Josefina Báez, Dominicanish, entre otras, cuestionarán desde fuera aquellas categorías, muchas veces inamovibles, de la cultura dominicana: la religión, la raza y el género, las cuales regresarán reconstruidas al ambiente local, en donde volvemos a ver una segmentación social que altera las expectativas y los patrones de comportamiento. También nos llegará de los Estados Unidos y de otros países centrales una inserción hegemónica de la cultura, surgiendo así una amplia gama de opciones de consumo de bienes culturales que choca con una realidad material degradada (Hopenhayn, 1997), se trata, como señala García Canclini, de «un proceso segmentado y desigual». Podría decirse que los procesos de globalización implican un acceso a bienes culturales que no existía en las condiciones anteriores de vida en República Dominicana, donde, desde la dictadura, hubo siempre restricciones de acceso a libros, películas u obras musicales. La situación no mejoró de manera significativa en los veinte años posteriores a la dictadura de Trujillo. Es a partir de la década de 1990 que ese acceso se hizo más fácil. La globalización y los procesos de exclusión no están al margen de los principales acontecimientos políticos y culturales de entrada al nuevo milenio. El final del siglo xx representó el relevo de los líderes que habían dominado el escenario de gran parte de la centuria. El advenimiento al poder en 1996 de Leonel Fernández vendría a marcar un nuevo rumbo en la gestión del Estado con todas las consecuencias que ello implica, en un país donde las decisiones de los políticos afectan en gran medida la cotidianidad del ciudadano común. De manera casi inmediata, Fernández inició una acción de gobierno caracterizada por esfuerzos modernizadores en el aparato estatal y una serie de medidas de 79

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corte neoliberal que incluyeron la privatización de las empresas estatales que habían sido propiedad del dictador Rafael Leónidas Trujillo y que pasaron a la cosa pública a raíz de su ajusticiamiento en 1961. A pesar de su afán modernizador, Fernández no tardó en reproducir las acciones clientelares que caracterizaron a casi todos los gobiernos que tuvo el país desde 1966. La política cultural del primer gobierno de Fernández (19962000) creó el Consejo Presidencial de Cultura, que dio origen al Ministerio de Cultura en el año 2000 y relanzó la Feria Nacional del Libro de Santo Domingo, que incluía un nuevo formato más orientado a la internacionalización del evento. De ahí en adelante, la Feria se ha mantenido con los desajustes estructurales que caracterizan a cualquier emprendimiento cultural en República Dominicana, aun sea este gestionado por el estado. El Ministerio de Cultura se hace cargo de la política cultural oficial del Estado dominicano y gestiona las instituciones culturales oficiales. La iniciativa privada ha gestionado sus propias instituciones y en la República Dominicana del siglo xxi existen emprendimientos editoriales, espacios de exhibición artística y cultural e instituciones dedicadas a la investigación y el pensamiento que operan casi siempre dentro de un marco similar al de la formula oficial. Los espacios alternativos también ocupan un nicho y enarbolan propuestas diferentes a la de los espacios normados por el pensamiento oficial, como es el caso de Ediciones Cielonaranja, dirigido por Miguel D. Mena. La globalización, como fenómeno múltiple, ha tenido un efecto a todos los niveles, reivindicando en muchas propuestas de género, alejadas de lo heteronormado. Ello se traduce en un incremento del activismo LGBTQ y el incremento de la visibilidad de estos grupos que reivindican sus derechos y demandan sus espacios de acción. La poesía que se expurga de estos avatares sociales resulta ser el síntoma de una ciudad cambiante. Los distintos escenarios de la ciudad de Santo Domingo estarán presentes, pero siempre desde una mirada observante o vivencial del margen. Los poetas se ríen tristemente con la ironía de comprender las dualidades discursivas de una ciudad de «odiosas avenidas y túneles» (Pumarol) o de una ciudad que, en su inseguridad ciudadana, genera una cultura de miedo y de violencia en torno al cuerpo de la mujer y a la cual responden las voces poéticas con enojo: «Los transeúntes ignoran [...] que esta mujer está formada de cadáveres / del sufrimiento de miles de mujeres / que antes poblaron este CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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cuerpo [...]» (Saviñón en Silverio, 248). En otros casos se responde a la ciudad con un canto temerario: «Tú y yo deberíamos citarnos / en la ciudad inmensa y nocturna [...] como kamikazes en busca de su muerte» (Galán en Vásquez, 61). La poesía dominicana del siglo xxi está marcada por diversas rutas de exploración estética, que no siempre serán excluyentes una de la otra, pero que estarán unidas por un escudriñamiento de la ciudad –siempre de espaladas a sus habitantes– y sus dinámicas globalizantes. El efecto de la ciudad sobre la escritura de los y las poetas será irónico, disonante, marginal, fragmentario, triste. Néstor Rodríguez, en su libro canónico Escrituras de desen­ cuentros en la República Dominicana, señala cómo la ciudad y su contexto figuran las identidades escriturales. En el caso insular, Rodríguez había advertido sobre cómo la ciudad de Trujillo, por medio de proyectos hegemónicos de la cultura, controlaba las identidades de los escritores y de las representaciones. Luego de la caída de la dictadura, persiste una continuidad ideológica de la ciudad trujillista y su proyecto de totalizar las identidades en una unidad cultural. Según el crítico, la narrativa contemporánea dominicana de Aurora Arias y Rita Indiana Hernández se emancipa del proyecto totalizador trujillista por medio de subjetividades diversas, estableciéndose así como contranarrativas de la nación dominicana (Rodríguez, 107). Asimismo, vemos que, en la poesía de las últimas dos décadas, persiste la obsesión por la ciudad, determinando al sujeto dominicano andante que, muchas veces, decide escribir, pero sin alardes ni glorias de seres poetas laureados; el margen y el aislamiento social dominan la escena. En la poesía dominicana del tercer milenio, la mirada desde el margen de la ciudad se inicia con la poesía de Homero Pumarol. El poema «La República» de Pumarol tiene como voz poética a un poeta que observa en la plaza pública cómo las instituciones de control, «el ministro de cultura» y «el congreso» escogen a aquellos poetas responsables de cantarle a los «nuevos mitos de la ciudad moderna». Los rituales de erigir figuras fundacionales comienzan y «Rápidamente se levantaron las estatuas en su honor [...] las fiestas, los banquetes, / las orgías y demás prebendas de la gloria». Ciertamente, el poeta del poema muestra su contradicción. Por un lado, termina decepcionado, pues sale velozmente «con la cabeza descubierta, sin pelos ni laurel», y descubrimos que su canto no puede ser a la «ciudad moderna» porque muestra su rechazo de ella, precisamente en los versos que describen a las 81

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«odiosas avenidas y túneles», y porque pudiera estar rechazando los mitos patrios que perpetúan los proyectos culturales del centro. Para el año 2000, Pumarol habría publicado su primer poemario, Cuartel Babilonia, justo cuando concluye el primer gobierno de Leonel Fernández (1996-2000), quien, como señalé anteriormente, reunió diversos esfuerzos para modernizar la ciudad de Santo Domingo y convertirla en un «Nueva York chiquito», logrando transformar, en su primera gestión, la avenida 27 de febrero y la percepción acelerada de la ciudad, inferida con desdén y apatía en la poética de Pumarol. Sin duda alguna, creo que Pumarol (1971) es una de las voces más significativas de la poesía dominicana de las últimas dos décadas quien, junto al poeta Frank Báez (1978), ha incursionado en la dimensión pública y performativa de la poesía a través de la propuesta de El hombrecito.2 Podría decirse que Pumarol es el poeta que inaugura el siglo xxi. Como gran parte de los poetas actuales, propone una universalidad paradójica, basada no en las adhesiones a credos o movimientos, sino en una escritura que parte de una experiencia vital individual marcada por una cultura eminentemente urbana y global. No hay atisbos de llamados a compromiso social, y, si alguna propuesta de rebelión existe en su poesía, es la del individuo contra el poder en cualquiera de sus manifestaciones. Esta condición apartada se propone desde una escritura que debe más al habla de la calle al recurso de la intertextualidad que a referencias a experiencias literarias anteriores a las que el poeta pudiese servir como epígono. Se trata de una escritura formulada desde la experiencia misma que oscila entre lo festivo y la angustia frente a la homogenización cultural, como pudimos ver en su poema «La República». Lo urbano marca la poesía de Pumarol y su dimensión representativa es una constante en un país que, en pocas décadas, pasó de ser un país rural a tener la mayor parte de su población habitando en ciudades. Sin embargo, no se trata de una experiencia urbana realizada en espacios aprobados por la cultura dominante. En Pumarol, acudimos a una propuesta que lleva en sí la marca de lo marginal y hasta de lo abyecto como puede leerse en «Los poetas de ciudad nueva», donde los poetas «vienen por el malecón desnudos fumando» o «resbalan en la mierda de los viralatas». También, vemos el malecón como espacio emblemático de la ciudad –desde su construcción durante la dictadura–, que se convierte en el poema en escenario de un desfile abigarrado, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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enmarcado por los hitos de una ciudad sumida en las manipulaciones del poder. Lo urbano incluye, además, la marca de lo cotidiano (Belliard, 2014) con lo que se acentúa la dimensión de ruptura de la nueva poesía. Se rompe con la tradición marcada por el compromiso social y el manejo consciente del lenguaje y sus giros de las generaciones poéticas anteriores para acudir a una propuesta poblada de referencias a una dimensión de lo vital que es a la vez trágica y cómica. Esta dimensión se recoge no sólo desde la experiencia misma del poeta, sino a través de los medios de comunicación, nueva ventana abierta al mundo. La labor del poeta es filtrar esa visión permeada por las operaciones del poder y no cuestionarlas a través del cedazo de la ideología o el compromiso político, sino desde una experiencia que pude ser a ratos angustiante o iracunda. Son recurrentes en las nuevas propuestas poéticas del siglo xxi temas nunca tocados: las drogas, el peso del flujo de comunicaciones que puebla la globalización, nuevas formas de gregarismo, el espectáculo generado por los medios (D. Mena, 2013). Quizás ningún otro poema de Pumarol recoja mejor esta afirmación que «Jack Veneno ha muerto». En el poema observamos la cartografía de los espacios coloniales del Santo Domingo actual, que convive con el pasado histórico y con los hitos patrióticos fundacionales de la nación. La relativización del espacio patrio convertido en marginalidad es razón de llanto del personaje de «Deseo». El título del poema resulta significativo del cambio de milenio. Se anuncia la muerte de Jack Veneno, emblemático personaje, icónico y mítico, de la lucha libre popular. Es producto de la televisión dominicana de las décadas de 1970 y 1980, y sirve de eje articulador de un poema que se construye a base de identidades dudosas, la presencia de lo grotesco e imágenes retorcidas de una realidad urbana poblada de sujetos marginales: «borrachos de a pie, los maniceros, / las barrigas verdes de polyester de los policías, / los carros públicos, las guaguas voladoras / y siete locos […]». Los espacios marginales de la droga o el crimen, la presencia de la policía corrupta o las precariedades de la vida urbana en Santo Domingo encuentran cabida en el poema. El simbolismo antimperialista de su lucha contra el norteamericano Ric Flair, aunque no fue reconocido por el Campeonato Mundial de NWA, resuena en el imaginario colectivo dominicano. Anunciar la muerte de Jack Veneno –reminiscencia de la enseñanza de Zaratustra sobre la muerte de dios– es anunciar la 83

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muerte de un paradigma y de una forma de vivir colectivamente la cotidianidad: sólo queda el llanto y «Deseo que aún no para de llorar». A partir de este momento, Santo Domingo es otra ciudad. Los espacios literarios de Pumarol se irán haciendo comunes en la poesía de las últimas dos décadas. En ese sentido, el poeta y escritor Frank Báez se sumará a las iniciativas poéticas de Pumarol con la temática urbana de trasfondo. Como señalan Rita de Maeseneer y Diana Arbaiza en su artículo «¿Cómo apropiarse de una estrella/ícono?: “Oración por Marilyn Monroe” de Ernesto Cardenal y “La Marilyn Monroe de Santo Domingo” de Frank Báez», el poeta dominicano utiliza un estilo cercano al habla cotidiana, que vemos prevalecer, también, en la poesía de Pumarol. Las autoras señalan el recurso poético del montage, que podemos ver cómo se despliega a lo largo del poema «La Marilyn Monroe de Santo Domingo». El montage al que acude Báez resulta sintomático del impacto de la modernidad en el lenguaje y en la construcción de los discursos. El poeta se apropia de unos de los sujetos y objetos culturales más deseados del siglo xx: la actriz Marilyn Monroe, quien, en su repertorio de interpretaciones actorales, vemos representada en la mujer niña, la rubia tonta, la mujer sumisa, la ingenua, la vampiresa y la femme fatale. A fin de cuentas, es la suma por excelencia del deseo patriarcal por posesionar una mujer blanca (Maeseneer). Si bien, el montage es un recurso por medio del cual se logra unir discursos heterogéneos y que, en su fusión, cuestiona la agencia del sujeto moderno, el testimonio de la voz poética de la mujer transgénero (la Marilyn Monroe de Santo Domingo) que construye Báez se presenta de manera problemática y violenta. Aunque Maeseneer y Arbaiza reconocen la identificación del yo poético con Marilyn, otorgándole agencia al personaje, entiendo que hay una relativización de esta agencia en cuanto que los discursos de representación marginal que componen su testimonio la determinan. Los distintos niveles de violencia física y simbólica enunciados en el poema, que van desde la cita intertextual de «soy monstruo que menstrua» hasta la representación de una escena de violación sexual en donde el personaje confiesa «me golpean, me vejan, me vocean. / Me dan una salsa. / Se echan arriba de mí uno a uno. / Yo me he perdido. / No estoy aquí» (Pos­ tales, 32), crean una ambigüedad respecto a la representación de la mujer, pero también respecto al posible recurso autobiográfico al cual Báez está apelando, por su identificación de Marilyn como poeta. Al relativizar la agencia del personaje, es posible entrever CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ciertas relaciones de vasallaje del sujeto poeta, ya sea con la industria del turismo sexual, el ministro de cultura, la lista de sujetos de las clases altas y marginadas o su público lector. Pumarol y Báez dominan la escena poética de la primera década del siglo xxi con una poesía globalizada que presenta las manipulaciones del poder hegemónico, a veces con enfado y repudio, y otras con humor y ambigüedad. Las representaciones literarias de los espacios marginales y de personajes subalternos es, sin duda, el efecto de un contexto social globalizado que participa en los procesos narrativos e identitarios de sujetos diversos. La propuesta poética será siempre contrahegemónica y/o una contranarrativa, abriendo espacios a las cuestiones sobre el sistema capitalista imperante, el género, la sexualidad, las clases sociales y la raza. Como señalan Maeseneer y Arbaiza, «la Marilyn de Báez es una figura que permite al autor explorar cuestiones de género, de identidad sexual y de nacionalidad». IDENTIDADES TEXTUALES DE LAS VOCES POÉTICAS DOMINICANAS Estoy en donde no estoy… Gabriela Mistral ¿Qué significa ser una mujer escritora en una cultura cuyas definiciones fundamentales de la autoridad literaria son, como hemos visto, franca y encubiertamente patriarcales? Sandra M. Gilbert y Susan Gubar

«Si leemos las antologías tradicionales percibimos que el quehacer literario ha sido ajeno en gran medida a la mujer. ¿Será cierto que solo dos o tres mujeres se han dedicado al duro oficio de hacer literatura en nuestro país? ¿O será más cierto que los antologistas tradicionales no recogen a propósito esos trabajos?» (Imbert Brugal en Cañete Quezada, 566). Éstas son las declaraciones de Carmen Imbert Brugal en su ensayo titulado «La varona intelectual», publicado, por primera vez, el 11 de febrero de 1985, en El Nuevo Diario. Treinta y cinco años después, la pregunta aún permanece en los círculos literarios institucionalizados y, de alguna manera, la antología de Silverio, No creo que yo esté aquí de más, viene a responder ese vacío. Las escritoras siempre han estado ahí y como dice Ligia Minaya, en una entrevista realizada por Sintia Molina, refiriéndose a las escritoras dominicanas, «el mayor problema es la publicación. […] no hay dominicana 85

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que no tenga un poema propio debajo de la almohada. Por eso te digo, el problema es publicar. Hay que hacerlo por una misma, con dinero propio» (Molina, 52). La historia literaria de la literatura iberoamericana ha contado con numerosos ejemplos de los procesos de censura y marginalización de la escritura producida por mujeres. Desde la exclusión canónica de María de Zayas en la literatura del Siglo de Oro español, la retórica de sor Juana, o sus enmascaramientos retóricos para enfrentar el poder colonial del siglo xvi, hasta la reescritura del lenguaje del deseo femenino en Delmira Agustini, vemos el inicio de una genealogía de mujeres escritoras que serán recuperadas por la crítica feminista actual a través de una red de discursos fundacionales sobre las poetas y escritoras. Esta red crea una fisura, una discontinuidad, e irrumpe la estabilidad de los cánones nacionales. Las consecuencias de un canon institucionalizado que promueve la cultura letrada de unos pocos intelectuales, hombres, son devastadoras en cuanto al espejo que las mujeres lectoras tienen para verse a sí mismas representadas. En las diversas esferas afectivas, sociales y políticas de la República Dominicana prevalecen las ideas de superioridad masculina. Los espacios literarios suelen ser ámbitos en donde las confrontaciones de poder patriarcal se despliegan sinrazón. Un ejemplo de esto lo encontramos en la introducción a la antología de poetas dominicanas, donde Silverio relata cómo el crítico literario Diógenes Céspedes señala la intrascendencia de la poesía de Josefa Perdomo, primera poeta dominicana en publicar poesía. Las razones argumentativas del crítico radican en una visión un tanto extraña respecto a qué la poesía debe o no debe cantarle. De aquí en adelante, Silverio y Céspedes iniciaran una relación intertextual que devela el ejercicio de poder del crítico dominicano, a lo cual Silverio se defiende por medio de un sinnúmero de estrategias mediáticas. Las relaciones intertextuales de Silverio y Céspedes nos remiten a diversas estrategias de apocamiento que han existido en la historia de la literatura latinoamericana. Críticos como Sylvia Molloy, nos habla del sistemático recurso de aniñamiento encontrado en las cartas de Delmira Agustini a Rubén Darío y en las reseñas críticas de su obra poética.4 También, Benigno Trigo analiza la agresión del intelectual René Marqués hacia la propuesta subversiva de la revista Zona Carga y Descarga, dirigida por Rosario Ferré.3 Asimismo, vemos cómo recientemente Céspedes reCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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seña el más reciente poemario de Silverio, Invención de la locura, por medio de ataques personales o falacias ad hominem.4 A pesar de los distintos ambientes literarios hostiles a la producción poética de la mujer, debo señalar que las antologías presentadas en este trabajo equilibran la presencia de las voces femeninas. Esto se debe en parte a que, argumento, la poesía de la República Dominicana de las últimas dos décadas ha proliferado gracias a un sinnúmero de voces femeninas diversas. Estas voces poéticas tienen su propia tradición y sus propias historias que contar. Ciertamente, la ciudad y lo urbano sigue de trasfondo como espacio en donde vamos dejando rastros de nuestra historia e identidad como podemos ver en los poemas de Ariadna Vásquez: «Para saber de mí, debo buscar los dientes que fui dejando en las calles, el camino de mi lengua en aquella ciudad, las historias que fui amontonando en los rincones» (Vásquez en Aranda, 87). En otras propuestas poéticas encontraremos los cuestionamientos a las imposiciones culturales de la mujer, la expresión del deseo sexual y, también, la construcción de una sororidad intertextual con escritoras de la literatura latinoamericana, norteamericana y dominicana. «Calvario de Ovario» de Sussy Santana es un ejemplo de las diversas exploraciones sobre las expectativas de feminidad y de los roles de género de la mujer dominicana, los cuales vacilan entre el arquetípico ángel de la casa o monstruo femenino: «Aprender a lavar los pantis antes del abecedario / Como futuro calvario: / Ser limpia / Ser buena / Lavar los pantis / Las escaleras / Aprender a menear las caderas antes que a decir que no» (Santana en Silverio, 255). La poeta responde en otros poemas como en «Muñeca de papel» a la identidad de sumisión a las que las mujeres estamos expuestas y a la violencia simbólica perpetuada en el ideal de un aspecto físico que se torna autodestructivo al «Vendernos por libra al mejor reguetonero […] Llevarnos al matadero maquilladas, / porque primero muertas que sencillas y muertas / estamos» (Santana en Aranda, 69). Otros poemas de la autora poseen un tono emancipatorio como es el caso de «The no rhymes», en el cual se repite, a modo de canto e incesantemente, la palabra «no»; y, los poemas «Reflejo» y «Pelo Bueno», los cuales muestran el camino hacia la liberación del pelo natural. Santana muestra las tensiones de una cultura que le obliga a lacear el pelo, ya sea en los distintos rituales de pasaje –los quinceaños, la boda– o por medio de las voces culturales introyectadas: «Mientras más blanca mejor / Make it straight». Esto hace que la voz 87

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poética declare cómo su pelo «ha sido colonizado por el calor de mis propias manos» (Santana en Aranda, 71). La consolidación de las poetas dominicanas de las últimas dos décadas ha sucedido en una perpetua confrontación con la cultura literaria patriarcal, la cual ha controlado el imaginario sobre la mente y el cuerpo de la mujer. Para confrontar la estabilidad de esas representaciones, las poetas se han visto en la necesidad de responder desde otros espacios o por medio de estrategias figurativas que subviertan la representación literaria tradicional del sujeto femenino para tomar control sobre la propia figuración. Creo que es a través de esta pista que debemos leer el último poemario de Silverio. La voz poética de Invención de la locura establece una relación intertextual de cercanía e intimidad con poetas como sor Juana, Alejandra Pizarnik, Emily Dickinson, Sylvia Plath, entre otras, reconstruyendo así su yo, a partir y con ayuda de estas poetas. La relación con ellas es de refugio, pero a la vez de mecanismo textual de subversión que le ayudará a reconstruir retóricamente y dar sentido a su propia historia. La «invención», además, es conciencia del recurso de la palabra para dominar y controlar los mecanismos propios de representación de la experiencia y subjetividad femenina. La locura es el canto que la voz poética utiliza para resistir la vigilancia del «ojo que me mira a todas horas [...] Ojo que vigila a esta chiflada [...] el ojo es mi titiritero / no puede hacer nada que él no me autorice» (Invención de la locura, 68). La poesía dominicana de las últimas dos décadas aún es un fenómeno reciente, sin embargo, las publicaciones antológicas de la última década nos dan una idea respecto a la poesía dominante: prevalecen voces poéticas que se escriben a sí mismas desde la ciudad, utilizando un lenguaje poético arraigado en el habla cotidiana. Las voces femeninas nos hablan de las durezas de la cultura en torno a los roles y a los cuerpos de las mujeres dominicanas. Los poemas están poblados de espacios marginales de la ciudad de Santo Domingo y de personajes oscuros y siniestros que forman parte del paisaje isleño, diferente y contradictorio a las postales idílicas que dan la bienvenida a más 6.4 millones de turistas cada año. D. Mena argumenta, precisamente, sobre cómo la literatura dominicana se escribe pos-insularmente, desde el 1998, fuera de los marcos discursivos y retórico-nacionalistas y patrióticos: La conciencia de que el sujeto ya no se agotará encuadrándolo dentro los viejos discursos nacionales, simplemente porque ya no CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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habrá adscripción a una tierra, a un destino. La escritura pos-in­ sular ha descubierto las venturas y desventuras del ser en tiempos donde los referentes identitarios se han globalizado. O ha luchado a partir de los principios de orfandad en Rita Indiana Hernández o Juan Dicent; o ha desmontado las consignas populistas y autori­ tarias del nacionalismo, como en Homero Pumarol y Frank Báez; o ha situado la doble moral y la violencia de la dominicanidad barrial, como en Rey Andújar. Más aún, fuera de la literatura institucionalizada y canónica, en donde las poetas responden, en pleno dominio de la palabra y de sus representaciones literarias, a la lógica y al orden falocéntricos del lenguaje.

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NOTAS 1 El poeta Frank Báez en una entrevista realizada por Jualine Angeles, el 26 de agosto del 2019, declara que El hombrecito es una banda que surge junto a Homero Pumarol debido a la ausencia de editoriales. La manera de capitalizar y/o movilizar los poemas era a través de la banda: «Homero y yo dimos un recital en que decidimos no mencionar la palabra poesía. Así que hicimos un afiche que decía “Presentación de El Hombrecito”, lo hicimos en un bar y cobramos la entrada». Para leer la entrevista ir a: Frank Báez: «La gente que reniega de la poesía es porque no ha dado con un poema que lo estremezca». 26 de agosto del de 2019, <http://leepoesia.pe/frank-baez-gente-reniega-poesia-es-porque-no-ha-dado-con-un-poemaque-lo-estremezca/>. 2 «Sonreía tímidamente en silencio, mientras su padre exponía el caso de la niña prodigio que comenzaba a interesar a los hombres de letras de la época» (58). Para ver una explicación detallada del aniñamiento de Agustini, ver Molloy, Sylvia. «La sartén por el mango: encuentro de escritoras latinoamericanas». Dos lecturas del cisne: Rubén Darío y Delmira Agustini, Ediciones Huracán, 1984, pp. 57-69. 3 ¿Pueden las mujeres de la revista realmente aguantar la carga como los hombres? ¿Significa esto, también, que los hombres pueden “romperles la quijada” cuando ellas se lo merecen?» (1262). Ver Trigo, Benigno. «Vicisitudes de lo perverso en la literatura de Puerto Rico: Desde el puertorriqueño dócil hasta El Capitán de los dormidos». Revista Iberoamericana vol. 75, núm. 229, 2009, pp. 1253-1282. 4 Para una profundización del análisis de Céspedes, ver Céspedes, Diógenes. Rosa Silverio: ¿A quién pertenece ese yo de tu poemario Invención de la locura? 19 de octubre del 2019. <https://acento.com. do/2019/opinion/8740779-rosa-silverio-a-quienpertenece-ese-yo-de-tu-poemario-invencion-de-lalocura/>.

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BIBLIOGRAFÍA · Álvarez, Soledad. «Historia de la República Dominicana». Un siglo de literatura dominicana, Ediciones Doce Calle, S.L. y CSIC, 2010, pp. 517-53. · Aranda, Verónica. Conjugar el verbo arena. Poesía dominicana actual. Polibea, 2019. · Báez, Frank. Postales. Ediciones de A Poco, 2011. · Cañete Quezada, Carmen. La nación y su escritura. Colección de voces dominicanas (1965-2017). Santuario, 2018. · D. Mena, Miguel. «Ciudades revisadas: la literatura pos-insular dominicana (1998-2011)». Revista Iberoamericana, vol. 79, núm. 243, 2013, pp. 349-69. · De Maeseneer, Rita y Diana Arbaiza. «¿Cómo apropiarse de una estrella/ícono?: “Oración por Marilyn Monroe” de Ernesto Cardenal y “La Marilyn Monroe de Santo Domingo” de Frank Báez». MLN, vol.134 no.2, 2019, p. 440-459. Project MUSE, <doi: 10.1353/ mln.2019.0025.> · García Cartagena, Manuel. Indómita & brava. Poesía dominicana 1960-2010. Estudio, selección y notas. Amargord, 2017. · Mármol, José. «Tradición y ruptura en la poesía dominicana de los siglos xx y xxi. Dinámica de sus movimientos», Ciencia y Sociedad, vol. 44, núm. 4, 2019, pp. 71-91. · Molina, Sintia. Escritoras dominicanas a la deriva: marginación, dolor y resistencia. Editorial Verbum, 2014. · Rodríguez, Néstor. Isla escrita. Antología de la poesía de Cuba, Puerto Rico y República Dominicana. Amargord ediciones, 2018. · Rodríguez, Néstor E. Escrituras de desencuentro en la República Dominicana. Siglo XXI editores, s.a. de c. v., 2005. · Silverio, Rosa. Invención de la locura. Huerga & Fierro editores, 2019. · Silverio, Rosa. No Creo Que Yo Esté Aquí de Más. Antología de Poetas Dominicanas 1932-1987. Huerga & Fierro editores, 2018. · Vásquez Germán, Ariadna. «A La Garata Con Puño»: Muestra de La Poesía Actual Dominicana. no. 171, 2012, pp. 14–19.

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Por Manuel García Cartagena

CONTEXTOS de la narrativa dominicana (1980-2020)

El demonio está en los detalles.

PRECISIONES PRELIMINARES

Ante todo, debo precisar que mi intención en este ensayo no es la de proponer un nuevo «canon» de los relatos dominicanos escritos entre 1980 y 2020. En lugar de esto, como lo indico en el título, he optado por presentar una visión panorámica de los principales contextos histórico-político-culturales en los que se desarrollan los narradores dominicanos en el curso de las últimas cuatro décadas (1980-2020). Busco destacar así algunos aspectos de la historicidad de unas prácticas de escritura cuyo dinamismo intrínseco muchas veces escapa a los ojos de sus mismos agentes productores, por estar éstos, para decirlo con el famoso símil de McLuhan, como el pez que sólo sabe que está inmerso en el agua cuando lo sacan de ella. Evidentemente, tampoco yo lograré escapar a la necesidad de mencionar algunos autores y obras, y no a otros. Espero que se comprenda que ése es uno de los gajes inevitables de la comunicación académica. En las páginas siguientes, emplearé de manera preferencial el término «relato» para referirme al tipo de textos que se comienza a producir en la República Dominicana (R. D.) a partir de la segunda mitad de la década de 1970, por oposición al que recibió el nombre de «cuento» en el período comprendido entre la última década del siglo xix y el final de la década de 1960. Esto me permitirá establecer una primera oposición entre los «cuentistas», es decir, los partidarios de la normativa establecida por Juan Bosch en sus «Apuntes sobre el arte de escribir cuentos» para la escritura de este tipo de narraciones y los autores de rela 91

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tos, en particular aquellos que comienzan a escribir en la década de 1980. Ciertamente, el empleo del término relato permite poner a un lado algunas barreras tipológicas ambiguas o anquilosadas, como la que insiste en distinguir entre «cuento largo» y «novela corta» en lo que respecta a textos como Los despojos del cóndor (1983) y Por­ menores de una servidumbre (1985), de Pedro Peix (1952-†2015), o como La estrategia de chochueca (2003) y Papi (2005), de Rita Indiana Hernández (1977), los cuales fueron etiquetados originalmente como novelas. ¿Son estos textos «cuentos largos» o «novelas cortas»? Ciertamente, este tipo de preguntas parece haber perdido toda relevancia a partir de la irrupción de los Cultural Studies en la mayoría de los escenarios académicos del mundo hispanoamericano. No obstante, estimo oportuno subrayar de alguna manera la necesidad de conservar en la medida de lo posible una saludable atención hacia lo estrictamente literario. Por otra parte, creo necesario señalar que no abordaré aquí ninguno de los aspectos relacionados con la producción de textos destinados al público infantil, a pesar de que no ignoro que la producción de este tipo de textos se desarrolla precisamente en el curso del período que sirve de marco a mi reflexión. En cambio, sí me ocuparé de la producción de textos narrativos de formato breve, los cuales también se producen intensamente en este período. Tanto para estos últimos como para los demás casos, hago notar que, por razones de espacio, me limitaré a citar únicamente, salvo excepciones atendibles, los títulos de los primeros libros de relatos publicados por los autores que mencionaré. Producto tanto del crecimiento demográfico interno como del vasto fenómeno migratorio que hasta la fecha ya ha colocado al diez por ciento de la población dominicana fuera de las fronteras insulares, resulta imposible abordar cualquier aspecto de la cultura dominicana sin practicar esa serie de cortes artificiales que imponen tanto las categorías espaciales (un «aquí» capitalino, un «allá» provincial y un «más allá» estadounidense o europeo) como las cronológicas (la separación del campo de reflexión en «décadas» y «períodos»). Es cierto que, muchas veces, esas categorías son simples ficciones desprovistas de otro valor epistemológico que no sea el de aportar cierta comodidad expositiva: los procesos culturales no se ajustan cómodamente a esos «cortes» espaciales o cronológicos, pues estos últimos suelen ser el resultado de una violencia que se ejerce sobre un determinado campo de estudios con el fin de delimitarlo. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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¿Qué hacer, sin embargo, con la producción literaria de los escritores dominicanos establecidos en distintos lugares de los Estados Unidos y Europa –para sólo mencionar dos contextos– cuando se conocen o se intuyen los profundos cambios tanto de mentalidad como lingüístico-culturales que presupone una permanencia prolongada en contacto con otras socioculturas? A medida que avanza el nuevo siglo, ese proceso transformativo va calando en zonas cada vez más definitorias de la nueva dominica­ nidad. Y puesto que una de esas zonas es precisamente la literatura, no es prudente prescindir por completo de nociones como las de literatura de la diáspora o incluso literatura postnacional para designar eso que todavía no se puede simbolizar puesto que desborda toda posibilidad de representación. Está de más decir que asumo que mi destinatario intuye, como yo, esta relación de différance que acabo de postular entre la dominicanidad insular y eso a lo que Miguel Ángel Fornerín ha llamado la «dominicanidad viajera». Esto último resulta particularmente válido para todo lo que concierne a la usualmente mal contada historia de la literatura dominicana, un dominio discursivo en el que prácticamente nadie da puntada sin hilo, desde los editores que se aplican con esmero a demostrar desde una perspectiva equívocamente paternalista que los únicos «autores buenos» son los suyos, es decir, aquellos a quienes él o ella han acogido en su catálogo, hasta ciertos críticos, sean estos académicos o no, que se prestan a la elaboración de unas listas sencillamente antojadizas, cuando no motivadas por intereses de clique o de capilla, amparándose en excusas como aquella de que «nadie puede leerlo todo» o aquella otra, más bíblica, de que «muchos son los llamados pero pocos los elegidos». Y claro, como entre estos dos polos media una cohorte de «santos» siempre dispuestos a «canonizarse» por su propia cuenta, no vaya a ser que también en este debut de siècle se queden fuera de todos los conteos, como les ocurrió a muchos en el último fin de siècle, es muy poco lo que no se le pueda asignar a la cuenta de «ese cuento nuestro de todos los días» (cf. Rodríguez Soriano, R., 2019). Así, entre múltiples olvidos y mezquindades varias, muy pocos parecen interesados en deconstruir el mito del «canon» de la narrativa dominicana, incluso aquellos que no ignoran, por formación o por experiencia propia, que la literatura es la continuación de la política en el terreno del valor, puesto que escribir es siempre escribir contra, y que este hecho constituye, 93

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precisamente, la verdadera causa de tanta pequeñez análoga o digital. PRIMERA RUPTURA: LOS NARRADORES DOMINICANOS DE LOS AÑOS 1980-1990, ENTRE «CUENTOS» Y «RELATOS»

Todavía no se ha expuesto con suficiente claridad el trasfondo político de esta oposición que implicaba la ruptura por parte de los autores que surgen en este período con el ethos del «compromiso» que había primado hasta el inicio de la década de 1980. Estos narradores rechazarán en bloque tanto el esquema tripartito propio de los cuentos del realismo social y rural como el mundo social en él representado. En su lugar, propondrán una poética inscrita en una triple vertiente: metafísica, psicológica o existencialista, en la que primarán el onirismo, el erotismo y las aventuras en los espacios urbanos. Asimismo, preferirán elaborar sus relatos a partir de un registro expresivo fruto de la hibridación de la prosa narrativa y la prosa poética, empleando ora la primera, ora la segunda persona del singular, y rompiendo así con el ubicuo narrador omnisciente característico del relato realista. Nótese, sin embargo, que esta oposición resulta más ostensible entre los autores residentes en las principales ciudades del país (Santo Domingo, La Vega y Santiago de los Caballeros) que entre aquellos que escriben hacia esa misma década en otras localidades del interior. Esto último marcará en cierto modo la supervivencia de las formas convencionales del «cuento» hasta los años finales de la década de 1990. Estos cambios que se producen en la narrativa urbana de los ochenta tienen profundas raíces sociológicas y culturales, las cuales encontrarán un terreno políticamente favorable a su desarrollo a partir del período que se inicia luego de la guerra de abril de 1965. En efecto, desde el punto de vista demográfico, cabe recordar que, hacia 1970, el 60.22 por ciento de la población dominicana residía en el campo y el 39.8 por ciento en las ciudades. Así: «La importancia de las migraciones en el crecimiento urbano se refleja aún más cuando notamos que el 47.8 por ciento de los habitantes de Santo Domingo procedían de otras provincias del país en el año 1970; el 64.6 por ciento en Pedernales y el 42.9 en La Romana» (Báez, L. 1977, p. 53). Este crecimiento urbano le permitirá al Estado desarrollar una serie de políticas culturales destinadas a formatear los imaginarios para habilitar la aparición de los futuros consumidores. En este proceso, la radio y la televisión desempeñaron un rol fundamental: mientras la primera se CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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convertía en un vehículo de promoción de los nuevos valores de consumo y en un factor de bombardeo extranjerizante, la segunda propiciaba los escenarios desde los cuales se construirían las imágenes hegemónicas del nuevo sistema capitalista, en el cual no había lugar para la cultura campesina tradicional. De ese modo, puede decirse que los medios de comunicación de los años 19701980 proporcionaron las plataformas desde las cuales los narradores dominicanos que surgen en ese período aprendieron a desentenderse de los valores del campo. Uno de los autores que evidencian ese proceso con mayor espectacularidad es el ya mencionado Pedro Peix, quien inicia su carrera en 1974 con la novela El placer está en el último piso y con los cuentos (en el sentido más arriba indicado) de su libro La loca de la plaza de los almendros (1978), en los cuales todavía resulta evidente el cronotopo imaginario (utópico-ucrónico) que marca los cuentos de Rulfo. Dos años más tarde, sin embargo, incluye en La noche de los buzones blancos (1980) varios textos que muestran su rápida transición hacia el relato, sobre todo el que se titula «Los hitos». En estos textos, el cronotopo evoluciona hacia una figuración ficticia de ciertos pasajes de la historia dominicana (la alusión al tirano Ulises Heureaux en «Los hitos», a través del personaje llamado Lilís Cienfuegos resulta evidente), como posteriormente lo hará con la «era de Trujillo» en los ya mencionados Los despojos del cóndor y Pormenores de una servidumbre. Hacia esta misma época, incursionarán en esta vertiente narrativa varios autores reconocidos, entre los cuales destacan Pedro Uribe (1949), autor de Círculo de ceniza (1986) y Manuel Rueda, poeta y músico de gran renombre que se estrena en la narrativa breve en ese período con un libro importante titulado Papeles de Sara y otros relatos (1985). En 1987, Peix aborda el relato fantástico y la ficción pura en los relatos y microrrelatos que reúne bajo el título El fantasma de la calle El Conde, aunque continuará practicando el relato de historia ficción en numerosos textos que no recogerá en forma de libro («Los muchachos del Memphis», «22-22», etcétera). Otro importante narrador de este período que muestra una versatilidad parecida a la de Peix respecto a su capacidad para reciclar el «cuento» y convertirlo en «relato» es Diógenes Valdez (1941-2014). A menudo se pierde de vista que prácticamente toda la obra narrativa de Valdez se desarrolla en el último cuarto del siglo xx, a partir de la publicación de su primer libro de relatos, titulado El silencio del caracol (1978), al cual le siguió 95

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Todo puede suceder un día (1982) y La pinacoteca de un burgués (1992). Aparte de estos títulos, también publicó cinco novelas y varios libros de ensayos. La mayoría de sus relatos desbordan el plano de lo estrictamente literario para abordar con distintos grados de profundidad aspectos de corte filosófico, sicológico, mitológico, sociológico, etcétera. En sentido general, sin embargo, la mayoría de los autores que surgen en este período –salvo aquellos que se encuentran inmersos en una militancia política que los lastrará hasta el final de la década de 1990– han cobrado consciencia de la improductividad característica de todos los esquemas binarios del tipo «cuento»/«relato» y otras distinciones genéricas. Uno de los que con mayor brío la rechaza en este período –al punto de declararse desde muy temprano un autor «degenerado»– es René Rodríguez Soriano (1950). Su primer libro, titulado Todos los juegos el juego (1986), más allá del homenaje tácito a Julio Cortázar, constituye la primera muestra del alfabeto lógico que este autor desplegará en el curso de las décadas subsiguientes. Como la de otros autores de este momento, la suya es una prosa híbrida en la que una línea de escritura lírica se trenza a otra línea de escritura narrativa. Asimismo, los cronotopos de sus relatos ya trascienden el universo figurativo del espacio insular y comienzan a explorar otros horizontes culturales, aspecto éste que constituirá uno de los ejes principales de la narrativa escrita en el curso de la década siguiente. Esto último resulta notorio en libros suyos posteriores, y de manera particular en Su nombre, Julia (1991), Para esta noche (1992) y La radio y otros boleros (1996). Las observaciones anteriores me permiten resaltar dos aspectos relacionados con el tránsito que los narradores dominicanos realizan de la forma «cuento» hacia la forma «relato». El primer aspecto es la coincidencia de dicho tránsito con la sistematización del empleo de la prosa poética por parte de numerosos escritores que publican sus primeros libros de relato en ese período, entre los cuales cabe citar a Rafael García Romero (1957), autor de Fisión (1983); Fernando Valerio-Holguín (1956): Viajantes insomnes (1983); Ángela Hernández (1954): Los fantasmas prefieren la luz del día (1986); Carmen Imbert Brugal (1954): Infidencias (1986), entre muchos otros. El segundo aspecto tiene que ver con la coincidencia entre el tránsito hacia la forma relato y el acceso de nuestros escritores a nuevas y más variadas manifestaciones de la modernidad, y muy especialmente, del turismo, los viajes y el contacto con otras senCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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sibilidades distintas a la insular. En ese sentido, importa señalar que un número importante de los autores que surgen en el curso de los años ochenta pasarán a engrosar las filas de la «diáspora» establecida en distintos lugares de los Estados Unidos cuando estallen las tres crisis que convulsionarán la sociedad dominicana a partir de la segunda mitad de esa década, a saber: crisis econó­ mica, en primer lugar, la cual alcanza un nuevo pico en 1984, año en que el gobierno de Salvador Jorge Blanco (PRD) firma el pacto con el FMI, lo cual activó una intensa ola de protestas que fue duramente reprimida; crisis política, en segundo lugar, la cual conduciría a los partidos tradicionales a buscar salidas de contingencia a sus impasses internos en el curso de la primera mitad de la década siguiente, marcando así la tendencia característica de esta época en la que abundarán los «pactos», las «alianzas» y las «fusiones»; crisis cultural y educativa, en tercer lugar, la cual pasará a convertirse en un problema para los sectores dirigentes del país a partir del inicio de las discusiones que culminarían con la creación, en 1995, de la Organización Mundial del Comercio, pues es entonces cuando comienzan a preverse y a presupuestarse los costos de capacitación de los nuevos agentes que el país necesitará para atender las exigencias que implicará el abandono, que tiene lugar en esa década, del antiguo modelo de economía primaria basada en la producción agrícola y la consecuente adopción de una economía terciaria fundamentada en la prestación de servicios, principalmente turísticos. SEGUNDA RUPTURA: LA REORGANIZACIÓN DEL CORPUS DE NARRADORES DOMINICANOS EN LOS AÑOS 1990-2000

Ésta es la década en que empieza a sobresalir la producción literaria de numerosos autores que habían emigrado hacia los Estados Unidos de Norteamérica en distintos momentos de los años ochenta e incluso antes. Es también entonces cuando varios autores residentes en la R. D. comienzan a proponer textos en los que se plantea una segunda ruptura que buscará desplazar, ya no la forma «relato» ni la forma «cuento», sino el registro expresivo metafísico de los autores de los ochenta: adecuándose a las nuevas modas narrativas que priman en ese período en toda Hispanoamérica, estos autores escribirán textos breves a los que llamarán indistintamente «minicuentos» y/o «microrrelatos», adoptarán como base enunciativa los giros expresivos coloquiales en primera persona y los temas propios del «realismo sucio» carveriano, retomarán algunos tópicos propios del existencialis 97

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mo tardío norteamericano (Miller, Capote, Kerouac, etcétera). También, en líneas generales, estos autores producirán textos formalmente inscritos en el esquema propio del relato, aspecto en el que coinciden con la principal herencia formal de los representantes del período anterior. De hecho, no sólo la producción de los autores de la «diáspora» parece eclipsar en ocasiones la de los autores de «la capital», sino que el caldeado ambiente ideológico de la primera mitad de la década de 1990 servirá de amplificador a una larga serie de reivindicaciones que rápidamente recordarán a las autoridades dominicanas que los caminos de la literatura son los mismos de la política. Será, pues, en esta década cuando la mayoría de los autores dominicanos descubrirán la verdadera función política de la escritura o, para decirlo con palabras de Homi K. Bhabha, que «la textualidad es el síntoma verbal de un sujeto político dado» (Bhabha, H.: 2002). En ese período, en efecto, tanto en el país como en las comunidades dominicanas de los Estados Unidos se multiplican las antologías, proliferan los debates y se activan grupos de intelectuales y escritores que comienzan a dar cuerpo a esos constructos ideológicos que son las nociones de literatura nacional, literatura dominicana, literatura femenina, literatura de la diáspora dominicana, etcétera. Todo indica en este momento que los autores dominicanos se han hecho súbitamente conscientes de que sólo el activismo colectivo podrá permitirles alcanzar aquello que muy pocos individuos han alcanzado, ora por la vía de privilegios, ora recurriendo a toda clase de oportunismos. Quedará, de esta manera, definitivamente expuesta, para todo el período que se abre en esta década, la trabazón existente entre política y literatura, algo que la metafísica infusa que predominó durante los años ochenta había intentado inútilmente borrar. Como resultado de esos activismos, a lo largo de toda esta década –pero sobre todo a partir de la siguiente–, ganarán visibilidad numerosos dominicanos establecidos en distintos puntos de los Estados Unidos. Es entonces cuando se inicia el difícil acceso de la narrativa dominicana hacia la escena internacional. De hecho, la primera escritora importante de esta década fue Julia Álvarez (1950), miembro prominente de la comunidad dominicana de los Estados Unidos. No obstante, esta autora descolló en el campo de la novela a partir de la publicación en lengua inglesa de How the García Girls Lost Their Accents (1991), lo cual la aparta del corpus al que me refiero en este ensayo. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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En cambio, es sin duda Junot Díaz (1968) el más notorio de todos los narradores dominicanos que surgen en la década de 1990. Desde su publicación en lengua inglesa, Drown (1996), su primer volumen de relatos, se convirtió rápidamente en una importante referencia, no sólo para el público lector, sino también para la crítica, anticipando el éxito que conocerán otros trabajos suyos posteriores. La indiscutible dominicanidad del narrador que inventa Díaz en Drown contrasta con la causticidad de los comentarios que él mismo le asigna a numerosas instancias del ser y del hacer cultural de su país de origen. Esto explica por qué los relatos de Junot, una vez traducidos y publicados en lengua española, primero bajo el título Los boys y luego bajo el de Ne­ gocios, hayan suscitado tantos admiradores como detractores, si bien es cierto que las razones argumentadas en su contra han sido en su mayoría de tipo ideológico. Mientras este acelerado proceso de reclasificación de los autores dominicanos estremece favorablemente a la comunidad dominicana de los Estados Unidos, otros colectivos de autores se organizan en el territorio insular para exigir una mayor visibilidad y participación en la escena literaria dominicana. Uno de esos colectivos es el de las escritoras, el cual también encuentra representación entre las académicas dominicanas establecidas en los Estados Unidos, sin menoscabo de la larga trayectoria de reivindicaciones desarrollada por los colectivos feministas de la R. D., al menos desde los últimos años de la dictadura trujillista. El otro colectivo importante es el que integran numerosos autores residentes en ciudades y pueblos del interior del país, quienes desde la década anterior habían comenzado a nuclearse en torno al «movimiento interiorista», que dirige Bruno Rosario Candelier, presidente de la Academia Dominicana de la Lengua. Todas estas y otras mutaciones semejantes del ethos de los autores dominicanos contribuirán a reactivar el ritmo de la vida literaria dominicana en el curso del período 1990-2000. No obstante, es en lo que toca a los aspectos relativos a la lógica narrativa y en los referentes al ritmo y la enunciación del relato donde las mutaciones que tienen lugar en la década de los noventa dejarán huellas más profundas. Muestra de esto serán el auge minimalista de los microrrelatos y el frecuente empleo del material autobiográfico y de la primera persona en modo de tri­ peo o soliloquio alucinatorio autoficcional, rasgos que constituían episodios marginales o prácticamente inéditos en la literatura dominicana. 99

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Hoy no creo que nadie ponga en duda que quien asestó con más fuerza la patada al tablero de la enunciación convencional para crear, a partir del caos, su propio universo figurativo fue la ya mencionada Rita Indiana Hernández. Ciertamente, antes de ella lo había intentado Aurora Arias (1962) e incluso otro autor de gran importancia en el período fronterizo entre un siglo y otro, como lo es Reynolds Emmanuel Andújar (1977), autor de El factor carne (2005). No obstante, la fuerza iconoclasta de Rita Indiana reposa casi por completo en su portentosa subjetivación simultáneamente sarcástica e hiperrealista del lenguaje masculino con el que describe narrando y narra describiendo las acciones que realizan unos personajes que, tanto en los relatos breves de Rumiantes (1998) y Ciencia succión (2002) como en la ya mencionada La estrategia de chochueca, encajan en el perfil del lumpen pequeñoburgués. Es así como Rita Indiana inaugura la poética de la marginalidad pequeñoburguesa en las letras dominicanas, algo para lo que pocas sociedades hispanoamericanas contemporáneas estaban preparadas en los años finales del siglo xx. En efecto, en la mayoría de nuestros países habrá que esperar un poco todavía, pues corresponderá a la música urbana y a las redes sociales, en particular al Facebook, Instagram y Youtube, aclimatar los nuevos códigos y formatear los cerebros jóvenes para instalar en ellos las nuevas interlinguas que propiciarán la aparición de nuevas formas de un diálogo sociocultural más radi­ calmente horizontal. Así, resulta posible afirmar que la mutación del ethos narra­ tivo tradicional que se evidencia en los textos de Junot Díaz, Rita Indiana Hernández, Aurora Arias, Reynolds Enmanuel Andújar, y, más recientemente, Miguel Yarull (1971), autor de Bichán. Ca­ torce cuentos y el de Montás (2018), entre otros, es una resultante indirecta del trasiego de experiencias y lenguajes implícito en el contexto migratorio. Y aunque este cambio alcanzará su mayor desarrollo a partir de la década siguiente, ya resulta evidente en los primeros relatos de los autores mencionados, los cuales, publicados primero en revistas y en antologías del momento, marcarán la tónica a seguir por los demás autores, sobre todo luego de su publicación en forma de libros en el curso de la próxima década. Otro narrador que surge en este período y que destaca en los campos de la novela y los microrrelatos es Pedro Antonio Valdez (1968). Desde el punto de vista técnico, su dominio de las formas breves es superior a su práctica de la novela, aunque básicamente CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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por lo que concierne a su manejo de la figuración. Dicho sea de paso, la gestión adecuada de los recursos verbales es la materia pendiente de la mayoría de los narradores dominicanos de las últimas dos décadas del siglo xx y de otros que surgen en los primeros años del siglo xxi. Muchos todavía continuarán apegados a los distintos esquemas híbridos de la prosa poética, víctimas de la confusión modernista entre lirismo y literatura, último avatar del mito de las «palabras poéticas». En sus microrrelatos, Valdez demuestra, con frecuencia, que puede suscitar la «intervención ideológica» (así llamaba Stuart-Hall a la imaginación) a partir del trabajo de la sintaxis, y no del despliegue de recursos metafóricos o léxico-semánticos. También es uno de los primeros autores de este período que intenta sacar ventaja literaria, siguiendo el ejemplo de Borges, de esa deshistoricización a la que Frederic Jameson considera como uno de los principales síntomas de la postmodernidad. Esto último se aprecia de manera particular en los textos de su primer libro de relatos breves y microrrelatos titulado Papeles de Astarot (1992). No es posible dejar de notar que, ajustándose a la arritmia tantas veces observada en todos los aspectos de la vida cultural de los países caribeños, éste es también el período en que numerosos autores que debutan en las décadas anteriores comienzan a publicar sus libros de relatos, lo cual, dicho sea de paso, constituye uno de los aspectos que determinan la supervivencia de la prosa poética hasta bien entrada la primera década de 2010. No existe una única explicación válida para este fenómeno de publicación tardía: sus factores causales van desde los estrictamente relacionados con el alto costo de edición, la precariedad o la negligencia de un mercado indiferente a la producción bibliográfica local, las vicisitudes intrínsecas del extrañamiento en el contexto migratorio, el cambio generacional que marca la pérdida de «glamour» de la imagen sociocultural del poeta luego del derrumbe del muro de Berlín y el relativo auge mercadológico de la narrativa, hasta los simplemente relacionados con el periplo formativo o laboral de unos autores que, en su mayoría, debieron realizar grandes esfuerzos para sortear las tres crisis más arriba mencionadas. No todos los autores que publican entonces sus primeros libros de relatos cultivan la prosa poética, como lo prueban, entre otros, los casos de la ya mencionada Aurora Arias, quien publica en 1998 su libro Invi’s Paradise y otros relatos (1998), integrado por relatos escritos en distintos momentos de la década anterior, los de Manuel Llibre Otero (1966), autor de Serie de senos 101

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(1997), y los de Aquiles Julián (1953), cuyo libro titulado Mujer que llamo Laura y otros cuentos premiados (2012) también recopila relatos suyos de los ochenta, en los que la economía verbal alcanza altos niveles de plasticidad. También, aunque no sea propiamente un autor de los ochenta, resulta imposible no incluir en este grupo a otro narrador que publica en este período su primer libro de relatos: Pedro Conde Sturla (1945), sociólogo de profesión, quien dio a la imprenta Los cuentos negros (2004) y otros dos libros de relatos. En cambio, otros autores de los ochenta sí evidencian en sus relatos distintos tipos de hibridaciones lírico-narrativas. Este es el caso de Ramón Tejada Holguín (1961), autor de El recurso de la cámara lenta (1996); José Bobadilla (1955): La insaciable aguja del deseo (2009); César Augusto Zapata (1958): Un nuevo día ayer (1996); Pastor de Moya (1965): Buffet para caníbales (2002), entre muchos otros. Finalmente, cabe señalar otros autores que surgen en la última década del siglo xx pero cuyos primeros libros aparecen a principios del siglo xxi. Algunos de estos cultivan en distintos grados la prosa poética, pero de ellos me ocuparé al final de la próxima parte. TERCERA RUPTURA: EL PAPEL DE LOS ACTIVISMOS EN LA CONSTITUCIÓN DE LOS CORPUS NARRATIVOS EN EL PERÍODO 2000-2020

En el período que se inicia en 2000 no solamente se consolidan las tendencias que he mencionado hasta ahora, sino que también eclosiona la primera promoción de autores formados en la lógica impuesta por los distintos gobiernos del Partido de la Liberación Dominicana (PLD) a lo largo del período que se inicia en 1996 y llega hasta 2020, con un sólo interregno de cuatro años durante los cuales accedió al poder el PRD encabezado por el presidente Hipólito Mejía. La lógica a la que me refiero es la de la centralización de todos los espacios culturales por el Ministerio de Cultura (MINC), institución creada en el curso de la administración del PRD, incluyendo las ya escasísimas páginas literarias del único periódico impreso que todavía las incluye en su oferta, la cooptación y satelización de la mayoría de los agentes productores de discursos, ora mediante su inclusión en la nómina pública, ora mediante la concesión de pequeños favores, tales como publicaciones preferenciales, invitaciones a viajes culturales internacionales, cooptación, inclusión de sus obras en la lista de proyecCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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tos de traducción otorgados a académicos extranjeros y muchas otras formas harto conocidas de clientelismo. Como en los últimos veinte años nada de esto que aquí menciono ha cambiado, he preferido considerar estas dos décadas como un único período en lugar de segmentarlas como las anteriores. De 2000 a 2010, luego de instalarse en el país varias de las empresas editoriales transnacionales (Grupo Santillana, Editorial Planeta, Editora Norma, entre otras), muchos escritores dominicanos creyeron que verían realizado aquel viejo sueño de una literatura «con el hombre universal» que inventaron en la década de 1940 los miembros de «la poesía sorprendida». No tardaron en descubrir la realidad de unos contratos editoriales que impedían la distribución y venta de los libros editados por esos grupos fuera del territorio dominicano. Este descubrimiento, no obstante, vendría junto con el cierre del catálogo de Alfaguara luego de la venta de este sello a Random House Publishing. Luego de esto, se vio a varios funcionarios del MINC viajar a distintos países de Europa en busca de crear vínculos directos con académicos y traductores para establecer con ellos contratos de traducción y edición de textos de autores dominicanos, en una palabra: crear puentes capaces, si no de romper el aislamiento propio de nuestra literatura, al menos de propiciar vías de diálogo más allá de las fronteras habituales, un poco como quien dice: «Si la universalidad no viene hacia tu isla, entonces lleva tu isla hacia la universalidad». Lo malo de ese proceso no fue ni la intención ni la confusión, siempre inoportuna, entre «universalidad» (corolario obligado de una determinada configuración entre ritmo y valor de la que no es posible hablar aquí) e «internacionalización» (simple cuestión de mercadeo), sino que los emisarios encargados de establecer esos puentes fueron los mismos escritores-funcionarios del MINC, quienes, por supuesto, no vacilaron en aprovechar esa oportunidad para colocar sus propias obras y las de sus cofrades a la cabeza de todas las listas. De ese modo, con el gato cuidando la carne, para muchos autores jóvenes y otros con ansias de reconocimiento, ha quedado claro que las únicas maneras de cortar el nudo gordiano del ostracismo es haciendo causa común con el sector oficial o abonando a la cuenta del vanity publishing que practican las empresas del ramo editorial más o menos «privadas». Por esa razón, en lugar de aventurarse en el campo minado de una escena editorial cooptada no solamente por la omnipotencia de la Editora Nacional (organismo del MINC), sino por muchas otras instituciones del Estado dominicano que destinan 103

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fondos a la publicación de libros, como el Banreservas, el Banco Central, el Ministerio de Educación, la Biblioteca Nacional, la Comisión para la Feria del Libro, etcétera, las principales vías de escape de los narradores independientes (pues los hay, aunque parezca sorprendente), aparte de las ediciones a cuenta de autor (poco rentables, por lo costosas y por la casi inexistencia de un retorno garantizado en el corto plazo), son las ediciones en pequeñas editoriales tanto locales como regionales y las plataformas de autoedición tipo Amazon KDP o Lulu.com. Comparadas con las anteriores, estas últimas presentan numerosas ventajas, pero todavía es necesario vencer la reticencia de un sistema impositivo especialmente diseñado para violar todos los términos expresados en la Ley 502-08 del Libro y Bibliotecas promulgada en 2008 por el gobierno de Leonel Fernández (PLD). De todos modos, hablar de los «narradores dominicanos independientes» requiere distinguir nuevamente entre aquellos que encontraron la forma de instalarse de manera segura y definitiva en el extranjero sin adscribirse a estructuras oficiales como el Comisionado Dominicano de Cultura de New York y su red de «Casas de la Cultura» y demás organismos satelitales del MINC, y aquellos que han logrado sobrevivir en el sector privado gracias al ejercicio de sus profesiones y/u oficios, minoritarios, aislados y desprovistos de cualquier tipo de organización que los nuclee y les aporte visibilidad, pero por eso mismo, ajenos al bochornoso despliegue de recursos e influencias imperdonable en una sociedad que, como la dominicana, presenta grandes carencias históricas, y muy particularmente en materia de educación y consumo de literatura. Es por todo lo anterior que las dos maneras más frecuentes de equivocarse al hablar de la literatura dominicana del período 1980-2020 son las que consisten, por una parte, en asumir sin criticar la validez de los esquemas «generacionales» elaborados por los mismos miembros de esos grupos que, desde la década de 1980, se arrogan cada diez años el derecho de autodesignarse como «generación» tomando al olvido como criterio y al oportunismo como política, y por la otra, en asumir como buenas y válidas unas listas que muy pocos se toman el trabajo de verificar, ni desde el litoral de la academia, ni desde el de los mismos autores. Esta negligencia resulta tanto más grave cuanto que, en el curso de los últimos veinte años, resulta cada vez más notoria la presencia tanto en Europa como en los Estados Unidos de intelectuales dominicanos ubicados en puestos docentes e investigativos que, como era previsible, ya han comenzado a reproducir los CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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mismos esquemas mezquinos y excluyentes de aquellos a quienes deben numerosos favores. Son precisamente esos intelectuales, junto a otros de distintas nacionalidades, quienes han tomado el relevo y se dedican hoy a propagar sus visiones sesgadas sobre la realidad literaria dominicana en escenarios completamente ajenos a los que han sido trazados a partir de nuestra idiosincrasia cargada con el lastre de varios siglos de rancio caudillismo. Es este el contexto variopinto donde tiene lugar la aclimatación de las distintas tendencias estético-ideológicas, literarias y mercadológicas que se definen a partir de la primera década del siglo xxi. Entre las de tipo estético-ideológico, destacan el mini­ malismo (el cual impulsa en este período tanto la moda poética de haikús y aforismos como la escritura de minicuentos y microrrelatos); entre las de tipo ideológico están las de corte feminista, en las que poco a poco se van nucleando varias autoras pertenecientes tanto a la diáspora como a las distintas promociones de autoras surgidas a partir de 1980, entre las que cabe citar a las ya mencionadas Ángela Hernández y Aurora Arias, pero también a Josefina Báez (1960), autora de textos híbridos como Domi­ nicanish (2000) y Levente no. Yolayorkdominicanyork (2012), a Zaida Corniel (1966): Para adolescentes, premenopáusicas y espe­ cialistas de la salud. Cuentos (2019) y a Kianny Antigua (1979): El expreso (2004). Hay también lugar para el surgimiento de una literatura postnacional a cargo de numerosos autores de la «diáspora» dominicana en los Estados Unidos, entre los cuales destacan Eduardo Lantigua (1950-2018): Ya no estaban las palomas (2013) y José Acosta (1964): El efecto dominó (2001). Entre las tendencias de tipo literario que eclosionan en este período figuran la autoficción, la autobiografía, la crónica y otras formas de relatos no ficcionales. En este campo se inscriben los relatos y crónicas de Frank Báez (1978): Págales tú a los psicoana­ listas (2007). Otra tendencia es la pulp fiction, que presupone la adecuación de una perspectiva utópica-ucrónica de tipo posturbano a la narración-descripción de las acciones que realizan unos personajes con frecuencia oriundos del archivo mítico-mitológico vernáculo. Se inscriben en esta tendencia, entre otros, narradores como Rubén Lamarche (1970): Animales antiguos (2017) y José A. Beltrán (Belié Beltrán, 1989): Pardavelito (2015). Colinda con esta última, la tendencia conocida como cyberpunk, en la que participan autores que se amparan bajo la etiqueta (ambigua) de «ciencia ficción» aunque sus textos se ubican en una interesante y productiva zona de deconstrucción de valores como la identidad 105

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histórica, la etnia y la nación dominicana como resultado de una intervención tecnológica casi siempre planteada en términos de una ruptura con la historicidad oficial. Incursionan en este tipo de relatos autores como Juan Carlos Mieses (1947), con su libro La resurrección del Dr. Blagger y otras narraciones (2019), y Odilius Vlak (1976): Crónicas de Ouróboros (2014). Por último, entre los autores que publican microrrelatos en este período, aparte del ya mencionado Pedro Antonio Valdez, cabe citar a Ibeth Guzmán (1983): Tierra de cocodrilos (2011); Ramón Fari Rosario (1981): Cuentos profanos (2007); Basilio Belliard (1966): Oficio de arena. Minificciones fantásticas (2011); Juan Dicent (1969): Summertime (2005), el ya mencionado Aquiles Julián, autor de Historias menores (2010), etcétera. Cada uno de esos corpus cuenta con sus «heraldos», sus «propulsores», sus «aurigas», sus «representantes» e incluso sus «editores». Todos ellos compiten entre sí por asumir cada tanto roles protagónicos en unos escenarios cada vez más fragmentados. Y evidentemente, el resultado de estas microluchas por el capital (sea éste simbólico o no) no puede ser otro que la anulación de todas esas tendencias y el predominio hegemónico del esta­ tus quo oficialista, cuyos representantes (tanto los que residen en los Estados Unidos como los funcionarios y exfuncionarios del Ministerio de Cultura dominicano) se las arreglan cada año para organizar eventos nacionales e internacionales en los que distribuyen premios, distinciones y publicaciones que sólo conducen a desarticular aún más el campo literario dominicano, puesto que constituyen en su conjunto un ejemplo incontrovertible de lo que Rodríguez Soriano ha llamado recientemente «las triquiñuelas y componendas que infectan casi por completo la institucionalidad dominicana» (Rodríguez Soriano, R. 2019, p. 48). A pesar de este despliegue de tendencias, sobrevive en este período el cultivo de la prosa lírica en los relatos de autores como Nan Chevalier (1965): La segunda señal (2003); Rubén Sánchez Féliz (1973): No volverás la mirada (2013); Fernando Ureña Rib (1951-2013): Fábulas urbanas (2002); Miguel Aníbal Perdomo (1949): La estación de los pavos reales (2007); Rosa Silverio (1978): A los delincuentes hay que matarlos (2014), entre otros. CON(IN)CLUSIONES

Las breves notas anteriores me permiten sugerir la necesidad de revisar el postulado de la pretendida «falta de una gran tradición literaria en la narrativa dominicana» (Jiménez del Campo, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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P., 2015) y subrayar la verdadera causa de la falta de proyección internacional de la narrativa breve dominicana, la cual no es otra que una cruel carencia histórica de verdaderas casas editoras en nuestro medio, aspecto este en el que cabría repartir responsabilidades tanto al sector público como al privado, así como la abyecta desvinculación respecto a los intereses de nuestra literatura que afecta a esos dos puntales del campo literario dominicano que son la escolaridad y la universidad. Esto último resulta particularmente ostensible durante el período 1996-2020. En ese lapso, el Estado dominicano, a través de sus representantes en el sector cultural, no ha sabido comprender que su verdadera responsabilidad en este proceso es la de proporcionar los medios para la canalización y realización de los proyectos de nuestros autores, y no la de competir con los agentes del campo literario dominicano (el cual está integrado, como se sabe, tanto por los autores como por los editores, los libreros, los traductores, los bibliógrafos y bibliotecarios, etcétera) ni la de actuar como un falso «mecenas» que opera como juez y parte para alzarse tanto con el botín simbólico como con una parte de los fondos asignados a la cultura en el presupuesto de la nación. Desde luego, esta situación no cambiará mientras la divulgación de la producción literaria de nuestros autores continúe en manos de individuos que se valen de sus puestos ministeriales como una herramienta de autopromoción en una época en que la literatura se degrada precisamente a causa del clientelismo político y la falta de criterio de numerosos intelectuales y escritores; tampoco cambiará mientras un importante número de escritores de todo el país forme parte de la nómina de empleados del Ministerio de Cultura, y mientras el clientelismo, el favoritismo y el revanchismo personal sean los únicos motores de la valoración de nuestra producción literaria; tampoco cambiará mientras nuestros autores se vean conminados a buscar en el sector oficial una atención que no encuentran en ningún otro estamento de nuestra sociedad. Hasta ahora, el Estado dominicano no solamente ha sido el principal empleador de la R. D., sino también, y sobre todo, el principal incumplidor de la mayoría de las normas que él mismo ha promulgado para regular sectores tan importantes como los de la educación y la cultura dominicanas. Es contra esta realidad que los escritores dominicanos deberíamos alzar nuestra voz para hacer escuchar un mensaje disidente que advierta sobre el peligro que implica para todos nosotros la perpetuación indefinida de este estado de cosas. 107

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Por Fari Rosario

DE LA PLAYA a la cartografía de la ficción: la novela de República Dominicana, 1995-2019 INTRODUCCIÓN

El poeta dijo: «Hay un país en el mundo, colocado en el mismo trayecto del sol». Se refería a la República Dominicana que, aunque tiene las mismas montañas y las mismas playas, su composición social y cultural dista mucho del país que quiso pintar y representar Pedro Mir (1913-2000) en su celebrada obra Hay un país en mundo (1949). Es un país que, en los últimos cincuenta años, ha padecido grandes transformaciones que son visibles en el ámbito económico, industrial, tecnológico, urbano, político y cultural. La novela dominicana de los últimos veinte y cinco años, tema central de este ensayo, no sólo ha pretendido conquistar el reconocimiento a escala internacional, sino que muestra el mapa de esas transformaciones colectivas de décadas tejidas mediante el sacudimiento del imaginario colectivo de los dominicanos. Esta novelística tiene como núcleo varias preocupaciones temáticas que dan cuenta de esas transformaciones, a saber: la construcción de la subjetividad tanto individual como colectiva, la expansión de los espacios urbanos y marginales, la restauración de la utopía social y nacional, la quiebra de la esperanza y la fe en el proyecto de nación. La transformación ha calado en todas las esferas de la nación. Según afirma el historiador Moya Pons en su libro El gran cambio (1963-2013), el país pasó de una economía centrada en la exportación de productos primarios –en la que el azúcar era el producto principal y más demandado– a una economía diversificada, que es la que prevalece en la actualidad (p. 283). Estas profundas transformaciones sociales y económicas han conllevado, como es natural, a que los habitantes «adopten nuevos modos de vida, nuevos valores y costumbres» (p. 277). 109

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Hubo un momento en que la República Dominicana pasó de ser el «el secreto mejor guardado» (según lo enunciado en un viejo flyer de promoción turística) a un lugar trillado y preferido como destino vacacional. Esta apertura se produce, justamente, a partir del año 2000 y los primeros años del siglo xxi. La clave: el turismo. El crítico dominicano Néstor Rodríguez se refiere a este fenómeno en estos términos: El New York Times del 28 de octubre de 2006 incluye un extenso artículo sobre el turismo en Santo Domingo: «The Domi­ nican Republic Offers a New Place in the Sun». El escrito trata de la pujante industria turística que en 2004 desplazó a Puerto Rico como destino predilecto del visitante norteamericano en el Caribe. El turismo dominicano empezó a despuntar en los años ochenta gracias a los incentivos contributivos que el gobierno optó por ofre­ cer a los inversionistas (2009, p. 45). LA TRANSFORMACIÓN DE SANTO DOMINGO

La transformación demográfica se aprecia en todas las provincias del país, pero en especial en la capital de la nación, es decir, en Santo Domingo. Aquí es posible apreciar, más que en cualquier otro lugar, la celeridad, la expansión de los proyectos de urbanización y la diversidad de plazas comerciales. El crecimiento poblacional ha sido olímpico; para que se tenga una idea, en 1970 la capital del país tenía unos cuatrocientos mil habitantes, mientras que hoy (2020) tiene cerca de cinco millones, lo que «la convierte en la mayor ciudad de toda la cuenca del Caribe» (Moya Pons, p. 325). En general, el país exhibe transformaciones en varios sectores importantes, incluyendo la educación superior; también muestra un continuo y progresivo desarrollo económico, «sin embargo, el país todavía exhibe niveles de pobreza que no van acordes con riqueza que genera su economía» (Moya Pons, p. 310). Aun con sus deudas históricas, educativas, sociales y culturales, la República Dominicana es un país que «ha comenzado a suscitar un creciente interés en los estudios académicos», según sostienen los profesores López y Matute Castro (2013, p. 329). Este crecimiento quizás se debe a que el país cuenta con una producción cultural rica y diversa, digna de valorarse y estudiarse dentro y fuera de la isla. Esta producción concierne a la bachata, al béisbol como fenómeno de recreación y económico, la gastronomía, el merengue, la literatura y, de modo particular, la novela dominicana de los últimos treinta años. Es paradójico, pero vale la pena subrayarlo: a mitad de la década de los noventa (siglo xx), es cuando el país comienza a disfruCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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tar de los nuevos aires de democracia y logra la consolidación de las instituciones asociadas a la vida nacional y la redefinición del programa cultural y su ámbito de ejecución. Cabe recordar que en 1997 se crea mediante decreto el Consejo Presidencial de Cultura, pero es en el año 2000 cuando se crea el Ministerio de Cultura. Ante este escenario y en estos años, irrumpen las nuevas expresiones populares que redimensionarán nuestro imaginario y todas las manifestaciones artísticas, pero, en especial, la del merengue, como expresión autóctona y paradigmática. Hablo de esa música pegajosa de Juan Luis Guerra y su álbum Areíto (1992); en esos años se consolida también la bachata –un ritmo que combina sentimiento, el amargue y la vellonera– y se afianza la imagen del país como productor de peloteros de altísimo rendimiento: son los años de Vladimir Guerrero y un lanzador inigualable: Pedro Martínez. A finales de los noventa, por igual, comienza la proyección de la literatura dominicana a través de los escritores de la diáspora residentes en los Estados Unidos. En esos años se publicó En el tiempo de las mariposas de Julia Álvarez (1994), mientras que Junot Díaz publicaría sus Negocios en 1998. Digamos que eso era lo que ocurría en el lado de allá, mientras que aquí, epicentro de los huracanes y las sacudidas del espíritu, se publica un texto revelador: Bachata del ángel caído (1998), de Pedro Antonio Valdez. CONTEXTOS, ANDAMIOS Y ESPALDARAZOS

La novela dominicana es un género tardío, fluctuante y escindido, y su evolución ha sido muy lenta y parsimoniosa, lo que se debe a múltiples factores históricos, políticos, educativos, editoriales e ideológicos. No olvidemos, además, que la novela es el género más crítico de la sociedad, de las clases sociales dominantes y de la estructura sociocultural de una nación. Durante la dictadura, que implantó Rafael L. Trujillo, floreció la poesía como género literario, pero no la novela. Es comprensible: una expresión crítica y plural, como la novela, no podía germinar ni consolidarse en una sociedad que vivía bajo la represión y el látigo de semejante tiranía, de ese sueño horroroso que duró treinta y un años. El apogeo de la novela dominicana –y su impronta de madurez– será apreciable en las dos últimas décadas del siglo xx, por lo que a todas luces es un producto tardío y que se ha cuajado en medio de interrupciones e intermitencias. De acuerdo con Avelino Stanley, de 1980 a 2009, el género no sólo crece significativamente en cuanto a lo cuantitativo y lo cualitativo, sino que, además, expande sus fronteras más allá del Distrito Nacional. Afirma que «entre 111

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enero de 1980 y agosto de 2009 (apenas treinta años) en la República Dominicana se publicaron cuatrocientas treinta y ocho novelas […]. Se trata de un aumento cuantitativo totalmente vertiginoso. ¡El país pasó de un promedio de menos de dos novelas por año a una media de casi quince obras de este género por año!» (2009, p. 35). De hecho, en la década de los ochenta –cuando ya el fenómeno del boom latinoamericano estaba de capa caída y en trance– es cuando por vez primera una novela dominicana alcanza un premio internacional. Hablo de Solo cenizas hallarás (bolero) de Pedro Vergés, publicada en España y que obtuvo dos galardones importantes: el Premio Vicente Blasco Ibañez, en 1980, y el Premio Internacional de la Crítica Española, en 1981. Casi treinta años después, en pleno siglo xxi, la novela dominicana vuelve a conquistar tres medallas relevantes, pues en el 2004, La mosca soldado, del prolífico y perseverante escritor Veloz Maggiolo, obtiene el Premio Casa de las Américas; en 2008, Junot Díaz obtiene el Premio Pulitzer por la novela La breve y maravillosa vida de Óscar Wao; y recientemente, en el 2019, La mucama de Omicunlé, la magistral novela de Rita Indiana Hernández obtiene el Gran Premio de Literatura, otorgado por la Asociación de Escritores del Caribe. A partir del panorama expuesto en párrafos anteriores, el propósito de este ensayo es situar y comentar las variaciones temáticas visibles en un amplio corpus de textos que muestran la naturaleza y las tendencias de la novelística de República Dominicana de los últimos veinte y cinco años. He identificado cuatro corpus que aglutinan, a mi juicio, la voluntad escritural, las tendencias y características de varios autores con discursos y estilos diversos y con distintas concepciones del mundo y de la literatura. Con la salvedad de que un texto literario puede contener una composición temática mixta, es decir, formar parte de dos corpus temáticos al mismo tiempo. La producción novelística de estos años puede reunirse en estos corpus: 1.  Los problemas sociopolíticos de la República Dominicana. 2.  La configuración de la subjetividad (individual y colectiva) de los dominicanos. 3.  La escritura metaliteraria y la metanovela. 4.  Haití y la presencia de los haitianos en la novela dominicana. LOS PROBLEMAS SOCIOPOLÍTICOS DE LA REPÚBLICA DOMINICANA

La República Dominicana, según afirma el escritor Edgardo Rodríguez Juliá, es una nación calcinada por la historia. Esa metáCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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fora extendida cifra la lucha agónica y mortal que ha vivido la nación contra el virus que la corroe desde su nacimiento, a la vez que revela el fuego que la quema por dentro como pequeña flama que devora un árbol viejo y seco: la tiranía. Es un país que, desde su fundación, ha padecido todo tipo de violencia, los embates y azotes continuos de la tiranía y del caudillismo. De ahí que la novela testimonial (concebida como recuento del pasado) es, según afirma Di Pietro, una de las tendencias naturales de los novelistas dominicanos (2019, p. 124). Ese tipo de novela aborda los conflictos bélicos que ha vivido el país, es especial, habría que subrayar la primera y segunda intervención de los Estados Unidos, la guerra de abril (1965), entre otros hechos históricos y traumáticos. En esta línea, destacan algunas novelas claves: La vida no tiene nombre (1965), de Veloz Maggiolo; Balance de tres (2002), de Manuel Salvador Gautier; Cáceres Plasencia. El últi­ mo gavillero (2015), de Joel Rivera; y El camino de los hombres (2019), de Mella Chavier. El país ha padecido diversas tiranías, pero la más amarga y traumática fue la tiranía de Rafal L. Trujillo, ya que es la que más huellas negativas ha dejado en el imaginario dominicano y en la conciencia de los dominicanos. De hecho, este período histórico es el preferido de los novelistas y el trujillato es el fantasma que subyuga la conciencia de éstos, por lo que resulta ser un tema muy trillado, a sabiendas de que los escritores dominicanos han buscado diversas formas de narrarlo (Larsen, 1988), según lo sostenido por Ana Gallego Cuinas (2005) en su tesis doctoral. La represión y la negación de la libertad son las manchas que empañan no sólo la democracia, sino también todos los rincones del país según lo dibujado en el terreno de la ficción. Estas situaciones adversas ciñen la trama de la novela Residuos de som­ bras (1995), de Rafael Peralta Romero. La tiranía ensombrece el espacio de lo público, pero también se transforma en gramática desestabilizada, que irrumpe y reprime la subjetividad y trastoca la identidad personal y pública, tal como se revela en Una rosa en el quinto infierno (2001), de William Mejía, así como de la novela El hombre del acordeón (Siruela, 2003), de Marcio Veloz Maggiolo. La rivalidad ideológica, que es una emanación de la tiranía, ha dado pie al resentimiento, a la lucha sin cuartel, entre los líderes políticos, como se escenifica en A la sombra del campeche (2013), novela de Federico Jóvine Bermúdez. La reina de Santomé, de Piña-Contreras (2018), tiene como protagonista a un niño de trece años (Guillú) quien, ya adulto y con 113

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conciencia plena del devenir histórico, narra los acontecimientos desde que Trujillo toma el poder, en 1930, hasta 1955, año que el «solemne benefactor» decide celebrar la Feria de la Paz. En El plan Trujillo (2004), de Marino Beriguete, la dictadura se revela como una maquinaria, abyecta y cruel, que no sólo revierte la identidad y el sentido de las cosas, sino que se burla de la misma muerte. La muerte también se torna un simulacro de los espejos sombríos del poder y sus juegos. Esta misma atmósfera de máscaras y desdoblamientos está presente en la trama de la novela Johnny Abbes García: ¡vivo, suelto y sin expediente! (2019), del poeta e historiador Tony Raful. Este siniestro personaje era el asesino preferido de Trujillo, su verdugo de confianza y el hombre que nunca le fallaba. En la historia contada, Abbes, de noventa y cuatro años, según confiesa el narrador, está vivo y suelto... deambula por el condado de Broward, Miami, y varias personas (entre ellas Gloria Ceballos) testifican haberlo visto. La sombra de la dictadura no sólo fue la causa del exilio de los muchos hombres letrados, sino que también nubló y sembró angustias y tristezas en la vida de muchos artistas dominicanos y caribeños de valía. En este tenor de ideas está la novela Las estatuas derribadas (2014), de Diógenes Valdez. Este texto retrata la vida de la notable escritora puertorriqueña Julia de Burgos, quien en sus luchas se tropieza con la figura infame y los esbirros de Trujillo. En suma, como puede verse e inferirse, el trujillato sigue siendo uno de los temas más taquilleros, el preferido de muchos escritores que todavía, a día de hoy, no logran exorcizar los demonios y los huéspedes infames que permean su conciencia y su visión del mundo circundante. Es paradójico, pero sólo cincuenta años después de la dictadura es cuando ha comenzado a narrarse el trujillismo tomando cierta distancia, sin improperios y sin histeria, tal como lo subraya Giovanni di Pietro (2018). Algunos escritores, aunque pocos, han tomado distancia al narrar las secuelas siniestras y los hechos asociados con el trujillato y sus dominios siniestros, es el caso, por ejemplo, de la novela No les guardo rencor, papá, de René Rodríguez Soriano (2017). Un texto que destaca no sólo por la fuerza de su cronotopo, sino también por la sobriedad y la belleza de su trama, como veremos en páginas sucesivas. El conjunto de males sociopolíticos que han azotado al país en las últimas décadas han sido retratos, en su complejidad y perplejidad, en varias novelas producidas por escritores experimentados, por ejemplo, el trasiego de drogas y la irrupción del narCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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cotráfico forma parte de la trama de la novela Al este de Broadway (1999), de José de Moya; de El clan de los bólidos pesados (2009), de Pedro Peix; El turno de los malos (2016), de Fernando Berroa, entre otras. Algunos novelistas narran los hechos y los atropellos cometidos durante el período de los doce años del expresidente de la República Dominicana, Joaquín Balaguer, como acontece en la novela Tú siempre crees que viene una guagua (2011), de Miguel Ángel Fornerín; en ese mismo tenor está Rumor de río (2016), de Luis Martín Gómez. La lista de textos que tienen como eje la corrupción y la descomposición es extensa y variopinta, pero podríamos mencionarse algunos casos representativos, como Vórtice (2009) y Enigma (2014), de Armando Almánzar Rodríguez, en la última se describe la descomposición moral y la complicidad de la clase media-alta de la sociedad dominicana. En esa lista también cabe mencionar las novelas de Marcallé Abreu: Las siempre insólitas cartas del destino (1999); No verán mis ojos esta horrible ciudad (2009) y Las calles enemigas (Premio UCE de novela, 2012). En esta misma línea, se inscriben las novelas Dioses de cuellos blancos (2011), de Edwin Disla; Carrusel de duendes, difuntos y olvidados (2015), del dramaturgo Giovanny Cruz. En este texto el autor apela a una serie de cuadros teatrales y diversas situaciones, el fratricidio, la violencia mezclada con creencias religiosas del vudú y el asesinato. La novela Bacá (2007), de Manuel García-Cartagena, muestra la corrupción, la desigualdad y la descomposición social de la sociedad dominicana. El mundo de las pandillas y la realidad marginal de los barrios se retrata bastante bien en la novela Cóctel con frenesí (2003) de Emilia Pereyra; pero también en la novela Palomos (2008), de Pedro Antonio Valdez; y en Princesa de Capotillo (2009), de Luis R. Santos. El tema de la violencia de género e intrafamiliar sale a relucir en El caso número cien (2019) de Avelino Stanley. El mundo del crimen y los gestos de crueldad cifran el trasfondo de algunas novelas de escritores claves y que son parte de la diáspora, tal es el caso de Candela (2007) y Los gestos inútiles, ambos textos son de la autoría de Rey Andújar; y La multitud (2011) de José Acosta, aunque este texto tiene una visible atmósfera existencialista y quizás una excesiva valoración del enciclopedismo. Entre los problemas sociales hay que incluir el fenómeno de la inmigración en sus diversos aspectos e implicaciones socioculturales. El caribeño migra con facilidad; por eso, la condición de isleño del dominicano cifra los límites de su subjetividad flotante, por lo que busca furtivamente la posibilidad de 115

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emigrar, de viajar. Los problemas de inmigración desde y hacia República Dominicana es el tema principal, aunque de refilón, de un corpus de novela que aborda el conflicto y la convivencia con los haitianos. Este tema tiene otro enfoque cuando se trata de los avatares del dominicano según lo que puede apreciarse en la novela De cómo las muchachas García perdieron el acento (1994), de Julia Álvarez; la alteridad cultural y la presencia de los cocolos en Santo Domingo se recoge en la novela Tiempo muerto (1996), de Avelino Stanley; Perdidos en Babilonia (2005), de José Acosta, muestra los viajes en yola en su aspecto más cruel y desconocido: el negocio de los «caza mojaítos». En la novela La tormenta está afuera (2016), el mismo autor aborda el fenómeno de la emigración de los dominicanos hacia Estados Unidos, las experiencias de los personajes en el Bronx, la angustia de los personajes en el tránsito entre Nueva York y Santiago de los Caballeros. Los avatares de la emigración como fenómeno que altera el modo de vida de los hombres y las mujeres también está presente en la novela El sueño americano (2019) de Franklin Gutiérrez. Este tema adquiere dimensiones míticas y simbólicas, como veremos en las próximas páginas, en La breve y maravillosa vida de Óscar Wao, de Junot Díaz (2008). CONFIGURACIÓN DE LA SUBJETIVIDAD (INDIVIDUAL Y COLECTIVA) DE LA DOMINICANIDAD

Un texto literario, desde la perspectiva de la semiótica literaria (Barthes, Bremond, Greimas) no es un montón de palabras hermosas, sino una isotopía discursiva, es decir, «un conjunto jerárquico de significaciones y de redundancias» (Gómez Redondo, 1996, p. 329). Por lo que el texto literario producido por un autor no sólo representa su singular discurso artístico –objeto material con una intención concreta–, sino su modo de comprender y leer el mundo social y cultural en el que vive o ha vivido. De ahí que, en la obra de arte, no sólo esté presente la subjetividad de quien enuncia (el sujeto individual), sino también las ideas, los valores y las imágenes de la subjetividad colectiva. Esta idea es sumamente relevante para analizar y aproximarse al universo de los textos literarios, pues, de acuerdo con Jan Mukarovsky (1975), el texto literario –como objeto estético– no tiene significado en sí mismo, sino en cuanto articulación de este objeto con la cultura como un todo. Se comprende, pues, que el valor estético de una obra no recae en su valor sígnico o estructural, sino contextual. El lingüista ruso Mijaíl Bajtín (1999) afirmaba que lo importante en una obra CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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literaria no es la materialidad del lenguaje, sino la arquitectura de las relaciones internas y externas de dicha obra. Dicho de otro modo: el texto está articulado indisolublemente a los valores artísticos del autor, pero también a los problemas sociales, éticos, religiosos o ideológicos de la sociedad en la que vive. El lector, según sostiene la teoría de la recepción estética surgida en Alemania en la década de los años sesenta del siglo xx, es quien activa el universo de las significaciones posibles de un texto literario. Y lo hace porque, en cierto modo, reconoce valores y elementos simbólicos y semióticos que rebasan el ámbito del autor de un texto, ya que la obra literaria se presenta como un proceso de comunicación que conjuga lo textual, lo contextual y diversos elementos extratextuales. En suma, en un texto literario puede rastrearse la configuración de la cosmovisión ideológica de un autor y las redes que la subjetividad de un sujeto, pero también pueden mostrarse las huellas de la subjetividad colectiva y sus derroteros según las construcciones semióticas, sociales y espirituales patentes en el texto literario. En la configuración o constitución de la subjetividad en el texto literario salen a relucir los miedos, los traumas, los prejuicios, las frustraciones y sueños tanto del individuo como de la colectividad. Esta dimensión temática, tan importante para la recepción, ha sido ignorada en nuestro suelo, aunque, en su estudio sobre el perfil de la novela, Avelino Stanley subraya, de soslayo, que la búsqueda y configuración de la identidad –primer elemento nodal de la subjetividad– es un elemento «común y en boga en estos momentos, sobre todo en la literatura que se hace en los Estados Unidos, América Latina y en Europa» (2010, p. 133). En el magnífico ensayo «Ciudades revisadas: la literatura pos-insular dominicana (1998-2011)», Miguel de Mena (2013) subraya que nuestra literatura siempre estuvo volcada hacia el afuera, lo histórico y lo público, mientras renegaba la subjetividad del sujeto que, como es natural, se manifestará de modo tardío en la narrativa, específicamente a partir de 1998. Argumenta De Mena: La literatura que surge en 1998 ya no será trans, sino posinsular: la relación pasado-presente se salva a favor de una con­ temporaneidad donde las relaciones son más horizontales y menos trazadas por las voluntades de ejercer una fuerza; las imágenes tradicionales de la isla –el mar como límite, lo interno o interior del país a partir de sus contrastes con la capital– son sustituidos por concepción de la fluidez en el espacio urbano; se rompe la vie­ ja centralidad y las periferias de las ciudades se transforman en 117

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nuevos centros […]. En lo pos-insular todo es complementario, sea alguna zona de Haina o de Washington Heights. La tendencia es crear más un espacio virtual que físico, donde lo importante es la intensidad de las relaciones humanas (2013, p. 354). Por lo tanto, lo pos-insular funciona como una poética enfocada en el desguañangue del sujeto y su talante ético. Es una visión del mundo que valora la subjetividad y los avatares cotidianos de los sujetos, la epifanía del yo consistente, del ser antes que el deber ser, lo urbano y lo marginal, el performance narrativo, pero también el fenómeno de la criminalización y la migración. La escritura posinsular está representada por poetas y narradores, entre los que destacan Juan Dicent, Homero Pumarol, Rita Indiana Hernández, Rey Andújar, Aurora Arias, Martha Rivera y Junot Díaz. En la novela dominicana de los últimos veinte y cinco años es posible rastrear y comentar al menos tres configuraciones relacionadas con la subjetividad según lo que puede leerse y apreciarse en diversos textos: a) lo periférico y residual como identidad narrativa (individual y social), la dispersión y fragmentación de la memoria; b) la lectura como desmitificación y comprensión de la historia nacional; y c) la subversión (de voces y discursos) como configuración de utopía rota (de carácter social) tejida y esculpida en el territorio de la ficción. La novela dominicana de las últimas dos décadas no tiene asideros comunes, ni punto de comparación en lo que se refiere a formas, temas o estilos de los textos literarios. Es un corpus variopinto, extenso y complejo, que es difícil de clasificar y de tipificar, pues, como subraya Miguel de Mena, en esta constelación puede apreciarse la imagen borrosa de la dominicanidad y sus gestos, sus pretensiones y sus derrotas históricas y personales, que son muchas. No es una novela del desencanto, ni espejo de la vida social en sus diversas esferas, sino más bien, ante una búsqueda de la configuración de la subjetividad (individual y colectiva) que se forja en y desde la periferia y en los espacios de las relaciones humanas. El corpus novelístico en torno a la configuración de la subjetividad (individual y colectiva) es muy extenso: contiene más de cuarenta novelas, pero aquí tan sólo abordaré los textos que, a mi parecer, son más ilustrativos de esta dimensión temática. En 1998, Pedro Antonio Valdez publica su novela Bacha­ ta del ángel caído, texto con el cual obtuvo el Premio Nacional de Novela. El relato se caracteriza por un tono irónico, satírico y metaficcional. El narrador no sólo arremete contra la formalidad CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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de las relaciones humanas, del lenguaje y los límites rancios de la burocracia que entorpece hasta los ritos fúnebres. La historia se ambienta en un barrio llamado el Riito. El barrio, el descalabro de los personajes y las formas marginales se constituyen en el cronotopo del relato, por lo que el autor implícito parece renunciar a las marcas burocráticas de la escritura misma para acoger las voces y el lenguaje del barrio como formas fundantes de la subjetividad que, si bien es auténtica, también resulta descarnada y cruel. El narrador expresa: Ese diccionario de dominicanismos de Pedro Henríquez Ure­ ña me ha sido de importante ayuda para comprender la jerga de esta gente, doctor. Pero el lenguaje de la calle crece más libre y veloz que los registros académicos, por lo que existen cientos de palabras recientes no incluidas en esa interesante obra. Le decía que, por no conocer mejor el lenguaje del barrio, ayer tuve una pequeña con­ fusión. Iba cruzando el canal, cuando un mozalbete se me acercó y me dijo: «Hi, yo, ¿quieres perico? Y yo, que he simpatizado con el santo de Asís desde que analizáramos su biografía en la Logia, ¿re­ cuerda?, le dije que sí; él me condujo a una pieza donde había un muchacho bailando heavy metal y un homosexual –a quien supe que le llaman Mecedora, porque como que se mece caminando, doc­ tor–, el cual deshojaba una flor mientras movía su lengua teñida por el licor de menta. Mi anfitrión sacó algo del bolsillo del Mece­ dora; me extrañé de que un perico cupiera en una pequeña caja de fósforos. El mozalbete abrió la cajita próximo a mi nariz y pronto supe que el tal «perico» era cocaína. Los elementos periféricos y residuales configuran y moldean la identidad narrativa (individual y social) de los personajes, actúan en los dominios de la ficción según el modo de asumir la cotidianidad y las estrategias para la supervivencia. En este orden de ideas, entronca una novela brevísima, pero que marca un hito: La estrategia de Chochueca (2000) de Rita Indiana Hernández. Este texto es el paradigma de la escritura pos-insular, según lo que he apuntado en líneas anteriores. Hablamos de un tipo de escritura que no sólo se caracteriza por asimilar y reciclar lo marginal y la intrahistoria, sino también por su carácter testimonial. Lo testimonial, según sostiene Miguel de Mena, es el rasgo más sobresaliente y característico de los escritores pos-insulares, ya que se aprecia el «escribir como acto de rehacerse, la transcripción de la memoria como otra manera de recuperar la felicidad o volcar el dolor, como constancia del proceso en el que el ser se constitu 119

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ye, llamando la atención sobre las temperaturas emocionales por las que ha travesado el sujeto. Para hablarse a sí mismo, el autor dará cuenta de su medio. Los pos-insulares establecen un nuevo sentido de urbanidad, vivido y constituido a escala humana, aunque con la conciencia de haber heredado un espacio restringido» (2013, p. 358). La narradora de La estrategia de Chochueca es Silvia, una joven que vive un mundo atosigado, espurio, alguien que encarna en su andar el otro sueño de la ciudad y sus habitantes. «Las aventuras de Silvia discurren por una zona gris de la ciudad primada de América, habitada de ravers, cyber-freaks y poetas dedicados a la rola, el sexo, el perico y, en sus límites, a la delincuencia ocasional» (Duchesne Winter, 2008, p. 7). Las vivencias y los recuerdos del personaje nos muestran una topografía de lugares comunes: el barrio Invi, El Conde, la Zona Colonial, todos lugares asociados al devenir y al imaginario de la nación dominicana. Las andanzas y la actuación de los personajes muestran el vínculo, la subjetividad de la narradora y los personajes con los que interactúa y comparte vivencias, según se aprecia en la primera parte del relato, en la que se identifica de modo implícito con la periferia y lo marginal. El recuerdo y el trance que sacude la conciencia de la narradora muestran su relación con el espacio, con los rincones de una ciudad sinuosa. Sin embargo, no es una ciudad extensa, ni letrada, sino una ciudad fragmentada, caótica. En realidad, ni siquiera tiene los contornos de ciudad, sino de un espacio-mundo-vivencial en el que la memoria se rencuentra con sus redes a través del ron Brugal, o del consumo de hierba (marihuana), o con una canción de Luis Días. Ese espacio es, nos dirá la narradora, «un laberinto de pelusas» (2003, p. 20). En ese espacio opaco y caótico, se manifiesta el vaivén de los personajes, la sinfonía del desencanto, el hastío existencial y las fisuras visibles y semióticas del entramado social. Nadie sueña con el paraíso o con maravillas, pues la ciudad se quema, se fragmenta, «partiéndose a pedacitos», dice la narradora, en la lucha por la supervivencia. El rey del desfile, el único mago es Chochueca (un personaje real, que existió en Santo Domingo), quien no sólo le roba las prendas a los muertos, sino que parece burlarse de la propia muerte y sus gestos milenarios. La estrategia es una novela que dibuja la cotidianidad como elemento periférico y las bisagras mohosas del imaginario de la ciudad de Santo Domingo. Una ciudad fragmentada y sin espacio para la hilación de sueños o melodramas. Llama la atención que el texto no tiene un hecho como núcleo de la narración, sino CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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que el relato parece un excursus nocturno, un desplazamiento de la mirada entre muros. El relato tiende a rebasar la secuencia de mega-episodios, que es una característica propia de los textos que describen y narran la pavorosa experiencia del hombre en la ciudad y su modo de relacionarse con los espacios urbanos y citadinos que, sin duda alguna, se rigen por la lógica del consumo, el juego y los vicios que corrompen al individuo, como acontece en Memorias de un hombre solo (2001) de Luis R. Santos. La configuración de la subjetividad también se vislumbra mediante las redes del pasado y el vínculo del personaje narrador con la memoria colectiva, las costumbres, los contrastes topográficos, sociales o culturales. Este tipo de configuración permite evadir el tiempo presente y sumergirse en las circunstancias que viven los personajes, las experiencias que forjaron su voluntad y marcaron su conciencia del mundo. En esta línea está la breve novela Mudanza de los sentidos (2001) de Ángela Hernández. Este texto narra los menesteres cotidianos en los años finales de la dictadura de Trujillo, según los elementos contextuales serían los años 1958 y 1959. La historia se desarrolla en un ambiente rural, en una zona campestre que vive totalmente ajena a la industrialización y los desarrollos urbanísticos, en la que se lavaba la ropa en los ríos, según lo confiesa la misma narradora: «estábamos las dos lavando en la misma batea, frente a frente» (2003, p. 14). En el relato sobresale la voz de una niña preguntona y un tanto rebelde: La Leona. Lo curioso es que este personaje y su infancia se desarrollan en un lugar llamado Quima, entre paisajes montañosos y bucólicos, con sus diversas vivencias y avatares. La escritora retomó el personaje y sus vivencias, muchos años después, en su novela Leona, o la fiera vida (Alfaguara, 2013), por lo que este relato contiene elementos autobiográficos y vitales. Sólo que aquí el personaje femenino, después haber vivido en la ciudad, emprende el viaje de regreso hacia el lugar de su infancia. La configuración de la subjetividad individual –con los avatares, temores, miedos y angustias de los personajes– es el cráter de la novela más reciente de Jeannette Miller: Color de piel (2019), un relato en el que la autora mezcla el pasado histórico con lo autobiográfico según el tejido ficcional. En la novela Los huéspedes del paraíso (2008), de Fernando Valerio-Holguín, la subjetividad se explora mediante el espacio textual y semiótico, apela a la fragmentación de los recuerdos según la visión del personaje que narra. El mapa de la memoria no sólo se revela en el territorio de la ficción a través de la ironía 121

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y el desdoblamiento de la perspectiva de la narración, sino que entra en juego lo personal, pues, según afirma Manuel GarcíaCartagena, «más acá o más allá del trabajo constante y sistemático de la ironía que despliega el narrador de Los huéspedes del Paraí­ so, una lectura atenta de ciertos pasajes de esta novela permitiría observar la manera en que una línea de escritura autobiográfica se va dibujando en y a través de la historia contada a partir de ese primer pasaje del primer capítulo». El corpus muestra que la construcción del sujeto individual implica una mirada a la infancia de los personajes, mientras que la configuración de la subjetividad colectiva implica una relectura del pasado no tan remoto, y que se remonta casi siempre al período de la colonización o los siglos posteriores, sobre todo al siglo xviii y el xix. Curiosamente, esta constelación discursiva y artística es la que mejor revelan las fisuras del imaginario colectivo de los dominicanos. Aquí se torna patente la búsqueda de la identidad mediante el trance de la memoria colectiva, la mezcla de las costumbres y culturas (europeas, taínas y africanas) durante el largo proceso de mezcla racial, así como los efectos del mulataje y los remanentes de la cultura africana que permean el imaginario caribeño. En esta perspectiva, pueden leerse las novelas Memoria del horror hermoso (2007), de José Bobadilla; Memoria tremens (2008), de Veloz Maggiolo; la breve novela policial Cornalina (2012), de Miguel Aníbal Perdomo. En esta lista puede incluirse también la novela Sherlock Holmes y el misterio de los restos de Colón (2016), de Esteban Deive, aunque sea un relato de corte policial y satírico. En algunos textos, la subjetividad se transforma mediante el oleaje de los sentimientos, el testimonio y las encrucijadas morales de una sociedad corrompida, consumista e indiferente ante la manifestación de la ternura, la poesía y la inocencia. La breve novela Papi, publicada por Rita Indiana Hernández en 2004, ilustra lo que acabo de enunciar. El relato es un extenso monólogo interrumpido, un discurso procesual en el que una niña narra la relación con su padre, quien no sólo la complace en todo, sino que se ufana de los bienes materiales que posee (carros, ropa, perfume, cadenas, piscina, etcétera). Los personajes representan a una sociedad que ha sido maleada y corrompida por el dinero y el materialismo. Suelta la narradora: «Papi se hace más poderoso gracias a la energía de todos los que desean un carro nuevo en el mundo. Los poderes de papi [sic] florecen cuando el espíritu de los deseantes vibra al máximo, haciendo que éstos le alquilen sus CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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mujeres a los guachimanes y vendan por piezas a su hijos para comprarse un carro en el dealer de papi…» (2011, p. 100). Lo interesante de esta novela, a pesar de los descuidos gramaticales y lingüísticos del texto, es la reconfiguración extensiva y simbólica de «papi», como centro de la diégesis, pues, al final, papi no tiene rostro, ni nombre, ni apellido; en realidad no representa a un individuo en concreto, ni sujeto alguno, sino que es la encarnación del patriarcado como sistema pasivo que transgrede y manipula la voluntad de los sujetos, los sentimientos y las relaciones humanas (véase la pág. 172). Cuando me asalta el recuerdo de ti (2003), de Ligia Minaya, es un relato que versa sobre las prácticas amatorias, las angustias y las infidelidades del ser humano. A veces, la angustia existencial se conjuga con las vivencias del sujeto que se siente fracasado por lo que, como bálsamo, apela a la solidaridad para espantar la muerte inmanente. Es lo que acontece en la breve novela de Máximo Vega, titulada Al borde del Edén (2019), un relato que recoge las peripecias de un homosexual con sida (VIH) y que, al borde la muerte, trata de auxiliar y salvar a un niño de origen haitiano, huérfano. No cabe duda de que la vida amorosa pesa tanto como el furor que engendra el saber y los senderos de la ciencia. La mul­ titud (2011), de José Acosta, revela la pasión del hombre por el conocimiento y el misterio en la vida del hombre, y su deseo de decodificar el sentido de la vida y el universo a través de los resortes y los dispositivos del saber y la ciencia. Los personajes del relato sienten el temor a la vida y el estremecimiento existencial. Es una novela con un trasfondo filosófico y metafísico, al igual que El asesino de las lluvias (2008), de Manuel Salvador Gautier. En algunos textos, la configuración de la subjetividad individual se materializa a través de la actuación –concebida como performance extensivo– de los personajes según la secuencia de sus acciones y sus construcciones emocionales y socioculturales. Esta construcción del yo se manifiesta en la voluntad, en los deseos y los movimientos de los personajes. El yo se humaniza y se transforma cada vez que encarna un nuevo ideal o emprende una nueva búsqueda. La intención de enunciar o querer comunicar algo transforma las posibilidades mismas de la subjetividad y su modo de comprender la vida humana a través de la escritura con intención acusada y artística. Por lo que la escritura se revela como una máquina catalizadora, capaz de transformar no sólo el sentido de la vida humana, sino también las experiencias más 123

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traumáticas. En esta singular tesitura están tres novelas con sorprendentes facturas –mezcla de estilo, mito y belleza del lenguaje–: El asesino de las lluvias (2008), de Manuel Salvador Gautier; El ángel plácido (2009), de Manuel Mora Serrano; y La mucama de Omicunlé (Periférica, 2019), la magistral novela de Rita Indiana Hernández, de la que hablaré a continuación. SEXO Y PROSTITUCIÓN

Son muchas las novelas en las que se percibe el problema de la identidad sexual, la desviación sexual o perturbaciones sexuales de los dominicanos. Por ejemplo, en la novela Papi (pág. 57) se perciben los trastornos sexuales de la niña que narra la historia, así como su inclinación por el lesbianismo. Las perturbaciones sexuales también están presentes en Ritos de cabaret (1991) de Veloz Maggiolo, pero también sobresalen en la trama de la novela El violín de la adúltera (2007), de Andrés L. Mateo. Aquí, el personaje, Néstor, decide visitar a una prostituta con la idea tener sexo con ella y hacerse un hombre. No lo consigue. Esta experiencia lo marcará de modo negativo durante toda su vida, lo que afectará incluso su relación de hombre casado. Néstor no se siente satisfecho de su sexualidad, más bien se siente escindido, avergonzado. El problema, tal como lo describe el crítico Di Pietro, es que «el protagonista central no conoce nada de esto. A su edad, todavía tiene una fijación por su etapa de adolescencia. De ahí su interés por las estrellas del cine mexicano y, más revelador aún, su obsesión por las tetas de Ligia Monsanto, como lo evidencia su diario» Con todo, la identidad sexual descrita en el terreno de la ficción se reduce a los entornos urbanos y citados, propios del siglo xx, sino que se ha mezclado con los anales y los registros de la historia. Es el caso de la novela Al fin del mundo me iré (Planeta, 2006), de Avelino Stanley, este relato sostiene que Cristóbal Colón no sólo estuvo en Quisqueya antes de 1492, sino que volvió varias veces movido por la relación con su amante, el cacique Guacanagarix. La sexualidad adquiere una dimensión mítica y violenta en algunas novelas que muestran la figura del sujeto y los valores con los que suele identificarse en su diario vivir. En este orden, cabe mencionar la novela La Luisa (2016) y El ángel plácido (2009), ambas de Mora Serrano; la dosis de sexo se traduce en pornografía textual y gráfica en la novela El clan de los bólidos pesados (2010), de Pedro Peix. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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El corpus sobre el burdel y la prostitución en la sociedad dominicana no es tan extenso, pero tiene una característica que llama mucho la atención: casi siempre está asociado al arribismo, al escalonamiento social y político, se apela al sexo como moneda de cambio con tal de ascender o sobrevivir. Por ejemplo, en la novela Distinguida señora (1995), de Carmen Imbert Brugal, el sexo y el libertinaje sexual son vías claras de ascenso social y un modo de conquistar el reconocimiento. El tema de la prostitución –y el arribismo– como elemento clave de la configuración de la subjetividad colectiva también está presente en el texto María de nadie (2013), de Ynoemia Villar; en la novela Nosotras las de entonces (2019) de Margarita Cordero; en la novela de Oquendo Medina, Aunque me cueste la vida (2019); en Memorias de una mula (2019), del escritor Jesús Paniagua; y en la ya citada La mucama de Omicunlé (2019). Lo primero que llama la atención de La mucama de Omicun­ lé es que describe hechos apocalípticos y futuribles, se habla del maremoto de 2024, y de episodios que, según las coordenadas espaciales y temporales, ocurren entre 2044 y 2050. Este relato de corte metaficcional aborda diversos temas: la prostitución, las drogas o tuercas, la santería y los ritos religiosos de corte africano, la corrupción, el desastre ecológico, así como los gestos sombríos y antidemocráticos de quienes ostentan el poder en la República Dominicana. Ahora bien, el tema medular, la bisagra, es la transformación sexual de Alcide Figueroa, la sirvienta de la santera (Esther Escudero, llamada Omicunlé), quien se inyecta una poderosa droga con tal de convertirse en hombre. La narración muestra el vínculo entre las fuerzas secretas o atávicas y el dominio de la razón, de la sonada «razón de estado», pues la santera iba con frecuencia al palacio a tirarle los caracoles al presidente. La metamorfosis del personaje andrógino (Giorgo) no parece alterar su estado de conciencia, como sí ocurre con Argenis, artista plástico joven, quien ha sido elegido por Giorgio Menicucci para que se sume al proyecto artístico Sosua Project, sin embargo, este artista visual vive en un trance y es presa de un delirio tremendo. Este personaje no sólo sueña con los ojos abiertos, sino que muestra la fuerza de la técnica empleada por la autora y, a la vez, pone de manifiesto la isotopía del relato, ya que la conciencia de Argenis es literalmente un lienzo borroso en que convergen dos pantallas (el pasado y el presente), y también el nexo entre los dominios de la razón y el dominio de lo irracional (los sueños siniestros). Esos sueños que quiso dibujar y plasmar el pincel de Goya. 125

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En la década de los noventa de siglo xx, la ficción se aparta de los grandes hechos históricos y se ocupa de la constitución del sujeto histórico y su destino fatal (es el caso de las hermanas Mirabal) y explora los vínculos entre los miembros de una familia Henríquez Ureña. El rostro de Salomé y de su hijo Pedro Henríquez Ureña están plasmados en los billetes de la República Dominicana, porque, entre muchas cosas, forjaron el ideal de nación a la vez que vislumbraron los senderos del futuro, el aporte de la ciudad letrada y la edificación del proyecto nación: un proyecto basado en la educación y el cultivo esmerado de las artes. La exploración estética y literaria de los lazos y las relaciones humanas en torno a esta familia ha resituado la configuración de la subjetividad (individual y colectiva) de los dominicanos frente al proyecto de nación, e incluso podríamos afirmar que ha marcado los derroteros del ideal de corte moral, intelectual y estético del país. En 1998, Manuel Salvador Gautier publica la novela Serenata, un relato impecable y bien facturado. Es la primera novela, hasta donde sé, que retrata las relaciones humanas y las pasiones de la familia Henríquez Ureña compuesta por Francisco Henríquez y Carvajal (Pancho), Salome Ureña de Henríquez y sus cuatro hijos: Francisco, Pedro, Maximiliano y Camila, y algunos parientes, Daniel y Federico, el hermano de Pancho y Ramona, hermana de Salomé y la nodriza de Pancho. Dos cosas llaman la atención: la víctima y visionaria es Salomé; el malo o travieso de la película es Pancho, quien al parecer no era tan manso y humilde como lo han pintado. En el entramado de la novela hay un visible deseo por comprender la historia nacional a través de la desmitificación de los personajes históricos. En torno a la familia Henríquez Ureña gira otra novela notable del siglo xxi: En el nombre de Salomé (2002), de la escritora Julia Álvarez. Es un relato polémico, pues desmitifica la imagen hagiográfica de las mujeres integrantes de la familia: narra la relación amorosa (lesbianismo) entre Camila Ureña Henríquez y una gringa (Marion). Esta novela resulta singular por varias razones; en primer lugar, el relato implica una relectura y una crítica, aunque indirecta, al proyecto de nación; en segundo lugar, muestra y critica los resortes que limitan la subjetividad del imaginario colectivo, según la concepción oficial de la heterogeneidad sexual, la identidad estática, los símbolos patrios y los emblemas de la dominicanidad. La desmitificación, como elemento nodal de la construcción y expansión de la subjetividad, es un rasgo característico de la CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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novelística actual. Se desmontan los gestos, los valores y la visión de personajes históricos, pero también la imagen de ciertos acontecimientos relevantes ligados a la historia nacional, como la guerra de abril de 1965. Las palomas de la guerra (2010), de Juan Carlos Mieses, desmonta, en palabras de Di Pietro, «la imagen hagiográfica de la guerra de abril» (2012, p. 190). La desmitificación tiende a reafirmar la dimensión humana, la fragilidad del personaje y su levedad moral. Lo dicho en la línea anterior vale también para la novela Manolo (2009) de Edwin Disla: un relato que tiene como protagonista al luchador antitrujillista Manuel Aurelio Tavárez Justo, alias Manolo. Hay, en estos relatos, un elemento digno de un análisis más profundo y semiótico: el abordaje de estos personajes implica no sólo una relectura del discurso histórico, sino también una restauración de la utopía rota, retazos visibles de un sueño que no ha cuajado, a la vez que se subraya el perfil redentor de los personajes y su vínculo con el fundador del cristianismo. Dicho de otro modo: en el relato hay gestos e indicios que muestran el nexo simbólico del personaje (Manolo) con Jesucristo. Lo mismo podría acotarse de otras novelas como Dimensionando a Dios (2010), de Manuel S. Gautier, y Jesús de la tierra (2016) de Edwin Disla. La subversión (de voces y discursos) como reconfiguración de una utopía destrozada se expresa en algunas novelas que, curiosamente, tienen un trasfondo histórico o real. En esa línea está la novela Los amantes de abril (2004), de Manuel Matos Moquete. La historia narra la angustia y la desesperación que sienten dos enamorados, quienes interrumpen su romance y se distancian, de manera abrupta, a causa de la guerra, la represión de los militares y las barricadas. Este dramático hecho fulminó las esperanzas y las certezas del sujeto dominicano; este aspecto lo reconoce el mismo narrador: «la ciudad era un caos, escombros y barricadas. La guerra no sólo cambió el rostro de los lugares, sino que cambió fulminó los anhelos y esperanzas de los dominicanos» (p. 31). En los novelistas dominicanos hay una constante, una característica, según Di Pietro, algo que llama mucho la atención y es que «están obsesionados por la suerte de su país desde el inicio» (2017, p. 52). Esto significa que tienen una soterrada preocupación por la nación como proyecto utópico, roto, fragmentado y burlado. Gregorio y su mundo perfecto (2016), la novela de Gautier, muestra cómo la búsqueda individual se convierte en búsqueda colectiva. El relato es un vivo ejemplo de las rémoras y los obstáculos que han enturbiado el proyecto de nación, es decir, de 127

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la lucha de la utopía versus la corrupción; o la utopía versus la degradación moral y social. En la novela No les guardo rencor, papá (2017), un texto con una impresionante factura formal y estética, el personaje principal no sólo se identifica con la causa ideológica de los «barbudos» (los comunistas), sino que lucha por la patria nueva, por la nueva utopía terrenal. Es ésta la otra cara de la subjetividad colectiva representada en la tradición novelística de las últimas décadas del siglo xxi. No olvidemos que la subversión implica no sólo una crítica de corte metaliterario a través de una exploración de los discursos dominantes y oficiales, sino también una relectura de los límites de la subjetividad, de los eslabones del imaginario y sus voces sacudidas por ciertos eventos, por dramas sociales y crisis espirituales y éticas. La Luisa (2016), novela de Mora Serrano, dibuja el libertinaje y la doble moral de una sociedad que continuamente se ve vapuleada por la tiranía. Es una novela escénica, según la define el mismo autor y tiene como música de fondo la era de Trujillo y las acciones descarnadas de sus esbirros. En el 2008, aparece La breve y maravillosa vida de Óscar Wao, de Junot Díaz, obra con la cual obtuvo el Premio Pulitzer. Esta maravillosa novela es el paradigma de la subversión radical de las voces, la mezcla de registros verbales y culturales, pues en el entramado del relato convergen diversos temas y problemáticas asociados al sujeto dominicano y caribeño: el mito, la memoria cultural, la herencia cultural del África, la sexualidad volcánica de los dominicanos, la violencia de la tiranía, el trance la emigración, los conflictos de la identidad y el deseo de comprender la historia del país desde la cartografía borrosa del discurso histórico y la conciencia escritural, hija de la metaficción y la ciencia-ficción. Estamos ante una obra maestra. En el texto se aprecia la destreza y la maestría técnica con las que el autor mezcla, con una naturalidad pasmosa, episodios tristes y trágicos; se mezcla el humor con el desenfado lingüístico, y la ironía con la elocuencia y el gracejo coloquial. Estamos ante una novela de impecable factura, con una trama fresca y paradójicamente romántica, que se disfruta y con la que uno hasta se ríe mientras va leyendo sus páginas. El relato se teje con los hilos de la fatalidad (el fukú) y las hebras de la conciencia mítica del inmigrante dominicano y sus profundos avatares, sus miedos, sus creencias atávicas, con sus carencias y los símbolos de la isla. En el texto se aprecia la conciencia sacudida del inmigrante dominicano –con sus diversos desencuentros sociales, políticos, éticos y míticos– a la vez que muestra «la CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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memoria como un espacio de construcción y configuración de los vínculos primarios del sujeto y «sus mundos». Esto es muy relevante, ya que la vuelta al mito implica la reconstrucción de la identidad del sujeto errante y desarraigado mediante la manifestación de sus creencias y sus acciones» (Fari Rosario, 2019, artículo en fase de edición, Universidad de Guanajuato, México). LA TRAMA

La novela es una crónica amarga, triste y trágica en torno a una familia dominicana que emigra a los Estados Unidos. En primer plano, los miedos y los fracasos de Óscar de Léon en sus numerosos intentos por perder la virginidad y ser feliz. A los seis años de edad, el protagonista de la de historia contada tuvo que emigrar a los Estados Unidos junto a su familia. Óscar Wao, según se narra en más de trescientas páginas, hace varios intentos, aborda varias jevi­ tas (como las llama el narrador), con tal de establecer una relación amorosa y normal. No lo consigue, por el contrario es rechazado y se convierte en objeto de burlas de las personas de su entorno, debido al sobrepeso de su figura, a su estilo de vida tipo nerd y a su obsesión por la ciencia-ficción y los juegos de rol. El nerd dominicano vive leyendo y escribiendo como un loco, pues en su pecho siente un auténtico anhelo: ser escritor de ciencia-ficción. Su vida, no obstante, es un terrible círculo vicioso, por lo que su vida deviene en una repetición continua de gestos: ve y repasa, una y otra vez, la misma película. Quizás lo hace para escapar a un mundo despiadado e indiferente, ese mundo miserable de las grandes urbes posmodernas, esas que no perdonan los gestos en nombre del amor, la ternura, y menos aún los sueños y las ilusiones que tienden a liberar al hombre de sus miedos más profundos y atávicos. Al final, el protagonista, cual Quijote errante y desafiante, muere en su desacertada búsqueda del amor y la felicidad. Es asesinado en un cañaveral de la República Dominicana. (Es una víctima más, como diría el narrador, de las acciones trujillistas de la sociedad dominicana y de su sistema represivo y antihumano). METAFICCIÓN Y ESCRITURA METALITERARIA

Dentro de los géneros épico-narrativos, según argumentan los investigadores García Berrio y Huerta Calvo (2015, p. 171), no sólo están la leyenda, el cuento, la novela corta, sino también la metanovela. Es una modalidad temática tan importante como la ciencia-ficción. La metanovela implica la mezcla de los datos de la cotidianidad y el mundo real con manifestaciones que son neta 129

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mente textuales o discursivas. El profesor Gonzalo Sobejano (en línea), la define de este modo: «una novela que refiere a un mundo representado (fingido o imaginado en palabras) es una novela. Una novela que no refiere sólo a un mundo representado, sino, en gran proporción o principalmente, a sí misma, ostentando su condición de artificio, es una metanovela, de manera semejante a como el lenguaje que no remite a un mundo de objetos o contexto, sino a otro lenguaje o código, se llama “metalenguaje”». La metanovela no es cosa del momento, pues conviene recordar que esta manifestación artística comenzó con Cervantes y su Quijote de la Mancha. Cabe apuntar, además, que esta modalidad –con Borges como primer escritor consciente de su naturaleza y su alcance– ha florecido de modo singular en la narrativa hispanoamericana y nos ha legado textos emblemáticos, tales como Aura (1962), Rayuela (1963); Paradiso (1966), Boquitas pintadas (1969); Palinuro de México (1977), o Los detectives sal­ vajes, de Roberto Bolaño (1998). También hay metanovelas en la tradición literaria de República Dominicana: basta repasar las páginas del texto Escalera para Electra (1969) o De abril en ade­ lante (1975), de Veloz Maggiolo. La metanovela resulta relevante, porque hace repensar el género como tal y sus límites, a sabiendas de que es un manifestación crítica, consciente y un modo particular de asumir la comunicación artística, ya que «se caracteriza por el alto grado de autosuficiencia sobre el propio discurso y que es también característica de la mentalidad contemporánea, para algunos posmoderna, por la renuncia a la simulación de la inocencia que caracteriza estas manifestaciones» (García Berrio y Huerta Calvo 2015, p. 196). De modo que la ironía, la crítica y lo testimonial se asumen como estrategias fundamentales en la construcción novelística y la exploración de los ámbitos socioculturales. La metanovela tiene muchas caras y propósitos. Pero su propósito primordial, a mi juicio, es reescribir la historia como pudo ser, lo que implica plantear una relectura del pasado y del presente, cuestionar los diversos discursos sobre el imaginario colectivo a través de la asimilación y la combinación de las voces asociadas con el devenir de una sociedad determinada. Aunque esta manifestación también puede ser asumida por algunos escritores como un espacio para reflexionar y representar nuevos valores éticos a través de la escritura misma. El corpus más notable de novelas dominicanas con impronta metaficcional aborda diferentes temas mediante una amalgama CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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de estilos y formas; ahora bien, parece tener una característica común: cuestionar las verdades establecidas y los discursos oficiales sobre ciertos fenómenos de carácter social, sociopolítico, histórico y cultural. En suma, el universo de la novelística con ribetes metaficcionales aborda una diversidad de temas epocales y problemas urbanos: lo marginal, la degradación del sujeto y los resortes de la identidad. Bachata del ángel caído (1998) implanta la percepción de barrio y lo marginal desde el seno mismo de la escritura como actitud comprensiva y apreciativa; la novela Serenata (1998) muestra no sólo el epistolario de la familia Henríquez Ureña, sino también la intimidad y el drama de esta familia que vislumbró y luchó por el proyecto de nación desde diversos ámbitos. Carnaval de Sodoma (2001), de Pedro Antonio Valdez, encabeza la lista de los textos que tienen como escenario el cabaret, y como tema nodal la putería y la prostitución. En este relato extenso y compuesto por diversos libros, el aspecto metaficcional está intrínsecamente vinculado a la creación literaria: es el conjunto de poemas incluidos como codas en el texto, por ejemplo, «el libro de los cantos», y las canciones y letanías religiosas incluidas en el relato. En este ambiente cruel y sórdido también hay espacio para la corrupción, el macuteo y la sordidez moral. El hombre del acordeón (Siruela, 2003), de Marcio Veloz Maggiolo, es un texto con una estructura metaficcional paradigmática y que funciona como trampolín para que el narrador se sumerja en las versiones y las historias de los personajes. La poética de lo real maravilloso está en la base (y en el centro) de este relato con marcadas connotaciones simbólicas, espirituales y míticas, según pude demostrar en mi tesis doctoral sobre la novelística de Marcio. El relato narra las proezas artísticas, las fiestas y la muerte de Honorio Lora, un merenguero dominicano, nacido en la Línea Noroeste, quien cae víctima de la dictadura. En la estructura del relato no sólo convergen las versiones presentadas por el personaje Vetemit Alzaga –entre otras versiones testimoniales y basadas en el plano de lo personal, subjetiva y sociohistórica–, sino también una sorprendente mezcla del dominio de lo personal con el dominio de lo público. En este relato se cuestiona el discurso sobre la identidad implantado por la tiranía de Trujillo y su cuadrilla de intelectuales hispanófilos (ancilares), empecinados en borrar las huellas y los vínculos con la cultura negra africana. El texto revela cómo se configura la identidad mediante la integración de elementos residuales tales como el folclore, el merengue, las prácticas reli 131

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giosas del vudú, entre otras expresiones importantes de la cultura dominicana. En la novela La mosca soldado (Siruela, 2004), Veloz Maggiolo explora los mitos taínos y los ritos de fertilidad de la cultura precolombina. Este relato versa sobre una excavación arqueológica; su antecedente es una novela del mismo autor publicada en 1984, titulada Florbella. El relato es la fusión de la memoria de dos amigos arqueólogos, quienes, cuarenta años después de una excavación arqueológica, reviven el hecho en todas sus fases, etapas y misterios. Una tarde, el joven arqueólogo (Eduardo) se aparece en la casa de un veterano arqueólogo (el profesor), con el que había trabajado en años anteriores en la zona de El Soco. El joven fue a entregarle dos moscas soldado cristalizadas como obsequios para su esposa. Aquello no le gustó del todo, ya que más que un gesto de cortesía, era a todas luces una inusitada provocación, pues removía la zona de los «viejos recuerdos». El par de moscas eran muy similares a las moscas que fermentaban la guáyiga, el alimento que consumían los indígenas de El Soco, según lo reseñado por Bartolomé de las Casas, en un pasaje real que aparece justo al final de la novela. Las moscas estaban en relación directa con la tumba hallada de una joven indígena, de unos diecisiete años, enterrada junto a un recién nacido, y una jarra –con círculos y dibujos de hojas de guáyiga–, como ofrenda, que dentro contenía una flauta. Sólo mucho tiempo después, mediante indagaciones, revisión de los apuntes del informe no publicados y el cotejo de la información enviada por algunos expertos de Suramérica, el profesor captará y comprenderá el sentido del ritual concerniente al entierro de la joven junto al recién nacido. Es la imagen misteriosa que nunca pudo borrar de su memoria; pero de pronto lo comprendió todo: la muerte de la joven fue el sacrificio a los dioses para lograr la cosecha y la fecundidad de la tierra. En las novelas comentadas de la autoría de Veloz Maggiolo, lo ficcional se combina con el discurso científico propio de la arqueología y la antropología, pero también se mezcla con el discurso histórico y los hechos relacionados con el encuentro entre los colonizadores y los líderes de la cultura taína, como puede apreciarse en La Navidad: memorias de un naufragio (2016). La novela Ubres de novelastra (2008), de Federico Henríquez Gratereaux, es un relato metaficcional y extenso. Es una narración con un marcado trasfondo filosófico, en la que predominan la reflexión, las ideas y la exposición de conceptos. Aquí lo metaficcional no sólo se intercala a través de eslabones diversos, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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sino que el narrador arremete, de modo crítico y sin ambages, contra el exaltado prestigio de las verdades racionales, esas que son sonadas y celebradas por el discurso científico. El cruce entre la escritura literaria y las preocupaciones científicas conforman el tramado metaficcional de La multitud (2011), de José Acosta: un relato en el que el personaje narrador va escribiendo, según sus vivencias y meditaciones, un enciclopedia de conceptos y términos que recoge el saber esencial de la humanidad. En suma, la novela dominicana de corte metaficcional aborda diversos temas y problemáticas, y se caracteriza por hacer cuestionar los discursos generados en la esferas del poder, la historia, la religión, la ciencia, la tecnología y el capitalismo. HAITÍ Y LA PRESENCIA DE LOS HAITIANOS EN LA NOVELÍSTICA DOMINICANA

En la isla La Española conviven dos países –con cultura, tradiciones e idiomas distintos– y cuya frontera divisoria es un extenso río: el río Dajabón, también conocido como Riviére Massacre, en francés. Hablo de la República Dominicana y Haití. Los conflictos políticos, militares y sociopolíticos entre estos dos países son anteriores a la matanza de haitianos, hecho ocurrido durante la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo, en 1937. Este horroroso hecho dio pie a la novela El masacre se pasa a pie (1973), de Freddy Prestol Castillo, sin duda, uno de los textos más leídos en nuestro país, aunque se publicó muchos años después del suceso; en ese tenor también cabe mencionar la novela El hombre del acordeón (2003) de Veloz Maggiolo. El corpus de textos sobre esta temática, con sus diversas tesituras, fisuras y perspectivas temáticas no es tan extenso, pero vale la pena situarlo y comentarlo, dado que la relación histórica y social entre ambos países ha sido bastante traumática y belicosa. Con una salvedad: una cosa es la realidad de Haití como país o la relación diplomática entre ambos países, y otra distinta es la percepción del haitiano –con los problemas migratorios y sus tácticas de sobrevivencia en el territorio de la nación dominicana– según lo que plasman los escritores en sus novelas o textos literarios. Los carpinteros es una novela «histórica», publicada por Joaquín Balaguer en 1984. En el texto aparecen algunas alusiones a la cultura de Haití (y todo su acervo cultural) que, como es natural, ha permeado el imaginario popular de la República Dominicana, lugar en que es común escuchar conversaciones sobre el mal de ojo que afecta a los niños, la batería sexual de las mujeres 133

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haitianas, la naturaleza de los «luases» y los espíritus, los galipotes y hombres con amuletos y ensalmos contra la maldad. En el corpus novelístico que manejamos, los haitianos aparecen vinculados al campo del trabajo duro, en los ingenieros azucareros y en el ámbito agrícola, y al trabajo realizado en los hoteles turísticos. Actualmente, son piezas claves para las empresas de la construcción (hoteles, casas y empresas constructoras) y digamos que, sin su intervención, sería imposible mover el modelo capitalista y neocolonialista utilizado en la República Dominicana y que tiene como base la explotación, la desigualdad creciente y sin escalas, el pago de mano de obra barata, la informalidad, etcétera. Por ejemplo, en la novela La estrategia de Chochueca (2000) se presenta la explotación del haitiano en estos términos: «Luego el haitiano en la calle que viene a ofrecerle una estatuilla de madera, que mejor comprársela que tener que aguantar esa mirada de niño que odia y que le llena a uno el pecho como de miedos, no porque un vecino me dijera que los haitianos se comían a los niños, sino eso lo superé después de que los vi construir la mitad de la ciudad con sus brazos» (2003, p. 19). En 2006, aparece la novela La avalancha, de Manuel Matos Moquete. Este breve relato muestra, de diversas maneras y con registros diversos, la presencia y las vivencias de un barrio haitiano (el Pequeño Haití) que se ha establecido en el seno de Santo Domingo, es decir, en las inmediaciones del Mercado Modelo, próximo a la avenida Duarte. El texto describe la arrabalización y la deshumanización en todos sus aspectos, así como las mil caras de la inmigración haitiana y su presencia en el suelo dominicano. El narrador dice: La Duarte estaba en el Petit Haití. Era una calle repleta de buhoneros que habían atravesado la frontera cargados de ropa, perfume y pedrería barata. La Mella era otra calle también ocupa­ da por haitianos. Había venta de cosméticos y zapatos sin marcas, frituras y chucherías de toda laya desplegados en las esquinas, los zaguanes y en edificios de hoteles convertidos en almacenes impro­ visados... La Emilio Prud-Homme se había transformado en par­ te de la misma porquería. La 16 de Agosto y la 30 de Marzo eran también parte de la baratura de todo lo que habitaba en el Petit Haití... La vida nocturna había cambiado. Después de las siete de la noche, la población callejera era una calaña infame que ha­ blaba creol... […] El benemérito don Antonio del Monte y Tejada jamás lo imaginó. Que sus calles pertenecieran a esa inmundicia del Petit Haití (2006, en línea). CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Según afirma Ángela Peña, «esta novela refleja lo bueno y lo negativo de la presencia haitiana en República Dominicana, pero también retrata a ese Petit Haití que el ingeniero Santillana, principal protagonista, define como “el Bronx haitiano en República Dominicana. Aquí vive una minoría laboriosa de comerciantes y obreros”, según aseguraba. Por eso la misteriosa torre que levantaba […] mudó a una haitiana que era su trofeo porque él, “habitual fornicador sin bandería de color, sólo exigía una condición, y a ella le sobraba: que fuera joven y dura como el concreto armado. Así le gustaban las mujeres para derribarlas”». En algunas novelas de las últimas décadas, suele mezclarse lo histórico con los traumas, los dramas sociales e históricos con las situaciones actuales entre ambos países. En la primea línea, cabe mencionar el texto El degüello de Moca (2018), de Bruno Rosario Candelier. Este relato trata de soslayo el problema de la emigración haitiana hacia República Dominicana, pero describe, con testimonios y aciertos, un hecho que aún está presente en el imaginario de los mocanos: el degüello de hombres, mujeres y niños en la iglesia Nuestra Señora del Rosario. En este hecho real, acontecido en 1805, murieron más de quinientos habitantes a mano de las tropas haitianas encabezadas por el general Jacques Dessalines; en segunda línea, los textos que recogen el drama humano de los haitianos como fruto de la archiconocida y controversial sentencia número 163, de la Suprema Corte de Justicia de la República Dominicana, del 26 de septiembre de 2013. Dicha sentencia prescribe nuevas condiciones en torno a la nacionalidad de hijos de padres extranjeros que nazcan en suelo dominicano. Este drama y sus diversas implicaciones están representados en la novela El apátrida (2016), de Roberto Paulino, y en La sentencia (2015), de Laureano Guerrero. La novela de Nan Chevalier, Payaso al caer la tarde (2018), es un relato policial que mezcla el crimen con situaciones de perversión amorosa y el arribismo, como modo de escalamiento social y económico, pero también trata el tema de la inmigración de Haití hacia el suelo dominicano. Finalmente, aunque no menos importante, tenemos la novela El día de todos (2014), de Juan Carlos Mieses. La novela narra, con buen ritmo y maestría, el conflicto domínico-haitiano desde la perspectiva discursiva y religiosa, por lo que en el entramado del texto se sienten las tensiones que podrían engendrar el conflicto domínico-haitiano. El autor confiesa cómo nació su novela: «Una noche soñé con una ola gigantesca que se abatía sobre el Seibo, mi ciudad natal; luego vi que era una ola viviente, hecha de cuerpos de haitianos. Yo ya sabía que la tierra cultivable, el 135

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agua y los bosques de Haití se agotaban a un ritmo aterrador y que un movimiento llamado “lavalás” (la palabra denota inundación) había alcanzado el poder. A partir de esa imagen me surgió la idea de la inmigración masiva, una ola humana que generaría la novela» (Mieses, en línea). La narración no sólo recoge la tensión del conflicto, sino que, en un giro a lo Carpentier –con su voluntad por captar la totalidad del fenómeno espiritual y étnico–, mezcla en el relato las voces y las creencias profundas que alientan e inspiran al personaje haitiano Jean Pierre: Hizo una pausa; la multitud guardaba un agitado silencio. El reino de los misterios se abría en ellos y Papá Yoyó era su guía en región oscura y peligrosa. Hermanos, esta mañana no me despertó la voz grave del Manmán, ni el murmullo insistente de Petit-baká, ni el canto me­ tálico del Ogán, ni el palpitar de los timbales Congó. No escuché una canción, ni una flauta, ni una campana, ni la mano que gol­ pea la piel del cordero de los ibós, ni los detalles que hacen llorar las calabazas. Esta mañana me despertó el silencio. Así es, hermanos (2014, pp. 131-132). CONCLUSIÓN

La novela dominicana de las últimas dos décadas no tiene asideros comunes, ni punto de comparación en cuanto a formas, temas o estilos de los textos narrativos. Es un corpus variopinto, extenso y complejo, de difícil clasificación o tipificación, pues, como subraya Miguel de Mena, en esta constelación variopinta puede apreciarse la imagen borrosa de la dominicanidad y sus gestos, sus pretensiones y sus derrotas históricas. No es una novela del desencanto, ni espejo de la vida social en sus diversos problemas, sino, más bien, una búsqueda de la configuración de la subjetividad (individual y colectiva) a través de diversos espacios y diversas voces. Lo que sí está claro es que esta búsqueda (individual y colectiva) revela las profundas tensiones –en el ámbito moral, social, urbano, político y sexual– y los derroteros que ha seguido el imaginario colectivo en el terreno transparente de la ficción. Con todo, la novela de las dos últimas décadas tiene algunas características comunes, dignas de un estudio más amplio y profundo, pero que me permito comentar aquí, aunque sea de modo breve: 1.  Una voluntad de ampliación temática y estilística. Este aspecto puede apreciarse en la tesitura del corpus completo que he comentado en páginas anteriores. La apertura temátiCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ca y expresiva forma parte de la poética de los narradores posinsulares. 2.  Es un discurso artístico que encarna la pos-insularidad y que asimila, de modo consciente y flexible, las múltiples expresiones relacionadas con la cartografía de la ciudad, la celeridad del urbanismo, lo marginal y las diversas expresiones de la subjetividad colectiva de la nación dominicana. 3.  Distancia del discurso histórico, en concreto, del trujillismo y sus diversas manifestaciones. Los relatos testimoniales, aun cuando versan sobre la tiranía de Trujillo y sus secuelas negativas, marcan cierta distancia enunciativa, emocional e ideológica. 4. La pretensión marcada de conquistar nuevos nichos editoriales a través de la internacionalización de la novela como producto editorial y artístico. Los autores pos-insulares rara vez publican sus textos en la República Dominicana, en donde existe una limitada vida cultural debido a que la gestión editorial brilla por su ausencia, esto los incita a participar continuamente en concursos de narrativa a nivel internacional. La idea es que su obra tenga mayor visibilidad y una sostenida difusión en los mercados editoriales relevantes. Es el caso de Rey Andújar y Rita Indiana Hernández, entre otros. 5.  La crítica social y política de modo explícito e incisivo. Este aspecto se aprecia, de modo objetivo, en varias novelas, dado que sus propuestas estéticas tienden a desmontar el repertorio de ciertos discursos oficiales, raciales, culturales, sexuales. El discurso novelístico de las últimas décadas no sólo rompe con la tradición novelística del país (en cuanto a los temas abordados, los estilos, el uso de técnicas narrativas, la percepción de lo residual o periférico, los conflictos migratorios, la tensión entre representación y performance), sino que se revela como un repertorio significativo que recoge las experiencias vitales, las frustraciones y los cataclismos de toda índole que han azotado la conciencia de los dominicanos desde el período colonial. Por lo tanto, el corpus novelístico, en gran medida, muestra el devenir de los dominicanos y su modo particular de comprender el mundo en los límites de esta isla flotante entre mares, huracanes, ritmos calientes, entre conmociones míticas y humanas.

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Por Basilio Belliard

VISIÓN HISTÓRICA del ensayo en la República Dominicana

ANTECEDENTES

El cultivo del ensayo como género literario, donde se expresan las ideas, las concepciones ideológicas o filosóficas de una época y de una nación, acusa, en la República Dominicana, gran variedad expresiva y libertad temática. Sus orígenes se remontan a mediados del siglo xix, cuando adquiere categoría histórica, literaria y sociológica. Fue cultivado, en sus inicios, por periodistas que ejercieron el oficio en las páginas de los diarios de la época. En sus escritos predominaban inquietudes revolucionarias, independentistas, restauradoras, liberales o conservadores, propias del espíritu epocal. Sus preocupaciones intelectuales asumieron el ensayo político e histórico para expresar sus ideales libertarios. Ellos fueron los primeros ensayistas dominicanos que ejercieron el papel de intelectuales críticos de los problemas sociales y culturales de su tiempo, y que sentaron las bases teóricas del ensayo como expresión literaria y plataforma ideológica. A mediados del siglo xix, se cultivaron el periodismo, la poesía lírica y patriótica, el teatro, la oratoria y el género epistolar, pero el ensayo aún no había adoptado forma y extensión, ni dimensión autónoma. De modo que es un género tardío en el país, a pesar de que Michel de Montaigne lo creó en Francia, en el siglo xvi. Sólo se cultivaba, a través de la brevedad y la espontaneidad del diarismo. Surgen los periodistas-ensayistas, los abogados o políticos como Alejandro Angulo Guridi, César Nicolás Penson, Ulises Francisco Espaillat, Manuel de Jesús Galván, Pedro Francisco Bonó, Manuel de Jesús Peña y Reinoso, Eugenio Deschamps, Gregorio Luperón, Federico Henríquez y Carvajal, entre otros, quienes escribieron artículos políticos, de corte pe 139

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dagógico o doctrinario, en diarios como El Eco de la Opinión, El Duende, El Progreso, La Reforma, El Orden, La República, La Nación, El Oasis o El Porvenir. Algunos, de vertiente anexionista y pesimista, y otros, más conservadora. El más destacado de nuestros ensayistas de la postrimería del siglo xix será Federico García Godoy, autor de libros esenciales en el pensamiento dominicano como El derrumbe (1916), Perfiles y relieves (1907), La hora que pasa (1910) y Americanismo literario (1918). El otro gran cuentista, y también ensayista, es José Ramón López, autor de La alimentación y la raza, un ensayo de corte antropológico, y Francisco Moscoso Puello, autor de Cartas a Evelina (1941), y Américo Lugo, quien escribió El Estado dominicano ante el de­ recho público (1916) y El nacionalismo dominicano (1923). A mi modo de ver, Cartas a Evelina, que adopta la forma epistolar en boga, corresponde a una tipología de ensayos que representa una búsqueda de la identidad y la definición del ser nacional, como lo hicieron en América Latina, Samuel Ramos (Perfil del hombre y de la cultura en México, 1934), Octavio Paz (El laberinto de la soledad, 1950), Eduardo Mallea (Historia de una pasión argenti­ na, 1937), Ezequiel Martínez Estrada (Radiografía de la pampa, 1942), Domingo Faustino Sarmiento (Facundo o civilización y barbarie, 1845), Antonio Pedreira (Insuralismo, 1934), etcétera. SIGLO xx

Luego surge en la República Dominicana, durante la era de Trujillo, uno de los prosistas del ensayo más destacado del siglo xx: Manuel Arturo Peña Batlle, autor de La isla de la Tortuga (1951) o Historia de la cuestión fronteriza dominico-haitiana (1946). Le siguen Joaquín Balaguer con La isla al revés (1968), Juan Bosch, autor de Composición social dominicana (1970), Juan Isidro Jiménes Grullón, con La República Dominicana: una fic­ ción (1965), y Sociología política dominicana 1844-1966 (1966), cuyos ensayos oscilan entre las vertientes sociológica, histórica y política, respectivamente. Como se echa de ver, las líneas ideológicas del ensayo dominicano giran en torno a las cuestiones no tanto estéticas, sino sociológicas, tras la búsqueda por orillar en los territorios del ser social criollo, asumiendo una responsabilidad ética, desde el punto de vista intelectual. Durante la tiranía trujillista, el pensamiento intelectual se vio encapsulado en el marco del estrecho margen de las libertades públicas que permitió dicha era. Por tanto, los ensayistas de esa época, afectos al régimen (Balaguer, Peña CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Batlle, etcétera), pudieron ejercer su magisterio intelectual, pero supeditados al corsé de sus tentáculos, contrario a las posturas de los desafectos. Otros capitularon a sus designios y, cuando no, asumieron el autoexilio, como Juan Bosch o Pedro Mir; en cambio, otros desarrollaron sus obras creativas o ensayísticas, pagando con sus vidas, sus posturas ideológicas como Ramón Marrero Aristy y Andrés Francisco Requena. O los intelectuales extranjeros que combatieron al régimen desde el exterior, como Jesús de Galíndez o José Almoina, ambos asesinados por escribir libros contra Trujillo y su régimen. De modo que el ejercicio intelectual, desde la labor ensayística, estuvo marcado, como es lógico, por la censura o la autocensura, como lo fueron en todos los regímenes totalitarios de izquierda o de derecha. Joaquín Balaguer, Peña Batlle, José Ramón López y Moscoso Puello asumen, a su modo, la corriente ideológica y filosófica del pesimismo, que postula el origen de nuestro subdesarrollo en la incapacidad del dominicano para desarrollarse por sí mismo, dentro de un enfoque psicológico, tal y como lo denominó el propio López. En tanto que Bosch y Jiménez Grullón orillan, en su momento, las facetas histórica y sociológica, de corte marxista. Era natural, pues la influencia que ejerció el marxismo, como corriente ideológica y teoría social, en los intelectuales y pensadores latinoamericanos, fue de cardinal significación, incluso trascendió al ámbito académico. Gran parte del debate intelectual que caracterizó la hegemonía del discurso político, desde los años treinta hasta los años setenta, lo protagonizaron Bosch y Jimenes Grullón. Sin embargo, no dejaron un discipulado que continuara sus viejas querellas ideológicas, ya que sus debates estuvieron marcados, en cierto modo, por resentimientos personales, o por la vanidad típica del mundo intelectual. Jimenes Grullón, en su tentativa por articular una sociología política dominicana, diluyó su intelecto en polémicas estériles, y Bosch asumió el liderazgo político de dos partidos que fundó (uno en su exilio cubano, el PRD, en 1939, y el otro, el PLD, en 1973), abandonó la literatura de ficción, a su regreso tras un largo autoexilio, e incursionó en el ensayo histórico, sociológico, político y cultural hasta su muerte en 2001. La nacionalidad, la identidad y el problema migratorio serán los ejes temáticos que matizarán el centro de las reflexiones de nuestros ensayistas de los últimos treinta años. Los aspectos antropológicos, sociológicos e históricos constituirán las ideas que gravitarán sobre el ensayismo criollo. Dado que la tradición 141

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ensayística dominicana ha estado dominada por los historiadores y los abogados, no así por los escritores, desde luego, no acusa una voluntad de estilo, como lo hicieron, con gracia expresiva y brillo prosístico, Octavio Paz, Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Tomás Segovia, Carlos Fuentes, Eduardo Mallea, Mario Vargas Llosa, Ernesto Sábato, Tomás Eloy Martínez o Jorge Luis Borges, en el contexto del ensayismo hispanoamericano. En los años ochenta y noventa surgen en nuestro país Manuel Núñez, con El ocaso de la nación dominicana (1989); Andrés L. Mateo, con Mito y cultura en la era de Trujillo (1993); Federico Henríquez Gratereaux, con Un ciclón en una botella (1996) o La feria de las ideas (1984); Miguel Guerrero, con Enero de 1962: el despertar del pueblo dominicano (1988); Bernardo Vega Las frutas de los taínos (1997); Frank Moya Pons, con Historia del Caribe (2001), Manuel de Historia Dominicana (1978) o La dominación haitiana (1972); Juan Daniel Balcácer, con Trujillo: El tiranicidio de 1961 (2007); José Rafael Lantigua, en La conju­ ra del tiempo: memorias del hombre dominicano (1994); Mu-kien Sang Ben, con Una utopía inconclusa: Ulises Francisco Espaillat y el liberalismo dominicano del siglo xix (1997); Franklin Franco, con República Dominicana: clases, crisis y comandos (1996) y Ne­ gros, mulatos y la nación dominicana (1996); Juan José Ayuso, en Todo por Trujillo: fuerzas armadas y militares (2005); Roberto Cassá, con Los taínos de la Española (1974), Historia social y económica de la República Dominicana (1977); Ciriaco Landolfi, con Evolución cultural dominicana, 1844-1899 (1981); Víctor Grimaldi, en Los Estados Unidos en el derrocamiento de Trujillo (1985), entre otros. Todos ellos tienen en común el trasfondo histórico y el cultivo del análisis del pasado, a través del ensayo historiográfico, de los grandes temas del siglo xx, con voluntad de tratado, antes que de ensayo personal –en la acepción de Montaigne–. En Manuel Núñez hay una vocación de pensar nuestra historia, a la luz del pensamiento orteguiano, y aun spengleriano; en otros, sobresale la investigación periodística o la metodología histórica. En efecto, la nostalgia indigenista, el resentimiento del fantasma de Trujillo y su era, la paranoia inmigratoria de los haitianos o la reivindicación del ideal patriótico de los independentistas, han sido los polos que han permeado las ideas centrales del ensayismo dominicano del siglo xx. Por lo tanto, la relación histórica de odio-miedo entre los haitianos y los dominicanos, que entraña la esencia del destino nacional y la frontera, está determinada por la intervención y ocupación del lado este de la isla CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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en 1822, y su consecuente independencia dominicana, en 1844. Todo esto, sumado a la matanza de miles de haitianos en 1937 –llamada el «corte»–, durante la tiranía de Trujillo, conforma el cuerpo estructural del debate sociológico y político del ensayo histórico dominicano. Esos temas migratorios y de la frontera dominico-haitiana constituyen un manantial inagotable y, a la vez, una fuente en constante efervescencia, que avivan las preocupaciones intelectuales de nuestros ensayistas. Así pues, el antihaitianismo o el prohaitianismo, el prohispanismo o el antihispanismo, el nacionalismo o el antinacionalismo serán los ejes que atizarán el centro de gravedad del debate intelectual en esta media isla. Otros ensayistas encausarán sus estiletes a la era de Trujillo, en su tentativa por desentrañar los mitos y símbolos que le dieron sustento ideológico. Mientras algunos intelectuales postulan por un arquetipo de ensayo, que ahonda en el origen y la esencia del pasado precolombino y del descubrimiento, para profundizar en la vida y las costumbres de los taínos, otros optan por desentenderse un tanto del polémico tema de la colonización o la esclavitud, con sus secuelas y su impacto ideológico, con respecto a la discriminación, los derechos humanos, la identidad y el mestizaje. Vale decir, sus pros y sus contras, sus aristas y vertientes ideológicas y concepciones sobre diferentes aspectos de estos ejes temáticos. Lugar especial ameritan los grandes editorialistas, aquellos directores de diarios, cuya prosa y gracia estilística hicieron historia y marcaron un hito en el diarismo dominicano, por su concisión, elegancia y precisión, como Rafael Herrera, Germán Emilio Ornes, Freddy Gatón Arce o Rafael Molina Morillo. Salta a la vista, que el ensayo hispanoamericano tiene una gran deuda con el periodismo cultural. Desde José Martí y Rubén Darío, es decir, desde el modernismo, hasta Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, hasta desembocar en Octavio Paz, Mario Vargas Llosa, Jorge Edwards, Ernesto Sábato, Tomás Eloy Martínez o Sergio Ramírez. Es decir, desde los autores del «preboom» hasta los del boom y del «postboom», gran parte de nuestros autores (poetas o narradores) ejercieron el periodismo de opinión o cultural, en forma de combate o como crítica literaria, en los principales diarios y suplementos culturales de Hispanoamérica. Sin olvidar el magisterio desarrollado en España por Maeztu, Azorín, Pío Baroja, Unamuno, Ortega y Gasset, Feijoo, Cadalso, Jovellanos, Azaña, Américo Castro, Sánchez-Albornoz, Benjamín o Ganivet, cuyos libros son, en su mayoría, reuniones de conferencias, en 143

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sayos y artículos periodísticos. Es decir, que tanto la generación del 27 como la del 98, sus autores, a la par con la labor poética, también ejercieron el oficio intelectual, a través del ensayo o el periodismo cultural. Desde los maestros del género, uno de los fundadores del ensayo hispanoamericano es el humanista dominicano Pedro Henríquez Ureña –junto con Alfonso Reyes–, como lo expresa en Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1927), Las corrien­ tes literarias en la América Hispánica (1946) o Historia de la Cultura en la América Hispánica (1947). Le siguen, Max Henríquez Ureña, con Breve historia del modernismo (1964) y Camila Henríquez Ureña, en Invitación a la lectura (1954). Esta trilogía de hermanos, que, por su condición de humanistas, cultivaron temas literarios, filológicos y lingüísticos, con gran eficacia y voluntad ecuménica. De los continuadores de la tradición, en los años sesenta, están Antonio Fernández Spencer, autor de Caminando por la literatura hispánica (1964) y A orillas del filosofar (1960); Carlos Esteban Deive (de origen gallego), en Tendencias de la novela contemporánea (1963) y Magia y vudú en Santo Domingo (1975); Marcio Veloz Maggiolo, con Cultura, teatro y relatos en Santo Domingo (1972), Arqueología prehistórica de Santo Domingo (1972) y Panorama histórico del Caribe precolombino (1991), entre otros. Así pues, la antropología, la filosofía y la historia serán los cauces temáticos que abordarán estos investigadores, cuyas obsesiones intelectuales se decantaron por la negritud, el indigenismo, el mestizaje y la esclavitud, en el proceso de conformación y configuración de la cultura dominicana. En los años setenta y ochenta aparecen Bruno Rosario Candelier, con Lo culto y lo popular en la poesía dominicana (1977), La imaginación insular (1984), La creación mito poética (1987) y Tendencias de la novela dominicana (1988); Manuel Matos Moquete, en La cultura de la lengua (1986) y El discurso teórico en la literatura de América Hispana (1992); José Alcántara Almánzar, con Estudios de poesía dominicana (1979); Manuel Núñez, con El ocaso de la nación dominicana (1989); Miguel Aníbal Perdomo, en La cultura del Caribe en la narrativa de Gabriel García Márquez (2007) y Ensayos al vapor (2015); Soledad Álvarez, con La magna patria de Pedro Henríquez Ureña (1981) y De primera intención: ensayos y comentarios sobre literatura (2009); Enriquillo Sánchez, con El terror como espectáculo (2002); Luis O. Brea Franco, en La modernidad como problema (2007) o Claves para CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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una lectura de Nietzsche (2003). Como se observa, muchos ensayos provienen del mundo académico americano, es decir, de autores formados en las academias de Estados Unidos o Puerto Rico, España o Francia. Algunos conjugan la crítica académica con la periodística, o el ensayo con la crítica literaria. Otros combinan el oficio de ensayista con el de poeta, novelista o cuentista. Están los que reúnen sus artículos periodísticos en un volumen de ensayo y lo publican. De los ensayistas que cultivan la crítica literaria, con más constancia y eficacia en el diarismo local, o en libro, mención especial ameritan Miguel Ángel Fornerín, Bruno Rosario Candelier, Diógenes Céspedes, José Rafael Lantigua y Plinio Chahín. DEL 2000 HASTA EL PRESENTE

En las décadas del 2000, surgen Néstor Rodríguez, autor de Es­ critura de desencuentro en la República Dominicana (2005); Eugenio García Cuevas, con Poesía dominicana moderna del siglo xx en los contextos internacionales (2011); Miguel Ángel Fornerín, con Ensayos sobre literatura puertorriqueña y dominicana (2004); Pura Emeterio Rondón, autora de Narrativas dominica­ na y haitiana (2007); Franklin Gutiérrez, autor de Enriquillo: radiografía de un héroe galvaniano (1999); Odalís G. Pérez, con La ideología rota (2002); Fernando Valerio Holguín, autor de Presencia de Trujillo en la narrativa contemporánea (2006), Ba­ nalidad posmoderna: ensayos sobre la identidad cultural latinoa­ mericana (2006) o El bolero literario en Latinoamérica (2008); Plinio Chahín con (¿Literatura sin lenguaje? Escritos sobre el si­ lencio y otros textos (2005) y Pensar las formas (2018); José Mármol, autor de Las pestes del lenguaje y otros ensayos (2004), La poética del pensar y la Generación de los ochenta (2007); Miguel de Mena, en Iglesia, espacio y poder: Santo Domingo 1498-1521 (2007); Basilio Belliard, autor de Soberanía de la pasión (2012), El imperio de la intuición (2013), Octavio Paz o la búsqueda del presente (2019) y Ritual de las ideas (2019); Fernando Cabrera, con Utopía y modernidad: poesía finisecular dominicana (2008) y Ser poético: ensayos sobre poesía dominicana contemporánea (2012); Guillermo Piña Contreras, autor de Enriquillo: el texto y la historia (1985) y Juan Bosch, político a su pesar (2019). Igualmente, en este nuevo siglo, como cultores del género, se destacan Néstor Rodríguez, Jochy Herrera, Miguel Collado, Nan Chevalier, Máximo Vega, Fidel Munnigh, Juan Carlos Mieses, Avelino Stanley, José Báez Guerrero, René Rodríguez Soriano, Manuel 145

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García Cartagena, Diógenes Abreu, Andrés Merejo, Esteban Torres, entre otros. El ensayo de los últimos veinte años acusa otros desafíos y vertientes expresivas; también recibe los influjos del mundo académico americano o europeo. Acaso su centro reflexivo se expande a otros ámbitos e intereses temáticos. Confluyen ensayistas de generaciones anteriores, o poetas y narradores que incursionan en el ensayismo, tardíamente. Convergen pues en la novela y la poesía, sus teorizaciones y críticas, y el interés de sus cultores o autores de ficción por cultivar el ensayo con más conciencia del oficio. Otro rasgo que aparece es la irrupción de académicos y ensayistas de la diáspora dominicana de Nueva York, que desarrollan una concepción de su vida de inmigrantes o diaspórica, en relación al país de origen, desde la errancia y el desarraigo existencial, que entraña su estatus de exilio o autoexilio, con polémicos ensayos. A esa tribu pertenecen autores como Silvio Torres Saillant, autor de El retorno de las yolas (1999) o Diógenes Abreu, con Sin haitianidad no hay dominicanidad (2013); de igual modo, Néstor Rodríguez, Franklin Gutiérrez, Esteban Torres, Keiselym Montás, Ramona Hernández, entre otros. Igualmente, historiadores que articulan un discurso ensayístico desde una filosofía de la historia, matizada por una visión crítica y autocrítica de la historiografía tradicional. Mención especial experimenta el ensayo de estirpe filosófica, que los académicos surgidos de la Escuela de Filosofía de la Universidad Autónoma de Santo Domingo –algunos de los cuales han obtenido el Premio Nacional de Ensayo, con sus tesis–, como Rafael Morla, Alejandro Arvelo, Andrés Merejo, Ramón Leonardo Díaz, Edickson Minaya, Dustin Muñoz, Julio Minaya, Domingo de los Santos y Roque Santos, quienes han venido desarrollando una obra ensayística, desde las vertientes de la filosofía de la historia, de la ciencia, del arte y de la tecnología. Como se ve, el ensayo ha adoptado nuevos bríos y empuje, tanto desde el ámbito académico como no académico, y tanto en autores citadinos como de nuestra diáspora o de provincias. Algunos han desarrollado su faceta de ensayistas tardíamente, y otros, de modo esporádico o constante. Sin embargo, no se vislumbra una generación de ensayistas puros, sino que provienen del ejercicio del ensayo de autores de ficciones y de poesía, es decir, de narradores y poetas, que conjugan la creación y el pensamiento y, por tanto, no poseen una estricta teoría del ensayo. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Los caminos del ensayo escrito en Santo Domingo dan las pautas para la comprensión de los derroteros del pensamiento dominicano, cuya práctica intelectual tiene sus precursores egregios, sus representantes conspicuos y sus continuadores actuales. Como prosa de no ficción y literatura de ideas, el ensayo tiene una vocación persuasiva que, en ocasiones, apunta al adoctrinamiento, la exposición de ideas o a la confesión. El ensayista usa la inteligencia y fantasea con ella: cultiva la prosa desde la conceptualización poética y hace que la razón cante. Por su libertad expresiva, el ensayo cumple una función estética en el uso del lenguaje literario, donde sobresalen la imaginación y la sensibilidad. TEORÍA DEL ENSAYO

El ensayo adquiere profesión de fe y vocación crítica, y sólo así se afirmará en centro del destino intelectual de la sociedad y de una nación. Esto acontece con el ensayo propiamente dicho, no con el tratado, que es el ideal del científico con vocación de agotar el tema y cerrar la discusión. El ensayo no ha de ser tajante ni concluyente ni ortodoxo, sino abierto y heterodoxo, con voluntad de estilo e imaginación creadora, donde las ideas circulen de modo dinámico, móvil y sin ataduras estéticas ni ideológicas. Ha de partir del pensamiento, la imaginación y la creatividad, con gracia expresiva y soltura estilística. El ensayo no funda un universo conceptual cerrado, sino abierto, ni apunta a ser radical o reduccionista. Se niega a la totalidad para insertarse en la parcialidad. Rompe la dinámica de la unidad. Se libera de las leyes de la ciencia. Es un viaje no de la historia sino de las ideas, donde la argumentación protagoniza su discurrir. Merodea la verdad, no la busca, ni pretende hacerlo; al contrario, se funda en la especulación y la divagación, la errancia del significado y la reflexión conceptual. La filosofía del ensayo se funda en la aproximación, y su objeto es siempre una hipótesis descentrada. La lógica interna del ensayo es porosa e indeterminada; sus campos de fuerzas son relativos. Según Adorno, el ensayo es forma, pero una forma literaria siempre crítica. Más bien, el ensayo siempre es la forma en que se manifiesta la crítica literaria, social o cultural. Como forma de conocimiento, el ensayo adopta, asimismo, una estrategia discursiva en que se fundamenta su voluntad de persuasión. En efecto, el ensayo tendrá siempre un carácter de provisionalidad de sus propuestas conceptuales. Como se observa, estos ensayistas, de fines de siglo y del nuevo milenio, han llevado a cabo una labor como críticos lite 147

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rarios, articulistas o cronistas de libros. Surgen los poetas- ensayistas y los narradores-ensayistas, que difunden sus ideas a través de la crítica literaria, la crítica de arte y la crítica cultural. En oposición a los ensayistas de la primera mitad del siglo xx, que eran predominantemente cultores de temas históricos, jurídicos y sociológicos, en la segunda mitad, en la postrimería del siglo, y en los inicios del siglo xxi, el ensayo adquiere perfiles más literarios. Da un giro epistemológico y temático, y será cultivado no sólo por los historiadores y abogados –como lo fue en sus inicios–, sino por poetas, narradores, antropólogos, sociólogos y lingüistas, lo que habla de una buena salud de este género portador de ideas. Mención especial ameritan, para el cultivo, empuje y difusión del ensayo, los concursos y premios anuales de ensayos, como el premio de ensayo «Pedro Henríquez Ureña» del Ministerio de Cultura y el premio de ensayo «Pedro Francisco Bonó» de la Fundación Global Democracia y Desarrollo (Funglode), que han jugado un rol estelar en la práctica del mismo. Constituyen pues un estímulo para la investigación y la escritura del ensayo. El ensayo en nuestro país tiene dos cauces: el ensayo no académico, que se practica en el ámbito del periodismo cultural, a través de revistas y suplementos culturales; y el ensayo académico, que se cultiva en el ámbito universitario, a través de tesis de grados y artículos indexados. En un país letrado, donde la crítica literaria domina el discurso del ensayo literario, la práctica del ensayo como género de no ficción va a la saga de la novela, la poesía y el cuento. Salta a la vista, que lo que más se lee en nuestro país es la novela y el ensayo histórico-político, y lo que menos se lee es el teatro y la poesía, aunque lo que más se escribe es la poesía. Los temas ideales del ensayo histórico dominicano actual son: la era de Trujillo, la revolución de abril de 1965, el tema haitiano, la Iglesia Católica y los padres de la patria. Esos temas despiertan el morbo y la fascinación de los lectores nacionales y extranjeros. De ahí que los ensayos históricos, políticos y sociológicos han sido los más apreciados y visitados. No así el ensayo filosófico, a pesar de haber tenido nosotros a un gran filósofo como Andrés Avelino. En cambio, el ensayo literario se reduce a una minoría de lectores, estudiantes, escritores o autores interesados en conocer o difundir la vida y la obra de los escritores y poetas dominicanos, un movimiento o generación literaria, tendencia o época. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Nuestra tradición literaria ha estado matizada por las generaciones de poetas o narradores, no así de ensayistas. Ni el vedrinismo, ni el postumismo (con la excepción de Andrés Avelino), ni la poesía sorprendida (con la excepción de Manuel Rueda, Antonio Fernández Spencer, Mariano Lebrón Saviñón y Aída Cartagena Portalatín), ni los cuarentayochistas (con la excepción de Lupo Hernández Rueda y Abelardo Vicioso) han cultivado el ensayo con pasión y constancia. Todas han sido generaciones y promociones de poetas. En la generación del sesenta, encontramos a Marcio Veloz Maggiolo, Ramón Francisco, Jeannette Miller, Manuel Mora Serrano y Carlos Esteban Deive. En la generación de postguerra, tenemos a Enriquillo Sánchez, Soledad Álvarez, José Molinaza, Miguel Aníbal Perdomo, Mateo Morrison, Tony Raful y Andrés L. Mateo. En los ochenta, están Plinio Chahín, José Mármol, César Zapata, G. C. Manuel, Miguel de Mena, Ángela Hernández o Miguel Collado (con el ensayo bibliográfico). En tanto que la generación denominada los «independientes del 40», de los cuatro, tres fueron, además de poetas y narradores, ensayistas, como Pedro Mir, Héctor Inchaustegui Cabral y Tomás Hernández Franco. Algunos tardíamente, y otros de modo paralelo a su obra poética. En la década de los noventa, se destacan Basilio Belliard, Nan Chevalier, Eugenio García Cuevas, Fernando Cabrera, Juan Gelabert, Eloy Alberto Tejeda, Máximo Vega, Darío Tejeda, Néstor Rodríguez, entre otros. De los ensayistas, los cultores del ensayo histórico, es decir, los historiadores, han sostenido una producción textual más consistente y vasta como Bernardo Vega, Frank Moya Pons, Roberto Cassá, Franklin Franco, Mu Kien Sang Ben, Jaime de Jesús Domínguez, Orlando Inoa, José Báez Guerrero, Edwin Espinal, Juan Daniel Balcácer o Fernando Pérez Memén. El ensayo antropológico y arqueológico ha tenido sus representes egregios con Carlos Esteban Deive, Marcio Veloz Maggiolo, Dagoberto Tejeda, Carlos Andújar, Manuel García Arévalo, Mariano Lebrón Saviñón, Flérida de Nolasco, Dato Pagán Perdomo, Elpidio Ortega o José Guerrero, por sus aportes a la investigación etnomusical o a la antropología cultural y social. O el ensayo sociológico, con Silvio Torres Saillant, José del Castillo, Wilfredo Lozano o Rubén Silié. El ensayo lingüístico y filológico también tiene sus exponentes en Orlando Alba, Rafael Núñez Cedeño, Carlisle González, Celso Benavides, Bartolo García Molina y Manuel Matos Moquete. En tanto que el ensayo estrictamente crítico-literario alcanza en Bruno Rosario Candelier, desde una vertiente es 149

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tilística, cotes de constancia suprema, por la vastedad de su obra crítica. En cuanto que, en Diógenes Céspedes, Odalís G. Pérez, José Alcántara Almánzar, Miguel Ángel Fornerín o José Rafael Lantigua, también adopta, en sus respectivas vertientes críticas, expresión de persistencia y eficacia, en sus manifestaciones estructuralistas, semióticas, sociológicas, estilísticas o periodísticas. El ensayo que trata de la historia intelectual, la historia literaria, la historia del arte o la historia de la cultura (en Mariano Lebrón Saviñón, Emilio Rodríguez Demorizi, Max y Pedro Henríquez Ureña, María Ugarte, Manuel Mora Serrano, Jeannette Miller), también tiene sus exponentes. Algunos ensayos literarios aparecen como prólogos, prefacios o estudios introductorios a antologías de poesía o de cuento, donde se definen épocas, corrientes, géneros, movimientos, estilos o tendencias. De modo pues, que, en muchas antologías literarias, hay enjundiosos ensayos, como el de Antonio Fernández Spencer en Nueva poesía dominicana (1953); el de Pedro Peix en La narrativa yugulada (1981); el de José Alcántara Almánzar en la Antología mayor de la literatura dominicana. Siglos xix y xx (1997); el de Basilio Belliard en La espiral sonora: antología del poema en prosa en Santo Domingo 1900-2000 (2002); o el ensayo de Jenny Montero a la La cuentís­ tica dominicana (2018). Dentro de la tradición del ensayo dominicano, sobresalen también los prosistas-historiadores, es decir, aquellos historiadores-ensayistas de estilo literario como Manuel Arturo Peña Batlle, Emilio Rodríguez Demorizi, Pedro Mir, José Miguel Soto Jiménez, Hugo Tolentino Dipp o Frank Moya Pons. No pocos de nuestros ensayistas han contribuido a perfilar el pensamiento dominicano de los siglos xix y xx, desde el punto de vista de su evolución, devenir, características, orientaciones y aspectos en la formación de la sociedad dominicana, o sea, a la definición de la dominicanidad. Mención señera ameritan los curas-ensayistas como José Luis Sáez, José Arnaiz, Pablo Mella, Vicente Rubio, Manuel Maza, Antonio Lluberes, entre otros, quienes se alimentan de una tradición de sacerdotes-historiadores, oradores o escritores, desde Fernando Arturo de Meriño y Adolfo Alejandro Nouel, hasta el presente. El ensayo en la República Dominicana tiene su origen en el siglo xix, pero alcanza su mediodía durante todo el siglo xx. Sus autores, temas y propuestas ideológicas o filosóficas, sociológicas o históricas, adoptan ribetes y matices que bordean la cultura y CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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la lengua, la nación y la ciudadanía, la identidad y la dominicanidad. Así pues, en la postrimería del siglo xx y en el alba del siglo xxi, sus cultores y exponentes orillan vertientes vinculadas a la inmigración, la identidad, el medioambiente y el racismo, fenómenos relacionados a la realidad de nuestra frontera con la vecina nación de Haití. Esas aristas tocan aspectos sociológicos, históricos y políticos. Más allá de estos derroteros del ensayo dominicano, los temas educativos, que bordean la raíz pedagógica de esta expresión literaria, lo teológico, lo filosófico, lo antropológico, lo filológico y lo lingüístico, no acusan los mismos niveles de profundidad y desarrollo. En la mayoría de los casos, el ensayo que se cultiva y practica en el país se sitúa en la tradición del ensayo personal, fundado por Michel de Montaigne, en Francia, hacia 1580, y que se expandió a Gran Bretaña con Francis Bacon. De modo que el ensayo dominicano ha estado más influido y dominado por el periodismo cultural y de opinión; es decir: por un ensayo no académico, en virtud del escaso influjo que ejerce el mundo académico en el devenir social, intelectual y cultural en el resto de la ciudadanía, y en el debate de las ideas. Así pues, el centro de gravedad del diálogo ideológico y los campos de fuerzas que han predominado en el ejercicio intelectual en el país han estado matizados por la libertad expresiva, metodológica y temática. Y esta realidad cultural también ha influido en los perfiles imaginativos y creativos de la práctica del ensayo, en el mundo intelectual y cultural de la República Dominicana. En efecto, el ensayo dominicano ha sido cultivado por ensayistas a secas y, en la mayoría de los casos, por poetas y narradores, no así por dramaturgos. Desde Pedro Henríquez Ureña, Federico García Godoy y Max Henríquez Ureña, pasando por Joaquín Balaguer, Juan Bosch y Juan Isidro Jiménez Grullón, Américo Lugo y Manuel Arturo Peña Batlle, hasta Federico Henríquez Gratereaux, Manuel Núñez o Manuel Matos Moquete, el ensayo, como género literario, ha tenido sus maestros y sus epígonos. Desde el ensayo histórico hasta el ensayo sociológico y el ensayo literario, este género ha representado el centro de gravedad del debate de las ideas, que han perfilado el curso de la vida intelectual dominicana, a lo largo del siglo xx y de lo que va del xxi. Como se echa de ver, el ensayo periodístico, que se cultiva en los diarios y las revistas o suplementos culturales, ha tenido gran presencia en la expresión del pensamiento crítico, aunque, en los últimos veinte años, la mayoría de estos diarios han desaparecido, sólo quedan dos de circulación sabatina, y una revista, 151

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fenómeno que es consustancial al espíritu de estos tiempos, avasallado por la tecnología y el mundo digital o los medios virtuales. Cabe destacar a José Rafael Lantigua (creador de una escuela de periodismo cultural con el suplemento Biblioteca, por veinte años), Diógenes Céspedes, Miguel Ángel Fornerín, Enriquillo Sánchez, Plinio Chahín, Pedro Delgado Malagón, Mu Kien Sang Ben, Eugenio García Cuevas, Pedro Conde Sturla, José del Castillo, Aníbal de Castro, Miguel Guerrero, Jochy Herrera, Basilio Belliard, Fidel Munnigh, José Mármol, José Luis Taveras, Andrés L. Mateo, Guillermo Piña Contreras, entre otros, ya sea en diarios impresos o digitales. O en artículos de opinión o reseñas de libros. O como crítica de arte, en diarios o en monografías, en las plumas de Marianne de Tolentino, Carlos Francisco Elías, León David, Amable López Meléndez, Abil Peralta Agüero, Jeannette Miller, Efraím Castillo, Danilo de los Santos, León David, o Myrna Guerrero. O la crítica musical, en Catana Pérez de Cuello; y teatral y danzaría, en Carmen Heredia de Guerrero. En el marco de la crítica periodística –que adopta la expresión del periodismo literario, a eso que se le suele llamar «crítica práctica», una forma de la pasión del análisis, la interpretación de textos literarios y de la recensión de libros, de los suplementos culturales–, ésta se muestra alejada de un método crítico determinado y de una corriente teórica específica. En las páginas del diarismo dominicano, el vacío dejado por Enriquillo Sánchez es proverbial, en razón de que le inyectó imaginación, pasión, libertad expresiva y gracia estilística al artículo de opinión, con sus temas filosóficos, sociológicos o literarios. Sánchez fundó una escuela de periodismo literario, cuyos continuadores son Andrés L. Mateo, Pedro Delgado Malagón, José Rafael Lantigua y Plinio Chahín, por la profundidad, la cultura, la imaginación y la expresividad estilística. Sin duda, la historia del ensayo hispánico tiene una gran deuda con el periodismo cultural. Basta pensar en José Martí y Rubén Darío, desde fines del siglo xix, y desde el movimiento modernista, hasta el periodismo literario y la crítica, desarrollado en las páginas de suplementos literarios en diarios de Argentina, Uruguay, Cuba, Chile, Colombia, México, España o Venezuela, y en revistas icónicas como Orígenes, Sur, Cuadernos Hispanoa­ mericanos, Cuadernos Americanos, Revista Crítica Moderna, La Torre, El hijo Pródigo, Casa de las Américas, Barandal, Plural, Vuelta, Letras Libres, etcétera. Ese ejercicio periodístico, como oficio remunerado de la época, supuso un impulso combativo CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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que le imprimió belleza expresiva al artículo de opinión y a la crónica periodística. Son proverbiales las crónicas y artículos de Martí y Darío, que hoy conforman sus obras completas, y que representan la memoria, el testimonio y la radiografía de su época. O las páginas memorables de precursores como Andrés Bello, Juan Montalvo o José Enrique Rodó. Así pues, el artículo breve, de matiz periodístico, tiene sus raíces históricas, sociales o políticas y, en algunos casos, busca los perfiles de la dominicanidad, en la historia del ensayismo dominicano. No pocos ensayos dialogan con la erudición o el academicismo, el periodismo culto o el artículo de aliento poético. En síntesis, nuestra tradición ensayística ha bebido en las fuentes no tanto del ensayo francés, inglés, norteamericano o alemán, sino, y como es natural, en el ensayo hispánico, de herencia orteguiana. Las influencias de Alfonso Reyes o Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos, José Enrique Rodó, Octavio Paz o José Lezama Lima han sido más débiles que las de José Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno, es decir, las generaciones del 98 y del 14. También ha adolecido de teóricos o historiadores del género como Liliana Weinberg, José Miguel Oviedo, Enrique Anderson Imbert o John Skirius, Dante Salgado o Juan Marichal, amén de que hemos tenido a un maestro de América como Pedro Henríquez, pero cuyo apostolado no influyó tanto, en virtud de que su obra fue publicada en su totalidad en el extranjero, en su errancia intelectual por Cuba, México, Argentina, España y Estados Unidos; es decir, a que vivió muy poco en su patria dominicana. Por tal razón, no creó un discipulado, en vista de su autoexilio durante la era de Trujillo. Es curioso, que un ensayista llamado a continuar su legado, como Antonio Fernández Spencer, a su regreso de España en los años cuarenta –donde obtuvo los prestigiosos premios Leopoldo Panero y Adonáis de poesía, y obtenido un doctorado en Filosofía–, no haya creado epígonos egregios. En la actualidad, el ensayo, en tanto género de madurez como la novela, aguarda su proyección internacional y su expansión, su robustez y su profundidad. Su desafío se inserta entre su vocación de universalidad o localismo, o su cultivo fuera de los muros académicos. Como los jóvenes siempre inician sus andaduras letradas por la poesía o el cuento, el ensayo espera de las últimas promociones literarias, sus expresiones más ilustres y espléndidas, así como su inserción en el orbe del Caribe hispánico y latinoamericano. 153

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CONCLUSIONES

El ensayo, como vehículo de expresión de la crítica, determina la modernidad: funciona como escuela de las ideas y del pensamiento, en todas sus manifestaciones literarias. En tanto expresión indagatoria de la sociedad y del mundo, más que una interrogación, es una afirmación, siempre provisional, de su autor. Visión del mundo y concepción de la naturaleza, en su esencia y devenir, el ensayo se inserta en la modernidad, como su seña de identidad. Desde Montaigne hasta los ilustrados, desde Walter Benjamín y Adorno, hasta Ortega y Gasset y Octavio Paz, el ensayo ilumina el pensamiento de todo espíritu intelectual. Con vocación de universalidad y voluntad de estilo, su cultivo y escritura irradia la sociedad en toda su travesía histórica. Así pues, el ensayo literario define sus perfiles como expresión verbal y punto de vista del mundo, que encarna el espíritu de una época, desde una perspectiva problematizadora del lenguaje escrito y del pensamiento filosófico. En tanto depositario de un legado estilístico, funda una tradición, en la memoria histórica del decurso de las ideas, en el mundo occidental. Desde el Discurso del método o el Manifiesto comunista, no importa su extensión ni su complejidad, como se ve, los grandes libros que han contribuido al debate de las ideas y sacudido las conciencias de generaciones de hombres, y transformado el paisaje del pensamiento de la humanidad, lo han hecho a través del ensayo. Sin postular una voluntad doctrinaria ni un ideal estético, esta forma expresiva, que tampoco persigue, en su naturaleza, fundar sistemas ideológicos con espíritu epistemológico –como el tratado–, se revela en un ejercicio de autocrítica y autoconciencia, en su praxis. En efecto, en el ensayo convergen y cohabitan, en gran medida, el ejercicio del pensamiento libre, la gracia y el rigor crítico. El ensayo siempre educa, aunque su autor no se lo proponga, pues es siempre didáctico y moralizante. El origen del pensamiento hispanoamericano se remonta a los independentistas y se afianza con los modernistas –o acaso tenga su prehistoria en los cronistas de indias–; se interna en la poesía y la narrativa, pero es en el ensayo donde halla expresión natural y propia. Unidad, coherencia y transparencia, el ensayo aspira a lograr una síntesis argumentativa, desde la claridad y la elegancia. Su materia prima es infinita, es decir, sus temas. Y siempre estará impulsado por la personalidad del ensayista, que le imprime su color y su énfasis peculiar. El tema será, así, un pretexto para la elucubración y la especulación en el arte del ensayo, que puede ir de lo intrascenCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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dente a lo trascendente, de la memoria al presente. Por la hibridez de su naturaleza, el ensayo participa, en su exposición de las ideas –por la flexibilidad y elasticidad de su forma–, de lo didáctico y lo persuasivo. El gran ensayista aspira al habla, a que el estilo de su prosa adquiera la condición de la oralidad. De ahí que no hay un método ni una forma cerrada y única para la creación del ensayo. Huye de la ampulosidad y la retórica vacía. La cortesía del buen ensayista está en la claridad, como diría Ortega y Gasset. El arte del ensayista reside, por consiguiente, en la profundidad clara, la eficacia expresiva, la flexibilidad, la ingeniosidad, la gracia formal, la intensidad, el sentido del humor y el tono poético que debe imprimirle. Según el gran pensador de nuestra lengua, José Ortega y Gasset: «el ensayo es la ciencia, menos la prueba explícita». El cultivo del arte del ensayo literario semeja el arte del equilibrista, pues debe conciliar imagen y concepto, poesía y filosofía. Los múltiples tonos y temas del ensayo le aseguran una naturaleza elástica y un universo referencial, donde se cuecen y condimentan las ideas, y en la que se avivan –o atizan– los debates intelectuales de una época. El ensayista contempla el mundo, especula su entorno, medita su interioridad, y se asombra de las maravillas de las cosas para nutrir su intelecto de ideas, que le servirán de marco teórico de su proyecto ideológico, filosófico o estético. El ensayo aspira, de modo supremo, a la condición del poema en prosa, como quería Baudelaire que fuera la crítica de arte. Pensador o científico, el ensayista es un escritor, nunca un tratadista, que intenta comunicarse con el lector y la posteridad, poseído de gran cultura, inquieto, sensible al saber y próximo al mundo espiritual. Así pues, el ensayo no agota sus potencialidades argumentativas, a pesar de que es un género de no ficción; es una perpetua indagatoria reflexiva, que busca desentrañar los misterios y símbolos de la naturaleza, la sociedad y el espíritu humano. El ensayista anhela transfigurar lo dado, la circunstancia y lo actual. Su gran desafío consiste en la búsqueda de universalidad y trascendencia. El ensayo navega en el territorio de las ideas tras la búsqueda de la estética y la lógica del mundo. Si bien se concibe como «literatura de ideas», no menos cierto es que mora en los reinos de la fantasía, la duda y la poesía. El ensayo habita en equilibrio entre la objetividad y la subjetividad, la emoción y el intelecto. Es literatura aplicada; interdisciplinario por su naturaleza y esencia, aspira más a la creación y la sabiduría que a la erudición. El ensayista no demuestra, sino que interpreta la realidad, sin postular verdades apodícticas ni dogmáticas. En 155

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su origen montaigneano, el ensayo es una aventura personal del pensamiento filosófico, digresivo y especulativo, escrito sin plan previo: la duda y la perplejidad le sirven de estilo creador. Octavio Paz, en un ensayo sobre Ortega y Gasset, afirma: El ensayista tiene que ser diverso, penetrante, agudo, novedoso y dominar el arte difícil de los puntos suspensivos. No agota su tema, no compila ni sistematiza: explora. Si cede a la tentación de ser categórico, como tantas veces le ocurrió a Ortega y Gasset, debe entonces introducir en que dice unas gotas de dudas, una reserva. La proa del ensayo fluye viva, nunca en línea recta, equidistante siempre de los dos extremos que, sin cesar, le acechan: el tratado y el aforismo. Dos formas de la congelación. En el mapa de la nueva ensayística dominicana, un conjunto de autores, que cultiva a la par la narrativa o la poesía, ha apostado por asumir un discurso heterodoxo, plural y abierto, al margen de los preceptos de determinadas corrientes críticas, prohijadas por el mundo académico. O herederas de teorías literarias ortodoxas, que conforman una tribu de lectores, liquidadores de esas tendencias reduccionistas y maniqueas. Los mismos abogan por una crítica creadora, que persigue darle un giro no epistemológico al ensayo crítico, sino inyectarle pasión, sensibilidad e imaginación. Otros temas e inquietudes sirven de espejo de otras indagatorias, desde una vertiente creadora, antes que desde una óptica investigativa. En efecto, los intereses intelectuales amplían su abanico y el radio de acción de sus contenidos como espacio de conocimiento. La práctica del ensayo en Santo Domingo perfila un registro, un archivo y un catálogo de nombres, temas y obras, que determinan un proceso intelectual del pensamiento en su trayectoria. Los fenómenos del lenguaje y las cuestiones filosóficas se convierten en el centro de gravedad del universo intelectual de no pocos ensayistas del presente, quienes se forjaron, en cierto modo, en las fuentes de los manantiales de las corrientes teóricas y filosóficas francesas, o, cuando no, hispánicas. El gran desafío consiste en encontrar «una expresión propia», como diría Plinio Chahín, y como lo presagió el humanista dominicano Pedro Henríquez Ureña, ese precursor del ensayo del continente mestizo. Así pues, el horizonte que augura, como expectativa de transformación el pensamiento ensayístico en las letras criollas, habrá de perfilarse en medio de los avatares de nuestra tradición, desde una estética visionaria y trans-ideológica. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Desde la búsqueda de un método de expresión hasta la necesidad de crear una plataforma ideológica, el ensayo dominicano ha merodeado entre una corriente academicista, supeditado a un método crítico, hasta una vertiente antiacadémica, que postula por una libertad formal, abierta a las formaciones discursivas. De modo, pues, que la historia y la filosofía encaran su protagonismo, en el contexto de las ideas, más allá de lo social y lo estético. Y desde la óptica de la responsabilidad intelectual, en el terreno del pensamiento y de la historia de la cultura, en tiempos de globalización y de mundialización.

BIBLIOGRAFÍA · Alcántara Almánzar, José. Dos siglos de literatura dominicana (siglos xix y xx, prosa). Secretaría de Estado de Educación Bellas Artes y Cultos, Colección Sesquicenterario de la Independencia Nacional, Santo Domingo, 1996.

· Gutiérrez, Franklin. Diccionario de la literatura dominicana. Biobibliográfico y terminológico, Ediciones de Cultura, Santo Domingo, 2010.

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Yuri Herrera:

«Aspiro a que cada texto hable interminablemente con un número limitado de palabras» Por Carmen de Eusebio


► Fotografía: © Tori Bush


Yuri Herrera (Actopan, México, 1970) es escritor, editor y profesor en la Universidad de Tulane (Nueva Orleans). Ha escrito ensayo, cuentos, literatura infantil y narrativa. Trabajos del reino (2003), su primera novela, fue galardonada con el premio Binancional de Novela Border of Words (2003) y el premio «Otras Voces, Otros Ámbitos» a la mejor novela en castellano de ese año. A ésta le han seguido, Señales que precederán el fin del mundo (2009); La transmigración de los cuerpos (2013); El incendio de la mina El Bordo (no ficción, 2018) y Diez Planetas (cuentos, 2019). Todas ellas publicadas en Periférica. Su obra novelística se ha traducido a diez idiomas y fue reconocida en Alemania con el premio Anna-Seghers en el 2016.

Diez planetas es un libro de ciencia ficción muy distinto de los que ha publicado anteriormente. ¿Cuál es su idea en la narrativa con el estatuto de la ficción? Diría que es distinto a como han sido leídos, pero la ciencia ficción ha sido una de mis influencias más importantes desde que comencé a escribir. Hay algo que he tratado de aprender del género que creo que puede hallarse en los otros libros: el extrañamiento frente al mundo, concebir al lenguaje, aun cuando sea el mismo que han usado generaciones anteriores, como la herramienta para crear objetos nuevos para el lector; la idea de que cada personaje es tan extraordinario como un marciano, que cada situación precisa su propio planeta, y que cada amanecer debe ser visto con la fascinación con la que contemplamos las estrellas. Aunque son cuentos donde los personajes son inverosímiles y los lugares que habitan son ajenos a la realidad, no nos distraen los temas, que son los que explora en anteriores obras suyas. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

¿Cómo trabaja con esos dos planos en principio tan distantes? Yo espero que sí sean verosímiles, no tienen que ser creíbles para ser verosímiles; justamente la verosimilitud no tiene que ver con que un hecho o un personaje sean probables, sino con la consistencia del mundo en el que se encuentran. Supongo que ése es el camino, encontrar maneras de que cada plano sea efectivamente una necesidad para la historia, para la sensibilidad de los personajes, para el escenario. Historia, escenario, personajes, todas estas son cosas que diferenciamos artificialmente, pero que si suceden simultáneamente en el texto la ficción es verosímil. En Trabajos del reino el protagonista es un cantante de corridos que encuentra la posibilidad de una existencia más digna sirviendo al jefe del narco (el «Rey»), convirtiéndose en artista. Makina es la protagonista de Señales que precederán al fin del mundo, ella sale de su pueblo para buscar a su hermano, «El Terrícola»

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o «Los Objetos», y otros relatos de Diez Planetas se mueven en el mismo terreno de misterio, soledad, marginalidad, pero vistos desde enfoques distintos. ¿Podríamos acercarnos a su ficción entendiéndola como metáfora? Prefiero no proveer de instructivos para leer mis cuentos o novelas. Los textos pueden ser una metáfora de algo, son siempre una metonimia, pero, sobre todo, son en sí mismos algo que no está terminado y que no admite una interpretación mecánica. Aspiro a que cada texto hable interminablemente con un número limitado de palabras, de manera no pragmática. Decir que algo es una metáfora de otra cosa específica y sólo eso, es una manera de limitar sus sentidos. Por lo demás, sí, a veces las historias son leídas naturalmente como metáforas, porque su punto de referencia son los elementos históricos con los que se componen las historias ficcionales.

ra de estos registros es estar consciente de cómo se ha hecho antes y no caer en una repetición vulgar. La dificultad específica del humor es que éste es, en primer lugar, una manifestación de escepticismo frente a la manera en que entendemos las reglas, el lenguaje, nuestras emociones; es un ejercicio de crítica y es un juego que pone en tela de juicio cómo entendemos eso que llaman normalidad (social, lingüística, sexual, etcétera). En ese sentido, de lo que se trata es de no sólo mirar críticamente eso de lo que nos estamos burlando o con lo que estamos jugando, sino de hacer esa investigación en nosotros mismos, averiguar qué solemnidades nos habitan y utilizarlas como materia para el juego.

ASPIRO A QUE CADA TEXTO HABLE INTERMINABLEMENTE CON UN NÚMERO LIMITADO DE PALABRAS, DE MANERA NO El humor es una herramienta compli- PRAGMÁTICA cada de usar y en este libro fluye sutilmente ¿Cómo de difícil resulta trabajar con el humor sin caer en la frivolidad y Algunos personajes aparecen en varias ocasiones, el desarrollo en el tiempo y debilitar la trama? Bueno, yo creo que se puede caer en la el espacio nos hacen pensar que los ha frivolidad desde cualquier lugar. Esta- pensado unitariamente. ¿Pensó en algún mos inundados de libros, series y pelí- momento en hacer un relato unitario? culas que se ocupan con una frivolidad Sí, pero no una novela, sino ubicar las insultante de la violencia, por ejemplo. historias en tres grandes eras, por llaNo creo que el humor sea más suscep- marlas de algún modo: el abandono del tible de caer en ello. Es tan molesto un hogar, la exploración del universo, la mal chiste como una escena erótica im- adaptación al nuevo hogar. Aunque, de postada o un diálogo melodramático manera general, diría que esos tres grantrillado. Para mí algo importante a la des espacios temporales siguen ahí (y hora de estar escribiendo en cualquie- hay personajes que aparecen en más de 161

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uno, justamente porque es lo que permite este género, jugar con cómo se suceden los hechos en el tiempo), hay otros que no tienen nada que ver con esa idea original; o quizá sí, como una manera de subrayar todo eso que sucede sin nuestro concurso. El lenguaje que utiliza en sus libros es un logro muy reseñado y elogiado por la crítica. Imagino que como lector también lo es de ciertos autores para los que el lenguaje no es algo dado sino un desafío sin lo cual no hay historia. ¿Puede hablarnos de su relación con el lenguaje literario? Justamente ése es para mí el punto de partida, que el lenguaje no está ahí como algo terminado, sino que está fluyendo permanentemente, con frecuencia empujado por la literatura, que, por un lado, está insertada en cierta tradición (consciente o no, es un diálogo inevitable, a veces de manera reverencial, a veces a los gritos y escupitajos, pero inevitable); y, por otro, está respondiendo al azoro de que todo está sucediendo por primera vez en la historia; encontrar esa manera nueva de hablar (y las claves de esas maneras nuevas a veces están en el pasado remoto) es la dificultad y el gozo de la escritura. Se desprende de la lectura de sus libros un gran respeto hacia el lector al no tratar de explicarse ni desvelar el significado de algunas palabras. La pregunta más tópica no es menos real: ¿hay un lector al que usted se dirige? No, no tengo un lector específico al cual me dirija; es decir, a veces, a la hora de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

escribir algunos pasajes, sí me imagino que estoy conversando con algún amigo con quien he hablado sobre el tema, pero eso se desvanece rápido dentro del ritmo propio del relato. Es ahí, en su consistencia interna, donde se crea un narrador implícito que se corresponde con el texto, que es parte del texto porque de algún modo lo organiza, es su horizonte de inteligibilidad, pero no es una persona que exista fuera de él. Dicho esto, algo que siempre tengo claro es que ésa es sólo la primera vida del texto, que una vez que éste llega a los lectores se convierte en algo distinto con cada cerebro con el que tiene contacto. Los libros son objetos ergonómicos, se transforman con cada lector de la misma manera en que nadie lee un libro del mismo modo. LOS LIBROS SON OBJETOS ERGONÓMICOS, SE TRANSFORMAN CON CADA LECTOR El realismo ha desdeñado la literatura fantástica, de ciencia ficción, desplazándola a un único lugar, el del entretenimiento. Sin embargo, se les pasó por alto el gran valor de la imaginación. ¿Qué significa para usted testimoniar e imaginar? Yo no creo que testimonio e imaginación puedan separarse tajantemente. La representación de la realidad no es algo que suceda de manera natural, o como una simple transcripción del mundo de los sentidos, que es la afirmación ingenua o perezosa de algunos que se auto-

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► © Lisbeth Salas

denominan realistas. Frecuentemente la escritura «realista» hace pasar como objetividad o, peor, autenticidad, hablar del mundo en términos que han sido canonizados como «confiables» en textos previos, es decir, asume que hay una manera legítima de hablar de la realidad, y que lo que se desvía de eso es subjetivo, como si la subjetividad no fuera parte de nuestra experiencia del mundo, como si no tuviéramos siempre una relación emotiva con los hechos del mundo. El testimonio requiere imaginación en el sentido de que es necesario generar constantemente maneras más precisas de hablar de lo que nos acontece. Y la escritura que presume de estar basada en la imaginación toma como punto de partida los elementos históricos del momento y lleva esos elementos a su extre-

mo para construir un mundo que parece ajeno pero que se deriva del nuestro. Estamos asistiendo a cambios muy profundos en las últimas décadas, entre otros, la destrucción de la naturaleza, que cada vez es más incuestionable, el éxodo de millones de personas y la reciente aparición de un nuevo virus (COVID-19). Todo esto nos hacer sentir que vivimos entre dos mundos, uno que se extingue y otro que aún no acertamos a vislumbrar. Un tiempo donde lo inimaginable se hace realidad. Ursula K. Le Guin, en el discurso que dio cuando recogió el National Book Award, en 2014, dijo: «Para los tiempos que vienen, necesitaremos realistas de otra realidad, creadores que puedan pensar en nuevos futu-

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ros». ¿Qué nuevos puntos de vistas nos puede aportar la ciencia ficción? ¿La imaginación se puede ejercitar o es algo que se tiene? La imaginación es una facultad innata pero que tiene que cultivarse, se le debe dar volumen, espacio para dilatarse. Siempre habrá poderes fácticos que quieran hacer creer que lo sensato y seguro es aceptar una sola manera de entender la vida: monarcas, militares, un partido u otro, «los mercados». Por eso, parecería que para muchos es más fácil aceptar la destrucción total que la transformación del mundo. Ésa es una de las razones por las que la literatura es importante, porque apuesta a que es posible imaginar otras maneras de relacionarnos, otras victorias. La literatura no da soluciones, pero sí ayuda a ejercitar el órgano que imagina nuevas soluciones. SI TUVIERA ACCESO A UNA BIBLIOTECA EN ESTE MOMENTO, ME GUSTARÍA VOLVER A LEER EL SOL DESNUDO, DE ISAAC ASIMOV ¿Cree que el género está bien representado en la actualidad? ¿Nos podría decir algunas de sus lecturas? No podría hablar del estado del género en todas partes, pero en México están sucediendo cosas muy interesantes. Por ejemplo, la escritora y editora Libia Brenda ha editado dos antologías de ciencia ficción reciente que me parece que se convertirán en puntos de referencia del canon literario mexicano (y ya planea, junto con otras compañeras, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

hacer una antología de ciencia ficción escrita por mujeres desde hace décadas hasta el día de hoy). No estoy al tanto de las novedades del género; sí leí la trilogía de Liu Cixin, El problema de los tres cuerpos, una obra ambiciosísima y brillante (aunque derrape en algunos momentos, cuando se pone a hablar, así sea tangencialmente, de cosas de las que es obvio que no sabe nada, como América Latina). Y he aprovechado para releer libros que fueron muy importantes para mí en otra época pero que siento que no leí con la atención suficiente; de entre la lista están los Cuentos completos de Inés Arredondo y Palinuro de México, de Fernando del Paso. Si tuviera acceso a una biblioteca en este momento, me gustaría volver a leer El sol desnudo, de Isaac Asimov, que, entre otras cosas, es sobre una época en la que los seres humanos ya no soportan estar cerca unos de otros y sólo se comunican a través de pantallas; recuerdo haberla leído en una edición de editorial Progreso, no sé si todavía se encuentre. Normalmente termino las entrevistas con una pregunta que nos dé una pista de cuándo y con quién empezó el camino de escritor. ¿Cómo fue ese momento en el que decidió ser escritor y quiénes han sido sus maestros? No sabría decir cuál fue el momento exacto, porque la manera en que me cuento las cosas es que desde que aprendí a leer y escribir descubrí que quería seguir haciéndolo siempre que pudiera; aún tengo algunos cuentos de cuando era niño. Y maestros nunca me faltaron: mi tío Polo, que vivía con nosotros, un sabio autodidacta; mi abuela Nina, par-

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tera, enfermera, trabajadora social y que leía un libro tras otro; en general, en mi familia los libros siempre fueron un bien codiciado. Después, cuando ya tenía claro que, me ganara la vida de lo que me

la ganara, a esto me iba a dedicar, tuve la suerte de cruzarme con gente que llevaba mucho tiempo haciéndolo y haciéndolo muy bien, Elena Poniatowska, Luis Arturo Ramos.

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La invenciรณn de la carta de Giovanni da Verrazano y de la Nouvelle France (Canadรก) Por Juan Francisco Maura


¿Acaso tienen que ser los franceses los únicos, entre todas las naciones de la tierra, en estar privados del honor de proli­ ferar y expandirse en este Nuevo Mundo? ¿Acaso Francia, mucho más poblada que todos los demás reinos, debería guardar sus habitantes solo para ella? 1

El descubrimiento, reparto y posterior colonización de territorios americanos por parte de España y Portugal despertó la admiración de las demás potencias europeas, pero también la codicia y el interés. Deseosos de formar parte de una empresa de la que pensaban obtener grandes y variados beneficios, países como Francia, Holanda e Inglaterra, decidieron no conformarse con lo establecido por el tratado de Tordesillas, defendiendo su derecho a «descubrir» y «explorar» por su cuenta. Según los monarcas franceses e ingleses, el Papa no era nadie para decidir con sus bulas quién tenía razón en estas disputas, e incluso el rey Francisco I de Francia llegó a defender que Adán, primer hombre de la creación según la Biblia, no había hecho un testamento donde dejase por escrito a quién pertenecían esas tierras y continentes. En dicha intención, una serie de pilotos y cartógrafos a cargo de la corona de los países mencionados reclamaron haber sido los primeros en pisar nuevos territorios americanos y, con ello, su derecho a ocuparlos y poblarlos en nombre de su rey, redactando una serie de documentos, casi siempre falsos, que se convertirán en auténticas actas fundacionales. A mediados del siglo xviii, ya se quejaba el erudito español Martín Fernández de Navarrete de la situación de nuestros fondos documentales: «¡Con cuánto dolor hemos visto las relaciones de viajes de algunos navegantes españoles, sacadas más de cincuenta años ha de los archivos generales, vendidas en almonedas públicas, ir a parar a naciones émulas de nuestra gloria y rivales de nuestro poderío!».2 Este artículo intentará sacar a la luz toda la serie de incongruencias que salpican uno de estos documentos en particular y ponen en duda su veracidad. Nada nuevo por otra parte. Desde la Biblia, y más tarde en el mundo grecolatino, escritores como Plinio, Pausanias y, sobre todo, Cayo Julio Solino, entre otros, incluyen sucesos maravillosos, viajes inverosímiles, animales fabulosos, casi siempre con una intención pragmática, ya fuese para meter miedo a los potenciales navegantes por esas aguas o para reclamar esos territorios. Las «sagas» nórdicas se han querido presentar igualmente como fuentes históricas fiables, desde los inicios del nacionalismo escandinavo a principios del siglo xix, impulsado por autores como el danés Carl Christian Rafn. No obstante, hay mucho 167

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de romántico en los viajes normandos a América, basados en sus a menudo contradictorias sagas, que poco tienen de históricas. En la mayor parte de los casos, estos antiguos viajes están sembrados de situaciones fabulosas, de reinos imaginarios y monarcas ficticios. Leyendas como la de las amazonas, los unicornios, los centauros, de reyes cristianos inexistentes como el Preste Juan o todo un imaginario de seres monstruosos se irán trasmitiendo desde la época clásica plasmándose en obras medievales tan conocidas como el Libro de las maravillas de John Mandeville. Nombres de reinos ficticios, algunos de ellos provenientes de las novelas de caballería, como el de las Californias, las islas Salomón, las Siete Ciudades de Cíbola, la isla Antilla, los Orejones de la Trapobana, o el de los «Patagones» pasarán a las crónicas del Nuevo Mundo descubierto y abrirán paso a la nomenclatura que todavía hoy perdura en las zonas que recorridas por estos viajeros.3 Como muy bien resume Juan Pimentel en su libro Testigos del mundo: «Al fin y al cabo, un viajero era alguien que había hecho un largo recorrido, alguien que había sufrido penalidades, lo que, en opinión de ciertos autores, les daba cierta licencia para mentir».4 Sin embargo, el trabajo que nos ocupa es una estudiada manipulación de texto, mapas y documentación periférica, cuidadosamente elaborada para dar categoría de histórico a algo que no lo fue, pero que tuvo el potencial de haberlo sido. Se trata del descubrimiento y la reclamación nacionalista de la Nueva Francia, así como del estrecho o «paso» que conectaba el Atlántico con al Pacífico. Un «estrecho» que nunca existió, una invención que, de haber sido real, hubiese cambiado la balanza de poder en la geopolítica del momento. Este trabajo intenta defender la tesis de que la figura y la «carta» de Giovanni da Verrazano fueron inventadas para defender los intereses franceses en la parte septentrional de Norteamérica, entre otras cosas, por la posibilidad de que existiese ese «estrecho» que comunicaba el Atlántico con el Pacífico.5 La feroz rivalidad entre Francisco I y el emperador Carlos V tampoco ayudó a unas ya tensas relaciones, no sólo en el escenario continental, sino también en el mar, algo que queda notoriamente plasmado en la documentación de archivo, en la que se refleja que, durante los años 1521 y 1525, hubo una enérgica actividad pirática francesa dedicada a apresar naves españolas en aguas atlánticas.6 I.  FRANCISCO I Y SU GÉLIDA VENGANZA CONTRA EL EMPERADOR CARLOS V

El florentino Giovanni da Verrazano, al servicio del rey de Francia, está considerado el primero en legitimar la presencia francesa en CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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territorios del Atlántico canadiense en el año de 1524, una década antes de la llegada de Jacques Cartier (1534). Salvo honrosas excepciones, la historiografía nacional e internacional ha dado por hecho de forma acrítica que tanto su «carta» como su «biografía» son veraces. Para los franceses, con Giovanni da Verrazano ocurre algo muy parecido a lo que pasa con los ingleses a propósito del veneciano «John Cabot»: apenas sabemos nada de los dos. Aunque desde el punto de vista geopolítico se trate de figuras indispensables, el legado escrito en el primer caso es más que sospechoso y nulo en el segundo.7 Tanto Verrazano como Caboto constituyen el punto de partida de una historiografía cuasi legendaria y ambos serán fundamentales a la hora de reclamar y legitimar la presencia de sus dos respectivos países en territorios que anteriormente pertenecieron a las Coronas española y portuguesa.8 No nos debe extrañar, por lo tanto, que uno de los puentes más famosos de Nueva York, y el más largo de Estados Unidos, esté dedicado a Verrazano. Tampoco que figuras como Charles de Gaulle hayan visitado las tierras por donde estos personajes presuntamente estuvieron, o que hasta el presente exista tensión entre el Canadá anglosajón y el Canadá francés. «Viva el Quebec libre», gritaba el ilustre presidente francés desde el balcón del ayuntamiento, uno de los lugares más emblemáticos de la ciudad de Montreal, en un emotivo discurso pronunciado un 24 de julio de 1967. Con estas palabras terminaba su famosa proclama: «Viva el Canadá francés y viva Francia».9 Tampoco sorprende que la reina de Inglaterra visitase, en más de una ocasión, hitos históricamente inexistentes como el punto en que supuestamente desembarcaron durante unas horas los dieciocho tripulantes del Mathew, el barco de John Cabot, en la única parada que hicieron en los tres meses de navegación con el objeto de buscar agua. Incluso llegó a realizarse una réplica de dicho barco para celebrar el quinto centenario de su presunta llegada a «Bonavista» en Terranova, el 24 de junio de 1997. Bien es sabido que todos los países, imperios o culturas, intentan, si no borrar por completo las huellas de la cultura anterior, al menos sí llevar dicha evidencia a su mínima expresión. Esto es exactamente lo que han intentado los franceses e ingleses con las expediciones portuguesas y españolas contemporáneas a las de Giovanni da Verrazano. Algo parecido a lo que ahora está ocurriendo con los chinos y sus reclamaciones de haber descubierto América en el año 1421.10 Se ha dicho que el florentino Giovanni da Verrazzano, o Jean de Verrazano, fue el primer emisario francés en usar la expresión 169

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Nouvelle France y que el cartógrafo Vesconte de Maggiolo, que supuestamente le acompañó en su viaje, usó el nombre «Francesca» para nombrar las tierras que había descubierto en América en honor de su rey. Al parecer, en 1524, Verrazano realizó una misión de reconocimiento a lo largo de la costa atlántica de América del Norte en nombre del rey de Francia. Como nos informará unos años más tarde (1586) el explorador René de Laudonniere en su Relación: «Je la diviscray pour plus facile intelligence en trois principales parties: celle qui est vers le pôle Arctique ou septentrion est nommée la Nouvelle France, pour autant que l’an mil cinq cens vingt quatre, Jean Verrazano Florentin fut envoyé par le roy François premier et par madame la régente sa mère aux terres neuves».11 No se piense por un momento que la exploración, o la invención de la figura de Giovanni da Verrazano, corresponde a un caso aislado. Durante los primeros años de la segunda década del siglo xvi, los piratas franceses estaban asolando el Caribe español con el beneplácito del rey Francisco I y la guinda para reclamar esos territorios era la creación cuasi burocrática de un personaje que otorgase los derechos de la conquista de Norteamérica a un súbdito del rey francés: Cuando el emperador Carlos envió a su embajador ante el rey de Francia para pedirle explicaciones sobre sus expediciones a Terranova, advirtiéndole cómo con ello estaba contraviniendo tanto la paz que había entre ellos como los privilegios papales otorgados a España y Portugal sobre los nuevos territorios descubiertos y por descubrir en el Nuevo Mundo, Francisco I contestará con su famosa bravata: «quel no enbiava estas naves por romper la guerra ni contravenir a la paz y amistad que con Vuestra Magestad tenía, sino que también le calentava a él el sol como a los otros y que deseava mucho ver el testamento de Adam para saber como rrepartió él el mundo...».12 Solo le faltó decir que estaba dispuesto a falsificar las cartas, relaciones, mapas y planisferios que fuesen necesarios para alcanzar su propósito. Esto es exactamente lo que hizo con la carta de Verrazano para reclamar una tierra que pensaba que, por derecho, le pertenecía al menos tanto como a sus homólogos hispanos. Sobre el caso Verraçano, Herrera y Tordesillas escribirá: Francisco Primero, Rei de Francia, movido de las persuasio­ nes de algunos Vasallos suios, i de la Emulacion del Emperador Don Carlos Quinto, debaxo de cuio auspicio, Dios nuestro Señor mostra­ ba cada dia nuevas Tierras, para maior servicio suio, por ventura cebado de las muestras de las riqueças de las Indias, que llevaban los Cosarios [sic] a su Corte, diciendo: Que no havia criado Dios CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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aquellas Tierras para solos los Castellanos: determino de embiar vn Capitan, llamado Juan Verraçano Florentin, á descubrir, porque los Cosmografos de todas las Naciones se conformaban, que havia otro paso del Mar del Norte, al Mar del Sur, de cuias riquezas corria grandisima fama (tomo II, década 3, libro 6, cap. 9, p. 189). El historiador Andrés González de Barcia (1673-1743) sospechaba que Giovanni da Verrazano era el mismo individuo que Juan Florentín, premiado por el rey francés por expoliar barcos españoles cargados de tesoros procedentes del Nuevo Mundo: Si no bolvio a la Florida despues, no es facil concordarlos. La verdad es que, en este tiempo, infestaba nuestros Mares, Juan Florentin, Pirata Frances, que se hiço Famoso, por aver tomado el Año de 1521 el Navio en que embiaba Hernan Cortes al Empera­ dor Carlos V un presente de Oro y Plata, y otras cosas Preciosas, a cargo de Alonso de Avila, al qual llevo preso (González Barcia, Ensayo cronológico, déc. 2, 8). 13 Dos meticulosos y serios investigadores norteamericanos del siglo xix, el hispanista Buckingham Smith y el político e historiador Henry G. Murphy, ya clarificaron documentalmente, más que de sobra, la falsedad de la figura y la carta o «Relación» de Verrazano. El último incluso dedicó todo un libro al tema.14 Sin embargo, el nacionalismo francés e italiano, y actualmente el norteamericano, se han resistido a aceptar las contradicciones y ficciones que aparecen en la «carta», ensalzando siempre la figura y los hechos de este insigne y «egregio» súbdito francés, ciudadano de Florencia. Buckingham Smith hablaba español perfectamente, ya que, siendo él pequeño, su padre fue destinado como cónsul a México y tuvo la ocasión de visitarle en varias ocasiones desde su residencia familiar de San Agustín, Florida. Su interés por México fue creciendo y tuvo la oportunidad de dedicar dos años en ese país investigando documentos sobre la historia de España en el Nuevo Mundo. Más tarde viajó a España, donde durante varios años continuó su labor investigadora y fue aquí donde se hizo amigo del gran historiador Pascual de Gayangos. Dedicó buena parte de su vida al estudio de los manuscritos españoles relacionados con la presencia española en la costa atlántica de Estados Unidos, tal como demuestran sus publicaciones sobre Cabeza de Vaca, Hernando de Soto o Fidalgo de Elvás. Henry C. Murphy (1810-1882), por su parte, fue un abogado, político e historiador estadounidense, autor de varios libros 171

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sobre navegaciones transatlánticas realizadas desde Europa a lo que hoy es Nueva York. Valiéndose de su perspicacia y de la documentadísima obra de Buckingham Smith, en su mayor parte labor de archivo en España y Portugal, Murphy dará su opinión sobre la presunta veracidad del supuesto navegante florentino. Para él, la carta sobre la que se basaría su existencia no pudo haber sido escrita por Verrazano. Aduce que el conocimiento náutico del rey de Francia, en cualquiera de las expediciones de descubrimiento que en ella se describen, no estaba respaldado por la historia náutica de ese país, y era además incoherente con los actos de reconocimiento de Francisco I y sus sucesores, todo lo cual planteaba serias dudas sobre su credibilidad. También defiende que su descripción de la costa y algunas de las características físicas de los nativos, del país y de las canoas de los indios son esencialmente falsas y demuestran que el escritor no podría haberlas hecho a partir de su propio conocimiento y experiencia personal, tal como se ha pretendido. De la misma manera que se han falsificado documentos también se han creado mapas y globos terráqueos en los que aparece el fabuloso «Mar de Verrazano». Este mar, de nuevo una invención, tendría como objetivo adjudicar al «cristianísimo rey de Francia» el descubrimiento de un legendario mar que abriría el paso por Norteamérica al Pacífico y a las riquezas de Oriente. Se dice que un cartógrafo genovés llamado Vesconte de Maggiolo viajó con Giovanni de Verrazano y su hermano Girolamo y que cartografió la costa norteamericana, incluyendo el que pasó a llamarse «Mar de Verrazano», situado a la altura de lo que es hoy Carolina del Norte (Destombes, 58).15 Durante casi dos siglos se mantuvo el mito de la existencia de un paso al Pacífico, por cuya búsqueda lucharon portugueses, españoles, ingleses y franceses. En dicha competencia, el primero en cartografiar este «mar» lograría la patente y el monopolio de esas aguas tan esquivas de localizar, teniendo finalmente por su descubridor a un florentino al servicio del rey de Francia.16 Ésta es la razón de que nos encontremos en estos mapas el nombre de «Francesca» o el de la «Nueva Francia». En conclusión, Murphy defiende que la información que aparece en la carta de Verrazano, en cuanto a la dirección y extensión de la costa atlántica norteamericana, está sacada de la exploración de Estevão Gomes (también conocido por Esteban Gómez). No se debe olvidar que uno de los capitanes de la expedición de Magallanes, el portugués Estevão Gomes, en el año 1520, desertó de la expedición de Magallanes con la nave San Antonio, siendo encarcelado a su regreso a España. Gracias a una CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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serie de convincentes razones y garantías que debió dar al emperador, y de las que sólo podemos especular, consiguió que se le financiara una carabela para encontrar el ansiado paso hacia la Especiería, esto es, el paso que debía encontrarse en el Atlántico norte y que podía llevar en mucho menos tiempo hasta las Molucas, la tierra de la pimienta, el oro y la canela. Así pues, Estevão Gomes salió a la búsqueda del mítico paso del norte que conectaba ambos océanos para pasar así rápidamente a las riquezas de la China. Según Murphy, en el momento de su pretendido descubrimiento, Verrazano estaba involucrado en una expedición corsaria, navegando bajo la bandera francesa, en una parte diferente del océano (Murphy, 8-9).17 El rey francés, que de alguna manera tendría noticia de este viaje, se apresuró a patentar mapas donde ya apareciera tal paso y de esta manera poder reclamar legalmente el «descubrimiento» de tan ansiada vía fluvial.18 Gómez subió hasta los Bacalaos en busca de un paso para la «isla de la Especiería», pero regresó sin haber logrado su ansiado descubrimiento, tal como queda estipulado en las capitulaciones que estableció con la Corona: «Y que también fuystes por capitán del galeón que mandamos armar para descubrir toda la costa desde la Florida hasta los bacallaos a buscar el estrecho que se pensaba podia aver, para poder pasar a la otra mar e poder yr por ally a la contratacion de la especeria» (AGI, Indiferente, 422, L.16, F.108V). Incluso años después del pretendido viaje de Verrazano contamos con una carta que un tal Joao Fernandes Lagarto, espía portugués, dirige a su rey Joao III el 22 de enero de 1539 [?]. En ella informa a su monarca sobre la plática de más de una hora que mantuvo con el rey francés.19 Entre otras cosas, Lagarto nos informa de que los mapas que le enseñó el rey francés eran muy bonitos pero no muy precisos: «[E] mostrou me outras duas suas [cartas de marear] bem pintadas e iluminadas e nom mui certas...» (Biggar, doc. 75, 76). El rey francés también le informó sobre la existencia de un río de ochocientas leguas de largo que desembocaba en la tierra de los bacalaos donde, según un rey indio traído por el bretón Jacques Cartier, había una ciudad que se llamaba «Sagana» [Saguenay]... «[E] pasados os saltos diz el Rey de Framça que le diz este Rey imdio que ha hûa grande cidade que se chama Sagana omde a muitas minas de douro e prata em grande cantidade e gente que veste e calça como nos e que ho crano e noz moscada e pimienta muita...» (Biggar, doc. 75, 77). Eso no es todo, este rey indígena contará al rey francés que en esas tierras existen hombres que vuelan, porque tienen brazos como los de los murciélagos: «[A] homes que voam que tem braços como 173

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morcegos e porem que voam pouco como do cháo a húa arvore e darvore e darvore ao chão» (Biggar, doc. 75, 78). Nos recuerda las descripciones de Antonio Pigafetta y João Mendes Pinto. No olvidemos que cuando Hernán Cortés mandó a Alonso de Ávila con el tesoro de Moctezuma para entregárselo al emperador, éste fue interceptado y robado por el corsario francés «Juan Florín» y el tesoro acabó en manos del rey francés, que quedó maravillado. Dentro de las formidables joyas enviadas, el rey francés se encontró con algo que debió despertar más aun su imaginación: huesos de gigantes. Escribe Bernal Díaz: «Y también enviamos unos pedazos de huesos de gigantes que se hallaron en un cu [templo] y adoratorio en Coyoacan, según y de la manera que eran otros grandes zancarrones que nos dieron en Tlaxcala, los cuales habíamos enviado la primera vez, y eran muy grandes en demasía» (Op. Cit. cap. 159, pág. 386).20 Por si fuera poco, el rey Francisco también le contó que a través de este río hallaría pasaje al mar del Sur, es decir, lograría tener acceso a las Indias Orientales. Ésta será la principal razón por la cual el monarca francés mandará por tercera vez a Jacques Cartier en busca de esa tierra prometida. Si ésta era la situación en 1541, ¿qué fue lo que realmente descubrió o documentó en 1524 Giovanni da Verrazano? II.  LAWRENCE C. WROTH Y LOS DEFENSORES DE VERRAZANO Y DEL CÓDICE CÈLLERE 21 Con todos sus defectos, la narrativa de Verrazzano nos ofrece el pri­ mer estudio geográfico, topográfico y etnológico de América del Norte entre la península de Florida y Terranova.22 Wroth, p. x.

El 7 de octubre de 1909 Alessandro Bacchiani anunció en el Giornale d’Italia el descubrimiento de la copia manuscrita original de la carta de Verrazano, el Cèllere Codex, publicando una edición crítica al año siguiente. En 1925 el mismo investigador descubrió otra copia manuscrita de diecisiete páginas en el Vaticano denominada «V» [Vaticano].23 Este documento es una carta, supuestamente enviada desde Lyon por Giovanni da Verrazano (1481-1528) al rey Francisco I de Francia, en la que se describe la navegación del piloto florentino al servicio del rey francés a lo largo de la costa este de los Estados Unidos. Para los defensores de la autenticidad de la carta de Verrazano, el Cèllere Codex es la copia más importante y detallada de las tres versiones. En este manuscrito de una docena de páginas, esCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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crito con una caligrafía sorprendentemente clara y nítida para la época, se narra el viaje de Verrazano desde que zarpó de Madeira en diciembre de 1523. Se describe su paso por Carolina del Norte, su breve incursión en la costa norte de la Florida, su recorrido por toda la costa atlántica norte hasta lo que se supone que es hoy Nueva York, Maine, y la isla de Terranova, desde donde regresó a Dieppe (Bretaña) en julio de 1524. Según Lawrence C. Wroth, con el descubrimiento del Códice Cèllere (1909) por Alessandro Bacciano todas las dudas sobre la autenticidad de la carta de Verrazano se han disipado y toda la erudición realizada antes de su publicación en 1909 es obsoleta. Es como si todas las observaciones realizadas por Buckingham Smith y Henry C. Murphy no «les dejasen ver el bosque, porque los árboles les tapan la visión de conjunto» (Wroth, 3). El librero norteamericano Lawrence C. Wroth, con su documentada introducción, su inclusión de la copia facsímil del Cèllere Codex, presunto original de Verrazano, su trascripción literal al italiano, así como su traducción al inglés por Susan Tarrow, pretende dar por zanjada la controversia sobre la autenticidad de dicho documento. Es importante comentar que, según Wroth, la traducción del códice por Susan Tarrow es «una versión más viva y menos literal del original» («a livelier and less literal rendition of the original») que la realizada por Edward Hagaman Hall y sustancialmente diferente a la llevada a cabo anteriormente por el doctor J. G. Cogswell del manuscrito incluido en la obra de Henry Murphy (Wroth, xii).24 El prolífico escritor y librero estadounidense, veterano de la I Guerra Mundial en Francia, Lawrence C. Wroth publicó, en 1970, The Voyages of Giovanni da Verrazzano 1524-1528, una obra canónica, en principio definitiva, que zanjó de una vez por todas las dudas o reservas suscitadas por Buckingham Smith y Henry C. Murphy sobre la «carta» del pretendido viaje de Giovanni da Verrazano a Norteamérica. No era una tarea fácil, dado que las dudas suscitadas por los autores antes mencionados eran, más que dudas, sólidas pruebas de las flagrantes mentiras que aparecen en dicha «carta». Por esa razón, tienen un mérito enorme el celo, la documentación, la pulcritud narrativa y el exquisito cuidado que ha tenido este autor en seleccionar a los más importantes defensores de la figura del presunto descubridor florentino. El proyecto de escribir un libro sobre Verrazano no fue, sin embargo, una idea original de Lawrence C. Wroth. El entonces director de la Pierpont Morgan Library, hoy conocida como Morgan Library and Museum, una de las bibliotecas más emblemáticas de Estados Unidos, Frederick Baldwin Adams, Jr., fue el que tuvo la iniciativa de realizar una edición y traducción del manus 175

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crito en 1956. Adams pertenecía a lo que se podría calificar como la aristocracia de los Estados Unidos del momento. Emparentado por parte de madre con el presidente Franklin Delano Roosevelt (1882-1945), fue presidente de la New York Historical Society, presidente de la junta directiva de la universidad de Yale de 1959 a 1971, además de tener la colección privada más importante de obras de Robert Frost, Karl Marx y Thomas Hardy. La tercera mujer de Adams fue una princesa sueca junto a la que pasó sus últimos años en Francia.25 Adams quería además llevar a cabo el trabajo de forma inmediata y que fuese Wroth, como especialista de dicha biblioteca, el que lo llevase a cabo. Así fue, Wroth no se limitó a realizar una edición cualquiera y conseguir a una traductora para el manuscrito Cèllere Codex, sino que además llevó a cabo un estudio sobre Verrazano de casi cuatrocientas páginas. Lawrence C. Wroth no sólo era un gran bibliófilo y coleccionista, sino que además fue la máxima autoridad en Estados Unidos en el tema de la imprenta, autor de más de quinientas cincuenta obras y uno de los académicos más importantes de su tiempo. Para empezar, la monografía realizada por Wroth está publicada por una de las más respetadas universidades del mundo y, por lo tanto, su reputación y distribución entre las más prestigiosas instituciones ha estado asegurada. Sobra decir que este libro está magníficamente escrito y estructurado. A pesar de todo, no es fiel a la verdad. Existen abogados defensores que son capaces de hacer ver lo negro blanco y lo blanco negro. Lawrence C. Wroth tiene el poder de embelesar a sus lectores con hipótesis, metáforas, chantaje intelectual, dudas y un lenguaje firme y categórico que no deja el menor resquicio a la convicción de sus argumentos. Soy consciente de que para desmontar todo el tinglado urdido en la defensa de la autenticidad de la carta de Verrazano que hace Wroth, es necesario al menos un libro. Sería ingenuo intentarlo con un solo artículo, pero quizá se puedan dar algunas pinceladas que vayan en esa dirección. Vaya por delante toda mi admiración hacia Lawrence C. Wroth como escritor, del que nunca sabré si creía de corazón en la causa que estaba defendiendo. Merece la pena, no obstante, pararse a analizar la retórica utilizada por Lawrence C. Wroth para justificar sus argumentos en defensa de la presunta autenticidad de la «carta» de Verrazano. Wroth reconoce que, por muchas exageraciones que contenga la carta en cuanto a las distancias, en los «errores de deducción» y en sus «oscuridades internas», el texto contiene las «pautas de la verdad» («the lineaments of truth»). Afirma que detractores de la carta como Smith y Murphy pertenecían a una época en la que el método del «Higher Criticism» tuvo tanta fuerza que fue aplicado CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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a fuentes originales y que esto fue la causa del «ataque destructivo» causado en este caso por estos métodos «superficiales» (3). Al comienzo de su obra, Wroth comienza con artillería pesada, citando una batería de investigadores, abogados defensores de Verrazano que con su «nueva evidencia» («fresh evidence»), «lógica clara» («clear logic») y «juicio equilibrado» («balanced judgement») pudieron dar fin a esa ya olvidada era de sospecha sobre la autenticidad de la «carta» de Verrazano: Por fin la era de la incredulidad sobre el viaje de Verrazzano llegó a su fin. El punto de vista de Smith-Murphy sufrió un ataque más efectivo que el que sus defensores habían liderado. El erudito alemán Johann Georg Kohl, el francoamericanista Henry Ha­ rrisse, los estadounidenses Benjamin Franklin De Costa y James Carson Brevoort, los italianos Cornelio Desimoni y, más tarde, Prospero Peragallo se opusieron a ella aportando nuevas pruebas, una lógica clara y un equilibrado juicio (Wroth, 3). Las especulaciones, sospechas y deducciones de Wroth llegan hasta límites insospechados al intentar establecer absurdas relaciones entre los mapas más importantes de la época y la figura de Verrazano. Un ejemplo sería el conocido mapa de Juan Vespucci de 1526 en el que, a la altura de la actual Carolina del Norte, aparece el nombre de «r[ío] de las atarazanas», transcrito por Wroth como «r. de sa terazanas». En realidad, Wroth, desconocedor de la palabra «atarazanas» (en español astillero, o shipyard en inglés) nos quiere convencer de que, en realidad, Vespucci quería escribir «verazanas» en honor y recuerdo a Verrazano. Según Wroth, ésta sería la primera prueba cartográfica, cronológicamente hablando, que documentaría el viaje de Giovanni da Verrazano a esas costas. One may not be certain that the name «terazanas» was inten­ ded by Vespucci for «verazanas», but the closeness in sound between the two words, the ease with which in transcribing a copyist might mistake a «v» for a «t», as clearly shown in another contemporary document, and the nearness in terms of latitude of then «r. da sa terazanas» to the accepted Verrazzano landfall make it a matter of obligation to designate the Vespucci map of 1526 as probably the first to show a trace of the Verrazzano voyage of 1524 (Wroth, 169). Igualmente afirma, sin tener en cuenta al cronista italiano Antonio de Pigafetta, que los nombres italianos que aparecen en los mapas de Gerolamo da Verrazano fueron incluidos en honor a su hermano Giovanni da Verrazano: «The presence on the Gerolamo map of a good number of place-names in Italian between the Rio de la Plata and the Strait might well be considered evidence of 177

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a Verrazzano voyage along the coast» (Wroth, 232).26 De la misma aparecen afirmaciones categóricas («irrefutables») que se vuelven contra sí mismas, ya que lo único que logran es plantear dudas. Éste sería el caso de la fecha de la muerte de Verrazano: «Cited in a preceding section of this chapter is the irrefutable testimony of the Fécamp Documents to the fact of Verrazzano’s continued existence for many months after his reputed death by hanging in November 1527» (p. 260). Sin embargo, más adelante, pasa a decir que estas pruebas categóricas presentan «dificultades de interpretación»: «One of the documents of the Fécamp group presents difficulties of interpretation that demand consideration...» (p. 260). Por si quedase alguna duda en cuanto a la posibilidad de algún error paleográfico o de interpretación del documento, se nos informa que la lectura fue realizada por un experto francés en grafía del siglo xvi, además de su propio y «minucioso» examen del documento: «As transcribe for me by a learned French decipherer of sixteenth-century handwriting and verified by my own minute examination of a photograph of the document» (p. 261). Toda la obra de Wroth está plagada de expresiones de duda, probabilidad o posibilidad, cuyo objetivo no es otro que el de conectar la más mínima casualidad extraíble de la documentación escrita y cartográfica con la supuesta gran figura de su personaje.27 Sin embargo, será, según Lawrence C. Wroth, el Códice Cèllere el que inclinará la balanza definitivamente del lado de Verrazano y además de forma «irrebatible» (Wroth, 4). Unos años más tarde, en 1931, otro conocido investigador norteamericano, W. F. Gagnon, para resumir la controversia afirmó que con la publicación del Códice Cè­ llere no sólo se disipa la controversia y la duda que nos pueda llegar, sino que hace que toda la erudición realizada anteriormente pase a ser obsoleta (cit. en Wroth, 4). Sin embargo, ¿la sabiduría que podemos encontrar en las páginas de Marco Aurelio, Séneca o Cervantes no sería tan válida hoy como el día en que se escribió? En su artículo «Nautical charts attributed to Verrazano (1525-1528)», publicado en 1954, el investigador francés Marcel Destombes intenta desmontar la afirmación de que la figura y la cartografía de Giovanni da Verrazano sean un mito, una fabricación nacionalista comenzada por el rey de Francia. Como se sabe, el monarca francés Francisco I fue capturado en la batalla de Pavía (1525) y llevado preso a España, pasando más de un año en una cárcel madrileña y teniendo que dejar a sus dos hijos como rehenes a cambio de su liberación. Por si fuera poco, unos años antes (1520) había perdido la disputa para lograr ser coronado emperador del Sacro Imperio Románico Germánico, honor que CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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recayó en su archienemigo, el monarca español Carlos I. El resto de su vida lo dedicó a luchar por tierra y mar contra los intereses de la corona española, tanto en Milán, Borgoña, Navarra y el Mediterráneo como en el norte de la América española, a la que, como hemos visto, denominaron en un principio «Francisca», nombre que no cuajó, pasando a ser más tarde Nouvelle France. Destombes atribuye en un artículo la autoría de cuatro mapas de Norteamérica a Gerolamo de Verrazano, presunto hermano del navegante con pruebas no muy convincentes. El señor Destombes afirma de entrada que ya nadie lee los libros y estudios de Buckingham Smith y Henry C. Murphy, debido a los últimos y definitivos descubrimientos sobre la veracidad de la figura de Verrazano: «No es necesario abordar aquí la controversia planteada por Smith y Murphy, cuyos libros ya nadie lee, porque muchos escritores (Da Costa, Desimoni, Gaffarel, Gravier, Harrisse, Major, Peragallo y otros) demostraron, incluso antes del descubrimiento de los documentos de Bacchiani, el valor y la autenticidad de los viajes de Verrazano» (Destombes, 59).28 Estas desconsideradas palabras del conocido investigador francés Destombes respecto a los dos historiadores estadounidenses, que dedicaron buena parte de su vida a la investigación de viajes transatlánticos y a demostrar la falacia de la creación del personaje de Verrazano y de su carta, resultan hasta cierto punto infantiles. Hasta el presente, todos los argumentos sobre la falsedad de las descripciones geográficas, etnográficas y cartográficas que aparecen en la carta siguen en pie. Los últimos descubrimientos periféricos acerca de la carta y de la cartografía, lo único que han hecho es enredar un poco más una flagrante mentira que por razones espurias y nacionalistas interesa que siga vigente. Wroth defendía la práctica de la piratería si ésta se realizaba con el fin de saquear intereses españoles, dado que entonces dejaban de ser «piratas» y pasaban a ser heroicos corsarios o privateers: «All things considered it were better, perhaps, to die sword in hand, even though afterward “eaten down to the smallest bone” than to be ignominiously hanged for carrying on what seemed to most men of the time a legitimate activity, an activity called privateering by one’s own side, piracy by the other» (p. 262). Incluso llega a firmar que si no sabemos más sobre su muerte es porque el emperador Carlos V y los españoles urdieron una «evidente conspiración de silencio» («remarkable conspiracy of silence») sobre ella (262). Sin duda, el emperador no tenía mejores cosas que hacer en ese momento... 179

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Aún peor, la última traducción al inglés del Cèllere Codex, presuntamente el manuscrito más auténtico de Verrazano de los que contamos, no siempre hace justicia al documento original, dado que en cierta manera favorece los argumentos de los defensores de la figura de Verrazano (por ejemplo: la traducción de «nero» por «dark», en vez de «black», en referencia al color de los indios). De cualquier manera, merece la pena hacer un somero repaso del abanico de investigadores que cita Destombes para defender la causa de Verrazano y que, sin duda, son en su mayoría sólidos historiadores a nivel nacional y, en algunos casos, internacional. Se observará, no obstante, dentro de los citados estudiosos, cierta tendencia nacionalista hacia lo francés e italiano, así como un conocimiento marginal y limitado de la presencia luso-española por esas costas septentrionales. Uno de ellos, Richard Henry Major, es el creador de una de las mayores fabulaciones que existen sobre los viajes de navegación: On the voyages of the Venetian brothers Zeno, to the nor­ thern seas, in the fourteenth century. En su obra narra la fabulosa llegada a América en la segunda parte del siglo xv de los hermanos venecianos Zeno. Un bulo que el historiador canadiense T. G. Oleson califica como: «una de las más absurdas y, al mismo tiempo, más exitosas fabricaciones de la historia de la exploración».29 Otro librito (19 pp.) de Henry Major, que no tuvo el eco que él hubiese deseado, defiende que la primera aparición de la palabra «América» surge en un mapamundi realizado ni más ni menos que por Leonardo da Vinci: Memoir on a mappemonde by Leonardo da Vinci, being the earliest map hitherto known contai­ ning the name of America.30 Otro de los autores mencionados por Destombes es Cornelio de Simone, que vuelve a citar a sus paisanos, los hermanos «Zeno», como los descubridores de Norteamérica a principios del siglo xv. En otro de sus libros defiende el descubrimiento de Norteamérica por el veneciano Giovanni Caboto, siendo el documento más importante de este viaje es una carta escrita en español de reputación más que dudosa.31 A ellos se suma Paul Gaffarel, autor que ha defendido con argumentos poco convincentes la teoría de que los irlandeses llegaron a América antes que los vikingos.32 Por su parte, el clérigo e historiador episcopaliano Benjamin Franklin da Costa, además de firme creyente en la «historia» de Verrazano y en los mapas de su hermano, es defensor del descubrimiento vikingo de Maine en los actuales Estados Unidos.33 Prospero Peragallo fue un autor italiano especializado en crónicas portuguesas y gestas realizadas por italianos, además CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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de defender apasionadamente algunas causas perdidas como la veracidad de las aseveraciones del hijo del almirante, Fernando Colón, figura ampliamente criticada por la notoria falsedad de muchas de sus afirmaciones sobre la figura y hechos de su padre.34 Peragallo se enfrenta dialécticamente con Henry Harrisse en un librito de veintinueve páginas e igualmente defiende la identidad de Giovanni Verrazzano frente a los que lo identifican con el corsario «Giovanni Florin».35 Con un estilo muy particular, ve como una obligación patriótica defender la figura de Giovanni de Verrazano para que no se confunda con la de un vulgar pirata: «la cuestión tenía que decidirse de forma concluyente y triunfal a mayor gloria del navegante florentino, la conciencia me decía que no solo haría un trabajo justo, sino patriótico…» (Intorno alla supposta identità di Giovanni Verrazzano, 3).36 Peragallo, furioso con la publicación de Henry C. Murphy por comparar al egregio explorador Verrazano con un vulgar pirata, le defiende como si el honor de su familia estuviese en entredicho: «Hace unos años, el estadounidense Murphy salió con un libro en el que, después de haber intentado, a fuerza de sofistería, paralogismo, estiramientos e insinuaciones malignas, despojar a Verrazzano de la gloria del descubridor» (4).37 Wroth se posiciona claramente del lado de Peragallo, porque, según él, sus argumentos se caracterizan por el «sentido común»: «The Peragallo refutations of 1897 and 1900, characterized by common sense, would have been enough in themselves to clear up the persistent confusion between identities of Florin and Verrazzano» (p. 258). De entre los otros autores mencionados, además del importante libro sobre el constructor naval y pirata bretón Ango (padre e hijo) de Eugene Guenin y el libro sobre Verrazano de Gabriel Gravier, el más eminente es el historiador franco-estadounidense Henry Harrisse, autor de The Discovery of North America, obra canónica por excelencia del descubrimiento de Norteamérica.38 A este autor, del que sí debemos tener cuidadosamente en cuenta sus opiniones sobre Verrazano, veremos que no se posiciona al respecto, porque son muchas sus dudas en torno a los viajes de Verrazano, como cuando afirma, en su The Discovery of Nor­ th America, que una conclusión tan diferente a las nociones comúnmente conocidas en materia de historia geográfica no puede aceptarse sin ser sometida primero a pruebas y análisis severos (78). Las dudas de Harrisse a la hora de posicionarse no son gratuitas, ya que anteriormente había tenido fuertes controversias con algún nacionalista inglés que afirmaba que la palabra Amé 181

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rica ya existía antes del mapa de Martin Waldseemuller de 1507 (donde teóricamente aparece por primera vez el nombre «América») y de Américo Vespucci.39 En cuanto a la disputa histórica sobre Verrazano escribe: Sin estar aún en posesión de los nuevos hallazgos que espe­ ramos que, a petición nuestra, puedan resultar de las investiga­ ciones iniciadas por el Gobierno francés entre los documentos del Almirante Bonnivet y en los archivos parlamentarios de Rouen (en Honfleur y Dieppe se han agotado), así como en la Torre do Tombo en Lisboa, por un amigo a quien le hemos encargado examinar la correspondencia diplomática de Joao da Silveyra, Pedro Gómez Teixeira y Diego de Gouveya, nos abstendremos por el momento de analizar los documentos mencionados anteriormente (215). Harrisse es consciente de los problemas habidos con los mapas de Visconte de Maggiolo referentes al viaje de Verrazano, en cuanto a autoría, fechas, grafía, controversias, etcétera.40 Una de las reservas más importantes de Harrisse sobre el pretendido viaje de Verrazano es que los reyes franceses no lo anunciasen en su momento a «bombo y platillo», como siempre habían hecho. Resulta sorprendente, por tanto, que los viajes de Jacques Cartier (1534), realizados diez años después, fueran considerados oficialmente los primeros: ¿Por qué? Sabemos que Francisco I cada vez que tenía una oportunidad de ponerse una «pluma en el sombrero», como dicen los norteamericanos, la aprovechaba. Gracias a la crónica portuguesa de 1613, Crónica do muyto alto e muito poderoso rey destes reynos de Portugal dom Ioão III [Crónica del muy alto y poderoso rey de estos reinos de Portugal don Juan III], de Francisco D’Andrada, a la que nos remite Harrisse, confirmamos que Giovanni de Verrazano no era más que un vulgar pirata que se ofreció al rey de Francia y que éste aceptó gustoso sus servicios para seguir haciendo estragos en las costas portuguesas del Brasil. Dice la crónica portuguesa: Durante este tiempo fue el rey avisado por algunos portugue­ ses que negociaban en Francia que un Juan Varezano, florentino de nación, se ofreció al rey Francisco para descubrir en el Oriente otros reinos que los portugueses todavía no habían descubierto, y que en los puertos de Normandia se hacían con prisa armadas con el beneplácito de los almirantes de la costa de Francia y la disimu­ lación del rey Francisco, para ir a poblar la tierra de Santa Cruz, llamada Brasil, descubierta y demarcada por los portugueses en su segundo viaje a la India (I parte, cap. 13, p. 12 v.).41 CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Dicha crónica también nos dice que en lo único en que el rey francés mantuvo su palabra durante los nueve años que estuvo allí el embajador João Silveira fue en no mandar al «florentino», esto es, a Verrazano, a tierras americanas: «Que fueron nueve años continuos en los cuales no acabó ninguno de los negocios que llevaba a cabo [el rey de Francia] excepto el de prohibir el viaje del florentino que atrás hice mención y el de algunos navíos de corsarios» (D’Andrada, parte i, cap. 14, p. 14 r.). En fuentes españolas como las de Antonio de Herrera y Tordesillas o Andrés González Barcia, en las que no aparece ningún descubrimiento realizado por parte de «Verrazano», sí es célebre, no obstante, la hazaña de Juan Florentin al tomar el tesoro mexicano (Smith, 20). Efectivamente, no será hasta principios del siglo xvii cuando Antonio de Herrera y Tordesillas dedique un capítulo al viaje de «Juan Verraçano Florentín» (tomo ii, década 3, libro 6, cap. 9, p. 191). Como decía en una entrevista la dueña del archivo privado más importante de Europa, Luisa Isabel Álvarez de Toledo, «falsificaciones las ha habido siempre y por lo que parece nada va a cambiar».42 Wroth termina su libro poniendo todo el peso de sus afirmaciones en el conocido traductor italiano Giovanni Battista Ramusio: Ser aclamado por Ramusio como un gran capitán con co­ nocimiento de marinería y el arte de la navegación, explorador y descubridor exitoso, defensor de la colonización, hombre sabio e inteligente que se había dedicado a emprender tareas que exigían valor, trabajo y sudor. Giovanni da Verrazzano está nominado para tener un asiento entre la élite de su tiempo, hombres de pen­ samiento y acción que dieron dirección a los destinos del mundo moderno. Aquí, dijo el gran historiador de viajes [Ramusio], fue un «caballero valiente» cuya fama no debería ser enterrada y cuyo nombre no deberá pasar al olvido (Wroth, 264). Pero Ramusio, con el todo el crédito que se merece por la enorme cantidad de traducciones de viajes realizadas, no deja de hacer valido el conocido adagio: traduttore, traditore. Así es, el conocido traductor veneciano se toma a menudo más licencias de las necesarias, como bien resumen los historiadores Richard Flint y Shirley Cushing Flint: «Ramusio has a deservedly poor reputation as a publisher of translations, because from time to time he introduce alterations and additions to the original texts without the slightest editorial acknowledgment» (186). 183

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III.  AFIRMACIONES DUDOSAS DE LA CARTA

Para concluir, comentaré sucintamente la traducción al inglés de Susan Tarrow del Códice Cèllere que aparece en la obra de Lawrence C. Wroth, y sus diferencias con la traducción incluida en la obra de Henry Murphy.43 En la traducción de Tarrow se afirma que la carta original se escribió a principios de 1524 (N. 1, p. 133. cap. 9). Según dicha carta, de los cuatro barcos que salieron en la expedición de Verrazano, sólo continuó uno, el «Dauphine». Salieron de Madeira el 17 de enero de 1524, con cincuenta hombres y comida para ocho meses. El 24 de febrero se encontraron con «una tormenta como nunca antes los hombres se la habían encontrado». Veinticinco días después y cuatrocientas leguas más lejos dieron con una tierra «nunca antes vista por ningún hombre antiguo o moderno». Pareciera como si el autor de esta «carta» sobre Norteamérica sí tuviese experiencia en las navegaciones por Siria, Etiopía y el Mediterráneo Oriental. Sin embargo, ni el color de los indios americanos, ni su fisiología, ni el tipo de canoas se corresponde a la realidad de los habitantes de la costa atlántica de los Estados Unidos y Canadá. Recordemos que en la primera descripción de indígenas americanos, el 13 de octubre de 1492, Cristóbal Colón afirmó que no había ninguno que fuese «prieto», esto es, negro: Luego que amaneció vinieron a la playa muchos de estos hom­ bres, todos mancebos, como dicho tengo, y todos de buena estatura, gente muy fermosa: los cabellos no crespos, salvo corredios y grue­ sos, como sedas de caballo, y todos de la frente y cabeza muy ancha más que otra generación que fasta aquí haya visto, y los ojos muy fermosos y no pequeños, y ellos ninguno prieto, salvo de la color de los canarios.44 Algunas afirmaciones dudosas de la carta: 1.  La gran pregunta que se nos plantea es si, en la traducción de un manuscrito tan importante, realizada por un profesional como es de suponer por las credenciales de Susan Tarrow, traducir la palabra «nero», o su plural «neri», por «dark» es gratuito. En italiano la palabra «dark» es casi igual que en español, «oscuro». Si el término que va a ser uno de los puntos clave para decidir si el documento es auténtico depende de la afirmación de la existencia de indios «negros» en la América del norte y la traducción oficial al inglés del Códice Cèllere elimina esa palabra, tenemos un problema. Como siempre, lo mejor es ir al manuscrito original para cerciorarse y en este caso no hay duda posible, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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puesto que la palabra aparece además en dos ocasiones y en una de ellas acompañada del adjetivo etíope.45 El manuscrito original en italiano del Códice Cèllere dice: «sono di colori neri nó molto dagli Ethiopi disformi» (fol. 2 v.). Dos folios más adelante, dice: «sono di colore nero como gli altri» (Wroth, cap. 7, 103, Cèllere, fol. 4 r.). En la traducción del Códice Cèllere (Tarrow), en referencia al color de los indígenas de la costa atlántica, aparece: «Son de color oscuro, no muy diferente al de los etíopes, con el pelo negro y grueso, no muy largo, atado detrás de la cabeza como una pequeña cola».46 2.  «[S]ono di forza nó molta» (ms. 776, fol. 2v.), dice el manuscrito Cèllere refiriéndose a los indígenas de la costa norteamericana.47 Todo lo contrario, son de una fuerza descomunal, ya que los mismos españoles que fueron a la costa atlántica de lo que hoy son los Estados Unidos dan cuentan de cómo no tenían fuerza para abrir los arcos que ellos usaban y que podían atravesar con sus flechas hasta dos cotas de malla española, como muy bien cuenta el Inca Garcilaso de la Vega en el capítulo xviii de su Flori­ da del Inca: «En cuanto al físico de estos hombres, son bien proporcionados, de estatura media, un poco más altos que nosotros. Tienen el pecho ancho, brazos fuertes y las piernas y otras partes del cuerpo están bien formadas».48 En la traducción de Tarrow dice: «No son muy fuertes, pero tienen una astucia aguda, y son corredores ágiles y rápidos» (Wroth, cap. 9, 134).49 Extrañas contradicciones de esta carta que nos dice primero que estos indígenas «negros» son de pechos anchos, un poco más altos que sus visitantes, de brazos fuertes, piernas bien proporcionadas... y tres líneas después, se nos dice que «no son muy fuertes de cuerpo, pero agudos de mente según pudieron observar» (Murphy, 172). También nos dice que esos indígenas son de extremidades mucho más delicadas y menos poderosas, pero que son más espabilados «quick-witted». Por las descripciones de los primeros navegantes de esas costas, Vázquez de Ayllón, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Hernando de Soto, Hernández de Biedma, Hernando de Escalante y Fontaneda, Fidalgo de Elvas, René de Laudonniere, Cartier, etcétera, es sabido que a los indígenas de toda esa costa de Norteamérica nunca se los ha descrito como «negros» y mucho menos «débiles». Lo que nos lleva a conjeturar que la carta fue escrita después de 1524, en un despacho de alguna parte de Francia o quizá de Italia. Además, ¿cómo se observa la agudeza mental cuando apenas se ha tenido trato con ellos?, ¿en qué quedamos?, ¿son de pechos anchos y brazos fuertes o son de pocas 185

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fuerzas? Además de la notoria contradicción de las descripciones físicas, esta sería la primera crónica de la América del Norte en describir a los indígenas de estas costas como de «pocas fuerzas» o, como dice el manuscrito original en italiano, «sono di forza nó molta» (ms. 776, fol. 2v.).50 3.  Unas líneas más adelante se nos dice que no pudieron aprender mucho de las costumbres de estos indios, porque estuvieron muy poco tiempo en tierra, ya que eran pocos hombres y su barco estaba anclado en alta mar. Según la traducción de Tarrow: «No pudimos conocer los detalles de la vida y las costumbres de estas personas debido al poco tiempo que pasamos en la tierra, debido al hecho de que había pocos hombres y el barco estaba anclado en alta mar» (Wroth, cap. 9, 134).51 4.  Lo más interesante es la afirmación de que en aquellas tierras, en las que apenas han podido pasar tiempo, hay oro. Según la traducción de Tarrow: «Hay otras riquezas, como el oro, que el suelo de ese color generalmente denota» (Wroth, cap. 9, 134).52 Hoy sabemos que esa afirmación es totalmente falsa, con el fin, sin duda alguna, de llamar la atención y despertar el interés por dicha región. 5.  De la misma manera se dice que el color amarillo, a diferencia del azul o el rojo, es el que en nada valoran y más desprecian los indígenas. Por supuesto, esto es lo que quieren escuchar los que van a leer la carta.53 Según la traducción de Tarrow: «No valoran el oro por su color; piensan que es el más inútil de todos [los metales], y califican el azul y el rojo por encima de todos los demás colores. Las cosas que les dimos que más apreciaban eran pequeñas campanillas, cristales azules y otras baratijas para poner en la oreja o alrededor del cuello. No apreciaban las telas de seda y oro, ni siquiera las de ningún otro tipo, ni les importaba tenerlas» (Wroth, cap. 9, 138).54 6.  Se nos cuenta sorprendentemente que mandaron a un joven marinero en medio de un mar con enormes olas: «El mar a lo largo de la costa estaba agitado por enormes olas debido a la playa en mar abierto, por lo que era imposible desembarcar a nadie sin poner en peligro el bote» (Wroth, cap. 9, 135).55 El pobre infeliz, según la carta, tuvo que ir nadando hasta la orilla con cuentas, espejuelos y cascabeles, llegando medio muerto de cansancio y, añadiría yo, de frío, si era el mes de marzo. Los indios lo recogieron y se lo llevaron hacia el interior. Es aquí donde el autor omnisciente de la carta nos dice que los indios, en su lengua, le decían al marinero, que gritaba desconsoladamente, que CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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no se preocupase y que no tuviese miedo. ¿Cómo sabía, desde la distancia en que se encontraba el barco, lo que decían los indios al pobre marinero casi inconsciente si además no conocía su lengua? Al parecer, siempre según la carta, los indios hicieron un fuego para reanimarle, no para comérselo como pensaban los marineros (Tarrow, cap. 9, 135). Además, ¿por qué mandaron a este pobre desgraciado con el riesgo que sabían que corría? Una vez de vuelta en el barco, el joven marinero describió a estos indígenas como «negros». No obstante, en la traducción de Tarrow leemos: «son oscuros de color como las otras tribus» («they are dark in color like other [tribes]») (Wroth, cap. 9, 135). En el original italiano del manuscrito Cèllere, vuelve a decir que son de color negro: «sono di colore nero como gli altri» (Wroth, cap. 7, 103, Cèllere, fol. 4 r.). 7.  Un poco más adelante se nos dice que cincuenta millas más al norte desembarcaron veinte hombres y que los indios huyeron al ver a los franceses, dejando sola a una señora mayor con dos niños y a una chica joven «alta y hermosa» de dieciocho o veinte años con sus tres niñas. Aunque intentaron raptar a la joven para llevársela a Francia, no pudieron, porque, según dice la carta, los gritos que daba eran tales que tuvieron que desistir y entonces se tuvieron que llevar a un niño que estaba con la señora mayor (Wroth, cap. 9, 136). Me resulta «difícil de creer» que veinte marineros franceses no hayan sido capaces de llevarse a una joven de dieciocho o veinte años. 8.  En esta misma página se dice que los animales salvajes son mucho más feroces que en Europa, porque están continuamente acechados por los cazadores (Cèllere fol. 4 v., Wroth, cap. 7, 104). Peregrina afirmación, sin duda. 9.  La descripción de barcas indígenas que viene a continuación ya fue motivo de crítica por parte de Henry Murphy, que dice que el autor de esta «Relación» no sabía nada de barcos y que toda esta información es una «fabricación» (Murphy, 76). Según el manuscrito, estos indios hacen sus barcas con troncos de veinte pies de largo y cuatro de ancho sin usar piedra, hierro o cualquier otro tipo de metal. Igualmente, se cuenta que en doscientas leguas que recorrieron, no vieron una sola piedra de ningún tipo. Según la traducción de Tarrow: «Vimos muchos de sus pequeños botes hechos de un solo árbol, de veinte pies de largo y cuatro pies de ancho, que se ensamblan sin piedra, hierro ni ningún otro tipo de metal. Porque en todo el país, en el área de doscientas leguas que cubrimos, no vimos piedra de ningún 187

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tipo» (Wroth, cap. 9, 136).56 No se menciona que los indios de la zona atlántica de la América septentrional usaban unas ligerísimas canoas de corteza de abedul, que a su vez podían cobijarles en las frías noches de invierno. Es común entre todas las tribus algonquinas, iroquesas, hurones, montañeses, etcétera. Tampoco menciona el común uso del tabaco entre ellos. 10.  Las descripciones de las casas de estos indígenas, según la carta, también son interesantes, porque, aunque el presunto Verrazano no las hubiera visto, por «conjeturas y señales» presupone, hablando en plural, que las casas son de madera y hierba y que muchos de estos indios duermen al raso. Según la traducción de Tarrow: «Pensamos por muchas señales que vimos que [las casas] están construidas de madera y hierba. También pensamos por varias conjeturas y señales que muchos de los que duermen en el país no tienen más que el cielo para cubrirse» (Wroth, cap. 9, 137).57 Quién haya vivido en esa parte de Norteamérica sabrá que ni siquiera los osos duermen al raso en invierno, dadas las gélidas temperaturas que duran hasta mediados de abril. 11.  De la misma forma, y como no podía ser de otra manera, el historiador Buckingham Smith se sorprende de cómo, habiendo llegado a los cincuenta grados de altura, Verrazano no haya visto ni un solo barco pesquero portugués, bretón o normando por aquellas latitudes.58 Su duda se basa en la existencia de una carta de 1527 del capitán de un velero inglés, un tal Rutt, dirigida al rey Enrique VIII, que decía que tenía noticia de la existencia de tráfico pesquero por esa zona. Información venida del mismo velero inglés y tomada después por oficiales españoles a la llegada de dicho barco a Puerto Rico. Los oficiales ingleses afirmaron que en la zona de los «Bacalaos» habían visto cincuenta velas de españoles, franceses y portugueses (Smith, nota, pp. 17 y 18). Afortunadamente, dicha información viene ratificada por un documento conservado en el Archivo General de Indias que narra lo que ocurrió con dicho navío inglés en la isla de la Mona. «E por miedo que aquella agua no les derritiera la pez de la nao, se bolvieron e vinieron a Reconoscer a los Vacallaos donde hallaron bien cinquenta naos castellanas y francesas e portuguesas pescando...».59 CONCLUSIÓN

Paradójicamente, toda la evidencia documental de archivo estudiada en los últimos años invita a pensar que bastantes años antes de que estos descubridores oficiales, reales o ficticios (Caboto, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Verrazano, Gomes, Cartier, etcétera), navegasen por estas aguas, ya había otros hombres de mar españoles, portugueses y bretones pescando ballena y bacalao sin ningún ánimo de reclamarlas para ningún monarca. Más bien, todo lo contrario, tuvieron buen cuidado en mantener en secreto la localización de los bancos de pesca más ricos del mundo. Fueron los «descubridores de un paso al Pacífico que no existía», los que vinieron a complicar las cosas, reclamando esas aguas y tierras para sus respectivos señores para así adjudicarse los títulos, privilegios y ganancias que eso conllevaba. La carta de Verrazano es una creación, una fabricación ficticia, basada en hechos reales que tuvieron como marco histórico la lucha por la posesión del paso a la «mar del Sur», esto es, al Pacífico, y, con ello, a las riquezas de Oriente. Esta creencia de la existencia de un paso, de un atajo, a la mar del Sur y, por lo tanto, a la «Especiería» por la zona que hoy es Canadá duró hasta casi bien entrado el siglo xviii. Toda la información que tenemos sobre la vida y obra de Verrazano se basa en unos cimientos muy frágiles, aunque, un pequeño ejército de hábiles investigadores quiera darle una relevancia y veracidad que nunca tuvo.

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NOTAS 1 Reuben Gold Thwaites, The Jesuit Relations and Allied Documents. Travels and Explorationsof the Jesuit Missionaries in New France 1610-1791 (73 vols.). Cleveland: The Burrows Brothers Company, 1818, vol. 8, cap. 3, 8). 2 Véase, Martín Fernández de Navarrete, Colección de los Viajes y descubrimentos, 3 vols. Biblioteca de Autores Españoles, 75-77, Madrid: Atlas, 1954. (1: 33-34). 3 Véase a Poggio Bracciolini que incluye en el libro iv de su obra De varietate fortunae los viajes de Niccoló de Conti a la India, incluyendo fábulas como la de los «orejones de la Trapobana». Poggii Bracciolini, De varietate fortunae, Lutetiae Parisiorum, 1723. 4 Véase, Juan Pimentel, Testigos del mundo. Madrid: Marcial Pons, 2003, 36. 5 Utilizo la versión del nombre y apellido «Giovanni da Verazzano» (Janus Verazanus), al igual que aparece en la versión Cèllere: Del Viaggio del Verazzano Nobile Fiorentino al Servizio di Francesco I, Ri de Francia, fatto nel 1524 all’America Settentrional. No obstante, es más habitual la forma «Verrazzano» entre muchos de los historiadores y biógrafos. 6 Véase, «Armada para defensa de corsarios franceses» (carabelas). Archivo General de Indias, (de ahora en adelante, AGI.), Indiferente, 420, L. 9, F. 35 R. También, «Armamento de carabelas para defensa de corsarios franceses» AGI. Indiferente 420, L. 9, fols. 167v. 168v. 7 Véase mi artículo, «El mito de “John Cabot”: construcción británica para reclamar la soberanía de Norteamérica», Cuadernos Hispanoamericanos. 788 (2016): 4-25. 8 «Los únicos que defienden la condición de navegante del veneciano son sus amigos italianos, Raimondo de Raimondi de Soncino, Pasqualino, etcétera. Caboto ya había prometido a varios de ellos prebendas, regalarles islas e incluso obispados, en el “Nuevo Mundo”». Manuel Ballesteros Gaibrois, Juan Caboto. Cuadernos Colombinos, 21. Valladolid: Casa Museo de Colón, 1997, 212-216. 9 Véase, «Charles de Gaulle’s infamous “Vive le Québec libre” speech feted, 50 years on». Andrea Bellemare. July 24, 2017. CBC News. <https://www.cbc.ca/news/ canada/montreal/charles-de-gaulle-speech-50thannivesary-1.4218130> [consultado el 10 de julio de 2019]. 10 Véase el excelente artículo del portugués José Manuel Malhão Pereira, desmontando todas las teorías del marino inglés Menzies sobre este asunto: «Algunas consideraciones de orden crítico al libro, 1421- The Year China Discovered the World, de Gavin Menzies en «España en los orígenes de Canadá en los siglos xv y xvi», Cuadernos Hispanoamericanos, 788. (2016): 2-71. Véase, Menzies, Gavin. 1421 The Year China Discovered the World. London: Bantam Books, 2002. 11 Véase, Laudonniere, René. L’Histoire Notable de la Floride (1586). Paris: Chez P. Jannet, Librarie, 1853, p. 2. Pocos años después (1601), Antonio de Herrera y Tordesillas también incluirá ese nombre: «determinaron CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

de bolverse á Francia, haviendo descubierto setecientas leguas de costa, i dexando á esta Tierra por nombre, la Nueva Francia. Historia General de los Hechos de los Castellanos en las Islas y Tierra Firme del Mar Oceano (IV Décadas). Madrid: Oficina Real de Nicolás Rodríguez, 1726, tomo ii, década 3, libro 6, cap. 9, p. 191. 12 Carta del cardenal de Toledo al Emperador (27 de enero de 1541), publicada por H. P. Biggar, A Collection of Documents relating to Jacques Cartier and the Sieur de Roberval, Public Archives of Canada, Ottawa, 1930, doc. CXV, p. 190, y citada por Tania Arias, Op. Cit., 47. 13 Otro de los historiadores españoles que más tinta ha hecho correr sobre este personaje fue Andrés González de Barcia. Andrés González Barcia, Ensayo cronológico para la historia general de la Florida. Madrid: Oficina Real, 1723, déc. 2, p. 8. Véase también, Antonio de Herrera y Tordesillas, Historia General..., tomo ii, década 3, libro 6, cap. 9, p. 189-191. 14 Véanse, Henry C. Murphy, The Voyage of Verrazzano: A chapter in the Early History of Maritime Discovery in America. New York, 1875, también, Buckingham Smith, An Inquiry Into The Authenticity of Documents concerning a Discovery In North America Claimed to have been Made By Verrazzano. New York: New York Historical Society, 1864. 15 Harrisse, comenta sobre un «curioso» estrecho entre océanos. [Cuando no se indique lo contrario las traducciones serán mías]: «Una forma tan peculiar, junto con un estrecho regular cortado de norte a sur, en la parte posterior de Yucatán, indican, por parte del fabricante del prototipo utilizado por Maggiolo, la necesidad de explicar cartográficamente la hipótesis de un pasaje occidental. Esta intención, y el carácter dudoso del dibujo, se muestran en la leyenda: Stretto dubitoso – “Doubtful Strait”, ubicado en la entrada sur de la abertura» (218). Le extraña además que el nombre de Verrazano no aparezca en el mapa. Véase, Henry Harrisse, The Discovery of North America. London: Henry Stevens and Sons, 1892. 16 También encontramos un documento de 1583, «Descubrimiento de un estrecho por los ingleses en Terranova», donde los ingleses se reservan el monopolio de pesca en Terranova y que aquellos que lo hagan tendrán que pagar dinero y llevar un pasaporte otorgado por ellos. AGI., Patronato, 265, R. 40. Véase también el «descubrimiento del paso del norte por Henry Hudson» (llamado «juan» en este documento): Descubrimiento del paso de Noroeste de América. AGI, Indiferente, 1528, N.16. 17 En el caso de la veracidad de la empresa española contamos con una Real Provisión concediendo al piloto mayor «Esteban Gómez» un escudo de armas por su búsqueda de un paso para la isla de la Especiería, entre otras cosas. Esteban Gómez, AGI, Indiferente, 422, L. 16, F. 108V-110R. 18 Dana Schulz, «Oldest map of New York may become most expensive map ever sold at $10 M». 6 sqft. October 17, 2016. <https://www.6sqft.com/oldestmap-of-new-york-may-become-most-expensive-

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map-ever-sold-at-10m/>. [Consultado el 12 de julio de 2019]. 19 La fecha que da Biggar de 1539? (22 de enero), con punto de interrogación, es incorrecta dado que en el mismo documento menciona la salida de Cabeza de Vaca hacia el Río de la Plata, por lo que debe tratarse de finales de 1540. (Biggar, Doc. 75, 81). Efectivamente, dicho documento se encuentra en el Archivo Nacional Torre do Tombo (Corpo Chronologico, parte 3, maço 14, doc. 37. 20 Para algunos este corsario fue Giovanni da Verrazano. «Navíos franceses de Andalucía a Nueva España: Juan Florín». AGI, Patronato, 267, N. 2, R. 8. 21 Véase, Lawrence Wroth, The Voyages of Giovanni da Verrazzano. New Haven: Yale University Press, 1970. Existen tres versiones de la carta de Verazzano a Francisco I anteriores a la de 1909: La primera, la F [Florencia] (Magliabechian Version). El Códice Magliabechiano fue encontrado en la Biblioteca Nacional de Florencia a finales del siglo xvi, con una carta de un tal Bernardo de Carli mandada a su padre el 4 de agosto de 1524. Fue transcrita por George Green y traducida al inglés por Joseph G. Cogswell para la Collection of the New York Historical Society, 2nd ser. I (1841), pp. 37-67. La segunda, la versión Rm [Ramusio], del traductor renacentista Giovanni Ramusio, Navegatione et Viaggi, Venecia, 1556, con una traducción al inglés a cargo del conocido impresor inglés Richard Hakluyt en 1582 (Divers Voyages). La tercera, la versión C (Cimento Fragment), que lleva el sello de Ramusio y contiene la parte cosmográfica omitida en la versión original. 22 Giovanni Ramusio, según especialistas de hoy en día, tuvo la tendencia a modificar algunas de sus traducciones (véase Richard Flint y Shirley Cushing, Flint, Documents of the Coronado Expedition, 1539-1542. Dallas: Southern Methodist University, 2005, 186. La figura del autor de la otra copia de Verazzano, Fernando Carli, es la de un personaje que no tuvo ninguna relevancia política, ni histórica, ni ocupó ningún puesto importante, lo que lleva a Murphy a preguntarse cómo pudo esta persona conseguir ningún tipo de «información oficial». 23 El Cèllere Codex (Del Viaggio del Verrazzano Nobile Fiorentino al Servizio di Francesco I, Ri de Francia, fatto nel 1524 all’America Settentrionale) es una de las tres copias que se conservan de un manuscrito presuntamente creado en 1524, (Wroth, 94). El manuscrito atribuido a Verrazano se encuentra en la biblioteca del conde Guido Macci de Cèllere del cual recibe su nombre. 24 El de la Magliabechian library de Florencia [Códice F], conservado en la New York Historical Society (Second Seriews. Vol. 1, pp. 41-51). 25 Véase, John Bidwell, «Frederick Baldwin Adams, Jr.», American Antiquarian Society. 111.2 (2001), 498-502, 499. 26 La cursiva es mía. 27 Veamos unos pocos ejemplos: «It seems clear», «It seems reasonable to believe», «We may assume»... (p. 231). Continúa con más oraciones condicionales e hipotéticas, como «The presumption is that Verraz-

zano» (p. 233), «They could have been intended» (p. 234), «He seems to have been attached to Magellan» (p. 234), «He could have learned the Cape route from this far-wandering captain who had gone as far as Malacca that way in 1511» (p. 234), «It is a possibility, indeed, that...» (p. 234), «If it were to be affirmed in rebuttal» (p. 234), «An explanation of what seems to be the intrusion of the long voyage...» (p. 234), «He may have gone there under secret arrangement to the spiceries of the Indies» (p. 235), «It may be that» (p. 235), «Giulio’s versified history is not to be despised as a source of knowledge of the politics, art, science, and history of sixteenth century» (p. 238), «Clearly this relationship must have existed [between Verrazzano and Paolo Giovio first owner of the Cellere Codex] before the voyage or have begun very soon afterward...» (p. 239). «Slight though the record is…», etcetera. 28 Véase Marcel Destombes, «Nautical Charts Attributed to Verrazano (1525-1528)» Imago Mundi, vol. 11 (1954), pp. 57-66, 59. Véase, Jorge Martín García, «Edición y estudio de la Relación de lo sucedido en la prisión del rey de Francia de Gonzalo Fernández de Oviedo». Tesis Doctoral. Universidad de Salamanca, Departamento de Literatura Española e Hispanoamericana, 2017. 29 «El asunto de Zeno sigue siendo uno de los más absurdos y, al mismo tiempo, uno de las fabricaciones más exitosas en la historia de la exploración». T. G. Oleson en el Dictionary of Canadian Geography. «Zeno, Nicolo and Antonio». <http://www.biographi.ca/en/bio. php?id_nbr=592> [Consultado el 23 de julio de 2019{. 30 Richard Henry Major. «On the voyages of the Venetian brothers Zeno, to the northern seas, in the fourteenth century». Proceedings of the Massachusetts Historical Society, from September to December, 1874 (inclusive) pp. 352-366. Véanse también del mismo autor: The voyages of the Venetian brothers Zeno to the northern seas in the fourteenth century. Boston: Massachusetts historical society, 1875 (19 pp.), y Memoir on a mappemonde by Leonardo da Vinci, being the earliest map hitherto known containing the name of America: now in the royal collection at Windsor. London: Printed by J.B. Nichols and Sons, 1865. 31 Véase de Cornelio de Simone, I viaggi e la carta dei fratelli Zeno veneziani (1390-1405). Firenze: M. Cellini, 1878; también: Intorno a Giovanni Caboto, genovese, scopritore del Labrador e di altre regioni dell’alta America settentrionale. 32 Véanse de este autor, Gaffarel, Paul, 1843-1920.; Histoire de la Floride française; París: Firmin-Didot et cie, 1875. También, Histoire du Brésil français au seizième siècle, París, Maisonneuve et cie, 1878. Véase, igualmente, Ballesteros Beretta, Génesis del descubrimiento, 190. 33 De Benjamin Franklin Da Costa, véanse Verrazano the explorer: being a vindication of his letter and voyage, with an examination of the map of Hieronimo da Verrazano and a dissertation upon the globe of Vlpius. To which is prefixed a bibliography of the subject. New York: A. S. Barnes and Company, 1880. También, The

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Pre-Columbian Discovery of North America by the Northmen. Albany: Joel Munsell, 1868. 34 Véase, de este autor: L’autenticità delle Historie di Fernando Colombo e le critiche del signor Enrico Harrisse: con ampi frammenti del testo spagnuolo di D. Fernando. Genova: R. Istituto Sordo/Muti, 1884. 35 Ibid., Intorno alla supposta identità di Giovanni Verrazzano, col corsaro francese Giovanni Florin. Roma: Presso la Societa geografica italiana, 1897. 36 En el original: «La questione dovea essere perentoriamente e triunfalmente decisa in onore del navigatore fiorentino, la coscienza mi diceva che avrei fatto opera non solo giusta ma patriotica...» (Intorno alla supposta identità di Giovanni Verrazzano, 3). 37 En el original: «Pocchi anni fa, l’americano Murphy usciva fuori con un libro, nel quale, dopo di avere tentato, a furia di sofismi, paralogismi, stiracchiature, e maligne insinuazioni, di spogliare il Verrazzano della gloria di scopritore» (4). 38 De Gabriel Gravier, véase: Les voyages de Giovanni Verrazano sur les côtes d’Amérique avec des marins normands, pour le compte du roi de France en 15241528. Rouen: E. Cagniard, 1898. (32 pp.). De Próspero Peragallo véase: Intorno alla supposta identità di Giovanni Verrazzano, col corsaro francese Giovanni Florin. Roma: Presso la Societa geografica italiana, 1897. pp. 29., también, L’autenticità delle Historie di Fernando Colombo e le critiche del signor Enrico Harrisse: con ampi frammenti del testo spagnuolo di D. Fernando. Genova: R. IstitutoSordo/Muti, 1884. De Eugene Guenin, véase: Ango et ses pilotes. Paris: Impremerie Nationale, 1901. De Fabio Romanini, véase: «Sulla “Lettera a Francesco I re di Francia” di Giovanni da Verrazzano. Con una nuova edizione», Filologia Italiana, 9. (2012), pp. 127-190. 39 Sobre la disputa entre Henry Harrisse y Mr. G.E. Weare en referencia a la palabra América aparecida antes del siglo xv, véase: Weare, Mr. G. E. «Cabots Discovery of North America», London: Privately printed by the author, 1897. La palabra «América», que aparece en un documento presumiblemente falso de Bristol, jamás se usó en ningún documento del siglo xv. 40 Harrisse menciona el caso del archivista genovés Cornelio Desimodi que decidió que la fecha de 1587 de uno de los mapas de Maggiolo se trataba de una lectura incorrecta y que la lectura correcta debía ser la de 1524. Por supuesto, la que a él le interesaba para defender la veracidad de los hermanos Verrazano (217). También nota diferencias notables entre los mapas de Maggiolo y Jerome de Verrazano (219). 41 Véase, Francisco D’Andrada, Crónica do muyto alto e muito poderoso rey destes reynos de Portugal dom Ioão III. Lisboa: Impresa com as licenças de Jorge Rodrigues, 1613. [La traducción es mía]). (I parte, cap. 13, p. 13 r.). Harrisse se equivova en la paginación, no es la p. 13 r., sino la anterior 12 v. 42 Entrevista realizada a la duquesa de medina Sidonia en Sánlúcar de Barrameda en 1985. Mis respetos a una señora que, con la ayuda de Liliane Dalhman, dedicó CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

toda su vida a catalogar un formidable archivo que anteriormente se encontraba en un garaje. 43 A cargo de del doctor J. G. Cogswell y realizada a partir del manuscrito de la Magliabechian Library de Florencia conservado en la New York Historical Society (Second Seriews. Vol. 1, pp.41-51). 44 Véase, Colón, Cristóbal. Los cuatro viajes del almirante y su testamento. Ed. Ignacio B. Anzoátegui. Madrid: Espasa-Calpe, 1991, p. 31. 45 Algo parecido ocurrió con la traducción al inglés de la carta de John Cabot en la que, en referencia a unas «alimañas», se traduce la palabra «campesinas» por domésticas, en vez de «silvestres», su significado en el siglo xv. La diferencia es importante, dado que un caso se puede estar hablando de pueblos que conocen la ganadería a pueblos que son trashumantes. 46 En la traducción de Tarrow: «They are dark in color, not unlike the Ethiopians, with thick black hair, not very long, tied back behind the head like a small tail. As for the physique of these men, they are well proportioned, of medium height, a little taller than we are. They have broad chest, strong arms, and the legs and other parts of the body are well composed» (p. 134). 47 Véase, Cèllere Codex. Morgan Ms. 776. Morgan Library and Museum, New York. 48 Véase, el Inca Garcilaso de la Vega, La Florida del Inca. Ed. y notas de Emma Susana Speratti Piñero. Fondo de Cultura Económica, México, 1956, 134. 49 En el Tarrow: «They are not very strong, but they have a sharp cunning, and are agile and swift runners» (Wroth, cap. 9, 134). 50 Podemos leer en Naufragios de Cabeza de Vaca: «Cuantos indios vimos desde la Florida aquí todos son flecheros; y como son tan crecidos de cuerpo y andan desnudos, desde lejos parecen gigantes. Es gente a maravilla bien dispuesta, muy enjutos y de muy grandes fuerzas y ligereza. Los arcos que usan son gruesos como el brazo, de once a doce palmos de largo, que flechan a doscientos pasos con tan gran tiento, que ninguna cosa yerran» (cap. 7, 100. Véase, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Naufragios. Ed. J.F. Maura. Madrid: Cátedra, 1989). 51 En Tarrow: «We could not learn the details of the life and customs of these people because of the short time we spent on the land, due to the fact that there were few men, and the ship was anchored on the high seas» (Wroth, cap. 9, 134). 52 En Tarrow: «They are other riches, like gold, which ground of such a color usually denotes» (Wroth, cap. 9, 134). 53 Es como si quisiese recordarnos la facilidad con que Cortés consiguió los tesoros de Moctezuma y que en este caso sería igual. 54 En Tarrow: «They do not value gold because of its color; they think it the most worthless of all, and rate blue and red above all other colors. The things we gave them that they prized the most were little bells, blue crystals, and other trinkets to put in the ear or around the neck. They did not appreciate cloth of silk and gold, nor

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even of any other kind, nor did they care to have them» (Wroth, cap. 9, 138). 55 En Tarrow: «The sea along the coast was churned up by enormous waves because of the open beach, and so it was impossible to put anyone ashore without endangering the boat» (Wroth, cap. 9, 135). 56 En Tarrow: «We saw many of their little boats made out of a single tree, twenty feet long and four feet wide, which are put together without stone, iron, or any other kind of metal. For in the whole country, in the area of two hundred leagues that we covered, we did not see stone of any kind» (Wroth, cap. 9, 136).

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En Tarrow: «We think from many signs we saw that they [houses] are built of wood and grasses; we also think from various conjectures and signs that many of them who sleep in the country have nothing but the sky for cover» (Wroth, cap. 9, 137). 58 Además de españoles, vascos en su mayoría, y portugueses de las Azores, Aveiro o Viana do Castelo, añadiría yo. 59 Relación de lo obrado por una nao inglesa: isla de la Mona, AGI, Patronato, 265, R.1). Año de 1528. La «isla de la Mona» está ubicada a medio camino entre la República Dominicana y Puerto Rico.

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El exilio en las pรกginas de Papeles de Son Armadans Por Adolfo Sotelo Vรกzquez


Se dice que el Cela de Papeles interesa por encima del creador. Se valora más su revista que sus libros. Francisco Umbral, El Norte de Castilla, 17-IX-1961 Tu presencia nos protege un poco a todos de la imbecilidad de nues­ tras dignísimas autoridades. Carlos Barral, «Carta a CJC», 11-VII-1962 Entre 1956 y los primeros años sesenta, Cela fue muy hábil y tuvo un perspicaz olfato para canalizar a través de la revista, o para no impedir que eso se produjese, todo cuanto estaba ocurriendo en las artes y las letras occidentales y merecía ser tenido en cuenta, con muy específica atención a nuestra literatura del exilio. José M. Caballero Bonald, La costumbre de vivir, 2001

I

La primera residencia mallorquina –salvada la brevísima estancia del año anterior en José Villalonga, «un primer piso, que dominaba parte de la bahía, próximo a la casa que había habitado Gertrude Stein»–1 fue el chalé de la calle Bosque número 1, en el barrio de Son Armadans y con la mítica plaza Gomila a muy escasa distancia. Era el comienzo de otoño del 1955. Una carta a don Vicente Risco, traductor al gallego del Pascual lo confirma (15-IX): «Hasta el 27 estaré aquí, en Puerto Pollensa. Desde esa fecha, le ofrezco su casa en Bosque, 1, departamento D, Son Armandans, Palma de Mallorca, donde me refugiaré a seguir con mi trabajo, huyendo del inútil y gastador Madrid». Entusiasmo que no significaba romper la paz y el sosiego que había encontrado en Mallorca y entusiasmo que, a la vez, comportaría la génesis de la empresa más importante de las que el genial escritor alumbró en la isla: Papeles de Son Armadans. No obstante, de entre las actividades celianas de los últimos meses del 1955, debo recordar –y apelo para ello a una crónica de «Ocnos», pseudónimo que escondía a Guillermo Sureda– la primera edición en catalán de La familia de Pascual Duarte, aparecida en abril del 1956, con traducción de Miquel Serra y prólogo de Llorenç Villalonga, en la imprenta Atlante de la ciudad de Mallorca. Guillermo Sureda escribía el 9 de octubre del 1955 en el Diario de Mallorca: «Este libro servirá para estrechar más si cabe las relaciones entre nuestro prosista excepcional y la isla de Mallorca».2 Relaciones que, hay que consignarlo, pasaron en 195

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estos primeros años por un lugar recurrente: la atracción literaria debía girar alrededor de Cela, quien, como reconocía Juan Bonet en 1986, «consiguió de una manera perfectamente grata, que gente desafín y distanciada se reuniera y entablara una relación de amistad, trabajando en haceres comunes».3 Cuando se cumplían treinta años del primer número de Pa­ peles de Son Armadans, Cela, contestando a una entrevista del suplemento de cultura de El Día de Baleares, decía: «Era una revista liberal, intelectual y abierta. Y mallorquina, no hay ninguna duda: nació aquí».4 En efecto, esa revista liberal, tolerante, con vocación de puente entre las voces que vivían en España y las que peregrinaban exiliadas por las Américas, y con voluntad polifónica atendiendo a las culturas peninsulares, sale a la calle en abril de 1956. El 28 de enero el periódico Baleares, al pie de una fotografía del escritor en la terraza del chalé de Bosque 1, anunciaba: «CJC ha decidido no abandonarnos en mucho tiempo… Se ha instalado en Son Armadans y allí trabaja intensamente. Prepara una conferencia sobre Palma y una revista que se titulará Papeles de Son Armadans. La conferencia «Palma, cuerpo vivo. (Ensayo del planteamiento de un problema)» fue pronunciada en el ayuntamiento de la ciudad el 15 de febrero. En ella, el escritor gallego, señalando el carácter mediterráneo y la actitud individualista –«El mallorquín, quizás por individualista, tiene un claro sentido de la universalidad»–5 de la Mallorca en que vivía, postulaba el «logro de una Mallorca mejor, de una Mallorca que, sobre su clima y su paisaje, vivifique los viejos, los tradicionales veneros de su propio ser, y dignifique los nuevos, los aún no nacidos chorros de su prosperidad mediata».6 Con entusiasmo, con energía y con un borrador intelectual afinado seguramente en las últimas semanas del 1955 y primeras del 1956, cuando viaja a Madrid, Barcelona y Valencia para dictar lo que el propio escritor llamó en alguna ocasión los «sermonetes» sobre las figuras del 98, lo que me hace sospechar que la empresa de PSA forma parte de la regeneración espiritual de la que andaba necesitada la cultura española de la posguerra. Cela, cual Unamuno o Valle Inclán, cual Azorín o Baroja en la crisis de fin de siglo xix, irrumpe, una vez más, en el panorama cultural español con un ademán que emparenta con el de otros contemporáneos: ya de Julián Marías, ya de José L. Aranguren, por citar sólo dos ejemplos. Valga como emblema de lo que estoy insinuando las palabras finales de la primera parte de la conferencia que Cela dictó en «Conferencia Club» –salones CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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del Hotel Ritz–, en Barcelona, el 30 de noviembre del 1955 y que repitió en «Conferencia Club de Valencia» el 19 de enero de 1956 (debo recordar que fue también la conferencia que pronunció en más de una oportunidad en la estancia inglesa de finales del año 1954). Cela sostiene: Don Ramón y don Miguel, cada uno desde su esquina, delimi­ tan el campo de lo español, la geografía del pensamiento actual es­ pañol. Quienes venimos detrás y sentimos el problema de España, desde todos sus ángulos, como algo cuya interpretación –aunque nos sea negado el ejercicio de nuestro derecho– nos corresponde, sa­ bemos bien que, sin su ejemplo, no nos habría de resultar hacedero nuestro empeño.7 A esta luz debe interpretarse la empresa de PSA, en concordancia con las empresas de los escritores noventayochistas, como un aldabonazo de los despertares de la cultura española y de sus valores trascendentes y universales. Es, desde el primero al último número, una revista que se empeñó en la regeneración espiritual como utillaje que amparaba la curiosidad intelectual, la polifonía de voces y la educación de la sensibilidad, rasgo este último justificadísimo por la amalgama que ofreció siempre en sus páginas entre letras y arte, en especial literatura y pintura. El primero de enero de 1956, Camilo José Cela escribe a su íntimo amigo, el profesor y crítico, Antonio Vilanova: «Desde Mallorca, donde el sosiego y la perspectiva son mayores, voy a lanzar mis mensuales y tímidos y honestos PSA». Nótese: el sosiego y la perspectiva como característicos del enclave mallorquín desde el que abordar la regeneración antes bosquejada. Los papeles mallorquines se están fraguando. El 16 de enero escribe a Dámaso Alonso: «¿Cuándo coño –voz peculiar de madres de familia de baja extracción social– me vas a enviar tus prometidos y anhelados versos? Mis Papeles de Son Armadans suspiran por recibirlos»; el 9 de febrero a Rafael Alberti: «Pienso hilar delgado y prefiero para ellos una muerte gloriosa a un vivir vergonzante»; el 17 de febrero, a Vicente Aleixandre: Mis Papeles de Son Armadans son, exactamente, míos; mejor dicho, de mis amigos y míos. Para su financiación, aparté unas pesetas –tampoco muchas– y tengo esperanza en poder mantener­ los con mis entusiasmos, con las suscripciones y tal vez con algo de seleccionada publicidad. Los Papeles de Son Armadans no tienen –ni quieren– sub­ vención oficial ni particular alguna. La colaboración –por lo 197

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menos, en estos primeros números– no la he de pagar, por la sólida razón de que no puedo. Pienso, eso sí, corresponder a la confianza que mis amigos podáis depositar en mí, cuidando has­ ta el límite la dignidad –interna y externa–de la revista y creo que no me han de faltar las ayudas que mejor estimo: la tuya, por ejemplo. Al otro lado, los corresponsales ofrecían su colaboración (me ciño a las semanas anteriores al primer número): Dámaso, Alberti o Aleixandre. La revista inicio su aventura. Los interiores de la empresa correspondían a sus amigos mallorquines, con excepción de José Manuel Caballero Bonald que, como reza el primer número, ocupaba, en el equipo de redacción, el cargo de secretario. Lorenzo Villalonga, «Dhey», el 8 de febrero, desde su habitual colaboración en Baleares, informaba de los escritores indígenas que rodeaban a Camilo José Cela y que formaban su cenáculo: Vidal Alcover, Sureda Molina, Miquel Pons, Moyá Gilabert… Faltan, en el artículo de Dhey, dos nombres clave en los comienzos de la revista: José María Llompart, primero gerente y luego secretario de la revista y, a juicio de Blai Bonet –en un artículo de 1958–,8 «el brazo derecho de CJC». Y Luis Ripoll, que dio las noticias primeras de la revista en el semanario Destino del 25 de febrero y que, treinta años después, en 1986, recordaba: «Yo estuve muy vinculado a la revista que fundó, dirigió y cuidó amorosa y tercamente CJC. Y lo estuve por razones obvias; por haber sido su impresor. O mejor dicho, la imprenta Mossén Alcover, que yo dirigía […]. Papeles ha dejado, tipográficamente hablando, una bellísima colección de volúmenes, que no porque estén tan cerca de mi labor, dejo de decir que me enorgullece».9 Artículo al que Cela contestó con una carta fechada el 5 de mayo de 1986: «Paso fugazmente por Palma y leo tus generosas palabras en El Día sobre nuestros viejos y añorados PSA. Te aseguro que merece la pena llegar a sesentón y haber hecho cosas para descubrir –o reafirmarse en la idea– de que uno tiene amigos». En efecto, Ripoll como otras personalidades mallorquinas fueron los amigos seguros de Cela en la gran empresa de PSA. Gran empresa que encontró aplauso inmediato en los círculos barceloneses frecuentados durante la década de los cincuenta por Camilo, especialmente en Vilanova, Castellet, Vergés y Luján, quien le escribe (3-V-1956): El principal motivo de la presente es comunicarte con mi ma­ yor satisfacción que en la librería Ancora y Delfín sólo queda un CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ejemplar de Papeles de Son Armadans de los veinte que dejaste, por lo cual me ha dicho hoy la cuñada de Vergés que van a pedirte algu­ nos más. Enhorabuena. A la librería he trasladado los boletines de suscripción que me diste, pues incluso alguno de estos compradores ha solicitado la suscripción. El primer número de PSA vio la luz en abril de 1956. Acompañaba a Cela, en las tareas de preparación y edición, José Manuel Caballero Bonald, quien fue subdirector o secretario de redacción de la revista según denominaciones alternativas que alcanzaron a diciembre de 1958, cuando el escritor andaluz abandonó sus quehaceres en PSA.10 Las secciones, que fueron en lo sucesivo bastante fijas aunque se ampliaron, eran: «El taller de los razonamientos» (dominio para el ensayo filosófico y cultural), que contó en este primer número con los nombres de Gregorio Marañón, Alonso Zamora Vicente, José María Castellet y José M. Moreno Galván; «El hondero» (creación poética), con poemas de Dámaso Alonso y Carles Riba; «Plazuela del Conde Lucanor» (narrativa), con un relato de Rafael Sánchez Ferlosio; «Las botas de siete leguas» (impresiones y viajes), con una evocación de Puerto Rico a cargo de Ricardo Gullón y «Tribunal del viento», que era la sección propia de la crítica literaria y de los debates. Como ha recordado Cela Conde, la presentación de PSA era exquisita. En concreto el primer número «constaba de catorce pliegos de ocho páginas cada uno, a los que se sumaba un cuadernillo de papel de color, puesto al final del volumen, con los anuncios. Se tiraron mil quinientos ejemplares a un precio de venta al público de veinticinco pesetas, si bien la edición en hilo, en papel verjurado de la casa Guarro, costaba hasta cinco veces esa cifra».11 Por cierto que cuando Carlos Barral vio la maqueta del primer número en el hotel barcelonés en que se hospedaba Cela, le dijo «que el proyecto recordaba una revista francesa, cosa que desde entonces repetía con frecuencia».12 Naturalmente, el número inicial se abría con «Algunas inevitables palabras» de Cela, que explicaban la fragua de la revista y su cauteloso porvenir: «Papeles de Son Armadans, como cualquier otra revista literaria que se precie, aspira a ser un poco un cajón de sastre ordenado y que lee los periódicos por la mañana, escucha la radio por la tarde y piensa, por la noche, en lo que en el mundo ocurre. Papeles de Son Armadans tendrá su ensayo, y su prosa, y su poesía, y su teatro, y su crítica. Ya veremos…». 199

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Los inicios de PSA se vieron acompañados por las conferencias que Cela organizó en la calle Bosque, conferencias inauguradas por Blas de Otero. El auditorio lo componían amigos próximos, pero en realidad con ellas Cela daba un nuevo paso para convertirse en el referente cultural de la isla. Paso que tendría su continuidad en las «Jornadas europeas», en las «Conversaciones de Formentor» y en el «Coloquio sobre novela», actividades todas celebradas en 1959. Únicamente quiero señalar el papel central de la personalidad de Cela en todas y cada una de las actividades que desataron un «movimiento informativo» muy importante, pues, refiriéndose tan sólo a las «Conversaciones de Formentor», la «Hoja del lunes» de Palma presentó desde el 9 de marzo al 13 de abril una breve antología de algunos poetas que tomaron parte en la Conversaciones. Los elegidos fueron: Aleixandre, Otero, Diego, Dámaso, Rosales, Leopoldo Panero y Gabriel Celaya. Mientras tanto, ABC había mandado como cronista a Carmen Castro; La Vanguardia, a José Ramón Masoliver; y El Noticiero Universal, a Rafael Santos Torroella; si bien algunos poetas asistentes actuaron como cronistas, así José Hierro para La Estafeta Literaria y Celso Emilio Ferreiro para El Faro de Vigo. Camilo José Cela era el eje vertebrador de estos acontecimientos de enorme relieve para decir progresivamente adiós a la negrura de la primera posguerra. La familia Cela ocupa a comienzos del otoño del 1956 la casa –que ya conocía– de José Villalonga, 87. En ella se afianzará la idea de continuar en Mallorca y también se confirmará la aventura de PSA, cuyos latidos radicaban en el sótano de la casa. En este domicilio de Palma, en el que la familia Cela reside hasta la primavera de 1964, el escritor habría de conocer su ingreso en la Academia y su consagración como figura eminente de las letras españolas de la segunda mitad del siglo xx. Por lo que toca a PSA, desde este enclave, ven la luz las tres colecciones que abren la revista a los vientos del espíritu peninsulares: Juan Ruiz, Joan Roiç de Corella y Juan Rodríguez del Padrón. Y, a la vez, algunos números excepcionales de la revista: valga como emblema el que hace el número 50, dedicado a Mallorca. Cela escribió en el editorial: «PSA dedica sus páginas a Mallorca, como expresión de su más gozosa gratitud».13 Gratitud, alegría, comprensión, intuición, universalidad y sosiego activo son marbetes que convienen a los trabajos y los días mallorquines de este escritor que pelea sin descanso por confirmar la aventura de su revista. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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II

El 25 de agosto de 1984, Cela, quien colaboraba regularmente en el periódico El País con una serie de artículos titulados El asno de Buridán, reunidos meses después en tomo (Madrid, 1986) por la editorial del periódico, publica un excelente artículo titulado «Sobre resurrecciones», en el que argumenta contra la posible resurrección de PSA, a la que varios amigos le instan. La síntesis que realiza de la vida de PSA es oportuna y certera: Entre 1956 y 1979 publiqué regularmente hasta 176 núme­ ros de Papeles de Son Armadans, amén de algunos números do­ bles, varios extraordinarios y dos almanaques. La revista nació en épocas amargas para el pensamiento español y en ella encontraron cobijo no pocas voces vetadas desde los medios oficiales o, más sen­ cillamente, silenciadas desde las instancias pacatas y más yermas y aburridas. Cuando murió –de muerte natural, aclaré entonces y reitero ahora–, España había dado un vuelco emocional y ejem­ plar a su historia e incluso a su propia forma de ser y acontecer. Pero ninguna de esas circunstancias, según pienso, fueron deter­ minantes ni para el parto ni para el óbito y entierro. Influyeron en su justa medida, claro es, y como uno más de los tantos y tantos otros factores que nos iban señalando cada mañana el ruedo en el que había que lidiar, pero ni más ni menos que cualquier otro. De repente, le sobrevino la muerte y en paz: eso fue todo.14 Voces vetadas lo eran las de la España peregrina, algunas de las cuales el joven Cela había admirado o conocido en los breves tiempos de 1934 a 1936, mientras deambulaba por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid y por algunos cenáculos literarios que desagradaban a su padre. Esas voces eran, entre otras, las de Rafael Alberti (el impacto de Sobre los ángeles en Pisando la dudosa luz del día lo he analizado en otro lugar), Manuel Altolaguirre, Max Aub, Francisco Ayala, Américo Castro, Corpus Barga, Luis Cernuda, León Felipe, Jorge Guillén, Emilio Prados, Ramón J. Sender, Guillermo de Torre o María Zambrano. Nótese que de los doce nombres que he citado, cinco son poetas de la llamada generación del 27, cuyas colaboraciones, sumadas a las de Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre y Gerardo Diego, ponen sobre el tapete la recuperación que PSA, sobre todo en los primeros pasos y con la intensa ayuda de Caballero Bonald, quiso hacer de los poetas del 27, ámbito bastante familiar al joven Cela de los últimos meses republicanos, quien los leía con verdadera devoción según 201

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atestigua su correspondencia con Lolita Franco. No sólo García Lorca o Alberti, sino el Vicente Aleixandre de Espadas como labios (1932) o La destrucción o el amor (1935) y, sobre todo, su pasión por la poesía nerudiana, cuya Residencia en la tierra (Madrid, Ediciones del Árbol, 1935) se convierte en su libro de cabecera en los dramáticos primeros meses de la Guerra Civil. La voluntad de PSA es, desde su nacimiento, dar cabida en sus cuidadas páginas a los escritores del exilio: Jorge Guillén publica en el número xvii y Luis Cernuda dos meses después, en el xix, ambos números del año 1957, del verano y del otoño, respectivamente, cuando la revista contaba con un año y medio de vida. La correspondencia de Cela con Emilio Prados –iniciada en noviembre de 1957– ilumina de modo inequívoco la voluntad de la publicación mallorquina. El 3 de diciembre de 1957 Cela escribe a Prados, quien reside en México D.F.: ¿Se imagina usted el gozo con que en esta su casa se recibirían un fajo de versos inéditos suyos? Nada puedo ofrecerle en el terreno material, pero sí en el de la amistad, una escrupulosa corrección de pruebas y unas separatas que, a falta de otras virtudes, tienen cier­ ta mínima dignidad. Nuestro contento habría de ser compartido por numerosos –y para usted desconocidos en su mayoría– lectores de España. Anímese. Y sepa, en todo caso, que las puertas de mi revista están de par en par abiertas para usted.15 Prados acepta el ofrecimiento y en el número de marzo de 1958 aparece un grupo de poemas bajo el marbete de Sonoro Enigma. Cela escribe de inmediato a Prados (3-III-1958): Ahora, ya con estos versos casi en la calle, quiero hacerle un ruego: envíeme más, envíeme lo que quiera. En Papeles manda us­ ted, mandan ustedes, mis amigos. No es vana palabrería; es una muy honda verdad. Le aseguro que para eso los fundé: para que fuesen la sosegada –aunque minúscula– esquina de la historia de España en la que los españoles de buena voluntad (que, si vamos a contarlos, a lo mejor no somos tan pocos como pensamos) podamos hablar, sin gritar, y entendernos y hacernos entender.16 La voluntad de que en PSA participen los escritores del exilio es quizás –junto con la puerta abierta a las otras culturas peninsulares y el ensamblaje de pensamiento, literatura y arte (Picasso, Miró, Tàpies, etcétera)– la característica más notable de la revista. A modo de botón de muestra final que explicite esta voluntad, quiero extractar algunos fragmentos del artículo editorial de feCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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brero de 1963, redactado por Cela, a pocos días del fallecimiento de Ramón Gómez de la Serna en Buenos Aires. Escribía el director de PSA –es un texto fundamental para conocer las reflexiones de Cela–: Las jóvenes generaciones españolas ignoran la obra ingente de Ramón a quien intuyen –confusa sombra del Parnaso con­ fuso– misterioso y lejano como un Larra, por ejemplo, o como un Clarín […]. Pero de esta ignorancia –no la llamemos des­ interés, que no puede interesar lo que no se señala– de las jóve­ nes generaciones, ni Ramón, ni su literatura (probablemente, Ramón y su literatura son la misma cosa), sino de la torpeza de quienes, siendo Ramón carne de nuestra carne, patriótica y declarada carne de España, lo cercenaron de nuestras laceradas carnes. […] Ahora, con Ramón muerto lejos de España y con el plomo del dolor de España latiéndole en el alba herida, se pasea­ rá ante nosotros, los españoles que le quisimos vivo, su cadáver. […] Con él se cierra una luminosa página del libro de España (recordemos que la historia es jamás reversible) y, ante su ca­ dáver, a los españoles no nos queda sino escuchar, a ver si aún late y –aunque depauperado– sigue vivo, el tímido y vergonzoso gorgojo de nuestras conciencias.17 III

En Del 98 al Barroco (Madrid, Gredos, 1969), el excelente libro de Guillermo de Torre –el autoexiliado, según calificación ya veterana que le aplicó Emilia de Zuleta–, en un capitulillo muy atractivo titulado «Elogio de las revistas», el gran crítico madrileño que tantos textos ofreció en los periódicos y las revistas (algunas tan relevantes como Revista de Occidente, La Gaceta Litera­ ria, Sur, Realidad o los propios PSA) a lo largo de su amplísima obra de crítica literaria y cultural, recordaba las palabras de Ortega y Gasset en el número inicial de La Gaceta Literaria (1-I1927) sobre la misión placentaria de las revistas, acogiendo –cito a Ortega– «los brotes que no siempre llegan a cuajar en libros: lo prematuro, lo íntimo, lo recóndito, los esquemas preformes de la obra», para añadir en su brillantísima prosa: La revista debe diferenciarse del libro como lo público de lo privado. El libro es la obra hecho cosa, orgánica e impersonal. Pero la vida intelectual actúa también en formas previas, prepa­ ratorias, confidenciales; se compone también de juicios tiernos, de sospechas, de curiosidades, de insinuaciones, fauna exquisita y de­ 203

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licada que no puede vivir aún en perfecta separación de su autor, que sólo alienta en un clima de confesión, de intimidad.18 He recordado estas palabras de Ortega, vía Guillermo de Torre, porque los PSA de los años cincuenta y sesenta, y en menor medida los de la década de los setenta, ejercieron ese papel placentario de forma muy sólita. Tanto en la creación como en la crítica, pues bastaría recordar las prosas de Cernuda, los poemas de Emilio Prados o las tentativas, en los primeros compases de la revista, de Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma, que habrían de desembocar en Metropolitano (1957) o Compañeros de viaje (1959). A poco del nacimiento de PSA tres notables periodistas – uno de ellos seguramente uno de los grandes prosistas europeos del siglo xx– se acercan a Mallorca y pueden trazar la fisonomía de Cela y su entorno mallorquín en el que ya se editan los PSA. César González Ruano pasa por Mallorca mientras escribe una serie de crónicas para el diario falangista Arriba, tituladas Nuevo descubrimiento del Mediterráneo (reunidas en libro, 1959). Corre la primavera de 1956 y González Ruano visita la casa de la calle Bosque, número 1: Por la tarde fuimos a casa de Camilo en la calle Bosque. Allí trabajaba toda una pequeña redacción y administración –había contable y todo– para la revista Papeles de Son Armadans, de la cual había salido el primer número y se estaba preparando el se­ gundo. Papeles de Son Armadans es una revista hecha con escru­ puloso amor.19 El 24 de septiembre de 1956 veía la luz, en Palma de Mallorca, la novela de Lorenzo Villalonga, Bearn o la sala de muñecas. Iba precedida de un «Prólogo parábolico», firmado por Camilo José Cela, en el que el novelista gallego se retrataba a sí mismo con estas palabras: «El otro novelista, el menos viejo [pasean Villalonga y Cela a la sombra del pinar de Bellver] también es alto aunque ya empezó prematuramente a criar barriga. El otro novelista, no el menos joven, gasta barba y es atlántico y turbulento, desaliñado, galante y corazonal, y vive como un futbolista retirado en las afueras de la ciudad, en una calle bullidora y solana poblada de turistas de licenciosa conciencia y de gatos enteros, maulladores y noctámbulos. Posiblemente es vikingo». Unas semanas después, Josep Pla aprovechaba este autorretrato para abrir una larga entrevista con Cela en la casa del Terreno, donde había nacido el anterior mes de abril Papeles de Son Armadans. La entrevista se CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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publicó en el número del 29 de diciembre del semanario Desti­ no: faltaban escasamente dos meses para que Cela fuese elegido académico de la RAE; dos meses antes, el 30 de octubre, había fallecido Pío Baroja. Néstor Luján le había escrito a Cela (31-X1956): «Siguiendo la costumbre de los viejos reyes normandos, creo que podemos decir: Le roi Pío Baroja est mort! Vive le roi CJC!». La entrevista de Pla a Camilo debió ir rodeada de otros encuentros, pues, en una carta a Luján del 4 de diciembre, Cela escribe: «Estuve con Pla en Inca y en Palma, comiendo y bebiendo. Después le perdí la pista. Es un sujeto sensacional». Los trabajos y los días de la revista aparecían tras la pregunta de Pla: «¿Se le da bien Mallorca para trabajar, señor Cela?», a la que el escritor gallego contestaba: Muy bien. Aquí se está muy bien. Pero yo trabajo de una ma­ nera un poco rara. A veces paso semanas y semanas sin hacer nada, aparte, claro está, de lo normal que, para el caso, es la dirección de mi milagrosa revista Papeles de Son Armadans. ¿Se ha fijado que de mi revista han salido ya ocho números, con una puntualidad indiscutible? ¿No lo encuentra usted prodigioso, inaudito? Las re­ vistas literarias suelen tener una fugacidad terrible. La fugacidad es su característica. Y, sin embargo, ya ve usted.20 Más interesantes si cabe son los artículos de Marino Gómez Santos, procedentes de una larga entrevista, publicados en el diario Pueblo en seis entregas entre el 4 y el 9 de noviembre de 1957 bajo el título genérico de «Camilo José Cela cuenta su vida», artículos que desembocarán en un tomito de la serie «Pequeña historia de grandes personajes», que la editorial Cliper editó en Barcelona en 1958. El periodista asturiano dibuja en sus preguntas los varios perfiles del recién elegido académico de la RAE, quien se muestra muy explícito en sus respuestas. A la pregunta de qué ha hecho en Mallorca en los tres años y pico que lleva residiendo en la isla, contesta: «Por ahora, mi temporada mallorquina no ha podido ser más fructífera. Aquí he fundado los Papeles de Son Armadans; aquí he escrito La catira, Judíos, moros y cristianos, El molino de viento; aquí he empezado una versión en romance moderno del Cantar de mío Cid y he reanudado la redacción de mis Memorias; aquí estoy terminando un Viaje a Andalucía y un Viaje al Pirineo de Lérida».21 Gómez Santos se adentra en una serie de preguntas sobre PSA mientras visita la sede de la revista. Una de ellas, a propósito de cómo fue el fundar PSA, le permite a Cela contestar: «Quise hacer la experiencia de ver hasta qué 205

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punto era posible que una revista de índole literaria e intelectual naciera sin subvención oficial o particular alguna».22 Gómez Santos le pregunta por lo que la rumorología había hecho un lugar común: «¿Te la financia don Juan March?». La contestación de Cela es tajante: Sé que no faltan almas caritativas que propagan la especie de que mi revista está financiada por don Juan March. Que digan lo que quieran. […] Uno de mis orgullos en mi revista es, precisa­ mente, su absoluta independencia. El otro es su puntualidad. Los Papeles de Son Armadans nacieron hace diecinueve meses y van por su número 19.23 No le faltaba razón pero, a la luz de los datos que se conservan, tanto esta afirmación como la que le había formulado al periodista de El Español (3-III-1957),24 Enrique Ruíz García, no es toda la verdad. Hubo a lo largo de su vida bastantes problemas de financiación. El sustento primero, a veces único, de PSA fueron los suscriptores, algunos muy relevantes como Juan March, quien además de sus importantes suscripciones ofreció su ayuda –que Cela rechazó– cuando la revista caminaba hacia su defunción inevitable. La publicidad suponía un pequeño apoyo, especialmente de las editoriales (Noguer, Gredos, Destino, Seix Barral o Gustavo Gili). El propio director reconoció en un fragmento de las «Breves palabras de despedida», que abren el último número (1979), las ayudas recibidas: En diciembre de 1958 y en diciembre de 1959, Manuel de la Quintana desde el Club Orbis nos pagó los números dedicados a Solana y a Guadí. En diciembre de 1960, el llorado Bartolomé Buadas, el mece­ nas de las Conversaciones poéticas, hizo posible el número del Poe­ mario de Formentor. En febrero de 1961, la Sociedad de Estudios y Publicaciones, que gobierna José Antonio Muñoz Rojas, mandó a la imprenta el número dedicado a Ángel Ferrant […]. En diciembre de 1961, Jesús Huarte corrió con los gastos de la Antología poética de los oficios de la construcción. Y, por último, en el año 1973, el Banco Urquijo que goberna­ ba Juan Lladó nos regaló un millón de pesetas.25 Cela olvidó algunas ayudas más, especialmente las que recibió de la Sociedad de Estudios y Publicaciones, gracias al poeta, meceCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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nas y hombre clave de la Sociedad, Muñoz Rojas, y al director del Banco Urquijo, propietario de la Sociedad, Juan Lladó. El epistolario con Muñoz Rojas revela que Cela ya había acudido a su mecenazgo a comienzos del otoño de 1958 con motivo del número doble de PSA celebrando los sesenta años de Vicente Aleixandre y Dámaso Alonso. La carta del 21 de setiembre de 1958 deja bien a las claras el tono de reserva que Cela quería para estas gestiones cerca del Banco Urquijo mediante Muñoz Rojas y, meses después, de Juan Lladó, consejero delegado primero y presidente después de la entidad bancaria. Escribía Cela a propósito de la financiación del número doble (xxxii-xxxiii) de los Papeles de Son Armadans: Hechas las cuentas con optimismo (si no lo tuviese –y que Dios me perdone– Papeles habría muerto hace ya tiempo), se me presenta un déficit mínimo y absolutamente insalvable de 10.000 pesetas, en números redondos. Y en cifra, en las habas contadas de nuestra caja, es la muerte o, al menos, la larga y depauperadora invalidez. Esas 10.000 pesetas, a título de mecenazgo y en loor de nues­ tros amigos, es lo que a ti –léase Banco Urquijo– me permito pedir­ te. El fin es noble y no se me cae ningún anillo por hacerlo. Nadie –ni aun Caballero Bonald– conoce esta carta y nadie, claro es, conocería tu negativa, de producirse. Quiero advertirte, por último, dos cosas: que tu decisión, sea la que fuere, siempre la entendería razonada y lógica, y que el número, en cualquier caso, estará en la calle en la fecha prevista. Y ahora, un ruego: que Vicente y Dámaso no se enteren de estas dificultades. Los dos son muy felices con el proyecto, a los dos debo mucha gratitud y a ninguno de los dos quisiera disgustar o, simplemente, preocupar. La Sociedad de Estudios y Publicaciones del Banco Urquijo, núcleo de la acción de Muñoz Rojas, ayudó decisivamente a Camilo José Cela, según conformidad que le ofrece Muñoz Rojas en carta del 21 de noviembre de 1958. Otras ayudas a la financiación de la revista deben investigarse con tiento. La otra gran dificultad de PSA y de Cela fue la censura, sobre todo hasta que, el 10 de julio de 1962, Manuel Fraga Iribarne («con quien lo unía una vieja amistad por vía autoritaria y jacobea», según expresión de Caballero Bonald)26 reemplaza, como ministro de Información y Turismo, a Gabriel Arias Salgado. Y revela cómo los grandes esfuerzos culturales de PSA, que son in 207

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cuestionables, se realizaban en una atmósfera carente de libertad, pese a la alegría bien intencionada de Cela, que el 11 de julio de 1962 escribe a Fraga: «¡Qué alegría recibí esta mañana al abrir el periódico! Tu nombramiento para el Ministerio de Información y Turismo te obliga a mucho, y mucho también es lo que los escritores e intelectuales esperan de ti y de tu sagaz y recto criterio político». A menudo, se suele olvidar que los primeros años de PSA tienen como compañero en el ministerio de la censura a Gabriel Arias Salgado. Cela fue sorteando los obstáculos, pero la piedra de toque de la relación de la censura con la ambición de Cela de dar cabida al exilio en la revista y en las actividades culturales mallorquinas viene dada por la mayoría de edad de la revista y la convocatoria (1959) de las «Conversaciones de Formentor». Voy a ser muy sintético, pues he escrito sobre ello en mi reciente libro Variaciones Cela (Barcelona, 2018). Cuando Camilo José Cela escribe a Carlos Barral –su cónsul en Barcelona–, el 24 de febrero de 1959, para invitarle a Formentor ya cuenta con la aceptación de Aleixandre, Dámaso, Gerardo Diego, Rosales, Vivanco, Panero, Ridruejo, Cano, Souvirón, Muñoz Rojas y Bousoño. Unos días después, y de modo simultáneo, ponía en conocimiento de los poetas exiliados del 27 la cita de Formentor. Sabedor de que la realidad va a ser su ausencia, les pide que le remitan un mensaje que leerá él mismo para no olvidar sus voces. La petición a Prados data del 7 de marzo, la que cursa a Cernuda es del 31 de marzo, la de Guillén es del 14 de abril y la de Altolaguirre, del 25 de ese último mes, si bien Cela había esperado que Arias Salgado aceptase la presencia de Jorge Guillén, cosa que finalmente no se produjo. La explicación tiene varios eslabones de los que prescindo al relatarla. En abril –el 14 de abril– se dirige epistolarmente a Jorge Guillén, quien residía en Florencia, con una serie de cautelas que explican cómo Cela trabajaba en el filo de la navaja de la cultura española del momento: En Formentor proyecto unas Conversaciones poéticas, sin ca­ rácter oficial ni oficioso alguno, como es lógico, que sirvan para reunir a unos amigos, en paz y gracia de los dioses, a charlar, ante el mar de la sabiduría y con una copita en la mano, de lo que se tercie. Su nombre, según el sentido común, fue el primero que se me ocurrió para encabezar la lista, pero parece ser que Pérez leyó sus versos, montó en cólera y lo prohibió. Mi leal consejo de amigo, querido Jorge Guillén, es que, de momento, no arribe usted por CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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estas latitudes o, en todo caso, que lo haga usted de una manera muy discreta. El año que viene, a lo mejor, tengo la satisfacción de poder decirle lo contrario. Pero su nombre, ya que no su presencia, no puede faltar entre los amigos de Formentor. Envíeme un mensaje, se lo ruego, a los poetas reunidos. Le prometo que seré yo quien lo lea y de él –y de otros que se reciban– quedará la oportuna constancia en la revis­ ta.27 En el número de marzo de Papeles de Son Armadans, en un texto plagado de referencias literarias (Garcilaso, Fray Luis, Rosalía de Castro, Maragall, Costa i Llobera, etcétera), sostenía que las «Conversaciones de Formentor» pretendían un bien posible: el diálogo y la comunicación inmediata de los poetas españoles sobre el tema eterno de la poesía. El diálogo, que fue el eje y la clave de los congresos de poesía de Segovia y Salamanca, volvía a ser el motivo recurrente del encuentro poético de mayo en Formentor. No obstante, el diálogo tuvo que salvar el escollo del integrismo censor del ministro Gabriel Arias Salgado, quien prohibió los nombres de Jorge Guillén y Dionisio Ridruejo. Respecto del primero, algo he citado más arriba; mientras que a Ridruejo, Cela le escribía el 31 de marzo: En las «Conversaciones de Formentor» me han sido prohi­ bidos dos nombres: el de Jorge Guillén y el tuyo. Sugiéreme –tras saber que tu invitación la mantengo– qué es lo que te parece que se deba hacer. Mi puesto: por romántico, por inoperante, y por­ que había de causar íntimas satisfacciones a múltiples gentes a quienes no quiero, ni debo, satisfacer. Mi punto de vista es que la cosa debe seguir adelante: con tu presencia, si puede ser, o con un mensaje tuyo que yo me encargaría de leer a los poetas. Tú dirás.28 Ridruejo tardó en contestar. Lo hizo el 20 de abril (la carta es inédita). De modo rotundo se niega a asistir a las «Conversaciones»: Estoy muy disgustado de que haya surgido esa dificultad y de convertirme así en 1/2 escollo para la calma de Formentor. Te agra­ dezco de corazón la carta y lo que en ella dices respecto a mantener mi invitación. ¿Pero cómo puede mantenerse ese mantenimiento? Si yo fuese a las Conversaciones desafiando el veto, las consecuen­ cias caerían sobre el Hotel en forma de represalias. Conocemos el 209

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paño y no hay que hacerse ilusiones. Por otra parte, está lo de Gui­ llén, con quien me emparejan honrándome mucho. Pienso que «lo que el señor Arias ha unido no pueden desunirlo los hombres». Me siento obligado a la solidaridad y el único modo de expresarla es to­ mar el [trozo] de veto que me corresponde. Así pues, no voy ni envío mensaje, salvo que tú quieras usar estas líneas como tal. Sin embargo, entre tanto, Cela había maniobrado, había resistido, había hecho gestiones y había conseguido derogar el veto a Ridruejo. No así el que recaía sobre Guillén, quien, en carta fechada en Florencia el 20 de abril, aceptaba la recomendación de Cela que cité anteriormente. No conozco, con el extremo detalle que merecería, la gestión que llevó a cabo Cela, pero lo cierto es que para finales de abril le cursa una carta (también inédita) a Ridruejo en la que le dice: No juguemos la maldita y azarosa baraja de lo que nos separa, sino el bienaventurado naipe de lo que pueda unirnos. Me espanta la idea de tener que dirigirme a los amigos con una carta que empiece diciendo: «Las Conversaciones poéticas de Formentor han muerto, aún no nacidas, a manos de dos intransigencias: la del Gobierno y la de Dionisio Ridruejo». Ahórrame este enojoso trance pensando en tres cosas trascendentes: España, la poesía y nuestra amistad. He hecho gestiones y he conseguido lo que era de justicia, sacar a flote tu nombre, aunque haya fracasado en lo que sigue siendo de injusti­ cia: no conseguir lo mismo con el de Jorge Guillén. No llevemos las solidaridades hasta límites que caen más allá de las lógicas, aunque amargas y cicateras, elasticidades, Jorge Guillén, a quién he escrito diciendo paladinamente lo que hay, me escribe anunciándome el en­ vío de su mensaje. ¿Por qué ser, como los españoles del eterno tópico, más papistas que el Papa? Desiste de tu actitud, desaparecidas, en gran parte, las cau­ sas que la motivaron, y vente a Formentor. Dile a tus amigos lo que yo, puesto que son los míos, también les quiero decir: que todo fue una tormenta en un vaso de agua y que el horizonte, por fortuna, ya se despejó. Escríbeme pronto puesto que el tiempo pasa y, con lo sucedido, todo se me quedó muy en el aire. Ridruejo recapacitó y asistió, junto con su esposa Gloria de Ros, a las «Conversaciones de Formentor».29 Finalizado el encuentro y a bordo del avión DC4 que les va a trasladar a Madrid desde Palma, le escribe, en una tarjeta postal, el siguiente lacónico mensaje CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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a Cela: «Enviamos abrazo nostálgico y agradecido al Camilo I de Formentor e Isla Adyacente». Con Manuel Fraga, las cuestiones de vigilancia y censura alrededor de PSA van a modificarse, a suavizarse. Son innumerables los puntos de discusión, siempre acomodados a las reiteradas confesiones de uno y de otro. Cito una carta de Cela del 12 de enero de 1963: «Si tú y yo encontrásemos quince españoles capaces de trabajar con honradez y buena voluntad, probablemente podríamos darle la vuelta al país. No desconfiemos de poder hacerlo». Y expongo con la máxima brevedad las cuestiones principales que atañen a PSA y a las letras del exilio. En el libro Memoria breve de una vida pública (1980), Fraga escribe a propósito del día 10 de septiembre de 1962: «Cené con el incomparable Camilo José Cela, con quien traté muy en serio de política cultural».30 Bien, en esa cena, el escritor le facilitó al político una serie de notas verbales acerca de la futura ley de protección intelectual, que Cela quería que pasase por unas conversaciones previas de los escritores (nunca celebradas) en Formentor en enero del año 1963. Entre la amplia nómina de escritores que debían invitarse, Cela propone, marcándolos con una cruz, a los que llama «escritores emigrados». Son los siguientes: Max Aub, Francisco Ayala, Ramón J. Sender, Rafael Alberti, Jorge Guillén, León Felipe, Ramón Gómez de la Serna y José García Lora. Otros aspectos de la conversación fueron la autorización de la libre circulación en España de La colmena, que Fraga autorizó de inmediato, y la suspensión de la censura previa de PSA que Cela venía proponiendo. Fraga no se opuso pero derivó la propuesta de Cela a una entrevista con Manuel Fernández Quilez, director general de prensa en ese momento. La censura previa, cuando la hubiese, se realizaría en Madrid. Quizás sea éste el fundamento de los recuerdos que Caballero Bonald narra en La costumbre de vivir: [Cela] supo sortear las constantes trabas censorias ema­ nadas de la sucursal del Ministerio de Información en Palma, cuyo responsable, un tal Ignacio Atxaga, padecía de inocultables ataques de acojonamiento cada vez que Camilo se personaba en su despacho reclamando la revisión de algún texto prohibido y amenazando con elevar su protesta ante Manuel Fraga. […] Quiero recordar que siempre conseguía la autorización, pues el atemorizado funcionario debía preferir la expulsión del cuerpo o dar con sus huesos en la cárcel, antes que la temeridad de enfren­ tarse a Fraga.31 211

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La segunda cuestión gira alrededor del número de homenaje a Rafael Alberti, que apareció en el verano de 1963, con motivo de su sesenta cumpleaños (con notable trastienda política). Al remitirle Cela un ejemplar de hilo a Buenos Aires, le escribe: «En fin: la cosa pudo ser, después de haber pasado por momentos en los que bien creí que no lo sería jamás. Créame si le digo que la paciencia es el único mérito que tiene el haber sacado su número a la calle».32 Explico con laconismo el sistema de la paciencia celiana (el que resiste, gana), que llevó a Alberti –en carta del 24 de septiembre desde Paris– a escribir sobre el número: «Todo me gustó […] la composición, mis dibujos, la cubierta, las fotos y, más que nada, su valentía, su gran gesto amistoso».33 Empiezo por el final. El lunes 25 de marzo, Fraga y Cela se reúnen en Madrid antes de que el ministro cene con la Junta del Ateneo madrileño, de la que el escritor es miembro. Dos días antes, desde Palma, le había escrito. «Tengo en la maleta los dibujos de Alberti para el número que proyecto. Me gustaría enseñártelos». Fraga se persuadió de que Cela tenía razón. Atrás quedaron las discusiones sobre la oportunidad del número de PSA, del que se había responsabilizado por completo el escritor gallego. La historia es un jardín de senderos que se bifurcan. En uno de ellos, Fraga, tras argumentar contra el comunismo de Alberti y también el de Pablo Neruda –«los insultos que Alberti ha dirigido a instituciones y personas de España superan a los proferidos por Neruda», escribe (19-I1963): «En todo caso te prometo ver los textos que vas a publicar y que ofreciste enviarme». Cela estaba a punto de ganar, aunque admitiendo que PSA seguía en el recinto de la cultura sin plena libertad.

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NOTAS 1 Juan Bonet, «De las Conversaciones de Formentor», El Día de Baleares (18-IV-1986). 2 «Ocnos», «La Diana y su flecha», Diario de Mallorca (9-X-1955). 3 Juan Bonet, «De las Conversaciones de Formentor», El Día de Baleares (18-IV-1986). 4 «Camilo José Cela», El Día de Baleares (18-IV-1986). 5 Camilo José Cela, «Palma, cuerpo vivo», Cuatro figuras del 98 y otros retratos y figuras españoles, OC, Barcelona, Destino y Planeta-De Agostini, 1990, t. xv, p. 325. 6 Camilo José Cela, «Palma, cuerpo vivo», OC, t. xv, p. 329. 7 Camilo José Cela, «Cuatro figuras del 98», OC, t. xv, p. 24. 8 Blai Bonet, «Índice de escritores mallorquines», La Jirafa, junio, 1958. 9 Luis Ripoll, «Notas acerca de PSA», El Día de Baleares (18-IV-1986). 10 Puede leerse con provecho el artículo de José Neira, «Camilo José Cela, Caballero Bonald y los inicios de Papeles de Son Armadans (1956-1958)», Prosemas. Revista de Estudios Poéticos, 2 (2016), pp. 133-156. 11 Camilo José Cela Conde, Cela, piel adentro, Barcelona, Destino, 2016, p. 165. 12 Carlos Barral, Los años sin excusa. Memorias, Barcelona, Península, 2001, p. 435. 13 Camilo José Cela, «Pequeña fiesta», PSA, L (1960), OC, t. xv, p. 392. 14 Camilo José Cela, El asno de Buridán, OC, t. 36, pp. 289-290. 15 Camilo José Cela, Correspondencia con el exilio, Barcelona, Destino, 2009, p. 636. 16 Ibidem, p. 639. 17 Camilo José Cela, Al servicio de algo, OC, t. 12, pp. 319-321.

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Cito por Guillermo de Torre, Del 98 al Barroco, Madrid, Gredos, 1969, p. 16. 19 César González Ruano, Nuevo descubrimiento del Mediterráneo, Madrid, Afrodisio Aguado, 1959, p. 111. 20 Cito este pasaje de la entrevista por mi libro, Camilo José Cela. Perfiles de un escritor, Sevilla, Renacimiento, 2008, p. 82. 21 Marino Gómez Santos, Camilo José Cela, Barcelona, Cliper, 1958, pp. 47-48. 22 Ibidem, p. 48. 23 Ibidem, pp. 48-49 24 «Quiero demostrar con PSA una sola cosa: que una revista privada puede vivir por su cuenta. Todavía no tengo déficit. Tiro mil quinientos ejemplares y voy por un total de setecientas suscripciones». 25 Cito por Gabriel Ferret / Fernando González, Cela en Mallorca, Mallorca, Consell Insular de Mallorca, 1989, pp. 48-50. 26 José Manuel Caballero Bonald, La costumbre de vivir. La novela de la memoria II, Madrid, Alfaguara, 2001, p. 229. 27 Camilo José Cela, Correspondencia con el exilio, pp. 549-550. 28 Cito la carta por Jordi Gracia (ed.), El valor de la disidencia. Epistolario inédito de Dionisio Ridruejo, Barcelona, Planeta, 2007, pp. 354-356. 29 El curioso lector puede leer un relato paralelo (desde la memoria) de Camilo José Cela Conde, Cela, mi padre, Madrid, Temas de hoy, 2002, pp. 98-103. 30 Manuel Fraga Iribarne, Memoria breve de una vida pública, Barcelona, Planeta, 1980, p. 47. 31 José Manuel Caballero Bonald, La costumbre de vivir. La novela de la memoria II, p. 229. 32 Camilo José Cela, Correspondencia con el exilio, p. 117. 33 Ibídem, pp. 116-117.

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AsĂłmate (una lectura de Flota, de Anne Carson) Por Ă lvaro Valverde


Anne Carson (Toronto, Canadá, 1950) no es una desconocida para el lector español. De ella se han publicado aquí los libros: La belleza del marido (un ensayo narrativo en 29 tangos) (Lumen, 2003 y 2019; trad. Ana Becciu), Hombres en sus horas libres (PreTextos, 2007; trad. Jordi Doce), Decreación (Vaso Roto, 2014; trad. Jeannette L. Clariond); Eros: poética del deseo (Dioptrías, 2015; trad. Inmaculada Pérez Parra); Autobiografía de Rojo (PreTextos, 2016; trad. Jordi Doce); Albertine (Vaso Roto, 2018; trad. Jorge Esquinca); Nox (Vaso Roto, 2018; trad. Jeannette L. Clariond) y Tipos de agua, El Camino de Santiago (Vaso Roto, 2018; trad. Sara Cantú Pérez de Salazar). La recién fundada editorial Cielo Eléctrico publica ahora otro de los suyos, Flota. No podía haber elegido mejor para el debut, si no fuera porque el confinamiento del coronavirus paralizó la actividad literaria hasta el punto de casi invisibilizar una salida que tuvo mucho de valiente apuesta por la excelencia. La edición original apareció en el prestigioso catálogo de Alfred A. Knopf, Nueva York, 2016. Si ya de por sí cualquier libro de Carson es original, en su estricto sentido, éste lo es aún más, pues a lo novedoso y hasta experimental de su escritura se une una edición en cuadernillos insertos en una caja de plástico diseñada por Cassandra J. Pappas. Cada uno de ellos es una obra en sí. A la exquisita y cuidada impresión, se añade otro significativo detalle tipográfico: el uso de la elegante letra Sabon. El libro consta de veintidós cuadernillos que flotan, aunque independientes, en un mar común. Una suerte de archipiélago. Griego, por más señas. Al fin y al cabo, todos están escritos por Carson, lo que les da una unidad incuestionable. (Si hay una voz distinguible en la poesía contemporánea es la de ella.) A éstos, hay que sumar otros: el de los textos originales, Notas sobre las representaciones (nueve textos en cuestión, fruto de diversos encargos para artistas, instituciones, editores, librerías, etcétera) y Contenido, esto es, el índice. Como el proyecto es mayor, conviene anotar cuanto antes que los solventes traductores que han afrontado el desafío se llaman Jordi Doce y Andrés Catalán. El primero ya había traducido dos libros de la autora canadiense, como habrá observado el lector, y es uno de nuestros mejores y más afanados traductores de poesía angloamericana: Blake, Eliot, Auden, Tomlinson, Hughes, Simic, Auster... El segundo demostró de sobra su valía con sus versiones de Heaney, Lowell, Glück o Frost. Los dos, cabe subrayar, son poetas. Para esta empresa era imprescindible esa dimensión. 215

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Preciso que mi lectura del libro no ha sido premeditada. Quiero decir que he ido dando cuenta de los cuadernillos (que ha calificado de performances) tal cual iban saliendo del estuche. La colocación no era, por lo demás, la propuesta por el editor, ya que, al curiosear la obra recién llegada, desordené el conjunto antes de volver a meterlo en su envase. Se señala, es verdad, que la veintena de entregas no tienen «un orden fijo» y que son «de temas diversos». En efecto, como añade la nota, «la lectura puede ser una caída libre». Ha sido mi caso. Voy a ello. 108 (restos flotantes) aporta de inmediato una de las constantes de Flota: su carácter fragmentario, un asunto clave para comprender la poética de Carson. De forma desestructurada, pero no por eso aleatoria (nada es azaroso en esta rigurosa escritura), se narra una historia de frontera. «Apunté algunos detalles en fichas», leemos, y: «El relato era como un cielo invernal». Por su capacidad de sugerencia y el misterio inherente, la manera de decir carsoniana es, digámoslo cuanto antes, puramente poética, poco importa que lo escrito derive hacia el ensayo, la traducción, el aforismo o el poema. En cierta ocasión dijo: «Para mí las ideas son imágenes y las frases abstracciones de ideas que se concretan gracias a la gramática y la sintaxis». En Cómo hacer que te guste «Si yo lo dijera: Un retrato com­ pleto de Picasso», de Gertrude Stein alude, además de a eso, a Napoleón y a los espejos o a «cuan temblorosa es la credibilidad de una palabra como como». Es un ejemplo de otros dos rasgos comunes en Carson: la erudición (que maneja con exquisito cuidado, sin pedantería, porque se trata de un culturalismo naturalizado y en absoluto epatante y postizo) y los juegos de palabras o de lenguaje, inseparables de su forma de nombrar, un plus que agregar a la complejidad de traducir. Desprecios lleva por subtítulo: «Un estudio del lucro y la ausencia de lucro en Homero, Moravia y Godard». Detrás, una película que rodó el último sobre una novela del segundo que, a su vez, se inspiraba en la Odisea, que escribió el primero. Su trama: contratan a un hombre para que escriba un guión sobre la obra de Homero. «¿Hay alguna diferencia entre vender y venderse?», se pregunta. De esta obra clásica de «épica posbélica» que conoce tan bien (no en vano se autodenomina «clasicista»), Carson entresaca una cita que bien se le podría aplicar a ella: «Ya sabes que la canción más elogiada y celebrada / es la que suena totalmente nueva a los oídos del público». Más allá, explica que Odiseo es «un héroe de los negocios» (alguien que «conoce el CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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lucro», según Homero), lo que le impide, como hubiera podido, regresar mucho antes a Ítaca. Él mismo se lo confiesa a Penélope. Era un aristócrata que prefiere los regalos a las mercancías. «Lo relevante aquí es estar en deuda», matiza. Recorre el mundo acaparando objetos preciosos para almacenarlos en tesoros y luego regalarlos. Su relación con el dinero es «neurótica». Como suele ocurrir, Carson salta de un tema a otro y eso le permite reflexionar sobre las mujeres de Odiseo y el papel de la mujer en Grecia: «El autocontrol es una virtud –física, mental y moral– de la que, a juicio de los antiguos, carecían categóricamente las mujeres». Bardot (que protagonizó el filme de Godard) y Penélope son «un secreto». El doliente designado de Wally Shawn es un poema extenso y está inspirado en Governors Island, instalaciones artísticas en edificios neoyorkinos abandonados. Anoto que el interés de Carson por el arte moderno o actual es significativo y que contrasta con esa amorosa fidelidad suya al mundo clásico. «No hay que temer a la muerte. / Habrá túnel y luz», escribe. Y en referencia a la juventud: «Fuimos / ellos una vez. / A saber por qué». Envidia del pronombre es también poesía, stricto sensu. Toma el título de una expresión de Cal Watkins, usada «para menospreciar / ciertas inquietudes / del alumnado femenino / de la Escuela de Teología de Harvard». Los pronombres no tienen la culpa. «Es cosa del sistema / indoeuropeo de marcación de género». Luego utiliza los términos exaptación y exaptarse. Ya se ve, por cierto, que el feminismo está también entre los asuntos centrales de la poética de Carson. Épocas de Yves Klein es un poema donde, en forma de lista (otra manera de proceder muy carsoniana), donde cada fragmento o versículo comienza con «La Época de...». «La Época del Ataque al Corazón al Atardecer», por ejemplo. No falta otra cualidad: la ironía, que ella maneja con destreza. Estructuras impotentes. Fig. II (Sanne) es otro poema decididamente fragmentario en su narratividad y gira en torno a la muerte. Feliz navidad de parte de Hegel traspasa la mencionada ironía y se adentra en los territorios del humor. Carson desactiva en cuanto puede todo atisbo de solemnidad, a pesar de su alta cultura y de, ya se apuntó, su natural capacidad de erudición. Ésta es prosa autobiográfica. Allí, la nieve. Y Hegel, claro. «Fue el año en 217

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que murió mi hermano» (Michael, protagonista de su libro Nox, que, recuerdo, incluye fotografías y cartas, manuscritos, pinturas y collages, una obra, como ésta, nada corriente). Franqueza se aborda desde la reflexión, el ensayo y la crítica. «La franqueza es como una madeja que se va formando en tu vientre día tras día, hay que destejerla en otro sitio». Más adelante leemos: «La cuestión no es encontrar un lector, la cuestión es el acto de contar en sí mismo. Por el texto transitan la mujer de H. G. Wells (Jane, aunque era Amy), su admirada E. Dickinson y Helena de Troya («menuda elementa»). Traduce al final una preciosa «maldición» datada en la Beocia del siglo iv a. C. L. A. es «una breve charla sobre la confinidad del cuerpo» con alfabeto al fondo. Nelligan reúne un puñado de poemas traducidos por Carson del francés. De Émile Nelligan. De Montreal. Vivió entre 1879 y 1941. Fue declarado demente precoz y vivió encerrado en manicomios. «Acaricio lentamente los dedos de mis neurosis». Perro fiel I, II y III es poesía escrita con una curiosa disposición tipográfica. De nuevo el juego. Medido, calculado. Piezapín se subtitula «Una versión de Las Bacantes». De Eurípides. Fue un encargo del artista Elliot Hundlay, para acompañar una instalación con ese título que se representó en Ohio. Pilas es un cuadernillo excelente. De poemas. Encargado por el bailarín y coreógrafo Jonah Bokaer, tiene como protagonista a Jezabel. Empieza con un texto con nombres de mares, con ese gusto suyo por las enumeraciones caóticas o las listas de cosas. En latín y castellano (en inglés en el original). «No pensamos la velocidad de la vida», dice. Vuelve el juego: «Pila de definiciones de pila». «Dudo sobre qué son las palabras», leemos en «Pila de humo». Hay referencias a los fenicios (Jezabel, reina de Israel, lo era, como Dido). «Inventaron el alfabeto». «Este discurrir de la existencia en mi interior (dijo ella)». En «Pila del precio real de todo» encuentra uno el paradigma del poema carsoniano, si tal existe, ya que esta mujer es todo menos previsible. Un modo de decir, en todo caso personal e intransferible. Si algo merece el desprestigiado membrete de «nuevo» es precisamente esta poesía. Genuina en el sentido en que lo usó Moore. Poesía que escapa a cualquier acomodo de género en tanto que didáctico y cómodo compartimento literario. «Para olvidar algo realmente tienes que olvidar que lo olvidaste». Salvajemente constante es magnífico. Poesía. «Siempre salgo a caminar por la mañanas. / La razón ya no la sé. / La vida es corta. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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/ Mi sombra me precede». Después un aforismo: «La vida es oponer resistencia». Se sitúa en Islandia, donde viaja con su marido en la luna de miel. Nieve, frío, cuervos, cornejas... Posesivo usado para beber es una conferencia pronunciada en Harvard «sobre los pronombres» y «en forma de 15 sonetos», ninguno, cabe añadir, escrito al clásico modo. «Un soneto es un rectángulo en la página». Shakespeare está detrás. Y en medio y delante. Y Homero, Dickinson, Keats, Wilde y hasta Merce Cunningham. «En los sonetos de Shakespeare hay un silencio de interior mental, como de hombre que razonara o se confesara consigo mismo». ¿Sólo en los sonetos del dramaturgo inglés? Basta con cambiar hombre por mujer y Shakespeare por Carson. Tío cayendo es uno de los cuadernillos más gustosos del conjunto. Uno de mis preferidos, sin duda. Sobre todo lo que tiene de relato autobiográfico. Los coros... Las dos «conferencias líricas» (como ella las llama, aunque primen lo narrativo y lo teatral) se representaron en sendos locales neoyorkinos: en una librería y en el proyecto de la iglesia de San Marcos. El tío se llamaba Harry. «Era una especie de ermitaño». «Hermano de la madre de mi padre», Ethel. El coro proclama: «Me gustan las historias poéticas». Éstas lo son. Se van alternando. La de Harry y su vida retirada, junto a sus herramientas (las tenazas del hielo, que dan lugar a un cuento maravilloso), a orillas del lago Paint, donde Anne veraneaba: «El lago era una obra maestra. Yo lo amaba como se ama a una persona». «La compasión procede de un lago o de un tío». Un tío que con el tiempo enloqueció. Terminó sus días en una institución psiquiátrica. «Un humano nace cayendo». Lo dijo Homero. La erudición aflora al hablar de cascos. Aparece la figura de su hermana. Y la del padre de Carson, un contable bancario. Autor de un diario. De cuando fue herido en la guerra y confinado en un campo de prisioneros. «Éramos una familia hermética», afirma. «En toda mi vida jamás mantuve una conversación con mi padre». Entre ellos, «un silencio grande y precario». «Agradezco esa claridad suya», anota a la hora de valorar el estilo del diario paterno. El lector también la agradece, siquiera a rachas, por más que no se pueda calificar a Carson como hermética, ya que mencionamos esa polémica palabra. Es admirable, sí, cómo logra ensamblar pensamientos. «Me gusta escribir conferencias», dice, «conectar las ideas». Con Trozeus volvemos a Grecia, esa pasión carsoniana con la que, como rezan los brevísimos datos biográficos de sus últimos li 219

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bros, «se gana la vida», y a Zeus, como es obvio. La erudición se mezcla con el humor y la ironía. Cuando el rey de los dioses hace la declaración de la renta y deduce el cadáver de Helena. O en «Zeusexo». Variaciones sobre el derecho a permanecer en silencio es un ensayo con una amplia bibliografía al final. Cita a John Cage, el músico silenciario: «Cada cosa es una celebración de la nada que sostiene». De ahí va a parar a otra de sus obsesiones favoritas: la traducción (para ella, «un tercer lenguaje»). Porque el silencio en poesía vale tanto como las palabras. Tanto el físico como el metafísico, según su distinción. El primero se da en Safo, pone por caso. El segundo «se produce en el interior de las palabras mismas». Se encuentra luego en la Odisea con «molu», esto es, con lo intraducible: «Hay algo irritantemente atractivo en lo intraducible», declara. De ahí a Juana de Arco hay sólo otro paso. A las actas del juicio que la llevó a la hoguera. Estamos a principios del siglo xv. Oía «voces». Ellas le dictaban. La santa dijo: «La luz viene en nombre de la voz». Lo intraducible de nuevo. ¿Lo inefable? El paso siguiente le conduce al pintor Francis Bacon. «La intraducibilidad es ilegal», sentencia. Se centra después en «la brutalidad de los hechos» del torturado irlandés. El que quiere con sus cuadros «brindar una sensación sin el aburrimiento que implica su transmisión». El color es su aliado, «una forma de decir». «Limítate a atenerte a los hechos», dice Bacon. A «destruir la claridad con claridad». A «pintar el grito y no el horror». Como él, que le sirve de espejo o de pantalla, Carson está contra la «existencia velada». Se trata de eso, de quitar «velos». Ve en él a un «vidente genuino». Con esa lúcida capacidad suya para hilar ideas, salta a Hölderlin, traductor de Sófocles. Es entonces cuando utiliza el término «catastrofizar». La traducción nos puede ofrecer «un tercer lugar en el que estar» cuando «la palabra se frena a sí misma». Y más saltos: a Rembrandt (que mira desde atrás) y a Paul Celan, otro silenciario, a su «desconcertante» poema «Tubinga, enero», que es, por cierto, un homenaje a Hölderlin, «un movimiento hacia la ceguera», «sólo balbucir y balbucir». Pallaksch es una palabra inventada por el poeta alemán. Le servía para decir «sí» y «no». Termina su magistral lección con un poema de Íbico (siglo iv a. C.), con un insistente Eros al fondo. Luego varía sobre él utilizando en esas versiones (otro ejemplo de la versatilidad e imaginación de esta mujer) palabras de Donne («Constancia de mujer»), Brecht (archivos del FBI), Beckett (Final de partida), Kafka (Conversaciones de Janouch: «Uno está condenado a la vida no a la muerte»), de las señales y las estaciones del metro de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Londres y del manual de instrucciones de su microondas, respectivamente. Al azar el pueblo cicládico reúne, sí, fragmentos en torno a lo cicládico y a los cicládicos. De nuevo Grecia. En 6.0 leemos: «Se atribuye a los cicládicos la invención del bolso de mano». Fue «una cultura totalmente insomne». Casandra puede flotar, el último cuadernillo del libro que leí, conduce al título de la obra. Y sí, regresa de nuevo a Grecia, a uno de los personajes más significativos de su mitología. Hija de Hécuba y Príamo, sacerdotisa de Apolo. «La que enreda con hombres», si se traduce del griego antiguo. El juego literario que ha dado es prolijo. Ésta es la de Esquilo. «Casandra descubría que podía flotar», escribe Carson: «Con su flotador, flotar puede». En un momento dado escribe: «A veces me parece que me paso la vida reescribiendo la misma página». En «Ensayo sobre la traducción» menciona otra vez los «velos», que hay que apartar al acometer esa tarea: «Si las palabras son velos, ¿qué esconden?». Le gusta «la gente que se abre paso contando cosas». Llega después a Husserl, que publicó una docena de libros y dejó treinta mil páginas taquigrafiadas de inéditos. «El habla es de por sí una especia de taquigrafía». Aterriza en Lou Reed y Matta-Clark, que intervenía en edificios que iban a ser demolidos. Inventó la anarquitectura. Y en otra pasión: la etimología. «El etimólogo [ella lo es, hay muestras sobradas en el libro] realiza cortes que muestran al ser flotando dentro de las cosas y cómo flota y cómo puede flotar». Confiesa: «Yo aprendí griego por casualidad, por culpa de una aburrida profesora de latín que en el instituto decidió enseñarme a leer a Safo». Termina su texto hablando del hermano de Matta-Clark y de la compasión. Se suicidó arrojándose al vacío desde la ventana de su estudio. Del estudio del artista. «Asómate», dice Esquilo en su Agamenón. Lo cita Carson. Es, si se me permite la apostilla, lo que debemos hacer ante la obra de Anne Carson. Asomarnos. Mirar. Leer. Sin miedo. Aunque haya dicho: «si la prosa es una casa, la poesía es alguien en llamas corriendo a través de ella».

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1920. Centenario de una dĂŠcada Por Blas Matamoro


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Es una antigua costumbre humana la de acotar épocas históricas. Son todas convencionales y, por lo mismo, alterables. Un ejemplo: nadie pensaba considerar el Barroco como edad hasta que Benedetto Croce, Américo Castro y Eugenio d’Ors decidieron hacerlo. El símil más corriente es medir el paso del tiempo histórico por siglos, siempre subdivisibles en décadas. Lo primordial es dejar a un lado cualquier naturalidad de estos calendarios. Son propuestas sobre hechos consumados y modos de entender el pretérito. En fin, herramientas para narrar la historia. El tiempo huye. No se lo puede detener, pero sí examinar sus huellas y convertirlas en un camino: afirmado de piedra o alquitrán, mojones y postes miliarios. La década que empieza en 1920 y está cumpliendo su primer centenario, puede servir de ejemplo a lo anterior. Ya ha merecido rótulos: años locos, años vagabundos, años interbélicos. Se la puede limitar entre dos catástrofes: la gripe española que irrumpió en 1918 y el crac de la bolsa norteamericana que abre la Gran Depresión en 1929. Lo de interbélico viene a cuento. En efecto, en 1920 se pacta entre los Aliados y Alemania las indemnizaciones de la primera guerra mundial a cargo de los derrotados. El tratado de Versalles, que acabó formalmente la guerra, fue visto con desconfianza. Esto no es la paz, sino un alto el fuego dijo el mariscal Foch. Hemos firmado la paz, preparémonos para la guerra, juzgó el diplomático inglés Nicolson. La primera conflagración mundial tuvo una segunda parte. La paz duró poco, si vemos lo que ocurrió en la flamante Unión Soviética y, en la década posterior, en Etiopía, Manchuria y España hasta el decisivo año 1939. Algunos historiadores prefieren acotar por sucesos bélicos. Haré lo contrario. Veré en los años veinte un ejercicio de pacificación. Hay parecidos estructurales entre aquéllos y los nuestros. También podríamos diseñar como una década que va de la crisis bancaria de 2008/2010 a la crisis sanitaria de 2020. Parece que los sucesos traumáticos ayudan a capitular la historia. Nos ordenan sus lecciones. Con frecuencia no las aprendemos. 2

Los Estados Unidos entraron tarde en la primera guerra mundial. Decidieron la victoria de los Aliados y se convirtieron en los grandes acreedores del continente. No sólo en lo económico, sino también en lo simbólico. Hubo una suerte de moda america 223

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na en Europa. Lo prestigioso dejó de ser la Antigüedad, ruinosa o reconstruida, que cedió lugar a la gran empresa industrial en serie, el rascacielos, el desenfado en los modales, el cigarrillo de tabaco rubio y cierta manera en el manejo del cuerpo. El jazz impregnó los bailes y las verbenas. En París hubo un cabaret dedicado a él, Le boeuf sur le toit. Hasta el tango argentino tuvo su cuota con orquestas estables parisinas como las de Ramón Mendizábal y Rafael Canaro. Carlos Gardel impuso su canto más allá de que se entendieran sus palabras. Una de las principales estrellas de variedades fue la negra americana Joséphine Baker, que siempre conservó un deje exótico cantando en francés. Con su semidesnudez efébica, sus contorsiones gimnásticas y su picardía ingenua tanto podía pasar por hija de Nueva Orléans, Vietnam o Tahiti. América era la fascinación por lo ulltramoderno pero, a la vez, por lo que no contaba con un pasado secular como Europa. En ese sentido, estaba más cerca de lo flamante, lo originario, lo primitivo. La guerra había significado, entre tantas otras cosas, la quiebra de la civilización, lo heredado, lo cual prestigiaba todo lo contrario, lo naciente, lo inédito. El arte del siglo xx lo había anunciado en cierta medida. La consagración de la primavera de Stravinski evocó danzas y ceremonias prehistóricas. Darius Milhaud resuelve La creación del mundo con recursos de jazz. En el art déco de los años veinte aparecen dibujos incaicos. A lo prístino también se une lo remoto, otra manera de huir de un presente ruinoso y desvencijado. En 1922, el arqueólogo Howard Carter, sustentado por el dinero de lord Carnarvon, descubre la tumba de Tut-an-Kamen (el popularizado Tutancamón). Pronto, el diseño de interiores, aderezos femeninos, utensilios domésticos y muebles, dedica un buen espacio a una suerte de art déco egipcíaco, enseguida codificado por la exposición de artes decorativas de París (1925) que da nombre a la tendencia. El faraón acaba apareciendo en cuplés y números de revistas. La moda americana tiene su contraviaje, el de los que vienen a París desde los Estados Unidos. Son como los conquistadores que han ganado la guerra en el continente y abren su espacio propio en la vieja ciudad de las luces. Hay toda una generación de escritores norteamericanos para los cuales París en invierno y los veranos de la Costa Azul son una etapa necesaria de su educación sentimental: Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald, Gertrude Stein, Dorothy Parker, Julien Green. Algunos quedaron arraigados al medio francés, otros llevaron su cuota en la deriva del típico escritor viajero de su país, para quien el mundo está siempre a CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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su disposición. Todos tuvieron un magistral antecesor en Henry James y un espacio americano en el altivo mundo letrado francés: la novela negra. Un interesante aporte americano a la sociabilidad europea es el bar, un emblema visual de los años locos. No es el café europeo, con sus mesas donde se reúnen grupos literarios o políticos, familias burguesas o soledades bohemias. A la barra se concurre de pie y se mezclan el pasajero, el habitual y el concitado. Estar de pie es estar siempre a punto de irse, así como sentarse a una mesa es el gesto de quedarse. El personaje del bar, a menudo apenas arraigado a su alcohol y a la música del pianista, se apronta a desaparecer como llegó. Representa a la muchedumbre solitaria de la gran ciudad, donde todo estamos separadamente juntos. Es frecuente que la relación más personal la tenga el cliente con el barman, que es el elemento axial del bar, la única persona personal, si cabe el eco. 3

La multitud solitaria es lo que podría denominarse elemento facial de la sociedad de masas que eclosiona en esta década. Un par de otros permiten explorarla. Uno es la urbanización, la formación de grandes ciudades donde hay zonas industriales y un conglomerado masivo de servicios y empleos terciarios. Esto provee de individuos a las clases medias que tienen sus propios lugares de vivienda pero escasos rasgos externos de pertenencia. A la ciudad seccionada del siglo xix, con sus clases definidas por ecologías, costumbres, indumentarias, parcialidades políticas y eventualmente raciales, sucede una ciudad donde la aglomeración tiende a borrar las señas de identidad clasista. Muchos acontecimientos acumulan multitudes donde las clases alternan y los contornos se difuminan. A ello se une la prolongada experiencia de la guerra que reúne a soldados de diversa procedencia, los deslocaliza y uniforma en la tropa. A las masas de empleados, se unen los retornados, a menudo impelidos a cierta marginación, descuajados de sus lugares de origen, sus familias y sus reflejos identitarios. La construcción del sujeto a partir de su pertenencia a una clase que se vive como la propia, entra en crisis y la pertenencia se desdibuja. Las ideologías tradicionales –el conservatismo de las clases altas, el moderantismo liberal de las medias y las izquierdas socialistas o anarquistas del proletariado– pierden fuerza identitaria en medio de estas dos vertientes de la masificación. 225

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Ella es uno de los componentes de los fenómenos fascistas típicos de la década. Hay diversidad de fascismos, lo cual dificulta una definición sencilla y abarcante. Más bien podría hablarse de un espacio fascista, a partir de los movimientos autoritarios propensos a la dictadura que incluyen a Mussolini (la marcha sobre Roma, 1922), Primo de Rivera (golpe de Estado, 1923), Hitler (intento de golpe fallido, 1923), Oliveira Salazar (O Estado Novo portugués, 1926) y a Józef Pilsudski (dictador, Polonia, 1926). Un elemento común es el autoritarismo, que tiene que ver con la sociedad de masas, donde el individuo, despojado de su identidad de clase, busca sustituirla con la persona superior del líder en demanda de una obediencia que lo resitúe socialmente. Este vínculo se resuelve en jerarquía y otorga al líder la plenipotencia, la ciega confianza y un carisma de infalible y poderoso. No necesariamente se trata de dictadores, es decir de únicos decisores en el Estado, ni tampoco necesariamente de un proyecto totalitario, donde todos los aspectos de la vida social y personal pertenecen al Estado. Hitler lo cumplió, Mussolini lo dejó a medias, Salazar era un funcionario de escasa aparición pública, Pilsudski se proponía paternal y socializante. Tampoco el racismo constituye un rasgo común a estos regímenes. Sí, un proyecto imperialista pero que es común a naciones democráticas que todos conocemos. Quizás una promesa de renovación o regeneración, relacionada con cierto juvenilismo, se dé con matices divergentes. Todos prometen innovar, cuando no revolucionar, a veces hacia un futuro inédito, otras con un proyecto de refundación, es decir, de retorno al origen. Se dice que son regímenes propios del subdesarrollo, pero el caso más visible, el nazismo, parte de un país puntero de la industria. El subsuelo de estos fenómenos proviene del siglo xix y es el bonapartismo, es decir, la sustitución de la sociedad, estructura de individuos y clases, por el pueblo, un magma homogéneo al cual da forma y conduce el líder. Se trata de un gestor social importante porque viene jugando su rol desde Napoleón, que le da nombre, y llega hasta nuestros populismos actuales. La conexión con lo masivo se advierte en la exaltación de un prototipo nacional de identidad y conducta, que iguala a todos los individuos cualesquiera sean sus clases sociales, pues no importan a la hora de constituir aquella subjetividad paradigmática. Es el uomo qualunque mussoliniano, el cualquiera, o el hombre normal que, como indica la palabra, se conforma según una sola norma, la del modelo popular y nacional de cada caso. Puede verCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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se en el fenómeno, también, una secuela de la guerra: el soldado como ejemplo de individuo y la tropa, de sociedad. Generalmente, por su tinte nacionalista, la concepción, al menos imaginaria, que estos regímenes tienen del curso histórico es la guerra, la existencia de un enemigo exterior del que hay que defenderse y armarse para la ocasión necesaria. En otro orden, el espacio fascista es una alternativa a la crisis del Estado demoliberal afectado por una guerra que no pudo evitar y que fue dañina tanto para los vencedores como para los vencidos. Los derechos subjetivos, las libertades públicas, los parlamentos, los partidos y las elecciones no fueron capaces de inhibir una masacre con diez millones de muertos. La crítica facilitada por estas circunstancias apuntaba a la garrulería y la corrupción de los políticos y a la inepcia de un sistema que sólo atendía a las formas y los procedimientos pero no a la materia de la vida social. El constitucionalismo social, que atendía no sólo a los derechos de los sujetos abstractos llamados ciudadanos, sino a las clases trabajadoras, se hizo cargo de estos extremos. Así, en la Constitución mexicana de la revolución y en la alemana de la república de Weimar. Pero los planteamientos del espacio fascista iban más allá, a la naturaleza del Estado, que dejaba de ser una estructura basada en la ciudadanía para convertirse en la superestructura de las corporaciones profesionales. En esto, los fascismos entroncan con otro fenómeno propio de la sociedad de masas: la aparición de un estamento social de técnicos y burócratas que, sin ser la clase dominante ni ser estrictamente una clase, sin embargo actúa desde su propio poder y se organiza de manera también corporativa. Sociólogos posteriores, como James Burnham, Bruno Rizzi y Alvin Toffler, ahondarán en el tema de la burocratización del mundo y la toma del poder por la silenciosa revolución de los gerentes. Esta doble vertiente, masificación y funcionarización técnica, no sólo acompaña lo vivido en la década, sino que llega a nuestros días. Permiten, además, entender mejor los fascismos y no arrumbarlos en el rincón de los reaccionarios que pretendieron volver a momentos preteridos de la historia. Despojados de sus métodos terroristas de Estado y de su puesta en escena política, estos regímenes son el índice de una transformación social que los sostiene y los supera. Por las mismas fechas se organiza otro de los totalitarismos del siglo xx: el bolchevismo ruso. Si bien el libreto ideológico explícito difiere de los fascismos, los vasos comunicantes con ellos son sugestivos. Ambos proponen la inclusión de toda la vida hu 227

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mana en el Estado y, como en el caso del fascismo italiano, proyectan modernizar y desarrollar un país vetusto y atrasado. Un halo de nacionalismo de gran potencia imperial también se da en ambos. No en vano, Mussolini se consideró en algún momento, uno de los dos revolucionarios que quedaban en Europa. El otro era Lenin. Los dos cultivaron su personalidad y montaron una maquinaria funcionarial que se convirtió en un proyecto de nueva clase, la nomenclatura. Al final, quien se quedó con todo el poder en la Unión Soviética fue Stalin. Los principales pasos de su instalación como jefe supremo del Estado que era el partido que era, a su vez, el ejército, los dio en la década. En 1922 ya era secretario general del Partido Comunista. A la muerte de Lenin, en 1924, se dedicó a liquidar a la vieja guardia leninista y luego a la de Trotski, a quien destituyó en 1927 y mandó al destierro y al exilio. Fue el paso hacia un sistema en que la persona del conductor supremo era insustituible. El comunismo devino estalinismo. 4

La guerra impuso una separación de sexos. Los hombres, en el frente y las mujeres, en la retaguardia. Ellas debieron asumir tareas antes exclusivamente masculinas. Este trueque de roles cambió el lugar de la mujer en la sociedad y tuvo una repercusión simbólica en la imagen de los géneros. La mujer de la belle époque era rotunda y abundante pero se cubría completamente y resultaba impúdico que se le viera un tobillo. Su ropaje describía y exaltaba la rotundidad de su cuerpo, cuanto más carnoso, más prestigioso. En cambio, la mujer de los veinte muestra en mayor medida su realidad corporal –falda corta, mangas breves, escote–, mas su vestido elude subrayarla. La cintura es baja y la línea de la prenda es floja, como para permitir que trabaje. A las largas cabelleras del ochocientos, a veces recogidas en complejos peinados y rematadas por sombreros monumentales, suceden las melenitas del veinte, con la nuca rapada y el conjunto corto: el peinado paje de flequillo y aladares, y la gar­ çonne (la machorra o virago, título de una famosa novela de Paul Margueritte) que imita el peinado convencionalmente masculino, patillas incluidas. El sombrero cloche, fácil de poner y quitar, evoca el casco de la milicia. Es un prototipo de la mujer en el bar, que fuma y bebe cócteles. Hay una zona de mestizaje, de hibridez sexual, en las imágenes, que va de un género a otro. El cine consagra un tipo de galán CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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de belleza delicada y aire equívoco: Rodolfo Valentino, Charles de Rochefort, Ramón Novarro. Por las suyas, Greta Garbo de la mano de Stiller y Marlene Dietrich de la mano de Sternberg llegan a Hollywood vestidas de varón. La guerra ha dejado, por su parte, una imagen prestigiosa, la del soldado, un hombre joven cuya versión pacífica es el deportista. En efecto, la guerra y el deporte son cosa de muchachos, no de viejos. Los movimientos políticos exaltan al mozo combatiente y Ortega y Gasset habla de una noción deportiva del Estado. La síntesis del luchador en tiempos de paz, acaso siempre dispuesto a una guerra futura, es el boxeador, quizás el deportista emblemático de la década. El boxeador es un peleador o un combatiente pero no un militar. Si acaso, evoca a esos héroes de las epopeyas que, en medio de la batalla, paran la acción para asistir a un desafío singular entre los jefes. Por lo demás, la imagen ejemplar del boxeador es la de un varón potente pero autocontrolado, cuyo máximo índice viril es la inteligencia: orden en su desplazamiento, musculatura entrenada, dominio de los impulsos, economía energética, en fin: astucia corporal. Autónomo y profesional, no pelea para agredir sino para demostrar su inteligencia táctica, defensiva y eficaz en el triunfo. Así es como, a menudo con cierto reborde racial, un boxeador puede representar a toda una nación: Jack Dempsey a los Estados Unidos, Max Schmeling a Alemania, Primo Carnera a Italia, Paulino Uzcudun a España. El encuentro de Dempsey con su desafiante Gene Tunney es un evento nacional que colma las apuestas y se da con la pompa de una fecha celebratoria. Dempsey, arrojado de un tortazo a la platea por el argentino Luis Ángel Firpo, el «Toro Salvaje de las Pampas», es festejado en la patria de éste como un fasto nacional. Bajo la meditada celebración pacífica late siempre el taconeo de la tropa. 5

La globalización, la noción de la unidad planetaria como escenario de la comedia humana, data de centurias, al menos desde los viajes exploratorios del siglo xv. En la década recibe un peculiar impulso derivado de la expansión técnica. En primer lugar, con una aviación que se ensaya para cumplir tareas pacíficas y civiles a la vez que proyecta establecer una red de contactos permanentes entre ciudades, de modo que la red aérea dé la vuelta al mundo envolviéndolo en un tejido global de mejor conocimiento mutuo. En este orden, la década registra los dos eventos fundacionales: 229

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un par de vuelos en principio deportivos que demostraron posible el cruce del Atlántico: Ramón Franco y su ayudante Ruiz de Alda con su hidroavión Plus Ultra (1926, partiendo de Palos de la Frontera y llegando a Buenos Aires) y Charles Lindbergh con su avión Spirit of Saint Louis (1927, partiendo de Long Island y llegando a Le Bourget). Estas hazañas con tanto de aventureras producen sus rentas. En lo económico, se ve la posibilidad de viajes regulares y, en este sentido, Renault, el fabricante de coches, establece en 1926 un premio para el piloto aéreo que logre la más prolongada autonomía de vuelo. El empresario francés está pensando, desde luego, en un imperio colonial todavía extenso y floreciente, es decir Cercano y Lejano Oriente, Magreb y África Sahariana. En otro imperio, esta vez perdido, piensa el gobierno español del Directorio Militar. Ha forjado un ideal de iberoamericanismo, que se pondrá sobre la escena de la exposición sevillana de 1929. El viaje de Franco se vio como una réplica innumerable de las expediciones descubridoras y conquistadoras del pasado. España refundaba así la familia de las repúblicas hijas y la madre patria. Baste recorrer los anuncios publicitarios en la prensa argentina, suscritos por empresas y asociaciones españolas. Por las suyas, Franco se convirtió en una estrella callejera porteña pues la gente se apiñaba para seguirlo apenas identificado, coreándole vivas al «gallego que bajó del cielo». A menor altura, la otra red globalizadora y cosmopolita la constituyen los trasatlánticos o buques oceánicos, que experimentan un vuelco en su desarrollo, en buena medida como consecuencia indirecta y pacífica de la guerra. El crucero no es una novedad por esas fechas, ni siquiera una criatura de preguerra, a pesar de la historia del Titanic (1912). Data del siglo xix y está inevitablemente asociado al imperio marítimo británico. Pero en la década ya tenemos cruzado el Atlántico tres veces por semana, entre Londres y Nueva York por la compañía inglesa Cunard con barcos que hemos conocido por películas, crónicas de viajes y novelas: Mauritania, Aquitania, Imperator. La White Star, por su parte, ofrece el Majestic, paradigma del palacio flotante de la época. A su vista, los franceses no se quedan atrás y construyen el Normandie. Cabe señalar que unos cuantos de estos navíos fueron secuestrados a la armada imperial alemana y reciclados como transporte de pasajeros. Los tudescos conservaron otras piezas e hicieron lo mismo, por ejemplo, con el Bismarck. Hay que tener en cuenta que, sin CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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ser un país atlántico, Alemania contaba con Hamburgo, cabeza de líneas que podían llegar hasta América del Sur y el Sudeste asiático. En tal sentido, en 1929 se impone el modelo teutón de reciclaje, el Bremen que produce nombres tan rutilantes como el Queen Mary, el Europa y el Britanic. Al margen, si se quiere así llamarlo, está el transporte de inmigrantes, la tercera clase de los grandes navíos o piezas más modestas, especialmente de compañías italianas y españolas. Más allá de las novelas policiacas y las intrigas del vodevil y el melodrama cinematográficos, el buque oceánico constituye un modelo de sociabilidad, novelesco por sí mismo. La dualidad entre la solidez de la construcción y la blandura fluctuante del apoyo en el agua diseña una tensión, con la imagen del naufragio del Titanic y el hundimiento por la armada alemana de transportes, durante la guerra, como en el caso del Lusitania. La nave tiene su tempo propio, ajeno a los almanaques, sin horarios impuestos por lo productivo: el tiempo del gasto, el ocio y el placer. Como no se puede salir de él, se convierte en un mundo aparte, seguro de sí y asimismo efímero, ya que tiene fecha de caducidad. La soledad marina y la aparición de puertos exóticos con gente de razas exóticas que hablan lenguas exóticas, refuerzan la escenografía aventurera del viaje. La trama, a su vez, altera las identidades. Por unos días o semanas, los viajeros aceptan ser otros, entrar y salir en la vida de otros, reforzar a los conocidos y reconocer a los extraños. La vida a bordo es una continua fiesta y, según todas las fiestas, la conversión de lo anormal en norma, lo cual lleva a explorar la identidad subterránea de cada quien, enmascarada por la vida cotidiana en la tierra firme. De modo inopinado y en paralelo, ensayan también ese experimento de convivencia mundial, la Liga de las Naciones, establecida en Ginebra, en 1925, conforme un proyecto de Woodrow Wilson, presidente de los Estados Unidos, país que nunca perteneció a ella. El otro espacio globalizador es la mencionada tierra firme y corresponde al automóvil. Este ingenio también tiene un largo pasado. Leonardo da Vinci lo fantaseó, hubo ensayos en el siglo xviii pero lo que hoy identificaríamos ya como automóvil fue un invento francés datado en 1860. No obstante, el coche estará siempre asociado al siglo xx. Empezó siendo una extravagancia y se convirtió, a comienzos del novecientos, en un artículo de lujo, eso que Veblen llamó por entonces consumo conspicuo. Por eso, o bien imitaba a los pequeños transportes de personas –alguien solo, una pareja– de 231

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siglos anteriores, o bien eran abiertos y descubrían a sus orgullosos propietarios, ataviados para el caso por una moda peculiar que sólo servía a gentes como ellos. Ortega y Gasset escribió un agudo texto de El espectador, «El automóvil en España», donde señala el aspecto señorial y reluciente de los coches españoles, expuestos en los paseos por la buena sociedad, frente al cacharro polvoriento y tocado de los franceses, que lo usan para trabajar. Los años veinte aportan algunos decisivos elementos a la historia automovilística. El motor pasa a ser delantero y los coches cerrados dominan sobre los abiertos. Cerrar el coche significa aportar una protección ante las molestias del clima, es decir que está señalando un uso laborioso de la máquina. Añade intimidad y suprime lo espectacular. En 1922 los ingleses proponen el primer ensayo del coche popular, destinado a las masas y no a las minorías: el Austin. Luego seguirán los ejemplos del Ford norteamericano y el Volkswagen (literalmente: coche del pueblo) de los alemanes. A la vez, convertido en elemento deportivo, los franceses proponen el Bugatti. Ford, pensando en la mujer audaz y decidida de la época, lo hace con el Torpedo. El auto ocupa la calle y, en sus primeros momentos de presencia masiva, causa accidentes y provoca miedo social. En otro nivel, se convierte en una prueba de resistencia que hereda las carreras clásicas de los corredores a pie. En 1926 se instauran las incansables Veinticuatro Horas de Le Mans, emblema del circuito cerrado, es decir del espacio excluyente del automóvil. Un aparato técnico dotado de movilidad autónoma acaba convirtiéndose en una obra de arte gracias a las audacias del diseño –el Cadillac– y en un juego que no desdeña los accidentes mortales. La gran inversión industrial desagua en la gratuidad estética y la nueva heroicidad del deportista. 6

En otra dimensión, la individual e íntima, la década aporta sus propios subrayados. Tiene que ver con la vida doméstica y la relación del individuo con el mundo a partir de ella. En primer lugar, la generalización urbana del teléfono. La posibilidad telefónica es la de comunicarse inmediatamente con alguien lejano y su conversión en confidente inmediato. Este efecto permite guarecer el diálogo del control de terceros y, además, acelerar las relaciones con los otros, obteniendo de inmediato una información de lo que hoy llamaríamos en tiempo real. Para quien telefonea, el otro existe a cualquier hora y esta amplitud altera la calidad de las CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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horas diarias porque el otro puede estar viviendo en un país cuya norma horaria es muy distinta de quien telefonea. Y, por fin, porque la voz emitida por el aparato tiene una corporeidad incomparable con las otras vías heredadas de comunicación, la fotografía y la carta. No casualmente en 1926 Eugene Edgerton descubre el xenón, elemento que permitirá la fotografía instantánea, el flash o sea la imagen de la realidad inmediata, en que el tiempo de la captación y el tiempo del evento captado sean el mismo. La fotografía tradicional, en cambio, exigía la pose, y el tiempo de quien posaba era distinto al tiempo real de su existencia porque debía fabricarse de forma expresa para conseguir el efecto fotográfico deseado. Otro cambio de parecida familia es la conversión de la gramola en gramófono y, por fin, en mueble tocadiscos. Tiene que ver con la invención del sonido eléctricamente grabado (1925), que deja atrás las grabaciones acústicas de cilindros y discos que aún podemos hoy gustar como curiosidad museal, pero que proponían chatura de planos, escasa dinámica en cuanto a duración y gangosidad de los timbres. La grabación eléctrica supera estos inconvenientes y permite oír con mayor fidelidad a lo real las voces y los instrumentos, a la vez que produce unos espacios auditivos que distinguen planos y dinámicas con mayor precisión. Como añadido, permite las grabaciones en vivo, de eventos cuya realidad antes resultaba imposible de registrar. Una interpretación musical o un discurso político, si sabemos qué fecha tienen, nos permiten ir hasta ellas y vencer la usura del tiempo en favor del eco documental. Por fin, el mueble tocadiscos se convierte en un ingenio de vida doméstica, con toda la familia o la tertulia de parientes y amigos rodeando la fuente sonora como, antaño, el piano privado y el buen estudiante o el buen tocador de oído. Ahora era posible rodear la voz ilustre y al ilustre solista, como si se lo hubiera contratado al efecto. Un tercer grado de la anterior enunciación es la radiofonía. En 1921 se registra la primera transmisión transoceánica, con lo que el mundo, de nuevo en tiempo real, empieza a recorrerse a sí mismo. El invento era, al principio, un aparato que hoy nos parece curioso: un vector que buscaba sobre una piedra llamada galena la sintonía y que pasaba al oído por medio de audífonos. El que lo manejaba, rodeado de familiares o amigos, repetía en voz alta las palabras que iba escuchando. Así, por ejemplo, era factible seguir una de las memorables peleas de box ya referidas. Los grandes periódicos solían retransmitirlas con altavoces hacia 233

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la calle, donde la multitud las seguía alentando al favorito como si estuviera presente. El sistema mejoró al producirse por un circuito de ondas fijas con un amplificador, todo metido en unos muebles que reproducían estilos antiguos. Había aparatos de radio góticos, Luis XVI y barroquizantes. La radio modificó la sociabilidad casera, fue como un invitado multívoco que llenó la casa de presencias fantasmales, seres invisibles pero audibles. Inventó asimismo la profesión del actor y la actriz de radio, personas cuyas caras a veces nadie conocía pero cuya identidad sonora resultaba familiar, justamente porque tintineaba en casa. Así, el mundo se hizo cotidiano y doméstico, y la habitación se abrió al mundo, poblándose de sus glorias y sus calamidades. 7

Las vanguardias –los futurismos italiano y ruso, el dadá– eran anteriores al final de la guerra pero su eclosión se dio en la década, que tomó así un aspecto característico de avanzada y experimentación. Quizás haya que pensar en un proceso de institucionalización. En parte, se debe a su carácter gregario: todo grupo propende a organizarse y a jerarquizarse y, como consecuencia de ello, a su politización. Los futuristas italianos se hicieron fascistas, los rusos apoyaron la revolución y sacaron variables cuentas, el surrealismo –verdadera iglesia, Papa incluido– se ofreció a la revolución socialista mundial con resultados diversos, entre el bolchevismo ruso y el trotskismo. También ficha por movimientos de izquierda el expresionismo germánico de protesta social y política, con Georges Grosz y Otto Dix entre tantos. El dadá, enemigo de toda determinación, se disolvió para no someterse al ser. Los suyos se tornaron nihilistas o fervientes católicos. El tejido de movimientos de vanguardia diseña un auténtico mapa. Veamos: el grupo Musikalistas de Kupka, el orfismo de Delaunay, el radicalismo ruso y de la misma tierra el suprematismo y el constructivismo, Piet Mondrian y los holandeses de Der Stijl, Cercle et Carré de París y el más popular o, mejor dicho, destinado al popularizarse: el surrealismo dirigido por André Breton que, en 1925, pareció sintetizarlo en la palabra automatismo. En efecto, su teoría señala, por una parte, lo automático del inconsciente y, por otra, la violación de todo lo automático previo a la obra, que es una mirada privilegiada capaz de acceder a la superrealidad, la verdad de las cosas desmerecida por la costumbre. Por su importancia visual, muy ligada a los comienzos del cine, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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acabó explayándose en la imaginería pública con sus composiciones oníricas: Dalí, Magritte, Delvaux. Se puede hablar de una conducta vanguardista. Prima el manifiesto sobre la práctica, una herencia romántica que somete el arte a la doctrina del arte. El manifiesto vanguardista, por las suyas, excede la mera prosa teórica y se vuelve excelencia literaria. A la vez, lo orgánico y grupal acredita el uso de la palabra vanguardia, de origen militar y que, por lo mismo ya molestaba a Baudelaire. Sintetizando: se busca conciliar la libertad anárquica del impulso con la sumisión al aparato, lo cual puede ser uno de los lemas de la década. Igualmente, las revoluciones de aquellas fechas se hicieron en nombre de la liberación y desaguaron en dictaduras. En lo visual, el campo en que las vanguardias lograron sus éxitos más visibles –si cabe el pleonasmo–, yace otro dilema y es la calidad de la misma visión. Lo encierra la pregunta ¿qué ve el pintor? La inquietud viene de lejos, acaso desde que Kandinsky, en 1910, pinta o esboza con acuarela sus primeras abstracciones. Se trata de representar algo que se representa a sí mismo, que no figura nada exterior al cuadro, ni como recuerdo ni como presencia. De paso, se logra borrar al sujeto y el procedimiento. No hay quien pinte o dibuje, no se sabe cómo lo ha hecho. Tampoco, en consecuencia, se puede enseñar, lo cual es una apelación al genio. A Mondrian le basta con saber geometría. Giacomo Balla plantea, desde el futurismo italiano, la posibilidad de volver expresiva la abstracción, en una suerte de expresionismo abstracto que otorga al trazo una calidad de gesto. Francisco Bores va más lejos y sostiene que todo organismo estético, por serlo, es político, incluido el abstraccionismo. Más allá de esta polémica acerca de lo visible en las artes visuales, hay propuestas abarcantes. Willi Baumeister, por ejemplo, propone definir la imagen estética como ideal, de modo que la idea se realice por cualquier medio, figurativo o no. Picasso, con la autoridad de ser Picasso, sostuvo que toda pintura es abstracta porque, por más que intente reproducir algo real, el pintor lo que hace es seleccionar detalles, es decir, abstraer. Todo es, entonces, una cuestión de grados. Echando una mirada a lo que Picasso hace en la década, se consigue ver un rumbo que toman las vanguardias en cierto momento de su apertura al público, no ya por el escándalo sino por la obra, y por la necesidad de racionalizar –o, al menos, de razonar– en un mundo que venía del tremendo ejercicio 235

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de locura que fue la guerra. Así, en el retorno al orden de Jean Cocteau, la nueva objetividad de los expresionistas alemanes y el neoclasicismo de Stravinski con sus seguidores franceses del grupo de los Seis. Picasso, en concreto, abandona la deformación y la provocación, aborda la tinta china, evoca escenas de toreo, retrata conjuntos de mujeres, obedece a sugerencias inconscientes, cita a los clásicos en forma de bodegones y, si se quiere, se sitúa lo más cerca que puede del surrealismo, con el cual coincide en la actitud visual, que es objetiva y, a su modo, neoclásica. La vanguardia se constituye en institución y llega a los salones, las agencias y hasta la publicidad. Atrás quedan las especulaciones de la visión múltiple del cubismo, de la cual surge la abstracción, en tanto hay un rescate del objeto referible como vínculo con el mundo. Al ascetismo abstracto, a su noción igualmente abstracta de la libertad, se opone la necesidad de reincorporar la pintura: re-incorporar, restituirle el cuerpo. La década presencia la eclosión del único arte nativamete vanguardista, porque carece de historia y no puede reclamar ejemplos del pasado como el propio surrealismo. Se trata del cine. Globalizante por excelencia, como la música, porque no necesita traducirse, impone enormes salas como Casas de la Luz, una nueva socialización del contemplador de imágenes, una narrativa en que la palabra se supone y la imagen se propone, la creación de un mundo fantasmal donde todo se agiganta, pierde color y se mueve. Por eso, todos los clásicos del cine mudo son de vanguardia, la invención de un lenguaje y su experimentación. Ejemplos: el expresionismo alemán que intenta filmar la pintura de su propio expresionismo, los soviéticos Eisenstein y Dovzhenko, Buñuel, Cocteau, René Clair, Man Ray. En la actuación dramática, el cine tiene un obstáculo, pues debe acudir a actores de teatro. Como diría Orson Welles, son actores del siglo xix perdidos en una puesta escénica del siglo xx. Formados para hacerse oír en salas inmensas, recitadores cantarinos, al quitárseles la voz, se los obliga a gesticular exageradamente para compensar su penosa mudez. El cine se inventa un trámite nuevo: la expresión actoral de la fotogenia. Un solo ejemplo, quizá fundacional: Greta Garbo en El demonio y la carne de Clarence Brown (1926). Ella sale de un coche vestida de negro con un ramo de azucenas blancas, baila embebida con John Gilbert, enfocada desde la altura de una cámara cenital, enciende un cigarrillo en la oscuridad de un jardín. No hace aparentemente CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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nada, o apenas nada, pero la sola presencia plástica convierte su fantasmagoría eléctrica en un personaje. Vigoroso y audaz, el cine se enfrenta tempranamente a más obstáculos. En 1927, la BBC londinense hace la primera sesión pública de televisión; y, en 1929, Al Jolson protagoniza el primer largo metraje sonoro, El cantor del jazz. Empezará tartamudeando y acabará hablando todas las lenguas. La imagen perderá prestancia fantasmal y ganará riqueza corporal.

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► © Fundación Alejandro Otero. Mercedes Pardo

Otero: la dimensión del vuelo Por José Balza


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Alejandro Otero (Venezuela, 1921-1990), después de largos años en París, al volver a su país, transformó, en los años cincuenta, lo que había sido la pintura clásica en una nueva dimensión para ésta mediante sus «coloritmos». Así correspondía a su pasión por Cézanne, Mondrian y Picasso, de acuerdo con las enseñanzas recibidas en Caracas de su maestro venezolano Antonio Edmundo Monsanto. Una década más tarde, se convierte en escultor de obras monumentales que hoy pueden ser admiradas en países como Colombia, Italia, Estados Unidos, Venezuela, etcétera. A las puertas del Museo del Espacio, en Washington, vibra una de ellas; algunas fueron exhibidas en Venecia; el castillo Sforzesco de Milán acogió en su patio la pieza en homenaje a Da Vinci, que hoy luce en la Olivetti de Ivrea. Un arte pictórico que renueva la pintura, esculturas cívicas que vienen del futuro y un pensamiento analítico, fascinante, sobre la sociedad y las artes, expuesto en su admirable libro Memo­ ria crítica, trazan puntos imprescindibles en su biografía. A ello debemos sumar su experiencia con la informática, testimonio de lo cual es el libro Saludo al siglo xxi, en que su visión nos revela un universo deslumbrante para las artes. La publicación de un volumen acerca de los setecientos dibujos que realizó durante veinte años a partir de 1967, como proyectos de grandes esculturas, es uno de los motivos para estas notas. Esta obra, escrita por María Elena Ramos y publicada por las Fundaciones Artesano Group y Otero Pardo, se titula Alejan­ dro Otero, dibujos para esculturas. La dimensión del vuelo (Asia Pacific Offset Ltd, China, 2019). 2

Alejandro fue, es y será un hombre del futuro. Y una prueba de eso es que exactamente treinta años después de ausentarse siga entre nosotros, como ocurre hoy. Creo que esto sólo es posible cuando se tiene una rara conciencia del presente (estoy seguro de que si él hubiese podido hacerlo, habría fijado en algún material singular cada detalle de su transcurrir. Parecía tener un sentido histórico que en el fondo era la obsesión por detener el presente). Y es posible también, desde luego, cuando la obra creada no sólo enriquece su actualidad, sino que la atraviesa y parece venir del futuro. Me ha correspondido acompañar algunos de los escritos de María Elena Ramos. No en vano ella ha vivido con las artes y ro 239

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deada de artistas. Su comprensión de los mismos excede lo que consideramos crítica, porque, además de analizar piezas precisas, de unirlas a un contexto social nuestro, dispone de experiencia directa con las obras universales de muchos tiempos y culturas. A tan compleja condición debemos añadir que practica un pensamiento estructurante, como lo origina su disciplina académica, la filosofía. Por lo tanto, nadie mejor que María Elena para desentrañar, relacionar y dar coherencia a este inmenso tesoro de setecientos dibujos, croquis, diseños, audacias, ensoñaciones o hallazgos casi científicos a los que su autor dedicó más de veinte años, desde 1967. A primera vista, este catálogo puede ser considerado como un estudio especial de esos dibujos.1 Pero no tardará el lector en advertir que estamos ante una biografía inusual: en principio, porque recorrerlo es sentir que nos invaden esas obras de Otero que inexorablemente están ligadas a ciudades, a la vida intelectual, a nuestros sentimientos, porque alguna de ellas ha tenido que estar relacionada con el alma de innumerables contemporáneos. Y luego, porque el recorrido de María Elena apunta al proceso interno de una estética personal. Los paisajes escolares, Monsanto, París y las cafeteras, el abstraccionismo, Mondrian, los «coloritmos», las esculturas urbanas, las sacudidas a la creación en Venezuela y América; el viaje a la luna, la computación, el Instituto Tecnológico de Massachusetts, la IBM, el «saludo al siglo xxi»: todo esto se integra con asombrosa coherencia –según la percepción de María Elena– en la ejecución de una obra y en el destino de un pintor, dibujante, escultor, incesante investigador y explorador de los fenómenos ópticos, espaciales, con una perspectiva cósmica, que se llama Alejandro Otero. No hay tiempo para dedicarnos aquí al encanto detectivesco con que la autora va a hallar constantes y metamorfosis en ese destino visual, pero obedeciendo a la música –como bien lo sabe Mercedes Otero, singular compositora y prosista–, bien podemos destacar algunos indicios de ese canon. Como, por ejemplo, la transfusión entre texto y figura («la palabra como un dibujo», dice María Elena), el efecto simultáneo o sucesivo de lo aleatorio y la racionalidad, la huella del río, las aguas, el diamante (¿vivencias muy tempranas y permanentes en la vida del artista?) y el zigzag con que esas visiones pasan a la abstracción o regresan desde ella, la obsesión por la levedad y por un arte abierto (que en el fondo es el trasunto de una personalidad sin fronteras): tales son las marcas o áreas que María Elena descubre y propone para CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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comprender internamente las obras del artista. Hay muchas más esperando que el lector las goce. Y sin embargo, en ese tránsito de cincuenta años, cada transformación material, estilística, técnica y real guarda conexiones asombrosas que convierten la totalidad en un desarrollo casi bachiano, como si los diversos estados de la obra pudieran ser integrados en un ceñido cuerpo orgánico. El hallazgo de esa unidad cambiante y la descripción de sus funciones constituyen el tema central de este libro: aquí está, «algo que se mueve, nos mueve», insiste María Elena, y al titular su aproximación como «la dimensión del vuelo», está definiendo con especial precisión la obra de Otero, pero también su lente para observarla. Porque mucho tiempo debió dedicar Ramos a estudiar estas páginas, esas superficies, para encontrar en ellas un pasado intrincado, los asomos del futuro, la imposición del presente que las dictaba y las direcciones en que la prosa y las formas propuestas por Alejandro vuelan dentro y fuera del tiempo. No hay duda de que las artes están hechas de espacio, pero en este caso, casi milagrosamente, el artista convirtió estas páginas, estos dibujos, en tiempo puro. Pero, de manera concreta, escuchemos a María Elena detenerse y exponer sus apreciaciones acerca de lo que antes indicáramos: «Un elemento viene a hacerse aquí imprescindible: el vocabulario escrito (palabras sobre las hojas, que ayudan a dimensionar lo visible)». Y vemos entonces que los dibujos comunican tanto a través del lenguaje de las formas visuales como del de los conceptos escritos. Cuando el dibujo, tan sintético, tan esencial, deja necesaria­ mente elementos fuera (el color, por ejemplo, o el tipo de metal) és­ tos pueden ser escritos y así sugeridamente descritos. La necesidad de color es señalada entonces por la palabra, que puede proponer un «esquema de color para los tragaluces circulares del techo» o señalar ejes en plata, zonas en rojo o en negro brillante, colores particulares que pasan en el dibujo a ser dichos, como adjetivos que complementan a los espacios y los objetos, como un «plafón azul» o una «luz negra-azul […]. A través de la escritura Otero refuerza igualmente las medidas, incorporando el número a lo nodibujado. Con frecuencia, se reúnen palabra y número en frases netamente descriptivas, como cuando dice: «espesor de la lámina: 4 milímetros». Según la apreciación analítica de Ramos, lo que pudiera parecer inocuo en los apuntes de algún creador –la utilización de flechas– 241

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adquiere, al ser visto por ella, una funcionalidad imprescindible. Y dice: Las flechas, múltiples y diversas, son también líneas que se re­ piten en el repertorio de formas desplegado en este libro. No se trata entonces de cualquier línea, sino de una que viene cargada de sesgo, de intención. Líneas que mantienen permanentemente su tensión en ese espacio reducido de la hoja blanca, apuntando a eventos casi al suceder… porque las buenas flechas siempre parecen a punto de ser lanzadas, comenzando a abrir caminos, anunciando nuevos recorridos, señalando con su trayectoria virtual un espacio ima­ ginario en trance de constituirse, sugiriendo lo infinito a partir de la inmediata finitud de un trazo. Así podríamos decir que las flechas tienen en estos dibujos de Otero un importante poder reali­ zador (realizador de la obra, de su alcance, de su direccionalidad, de su abarcamiento). Así, estas flechas no sólo tienen la función de señalar la dirección de un futuro movimiento real sino, sobre todo, tienen un peculiar poder realizador: crean movimiento (virtual) y señalan su dirección. (Me permito incorporar aquí una valiosa experiencia narrada por Mercedes Otero, hija del artista; experiencia que debieron compartir los niños en la familia: «Entre aquellas pequeñas cosas definitivas que sembraba en nuestra conciencia, papá insistía en el ejemplo de una línea trazada por Picasso o Cézanne o Klee: por simple que fuera, esa línea era –y para siempre– incontestablemente verdad»). Con especial gusto, dejaría que ustedes siguieran la trayectoria de estos dibujos sólo con las palabras de María Elena. Como no es posible en estos momentos, cito otro de sus párrafos, para tocar, ya lo indiqué anteriormente, la relación entre lo aleatorio y la racionalidad, tal como ella lo explica: Si bien Otero no se refirió extensamente a otro importante tema, afín con los anteriores –el problema de la desmaterializa­ ción de la obra de arte– su trabajo ofrece aportes significativos a tal problema, frecuente y de amplia significación en la espaciali­ dad del arte moderno. Mencionemos entonces, primeramente, las relaciones espaciotemporales que van a tener particular signifi­ cación en el proceso de desmaterialización en este artista, par­ ticularmente en el diseño y realización de sus obras abiertas. Si bien se trata de formas que son monumentales por su extensión, su peso, su modo de asentamiento, ellas se comportan sin embar­ go como lábiles, irregularmente palpitantes según una dinámica CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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que, como hemos visto, es también espacio-temporal. Hay que in­ sistir en que esa particular labilidad de la obra abierta, en Otero, se va constituyendo a lo largo del tiempo, se va desplegando en la duración de los movimientos, va transformando tonalidades frente a la cambiante luz natural y el inestable viento, se va mul­ tiplicando según los diferentes puntos de mira de los espectadores, móviles ellos también entre su caminata por la explanada y el instante de detención: del darse cuenta. Pero ya antes del darse cuenta, hay un momento en que algo que se mueve comienza tam­ bién a movernos, en el sentido de abrirse a nosotros, en el sentido de llamar nuestra atención. Un diálogo permanente se establece entre la racionalidad casi programática de Otero (palabra ésta con la que sin duda se habría sentido un tanto incómodo) y su abierta disponibilidad a incor­ porar las variables de lo aleatorio, de lo disrítmico, y hasta de lo contradictorio. Y es que este artista actúa programando elementos estables no sólo para dar fuerza estructural y solidez al cuerpo de la obra, sino también para llegar a lograr zonas de inestabilidad, real o aparente. Diseña estructuras muy firmes para acceder, a través de ellas, al reino del movimiento indetenible. Cierra bordes y perfiles y produce, sin embargo, la transparencia y apertura es­ tructural. Necesita la maestría en el comportamiento de la mate­ ria pero llega a lograr una apariencia afín a lo inmaterial. Y los dibujos pueden también recoger un vocabulario de predetermina­ ciones que llegan a traducirse esencialmente en un lenguaje de las libertades. En unas notas que titulé Pensar a Venezuela mostré mi dolor por uno de los rasgos más terribles que caracteriza al país: la incesante interrupción en todas las fases de nuestra realidad. Las siguientes frases pueden hacerles pensar que voy a alejarme de los dibujos de Alejandro o de este admirable libro de María Elena. Ya verán que se trata de todo lo contrario. Decía allí que «nos ha impulsado el deseo de una permanente sustitución y tal vez esa incesante frescura haya sido el tono de nuestra personalidad como país. Planes educativos, instituciones públicas, ideas para el desarrollo de numerosos productos, la utilización del petróleo, etcétera, conducen siempre a un punto donde tales proyectos se frustran, porque son sustituidos por novedosas planificaciones que, a la vez, desembocarán en otras. La rigidez colonial reemplazó al disperso mundo indígena. La energía del proceso de independencia fluctúa entre cabezas 243

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sin sentido completo y real acerca del país. Y la actualidad no parece más coherente que todo aquello. Así, mientras esa virtual juventud nos consume, mientras lo no orgánico es el cuerpo general de gobiernos, poderes, sistemas de producción, otra jerarquía humana, aunque deriva o se incardina con lo anterior, parece independizarse, nutrirse, hacerse poderosamente coherente, misteriosamente lógica y decisiva y convertirse en una invisible materia totalizadora en la que todo converge y madura. Se trata de una forma de unidad social que sostiene desde el habla hasta la familia, desde la sexualidad y la percepción del paisaje, los engranajes económicos y religiosos hasta el amor y la alimentación. Un magma paralelo a las leyes y los ministerios, a las noticias y las ideologías. Algo que emerge desde las sombras de la más remota tradición indígena, negra o blanca, y va reflejándose en todas las instancias de la sociedad para nutrirse de sus voces, costumbres, intimidades e imaginaciones. Surgió y permanece en nuestra música, en las letras y artes a las cuales alimenta. Nada posee una coherencia y una versatilidad comparables entre nosotros como ese magma estético, social. ¿No está allí, en ese poderoso núcleo de la improvisación, la desigualdad, la ilegalidad, la irresponsabilidad uno de los secretos de nuestra eterna juventud? ¿El fondo de este rostro confuso, inestable, siempre a punto de comenzar, que nos define hasta ahora como país? Por eso resulta necesario hurgar en lo que tal careta impositiva no permite ver. Por ejemplo, en la corriente dianoética que atraviesa a la región desde sus orígenes: en su capacidad para practicar la ciencia, el arte, la sabiduría, la inteligencia. En suma: en su creación intelectiva. Otra Venezuela surge entonces, porque en esta visión no se desecha ni lo histórico ni el mal político, pero los acepta como un elemento más de nuestra realidad, toda la cual puede ser comprendida desde el pensamiento, desde la creatividad personal o colectiva. Sin omitir la percepción crítica. Como resultado de esas convergencias, tenemos hoy una naturaleza humana hacia la cual asomarnos para observar componentes fijos, variaciones espirituales y sensoriales, conductas, que marcan maneras más auténticas, persistentes y positivas que las señaladas de manera superficial por los manuales de historia. Por ello, en sus intermitencias –vacilaciones y realizaciones– podemos vislumbrarnos como concreciones de una ética, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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de un pensamiento que busca el bien común o la comprensión y la compensación de los errores; como una deseada práctica que ponga de manifiesto los nudos y enlaces que han sostenido nuestro transcurrir. Contra las ambiguas interrupciones, surge entre nosotros lo que acabo de sugerir y que, en palabras de uno de los poetas que más admiro, Joseph Brodsky, se sintetiza así: «La estética es la madre de la ética» (discurso al recibir el Nobel). O, dicho de otra manera: «El fin último de la evolución humana, se crea o no, es la belleza» (Del dolor y la razón). Toda la cultura venezolana es la prueba superior de la continuidad psíquica entre nosotros. Y desde dentro de ella, como estamos haciéndolo hoy con este libro de María Elena Ramos, la figura y la obra de Alejandro Otero han ocupado el lugar de un eje o de un sistema central. Me consta la admiración de Otero no sólo por los pintores que integraban su olimpo, sino también por Cristóbal Rojas, Reverón y Jesús Soto, acerca de quienes escribió páginas de inusitada penetración. Con estas palabras, he querido abordar la vitalidad de lo que puede significar nuestra capacidad creadora, en oposición a las injustificables interrupciones sociopolíticas. Y nadie mejor que el propio Otero para encarnar esa vitalidad. Porque la continuidad se estructura dentro de la obra misma de cualquier artista, cuando ella por nexos visibles o recónditos da cabida al entorno presente o pasado en que es realizada. Pero también porque esa obra se extiende hacia contenidos universales, actuales o remotos, y también los enriquece. Permítanme ahora confesar dos breves especulaciones (pasar ante este espejo) que, tanto el libro de María Elena como la feliz evocación acerca de todo lo que conozco de Otero, han dominado mucho de mi ser en estos días, al leerlo. LAS DIMENSIONES DEL DIBUJO

Los llamados trabajos escolares (insólitos paisajes y desnudos) así como su permanente inclinación al trazo (cafeteras, potes, líneas, «coloritmos», tablones incluidos) esconden y revelan al apasionado dibujante. El «cristal nervioso» de la línea sostiene, antes de que algún artista trace su marcha por la página y directamente desde lo ignoto de la imaginación, su ramificada posibilidad. Cuando él la extrae de la nada y cuando nosotros observemos después, ya el espacio ha sido sometido –o liberado– por líneas, sombras e ilu 245

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minaciones. El recóndito secreto de lo corporal adquiere presencia. Parte de este proceso o raro hundimiento en la psique ocurre al dibujar. Pero, independientemente de su naturaleza autónoma, el dibujo puede permanecer como tal o adquirir extensiones y énfasis (la pintura) o volver a mostrarse en su metamorfosis volumétrica en las esculturas. Gran escultor y pintor (los «coloritmos» son una personalísima forma pictórica), el propio Otero había estado toda su vida dibujando. Cuando en 1967 propone nuevas expresiones tridimensionales, recurre al dibujo para adelantarse a su exigente naturaleza y tratar de fijarlas. Este libro es el testimonio de tal experiencia. Resume la destreza y la fuerza visionaria de una mente singular. Su fina belleza guarda lo que un enérgico e imponente hecho material podrá alcanzar. Son dibujos en los que predomina la solicitud del tono plata, plateado, para su presencia. Como si, al ser poderosamente visualizados, también quisieran integrarse al aire, al viento. La estallante categoría del color en los «coloritmos» obnubiló al artista; lo complació de tal modo que años después realizaría los «tablones». Pero ya su sed de colores quedaba satisfecha. Aquéllos eran un exceso festivo y una frontera nueva para los ritmos y ecos del cromatismo. En las esculturas, y en estos dibujos, el color es apenas una sugerencia, un signo móvil sometido a la corriente de la luz y el movimiento. Desde este cuaderno, como en sus grandes esculturas cívicas, el dibujo ha saltado de la página para existir en el espacio. EL QUIJOTE Y VEINTIDÓS DIBUJOS

Nada mejor para concluir, ya que hemos hablado de coherencia, que aludir a la que guardan las páginas de este libro, cuando nos asomamos a una de sus series: la que corresponde al Quijote: veintidós dibujos para esculturas. Escritor notable, Otero recogió en el volumen Memoria crítica sus muy inquietantes ensayes (Josu Landa dixit) a lo Montaigne. ¿Cuántas veces leyó Otero durante su vida el Quijote? ¿Qué momento o escena de la novela volvía a su imaginación? Creo que nunca lo sabremos. Pero, debido a una lectura reciente o al asalto que cierta peripecia del personaje introdujo en su mente, el 5 de diciembre de 1977, nuestro artista estuvo magnéticamente conectado con la escritura de Cervantes. Aún el 8 de ese mes, como podemos ver en las páginas aquí expuestas, volvió a pensar en él. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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En efecto, veintiún dibujos fueron realizados aquel día y, de manera directa, podemos apreciar algunas constantes en ellos. Por supuesto que las figuras obedecen a la aérea caligrafía del artista y que su desarrollo es la búsqueda de obras que se elevan, pero de la totalidad sólo nueve poseen un eje dibujado transversalmente y en quince hay dos cuerpos circulantes; en algunas el contrapeso lo hace un «disco plano» o una especie de escudo cuadrado. El último proyecto de la serie (del 8 de ese diciembre) parece sintetizar estos elementos. Ninguna imagen está cercada por la forma «diamantina», como anota María Elena Ramos, ni es limitada por otra dimensión visible. Valdría recordar que, sin duda, este homenaje de Otero está inspirado en el capítulo viii de la novela, famoso de manera esencial por la absorbente aparición de los molinos y por su asombroso final. Lo primero es evidente, lo segundo, elusivo. Percibidos por don Quijote (¿o por Otero?), súbitamente aparecen en aquel campo treinta o cuarenta molinos de viento (desaforados gigantes) de largos brazos (aspas volteadas por el viento), no visibles para quien no esté «cursado» en tales visiones. Cuando el viento arrecia, las aspas se aceleran y el caballero ataca, porque las lleva también dentro de su cabeza. La lanza es rota y Sancho, como nosotros hoy, pasa a ser testigo de «cosas que apenas podrán ser creídas». El capítulo concluye con gran suspenso, porque no hay nada más escrito acerca de su trama; pero Cervantes calcula que 247

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su «segundo autor» no iba a permitir que la disolvieran «las leyes del olvido», así que buscará hasta hallar un desenlace para esa historia (para la obra). Este libro de María Elena Ramos recorre la extraordinaria aventura (conciencia, invención y posibilidad de ejecución) que fija los dibujos de Otero. Vistos desde el capítulo de Cervantes, ¿no hay correspondencia entre los largos ejes de las esculturas y los «brazos» de los molinos? ¿No corresponde Alejandro a la mente sesgada, irrealizada del personaje, con la colocación transversal de esos ejes en la página, como si el campo cervantino y la obra futura se balancearan en una inestabilidad del espacio? ¿Acaso vibra en la acción circular de las aspas, de Otero, el fantástico paso de los gigantes inútilmente contenidos por círculos y cuadrados que, ante la mirada atónita de Sancho –nosotros–, el CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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artista propone como encarnación de un escudo? De gran cultura, asimismo, Otero sabía que al lanzar al mundo sus imágenes y obras, como impulso absolutamente original de su talento, siempre habría tras él «un segundo autor»: aquel que, como su favorito Leonardo, el Vasari de sus lecturas, el Mondrian incesante, lo esperaba para comprender mejor lo realizado, para afirmar su personalidad, para dar continuidad a la misteriosa línea de lo posible. Me detengo aquí y permanezco oyendo el movimiento que, en todas las obras de Otero, reconstruye la aventura de los molinos de viento.

NOTAS 1 Alejandro Otero: Dibujos para esculturas. La dimensión del vuelo. Texto de María Elena Ramos. Fundación ArtesanoGroup, Venezuela, 2019.

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► Fachada principal de la Biblioteca Pública de Burgos, 1971


Rafael Argullol El enigma de Lea. Cuento mítico para una ópera Acantilado, Barcelona, 2019 112 páginas, 12.00 €

El secreto de Rafael Argullol Por JULIO CÉSAR GALÁN La entrada a este libro nos hace instalarnos en el subtítulo, «Cuento mítico para una ópera», y en la cita inicial, de la cual me voy a quedar con aquello que dice de «Los castillos de arena son las más sólidas construcciones y los caminos de errancia, las patrias más seguras [...]». También hay que señalar dentro de estas marcas situacionales que este texto sirvió como base para la ópera de Benet Casablancas, L’enigma di Lea. Si, además de estos mimbres, emplazamos al lector (sin destripar el contenido), debemos decir que la acción se sitúa en un lugar nebuloso, cuyos límites parecen diluirse en un «tiempo ancestral». En el centro están Lea y Dios, ambos traspasados por la sensualidad y el placer, los secretos y sus posibles revelaciones. En medio están esos dos seres, los coros, esos Milojos y Milbocas que CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

acusan a Lea y le «recuerdan que es una posesión de Dios» y las tres Damas de la Frontera, seres vaporosos que están entre la vida y la muerte, personajes que abren algunos ingredientes de esta historia: justicia, sexualidad o tiempo. Más allá está el sonámbulo Ram que sueña la inmortalidad, que le cuenta a Lea su fornicio con la muerte y que da apertura a un detalle destacable: la contradicción entre ambos rostros: «fuego yo y tú hielo», dice Lea. A través del diálogo, se deja entrever que, mediante la paradoja, esas luces se encuentran en las sombras y viceversa; que los opuestos destellan ese pensamiento en que dos elementos pueden negarse y, al mismo tiempo, afirmarse. Ram no tiene presente y Lea es puro presente, y todo en un mismo momento. Eternidad y fugacidad en una misma mirada. Es signifi-

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cativo que ese diálogo que casi cierra la primera parte se haga a través de ese caminar en círculos de Lea. La simbología de la circularidad nos da apertura a un subtexto: el cierre de los dualismos: «Yo te romperé las ataduras / y te lanzaré hacia mí». En El enigma de Lea se recogen algunas constantes vitales de la obra de Rafael Argullol; una muestra la encontramos en los elementos mitológicos (y bíblicos), con su propio lenguaje oracular, cargado de musicalidad y de antigua belleza, en fusión pensativa de sensaciones y símbolos. A través de los diálogos, se establece la subsistencia de esa señal interior y sensible que los mitos ancestrales hacen circular mediante la palabra teatral. En este caso, la devoción por lo trágico va aparejada a la figura de la heroína, Lea. Además, hay que añadir esas maneras ensayísticas, ficcionales o poéticas para desentrañar las razones del mal o el sacrificio de la belleza en la palabra. Todo envuelto por el nomadeo de los personajes, por la vida como viaje, ese deambular por el ensueño, la fantasía o el delirio. Y en ese peregrinaje, la conciencia salva los instantes áureos y sombríos del pensamiento agónico del aislamiento: «[…] y te lanzaré hacia mí, / para que el sonámbulo / abrace a la errante / y se quiebren / las ataduras de la soledad». Si el mito traspasa este cuento, también el utillaje simbólico testimonia una manera decir pareja a la anterior, ahí tenemos la asociación de Lea con la yegua desbocada, de Dios con una fiera deseante de carne, de los Milojos y las Milbocas como conciencia, o relaciones como la de Ram con la ceguera y de ésta con una visión más profunda. Las dos partes de la realidad, esas dos mitades de una misma moneda que son el símbolo, recrean mediante el verso narrativo (como

en su obra, Poema) las bifurcaciones, los enmascaramientos, la lejanía cercana, el temblor de beldad, la inclinación hacia lo dionisiaco… Todos ellos caminos de perfección que las tres Damas de la Frontera explican en su encuentro con Lea: «de los que se presentaron al mundo / con los ideales más altos […]» (primera dama); «Los sueños son lo mío, querida» (segunda dama); «El botín del hombre / que en la borrachera de la imaginación / se apodera del cetro prohibido» (tercera dama). Triada que descubre los distintos senderos de la belleza y nos muestran que el ajuste con el perfil identitario de cada uno procede de la conciliación de sus contradicciones. Tras un encuentro entre Lea y Ram, cerrado con la presencia de las Damas de la Frontera (a modo de ecos) y de Milojos y Milbocas (con sus dedos calumniadores), el final de la primera parte acaba en danza, acantilados, sombra y la palabra «Finisterre». El extremo como fondo de la forma. Uno de los puntos centrales de la trama es la violación de Lea (guardiana de un secreto que todos deben descubrir, incluido el espectador/lector), a manos de un ser superior, ese dios oscuro, que la hace una posesión suya. Anteriormente, habíamos hablado de los mitos y de su relación con la obra de Rafael Argullol, pues aquí también encontramos esa estrecha conexión entre lujuria, celos, traiciones y demás vanidades. Asimismo, esa sexualidad está presente mediante aquel grito báquico de «¡Abboeh, abboeh!» (la fórmula más conocida es evohé) que abre y cierra El enigma de Lea. Varias reformulaciones o revisiones de mitos encontramos en esta historia: el de Dionisos, el de Acteón y Artemisa o el de Narciso. Este último se percibe en ese juego de espejos entre Lea y Ram, entre las Damas

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de la Frontera con Milojos y Milbocas, o con los diversos coros que abren varios círculos concéntricos. Ya en la segunda parte esas formas espejeantes se van aclarando entre metáforas e imágenes. En un primer momento, la acción se desarrolla en el patio de la institución outsiders, y el cambio de tiempo (la actualidad) hace que se transforme la forma de los personajes (pero no sus fondos), por ejemplo, Milojos y Milbocas pasan a ser celadores-psicólogos. Mientras, el coro sirve de amplitud de esta situación y hace visible el guiñol burlesco en cuyo centro está la búsqueda de la belleza. Esta indagación nos habla subterráneamente del deseo de otredad que es la creación, esa manera única de salir de la vida. La pasión por redoblar el eco sonoro, la avidez y la sequía que producen los excesos de engendrar, envuelven a los personajes que van apareciendo: desde el doctor Schicksal hasta los tres artistas, Lorenzo, Miguel y Augusto. En ese recorrido, la lucha entre lo apolíneo y lo dionisiaco invade cada mirada. El cincel de esos artistas ansía la carne de Lea hecha escultura, ambiciona su secreto; pero éste se escapa cuando alcanzan esos instantes de plenitud. Pero la belleza siempre exhibe, en la mayoría de las ocasiones de un modo oculto, una fachada caricaturesca, burlona, irrisoria. Otra veta que se da tanto en El enigma de Lea como en otras obras de Rafael Argullol es lo grotesco. Cuestión que se muestra aquí desde el inicio con esos sacerdotes de tonos vocales contrapuestos, o con el doctor Schicksal y sus gestos exagerados. Los primeros dedicados a la observación moralista, el segundo resuelto en el dictamen de sus veredictos. En esta galería de espejos,

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un componente temático refleja a otro y al girar la lectura observamos la sacralidad y sus alrededores. En este sentido, se vierte una visión reflexiva a modo de captación de la muerte y superación de la misma: el noble instinto de belleza y sus correspondencias, y sus concreciones en los espacios creativos. Así, el personaje del sonámbulo nos dice ya en la tercera parte: «Veo sombras y más sombras / Ayúdame a ver una luciérnaga / en este bosque sin fin». Visión, lucidez y comprensión van cerrando las puertas de la creación. Todo más claro al final del camino. El enigma de Lea huye de la parsimonia no sólo operística, sino también dramatúrgica, de plasmar un collage de textualidades diversas, unas veces con mejor tino, otras, las más habituales –la moda es la moda–, como montón de escombros. Su puesta sobre las tablas en el Liceu desveló una palabra pensada para la música. Con la escenografía de Paco Azorín, la coreografía de Ferran Carvajal, la videocreación de Miquel Ángel Raió y con Josep Pons como capitán de orquesta y coros, este cuento mítico se convierte en una obra total llena de sugerencias y actualidad, ahí tenemos esa autocensura que, como dice al propio autor, se queda corta al lado de la imaginada por Orwell; ahí están esos tiempos apocalípticos retomados, a modo de origen, de su ensayo El fin del mundo como obra de arte; o esa lucha titánica por invisible de cada Prometeo encadenado al ojo omnisciente (el Gran hermano que husmea nuestras conciencias miedosas). Todo un alegato contra el origen del mal y la necesidad de creación como defensa. Es conveniente, de vez en cuando, que el público-lector pase por obras como ésta.

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Gary Lachmann El conocimiento perdido de la imaginación Traducción de Isabel Margelí Editorial Atalanta, Barcelona, 2020 225 páginas, 23.00 €

Un reino perdido Por JESÚS AGUADO Ignacio Gómez de Liaño, en un extraordinario libro del año 1992 titulado El idioma de la imaginación (Tecnos), resume alguna de las ideas de Giordano Bruno sobre esta materia: «ella es el sentido de los sentidos y, propiamente hablando, el único sentido verdadero; ella es el cuerpo y vehículo del alma, la fuente de donde fluye la vida humana; ella es el término medio entre lo temporal y lo eterno y, por eso mismo, participa de ambos planos. La imaginación es, por último, el medio más antiguo, el método más venerable de comunicarse con Dios. En entendimiento humano no puede aspirar a penetrar en la esencia infinita e inexhaurible de la divinidad, pero no por eso pierde valor la facultad imaginativa en el proceso de conocimiento. Más aún, según Bruno, todo conocimiento de las co-

sas, toda acción sobre las cosas requiere, para ser, el concurso de las imágenes y de la imaginación. Decir imaginación es decir vida y conocimiento humanos». Bruno, a quien no se cita ni una sola vez en el estudio de Lachmann (como tampoco a otros autores más recientes como Gaston Bachelard, Gilbert Durand, Mary Warnock o Jonah Lehrer, cada uno de los cuales tiene un enfoque original y profundo sobre este asunto), pone el dedo en la llaga: la imaginación es conocimiento y acción sobre las cosas, es decir, el modo que tiene el ser humano de participar sin escisiones de lo real. Por eso es el sentido más importante y por eso es una tragedia que haya sido relegada a una posición sin importancia en un mundo como el nuestro que cree más en el número (el en «reino de la cantidad», se-

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gún René Guenon) y en la ciencia que en el alma y en la vida. Es de esa tragedia, de esa escisión, de la que quiere hablar Gary Lachmann. Y de la necesidad que tenemos de tomar decisiones al respecto. Para ello, se apoya en una serie de autores que, provenientes de distintas disciplinas, nos ayudan a trazar, primero, una genealogía del poder (y de la impotencia) de la imaginación en la historia del mundo y, después, a resituarla en el lugar que se merece. La imaginación, como se afirma en el primer capítulo del libro, es un tipo de conocimiento diferente. No es conocimiento racional sino mítico, originario, anterior. Un conocimiento sin intermediaciones mentales (y sin palabras, al menos idealmente) entre el mundo y nosotros, que encarga a la intuición, a la sutileza y a la empatía la validación de cualquier verdad y su uso como guía para la existencia. Con Jaspers, Pascal, Pitágoras, Descartes, Cornford o Rudolf Steiner (sobre el que el autor de este libro tiene una gran monografía, también publicada por Atalanta), entre otros, de fondo, Lachmann aprovecha para reivindicar las funciones del hemisferio cerebral derecho sobre el izquierdo y de la tradición esotérica occidental (su principal fuente de inspiración), un reservorio de saberes obliterados gracias al cual aún podemos tener acceso a ese continente perdido (o «reino perdido», expresión de Yeats que aparece en varias ocasiones en este volumen) que, según el autor, es la imaginación para nosotros. A continuación, Lachmann nos presenta a una serie de autores afines con su teoría sobre la imaginación. El primero es Colin Wilson, cuya obra Lo oculto es de ineludible referencia para los aficionados al tema, para el cual la imaginación es una «faculCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

tad para captar realidades que no están inmediatamente presentes» que, lejos de ser un modo para evadirse de la realidad o para sustituirla, es un compromiso tan profundo con ella que incluso puede colaborar en su creación. Sin la imaginación, de hecho, muchos aspectos de la realidad se nos escaparían, que es lo que de hecho ocurre, como agua entre los dedos. El segundo es Owen Barfield (amigo, por cierto, de C. S. Lewis y de Tolkien), que señala hasta qué punto las metáforas y la poesía alteran la manera que tenemos de percibir el mundo y, en consecuencia, nuestra consciencia; porque, cuando no están fosilizadas (como sucede hoy en día cada vez más), nos permiten asomarnos al interior de las cosas; y porque nos permiten vislumbrar esa supuesta era poética de la humanidad en la que el lenguaje y el ser no se habían separado (o, como mínimo, en la que el lenguaje no contraía el ser sino que contribuía a expandirlo) y formaban parte de una unidad previa que les abarcaba a ambos. Luego Lachmann recala en Goethe, otra de sus debilidades (también de su maestro Rudolf Steiner), y su «ciencia poética», una «inteligencia viviente» que quiere ver el interior del mundo. La imaginación, un poder cognitivo con reglas propias, es un ver activo, una objetividad subjetiva, un «contemplar las ideas con los ojos», que aspira a ver lo de dentro y lo de fuera (de sucesos, plantas, sentimientos, animales, experiencias o rocas) a la vez, simultáneamente, integrados, reunidos y que, por eso, no se centra tanto en los hechos como en el modo de acercarse y de relacionarse uno con esos hechos. Aquí coincide, como se señala en el texto, con Coleridge (que, además, insiste en que la imaginación primaria tiene un poder moldeador sobre lo real del que carecen

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la secundaria y la fantasía), con el Romanticismo de un Novalis o de un Schiller (el primer movimiento contemporáneo que siente nostalgia de esa unidad perdida y da pasos para regresar a ella) y con la invitación de Husserl de ir a las cosas en sí. El siguiente paso es, dentro de esta pequeña historia de la imaginación y de sus usos farmacéuticos, también inevitable: Jung, quien, a raíz de ciertas visiones relatadas en El libro rojo, se ve forzado a admitir «en el yo algo que no es yo» y, a partir de ahí, a elaborar su teoría del inconsciente colectivo, que Lachmann enseguida relaciona, por abajo, con las enfermedades de la imaginación de Paracelso y, por arriba, con la responsabilidad de la imaginación que propugnaba Barfield. A Jung le sigue Henry Corbin, que se apoya en Heidegger («ver lo que está oculto a plena vista»), en Hamann (las criaturas participan del logos del Creador y el lenguaje es símbolo de la vida divina) y, muy especialmente, en lo que convertiría en su gran especialidad: la hermenéutica espiritual y la filosofía de la luz de la mística sufí de Suhrawardi, de Ibn Arabí, de Avicena y de otros. Es con ellos con quienes «viaja» al País de ninguna parte y quienes le inspiran la formulación, tan exitosa a partir de entonces, del «mundo imaginal», que define como una esfera intermedia entre el reino de las ideas (las Formas de Platón) y el de la realidad sensorial de la materia sólida. Ese mundo es, ontológicamente, tan real como los otros dos; y tiene, al tiempo que nos libra de la tiranía de las cosas, el poder de transmutar la información procedente de los sentidos en símbolos, escalas hacia lo alto o éxtasis. Swedenborg, hipnagogo, psiconauta y visionario, y el Baudelaire de la doctrina de las correspondencias hubieran aplaudido el esfuerzo

de Corbin por conectar mundos que sólo en apariencia, y por culpa de una distorsionada manera de entender el puesto del hombre en el cosmos, son disímiles. Erich Kahler le sirve a Lachmann para denunciar la destrucción de las formas a la que se ha entregado el arte contemporáneo de las vanguardias, que es, a su vez, una destrucción de la coherencia y de la armonía que debe reinar entre la creación y las criaturas (y entre el creador y lo creado) y, en consecuencia, una diabólica caída en el caos. Kathleen Raine, poeta y estudiosa de Yeats y de Blake, aboga por un arte verdadero y arquetipal que quiera ser original no en el sentido de novedoso, sino de arraigado en el origen, de enfocado hacia ese hogar perdido que es el origen, de atado con hilos de belleza y de necesidad con la fuente primigenia de conocimiento que atesora la denominada filosofía perenne o tradición unánime. Por fin, Rudolf Steiner subraya el hecho de que, dado que el hombre tiene como misión colaborar para que el mundo cobre existencia, ha de recurrir a la imaginación para que la realidad sea real, es decir, para que ese mundo adquiera la cualidad de lo que pensamos sobre él; porque los pensamientos-imaginaciones son cosas poderosas, un descubrimiento que, una vez puesto a la luz, nos hace corresponsables no sólo de nuestras vidas individuales sino también, y quién sabe si sobre todo, del destino o futuro de la humanidad. Gary Lachmann ha escrito un apasionado, elegante, bien documentado y nada maniqueo alegato en favor de la imaginación, una cualidad preterida desde hace varios milenios en favor de una racionalidad que nos da ingentes cantidades de conocimientos de toda clase pero muy poca o nada de sabiduría. La imaginación, la poesía, las

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metáforas, los símbolos: vehículos para reintegrarnos en la felicidad del ser, para ser felices mientras somos, para cantar los mil y un destellos de lo que es (o de lo que Es). Distintas tradiciones y estudiosos, desde los pitagóricos y los egipcios hasta la actualidad, han mantenido encendida la llama de esta vela. Una llama que flaquea, que ha estado a punto de apagarse en muchas ocasiones (una de ellas, nos tememos, la del mundo actual), pero sin la cual nada tendría sentido, empezando por nosotros mismos. Y que no ha terminado de ser despabilada gracias al amor, que es la energía sin la cual la imaginación no tiene fuerzas para reivindicarse y para servir a quienes la usan para ser del todo lo que son. Porque cuando la imaginación y el amor se abrazan purifican el río de las vidas de todos nosotros, oxigenan nuestras conciencias, nos ofrecen soluciones óptimas a problemas que nos han presentado como crónicos, y nos proporcionan otro modelo para recorrer los senderos

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de la Historia universal. Sin imaginación y sin imágenes el hombre no sería distinto de los líquenes o las focas; o al revés: sin imaginación el hombre no sabría ser, por ejemplo, un liquen o una foca. Todos los conocimientos y las experiencias son ramas de la imaginación, aunque esto sea algo que en la actualidad estética o política apenas se tenga en cuenta. Otro tema, del que Lachmann no se ocupa demasiado pero que insinúa entrelíneas, es la desconfianza hacia la imaginación por cuestiones de principio (los padres del desierto) o de método (ciertas prácticas meditativas) y los usos perversos de ella (los regímenes totalitarios y las sectas en general, la publicidad y la información utilizadas para manipular a los débiles), que tienen también su genealogía. Motivo añadido para volver a recordar que de la imaginación hay que hacer, en efecto, y como se recuerda en varias ocasiones en este libro tan necesario y sugerente, un uso responsable.

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Lev Tolstoi El camino de la vida Edición y traducción de Selma Ancira Acantilado, Barcelona, 2019 616 páginas, 42.00 €

Una religión práctica, un dios tolstiano Por JULIO SERRANO A la edad de veintisiete años, el conde Lev Tolstoi (Yásnaia Poliana, 1928-Astapovo, 1910) se sentía capaz y con la energía suficiente para fundar una nueva religión. En su diario dejó escrito lo siguiente: «Ayer una conversación sobre lo divino y la fe me llevó hasta una idea grande, inmensa, a cuya realización me siento capaz de consagrar mi vida. Esta idea es la de fundar una nueva religión acorde con el desarrollo de la humanidad, la religión de Cristo pero despojada de la fe y de los misterios, una religión práctica que no prometa la felicidad futura, sino que dé a los hombres la felicidad en la tierra». Ahí está el germen de El camino de la vida, publicado unos meses después de su fallecimiento. El propósito era titánico, como el propio Tolstoi, en cuanto a lo que quiere irradiar; y a la vez humilde

con respecto al papel que ocupa Tolstoi en esta obra, que es la de ser uno más entre un conjunto de pensadores que dialogan, eso sí, bajo la batuta del autor de Guerra y Paz. Editado y traducido por Selma Ancira, la gran traductora de literatura rusa y de literatura griega moderna galardonada con el Premio Nacional de Traducción, es un libro que quiere ser faro para el camino espiritual del lector y que, para Tolstoi, fue la decantación de un círculo de lectura en torno al que fue ajustando su propio pensamiento religioso y moral. Como si pudiésemos observar el bullir de la mente del viajero ante el enigma –de cuya resolución su vida depende– que le plantea la esfinge de Tebas, así este libro nos asoma a la espiral del pensamiento de Tolstoi en torno a planteamientos de difícil resolu-

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ción, pues son las preguntas que una y otra vez, desde las cavernas al hombre contemporáneo, los seres humanos han intentado desentrañar hallando, en última instancia, lo insondable. Las tentativas de Tolstoi para resolver ese puzle siempre incompleto son corales, pues en torno a cada tema trascendente –el alma, las tentaciones, la desigualdad, el amor, el castigo, las supersticiones o la muerte– acude en ayuda a la escritura brahmi, la confucionista, la budista, los evangelios, las epístolas y a la de muchos pensadores tanto antiguos como modernos. La autoría en esta obra, de esta etapa prácticamente desconocida para el lector en castellano del autor de Ana Karenina, es un tema secundario: «No importa quien seas, tú y yo somos uno», decía un Tolstoi que parece haberle dado la misma importancia a ese destinatario si hubiera sido Séneca o un mujik de su hacienda de Yásnaya Poliana. Alejado de la superstición del yo, sabiendo que pensar es dialogar, esta obra póstuma es un ejercicio de sincretismo con un propósito de transformación personal y colectiva –no olvidemos el impacto de la obra religiosa y filosófica de Tolstoi en hombres como Gandhi o Martin Luther King–. Para Tolstoi la verdadera religión reside en la unión de los hombres. Por tanto, el dios que propone no es un dios válido sólo para los cristianos, sino que es amplio; suma, no excluye. El 29 de marzo de 1884, mucho antes de emprender esta tarea, decía en su diario: «Leí a Confucio. Cada vez más profundo y mejor. Sin él y sin Lao-tse, el Evangelio está incompleto». Años más tarde irá necesitando ampliar las fuentes sobre la que su concepción religiosa irá tomando forma, de modo que junto al Evangelio, Lao-tse y Confucio, acudirá a Ramakrishna, Epicteto, Sócrates, Séneca, Marco Aurelio, Buda, MaCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

homa, el Talmud, Angelus Silesius, Kant, Pascal, Schopenhauer, Montaigne, Emerson, Thoreau o Ibrahim de Córdoba. Este último afirmaba que «la verdadera religión es una: el amor a todo lo vivo», algo con lo que Tolstoi no podía estar más de acuerdo. La fe de Tolstoi tiene que ver con la creencia en una sola ley que convenga a todos los hombres y esa ley no es sino hacer a los demás el bien que quisiéramos para uno mismo, aunque extendido a «todo lo vivo». Era, por tanto, en coherencia, vegetariano. Consideraba que llegará el día en «que nuestros nietos se asombren de que sus abuelos mataran cotidianamente a millones de animales para comérselos, pese a poder alimentarse sin matar, de forma sabrosa y sana, de los frutos de la tierra». Tolstoi fue un cristiano atípico, poco dogmático, un creyente anticlerical que no se avino al dogma de fe sino que dudó mucho y, en cada duda, su concepción de Dios se fue haciendo más elevada. Para Tolstoi, la duda, hija de la razón, enriquece la fe y, es más, ayuda a descartar lo burdo de la interpretación eclesiástica. De hecho pensó que la herramienta fundamental a través de la cual podemos acercarnos a Dios es precisamente la razón. Buscó la revelación periódica, es decir, la renovación cuando sus ideas o creencias se convertían en hábito vacío, indagando en otros pensadores e incluso en otras religiones hasta hallar a un Dios más convincente o necesario. Creyó formar parte de algo sin principio ni fin; no obstante, pensó que hay que ser prudentes con las creencias y que la creencia debe ser examinada. La fe eclesiástica le pareció una esclavitud y la fe verdadera no necesitaba para él de ninguna iglesia. De hecho, la iglesia le pareció nefasta: «una reunión de personas que afir-

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man de sí mismas que se encuentran en posesión completa y única de la verdad», un instrumento que no revela, sino que oculta a Dios a los hombres. La noción de Iglesia como reunión de los elegidos, de los mejores, le parecía de una arrogancia insoportable. Creía que caminos diferentes pueden llevar hacia una verdad universal. Y sentencia: «Las Iglesias no sólo no unieron nunca, sino que siempre fueron una de las principales razones de la desunión, el odio entre las personas, de las guerras, las batallas, las inquisiciones, las noches de San Bartolomé, etcétera». Suscribió la máxima de Lactancio que afirmaba que «es malo que los hombres no conozcan a Dios, pero es todavía peor que reconozcan como Dios aquello que no es Dios». La iglesia en la que creía Tolstoi era la que Kant definía como «una iglesia invisible, que es la única que puede ser universal». Además, es una iglesia interior. Tampoco creyó en el Estado, ni en la política. Era una suerte de anarquista que coincidía con el anarquismo en despreciar la violencia del poder y a las instituciones que obligan a las personas a someterse por la fuerza. Y tampoco confiaba en el poder de la revolución para establecer la anarquía. Tolstoi aspiraba a la transformación interior, individual –y colectiva en cuanto a la suma de individuos–, mediante el esfuerzo renovado cada día. No para hallar un grandilocuente paraíso futuro, sino para algo más modesto, que en palabras de Cicerón suena así: «la recompensa de la virtud está en el esfuerzo mismo de hacer una buena acción» y mucho antes, en el Bhagavad Gita, de esta otra forma: «puro es el agente libre de orgullo y egoísmo, dotado de fortaleza y resolución, que no apetece el fruto de sus obras ni ambiciona recompensa».

Ser cristiano para Tolstoi fue un pulso (su cristianismo tiene que ver con la bondad y la bondad con la acción). Bajo una estricta imposición de reglas fue conduciendo su titánica vitalidad hacia la consecución de su ideal, determinado a encajar en el hombre que quería ser. Escultor de sí mismo, fue tallando, eliminando, renunciando: sostenía que sólo renovándose uno se puede ejercer alguna influencia benéfica en los otros. Creyó que había que hacer con lo que uno tiene, todo lo que posible, y ese todo en manos y mente de Tolstoi adquiere unas dimensiones inspiradoras. Pero, para ese hacer, necesitó un entrenamiento encaminado al perfeccionamiento interior cuya complejidad reflejan muy bien sus diarios, en los que asistimos al pulso de un hombre que lucha por saber dominarse, por renunciar a la vanidad, la pasión por el juego, la pereza, la insatisfacción o la lujuria, para que sus impulsos no tomasen las riendas que lo llevasen a un lugar ajeno a su voluntad. El camino de la vida significa un conjunto de ideas y ejemplos para llevar a cabo esa transformación, el breviario espiritual sobre el que sostener una vida que contribuya al bienestar propio y de los demás: una suerte de religión acorde con las exigencias de su razón. Frecuentó, no cabe duda, los caminos erráticos y en cuestiones morales quizá se desenvolvió mejor en las medias y largas distancias que en la cercanía de lo cotidiano. No obstante, buscó una y otra vez –porque es fácil de perder– la sonrisa del Buda y sostuvo que hay que estar siempre alegres y que, si la alegría se acaba, hay que buscar el error. En este sentido, estaba en línea con Spinoza, para quien la alegría era la mayor afirmación del ser. Fue un idealista, creyó en la posibilidad de hallar el paraíso en uno, principalmente aprendiendo a saber conten-

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tarse, y quiso contribuir a la felicidad de los demás creyendo que no se puede cambiar el mundo con lecciones morales que no nos aplicamos. La muerte la pensó como una vuelta a la raíz, a la consonancia con la naturaleza. El 1 de noviembre de 1896 escribió en su diario: «creo que moriré sin miedo y sin oponer resistencia...». Esa frase, sen-

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cilla, implica sabiduría. Afortunadamente, quiso compartir las fuentes a las que acudió a beber haciendo de El camino de la vida un buen libro al que acudir periódicamente, como el que regresa al hogar, pues es un libro –cristiano– en el que un budista, un mahometano, un hindú, un judío, un agnóstico y un ateo pueden hallar sentido.

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Javier Goñi Cinco horas con Miguel Delibes Fórcola, Madrid, 2019 224 páginas, 16.50 €

Delibes o el pulso de una época Por SANTOS SANZ VILLANUEVA El centenario del nacimiento de Miguel Delibes (en coincidencia con el décimo aniversario de su muerte) ha propiciado un abultadísimo número de variadas actividades: conferencias, exposiciones, mesas redondas, publicaciones, homenajes diversos… Mucho de ello –señal inequívoca de la infrecuente vigencia de un escritor tras su fallecimiento: el olvido suele ser la norma común– se ha ido al traste por culpa del pavoroso virus que nos aflige. Lo que iba a ser manifestación pública de admiración y perdurable sintonía con el autor, y reconocimiento de una escritura que supo advertir y trasladar inquietudes sustanciales de un tiempo todavía vigentes, quedará, por desgracia, en bastante poco. Aun así, la conmemoración no será baldía. En el terreno editorial, deben anotarse varias publicaciones.

Se ha recuperado Miguel Delibes de cerca (Ed. Destino), la biografía del vallisoletano, hecha por su amigo, confidente y minucioso conocedor de la obra Ramón García Domínguez, alternativa a las memorias que el escritor no quiso hacer por modestia, si bien prodigó datos autobiográficos en sus obras. El profesor Alfonso Rey ha ampliado y actualizado una de las obras de referencia, pionera, en los estudios delibesanos, La narrativa de Delibes (1948-1998). Cambio y tradición (Universidad de Santiago de Compostela). Algún otro libro más anda en las prensas, estos días paralizadas, la revista Ínsula sacará un monográfico dirigido por Pilar Celma y, sin mucho tardar, aparecerá la jugosa y cuantiosa (más de trescientas cartas) correspondencia entre Delibes y Francisco Umbral.

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Entre los oportunos rescates figura también el libro de conversaciones que el periodista Javier Goñi publicó en 1985 bajo el título cómplice Cinco horas con Miguel Delibes. Desde aquella primera salida, a Delibes le restaron todavía tres lustros de fecundo y regular trabajo, el cual queda, por tanto, fuera de las charlas. Esta circunstancia supondría en casi todos los escritores la pérdida de valor e interés de un libro semejante. Pero no ocurre así en el caso del autor de Cinco horas con Mario por una razón fundamental: mantuvo un núcleo de preocupaciones firme, unitario y sostenido a lo largo del tiempo. De modo que da más o menos igual retratarlo por medio de sus propias palabras decenio y medio antes de que se cerrara su obra que haber esperado al momento de no retorno. Faltarán opiniones sobre aspectos concretos, pero no se echará de menos nada verdaderamente nuevo en la visión del mundo de Delibes. En 1985 estaban ya perfiladas al completo sus inquietudes, desde cómo entendía la literatura hasta sus desazones ecologistas, y sólo les añadió con posterioridad profundizaciones, ampliaciones o matizaciones. Javier Goñi conoció a Delibes en el tiempo breve en que fue meritorio en El Norte de Castilla, el periódico que el novelista dirigió en su ciudad natal y convirtió en escuela de periodistas muy notables (Umbral, César Alonso de los Ríos, Manu Leguineche, José Luis Martín Descalzo, José Jiménez Lozano…) en el largo periodo final del franquismo. Más de las cinco horas del título consumió Goñi en interrogar al escritor en largas sesiones que se saldan, como él mismo indica, en un largo monólogo dirigido por el entrevistador, monólogo cuyo fruto se debe a la buena mano para saber inducir las explicaciones del entrevistado y al CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

conocimiento completo de su obra, de sus afanes, de sus quehaceres no solo literarios. Las cinco horas adquieren dimensión simbólica de sendas vertientes de la vida y trabajos de Delibes: la infancia y comienzos literarios, la estrechísima relación con el campo castellano, el periodismo, la ideología y la preocupación por un mundo gravemente amenazado. El libro enhebra estos asuntos cruciales de Delibes. El pórtico desvela las raíces familiares, cómo se inicia modesta y un tanto accidentalmente en el periodismo –de caricaturista, ya es bien sabido–, cómo se arriesga a la escritura desde el adanismo literario reconocido por el propio Delibes, que todo el mundo hemos repetido y que, bien pensado, tiene bastante de simple justificación de los temores del escritor novel. Los recelos le llevaron a un serio ejercicio autocrítico y a una persistente reflexión acerca de las exigencias de la literatura –la mayor: ningún tributo a las aventuras formalistas–, que fraguó en libros tan emotivos, aunque cargados de intención, como su gran y perdurable éxito El camino; tan de testimonio rural como Las ratas; tan agitadores de las rutinas mentales de la burguesía provinciana como Cinco horas con Mario; tan poemáticos, duros y de rotunda denuncia social como el vanguardista Los santos inocentes. Las respuestas a los otros bloques temáticos van desgranando con ese tono conversacional y franco tan característico de Delibes el conjunto de los asuntos fundamentales del hombre y del escritor. En primer lugar, el campesino castellano (con preferencia por mostrar sus virtudes: racionalidad, laconismo, conformismo con el destino) y, a su lado, la preocupación por el deterioro material de Castilla desde la mirada renovadora de desnoventayochizar Castilla, como la ca-

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lificaba Umbral, y librarla de la ganga mística y paisajística que arrastraba. También la advertencia pionera acerca de la sangría humana que padecían las provincias castellanas, certero anuncio de lo que hoy resulta el clamor de la España vaciada, a la que ningún caso se hizo. Y en relación con el campo, la afición cinegética que tantas cálidas páginas testimoniales produjo y que, además, nutrió en su arranque la trilogía narrativa protagonizada por uno de sus mejores personajes, el bedel Lorenzo, cuya primera entrega fue Diario de un cazador. La otra gran pasión y dedicación delibesanas, el periodismo, ocupa el lugar merecido. Sus explicaciones poseen, en este aspecto concreto, un claro valor testimonial; constituyen un documento importante de primera mano acerca de la represión franquista de la libertad informativa; del nudo de imposiciones, advertencias y amenazas que la impedían; de los modos para torearla en la escasa medida de lo posible. A estos asuntos ya había dedicado en 1985 parte de un libro misceláneo, La censura de prensa en los años cuarenta. Con determinación, hizo Delibes de su periódico una tribuna para expresar las urgencias sociales, castellanistas, de las que El Norte se convirtió en portavoz, y no sólo mediante el diario impreso, sino también con el Aula de Cultura que patrocinaba en Valladolid. Inevitable, imprescindiblemente tenía Goñi que abordar el ecologismo y la problemática del progreso. Bien conocidas son las advertencias proféticas de Delibes acerca de un mundo que agoniza por la entrega a ambiciones materiales, por la sobrevaloración del dinero o por el consumismo descomedido, en detrimento de valores humanos, humanísticos («haber cifrado el progreso en una mejora del nivel de vida con olvido del

hombre y de la naturaleza es un error tan grave que puede constituir un suicidio colectivo»). Pesimista como era, reafirma un antiguo temor suyo de que la humanidad no viera amanecer el año 2000, profecía no cumplida pero que en este 2020 vuelve a atemorizar. Con el tiempo acentuaría estas preocupaciones y, junto a la celebración de la vida natural y el deporte que presentó en diversas obras (en particular en el confesional Mi vida al aire libre), las plasmó dialécticamente en la conversación con su hijo, el reconocido biólogo Miguel Delibes de Castro, de angustiante título, La tierra herida. ¿Qué mundo heredarán nuestros hijos? Los años posteriores a la primera salida del libro no quedan desatendidos. Goñi los cubre con un nuevo epílogo donde repasa su actividad en estas fechas. Resultaba obligado hacerlo porque en ellas aparecieron un buen número de narraciones –además recopilaciones de artículos y ensayos– que forman parte de esa continuidad que es la obra del vallisoletano: El tesoro, fabulación en torno a la cultura y la codicia; 377A, madera de héroe, la mirada a propósito diferida sobre la Guerra Civil; Señora de rojo sobre fondo gris, homenaje a la esposa tempranamente desaparecida; Diario de un jubilado, con la definitiva situación del bedel cazador y emigrante; y, como broche, una de sus novelas mayores, El hereje, dramática reivindicación de la libertad de conciencia. El epílogo apunta estas y otras novedades librescas, recoge la concesión del Premio Cervantes y las últimas circunstancias biográficas, la penosa enfermedad que anunciaba la hoja roja del librillo de fumar. Se completa así el retrato humano y literario del escritor. A lo largo de sesenta años, Miguel Delibes le tomó el pulso a una época y fue ano-

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tando los latidos en su trabajo de periodista, en crónicas viajeras, en artículos y reflexiones y en una obra narrativa de regular cadencia, como el médico que ausculta al paciente con obligada periodicidad. Siempre lo hizo sin pujos intelectuales –se proclamaba una persona corriente, no sofisticada–, sólo como atento observador de la calle, y con el claro propósito de hacer partícipes a los demás de sus inquietudes y propuestas. En el gran debate de las letras españolas desde la Guerra Civil –la controversia iniciada por Vicente Aleixandre entre quienes sostenían que la literatura era conocimiento y quienes defendían que era comunicación–, Delibes se decantó por la postura que ratifi-

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ca con inequívoca claridad el libro que estoy comentando: «Pienso que la escritura debe ser siempre comunicación, de otro modo no tiene sentido», «Llega un momento en que escribes como un deber hacia los demás, como una necesidad de comunicación con los demás». Esta determinación –particular forma de compromiso sin adscripción política partidista– encontró su cauce como novelista en una poética narrativa que él mismo definió con una feliz fórmula mil veces repetida: «Un hombre, un paisaje, una pasión». Cinco horas con Miguel Delibes sigue siendo una introducción clara al quehacer y la personalidad de uno de los escritores imprescindibles de la posguerra.

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Martha C. Nussbaum La monarquía del miedo Traducción de Albino Santos Paidós, Barcelona, 2019 309 páginas, 22.00 €

La era del miedo Por JOSÉ ANTONIO GARCÍA SIMÓN «El miedo es monárquico y la reciprocidad democrática es un logro que cuesta mucho conseguir». Esta tensión entre miedo y democracia es el hilo conductor de La monarquía del miedo, de la filósofa estadounidense Martha C. Nussbaum. La elección de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos dejó en evidencia la profunda división de aquella nación respecto a toda una serie de valores que, hasta entonces, se suponían comúnmente compartidos o que, por lo menos, habían calado en la mayoría de los ciudadanos: el respeto de las minorías (étnicas, religiosas), la aceptación de la plena igualdad entre hombres y mujeres, la inviolabilidad del Estado de derecho y del entramado institucional que lo sostiene. Las estrategias agresivas de «alterización» (racismo, homofobia, misoginia) ca-

nalizadas por Trump vendrían a ser, según Nussbaum, sintomáticas de un miedo profundamente anclado en la sociedad norteamericana. Un miedo que atiende a la impotencia y ausencia de control que sienten muchos estadounidenses y, en particular, los de las clases populares blancas. Dicho sentir tendría su fundamento en «problemas reales: entre otros, el estancamiento de la renta de la clase media baja, los alarmantes descensos de los niveles de salud y longevidad de los miembros de ese grupo social (sobre todo de los varones), y los costes cada vez mayores de la educación superior justo en el momento en que un título universitario resulta cada vez más necesario para encontrar un empleo». Un compendio de precariedad y desigualdades socioeconómicas, que propiciaría la búsqueda de chivos

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expiatorios (los inmigrantes, las élites intelectuales progresistas). El miedo, sin embargo, no sería privativo del electorado republicano. En la franja opuesta no pocos se sienten angustiados por un «posible derrumbe de las libertades democráticas», como si el país que hasta ahora conocían estuviese «a punto de desaparecer». Lo cual da pie a la tendencia a la demonización del electorado de Trump como «monstruos y enemigos de todo lo bueno». Semejante polarización tendría como efecto de bloquear la deliberación racional, es decir, un análisis serio de los problemas y la escucha de los argumentos de la otra parte con el fin de comprender a fondo los diversos aspectos del estado de la nación. Para contribuir al quiebre de esta inercia, Nussbaum se propone esclarecer «algunas fuerzas que nos mueven» y, de paso, ofrecer ciertas guías generales de actuación, pero teniendo como objetivo prioritario «la comprensión de la realidad». Por consiguiente, el análisis está enfocado en esas «fuerzas que nos mueven» y, en gran medida, condicionan nuestro comportamiento: las emociones y, particularmente, el miedo. Dos premisas sirven de rampa de lanzamiento al proyecto de la filósofa estadounidense. La primera es que «las emociones no vienen predeterminadas de forma innata, sino que se van moldeando de innumerables maneras mediante los contextos y las normas sociales». Por lógica, esto implica que socialmente se dispone de un margen no desdeñable para moldearlas. Y, en relación con el supuesto anterior, Nussbaum apunta que las emociones juegan «una función muy importante en cualquier sociedad política». Dicho de otro modo, éstas desbordan continuamente el marco privado para CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

insertarse en el plano social –«lo personal y lo político son inseparables»–. De ambos postulados se deduce que «no hay nada natural en el odio racial, en el miedo a los inmigrantes, en el deseo de subyugar a las mujeres». Las emociones constituyen, por tanto, otro terreno político en disputa. Estamos, por tanto, ante una investigación sobre los resortes del miedo y las condiciones bajo las que éste podría acoplarse adecuadamente a una sociedad democrática. Para ello, Nussbaum parte de la definición que brindara Aristóteles: el miedo consistiría en «el dolor producido por la aparente presencia inminente de algo malo o negativo, acompañado de una sensación de impotencia para repelerlo». Así, la percepción combinada de peligro e impotencia hace del miedo una pulsión eminentemente narcisista que expulsa toda consideración por los demás: «el miedo de un bebé está centrado por entero en su propio cuerpo». Luego, de adulto, el hecho de sentir temor por los hijos u otros seres queridos, sólo significa que el «yo» se ha expandido y que la «dolorosa consciencia de un peligro para ese yo ampliado aparta todo pensamiento o consideración por el resto del mundo». Es, empero, la combinatoria del miedo con otras emociones lo que desemboca en un cóctel explosivo –en particular al fusionar con la ira, el asco y la envidia–. Si bien la ira contiene un elemento de protesta ante los agravios –«una reacción que es sana en democracia cuando la queja está bien fundada»–, con frecuencia se ve arrastrada por un profundo deseo de desquite, como si el sufrimiento de los otros pudiera resolver los males propios –un impulso vengativo que, al ajustar cuentas (atribuyendo culpas y persiguiendo a los «malos»), compensa una probable sensación de impotencia–: el chi-

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vo expiatorio como consuelo de la propia vulnerabilidad. Otro factor deletéreo para el juego democrático es el asco que, según Nussbaum, «es un miedo relacionado en cierto modo con la muerte y con la potencial descomposición del material del que estamos hechos». Pero este asco primario (basado en los fluidos corporales, en cierto tipo de animales, en los cadáveres) se va ramificando con el paso del tiempo y adopta una forma cultural más compleja, el «asco proyectivo». Se lo define así, «porque aleja aquellas propiedades que provocan asco del yo al que le repugnan» y las proyecta sobre otras personas a quienes se tachará de «apestosos» y «bestias». Esto se materializa en la marginación o subordinación de «subgrupos raciales, identificados por el color de la piel u otros rasgos superficiales», como el género. De hecho, este tipo de repulsión es, con frecuencia, funcional a las relaciones de sujeción: «los repugnantes son visibles en todo momento, mientras realizan las útiles labores que tienen asignadas, pero un sistema de conductas evita la contaminación». La jerarquía de las castas en la India, la segregación racial en los Estados Unidos del siglo pasado o el sometimiento de las mujeres en las sociedades tradicionales son ejemplos fehacientes de tal dinámica. La envidia es el último afecto analizado por Nussbaum, que lo caracteriza como «una emoción dolorosa cuya atención está centrada en las ventajas de los otros, pues nace de la comparación desfavorable que quien envidia hace de su situación con la del envidiado». No por gusto, «la envidia comporta normalmente hostilidad hacia el afortunado rival: el envidioso quiere lo que ese rival tiene y, por ello, le desea cosas malas». Y, por ello, es una fuente de animo-

sidad y tensión en el núcleo mismo de la sociedad. A diferencia de la emulación, la envidia puede ser un freno para el desempeño armonioso de una sociedad. Sin contención, sostiene la filósofa, esta concatenación de emociones envenena el espacio político. Por una parte, la derecha populista no deja títere sin cabeza (la élite de Washington, las minorías étnicas, las mujeres), mientras que, por otra, desde la izquierda, el capitalismo en su conjunto parece condenado al basurero de la historia. En este fuego cruzado, las posibilidades de un diálogo con empatía y razonado se desvanecen. A la vez que disecciona el enrarecimiento del escenario político estadounidense, Martha Nussbaum va jalonando el texto de posibles soluciones que contribuirían a una profundización de la democracia. Éstas trazan un continuo vaivén entre el plano individual y social. Así, respecto a la contención del miedo y, por tanto, a cómo propiciar la aparición de una ciudadanía capaz de pensar y actuar sin dejarse arrastrar por el pánico, la ensayista estadounidense, retomando los estudios del psicoanalista Donald Winnicott, afirma la necesidad de un «ambiente facilitador» para que un niño desarrolle plenamente la preocupación por los otros. Lo cual supone, por ejemplo, una estabilidad afectiva elemental en el seno de la familia, que proteja al menor tanto de la indiferencia como del maltrato infantil. Pero también exige toda una serie de condiciones sociales, políticas y económicas: la ausencia de violencia colectiva, de discriminación étnica y religiosa, la garantía de una alimentación y una atención médica suficientes, etcétera. De igual modo, despojar la ira de su componente vengativo resulta imposible sin un

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verdadero examen de conciencia que ponga en tela de juicio las certezas del individuo y lo lleve a considerar las reclamaciones de aquellos con quienes disiente. Algo que sólo es factible mediante una educación que favorezca las aptitudes y el sentido crítico de las personas. Asimismo, los efectos nocivos del asco sólo podrían verse atenuados gracias a un sistema educativo eficaz y a una legislación adecuada. En consecuencia, la batería de medidas estipuladas por Nussbaum, destinadas a alzar un dique de contención ante el desbordamiento emocional en la esfera política, se asemejan al programa tradicional de la socialdemocracia: un andamiaje institucional que permita (ante todo mediante la educación, la sanidad, la igualdad de oportunidades) el desarrollo de las capacidades centrales del individuo y que precisa, para estar alcance de todos, de una sociedad equitativa. La novedad radica en la propuesta de la creación de un servicio nacional obligatorio, que rompa la segregación de hecho («por raza y clase social») en la que vive la mayoría de los estadounidenses –en todo caso, aquellos que no habitan en los grandes núcleos urbanos–. Esta especie de servicio social, que los jóvenes harían durante tres años tras concluir la escolaridad, además de fomentar el intercambio social entre clases, minorías, incluso generaciones, fomentaría el sentido del bien común –algo de lo que carecen los estadounidenses, según Nussbaum, pues tienden a «pensar en términos narcisistas: me interesa lo que sea bueno para mí y para mi familia»–. La monarquía del miedo es un ingente esfuerzo en entender sin animosidad los fortísimos antagonismos que sacuden actualmente a la sociedad estadounidense, a la vez que intenta explorar las posibles vías CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

para desatascar la pugna entre partes aparentemente irreconciliables. El principal valor del libro, por tanto, radica en demostrar la relación intrínseca y retroactiva, más allá del entorno privado, entre emociones y contexto socioeconómico y político. Ahora bien, se echa de menos cierto anclaje histórico en el análisis. Por ejemplo, al referirse a la tenacidad del racismo hacia los afroamericanos en la sociedad estadounidense, en ningún momento la autora hace mención del legado colonial, de la esclavitud. Ciertamente, en un principio, la alteridad suele ser fuente de conflicto o al menos de malentendidos. Pero de ahí al ensañamiento visceral hay un trecho. ¿Por qué siguen siendo los negros la principal diana del racismo en Estados Unidos? Sin un breve repaso de las condiciones históricas que han nutrido semejante persistencia, el miedo y el asco adquieren visos esencialistas. La perplejidad también asoma cuando se presentan a las clases populares blancas dominadas por el resentimiento y la necesidad de revancha que auparon a Donald Trump al poder. Nussbaum esboza una serie de causas (estancamiento de la renta de la clase media baja, disminución alarmante en los niveles de salud y educación, etcétera), pero sin apuntar las dinámicas estructurales que ha marcado las cuatro últimas décadas: desregulación de los mercados, privatización de la renta pública, desmantelamiento sistemático de los resortes de la solidaridad comunitaria. En su célebre What’s the Matter with Kansas, el historiador y periodista Thomas Frank intenta comprender por qué las clases blancas desfavorecidas han ido volcando sus preferencias hacia la derecha. La adopción por parte del establishment demócrata, antes ya de la presidencia de Clinton,

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de los dogmas de la economía neoclásica (mínimo de Estado, máximo de mercado) ha significado en los hechos un abandono de las clases populares. Algo que ha potenciado la estrategia conservadora que ha recuperado para sí la «furia de las masas» contra las élites y, a la vez, ha logrado substituir la «guerra cultural» a los antagonismos de clase. Ante la permanente vulnerabilidad socioeconómica, el discurso tradicional, cuando no reaccionario, ofrece una válvula de escape. Y esto lleva a otro punto más delicado. Nussbaum sitúa en el mismo plano de la envidia y del resentimiento la retórica xenófoba, homofóbica, racista y misógina, y los planteamientos que ponen en tela de juicio el devenir actual del capitalismo. Aquí la equidistancia le hace flaco favor al análisis. En primer lugar, porque la asimetría de fuerzas entre quienes son víctimas de la exclusión y el odio y quienes la promueven no permite semejante equiparación –el estigmatizado lucha siempre en amplia desventaja–. Y además porque, paradójicamente, para Nussbaum los cimientos del capitalismo tardío parecen intocables. Una postura que contradice la existencia del Estado de bienestar que sus propias medidas reclaman. Economistas tan disímiles como Paul Krugman y Thomas Piketty apuntan a la desigualdad como el agujero negro del sistema, a tal punto que comienza a amenazar el funcionamiento mismo de las instituciones democráticas. Y esbozan medidas tan polémicas como la instauración de políticas fiscales redistributivas análogas a las de la posguerra, una mayor regulación de los mercados (ante todo financieros), incluso un encorsetamiento de la propiedad privada. La autora deja claro en la introducción que éste no es un libro «sobre políticas

públicas ni sobre análisis económicos». Sin embargo, la línea argumentativa adoptada, comprender el entramado de emociones que envicia actualmente el debate político en Estados Unidos, no puede pasar por alto los vínculos entre esta coyuntura y las dinámicas socioeconómicas que la alimentan. Por último, la filósofa estadounidense, en su llamado al diálogo y al discernimiento, da saltos continuos entre los planos analítico (lo que es) y normativo (lo que debiera ser). Es sorprendente, de hecho, que no se detenga en las redes sociales para diseccionar la propagación y la amplificación de las noticias falsas. Con frecuencia, el ciberespacio, en lugar de convertirse en un lugar de descubrimiento, funciona a modo de compartimientos estancos donde los diversos grupos retroalimentan sus creencias. De poco sirve postular la necesidad de un debate correctamente informado sin antes haber detectado los mecanismos que nos vuelven inmunes a las representaciones que contrastan con nuestros prejuicios y con cómo atenuarlos. La monarquía del miedo queda así a medio camino, por indecisión metodológica, entre el ensayo coyuntural y el tratado teórico. El análisis de la economía emotiva (por decirlo de algún modo) del escenario político estadounidense actual da ciertamente pistas interesantes, pero queda truncado por no establecer vínculos con sus dinámicas más profundas. Y, por esa misma ausencia, las propuestas formuladas para la contención o reorientación del desenfreno emocional suenan a declaración de buenas intenciones nomás. En última instancia, la estructura socioeducativa que cierra las páginas del libro confina con una utopía socialdemócrata, es decir, con lo que se habría de alcanzar idealmen-

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te. Mientras tanto, dado el estado de las relaciones de fuerza imperante en la sociedad estadounidense, quedan sin entreverse qué políticas, qué estrategias adoptar para revertir la degradación del juego democrático.

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Aun así, el texto, a lo largo de sus páginas, despliega un fervor contagioso al asumir el mandato de Martin Luther King: «No busquemos saciar nuestra sed de libertad bebiendo de la copa de la amargura y el odio». En estos tiempos es algo de agradecer.

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Wolfram Eilenberger Tiempo de magos. La gran década de la filosofía (1919-1929) Traducción de Joaquín Chamorro Mielke Taurus, Madrid, 2019 384 páginas, 22.90 €

Cuatro maestros del siglo

xx

Por SEBASTIÁN GÁMEZ MILLÁN Desde que el prestigioso crítico francés Charles Augustin Sainte-Beuve (18041869) acuñó, durante el siglo xix, el método biográfico, de acuerdo con el cual la explicación de la vida del autor puede ampliar nuestra comprensión de la obra, se han escrito innumerables estudios bajo este método, a pesar de que fue puesto en tela de juicio por Marcel Proust (1871-1922): el «yo social» no es el «yo profundo», que es el que opera principalmente en la creación. Sin ir más lejos, este método lo empleó Ortega y Gasset (1883-1955) en estudios sobre Juan Luis Vives, Velázquez, Goethe o Goya. Quizá el caso más ejemplar de estas biografías del pensamiento en las últimas décadas sea el de Rüdiger Safranski (1945), que ha dedicado investigaciones a, entre otros, con Goethe, Schiller, Schopen-

hauer, Nietzsche o Heidegger cientos de miles de lectores dentro y fuera de Alemania. Este libro de Wolfram Eilenberger (1971), que ha obtenido una amplia acogida, tratándose de cuestiones filosóficas, el premio al libro del año bávaro en la categoría de «no ficción» (2018) y, en Francia, el premio al mejor libro extranjero en la categoría de «ensayo» (2019), posee un aire de familia con los de Safranski, con la diferencia de que aborda a cuatro filósofos alternativamente: Ernst Cassirer (1874-1945), Ludwig Wittgenstein (1889-1951), Martin Heidegger (1889-1976) y Walter Benjamin (1892-1940). El filósofo e historiador de las ideas Tzvetan Todorov (1939-2017), inspirándose en las populares biografías de la serie «constructores del mundo», de Stefan

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Zweig (1881-1942), como La lucha contra el demonio (Hölderlin, Kleist, Nietzsche) o Tres poetas de sus vidas (Casanova, Stendhal, Tolstói), escribió Los aventureros del absoluto (Oscar Wilde, Rilke, Marina Tsvietáieva). La peculiaridad del libro de Eilenberger, como subraya el título, es que no abarca la vida entera de cada uno de los filósofos anteriormente mencionados, sino una década decisiva en sus trayectorias vitales e intelectuales, y de la propia historia del siglo xx: 1919-1929. Por lo tanto, se encuentra más concentrado en las trescientas ochenta y tres páginas del libro, incluyendo las notas, la bibliografía y un índice alfabético. Además, contiene veintisiete fotografías. Comienza la reconstrucción de sus trayectorias en 1929, en el prólogo, y, por medio de un flashback, regresamos al pasado para comprender el presente, tal como señalaba Walter Benjamin, una técnica recurrente en la literatura o el cine. Eilenberger estudió Filosofía, Psicología y Estudios Románicos en Heidelberg, Turku y Zúrich, doctorándose en Filosofía, pero, como periodista, domina el pulso narrativo para mantener la intriga. Combina, con rigor y tensión, elementos biográficos y anecdóticos, algo que capta nuestra atención en tanto que todos en mayor o menor medida sentimos curiosidad por cómo viven otras personas; con elementos históricos, ya que la década de los veinte del pasado siglo es extraordinaria en la aparición y difusión de tecnologías que transformarán nuestras vidas: «el automóvil empezó a cambiar la imagen de las ciudades como bien de masas; la radio se convirtió en medio de comunicación global en el espacio público, y el teléfono en el espacio privado; nació el cine como forma artística; aparecieron las primeras líneas aéreas coCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

merciales; ya no había sólo barcos de vapor, sino también zepelines y pronto aeroplanos» (p. 237). Sin pretender ser un estudio sociológico, arroja bastantes luces, incluso sobre nuestro incierto presente. Desde un punto de vista literario también fue una década irrepetible: el Ulises (1922), de Joyce; los inacabados Cantos (1922), de Pound; La tierra baldía (1922), de T. S. Eliot; Trilce (1922), de César Vallejo; la mayor parte de En busca del tiempo perdido (1913-1927), de Marcel Proust; Residencia en la tierra (1925-1931), de Pablo Neruda; La montaña mágica, de Thomas Mann; El Castillo (1926), de Kafka, y muchos de sus relatos; buena parte de las obras más reconocidas de Virginia Woolf: La señora Dalloway (1925), Al faro (1927), Orlando (1928), Una habitación propia (1929); El ruido y la furia (1929) y Mientras agonizo (1930), de William Faulkner. Y algo equiparable sucede en el terreno filosófico: el Tractatus logico-philosophicus (1921), de Wittgenstein, escrito en buena parte mientras servía como teniente del ejército austro-húngaro durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918); Ser y tiempo (1927), de Heidegger; los tres volúmenes de Filosofía de las formas simbólicas (1923, 1925 y 1929), de Cassirer; el inacabado Libro de los pasajes (1927) y El origen del drama barroco alemán (1928), de Walter Benjamin. Exceptuando esta última para dejar una por cada autor, se trata de cuatro de las más influyentes obras filosóficas del siglo xx. Cada uno de ellos es el representante más destacado, o uno de los más, de algunas de las corrientes filosóficas más extendidas y vigorosas del siglo xx: por orden cronológico, Cassirer del neokantismo; Wittgenstein, de la filosofía analítica y padre del Círculo

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de Viena, a pesar de sus diferencias; Heidegger, de la fenomenología, el existencialismo y la hermenéutica; Walter Benjamin, de la teoría crítica. Junto con ellos, desfilan actores secundarios imponentes: Aby Warburg, cuya excelente biblioteca será decisiva para la obra de Cassirer; Bertrand Russell, con el que apenas se entiende Wittgenstein, y el círculo de Bloomsbury, entre ellos, en particular, Keynes; Jaspers y Hannah Arendt, la que fuera amante de Heidegger, y posteriormente una de las más perspicaces teóricas sociales y políticas; Adorno y Horkheimer, de la escuela de Frankfurt. Por cierto, los cuatro son escritores, principalmente, en alemán. Por consiguiente, la elección de Eilenberger es acertada desde diversas perspectivas. Eilenberger demuestra solvencia en el conocimiento de la obra, la correspondencia y la crítica de cada uno de ellos, lo que está lejos de ser fácil, pues, como veremos, a pesar de cierto aire de familia de la época y de la cultura que les impregna, poseen improntas muy singulares y distintas, como es propio de los «genios», término romántico y a menudo magnificado, pero que empleo en su acepción kantiana: como aquellos que dan la regla de lo que está por venir. Volveremos sobre ello al final de esta reseña. Y además lo hace con una prosa precisa, clara, capaz de despertar curiosidad y contagiar entusiasmo, en la estela de la mejor divulgación, si bien a veces se deja llevar por cierto sensacionalismo, sobre todo al final. Por ejemplo, cuando describe la conferencia de Davos y el duelo entre Heidegger y Cassirer, similar al que mantuvieron en su día Wittgenstein y Popper. Sospecho que el rumbo de la filosofía no se dirime tanto en estos encuentros como en las obras y su recepción crítica.

¿Qué otros aspectos mantienen en común estos grandes filósofos? Eilenberger no lo dice explícitamente, pero lo muestra o lo deja entrever, por ejemplo, en las páginas 118 y 119. La filosofía del siglo xx se caracteriza por el denominado linguistic turn, es decir, nuestra relación cognitiva con la realidad está en todo tiempo mediada o, si se prefiere, atravesada por el lenguaje, de tal manera que actividades esenciales como pensar, comprender, interpretar, conocer o comunicarnos están vinculadas con el lenguaje. Cada uno a su manera, Cassirer, Wittgenstein, Heidegger y Benjamin contribuyeron decisivamente con sus reflexiones sobre el lenguaje verbal (y otros lenguajes artísticos) al llamado «giro lingüístico», reconocido en el siglo pasado, pero que en realidad es en el siglo xix, si no antes (Aristóteles en la Antigüedad, Vico en el siglo xviii), cuando comienza a fraguarse la relevancia epistemológica del lenguaje como fenómeno mediador entre la realidad y nosotros. Hamann, Herder, Humboldt, Nietzsche y Charles Sanders Peirce son tan sólo cinco pensadores que no deberían faltar en cualquier genealogía rigurosa. Cassirer definió antropológicamente al ser humano como «animal simbólico», una definición más explicativa y abarcadora que el «animal racional» de Aristóteles, ya que hay muchas acciones humanas que son más bien «irracionales» (piénsese en tradiciones, costumbres populares, prácticas religiosas, artísticas, etcétera), y, sin embargo, no dejan de ser simbólicas. Heidegger declara que «el lenguaje es la casa del ser». Wittgenstein sostiene que «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Y Benjamin, en palabras de Eilenberger, defiende que «el lenguaje no es un medio para

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comunicar a otros hombres una información útil, sino un medio en el que el ser humano se apercibe de sí mismo y de todas las cosas que le rodean; en el que las conoce a ellas y a sí mismo al nombrarlas» (p. 208). Paradójicamente, estas concepciones del lenguaje en los que éste no es una simple forma de comunicarnos han desembocado en lo que el pragmatista Richard Rorty llama «disolución de las epistemologías», estrechamente relacionada con la expansión del relativismo de la postmodernidad (Lyotard, Foucault, Deleuze, Derrida, Baudrillard, Vattimo). El pensamiento postmoderno ya fue criticado por Habermas en 1980: «La Modernidad. Un proyecto inacabado». En la esfera privada e individual puede permitirnos amplios márgenes de libertad y creatividad, pero es incapaz de afrontar los desafíos de la esfera pública: a las ciencias las dejaría en un callejón sin salida, pues por definición no hay ciencia de lo particular, sino de lo universal; y a la esfera jurídica y ético-política, en una época de globalización, aun siendo de facto el relativismo es a todas luces insuficiente e incapaz de orientarnos. De acuerdo con Cassirer, Eilenberger piensa que los problemas actuales son indisociables de los que se han planteado a lo largo de la historia de la filosofía, como insinúa mediante una oportuna cita (p. 288) del discurso de éste en medio de la crisis de la República de Weimar. El autor no muestra una clara preferencia por ninguno de los cuatro filósofos. Cada vez que expone la vida o el pensamiento de cada uno de ellos lo hace con entusiasmo y admiración. En este sentido, se agradece su elevada imparcialidad. No obstante, en el breve epílogo, relativamente abierto para que cada lector extraiga sus conclusiones (si bien Eilenberger ha CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

mantenido el hilo conductor hasta ahí), leemos acerca de cada uno de los cuatro protagonistas: el 1 de mayo de 1933, recién nombrado rector de la Universidad de Friburgo, Heidegger pronuncia un discurso titulado «La autoafirmación de la universidad alemana». Y en un artículo periodístico exhorta a los estudiantes alemanes: «Las doctrinas y las “ideas” no deben ser la norma de vuestro ser. El Führer, y sólo él, es la realidad alemana de hoy y del futuro; él es su ley» (p. 341). Wittgenstein pasa la Navidad de 1929 con sus hermanos en Viena, «igual que haría los años siguientes hasta la anexión de Austria por parte de los nazis» (p. 342). Ante la amenaza de que los nazis lo apresen, Walter Benjamin acabará suicidándose la noche del 26 al 27 de diciembre de 1940 en Portbou, a unos cientos de metros de la frontera española. Cassirer, que fue elegido rector de la Universidad de Hamburgo el 6 de julio de 1929, no pudo pronunciar su discurso inaugural a causa de agrupaciones estudiantiles nacionalistas. Y se vio obligado a abandonar la docencia por una ley de Hitler. Nunca más regresó a Alemania. No deja de ser significativo que el menos «genial» e influyente de estos cuatro «maestros pensadores», Cassirer, «fue el único que en 1919 dio su apoyo explícito a la naciente República de Weimar; más aún, fue el único demócrata convencido» (p. 111). Por ello, no sé hasta qué punto convendría distinguir entre pensadores de «uso público» y de «uso privado», esto es, aquellos cuyas teorías sirven para construir sociedades y aquellos cuyas teorías valen más bien para forjar individuos. Bertrand Russell es en principio menos «genial» que Wittgenstein, pero su pensamiento es más edificante desde una perspectiva social.

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En una entrevista concedida al diario El Mundo con motivo de la publicación de este libro, Eilenberger declaró que «nunca estamos “a salvo” como democracia, siempre podemos regresar a la solución política más simple y oscura». Palabras que guardan un aire de familia con la concepción de «la democracia como moral» de Aranguren: «la democracia no es un status en el que pueda un pueblo cómodamente instalarse. Es una conquista ético-política que sólo a través de una autocrítica siempre vigilante puede mantenerse. Es más una aspiración que una posesión. Es, como decía Kant de la moral en general, una “tarea infinita” en la que, si no se progresa, se retrocede, pues incluso lo ya ganado ha de reconquistarse cada día». Respecto a la divulgación filosófica, constatamos que en Alemania goza de mayor salud que en España, por público, por tradición y por calidad divulgativa. Ade-

más de figuras consagradas como Safranski, hay otros autores más jóvenes, como Richard David Precht que en ¿Quién soy yo... y cuántos? Un viaje filosófico (2009) reformulaba las tres célebres preguntas kantianas, en diálogo con las ciencias naturales y a la luz de problemáticas actuales que a todos nos conciernen, («¿por qué debemos proteger la naturaleza?», «¿adónde nos lleva la medicina reproductiva?», «qué puede hacer la investigación del cerebro?»). ¿Podemos hacer en España –mejor, en Hispanoamérica– algo semejante? Ciertamente, carecemos de la misma tradición y público, pero merece el esfuerzo, no sólo por mostrar que la filosofía está vinculada a nuestras formas de vida, ya sea por los usos de la razón, ya sea por nuestras prácticas éticas, sino también porque puede contribuir a mejorar la calidad de nuestra conversación pública y, con ella, de la democracia.

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Christopher Ryan Civilizados hasta la muerte Traducción de Lucí Barahona Capitán Swing, Madrid, 2020 296 páginas. 20.00 € (ebook 9.99 €)

Del jardín al huerto Por DANIEL B. BRO Cuando el director de Cuadernos me pidió el comentario de este libro no se había producido el Estado de Alarma en España. Dejé mi ejemplar cerca de mi mesa, con su título apocalíptico, Civilizados hasta la muerte, vale decir que no hay nada que hacer, porque ¿vamos a dejar de ser «civilizados» en contraposición a «salvaje», en el sentido en que lo utilizó Lévi-Strauss, no en el campo semántico de «salvajada»? Luego nos vimos súbitamente confinados, pertrechados de nuestras tecnologías, sobre todo con esta suerte de telepatía socializada que es la telemática. Decidí abrir el libro de Christopher Ryan, con tanta curiosidad como recelo. Como ya tengo «una edad», recordé que de niño, en un pueblo de la provincia de Buenos Aires, vivíamos obsesionados por la poliomielitis, la famosa polio, que convirCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

tió en cuerpos cubistas a tantos niños. Sí, las pandemias no son nuevas. ¿Pero hubo algún momento en que no las hubo? Bryan, este viajero e investigador pleno de curiosidad, a quien conocí hace años, en un bar de Madrid, presentado por un amigo común, retoma las culturas de los forrajeros, estudiadas, por ejemplo, por Lévi-Strauss, entre muchos otros antropólogos del siglo xx, es decir, un tiempo de nuestro modo social anterior a la agricultura y, por supuesto, a la escritura, en el cual tanto el antropólogo francés como Gordon Childe situaban uno de los momentos de mayor equilibrio y felicidad de la historia de la humanidad. Pero vayamos a una somera descripción del libro. ¿Es nuestro mundo el mejor de los mundos posibles? Es obvio que no, por eso tratamos cada día de mejorarlo y empeorarlo,

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a veces con las mejores de las intenciones. ¿El progreso es real y además inagotable? Pues es un asunto muy peliagudo, y quien tenga curiosidad encontrará una bibliografía amplia y, en algunos casos, muy valiosa, que, en alguna medida, utilicé hace mil años en una tesina cuando aún realizaba mis estudios de filosofía. Hoy día nuestros mares y ríos están envenenados y las mermas de la fauna marina han empobrecido enormemente la industria de la pesca, los niveles de CO2 crecen como geranios, los patógenos mutantes le ganan el pulso a los antibióticos, nuestras ciudades están altamente contaminadas y las enfermedades respiratorias aumentan día a día, sobre todo en niños y ancianos, con el consiguiente aumento además de los gastos sanitarios; los recursos naturales son diezmados y despilfarrados al tiempo, el nivel de los mares crece, el número de cánceres y el estrés hacen estragos, el número de refugiados por hambrunas y guerras es dramático, y el plástico invade los mares, el cuerpo de los peces y nuestra sangre. Un poco de plástico late en nuestro corazón. El nivel se ansiedad, suicidios, depresiones y medicalización para trastornos mentales ha crecido de manera alarmante (vean las cifras en la OMS). Ryan nos da datos, al parecer bastante contrastados, no ya del malestar de la cultura, de la que habló con juicio antropológico Freud, sino del malestar de la civilización (una, global). Nuestro autor es darwiniano, vale decir: no es creacionista y tiene claro que somos un animal cuya filogénesis nos lleva al cuaternario, pero que sin irnos tan lejos, sin salirnos de los homínidos, nos sitúa en una vida, la del homo sapiens, y nos hemos conformado en cierto momento como animales recolectores-cazadores (hemos vivido el noventa y cinco por ciento de nuestra

vida de especie en esa cultura). Ya oigo risitas de algunos lectores, algunos de ellos seguro que malos lectores de Dilthey y Ortega y Gasset, que creen que el hombre sólo es historia y voluntad, proyecto. Claro que es historia, pero esa historia ¿dónde comienza? Y la acción (deseo, proyectos, búsqueda, voluntad) en la historia ¿desde dónde se ha hecho sino desde una naturaleza no elegida sino más bien adaptativa? Ryan tiene claro que somos un cuerpo y una mente que se ha formado en un ambiente muy distinto al posterior a la invención de la agricultura, por no hablar de las tecnologías de los últimos seiscientos años. La palabra progreso nos lleva a muchos errores, porque, como señala nuestro autor apoyándose en el paleobiólogo Stephen Jay Gould, en Jared Diamond y otros científicos, no es fácil demostrar que los Estados industrializados modernos sean mejores (calidad de vida, felicidad) que las tribus de cazadores-recolectores del Paleolítico. Sin duda son distintos, y no quisiéramos prescindir de Bach, de nuestras catedrales góticas ni de la cocina francesa o española, altamente elaboradas. Pero no se trata de eso. La cuestión, para decirlo de una vez, es si podemos ser aceptablemente felices y sanos (lo uno va con lo otro) y mantener nuestro planeta en buen estado, porque el cuerpo y la mente de cada cual vive, no lo olvidemos, en relación ineludible y necesaria con la biota de nuestra planeta. La cuestión es que no podemos responder adecuadamente a nuestro medio y a nuestros semejantes, es decir, a nosotros mismos, si olvidamos que somos un tipo de animal, si carecemos de conciencia y conocimiento de nuestro pasado antropológico. Necesitamos conocer nuestra propia especie… vale decir, su historia, y eso es algo que sólo se ha

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comenzado a hacer muy recientemente. Recuerden que, para todo Occidente y buena parte del resto de la humanidad, sobre todo hasta el siglo xviii y xix, el hombre estaba hecho a semejanza de Dios, un producto de un Dios, desde el comienzo y para siempre. Es como para echarse a llorar y no parar en varios años. Para Ryan ha habido progreso en muchos aspectos. No lo niega, sólo que le parece que es difícil delimitar dónde se ha producido. A todos se nos ocurren algunos: en las matemáticas, en las tecnologías en general, sin duda de una complejidad asombrosa, pero si a algunas tecnologías le añadimos todos sus efectos, veremos que el progreso de las mismas se torna retroceso (en el bienestar, equilibrio personal, salud). No es fácil. Yo creo que la música de Bach es también un progreso en cuanto a complejidad y belleza frente a los tarareos y silbidos de algunas tribus actuales de forrajeros. Ryan nos aclara que no alberga ilusiones sobre los «nobles salvajes» o sobre «la vuelta al jardín». Esto es importante para los apresurados que puedan ver que su crítica al pesimismo antropológico de Hobbes supone un abrazo a un rousseaunismo, entendido vulgarmente como nostalgia del estado de inocencia, interpretación de Rousseau que irritaba al buen Lévi-Strauss, tan poco nostálgico de la aldea ahistórica y del supuesto «hombre natural», que nunca existió. El autor francés cita esta frase de Rousseau, que quiero plantar aquí: «La edad de oro que una ciega superstición habría ubicado detrás (o delante) de nosotros, está en nosotros». ¿Queda claro? No hay un lugar al que retroceder, tampoco el inalcanzable futuro (lo que Ryan llama la «narrativa del progreso perpetuo»), sino aquí, ahora. Bien, eso es lo que dice Ryan, y afirma con datos, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

que parecen bastante fiables, que la creencia reconfortante, por un lado en la «narrativa del progreso perpetuo», menoscaba la capacidad de corregir el rumbo de muchas de nuestras tendencias productivas y de comportamientos individuales. Es como quien en la caída a cuerpo desde un rascacielos cree que está volando. Ryan no se hace ilusiones, porque sabe que es imposible, no porque no crea en esa isla sin tiempo. No puedo entrar en una nota en todos los aspectos de este interesante libro, así que me limito a meter el dedo donde veo grietas o florecillas. Tengo algunas dudas que no disminuyen mi acuerdo sobre el hecho de que debemos responder de manera drástica al deterioro ecológico, y no sólo por el llamado calentamiento global; también es urgente una crítica rigurosa, no puritana, de nuestra sociedad de mercado sustentada en la ansiedad, el despilfarro y la insatisfacción indefinida; y estas dudas tampoco erosionan mi afinidad ante la necesidad de conocernos no sólo como individuos actuales, sino como especie, una tarea que ni se sueña con llevar a los colegios, institutos y universidades, porque nos quedamos con el modelo último, aún teológico, incluso en la racionalista escuela francesa actual. Cuando Ryan dice que «la agricultura fue un trágico tropiezo en un agujero en que hemos seguido cavando arduamente, siglos tras siglos, mientras la población mundial se disparaba mucho más allá del punto sin retorno», nos enfrentamos con un problema grave. Además, su aseveración viene trufada por un juicio de Yuval Noah Harari, tan listo como atrabiliario cientificista, que dice así: la revolución agrícola fue «el mayor fraude de la historia». Ambas afirmaciones suponen una atesis moral: aquello

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era lo mejor, además de que la «naturaleza» humana no necesitaba más: poblaciones de unos setenta a ciento cincuenta personas, donde al parecer había un grado de cooperación óptimo, una maternidad no exclusiva, consideración de la mujer en términos de igualdad, juegos y cuentos al anochecer, y una perfecta circularidad que ni Platón la habría soñado. Sí, sí, ya sabemos lo del trigo: una bicoca inicial que permitió asentamientos continuados, un penoso y mayor trabajo, tala y quema de los bosques, para posibilitar las grandes extensiones que necesita el cereal, una alimentación deficiente, pero eso no basta. ¿El homo sapiens ya era entonces tal cual? Se hacían enterramientos, sin duda algún tipo de ceremonias en esos cementerios, luego la conciencia de la muerte y del más allá, tal vez de algo así como espíritu, ya estaba en ellos; la conciencia que se ve a sí misma ante el vasto espacio infinito. Cierto de nuevo: algunas tribus forrajeras se han mantenido hasta nuestro tiempo, como los piraha amazónicos estudiados por Daniel Everett, citado en varias ocasiones por Ryan, pero eso tal vez solo signifique… tiempo: que una epidemia, el aumento de la población, etcétera, les hiciera sacar los pies del jardín (aceptado que fuera así) para meterlos en el huerto y de aquí a las grandes extensiones de sembrados y domesticación del ganado que unos milenios después desembocaron en la civilización. Lo que quiero decir es que al menos que el hombre del Paleolítico actuara de manera instintiva y no por cultura, las variaciones derivadas de la transmisión cultural inherentes a la inquietud propia del conocimiento (conocían el fuego, ciertas herramientas, etcétera), el paso a la complejidad y jerarquización social y cultural eran inevitables.

Ryan, como el muy valioso primatólogo Frans de Waal, al que cita en varias ocasiones, cree que los sentimientos de cooperación y buen entendimiento, de pacificación y ayuda mutua, están también fuera de nuestra especie y que elegir como primo nuestro a los chimpancés o babuinos por encima de los bonobos es una simple elección a favor de Hobbes por encima de Darwin, pero sin fundamento, un pesimismo injustificado genéticamente. Y lo mismo piensa del pesimismo genético de Richard Dawkins, que supone al gen como egoísta y a los cuerpos meras formas para la perpetuación de los mismos, síntesis por mi parte algo extrema de las ideas de Dawkins. La cooperación, el buen entendimiento, la generosidad serían un logro contra la tendencia irreductible del gen de preferirse a sí mismo por encima de todo. Ryan defiende a la naturaleza de esa condena a lo salvaje, en su sentido cruel y despiadado (aunque no ignore que no es un camino de rosas el mundo animal), y al homo sapiens como un animal que debe mucho a sus parientes y a la etapa no «histórica» de su linaje. El ser humano, tal como dijo Lévi-Strauss y De Waal continúa, no tuvo un punto en que se volvió social, porque descendemos de antepasados sumamente sociales, los monos y los simios, y siempre hemos vivido en grupo, y afirma, con Charles Darwin, que los componentes esenciales de la moralidad están sujetos a procesos evolutivos. Entonces: Ryan se opone, con argumentos apoyados en estudiosos de sociedades preagrícolas, no sé si del todo convincentes, a la concepción neohobbesiana que supone la idea de guerras prehistóricas interminables y, por lo tanto, no atribuye al Estado un valor que no esté en el individuo y en los pequeños grupos, capaces de entenderse,

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cooperar y vivir pacíficamente. Vale la pena leer el libro, sin duda mucho más rico y amplio que esta somera nota, porque su tema es el nuestro. Las páginas dedicadas a la salud y enfermedad, a la muerte («El delirio de la inmortalidad» llama a nuestra locura de vivir, junto con las farmacéuticas, a toda costa, «así sea de barriga», como escribió César Vallejo), la pobreza infantil en países altamente desarrollados (como Estados Unidos), la alta tasa de suicidios y depresiones, desde la niñez, con un exceso incontrolado de medicación, y las reflexiones –tema central del libro– sobre «el desfase entre el animal humano y las exigencias de la sociedad actual». Se entiende que Ryan sitúa al «animal humano» en una determinado momento óptimo, porque muchas de las fijaciones de nuestros instintos son incompati-

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bles con nuestras ética, y no creo que sean sólo memes y no genes. No todo lo que la naturaleza seleccionó hace miles y millones de años sirve para responder a nuestra felicidad hoy. Cuando llego al final del libro, incitado por reflexiones y datos muy valiosos, me encuentro con esta frase, que no creo que sea el resultado de una valoración objetiva (al menos producto de un esfuerzo dialogado de objetividad), sino de una creencia: «Cuando desaparece la civilización, vislumbramos la naturaleza humana en estado puro». Eso no se lo creía ni Rousseau. De haber leído esta frase al comienzo, no habría leído el libro, así que me alegro que esté al final, porque en muchos momentos está por encima de esta solemne tontería.

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Marie Arana Bolívar. Libertador de América Traducción de Mateo Cardona y Marta Cecilia Mesa Editorial Debate, Barcelona, 2020 711 páginas, 27.90 € Pablo Victoria El terror bolivariano. Guerra y genocidio contra España durante la independencia de Colombia y Venezuela en el siglo xix La Esfera de los Libros, Madrid, 2019 724 páginas, 34.90 €

Bolívar, el libertador: un hombre polémico Por ISABEL DE ARMAS De padre peruano y madre estadounidense, Marie Arana es la autora de Bolívar. Libertador de América, biografía considerada por numerosos críticos de «definitiva». En la actualidad es corresponsal de The Washington Post y columnista de opinión de The New York Times. El enfoque que la autora hace de su personaje es muy completo y todo su trabajo está construido con un importante sentido histórico. Nos muestra un Simón Bolívar, paso a paso, desde que nace en 1783 hasta que muere en 1830, a los cuarenta y siete años, sin perder detalle de su existencia extraordinaria: hombre ilustrado por las lecturas de Montesquieu, Voltaire y Locke; jinete incansable que recorrió a caballo alrededor de ciento veinte mil kilómetros en su gesta para liberar el territorio que hoy componen seis paí-

ses; bailarín a tope y mujeriego insaciable; impulsivo, testarudo y lleno de contradicciones; siempre hablando de justicia pero siempre atrapado por el caos de la revolución; general brillante y tan dictador como Napoleón; esperanza del pueblo, que quiso acabar con la discriminación racial y las estrictas divisiones entre las razas... No podemos olvidar que, en la cúspide social de la América española, estaban los supervisores nombrados por la Corona, nacidos en España; debajo de ellos, los criollos – blancos nacidos en las colonias–. Después venían los pardos, población de mezcla racial en constante crecimiento que era mestiza, en parte blanca, en parte indígena; o los mulatos, mezcla de blancos y negros; o los zambos, combinación de negros e indígenas.

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Marie Arana recrea un Simón Bolívar en todas sus facetas y constata con asombro que, doscientos años después de la independencia hispanoamericana, su personaje está más vivo que nunca. En sus más de setecientas páginas, esta completa y equilibrada biografía que comentamos, lejos de caer en el tono hagiográfico, describe y analiza las acciones del biografiado destacando los éxitos y los fracasos, los pros y los contras, los aciertos y desaciertos de cada una de ellas. «En efecto –afirma Arana–, sus logros eran irrefutables». Fue él quien difundió el espíritu de la Ilustración, llevó tierra adentro la promesa de la democracia, abrió las mentes y los corazones de los latinoamericanos a lo que podían llegar a ser. Fue él quien vio el absurdo de emprender una guerra por la libertad sin emancipar primero a sus propios esclavos. Fue él quien dirigió los ejércitos, durmió en el suelo con los soldados, se preocupó por los caballos, las municiones, los mapas, las mantas e inspiró a los hombres un heroísmo inimaginable. «Pero mientras forjaba el Nuevo Mundo –añade–, había hecho concesiones. Más de una vez, Bolívar dejó sus ideales tirados por el camino». De vez en cuando, tomaba decisiones claramente cuestionables: el decreto de guerra a muerte, por ejemplo, con el que pretendió amedrentar y sobrecoger al colonizador; la masacre de ochocientos prisioneros españoles en Puerto Cabello; la traición a Francisco Miranda, su envejecido colega libertador. Finalmente, su propio ejercicio de poderes dictatoriales. Para la autora de este libro, Bolívar fue un maestro de la improvisación, un comandante militar que podía burlar, superar y combatir a un enemigo mucho más poderoso. Pero ese mismo talento para tomar decisiones sobre la marcha, tuvo sus lastres en tiempos de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

paz. «Es difícil –concluye– construir una democracia sobre un modelo de guerra». Sólo la autora se muestra del todo partidaria incondicional, al destacar como impecable y lúcido el texto en el que Bolívar enumera lo que dos décadas de gobierno le habían enseñado: «Primero: La América es ingobernable para nosotros; segundo: el que sirve una revolución ara en el mar; tercero: la única cosa que se puede hacer en América es emigrar; cuarto: este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas; quinto: devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos; sexto: si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, este sería el último período de la América». Once años después de su famosa declaración de independencia en Angostura, Bolívar falleció. La Gran Colombia se había esfumado, pero su triunfo era incuestionable: seis nuevas naciones –Venezuela, Colombia, Ecuador, Panamá, Bolivia y Perú– surgirían una por una para confirmarlo. La autora de esta biografía afirma que el Libertador dejó esta vida «sin un centavo, indefenso y desposeído». Expulsado de Bogotá, odiado por el Perú y ansiando regresar a su amada Caracas. Sólo unos cuantos lloraron su muerte. Sus restos se depositaron en una cripta dentro de los muros de la catedral, y allí yacieron mientras la Gran Colombia caía en pedazos, el continente se enredaba en guerras de poca monta y los generales de Bolívar pujaban entre ellos dándose importancia. Pero al pasar los años –constata Arana–, no sólo en las naciones que había liberado sino en el mundo entero, Bolívar se convirtió en la personificación de la grandeza latinoameri-

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cana: un hombre con un amor decidido por la libertad y un sentido inquebrantable de la justicia; un héroe dispuesto a arriesgarlo todo por un sueño. Para el centenario de su nacimiento, el mito estaba del todo construido. El siglo transcurrido le había convertido en buen católico, ejemplo moral y demócrata inquebrantable, «nada de lo cual –escribe Arana– había sido en vida». «La historia –añade– lidiaba menos con el hombre que con el ideal romántico». Y cien años después, en 1982, Hugo Chávez, teniente del ejército venezolano, creó un partido de izquierda al que llamó Movimiento Revolucionario Bolivariano, que llegó a la presidencia de Venezuela en 1998. Al año siguiente, Chávez reescribió la Constitución y cambió el nombre del país a República Bolivariana de Venezuela. «Muchos farsantes –afirma rotunda la autora de esta biografía– han emulado a Bolívar en su volátil vida póstuma, pero nunca de forma tan estrambótica como Chávez, socialista radical cuyos objetivos estaban a años luz de los de Bolívar». Otra visión muy distinta del Libertador de América es la que nos ofrece Pablo Victoria –colombiano de nacimiento y de nacionalidad española, catedrático universitario, senador y parlamentario del Congreso de Colombia– en su libro El terror bolivariano, al mostrarnos en su extenso trabajo de más de setecientas páginas a un Simón Bolívar que casi viene a ser el conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno. Esta obra recoge la trágica historia de una de las más sangrientas guerras que libró España en América, desde los inicios de la revolución independentista y el exterminio de españoles que decretara Bolívar en Venezuela hasta la reconquista con Pablo Morillo a la cabeza de los ejércitos de pacificación enviados por la Corona.

«Sorprenderá la narración de este drama –dice el autor– porque no sólo se refiere a las épicas batallas, sino que es también una historia de la crueldad humana y de lo que yo he querido llamar el genocidio bolivariano, la carnicería fuera de combate que Simón Bolívar desencadenó contra miles de indefensos o inocentes españoles». Reconoce que el Bolívar que descubrió después de documentarse a fondo le llenó de «espanto, congoja y vergüenza», ya que por él mismo nunca habría llegado a imaginar que, detrás de ese idealista y hombre grande, pudiera esconderse un alma tan ruin y sanguinaria. El punto de partida de este relato que comentamos fue el descubrimiento de un manuscrito, obra de Joaquín de Mosquera y Figueroa, realista nacido en Colombia y elegido presidente de la Tercera Regencia Española, firmante de la Constitución de Cádiz de 1812. Estas valiosísimas Memorias, incompletas y sin secuencia uniforme, recogen las interesantes conversaciones que don Joaquín tuvo con el rey Fernando VII y que poco antes de morir dejó esbozadas y guardadas en un cartapacio que fue luego a parar a manos de sus familiares en Popayán. Este documento es el punto de referencia básico para la elaboración del trabajo de Pablo Victoria, El terror bolivariano, que consta de dos partes. La primera narra la historia de la rebelión americana, la reconquista española de los territorios escindidos, la ruina del Imperio español y la ruina de América. La segunda nos cuenta la continuación de la guerra, el avance bolivariano hacia el sur, su llegada al Ecuador, su paso por el Perú y Bolivia, el regreso de Bolívar a Colombia y su muerte. El libro finaliza con toda la magnitud del desastre que vino a continuación, y la crueldad y la locura en que se sumió un continente.

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El autor comienza definiendo a su personaje como un simple mortal, delgado, bajito, fisonomía del montón, y a quien el notablato limeño llamaba «el zambo», cruce de negro e indio. De sus años jóvenes, destaca que era rico desde su niñez, muy grosero y altanero y que nunca miraba de frente. Como fecha del comienzo del terror bolivariano, apunta mediados de octubre de 1812, cuando Bolívar era un joven de veintinueve años, lúcido y maduro, pero romántico e inexperto. Ya entonces manifiesta sus tendencias autoritarias hasta el punto de despreciar el sufragio. «Su desprecio era – escribe Victoria– el de un aristócrata absolutista y no el de un emancipador de pueblos aparentemente sojuzgados por la tiranía española». Pero a medida que va avanzando en sus conquistas, constata que Bolívar se va haciendo un poco de todo: «federalista, cuando convenía serlo; centralista, si veía ventaja; amigo, si era posible, o enemigo, no siéndolo; libertador, si de luchar se trataba; simple soldado, si no había generales, o generalísimo, si los hubiera; presidente, si todos accedían a sus dictados, o dictador, si había discrepancias. A todos tildó de facciosos, porque la única facción que admitía era la bolivariana». Del avance de sus desenfrenadas conquistas, el autor hace un parón para relatar el saqueo de Cúcuta: «Con el dinero robado a tenderos, mercaderes y comerciantes de la ciudad, Bolívar pagó dos meses de sueldo a sus tropas, las que vistió con las ropas de los almacenes saqueados. En Cúcuta se produjo el primer desplazamiento en masa registrado en nuestra historia». También apunta Victoria que, a partir de aquí, empieza de lleno la barbarie y el terror: «Fue en esa época, inaugurada en Venezuela y

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culminada en la Nueva Granada, cuando se aprendió a asesinar en masa y en serio. Bolívar fue su primer maestro». En enero de 1813 se publicaba el Decreto de Guerra a Muerte. El artículo noveno de este sanguinario proyecto premia con grados en el ejército al «soldado que presentare veinte cabezas de dichos españoles», el cual sería ascendido a alférez; «el que presentare treinta, a teniente; el que cincuenta a capitán», etcétera. En agosto de 1813, Bolívar entró en Caracas. Lo hizo montado a caballo, altanero, conquistador y dándose ínfulas de primer libertador. Pablo Victoria nos recuerda que se coronó como el generalísimo de todos los ejércitos, de todos los poderes, de todas las circunstancias y asumió el mando supremo, absoluto, sin otra ley más que la de su voluntad, ni otra justicia que la de la matanza. Pero la barbarie continuaba; el salvajismo y la lucha fratricida que envolvió a los pueblos de América siguieron haciendo sus estragos, engullendo la riqueza creada durante varios siglos. Don Joaquín, en sus Memorias, nos alerta sobre este personaje: «Bolívar fue un estafeta del odio, un metafísico de la ignominia y orador preferido de la crápula, un estilista de la utopía, un refocilador libertino de sábanas ajenas, un matarife de cloaca, un César de iniquidades y discípulo preferido de Calígula, por todos los excesos y asesinatos que prohijó». Pablo Victoria, tras estudiar a fondo los más de diez años de revolución bolivariana, manifiesta estar del todo de acuerdo con el contenido de este durísimo texto. Visto lo visto, sólo me queda añadir que, efectivamente, Simón Bolívar, el Libertador, fue y sigue siendo un hombre polémico.

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Mayo-junio 2020

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DOSIER

ELISEO DIEGO, ISLA ENTERA Coordina Ángel Esteban LITERATURA DOMINICANA HOY Coordina Alejandro González Luna

ENTREVISTA Yuri Herrera

MESA REVUELTA Juan Francisco Maura Adolfo Sotelo Vázquez, Álvaro Valverde Blas Matamoro, José Balza


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