Cuadernos Hispanoamericanos. Número 832 (Octubre 2019)

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N.º 832   Octubre 2019 MINISTERIO DE ASUNTOS EXTERIORES, UNIÓN EUROPEA Y COOPERACIÓN

CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

Precio: 5 €

N.º 832

Octubre 2019

C UA DE R N O S HISPANOAMERICANOS

DOSIER JUAN EDUARDO ZÚÑIGA Coordina Ángeles Encinar

ENTREVISTA Andrés Sánchez Robayna

MESA REVUELTA Antonio Rivero Taravillo Malva Flores Francisco Ruiz Soriano


Fotografía de portada © Marta Ouviña

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Avda. Reyes Católicos, 4 CP 28040, Madrid T. 915838401

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Edita MAEC, Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación AECID, Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo

Ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación Josep Borrell Fontelles Secretario de Estado de Cooperación Internacional y para Iberoamérica Juan Pablo de Laiglesia y González de Peredo Directora de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Ana María Calvo Sastre Director de Relaciones Culturales y Científicas Miguel Albero Suárez Jefe del Departamento de Cooperación y Promoción Cultural Pablo Platas Casteleiro CUADERNOS HISPANOAMERICANOS, fundada en 1948, ha sido dirigida sucesivamente por Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales, José Antonio Maravall, Félix Grande, Blas Matamoro y Benjamín Prado. Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLA Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca. La revista puede consultarse en: www.cervantesvirtual.com www.cuadernoshispanoamericanos.com


N.º 832

CUA DE R NO S HISPANOAMERICANOS

dosier

JUAN EDUARDO ZÚÑIGA Encinar – Juan Eduardo Zúñiga, precursor de generaciones: De «Ojos de miedo» a «Rosa de Madrid» 14 Santos Sanz Villanueva – Juan Eduardo Zúñiga, entre amigos y en el realismo socialista 33 Luis Beltrán Almería – Los cien primeros años de Zúñiga 44 José María Pozuelo Yvancos – La trilogía de cuentos fantástico-simbólicos de Juan Eduardo Zúñiga 54 Natalia Arséntieva – Turguéniev y Zúñiga: Misterios narrativos

4 Ángeles

entrevista

66 Carmen

mesa revuelta

76 Antonio

biblioteca

de Eusebio – Andrés Sánchez Robayna: «Un poema es una acción»

Rivero Taravillo – Cernuda y Bergamín. Historia de un distanciamiento con Paz al fondo 92 Malva Flores – Defender lo que amamos 102 Francisco Ruiz Soriano – Edificar la vida en el pretérito: Por aquí pasó un hombre de Rafael Morales 120 Claude

Le Bigot – Andrés Sánchez Robayna, Por el gran mar: una nueva meditación pelágica 125 Álvaro Valverde – Vivir en las palabras 129 Mario Martín Gijón – Oceanografía de D’Ors 134 José María Herrera – Incursiones europeas 138 Manuel Alberca – El género humano 142 Juan Pedro Aparicio – La moral del comedor de pipas 147 Cristian Crusat – Fenomenologías de lo eventual 151 Rafael-José Díaz – Casa tomada, país de sombras 155 Isabel de Armas – Vélez. Una historia nunca completa


TÍTULO DEL ARTÍCULO segunda línea del título

Juan Eduardo Zúñiga Coordina  Ángeles Encinar

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Por Ángeles Encinar

JUAN EDUARDO ZÚÑIGA, precursor de generaciones: De «Ojos de miedo» a «Rosa de Madrid» Para Eva, Irene y Emma, mujeres independientes.

La obra de Juan Eduardo Zúñiga destaca por su singularidad y disidencia en la narrativa de posguerra. Mientras sus compañeros de la generación del medio siglo –Antonio Ferres, Jesús López Pacheco, Armando López Salinas, entre otros–, intelectuales antifranquistas y, muchos de ellos, miembros del partido comunista, adoptaron el realismo social, la obra de Zúñiga se apartaba de la inmediatez de los sucesos del momento y aspiraba a reflejar sus inquietudes mediante un simbolismo realista. Se comprueba en el cuento «Marbec y el ramo de lilas», publicado en la revista Ínsula en 1949, y otros aparecidos en la década de los cincuenta.1 Más adelante, cuando apareció su novela El coral y las aguas, en 1962, la ruptura fue completa. Ni sus contertulios ni la crítica especializada comprendieron la obra,2 situada en la antigua Grecia, y tampoco supieron interpretar su simbolismo, a pesar de las claras indicaciones del autor en el prólogo a la edición: «[...] pensé que con sus enigmas expresaba mis miedos y los de mi pueblo, también cercado por amenazas y los peores tratos, también refugiado, tantas veces, en la embriaguez. Con un lenguaje secreto daba noticia de los que habían sido sometidos y de los que fueron insumisos, de su intransigencia y su incertidumbre».3 Zúñiga fue precursor en varios sentidos: por un lado, al practicar una estética diferente para renovar el lenguaje literario de finales de los años cincuenta y de la década del sesenta del siglo xx; por otro, al plantear en sus relatos temas transgresores, como la rebeldía y la solidaridad frente a la tiranía, o la independencia e igualdad de la mujer. Este último queda patente en su CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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relato «Ojos de miedo», escrito antes de 1953, que permanece inédito y fue base para el extraordinario cuento «Rosa de Madrid», aparecido en 2003 en Capital de la gloria. Enfocaremos la evolución y el devenir de esta historia hasta convertirse en la narración actual. En junio de 1953, Juan Eduardo Zúñiga envió a la Dirección General de Información, del Ministerio de Información y Turismo, el manuscrito titulado Ocho historias falsas para solicitar la obligada autorización. La respuesta no se hizo esperar y la fecha del 15 de julio aparece en el sello de salida del registro general del Ministerio. Reproducimos el documento por su notable interés: Sección Inspección de Libros Expediente 3929-53 Vista su instancia del pasado 25 de junio en la que solicita la correspondiente autorización para la publicación de la obra de don Juan Eduardo Zúñiga Amaro, titulada Ocho historias falsas. Esta Dirección General de Información a propuesta del servicio correspondiente, ha resuelto: trasladarle el referido texto, para que suprima el primer relato. Una vez así realizado, a petición y previa presentación de nueva galerada impresa, con la supresión efectuada y haciendo referencia al número del expediente y fecha de este oficio, se procederá por esta Dirección a extender la tarjeta de autorización definitiva. Dios guarde a usted muchos años. Madrid, 13 de julio de 1953. P. El director general de Información El relato censurado era «Ojos de miedo» y el autor, después de esta respuesta, nunca publicó el libro.4 ¿Qué razones tuvo la censura? ¿Había en el texto crítica a la represión política y a la tiranía de la dictadura? No. El motivo era el comportamiento de la protagonista: una mujer que desea ser libre e independiente y decide abandonar a su marido, rompe así con la norma de sumisión impuesta por el sistema político y social. Impresiona su conducta subversiva mostrada al comienzo del cuento: «Obdulia estaba casada con un hombre grosero y brutal que se reía como un torrente o tosía en la cara de quien le escuchaba. Ella no le pudo soportar más y un día, después de una discusión en la que su voz sonaba más enérgica entre los gritos de él, huyó de casa. O mejor dicho, se fue, tranquilamente, como la persona que está segura de encontrar otro sitio donde ser acogida. Él se quedó asombrado y

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mudo». Su decisión era rotunda, se reafirma en la línea siguiente a la cita anterior: «Se marchó porque sabía dónde ir». Durante la dictadura franquista, y más en la inmediata posguerra, el papel de la mujer se subordinaba al del hombre. Se la consideraba un ser inferior, debía dedicarse con exclusividad al hogar y a su función de esposa y madre, y era impensable que tuviera una conducta sexual activa, mucho menos adúltera –en el caso de la mujer, lo castigaba duramente el Código Penal–. Recordemos alguna de las denigrantes afirmaciones de Pilar Primo de Rivera, fundadora y dirigente de la Sección Femenina: «Las mujeres nunca descubren nada; les falta, desde luego, el talento creador, reservado por dios para inteligencias varoniles; nosotras no podemos hacer más que interpretar mejor o peor lo que los hombres nos dan hecho».5 O la siguiente declaración: «La mujer sensual tiene los ojos hundidos, las mejillas descoloridas, transparentes las orejas, apuntada la barbilla, seca la boca, sudorosas las manos, quebrado el talle, inseguro el paso y triste todo su ser».6 Con esta ideología represora y ultrajante, no es de extrañar que el cuento de Zúñiga levantara alarmas.7 Obdulia es una mujer rebelde, que transgrede las normas: abandona a su marido, convive con otro hombre, encuentra trabajo en una fábrica y tiene una conducta promiscua; su actuación responde a un impulso atropellado de liberarse de la opresión. El relato presenta la toma de conciencia –ambigua– de la protagonista al vivir la desigualdad, la violencia y la injusticia por razones de género. No es este el enfoque de «Rosa de Madrid»; la joven, marcada por el tiempo histórico, vive atenazada por el terror a la guerra y sus consecuencias. El miedo, de cariz muy diverso, es el tema fundamental en ambos casos: es existencial en el primero; y a la tragedia y la muerte asociadas a la guerra en el otro. Jean Delumeau define el miedo como «una emoción-choque, frecuentemente precedida de sorpresa, provocada por la toma de conciencia de un peligro presente y agobiante que, según creemos, amenaza nuestra conservación».8 Puede llegar a extremos límites y provocar la inhibición de cualquier conducta, una parálisis, o transformarse en una actividad desordenada provocada por el pánico. Las protagonistas de ambos cuentos adoptarán estos comportamientos excesivos. La protagonista de «Ojos de miedo» es una mujer casada, de quien no se precisa la edad, pero con experiencia de la vida y que se siente sola. Rosa es una joven de veinte años, con el entusiasmo propio de la juventud por descubrir las emociones que le deparaCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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rá su existencia. Vive acompañada de su madre y de una hermana mayor que intenta protegerla, además experimenta el amor con su novio reciente. Es la «pinturera modistilla» del chotis «Rosa de Madrid», cuya alegría se transformará en aflicción por la muerte. El personaje del baile y del cuento está ligado a la ciudad de Madrid, escenario fundamental en el relato y en todo el libro, y la trilogía, donde Zúñiga lo publicó. Se ve deambular a la joven por la calle del Humilladero, Antón Martín, Atocha, la Puerta de Toledo y hasta por el extrarradio de Vallecas. La ciudad es asimismo protagonista, pues la muerte y el terror a la guerra cercan a la capital y a su población. Sin embargo, el espacio narrativo no se detalla en «Ojos de miedo», no se trata aquí del asedio y la destrucción de la ciudad y sus habitantes, sino de la opresión sobre la mujer. Obdulia se refugia con su amante y encuentra calma y felicidad momentánea: «Cuando estaban juntos se contaban cosas sin importancia y hacían comentarios lijeros.9 Ambos carecían de instrucción, eran buenos entre sí y se querían ciegamente…». Su gozo se ensombrece por las amenazas del marido y entonces comienza a padecer una inseguridad que pronto se convierte en «un miedo inexplicable». Este será el sentimiento predominante en el relato que se intensifica hasta el extremo de que el narrador, focalizado en Obdulia y buscando la empatía del lector, compara la sensación con «[…] cuando hemos oído un gran golpe y esperamos oír otro; igual que oír un crujido, de noche, en la habitación oscura, y aguardar otro que revele una presencia aterradora». El miedo se apodera de ella y decide no compartirlo con Basilio, su amante, porque no cree atenuarlo así. En un principio, atribuye el temor a la guerra, pero descarta esta idea y la justifica por la lejanía del frente y porque tiene otras razones poderosas, inadmisibles por el establishment: desprecia al marido, tiene la vida asegurada y compañía. La angustia procede del pavor a las consecuencias de insubordinarse al patrón social impuesto. Como señala Noël Carroll, el horror existe porque está siempre al servicio del status quo; es decir, el horror es invariablemente un agente del orden establecido.10 También el miedo es motivo recurrente en «Rosa de Madrid». El desastre general de la contienda se aproxima a la ciudad y se extiende al modo de una plaga. Bombardeos, cadáveres, heridos, ambulancias, en una palabra, la destrucción se evidencia alrededor de la protagonista; nota un cambio drástico en su vida –la pérdida del trabajo, de su novio y de las costumbres–,

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el espanto la domina y es consciente de que tiene miedo. Como sucede en el otro cuento, el narrador subraya la impresión amenazante y realiza una comparación similar: «[...] igual a quien oye de noche un crujido en la habitación a oscuras y aguarda otro que revele una presencia imposible» (61). La transformación de Rosa se ejemplifica, de forma sencilla, mediante el nuevo trabajo. Se ve forzada a trasladarse del centro de la ciudad a Vallecas, aceptar el turno de noche y dedicarse a la recuperación de municiones. Sus manos han cambiado las puntadas y los hilos por materiales destinados a matar. No es de extrañar, por tanto, que su desasosiego y nerviosismo se acreciente. El miedo la rodea y ella sí lo achaca a la guerra.11 Ambas mujeres, en sus respectivos trabajos en la fábrica y en el taller, escuchan los noticiarios con los partes de la guerra e intentan evadirse de los sucesos, para ello acuden al automatismo de contar números muy deprisa, así se especifica detalladamente en los cuentos. Las dos mujeres son conscientes de que la vivencia del miedo se ha modificado, pero es muy diferente en cada una y responde a motivos distintos. En Obdulia, se convierte en un miedo existencial: su vida amenazada por el hecho de ser una mujer rebelde, que no se atiene a las normas sociales de sumisión, por eso, lo denomina «sed»; sed de libertad, añadimos, de deshacerse de las ataduras.12 En el caso de Rosa, es un miedo ajeno, a la guerra, impregnado de agresividad, como lo demuestra su denominación: «mordedura». Interesa trascribir los párrafos de ambos para ver la evolución del relato –la conversión de uno en otro, el cambio de una causa interior a otra exterior– y la distinta intención del autor, dado el contexto social y político tan diferente de su publicación: Pasados unos meses, el miedo fue perdiendo este nombre para ella, si hubiera querido hablar a alguien de él hubiera tenido que buscar otra palabra porque ésta ya no representaba –acaso no lo hubiera representado nunca– lo que sentía constantemente y a lo que no se acostumbraba. Fue perdiendo los contornos con que al principio ella lo sentía, contornos de susto y angustia, para hacerse más profundo y menos relacionado con lo extraño a su cuerpo. Ahora siempre esperaba algo que la hiciese perder aquello que acabó llamando «sed», pues tal era el efecto que la producía en la garganta, y se volvía hacia todo cambio superficial de su existencia creyendo haber encontrado un principio de curación («Ojos de miedo»). CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Seguía el trabajo de las noches y, pasadas dos semanas, si hubiera querido explicar su miedo ya no le daría ese nombre. Lo que sentía constantemente fue perdiendo contornos que al principio tuvo: una tensión angustiosa, para relacionarse más con lo ajeno a ella, con el mundo exterior a su ser. Lo llamó «mordedura», pues su entorno confluía hacia ella para herirla («Rosa de Madrid», 65). Obdulia y Rosa buscan en el amor y las relaciones sexuales la solución a su angustia. La primera se pregunta a sí misma cómo es posible sentir miedo en compañía de su amante y, a pesar de verse fuerte y decidida, piensa en otro hombre inteligente capaz de controlarla, a quien pudiera aceptar. La ocasión se presenta en el lugar de trabajo de un modo violento, ella muestra resistencia pero termina claudicando. La agresión sexual no es, empero, motivo de distanciamiento; al contrario, en su ofuscación, Obdulia espera al hombre días después, al término de la jornada laboral, y le acompaña a una taberna, así comienza una serie de encuentros sexuales con diferentes obreros con el objetivo de paliar su soledad y su miedo. Pero ninguno de los distintos hombres logra mitigar su temor y devolverle la tranquilidad. Entonces, prueba con el alcohol, la ingestión de aguardiente en la taberna la lleva a la embriaguez y así regresa varios días a la casa compartida con Basilio. El narrador reflexivo subraya la desolación del personaje en ese estado, motivo por el que su amante no la golpea. Nuevamente, el cuento denuncia la violencia de género. Además, no sólo el marido y el amante son capaces de cometerla, también la figura del padre representa esa actitud. Su fantasma en la habitación de la taberna, cuando ella está casi inconsciente por la bebida, lo atestigua: «Mi padre –exclamó– es mi padre. Y un nuevo terror relampagueó por la superficie de su cuerpo. Pensó que la sombra volvería y que acaso la mirase con ojos de muerto, como un castigo por echarse en aquella cama, mareada de alcohol». Desde esta perspectiva del miedo a algo sobrenatural, el cuento presenta un hálito de lo fantástico para evidenciar la violencia no ya física sino también psíquica contra la mujer. Phillip Nickel se refiere al horror como una experiencia psicológica, una emoción particular; a su juicio, el horror tiene dos elementos centrales: una aparición del mal sobrenatural (el espectro del padre que viene a mortificarla) y, por otro lado, la provocación intencional de temor, disgusto visceral, miedo o sobresalto, el que experimenta la protagonista.13

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Rosa se somete a experiencias sexuales similares, lo hace de forma progresiva aunque con la misma finalidad: evitar la soledad y encontrar seguridad junto a un hombre. En su caso, la narración yuxtapone constantemente los horrores de la guerra –bombardeos, muertes y destrucción– a sus reuniones. El éxtasis nunca llega a su cuerpo, tampoco la calma, y emprende una carrera desenfrenada para evitar su angustia. Así termina en una taberna similar a la de «Ojos de miedo» y allí, en aquel espacio desalentador –una habitación húmeda, fría, mal iluminada y con los almohadones sucios (se describe igual en ambos relatos)–, accede al encuentro brutal con un desconocido. Es consciente entonces de la inutilidad de su empeño, pero la degradación sigue su curso. El narrador reafirma esta impresión rotunda, con una causa distante a la protagonista como se incide en el texto: «A Rosa, los sencillos y graciosos veinte años se los rompió aquel horror, tan ajeno a su desenfado y alegría, quebró la juvenil sustancia, recién iniciada la vida (72)». Otra anécdota de «Ojos de miedo» se repite en «Rosa de Madrid»: el encuentro sexual con un empleado de ferrocarriles. En el caso de Obdulia, es una cita casual en la estación central, donde el hombre tenía un departamento. Allí se reúnen, pero el agua de la lluvia y los ruidos de los trenes sobresaltan continuamente a la mujer, temerosa de que aparezca alguien en su contra. Rosa, en su insistencia por acertar con la compañía idónea, se acuerda de un vecino que trabajaba en el ferrocarril y lo seduce hasta forzar la reunión en su vivienda, en un pabellón de la estación de Delicias (en este cuento se detalla constantemente el espacio narrativo, pues la ciudad de Madrid es asimismo protagonista, como hemos señalado). Su encuentro también está rodeado del sonido del agua y de otros irreconocibles. Ambas mujeres se alarman por el ruido del entorno, alejadas de cualquier concentración en el placer con el que pretendían salvarse del temor. Para Sartre, tener miedo es un sentimiento normal entre los seres humanos, de ahí proviene la necesidad fundamental de sentirse seguros, base de la afectividad y de la moral; por eso, concluye Delumeau, «La inseguridad es símbolo de muerte y la seguridad símbolo de la vida».14 Obdulia y Rosa buscan en sus amantes un compañero, un amigo, un ser que las proteja y proporcione seguridad, un ángel guardián para ellas –ninguna representa el «ángel del hogar» que la sociedad represiva de su tiempo les exigía–; sin embargo, no lo encuentran. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Las dos mujeres, una vez terminada su última cita, piensan que están enfermas. Esta conclusión indica que el miedo ha alcanzado un umbral insostenible para ambas y controla sus conductas, se ha convertido en una patología y admiten sus síntomas. Obdulia decide entonces marcharse de la ciudad en busca de una independencia total y, al estar en la estación de ferrocarril, se propone coger un tren de inmediato, pero el temporal de lluvia le impide moverse y se refugia bajo una marquesina. En ese momento, es consciente de una soledad aterradora que la paraliza, como se describe espléndidamente en el texto: «[...] no podía salir hasta que no calmase la lluvia. Estaba sola y cuando se dio cuenta su espalda tuvo un escalofrío de terror. Acaso ahora, aislada de todos, separada del mundo por aquella agua, el miedo la vencería fácilmente, sujetándole los brazos, la lengua, tirándole al suelo, clavándole sus rodillas verdes en el pecho, impidiéndole marcharse». El aguacero es símbolo de un comportamiento que sobrepasa sus límites. Zúñiga utiliza la naturaleza para representar los sentimientos desbordantes de la mujer, así lo hace también en un cuento posterior, «El festín y la lluvia», de 1958; su joven protagonista también afirma que le gustaría ser abrazada por un muchacho para reírse y no tener miedo, y estas afirmaciones escandalizan a los que la rodean.15 En la conclusión de «Ojos de miedo», aparece un hombre desconocido que se resguarda baja la misma cubierta de Obdulia. Allí se sorprende al verla despavorida y solicitando ayuda. El narrador describe la escena final de modo fantasmagórico («[...] le pareció que estaba en el fondo de un abismo, sola con aquel muchacho, vigilada por ojos fosforescentes de extraños peces. Todo había desaparecido y solamente ellos, en una burbuja de aire, quedarían para siempre ») y se contempla a la mujer dominada por el miedo y la angustia. No se trata ahora de un miedo concreto, a algo –la muerte– o a alguien –su marido–, sino de una inseguridad general frente al entorno y en esta vivencia predomina la imaginación; su causa está en su mente, no en el exterior. Obdulia busca en el joven el afecto anhelado y la compañía. Las dos últimas frases evidencian el miedo existencial y comparan a la pareja, atemorizada y aislada, con la primera en la historia de la creación después de la expulsión del paraíso. En «Rosa de Madrid» se recuperan motivos y detalles del relato originario. Después de la cita decepcionante con su vecino, Rosa reconoce la locura que le acecha y solo vislumbra una posible solución en la huida. Piensa en coger un tren y para ello 11

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se dirige al edificio de la estación de Atocha –se describe con precisión el camino seguido–, pero la lluvia insistente la fuerza a cobijarse en la marquesina, como hizo Obdulia. También ve la sombra de un hombre que busca protección bajo el mismo lugar. En ambos cuentos se repiten anécdotas y elementos: el cobertizo de la estación para resguardarse del aguacero; los jóvenes que descubren a las mujeres al encender una cerilla para fumar un cigarrillo; su indumentaria; los interrogantes de ellos al verlas solas en la noche en aquel sitio inhóspito; las declaraciones de miedo de las dos. Sin embargo, Rosa admite pavor a algo específico: «La guerra, van a matar a mucha gente» (75). El párrafo final, después de la imagen descriptiva del narrador que los representa solos y callados, él protegiendo a la mujer con su brazo, enfoca a la protagonista sometida a una situación apocalíptica –un ruido de tambor junto a una multitud destructiva–, de tal modo que su miedo se ha transformado en pánico y la paraliza. Zúñiga pone al lector por testigo de que el terror a la guerra y a la muerte ha destrozado la vida de esta joven de veinte años y la ha conducido a una situación de demencia e irracionalidad. El aullido final durante horas es símbolo inequívoco de su enajenación y de su estado de animalización. Se ha producido una metamorfosis total del personaje. La estética de la metamorfosis está muy presente en el cuento y es una de las características de la narrativa del autor, recurso que se asocia a la estética de la destrucción del idilio y de la tierra natal desarrollada por Bajtín. Rosa ejemplifica la destrucción de las relaciones familiares idílicas y de sus valores. El humanismo y la integridad experimentados en ese microcosmos se descomponen y en su lugar surge un mundo de personas separadas entre sí, encerradas en sí mismas.16 La joven persigue la felicidad, huyendo del miedo y la desesperación. Pero el intento resulta fallido y conlleva su propia ruina. La evolución del cuento de Juan Eduardo Zúñiga se ajusta a objetivos distintos. En la década de los cincuenta, el autor denunciaba la represión social e ideológica hacia las mujeres de la dictadura franquista, que deseaba verlas sometidas a los varones, sin ninguna libertad ni independencia, víctimas de una violencia de género admitida impunemente por el régimen y la sociedad de la época. Su estrategia de titular la colección de cuentos Ocho historias falsas, donde se incluía «Ojos de miedo» en primer lugar, no tuvo éxito, por el contrario, produjo un mismo miedo en los censores ante la posibilidad de mostrar a una mujer rebelde, un modelo susceptible de imitar en el mundo real. El contexto histórico CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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y político de principios del siglo xxi era muy diferente. Zúñiga se había propuesto recuperar la memoria de la trágica contienda y, desde el año 1980, cuando publicó el primer volumen de la denominada posteriormente La trilogía de la Guerra Civil, escoge el camino de recuperación de la memoria histórica, propiciado por el ambiente de libertad de la transición. En Capital de la gloria incluye «Rosa de Madrid» y su propósito, en todas las narraciones, es dar testimonio de las numerosas víctimas inocentes y de los daños psicológicos producidos por la guerra. De ahí la sustancial variación entre los dos textos estudiados. Desde su exilio interior, Juan Eduardo Zúñiga ha sido precursor de generaciones. Con una técnica y una temática apartadas de las corrientes literarias sobresalientes del momento, desarrolla una obra excepcional que sólo en los últimos años se ha valorado como merecía.

NOTAS 1 Las referencias de estos cuentos son: «Marbec y el ramo de lilas», Ínsula, 37, enero 1949, p. 7; «La gran mancha verde. Jazz Session», Acento cultural 2, diciembre 1958, pp. 28-30; «El festín y la lluvia», Índice de Artes y Letras, 113, mayo de 1958, pp. 12 y 14; «Agonía bajo el manto de oro», Índice de Artes y letras, 122, febrero 1959, p. 10. 2 Una de las pocas reseñas positivas fue la de Ricardo Doménech, Triunfo, 16 de junio de 1962, p. 95. 3 En Juan Eduardo Zúñiga, El coral y las aguas. Inútiles totales, ed. de Luis Beltrán Almería y Ángeles Encinar, Madrid, Cátedra, 2019, p. 260. 4 Le agradezco al autor que me haya facilitado el cuento y el documento de la censura. En su libro recién publicado, Recuerdos de vida, se refiere a ello, p. 83. 5 Conferencia de Pilar Primo de Rivera, en ABC, 6/ II/1943, p. 7. 6 Padre García Figer en «Medina», revista de la Sección Femenina, 12 de agosto de 1945, en <https://trianarts. com/la-mujer-en-espana-en-el-franquismo-segun-lasf-de-falange-espanola/#sthash.fnbK74g5.u0fjIC0I. dpbs> 7 La situación represora y discriminatoria de la mujer no empezó a cambiar hasta 1978, fecha de la Constitución española. En el plano literario comentamos el siguiente ejemplo interesante: en la Antología de cuentistas españoles contemporáneos, de Francisco García Pavón, publicada en 1966, de cuarenta y cinco autores, sólo seis eran mujeres, y al presentar a cada autor, en el caso de los hombres se mencionan su lugar y fecha de nacimiento y su bibliografía, en el de las mujeres se añade el nombre del marido a las casadas. Así, en la presentación de Carmen Martín Gaite aparece: «Li-

cenciada en Filosofía y Letras. Casada con el novelista Rafael Sánchez Ferlosio» (284). En la bio-bibliografía de este autor sólo se especifican su lugar, su fecha de nacimiento y sus dos obras publicadas hasta ese momento (324). Igual sucede con Josefina Rodríguez y con Ignacio Aldecoa (262 y 444). 8 Jean Delumeau, El miedo en occidente, Traducción de Mauro Armiño, Madrid, Taurus, 2012, p.28. 9 La jota desafiante del adjetivo apunta a un homenaje a Juan Ramón Jiménez. 10 Noël Carroll, The Philosophy of Horror or Paradoxes of the Heart, Routledge, New York and London, 1990, p. 196. 11 He estudiado este cuento y otros de la colección en «Capital de la gloria: La Guerra Civil española en la obra de Juan Eduardo Zúñiga», Siguiendo el hilo. Estudios sobre el cuento español actual, Villeurbanne (Lyon), Orbis Tertius, 2015, pp. 95-107. 12 Recordemos que las escritoras del medio siglo hablaban de «las ataduras» de la mujer –el padre, el marido, los hijos– en sus ficciones. Carmen Martín Gaite tituló así uno de sus cuentos, publicado en 1959, y un libro con el mismo título, que lo incluía, en 1960. 13 Phillip Nickel, «Horror and the Idea of Everyday life», en Thomas Fahy, The Philosophy of Horror, Lexington, University Press of Kentucky, 2010, pp. 14-15. 14 En Jean Delumeau, El miedo en occidente, p. 22 15 Se publicó en Índice de Artes y Letras, 113, mayo de 1958, y se recogió en el volumen Brillan monedas oxidadas, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2010, pp. 1120. Se asocia en el cuento las ansias de libertad de la joven protagonista con la lluvia incesante. 16 Mijail Bajtín, Teoría y estética de la novela, Madrid, Taurus, 1989, p. 384.

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Por Santos Sanz Villanueva

JUAN EDUARDO ZÚÑIGA, entre amigos y en el realismo socialista A Epicteto Díaz, amigo también con afición zuñiguesca.

Comienzo este razonamiento acerca del lugar que ocupa Juan Eduardo Zúñiga en un entramado de relaciones personales, querencias políticas e incertidumbres artísticas, copiando un pasaje de la novela En plazo que el olvidado Fernando Ávalos publicó en 1961 en la colección emblemática del realismo social, la Biblioteca Formentor de la editorial Seix Barral. Ángel Hernández, empleado en un taller, lleva varios meses accidentado por culpa del «maestro» de la empresa. Un batallador compañero, el Chato, emprende una colecta para socorrerle. Relata Ávalos: El Chato le dio la espalda [al maestro] y empezó a recaudar entre los demás compañeros. –Tú. ¿Cuánto das? –dijo al más cercano. –Cincuenta pesetas. –¿Tu nombre? –Juan Ferres. El Chato anotó la cantidad y el nombre en el papel y se acercó a otro. –Tú. –Cincuenta pesetas. –Antonio Zúñiga. –Tú. –Cincuenta... Juan Hortelano. –Cincuenta... Jesús Salinas. –Cincuenta... Armando Pacheco. –Cincuenta... Feliciano Orquín. –Cincuenta... Avelino Quevedo. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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–Cincuenta... Antonio Groso. –Cincuenta... Alfonso Bernabéu. No eran los de la dictadura franquista tiempos para bromas y les podría haber costado a los donantes al menos una visita de la brigada político-social porque su identificación resultaba trasparente. En la nómina figura la plana mayor de un sector de la narrativa de oposición al franquismo, el vinculado con la revista del SEU Acento Cultural y con los premios Sésamo. Ni siquiera hoy tendría alguien con alguna información literaria dificultades para descifrar los nombres disimulados. Mucho menos ocurriría entonces entre quienes estaban al tanto de estos asuntos: Juan García Hortelano, Armando López Salinas, Jesús López Pacheco (curioso cruce de los apelativos de pila entre los autores de La mina y Central eléctrica), Alfonso Grosso o Nino Quevedo. Otro aludido, el periodista y narrador valenciano Antonio Bernabéu, no desmerecía entonces de los colegas citados en inquietudes y luego apechugó con el sambenito de haber dinamitado por la vía del descrédito la narrativa comprometida a causa de un artículo de 1969, «De la berza al sándalo». No fue él quien acuñó la despectiva etiqueta sino el crítico cinematográfico César Santos Fontenla (si éste fue su ocurrente padre y no se limitó a airear una malicia de los mentideros culturales). Así lo detalló quien bien lo sabía, el periodista Alberto Míguez, responsable de las páginas culturales del vespertino Madrid donde cobijó el exitoso comentario. (Me permito una digresión entre paréntesis. Contra lo que suele suponerse, el marbete no comparaba la prosa realista y la berza. Se refería al agrio olor que saturaba la escalera de las casas de los obreros en las novelas real-socialistas, algo que, por otra parte, apenas ocurre). En los mismos afanes de buscar un sitio al sol de las letras andaban otros dos contribuyentes igualmente fáciles de reconocer por los avisados: el escritor Juan Eduardo Zúñiga y la pintora Felicidad Orquín. Pudo deberse el inculpatorio censo de Ávalos a un imprudente desafío juvenil al Régimen, aunque de escaso valor para la policía franquista, que de sobra sabía quién era quién sin su indiscreta ayuda (López Pacheco ya había sido encarcelado con motivo de las revueltas universitarias de 1956). La temeridad, en todo caso, sería muy menor porque el año anterior todos los contribuyentes, menos Grosso, y el mismo Ávalos habían firmado a cara descubierta una declaración pública de solidaridad con Juan Goytisolo a propósito de los ataques que él y su hermano Luis habían sufrido en las páginas del diario sindical Pueblo. El episodio de En plazo guarda, pues, 15

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su particular objetivo. Adquiere la dimensión de proclama y reto: aquí estamos, formando bloque, los opositores a la dictadura desde las letras y lo manifestamos con claridad. Sépase, además, que encarnamos el futuro, venía a decir. Y es que el episodio termina con un alegato de optimismo político, propio, por otra parte, de la prosa burocrática del Partido: –Sí. Todos han dado. Así teníamos que estar de unidos para todo. –Algún día lo estaremos. –Sí. Puede ser. –Será. ENTRE AMIGOS

En cualquier caso, tenemos en esa escena imaginaria a Juan Eduardo Zúñiga dentro de un retrato colectivo que refleja una indisoluble malla amistosa, política y literaria. Podía encajar, por otra parte, y aunque retorciendo algo la realidad, en la estampa épico ideal del escritor-trabajador que agradaba a los mandarines culturales de la disidencia política en el tránsito de los cincuenta a los sesenta. La cubierta de El coral y las aguas le atribuye varias profesiones: repartidor de laboratorios, representante, técnico de radio, fotógrafo industrial y publicitario de una empresa industrial. Cosa semejante ocurría por entonces con varios autores de la nueva oleada realista. La solapa misma de En plazo dice que Fernando Ávalos abandonó los estudios para ponerse a trabajar y enumera oficios que ha ejercido: «operario» de una fábrica de muñecas, dependiente de comercio, actor y administrativo de una empresa (detalle sin más curioso: el solapista desperdició la oportunidad de señalar el modesto empleo en una zapatería). Dichas informaciones biográficas –paratextos cargados de picardía– se deben al anhelo del editor Barral de lograr la cuadratura del círculo, contar un novelista-obrero ejemplar. Tal mirlo blanco creyó haberlo conseguido con Juan Marsé, de quien subrayaba ya en 1962, en Esta cara de la luna, y repetía también en 1966, en Últimas tardes con Teresa, la larga trayectoria laboral: «Desde los trece años y hasta 1961 ha trabajado como operario en un taller de joyería». Aunque el propio Zúñiga ha impugnado en alguna ocasión la actividad laboral adjudicada en el libro, en sus memorias, Recuerdos de vida, desgrana una buena ristra de ocupaciones a las que le llevó la precariedad laboral de la época bien parecida a la divulgada: trabajo en una fábrica de discos, asesor del gerente de una empresa, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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repartidor de un laboratorio fotográfico industrial, ayudante en un taller de reparación de radios o empleado en un negocio dedicado a la microfilmación de documentos. Acaso le habló en confianza de estas ocupaciones a Carlos Barral y el editor aprovechó para llevar el agua a su molino. Porque al difundirla encuadraba al autor en un ámbito creativo de raíz obrerista. A pesar de que ese medio familiar, a diferencia de Ávalos o Marsé, fuera falso porque no provenía de orígenes humildes sino de clase media ilustrada. La red amistosa y literaria de contornos políticos en que En plazo sitúa a Zúñiga parece de firmes hilos y bien definida, pero requiere deslindes. Vayamos primero a lo privado, advirtiendo que no siempre resulta posible hacer un tajo completo con lo literario. Juan Eduardo Zúñiga no fue uno más en el «resistencialismo» cultural, dicho con el sustantivo de moda en la época. Desempeñó, como iremos viendo, un papel relevante en la aglutinación de la gente que formó el núcleo madrileño del realismo comprometido, antes de que Carlos Barral y José María Castellet aterrizaran en la capital para completar la escudería barcelonesa de la editorial Seix Barral y robarle fichajes a Rafael Vázquez Zamora, el comisionado de Josep Vergés en Madrid para alimentar las prensas de Destino. En las Memorias de un hombre perdido, Ferres cuenta que fue Zúñiga quien llevó al círculo de amigos al Partido Comunista y ha recordado, con ese desenfado simpático tan suyo, que en confianza le llamaban, por su entusiasmo activista, «el rojo de Moscú». El grupo amistoso de afiliación izquierdista recaló en la mencionada Acento Cultural, dirigida por el periodista Carlos Vélez, «un poeta falangista, al que en cierto momento yo creí recuperable», en puntualización de Gabriel Celaya muy reveladora de un contexto. En la publicación del sindicato estudiantil oficial sacaron textos casi todos los donantes de En plazo, Zúñiga, Ferres, López Salinas (estos dos dieron a conocer un libro de viajes testimonial escrito a cuatro manos), López Pacheco, Bernabéu, García Hortelano, Grosso, entre otros nombres significativos, o sea, la vanguardia comprometida de la promoción de los cincuenta (nacido en 1919, Zúñiga les sacaba a sus amigos una decena de años, pero las relaciones personales, las inquietudes literarias y la actitud política aconsejan inscribirlo en la generación del medio siglo). A diferencia de la camarilla ligada con Acento, sus coetáneos neorrealistas Rafael Sánchez Ferlosio, Carmen Martín Gaite o Jesús Fernández Santos, con quienes apenas tenían trato, disfrutaron de casa propia en la nada combativa y en puridad literaria Revista Española. 17

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La política marcaba afinidades electivas artísticas. Lo corroboran otros datos más. Zúñiga acudió a la alternativa española prevista para quienes no pudieran estar en el homenaje antifranquista a Machado organizado en Collioure el 22 de febrero de 1959. Fue en tren a Segovia con un grupo de amigos, cuyos nombres no recuerda. Seguro, pues también se halló en la ciudad castellana, que entre los viajeros iba Antonio Ferres. La concurrencia al acto, tolerado a regañadientes por las autoridades, fue muy nutrida y estuvo marcada por la desafección política, muy plural porque coincidieron desde el militante comunista Gabriel Celaya hasta el incansable disidente, y quizás promotor del encuentro, Dionisio Ridruejo. Particular interés y significado tiene la desbordante actividad tertuliana de Zúñiga. Madrid fue, en la alta posguerra, un festival de tertulias literarias y plásticas: café Gijón, Gambrinus, café Varela, Cuevas de Sésamo, café Viena, café Comercial, café La Elipa, Marlyn, Fuentesila, Granja Castilla, el círculo falangista Tiempo Nuevo, las semanales de la librería Ínsula y la Tertulia Literaria Hispanoamericana..., y otras más. Fueron lugares de encuentro y convivencia. Un refugio de tolerancia en una España reprimida, triste y desalentada. Los asiduos iban de una a otra, aunque tuvieran especial querencia por alguna. En realidad, no se diferenciaban mucho entre ellas y todas eran el recogedero de artistas y creadores que, al decir de las crónicas, perdían parte de su vida en aquel ocio de café con leche y deriva con frecuencia etílica. En todas se conspiraba más o menos, o al menos un poco, pero una, a la que enseguida volveré, la del café Pelayo, era casi un centro de subversión política. Tan conocido por el gobierno que entre los fijos se encontraba un policía camuflado que llegó a alcanzar familiaridad con los habituales. El bucle de relaciones literarias y políticas que informa la vida de Zúñiga en el quicio del medio siglo comienza en una tertulia, la que el filósofo Antonio Rodríguez Huéscar mantenía en un local de la calle Mayor, en el entorno de la Puerta del Sol y la plaza Mayor, el café Lisboa, a la que eran asiduos el aún inédito Antonio Buero Vallejo, los narradores José Corrales Egea, Francisco García Pavón y Vicente Soto, el editor Arturo del Hoyo o el promotor de Ínsula, Enrique Canito. A esta gente de la primera promoción de posguerra, elementos de un apenado exilio interior, se sumaron sujetos de la generación siguiente. El discípulo de Ortega le presentó a Zúñiga allí a Antonio Ferres, quien, a su vez, llevó a un compañero de trabajo, Armando López Salinas. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Los tres letraheridos trabaron entonces estrecha amistad y forjaron el núcleo inicial de la circunscripción madrileña del realismo histórico. La tertulia tuvo una deriva más restrictiva y doméstica en las reuniones frecuentes del trío de incipientes narradores en casa de Ferres, donde conversaban sobre literatura y política, y sometían a crítica sus balbuceantes originales inéditos. Quizás llevados por esa especie de segunda naturaleza madrileña dada al café y la charla, hacia algo después de 1950, Ferres y López Pacheco decidieron reunirse los lunes por la noche en La Estación, un cafetín antiguo de la glorieta de Bilbao, en la esquina contraria al conocido café Comercial. Desde el comienzo acudió Zúñiga y, aparte los fundadores, y otros nombres sin interés para nosotros, participaban unos cuantos creadores vinculados con el PCE, los novelistas López Salinas y García Hortelano, el poeta Julián Marcos o el cineasta Julio Diamante. En fechas próximas, avanzado el año 56 o comienzos de 1957, fue Zúñiga quien promovió otra tertulia, la del pequeño café El Bígaro, cercano a la estación, en la glorieta de Iglesia. Eran asiduos los escritores Ferres y López Salinas y el pintor García Ortega, los tres militantes comunistas. Allí apareció un día la entonces aprendiza de pintora y más tarde ocasional prosista Felicidad Orquín. Iba a buscar a Pepe Ortega, figura emblemática del realismo socialista plástico y promotor del combativo movimiento artístico Estampa Popular. La circunstancia propició la relación de Orquín con Zúñiga que desembocaría en perdurable matrimonio. El Bígaro puede considerarse el embrión del realismo social madrileño, tras la anecdótica coincidencia de varios de sus representantes en el café Lisboa. Además, y esto marca su trascendencia, constituye el germen de la mencionada tertulia del café Pelayo. Los habituales de El Bígaro se trasladaron al Pelayo cuando empezaron a añadirse nuevos aficionados y el local resultó incómodo. El lugar elegido, mucho más amplio, estaba situado en la calle Menéndez Pelayo, de donde tomaba el nombre, esquina con la calle Alcalá, enfrente del Retiro, a un paso, por cierto, del que ha sido, desde hace muchos años, el domicilio familiar de Zúñiga con inmejorables vistas al parque madrileño. Ahora tenemos a Zúñiga recogiendo los frutos inesperados y sorprendentes del, en principio, reducido cónclave de El Bígaro. El café Pelayo pasa a ser una reunión muy concurrida, casi multitudinaria, una cita «semipública», en apreciación de Carlos Barral en su memorialístico relato Cuando las horas veloces. Su largo momento de esplendor discurrió entre finales de los años 19

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cincuenta y los primeros sesenta, o sea, en riguroso paralelismo con la erupción del realismo social en narrativa y los nacientes síntomas de revisión del movimiento. La tertulia del Pelayo transformó el carácter común de estos habituales encuentros madrileños. Si las reuniones cafeteriles citadas tienen un papel en las letras medioseculares de favorecer una sensibilidad literaria de época conectada con la disidencia, la del café Pelayo adquirió un sesgo particular por su acentuada politización y es la que se halla en la mayor cercanía al humus sobre el que se desarrolló la vertiente más comprometida de las letras. «Sería imposible escribir una crónica de la oposición de los intelectuales al franquismo sin hacer referencia» a aquel conciliábulo, sostiene Antonio Ferres en Memorias de un hombre perdido. Y otro promotor de la tertulia, Armando López Salinas, especifica, en unos recuerdos de «Juan García Hortelano y su época», que era «el lugar público de encuentro de la izquierda cultural comunista madrileña con otros intelectuales de izquierda». Allí, añade, «se recibía a toda gente de izquierda del ámbito cultural que llegara a Madrid desde otros lugares de España». En el Pelayo, a diferencia de otros cónclaves, las discusiones literarias, el comentario amistoso, variado, el cotilleo o la evasión de la áspera realidad eran lo de menos. Lo característico estaba en el activismo conspirativo que se cocía. Se transmitían noticias ocultas por la prensa, se difundían consignas políticas, se apoyaban las valientes pero modestas formas de agitación política, recuerda el mismo López Salinas. Fue uno de los focos de la «insurrección firmada frente al franquismo», dice con humor. El café Pelayo se convirtió en inexcusable lugar de cita literario política (o viceversa) madrileña. Una especie de institución con normas reguladoras. Las reuniones tenían lugar una vez a la semana, los martes, excepto los festivos. El éxito hizo que se habilitaran también los lunes para sustituir a los martes inhábiles y, a veces, las sesiones se celebraran con mayor e indeterminada frecuencia para atender a motivos candentes. El núcleo principal de asistentes estaba vinculado con el Partido Comunista. Lo evidencia la mayoría de sus participantes. Primero, los promotores, Zúñiga (y con él su esposa y entonces narradora Felicidad Orquín), López Salinas y Ferres. El locuaz Ferres era uno de los más animosos concurrentes, y en torno a él giraban las reuniones, según le recordó García Hortelano a la periodista Rosa María Pereda. Con ellos, el referente de la poesía social de la generación anterior, Gabriel Celaya (con su inCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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separable Amparitxu). Y a su lado la promoción que daba sus primeros pasos en las letras, Antonio Bernabéu, José María de Quinto, Juan García Hortelano (fue ocasión de conocer a la que sería su esposa, la joven militante María Jesús Martín Ampudia), Ángel González, Diego Jesús Jiménez, Jesús López Pacheco, Antonio Martínez-Menchén, Lauro Olmo, Alfonso Sastre (en compañía de la activista Eva Forest), Marcial Suárez..., cabecera, con las matizaciones que sean del caso, del realismo socialista. En la tertulia se codeaba Ávalos con las personas reales a las que dio estatus literario en su novela. Y echaba unas horas en 1960 otra encarnación del obrero-escritor, Antonio Parra, mientras escribía su historia del mundo de la minería que la censura le obligó a publicar en París. También acudían sin asiduidad otros militantes con carné y compañeros de viaje o, como los menospreciaba la dictadura, tontos útiles: José Manuel Caballero Bonald desde su regreso de Colombia en 1962 (y con él su cómplice esposa, Pepa Ramis), Alfonso Grosso, el matrimonio Esther Benítez e Isaac Montero (ella, traductora, militante «pecera», él, compañero de viaje), Julián Marcos, Mauro Muñiz, Daniel Sueiro, Ramón Nieto o el algo más joven Félix Grande. Igualmente afluían autores de convicciones antifranquistas, aunque no adictos e incluso refractarios al realismo social: los poetas del cincuenta Claudio Rodríguez, Gabino Alejandro Carriedo y Ángel Crespo; de la promoción anterior, el dramaturgo Antonio Buero Vallejo y el novelista Ángel María de Lera. Hay que añadir gente del mundo de la cultura, el arte o la prensa. Los críticos y periodistas Javier Alfaya, Eduardo García Rico o Ricardo Doménech, militantes del PCE; Carlos Vélez y Rafael Conte, de la falangista Acento Cultural; el republicano crítico de arte José María Moreno Galván. Los pintores Ricardo Zamorano y José Ortega, vinculados con el Partido por antonomasia, y el rebelde Manolo Millares. Gente del cine: los comunistas Julio Diamante y Ricardo Muñoz Suay; el antifranquista Luciano Egido. Asiduo, casi de plantilla, el librero y editor vinculado con el PCE José Esteban; ocasional, el editor antifranquista Carlos Barral. EN EL REALISMO SOCIALISTA

He detallado tanto la larga senda de relaciones personales de Juan Eduardo Zúñiga y lo que implica de activismo clandestino porque lo sitúa inequívocamente en el corazón mismo del realismo socialista español. ¿Y en cuanto a su literatura? El asunto no resulta ni muchísimo menos indudable y dar una respuesta 21

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requiere delgadas matizaciones. Los colegas narradores en cuya compañía lo hemos visto se atuvieron con diverso grado de fidelidad a una estética que reclamaba unos cuantos principios: héroe positivo, tipicidad, totalidad, sentido «progresivo» de la historia, testimonio y objetivismo. La obra narrativa de Zúñiga de aquellos años, relatos y dos novelas, no respeta estas categorías ineludibles en la doxa del realismo soviético en su totalidad, y mucho menos en la medida en que lo hicieron buen número de sus afines realistas. Es más, respecto de uno de esos requisitos inexcusables, el protagonista «típico», lo trasgredía de modo absoluto en El coral y las aguas. De ahí que surja la tentación de considerarlo amigo de los realistas sociales y no inscribirle en la narrativa social. El dilema presenta bastante complejidad. El itinerario narrativo general de Zúñiga no lo incardina en el realismo crítico del medio siglo de la pasada centuria. Nada sabemos de los «cuentos budistas» que su amigo Carlos Edmundo de Ory menciona en su Diario, pero, con ese marbete, serían cualquier cosa menos documentales. La primera novela de nuestro autor, Inútiles totales, de 1951, se inscribe en la narrativa existencialista convencional de la época. Tampoco apuntan al testimonialismo cuentos suyos de por entonces, a pesar de que tuvieran acomodo en una tribuna con frecuentes voces críticas, Índice de Artes y Letras, o en otra propicia al documento verista, Acento Cultural. Y su primera novela extensa, El coral y las aguas, se decanta por el simbolismo, lo cual, en una primera impresión, la aleja de la fotocopia de actualidad, del reporterismo crítico común en la narrativa joven de aquellas fechas. Aunque todo ello le separa del realismo histórico, no puede darse como un dictamen inapelable porque otras referencias, exteriores e internas de los textos, sí que mantienen el vínculo. Atendamos, primero, a tres datos externos: el galardón de Acento Cultural, un concurso de Triunfo y la antología italiana de Arrigo Repetto. El coral y las aguas obtuvo el premio de novela breve de Acento Cultural en 1959. Recordaré, como síntoma, algo de sobra sabido: que la publicación del SEU había servido un año antes de trampolín al «manifiesto» de Alfonso Sastre «Arte como construcción». En su subversiva proclama, el dramaturgo asentaba que «lo social es una categoría superior a lo artístico». Aseguraba que «Preferiríamos vivir en un mundo justamente organizado y en el que no hubiera obras de arte, a vivir en otro injusto y florecido de excelentes obras artísticas». Y sostenía que «precisamente, la principal misión del arte, en el mundo injusto en que viCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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vimos, consiste en transformarlo». Aunque la dirección de Acento no compartiera sin reservas tales postulados, según tuvo cuidado en advertir, en esa atmósfera ideológico-estética se inscriben sus premios. El jurado que falló a favor de Zúñiga lo integraron Daniel Sueiro, Luis Goytisolo y López Pacheco, narradores en aquel entonces beligerantes a favor del realismo social, y Dámaso Santos, crítico falangista bastante tolerante que favoreció a la nueva corriente juvenil. Quedó finalista el navarro Pablo Antoñana, postergado narrador de corte crítico, y obtuvieron votos, entre otros autores de diversas tendencias, García Hortelano, adalid de la novela antiburguesa, y Antonio Bernabéu. Todo apunta en una dirección prioritaria y resulta muy relevante para lo que aquí nos interesa otro premio del mismo concurso, el de cuento. El jurado lo formaron firmes apoyos de la operación realismo en marcha: los escritores Isaac Montero, José María de Quinto y Ferres y los críticos Rafael Vázquez Zamora y Castellet. Fue finalista Alfonso Grosso, y obtuvieron votos, entre otros narradores también de diversas tendencias, Bernabéu (hizo doblete, por tanto), Jorge Ferrer Vidal, Nino Quevedo, Miguel Buñuel o Julián Marcos. El premio lo obtuvo Armando López Salinas con el autobiográfico «Aquel abril», audaz, durísima, trasparente y emotiva denuncia de la represión franquista que la censura masacró sin dejar una sola línea indemne cuando el autor recogió el relato en el libro prohibido Crónica de un viaje. Pocas dudas caben de que El coral y las aguas se entendió como representativa, en el grado que fuera, del realismo comprometido. El premio en cuento a López Salinas, y no perdamos de vista el de poesía al capitán republicano y represaliado Julián Andúgar con un poemario de clara denuncia, A bordo de España, más la nómina de jurados y finalistas instan a situar la novela corta de Zúñiga en la órbita de la joven literatura de denuncia. En 1962 el semanario Triunfo abrió un gran concurso de cuentos. La convocatoria de esta revista gráfica popular dedicada al reporterismo social y cinematográfico camuflaba una intencionalidad política y, bajo el celoso escrutinio de dos colaboradores militantes del PCE, Ricardo Doménech y Eduardo García Rico, seleccionó semanalmente relatos en su mayor parte «sociales». Hubo protestas de los lectores por el predominio de textos «tan repelentes y sombríos», «con sello tremendista y desesperanzado», por la falta en ellos de «poesía». La revista adujo imparcialidad y explicó que se debía a que el realismo prevalecía de modo «abrumador» entre los concursantes. Como fuera, y sin olvidar 23

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un claro sesgo manipulador en la selección, la mayoría de los textos seleccionados pertenecen a lo que Doménech señaló como rasgo principal del momento: «la problemática social es una de las características más definitorias de la nueva narrativa española». Aunque hubiera excepciones, entre ellas el cuento de Felicidad Orquín, «Como un rumor», alejado de esa preocupación extendida. En el rosario de finalistas semanales figura un censo bastante completo de la narrativa militante. Con ellos se podría fijar la nómina de los narradores sociales. Abrió fuego Daniel Sueiro. Le siguieron, entre otros que no menciono y en el orden en que fueron siendo elegidos: Ramón Nieto, José Antonio Parra, José María de Quinto, Nino Quevedo, Ferres, Bernabéu, López Pacheco, Isaac Montero, López Salinas, Grosso, Carlos Muñiz, Juan Mollá, Luis Martín-Santos, Ferrer Vidal, Marsé, Carlos Álvarez o Francisco Candel. Y también nuestro autor, lo cual de nuevo lo coloca en la órbita del realismo social. El mismo efecto tiene la acogida por Valentino Bompiani de la antología Narratori spagnoli. La nueva ola preparada por Arrigo Repetto. Era el activista libertario Repetto un personaje novelesco, de firmes convicciones ácratas (aunque terminó como militante socialista). Estuvo tan involucrado en la acción antifranquista que le proporcionó documentación falsa y protegió al guerrillero José Luis Facerías a raíz del atentado que este célebre maquis perpetró contra el consulado español en Génova en protesta por el ensañamiento de la dictadura con el anarquismo. La antología, publicada por uno de los editores confabulados contra el Régimen en los encuentros literarios de Formentor, acogía una pequeña y flexible representación de la joven narrativa realista: Fernández Santos, Martín Gaite, Juan y Luis Goytisolo, López Pacheco, García Hortelano, Ferres, López Salinas y Zúñiga. Que al aventurero Repetto le moviera su hispanofilia no debe cuestionarse porque tiene un buen currículo como traductor de nuestra lengua: edición bilingüe de Pongo la mano sobre España, de López Pacheco (curiosamente no incluyó en la compilación a un autor tan representativo de sus intereses), Los muertos no se tocan, nene de Rafael Azcona o Tutta la poesia di Leon Felipe, precedida de un informado prólogo. Un objetivo distinto le guiaba, sin embargo, al preparar la antología de narradores. Perseguía mostrar la regeneración de nuestras letras tras el tajo cultural de la Guerra Civil bajo el estro de una nueva promoción: «Oggi in Spagna sono i giovani scrittori della nueva ola gli autentici iniziaCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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tori del rinnovamento di tuta loro cultura». En apoyo de su trabajo puso un ensayo de Castellet, «Il giovane romanzo spagnolo», en el que, subraya Repetto, se exponen el origen y las primeras etapas «del “realismo storico” spagnolo». La antología situaba a Zúñiga en la órbita de la literatura del «realismo histórico», eufemismo con el que Castellet prefería denominar al realismo socialista. Por si fuera poco, declara sin disimulo, además, que busca dar a conocer y facilitar la lectura de escritores que carecen de libertad para expresarse en su país. Enseguida anotaré cómo el cuento de Zúñiga, «Infortunio sul lavoro», encaja a la perfección en la corriente socialista. Dejemos los datos ambientales y pasemos a las referencias internas proporcionadas por varios textos zuñiguescos de estas fechas. En alguna medida confirman lo dicho, pero también lo desmienten. Se comprueba en la escala de menor a mayor compromiso que suponen las tres piezas cuyo contexto ya he considerado y a las que echo un vistazo a continuación, el relato aparecido en Triunfo, la novela El coral y las aguas y el cuento difundido por Arrigo Repetto. Estos textos, desde luego, evidencian acusadas indecisiones autoriales de fondo. El cuento seleccionado por Triunfo en su número 63 del 17 de agosto de 1963, «Un ruido extraño», presenta una anécdota sucinta. Un soldado republicano camino de la Comandancia se siente impulsado a entrar en un palacete en ruinas del madrileño barrio de Argüelles. Sospecha que alguien anda escondido en el caserón abandonado. Tropieza con espantadizos gatos y agresivas ratas. Siente aprensiones y vislumbra imágenes difusas: confunde su imagen en un espejo con la de otra persona y ve a una mujer vestida de verde que también le parece un viejo. En realidad, se trata de un joven con barba, seguramente un «emboscao», y las manos manchadas de sangre. En un giro final de la peripecia, magnífico remate inesperado del relato, el narrador da paso a su intimidad: «mi pensamiento fue muy lejos, corrió por todo el país que goteaba sangre, pasó por calles y caminos, por huertas, olivares y secanos, y me pareció que en todos los sitios encontraba manos iguales a aquellas desgarradas y sangrientas en el atardecer de la guerra». «Un ruido extraño» transita los caminos del goticismo, se apoya en el motivo del laberinto e incide en la imaginería del mal. Su ideación se entronca con un simbolismo personal, de difusas asociaciones subliminares, ajeno a códigos establecidos o claramente descifrables. Las dos ilustraciones del cuento, debidas al 25

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levantino Arturo Martínez, refuerzan esa percepción del mundo. Una ofrece la estampa expresionista de unos gatos que evoca un aquelarre y otra anima el texto con las figuras enigmáticas de un hombre y una mujer. Nada de los dibujos del joven pintor de la politizada Estampa Popular apela a un contenido referencial o crítico. «Un ruido extraño» no pertenece estéticamente a la corriente mayoritaria del concurso que lo premió. Zúñiga identificó su verdadero color narrativo al rescatarlo en 1980 en Largo noviembre de Madrid, su primer conjunto de relatos de la guerra, cuyas piezas diluyen el testimonio entre la decantada emoción de las vivencias, lo visionario y lo simbólico. La novela El coral y las aguas emparenta con «Un ruido extraño» por practicar una poética alusiva. El libro sugiere o evoca la realidad común por medios indirectos que producen una alegoría. Manifiesta una cosa para dar a entender algo diferente, nada críptico pues ambas realidades se identifican con facilidad. El hilo principal cuenta la historia de amor entre una joven que escucha un amenazante oráculo, Parataca, y un también joven pescador, Ictio. Zúñiga emplaza esa ternurista relación en un pueblo griego en la época de Alejandro el Grande y la recrea con tintes legendarios y apelaciones mágicas. Al impreciso tiempo remoto de la acción narrativa se trasponen rasgos de la actualidad: opresión, injusticia, dictadura, inhumanas condiciones sociolaborales, fetichismo del dinero, existencia banal, sentimiento de ruina y decadencia... El autor practica lo que él mismo ha calificado como «realismo metafórico» en una enjundiosa entrevista con su admirador Manuel Longares. La materia inventiva recubre una parábola de la sociedad franquista en la que, por encima de esos signos relevantes, se aplaude el ansia juvenil de libertad y se incita a la rebeldía («deja de sentirte esclavo y serás libre por tu voluntad»). La poética fábula se convierte en metáfora del presente. Este tratamiento sitúa la obra en el polo opuesto de dos rasgos básicos de la joven literatura crítica, el realismo testimonial y el objetivismo, y obliga a establecer una frontera entre la afinidad amistosoideológica de Zúñiga con los autores antifranquistas y su práctica literaria. La percepción de que la novela no pertenecía a la literatura canónica de denuncia debió de contar en el ánimo de Carlos Barral a la hora de decidir en cuál de las colecciones de Seix la incluiría. Lo hizo en Biblioteca Breve, de orientación ecléctica y cosmopolita y con espíritu modernizador de las anquilosadas CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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letras nacionales, y no en Biblioteca Formentor, que reservó en mayor medida para las obras de marca comprometida más reconocible. Por otra parte, merece la pena preguntarse por qué Barral acogió un libro tan excéntrico de las preferencias de su catálogo. No habría, creo, otra razón que el haber sido premiado en el Sésamo, y lo que ello significaba respecto de la orientación del autor y de la intencionalidad de la obra. En un plato de la balanza está la filiación de la novela con la narrativa de denuncia y en el otro el rupturismo con esa práctica artística. Y no puede hacerse una separación tajante entre ambas características. Lo vamos a comprobar. En cuanto a las anécdotas concretas, reparemos en el misterioso coral que circula entre los insumisos. Se trata de un elemento extraño cuyo alcance no entendía Ricardo Doménech en su salomónica reseña en Triunfo: «¿Qué sentido tiene, por ejemplo, ese coral que se transmiten unos personajes a otros?». No resulta, no obstante, tan inexplicable porque guarda toda la apariencia de tratarse de la figuración imaginativa de una contraseña política. Lo cual vincula la novela con la literatura de agitprop. (Permítaseme una broma inocente. A los variopintos rebeldes helenos sólo les falta cantar a coro La Internacional). Hoy, los Recuerdos de vida nos sacan de dudas acerca de esa intención velada: «En el título puse coral, materia roja y durísima. Una ramita va pasando de mano en mano de los jóvenes, lo cual no es sino la consigna que convoca a la revolución porque en la esencia de su argumento –más o menos explícito– estaba el anuncio revolucionario». Respecto de los presupuestos teóricos del realismo socialista, El coral y las aguas establece un diálogo con este movimiento como tendencia literaria amplia –no como estética sujeta a normas estrictas– en dos elementos clave, en el prólogo y en el desenlace. El mínimo prólogo atribuido al autor de la parábola –alter ego del propio Zúñiga– justifica la utilización de una lengua enigmática y el haber cubierto a los personajes con un vestido antiguo porque la necesidad imperiosa que tenía de «hablar y comunicar mi indignación a otros» se había convertido en «un delito castigado». Entonces, tras haberse dado a la bebida por impotencia, empezó a «murmurar» fantasías que por serlo no se juzgarían peligrosas. Así escribió el libro donde testimonió la amarga realidad que vivía. Estas palabras preliminares son relevantes, más que por desvelar la trasposición imaginativa, al alcance del lector más despistado, porque enfatizan la dimensión crítico-política del texto, concomitante con el realismo social. Además, el final de prólogo 27

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declara la comunión entre el autor y los sujetos imaginativamente representados en la novela: «como un documento cifrado había escrito este relato en el que son mencionados hechos y hombres que forman un solo cuerpo conmigo». Zúñiga se adhiere a la solidaridad del intelectual con los oprimidos, entre quienes se ha incluido, que movía a las letras comprometidas. El «final» de El coral y las aguas contiene un mensaje esperanzador. Paracata e Ictio sortean la destrucción de la ciudad levítica, corren el uno hacia el otro, se abrazan, salen entrelazados los brazos a un sembrado y escapan. La trama narrativa se cierra con esta frase: «No, ellos no estaban destinados a morir y la destrucción no les alcanzaría; corrían por el campo y ellos mismos eran el huracán. La ciudad en ruinas quedaba a sus espaldas». Dicho con locución coloquial, un final feliz remata la peripecia. Explicado en términos del realismo soviético, supone fidelidad al axioma que exigía que las novelas mostraran «el sentido progresivo» (no progresista, que sería otra cosa) de la Historia. Es decir, su marcha hacia la sociedad comunista ideal. Los dos jóvenes han soslayado el entorno hostil y ahora se encaminan hacia un futuro pleno. Zúñiga suscribe el contrato social con el pueblo sojuzgado que se le exigía al escritor comprometido. Un paso adelante en la reafirmación de los vínculos estéticos de los textos de Zúñiga con el realismo social, que ya resultan inequívocos, se produce en el cuento publicado por Arrigo Repetto, «Infortunio sul lavoro». El relato se ciñe estrictamente a referir lo anunciado por el título, un accidente de trabajo. Los asalariados de un innominado museo andan trasegando unas pesadas piezas. El director y el secretario vigilan con malos modales la operación. Uno de los empleados queda atrapado por una piedra («“Mi schiaccia! Mi ammazza!”, sentirono che gridava»), muere por aplastamiento y dos compañeros trasladan el cuerpo afuera, sobre la hierba, «con la mani premute sul ventre, la bocca semiaperta e un colore grigio in faccia». (Cito por la traducción italiana al no haber localizado el original; quizás Zúñiga nunca lo ha publicado, lo cual sería indicativo de su tasación retrospectiva). El director y el secretario observan la situación impasibles. «Infortunio sul lavoro» es una pieza por completo representativa de la narrativa obrerista. La narración, apretadamente documental, supone el testimonio directo de un trabajo concreto. Muestra el menosprecio por la seguridad del obrero y su dramática consecuencia. Presenta la dicotomía entre obreros y dirigentes con un esquematismo maniqueo: sufridos operarios y despóticos CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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jefes. Señala la impotencia y solidaridad de los obreros. El desenlace tiene el corolario expreso de la inhumana indiferencia con que los patronos (pues tal papel asumen los responsables del museo) contemplan a los trabajadores. Ambos, director y secretario, «Poi si osservarono l’un l’altro e rimasero immmobili come due statue». En expeditiva evaluación, se trata de un nítido cuento de denuncia obrerista, uno de los más representativos, a mi juicio, del realismo crítico dentro del ámbito temático de la actividad laboral. Y EN EL CONTEXTO DE UNA CRISIS

Las llamativas discrepancias entre los dos cuentos y la novela anotados se enmarcan en la crisis global que fractura a la sociedad literaria española alrededor de 1960. Se barrunta en esas fechas el fracaso del realismo social y mientras no faltan quienes pretenden hacer tabla rasa de lo que se llegó a calificar como «pesadilla», unos buscan reafirmarlo y otros quieren su reforma. José María Castellet, hamelín de las letras ahora ya encausadas, personifica de manera ejemplar la confusión del momento. En un seminario sobre «Realismo y realidad en la literatura contemporánea» celebrado en Madrid a finales de 1963, seguía defendiendo posturas engagées de las cuales la famosa novelista norteamericana Mary McCarthy, reconvertida del izquierdismo en despectiva anticomunista, se burlaba en chismorreo epistolar con su amiga Hannah Arendt: venía a calificarlo de indocumentado, insolvente y provinciano. Un cuarto de siglo después el crítico catalán reconoció gráficamente la situación: «nosotros estábamos enredados en un mal “rollo”, empujados por la necesidad de hacer de la literatura, política». Por ello, al año siguiente, 1964, padeció la paralizante depresión que le confesaba por carta a Dario Puccini: «se ha tratado de una larga crisis física, moral, intelectual, política, etcétera, que ha durado prácticamente todo el invierno y toda la primavera y de la que apenas ahora empiezo a salir». La causa tenía raíces anteriores, se sincera con el hispanista italiano: «todo empezó mucho antes, cuando comprendí la simplicidad y el esquematismo de mis análisis y tesis literarias y, aún mucho antes, cuando empecé a sospechar la ineficacia de una lucha política agotadora, sin una sola satisfacción práctica». El conjunto de escritores de la promoción de Castellet, la de los niños de la guerra, compartían y sufrían los mismos motivos y les abocaban a una angustiosa disyuntiva. 29

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Así estaba el negocio del realismo cuando el Partido Comunista saca en Bruselas una nueva revista clandestina, Realidad, cuya dirección efectiva asumen Víctor Claudín y Jorge Semprún, miembros de la nomenklatura del exilio. En el número 1, de finales de 1963, Claudín publicó el ensayo «La revolución pictórica de nuestro tiempo». Con motivo –o pretexto– de una exposición parisina de Kandinsky, el dirigente izquierdista rompía lanzas a favor del arte no figurativo y sostenía que tal clase de pintura «tiene un significado eminentemente progresivo y se inscribe en la línea general del avance social que lleva al comunismo». La estética vanguardista, añadía, alcanza también una significación «progresiva», incluso cuando no ponga «en tela de juicio, directamente, los fundamentos de la vieja sociedad». La tesis de Claudín denunciaba que se hubiera convertido la pintura abstracta en «proyectiles “contrarrevolucionarios”» y, por el contrario, señalaba nuevos horizontes al realismo: «Debemos luchar por el realismo en el arte, pero comprendiendo que el realismo no es privativo de la figuración, que realista, y del mejor realismo, es una gran parte de la pintura moderna expresionista, cubista, abstracta, etcétera. Y que al mismo tiempo tiene muy poco de realista, y desde luego de pintura, cierta pintura figurativa, aunque esté cargada de buenas intenciones». El planteamiento revisionista refutaba la plástica soviética académica, y suponía una reconsideración radical de la doctrina zdanovista del reflejo. Comenta Paul Preston en su biografía del «zorro rojo» que el artículo desagradó a Santiago Carrillo. Las suspicacias que despertó en el secretario general de los comunistas españoles quizás fueron un motivo que aceleró la expulsión poco después del dirigente indisciplinado y de su camarada Semprún. Claudín advertía de algo inexcusable y urgente, la necesidad de revisar a fondo la doctrina estética soviética, algo en lo que andaban, a su manera más intuitiva que con fundamentación teórica, algunos escritores españoles en aquellos comienzos de los sesenta. El mismo año de El coral y las aguas, 1962 (aunque no estará de más precisar que data de 1959), Luis Martín-Santos dio a conocer Tiempo de silencio y José Manuel Caballero Bonald Dos días de setiembre. La coincidencia de la aparición de las tres obras en la misma fecha invita a relacionarlas y a establecer algunas sintomáticas relaciones entre ellas, aunque en nada se parezcan ni anecdótica ni formalmente. Martín-Santos hace en Tiempo de silencio un despliegue entusiasta de verbalismo, cultura, alegoría y complejidades vaCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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rias. Su actitud con el lenguaje resultaba revolucionaria al utilizar un estilo barroco y llenar el libro de sofisticados cultismos y términos científicos en contraste con la sórdida realidad del chabolismo o de la clase media baja madrileños (no le faltaba razón a Juan Benet, aunque lo dijera desde el despecho, para sentenciarla como «una novela con fondo de verbena y vida de pensión, y una puñalada: es costumbrismo puro, a lo Mesonero Romanos»). Dos días de setiembre aportaba un estatus intermedio entre la verificación de un estado colectivo y un ejercicio de creatividad expresiva. El contenido es típicamente social: los ricos bodegueros jerezanos cara a cara con los vendimiadores explotados. En la forma, en cambio, aporta una sensibilidad innovadora en varios aspectos: en la utilización de la simbología atmosférica, en la densidad psicológica, contraria al antipsicologismo radical propiciado por Castellet desde La hora del lector, y en el cuidado puesto en la prosa. El coral y las aguas, en fin, ya hemos visto que se decanta por un ejercicio de invención proscrito por el realismo crítico. Las tres novelas conservan, por tanto, la sustancia anecdótica predilecta de las narraciones socialrealistas. Las tres se distanciaban, sin embargo, también de los principios formales de la escuela por el rupturismo de Martín-Santos, por el esmero expresivo de Caballero Bonald y por el alegorismo de Zúñiga. Todas ellas se inscriben en la órbita general del realismo social, y en este movimiento literario hay que situar, en aquella etapa de su trayectoria, a sus respectivos autores. Zúñiga, como sus colegas Martín-Santos y Caballero Bonald, echa sus raíces en la literatura de compromiso pero asume la alerta de una insuficiencia literaria y participa en el inaplazable movimiento de renovación formal y de contenidos. Tiempos después de aquella encrucijada, Zúñiga ha expuesto su desacuerdo con la poética obligada por la lucha antifranquista. No se sentía identificado con esa estética, ha insistido. No es una excepción. Caballero Bonald ha hecho varias veces enmiendas a la totalidad a la literatura de su juventud militante. Otro colega, Juan Marsé, se ha pronunciado en términos categóricos contra las letras imperantes en los años sesenta y arremete crispado contra quien le incluya en el realismo social. Zúñiga sólo se distancia con actitudes comedidas. Como si dijera: aquélla no era la literatura que le exigía su gusto, pero tampoco hay que llevar al extremo el desdén por el pasado. Lo cual no es obstáculo para que al rescatar El coral y las aguas un cuarto de siglo después de 31

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su primera salida hiciera una clara maniobra de distanciamiento: suprime el declarativo prólogo y hace numerosos cambios que borran viejas huellas. Las andanzas literarias de Zúñiga en el medio siglo lo sitúan históricamente entre los coetáneos cercanos al realismo social. A esta estética pagó, a su pesar y forzando sus predilecciones, algún oneroso peaje. Pero tanto él como otros colegas de semejantes querencias contribuyeron a marcar nuevos rumbos con una escritura insumisa a la consigna política y de eficacia renovadora.

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Por Luis Beltrán Almería

LOS CIEN primeros años de Zúñiga

Quienes hemos celebrado el primer centenario de Zúñiga tenemos una ventaja respecto a los que celebrarán los siguientes centenarios: le hemos tratado y hemos conocido de primera mano su espíritu. También tenemos una desventaja: estamos desbrozando el misterio de su literatura. Los que vengan después habrán aprendido de nuestros errores y limitaciones. Lo que sigue es el camino que recorrí para aproximarme a Zúñiga, en lo personal y en lo literario. Ambos aspectos han ido de la mano.1 Conocí a Zúñiga gracias al espíritu de Mijaíl Bajtín. Bajtín había muerto veinte años antes, pero los que estudiamos literatura sabemos que sigue vivo. Esto que voy a contar es la prueba. Era 1994 o quizá 1995. Zúñiga había recibido un encargo: encontrar un especialista español en la obra de Mijaíl Bajtín. El encargo se lo había transmitido Natalia Arséntieva, su traductora al ruso. Orel, la ciudad natal de Bajtín, estaba organizando un congreso para celebrar el centenario del nacimiento de este pensador ruso. Zúñiga recurrió a un amigo, Vicente Cazcarra, traductor de la teoría de la novela de Bajtín al español (Teoría y estética de la novela, Taurus, 1989). Cazcarra le habló de un profesor de Zaragoza. No le pudo dar mis señas pero Zúñiga llamó a Ana María Navales que le facilitó mi teléfono. Recuerdo que una mañana una voz profunda me dijo «Soy Zúñiga» y me explicó el propósito de su llamada. Hubo más llamadas. Yo estaba interesado en acudir a ese congreso, pero la turbulenta situación de Rusia en aquellos años refrenaba mi entusiasmo. Mis dudas tuvieron un efecto inesperado. Permitieron que se alargara el contacto telefónico. En ese tiempo apareció la edición de Alfaguara de El coral y las aguas. No había leído nada 33

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de Zúñiga hasta ese momento y esa novela me impresionó. Me pareció una lectura difícil, exigente y diferente de lo que había leído hasta entonces. En una reseña reciente, Juan Bonilla decía que era una novela «costosa a trechos». Creo que es la impresión de una primera lectura y que se debe a que no estamos acostumbrados a ese registro estético. Es una obra hermética y necesita de más de una lectura para entrar en ella. El caso es que gracias a El coral… quedé atrapado en el universo de Zúñiga. No fui a Orel –aunque Natalia Arséntieva tradujo mi ponencia y se recogió en el correspondiente volumen de actas–. Pero la relación con Zúñiga había empezado su recorrido. En el verano del 96 concertamos la primera cita. Fue en el Círculo de Bellas Artes. Para entonces ya había leído varias obras de Zúñiga y había comprobado lo poco que servía lo que yo sabía de teoría literaria para entenderlas. Por suerte, con pocos escritores me ocurre esto. Quizá sólo con los que son profundamente renovadores. Con Zúñiga y con Manuel Longares, por ejemplo. En mis primeros intentos de explicarme la obra de Zúñiga –y explicársela a él– recurrí a la categoría de sátira menipea, que han popularizado Northrop Frye y Bajtín. No conseguía convencerlo. La menipea tiene aspectos que se dan en la obra de Zúñiga: es una estética humorística, se plantea cuestiones de gran calado intelectual –las últimas cuestiones– y es a la vez un género que permite una gran libertad fabuladora. Pero no era suficiente. El propio Zúñiga me fue llevando de la mano en mi discurrir teórico por otros caminos. Así llegué, primero, al dominio del hermetismo y, más tarde, de lo simbólico. Me explicaré. El concepto de hermetismo tiene escasa presencia en la filología española –y menos en la crítica– y es de lamentar porque esta estética tiene un peso importante en la literatura y en las artes españolas. A lo sumo, lo vemos asomar como sinónimo del neoplatonismo en épocas premodernas. Cuando aparece en la literatura moderna suele ocupar su lugar el manido y vacuo concepto de vanguardismo. En el caso de Zúñiga su imagen primera y todavía dominante lo ha vinculado al realismo social. Sin embargo, Santos Sanz ha dejado bien claro que la vinculación de Zúñiga con los autores del realismo social es puramente personal y no literaria. Sanz subraya «el lenguaje secreto» de la obra de Zúñiga (en La novela española durante el franquismo). En efecto, toda una corriente literaria española y universal se ha reclamado de esa red secreta, la corriente hermética. Si el vínculo personal de Zúñiga con los socialrealistas es bien patente, también lo es –aunque CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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menos visible– el vínculo de Zúñiga con teósofos, organizaciones clandestinas y, en el terreno literario, con Carlos Edmundo de Ory y otros, una relación que fue estrecha en los años cincuenta y se enfrió en los sesenta. Pero la estética de Zúñiga no se contiene en los límites de lo hermético. Como he dicho antes, Zúñiga tiene una dimensión humorística superior a la de Ory, que, aunque apreciaba la risa, quiso ser divino. Ese humorismo está en su naturaleza –como sabemos bien los que le hemos tratado– pero también es un reflejo de su apego a escritores como Turguéniev y Chéjov. La combinación de hermetismo y humorismo es la línea creativa de mayor valor estético de la Modernidad, porque es la que mejor comprende y representa el alma moderna. Bien puede decirse que el hermetismo moderno se diferencia del hermetismo clásico o neoplatónico en que aparece asociado y fundido con el humorismo. En el lenguaje convencional de la crítica, esa fórmula suele llamarse kafkiana, por ser ese escritor uno de los que mejor la representan, a juicio de la crítica de nuestro tiempo. Sin embargo, Kafka, a su vez, se reconoce heredero de Dostoievski, y este de Schiller, Cervantes, Shakespeare y Victor Hugo. No es, pues, una corriente más de la literatura universal. Ocurre con estos autores que han sido y son leídos como modelos de la seriedad, como espíritus dramáticos, negando su dimensión más profunda: el espíritu de lo joco-serio. Nuestro tiempo tiene un problema para comprender el humorismo y muchas veces, demasiadas, el humorismo de la gran literatura pasa desapercibido para la crítica. Quizá estos apuntes sean pistas suficientes para explicar por qué la crítica valora cada día más la obra de Zúñiga, pese a que pasara casi desapercibida hasta la década de los años ochenta. En los años sesenta, Zúñiga experimentó una desagradable sensación de fracaso. Su obra más ambiciosa, la novela El coral y las aguas, publicada en 1962, fue vista por los socialrealistas como un desvío de su disciplina literaria, a pesar de que su simbolismo permite comprenderla como una propuesta de novela comunista (el rojo del coral, frente al azul marino, como rebeldía juvenil y clandestina frente a la dictadura azul).2 Y la crítica conservadora vio un alegato para la rebeldía intolerable en aquel momento. El silencio condenó la novela al olvido. De ese silencio solo emergió la obra de Zúñiga en momentos puntuales: con un volumen colectivo de ensayos sobre Larra (1967), con una serie de cuatro fábulas morales en la revista Triunfo (1974), con el ensayo bio 35

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gráfico sobre Turguéniev (Las inciertas pasiones de Iván Turguéniev, 1977) y, por fin, con la publicación de Largo noviembre de Madrid en 1980. A partir de ese momento la valoración de Zúñiga por la crítica experimenta un giro espectacular y no ha dejado de crecer. Bien puede decirse que esa valoración crítica de la obra de Zúñiga subirá en el futuro, al tiempo que otros autores que han estado en primera línea del siglo xx perderán notoriedad. Así ha sido en la historia de las artes y de las letras, y así seguirá siendo. La actualidad suele ser mala consejera a la hora de medir la dimensión estética de las obras de arte, salvo excepciones. ENSIMISMAMIENTO Y ALTERACIÓN

Volviendo a nuestro tema, esa adscripción de Zúñiga a la corriente secreta –hermético-humorística– puede y debe ser mejorada. Le falta un tercer elemento: el ensimismamiento. Felicidad Orquín, la mejor conocedora de la vida y obra de Zúñiga, ha declarado no hace mucho que la obra de Zúñiga no son sus memorias pero sí su memoria (en la entrevista de Fernando del Val). Lo que sugiere con esto es que las experiencias del autor son la materia de la que están construidas sus obras. Algo similar ha apuntado Santos Sanz sobre el ciclo madrileño de Zúñiga. Pero, en mi opinión, también en el ciclo eslavo se pueden apreciar momentos personales, huellas de su propia vida. Hay argumentos que apuntan en esta dirección. Turguéniev fue un experto en utilizar su propia vida como materia de sus obras –Primer amor suele ser la referencia más frecuente, pero hay muchos momentos en su amplia obra que transparentan experiencias personales–. Estas experiencias, en los casos de Turguéniev y de Zúñiga, están recubiertas de cierta fabulación, pero el lector debe y puede comprender que tras el velo de la fábula se esconde la literatura del yo. Zúñiga lo ha explicado con esta nota, titulada «Destellos de la memoria» en el número 6 de Lucanor (1991, p. 194): Complejo y secreto es el origen de toda obra literaria, pero la chispa matriz que genera un relato, breve, intenso, podría equipararse a la aparición de un recuerdo no muy preciso que llega inesperado como inquietante imagen de algo vivido. Un breve episodio, unas palabras, un gesto introduce en la mente una evocación que moviliza el pensamiento siempre dispuesto a seguir las sombras. Este destello en la memoria será el origen de un cuento: un dato aislado capaz de emocionar, que desata el deseo o la necesidad de superponer a su fugacidad mil sugerencias. Todas las fantasías, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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las experiencias, los rencores o amores, pueden fluir hacia esa elaboración con sus materias hechas palabras, frases, metáforas. Hermetismo, humorismo y ensimismamiento son las tres dimensiones de la obra de Zúñiga. Son también las tres dimensiones del simbolismo moderno. La modernidad ha creado una estética de fusión. Es lo que he llamado simbolismo moderno. El simbolismo tradicional perseguía un objetivo: la supervivencia de la humanidad. Ahora el nuevo simbolismo persigue otro objetivo: que la humanidad gobierne el mundo. Ese objetivo supone, entre otras tareas, la unificación de la humanidad. En el escenario literario –y filosófico– estas tareas conllevan la aparición de motivos y figuras renovados, de una nueva estética. Y en la obra de Zúñiga –y en la de otros autores– aparecen los más trascendentes motivos y figuras: la destrucción de la tierra natal (o de la familia) y el binomio hombre inútil – mujer libre. Me detendré brevemente en ambos aspectos. La modernidad ha tomado conciencia de que la acción de la humanidad sobre el planeta tiene una dimensión destructiva. Fenómenos como el cambio climático, la desaparición de especies vivas, el agotamiento de materias primas o recursos energéticos son la vertiente negativa del proceso de construcción de la humanidad. O, si se quiere, el precio que pagamos en la lucha por la supervivencia humana. La estética que más directamente expresa este proceso dramático a escala local es la estética de la destrucción del idilio. La estética del idilio nace en el Neolítico con la aparición de la agricultura. La agricultura hace sedentarias a las comunidades humanas, que han de fijarse al terreno que cultivan. Eso da lugar al nacimiento del concepto de «la tierra natal». La tierra natal es el espacio familiar. En él crece la familia. Es el espacio que contiene el tiempo del crecimiento. Es, en su origen, una estética alegre: idilio significa en griego espacio bello. En pintura da lugar al género del paisaje. Pero además de un espacio es el marco del trabajo agrícola y artesano, los trabajos que permiten el crecimiento familiar. Pues bien, la modernidad es incompatible con esa imagen feliz de la familia y de la tierra natal. El progreso moderno destruye la familia y destruye la tierra natal. Por eso la gran literatura moderna relata ese proceso destructivo: desde la visión dramática de Rusia que ofrece Turguéniev a la novela hispanoamericana de la destrucción de la tierra (llamada también novela indigenista). Recuérdese Cien años de soledad, con la destrucción de Macondo y la desaparición de la familia 37

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Buendía, después de siete generaciones. Zúñiga expresa ese proceso destructivo mediante el relato del Madrid sitiado durante la Guerra Civil y de las penurias de la posguerra pero, también, mediante imágenes del drama eslavo. En esa ciudad destruida no es posible la familia y no son posibles la vida y las pasiones en plenitud. También en sus relatos eslavos aparece el mismo drama: la destrucción de los vínculos familiares y la imposibilidad de la vida plena «en los bosques nevados». Pero ese drama admite un momento de magia, un instante para la esperanza. Eso es lo que vemos en Misterios de las noches y los días, El anillo de Pushkin y Fábulas irónicas –en esta última en la forma de humorismo y rebeldía–. TRES EJEMPLOS

Voy a poner unos ejemplos de lo que estoy diciendo. Empezaré por la primera novela –casi podría decir la primera obra– de Zúñiga: Inútiles totales. Es una novela breve que Zúñiga se autoeditó en 1951 y que hasta ahora resultaba inencontrable. La acaba de publicar, junto a El coral y las aguas, la editorial Cátedra con edición de Ángeles Encinar y mía. El título es bien explícito. Quizá sea el título más explícito de toda su obra. En su etapa de madurez ha preferido fórmulas elusivas. Esta novela presenta un momento de la vida de dos jóvenes amigos, Cosme y Carlos. Se han conocido en la fila de los inútiles totales para el servicio militar. Y no son sólo inútiles para la guerra. También se mostrarán inútiles para el amor, al enamorarse ambos de la misteriosa Maruja. Como hemos apuntado en el estudio introductorio de la edición, Cosme presenta rasgos inequívocos del propio Zúñiga («un tipo anémico y alto, que llevaba unas botas desmesuradas. Tenía gafas», p. 218). La peripecia conlleva la ruptura de la amistad por deslealtad de Carlos con Cosme. Se trata de una prueba, la prueba de la amistad. El tratamiento premoderno de la prueba de la amistad suele resolverse por la generosidad mutua de los amigos, pero, posteriormente, aparece una variante que conlleva la pérdida del vínculo amistoso. Es el caso de Inútiles totales, que tiende a la fórmula de la novela de educación, gracias al papel del personaje femenino, objeto de la rivalidad entre los amigos. La identificación entre Cosme y Zúñiga nos sugiere ese ensimismamiento de la escritura del yo. Se trata de un ensimismamiento muy claramente expuesto en la novela al experimentar Cosme la decepción que le depara la deslealtad de Carlos. Se ha dicho de esta novela que tiene una CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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impronta barojiana, pero el motivo de la ruptura entre los amigos está ausente en la obra de Baroja. Ahí tenemos el núcleo duro de la estética de Zúñiga: el hombre inútil (superfluo suele decirse también desde la primera novela de Turguéniev, Diario de un hombre superfluo) y la nueva mujer, libre, dotada de iniciativa, a veces, simplemente fatal, que arruina las expectativas del hombre inútil pero que también puede salvarlo. Esta fórmula, la de los dos amigos que se enamoran de una mujer misteriosa y de ideas avanzadas o quizá de comportamientos extraños, es un motivo que tiene una larga trayectoria en la literatura universal. Es el motivo de «El curioso impertinente» del Quijote y, parcialmente, de «La ilustre fregona». Y seguramente su larga trayectoria se debe a que tiene una raíz tradicional en el folclore. En la literatura española aparece con la influencia en la literatura fabulística medieval gracias a Disciplina clericalis, del oscense Pedro Alfonso. Los primeros exempla de esta colección plantean la necesidad de poner a prueba la amistad. Este motivo es frecuente en la obra de Turguéniev. Padres e hijos se basa en la relación entre dos amigos, el nihilista Bazárov y el ingenuo Kirsánov, que también se rompe por la intervención femenina. Aparece en la novela breve Asia, también traducida al español como Anuchka, aunque en este caso no se llega a producir la ruptura entre los amigos. Es el centro de los relatos «Canto del amor triunfante» y «Toc, toc, toc», que ofrecen la versión más dramática y mágica de cuantas escribió Turguéniev sobre este motivo. Pero quizá haya todavía un momento superior: Punin y Baburin, una preciosa novela breve de Turguéniev, recientemente publicada por Nórdica, precisamente a instancias del propio Zúñiga. Es la historia de dos parejas de amigos, el bufón Punin y el hombre de bien Baburin, su discípulo, de un lado, y de Tárjov y el narrador, dos jóvenes estudiantes, por otro, que también tropiezan con una mujer enigmática, Muza. La joven Muza ha sido recogida de la calle por Baburin, que es su protector. Pero Baburin pretende casarse con ella, pese a la diferencia de edad. Muza huye con Tárjov, que la abandonará más tarde, pese a la oposición del narrador. Un nuevo encuentro con Baburin salvará a Muza, que termina casándose con él y acompañándolo hasta la muerte. La editorial Nórdica presenta el libro como la primera traducción al español. Zúñiga la leyó en francés, en fecha incierta, pero parece factible que la trama de Punin y Baburin la haya trasladado parcialmente a los términos de su propia experiencia. Podría decirse que la estética de Zúñiga consiste en trasponer el hermetismo y el 39

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humorismo de Turguéniev, filtrados por su propia experiencia, a un simbolismo a la vez personal y universal. El segundo ejemplo lo tomo de Misterios de las noches y los días. Se trata de la fábula «El ángel». En ella aparece la pareja de personajes más frecuente en los relatos de Zúñiga: el hombre inútil y la nueva mujer. Una mujer mira con deseo la estatua del ángel. Y su deseo consigue insuflar vida en la estatua. Pero el ángel tiene los ojos vacíos y regresa a su pedestal arruinando la expectativa galante que le ofrece la mujer. Esta fábula parece tener su antecedente inmediato en el ensayo «Una estatua en Petersburgo», incluido en El anillo de Pushkin. Se trata de un ensayo sobre la ciudad, Petersburgo. La ciudad es vista como un símbolo infernal, fórmula habitual en la literatura moderna que ha desplegado un género, la novela de la ciudad, en el que los personajes se debaten contra la adversidad. Imágenes de escritores como Pushkin, Odóyevski, Lérmontov, Dostoievski y Maiakovski habían reparado en la estatua de bronce del cruel Pedro I, como metáfora del carácter perverso de la ciudad. En cierto momento de este ensayo se alude a un grupo de hombres y mujeres dados a ritos demoníacos y a orgías que contemplan la ciudad «desde una altura que les comunicaba con la aguda torre del Almirantazgo [...] y con el ángel que remata la columna de Alejandro» (p. 85). En la variación de Misterios… el ángel ocupa el lugar del bronce de Pedro. El ensayo parece desdoblado en las fábulas «La esfinge» y «El ángel». Pero su sentido inquietante y cruel –es decir, hermético–, ahora condensado y duplicado, ha trascendido el ámbito local. Quede este ejemplo como muestra del grado de convergencia que pueden alcanzar la experiencia vital y la experiencia literaria. Para el último ejemplo voy a recurrir a una de las fábulas irónicas, la titulada «El magnate y el bufón» (págs. 59-69).3 Se trata de una fábula de carácter moral: la denuncia de la corrupción. A esa premisa habría que añadir al menos otra de carácter cómico, pues lo bajo se impone al poder: el criado que se hace dueño de su señor gracias a la corrupción. Se trata de una fábula ambientada en un escenario remoto y sin concreción. Por algunos detalles –los nombres de Huszar, Garai y el vino de Tokai– podemos deducir que se trata de un episodio de tema húngaro, carente de precisión histórica. Estamos ante una situación similar a la de El coral y las aguas. También en esa novela encontramos un episodio de la Antigüedad, pero sin mayor precisión que una alusión a Alejandro Magno, puro tópico. El interés de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Zúñiga por Hungría le llevó en su día a escribir un libro divulgativo sobre este país centroeuropeo.4 Y aquí lo retoma. Sucede, además, que esta fábula tiene un precedente en la obra olvidada del propio Zúñiga. En 1970 publicó un cuento en el volumen Relatos españoles de hoy, coordinado por Rafael Conte, titulado «El magnate, el bufón y la carroña». En esta nueva versión ha desaparecido la carroña del título y del contenido de la fábula. En la primera versión, Garai, el bufón, se enriquecía y enriquecía a su señor, Huszar, recogiendo cadáveres de un gran río que pasaba por la ciudad. Y con ellos hacía un doble negocio: reciclaba las ropas de los cadáveres y con los restos humanos alimentaba las piaras de un convento, para después nutrir los ejércitos de Huszar. En la versión de las Fábulas irónicas ha desaparecido el negocio de la alimentación de los cerdos que alimentarán después a militares, probablemente porque la primera versión le pareció al autor demasiado cruda y, sobre todo, demasiado larga para el formato de las demás fábulas. En la nota biográfica de Rafael Conte que precede al relato de Zúñiga se concluye que el sentido de este relato «trata de una especie de fábula política, de una clara lección moral». En efecto, el relato constituye una fábula antifranquista. A estas alturas, en la decadencia del franquismo, la censura sólo actuaba sobre alusiones políticas directas o, especialmente, sobre cuestiones de moralidad. Una fábula política sin ubicación geográfica y temporal no tenía interés para la censura. Censurar este relato le hubiera dado una notoriedad que la publicación no iba a alcanzar. Sin embargo, se trataba de una respuesta directa a la crisis por corrupción más mediática del franquismo: el caso Matesa, que había explotado en 1969 y que había supuesto una agria crisis de gobierno, con la salida de tres ministros (entre ellos Manuel Fraga) por el enfrentamiento entre ministros azules y ministros tecnócratas. En la segunda versión, ese carácter militante se ha difuminado, pero queda el espíritu de rebeldía –la experiencia vital– que se puede apreciar también en otras fábulas –sobre todo en la titulada «Escrito en las paredes», una apología del género de la pintada política, tan frecuente en los medios de oposición al franquismo y a otras dictaduras–. En conclusión, en «El magnate y el bufón» se funden las tres dimensiones de la estética de Zúñiga: el hermetismo del misterio y de nebulosa concreción histórica, el humorismo que conlleva la figura del bufón y la experiencia, que en esta ocasión es a la vez pública –la denuncia política– y personal –la rebeldía ante la impunidad de la corrupción. 41

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LAS ENSEÑANZAS

Decía al principio que fue el espíritu de Mijaíl Bajtín el que nos puso en contacto. No es sólo una ocurrencia ni una casualidad. Es preciso un esfuerzo innovador para comprender y explicar la obra de Zúñiga. Y Bajtín aporta los fundamentos para ese esfuerzo, aunque no ofrezca la fórmula precisa. Su pensamiento tiene un carácter abierto que anima a comprender las estéticas que se sitúan un paso más allá de lo convencional, como es el caso de la obra de Juan Eduardo Zúñiga. Zúñiga condensa la experiencia que el siglo xx ha extraído de sus dramas. Y la ofrece en términos positivos: avalada por una rebeldía que transluce la esperanza en el futuro de la humanidad. Por esa razón, lo convencional no cabe en su obra. El ensimismamiento de la rebeldía tiene que apoyarse en el hermetismo –en la medida que es lucha con el mal, con la corrupción y con lo parcialmente muerto y obsoleto, es decir, las fuerzas que se oponen a la igualdad y a la libertad– y en el humorismo, que le confiere a esa lucha la esperanza en el futuro. Mi historia compartida con Zúñiga es, pues, la historia de un proceso de aprendizaje. Ese aprendizaje se puede resumir de la siguiente manera: la teoría literaria se aprende en la lectura de las obras literarias. La teoría del siglo xx creyó que podía ser un discurso autónomo respecto a la imaginación literaria. Incluso ahora, en el siglo xxi, sigue siendo así. La teoría –ya sin el adjetivo «literaria»– se postula como un nuevo pensamiento. Esto es así en el mundo anglosajón, pero se extiende por otras regiones, postulándose como una categoría omnicomprensiva. Sin embargo, mi experiencia es justo la contraria. La literatura –las artes, el dominio estético– es el escenario de una forma de pensamiento que pretende un diálogo entre generaciones remotas. Ese pensamiento está en las obras. La teoría sólo puede aspirar a extraerlo y formularlo. Bajtín aprendió y dedujo su teoría de Dostoievski, Goethe y Rabelais. La teoría de Bajtín tiene sus lagunas. La obra de Zúñiga pone de manifiesto esas lagunas: el simbolismo, el hermetismo y el ensimismamiento, asuntos que Bajtín apenas trató. Por eso, puedo decir que Zúñiga ha sido en mi caso lo que Virgilio para Dante: el guía por el infierno y el purgatorio de la teoría literaria.

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NOTAS 1 La reciente aparición de Recuerdos de vida facilitará la tarea de quienes se aproximen a la obra de Zúñiga. En este libro Zúñiga detalla su proceso de formación como escritor. Puede verse que ese proceso es paralelo y solidario con su proceso de formación personal. Las referencias literarias quedan puntualmente documentadas y también su perfil estético. 2 La interpretación como novela comunista se apoya en que El coral y las aguas recibió el premio Acento cultural de novela en 1959, sin embargo la novela quedó inédita –a pesar de que el premio conllevaba la publicación– hasta 1962 y por la editorial Seix-Barral. En 1960 Luis Goytisolo, que había sido miembro del jurado, fue detenido al aparecer públicamente en Bucarest como miembro del Partido Comunista de España en la clandestinidad. Este hecho tuvo sus consecuencias para el grupo de los socialrealistas madrileños, en el que Zúñiga tenía un papel destacado. 3 Juan Eduardo Zúñiga, Fábulas irónicas. Madrid, Nórdica, 2018.

Juan Eduardo Zúñiga. Hungría y Rumania en el Danubio; las luchas históricas en Transilvania y Besarabia. Madrid, Editorial Pace, 1944.

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BIBLIOGRAFÍA · AA.VV. Relatos españoles de hoy. Ed. Rafael Conte. Madrid, Biblioteca Pepsi, 1970. · Val, Fernando del. «Felicidad Orquín, luz detrás de la puerta». Turia 109-110, mayo 2014, 269-274. · Zúñiga, Juan Eduardo. «Destellos de la memoria». Lucanor 6, 1991, 194. · Zúñiga, Juan Eduardo. «Largo noviembre de Madrid y otros libros». Literatura en la Guerra Civil. Madrid, 1936-1939. José Esteban y Manuel Llusiá, comps. Madrid: Talasa ediciones, 1999, 141-148. · Zúñiga, Juan Eduardo. Fábulas irónicas. Madrid, Nórdica, 2018. · Zúñiga, Juan Eduardo. El coral y las aguas. Inútiles totales. Ed. L. Beltrán Almería y Ángeles Encinar, Madrid, Cátedra, 2019. · Zúñiga, Juan Eduardo. Recuerdos de vida. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2019.

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Por José María Pozuelo Yvancos

LA TRILOGÍA DE CUENTOS fantástico-simbólicos de Juan Eduardo Zúñiga Hay varias condiciones que convierten a un autor en clásico. Y puede decirse que Juan Eduardo Zúñiga es de los pocos que las reúnen. Una de ellas, que parece externa, son las reediciones. Los libros tienen su momento, pero sólo aquellos que lo trascienden alcanzan aquella categoría. No es un hecho menor que en 2011 se reeditara La trilogía de la guerra civil en Galaxia Gutenberg y que en 2013 apareciera en esa misma editorial la reedición de Misterios de las noches y los días, libro nacido en 1992, que redescubría al otro Zúñiga, el más escondido y secreto, el que más que otra cosa revela a un poeta de la prosa. Y en el año que acabamos de dejar, 2018, ha aparecido Fábulas irónicas, que recoge cuentos inéditos pero también otros aparecidos tanto en la revista Triunfo en 1972 como en «Babelia» (suplemento del diario El País), en 2004 y 2006.1 Otro hito de su consideración de clásico es que podemos celebrar la reciente aparición en Cátedra, que es la editorial cimera en edición de nuestros clásicos contemporáneos, de las dos novelas El coral y las aguas e Inútiles totales, a cargo de los profesores Beltrán Almería y Ángeles Encinar, cuyo estudio Introductorio acaso sea la mejor forma de entrar en el mudo de Zúñiga para quien no lo conozca. Precisamente en el estudio Introductorio que sitúan al frente de esa edición, Luis Beltrán y Ángeles Encinar unifican los tres libros de cuentos de los que me propongo analizar en este artículo. Lo hacen en el apartado titulado «Misterios, brillos y fábulas», que sitúan tras los análisis de La trilogía de la guerra civil (formada por «Largo noviembre de Madrid», «La tierra será un paraíso» y «Capital de la gloria») y luego de analizar de modo CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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exento el libro Flores de plomo, cuyas historias están unificadas por el escritor Mariano José de Larra. Luis Beltrán y Ángeles Encinar se refieren en ese estudio a un texto de Juan Eduardo Zúñiga en respuesta a una pregunta del escritor Manuel Longares que proporciona una clave estética fundamental de las obras que me propongo analizar: Este libro fue una prueba a la que yo mismo quise someterme, ver si era capaz de crear situaciones realistas, pero con un núcleo misterioso, que no podría explicar la lógica y que buscaba la complicidad del lector, que debía interpretar las claves secretas. Eran cuarenta relatos muy breves, casi microrrelatos, con un estilo más bien poético y en todos hay una propuesta inquietante.2 Los rasgos que Juan Eduardo Zúñiga selecciona como resultado de una intención novedosa en su estilo son en gran parte compartidos por los tres libros que van a centrar mi atención: Misterios de las noches y los días, Brillan monedas oxidadas y Fábulas irónicas que formarían, a mi juicio, una trilogía muy diferente a la de la Guerra Civil y que me propongo denominar Trilogía de cuentos fantástico-simbólicos. No puede decirse que en todos los cuentos de los tres libros ocurra en igual medida, pero los tres rasgos señalados por Zúñiga desarrollan una atmósfera compartida por los cuentos de los tres libros. El primero de los rasgos es el estilo poético. El segundo es que en todos se contiene un misterio, un halo existencial que no es realista, ni puede explicarse desde la lógica. El tercero es que en todos los cuentos se esconde una verdad existencial que, en términos de clave secreta, debe ser descubierta por el lector.3 Con todo, no nos confundamos en esto: no es prosa poética la que escribe Zúñiga, su poesía no es de fraseo rítmico, aunque su prosa esté muy medida y cuidada; la escultura poética a la que me refiero tiene que ver con que sus narraciones se plantean como estampas que quedan grabadas al modo como se hace una pieza bruñida, son nacidas para releerse, para volver a ellas una y otra vez, convencido el lector de que el halo que desprenden se corresponde mejor con la emoción que despiertan ciertos poemas que con los cuentos propiamente dichos. Y ello porque, como ocurre en los buenos poemas, invitan siempre al lector a una lectura en clave alegórico-simbólica, que va más allá de su anécdota concreta y alcanzan un núcleo fundamental de la experiencia humana en general. Ningún lector desconoce que tal repliegue simbólico, que lleva la anécdota más allá 45

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de ella misma en la esfera de su significación, es precisamente el rasgo en el que reside la almendra de lo que es un buen cuento, tal como lo señalaron Edgar A. Poe en el ensayo-prólogo titulado The Philosophy of Composition que publicó al frente de su poema The Raven, y tuvo eco posterior en los que quizá sean los escritores en español que mejor han definido las características del género, el argentino Julio Cortázar y el español José María Merino.4 Que haya podido caracterizarse la mayoría de los cuentos de esta trilogía, como hace Antonio Garrido Domínguez para Misterios de las noches y los días especialmente, tiene que ver, a mi juicio, tanto con los elementos de significación universalizadora que implican tanto su tratamiento de los personajes, que han sido alejados de una precisa notación realista (hasta carecer como veremos en algunos incluso de nombre propio), como en el tratamiento espacial y temporal. A diferencia de lo que ocurría con los personajes de los cuentos de La trilogía de la guerra civil, los de la trilogía que vengo analizando, funcionan más como criaturas en las que se encarnan ciertas fuerzas simbólicas elementales. Con todo, hay que decir que, si bien en el tratamiento de los espacios la Trilogía de la guerra civil se ciñe muy particularmente a la geografía madrileña, el tratamiento de los personajes reunía ya el sesgo de criaturas cuyo destino es un ejemplo de otros muchos, y más que como entes particulares en la singladura de una biografía concreta habían sido tratados como héroes de una particular épica de resistencia deducida de una situación o acción dramática, a menudo trágica. Los personajes de la Trilogía de la guerra civil han sido sorprendidos en una dimensión espacial y temporal muy definida (el Madrid de la guerra e inmediata posguerra), en cambio los personajes e historias de los tres libros de la Trilogía fantástico-simbólica tiene vocación anacrónica y muchas veces ucrónica. Sus posiciones son muchas veces insólitas e inesperadas, y reúnen al mismo tiempo cierto halo fantástico. Sostienen Encinar y Beltrán en el estudio introductorio citado, (págs. 41 y 42) para los personajes de los cuentos incluidos en Misterios de las noches y los días: El ámbito de lo real se transgrede por la presencia por la presencia de lo ilógico, mágico o insólito y muestra un mundo turbador e inextricable. «La esfinge», «El soldado», «El mensaje», «El ángel», «La gitana», «La sombra», «La madre» y «El ahorcado», entre otros, toman como temas fundamentales el amor y la muerte y acogen voces del más allá, rostros difuntos que se reencarnan en CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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los vivos, brujas hechizos y gitanos que producen amores frenéticos, viajes hacia la muerte, transformaciones; es decir una amplia variedad de posibilidades dentro de lo fantástico. Además de los personajes en los ámbitos no familiares y míticos que Zúñiga dibuja se están desarrollando situaciones que es difícil ubicar en un espacio histórico concreto y particular. Aunque hayan sido situados en la clasicidad (así Fabulas irónicas), el Romanticismo (Misterios de las noches y los días) o las ciudades en nuestros siglos xvi y xvii (Brillan monedas oxidadas), no es tanto para que cobren de cada una de las tres épocas señaladas, y de los espacios anejos, una significación definida y válida para ese tiempo y lugar, sino para proponerse como premodernos y, por tanto, más proclives a una fabulación no realista, en cierto modo perteneciente a un mundo cuya caracterización espaciotemporal se ha clausurado, es pretérito, pero que en la dimensión semántica de su narración, arrojan una lección universal, mítica que pertenece a todo tiempo y lugar y, por tanto, no es conclusa. Ese desplazamiento del discurso a las dimensiones simbólicas es el que Zúñiga califica de poético, porque es el que suele darse en la poesía. La narrativa poética de los Misterios de las noches y los días es literatura en estado puro. Otra condición para llamar a Zúñiga clásico es esa pureza conseguida de maestro del idioma, que ha desnudado sus cuentos de toda adscripción anecdótica para que revelen algo fundamental y primigenio. El lector vuelve a reconocer en Zúñiga la emoción que le despiertan Chéjov, Pushkin, Turgueniev, por citar tres de sus afiliaciones más queridas, cuando más allá de lo contado en sus anécdotas, lo que interesa recoger es el latido que no se oye, ese lugar del corazón que queda soterrado, y que únicamente la gran literatura es capaz de oír. Es muy significativo que la mayoría de los personajes que pululan por los cuarenta cuentos que contiene el libro (en dimensiones breves, el más largo tendrá apenas seis páginas) carecen de nombre; son el joven noble, el duque arrepentido, el valiente húsar, la madre del soldado, la amante despechada, el traidor, la gitana inalcanzable etcétera. Ni tienen nombre ni hay topónimo alguno, se mueven estos personajes por lugares que recuerdan los escenarios gratos al mundo del Romanticismo, los que la literatura narrativa del xix retrató: hay lagos o estanques, el medio de transporte es el carruaje, alguna historia se desarrolla en el cenador del jardín, o en la estancia del palacio, hay un neceser con 47

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recónditos cajones, retratos escondidos en ellos y cartas antiguas de amor. Y hay la estatua de la esfinge que se hace viva, como le ocurre a un ángel. Como el de las Sonatas de Valle Inclán, es un mundo arcaico de señores y criados en escenarios que parecen ser de otro tiempo. Pero están el amor y la muerte, que no tienen época predilecta y que vienen a trastocar en cada cuento una situación fundamental que comunica con lo nuestro. Esa presencia de la muerte, del recuerdo amoroso, de la deuda pendiente, de aquello que alguien no hizo o del secreto que guardó, confiere al conjunto una unidad presidida también por otro fenómeno fundamental del libro: la comunicación de vivos y muertos. Parecen cuentos de almas muertas, y el aire fantástico que proporciona esa característica del que regresa (por ello el fantasma es llamado en francés revenant, el que vuelve del otro lado) está acompasado con un decir sin aspavientos, muy armonioso. Lo conciso de la prosa no le resta armonía, es más, contribuye a que cada párrafo parezca el resultado de una labor de lima y corrección que lo ha despojado de todo lo ornamental o superfluo. Zúñiga es maestro del idioma, pero no es autor sinfónico; siendo el Romanticismo el mundo de estos cuentos cabría decir que, tras leerlos, entran ganas de escuchar música de cámara, por ejemplo, al Schubert del cuarteto La muerte y la doncella, para no salir de ese mundo de belleza y misterio que Zúñiga ha convertido en palabra. Si tuviera que elegir un adjetivo crítico para los quince cuentos que alberga Brillan monedas oxidadas (2010) hablaría de ejemplares, como Cervantes ideó sus novellas. Confirman la convicción de ser Zúñiga un gran maestro del cuento, pues los escribe como pocas veces se han hecho en castellano. Y esa convicción nace a pesar de lo difícil que resulta, leyendo estos relatos, contestar a la pregunta ¿de dónde extrae su maestría?, ¿por qué resulta tan original? Cuando sabemos su afición hacia la gran literatura rusa y que a ella pertenece Anton Chéjov, uno de los autores sobre los que Zúñiga ha escrito, no es difícil caer en la tentación de fijar esta filiación (que es afiliación en todo caso) con la tranquilidad de que nadie va a desmentirla. Pero quedaríamos en poco si nos limitásemos a decir que Zúñiga es hijo de Chéjov (con la paradoja de ser lo mejor que de un cuentista puede decirse), porque, siendo cierto, no es todo. En Brillan monedas hay una dimensión fundacional, una forma que es originaria y que sin embargo, al leerla, no nos resulta extraña, aunque no sepamos decir bien de dónde proviene. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Quizá la respuesta a esta serie de paradojas resulte sencilla en el fondo. Ocurre así porque estos últimos cuentos de Zúñiga atraviesan los tiempos y las literaturas. Zúñiga narra cuentos que son «el cuento», lo que nunca dejará de ser ese género, pase el tiempo que pase y se escriba donde se escriba. En «El ramo de lilas» hay atmósferas de Melville, con la historia de un marino, Marbec, anclado en un puerto de mar, que ve en el otro el espejo de lo que pudo ser, y marcha a serlo. En un final abrupto un encuentro, una mirada, todo lo resuelve. Otro relato («El festín y la lluvia») trae un salón de la nobleza donde aburridos contertulios hablan de naderías en una atmósfera en la que la muchacha joven se ahoga, y termina huyendo hacia la lluvia, que cae fuera pertinaz y constante. Surge en otro cuento («El Molino de Santa Bárbara»), una gitanilla que parece Preciosa, y acaba siendo como la quijotesca Marcela, con quien comparte un grito de libertad que ningún amor puede atar. Muchos de los cuentos del libro, como los enumerados, son emblema de un aliento, un desasosiego, un principio de rebeldía, que mantiene viva la llama que salva a sus protagonistas de la vida mediocre, de la insulsez, de la avaricia, o la esclavitud, como ocurre en «Jazz Session», en que el camarero, nuevo esclavo, eleva su superioridad inmarcesible. También resulta soberbia la manera cómo la repartidora de pizzas, en su zigzagueante y penosa travesía por las amenazadoras calles de un Madrid noctámbulo, rescata de repente toda su dignidad de lady Godiva, con un golpe magistral que lleva el cuento «Has de cruzar la ciudad» a otro lugar, de alborozada libertad. El estilo de Zúñiga contiene un recurso que he encontrado varias veces y que regala a los cuentos una expresividad enorme: de repente, alguien dice la naturaleza, lo primitivo y, sin esperarlo, aparecen las estrellas o el olor de la lluvia, el campo. Como contrapunto de lo que viven las criaturas, se ofrece lo que permanece y dura. Cuando en el titulado «Agonía bajo el manto de oro» (que trae atmósferas de fábula como si se tratase de Las mil y una noches) una vieja está reclamando más y más oro, leemos el pensamiento de quien la escucha: «Ahora fuera es de noche y el aire frío tendrá olor a lluvia y en el firmamento las estrellas hermosas y brillantes estarán como siempre a pesar de que nosotros aquí nos afanamos y morimos». O cuando en otro cuento, para la locura de amor, se convoca «el zumo de las rojas amapolas que arrebata el alma» (pág. 88). Tan fulgurantes imágenes de un fraseo poético muy contenido, 49

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van dando la cifra de aquella ejemplaridad fundamental, de estirpe ética de la que habló Benjamin. Es la que poseen las viejas historias y que, en manos de Zúñiga, refulgen con novedoso brillo. Hay una segunda serie, formada por historias antiguas, ambientadas en los siglos xvii y xviii. Otra vez emerge la rebeldía, pero a este leitmotiv se añade la dimensión que proporciona el rosario de criaturas afligidas, menesterosas, como ese campanero de la iglesia de San Sebastián, rigor de toda desdicha, o la manera sutil con que un cuento, que parece fantasmal, ha nacido para decir el miedo de una familia morisca de ser descubiertos. El final del cuento descubre aquella herida del alma, no poder ser quien se es. O la fatal suerte de quien, muy pobre, asesina por sobrevivir, aunque en balde. Hay una excelente condición estilística del acercamiento de Zúñiga a los personajes pobres y desgraciados, que sí parece provenir tanto de Cervantes como de su afición a la literatura rusa: la piedad. No es Zúñiga naturalista, no tiene su estilo ambición de más realidad, ni su condición es la del realista que mira inerte, sino la de quien acompasa la mirada sobre la realidad al latido del alma de quien la goza o, sobre todo (suelen sus personajes estar de ese lado), la padece. Así ocurre con la magistral forma con la que en el cuento titulado «La gran mancha verde» se enfrenta al futuro de un niño que tiene que ir con su padre a trabajar y no puede seguir estudiando. La duda del maestro, la gran pregunta sobre qué China (la gran mancha verde del mapa) le serviría conocer, es elocuente, pero se ofrece como la buena literatura sabe hacerlo, dejando que el lector entienda, sin necesidad de más palabras. Terminaré mi recorrido por esta nueva trilogía que me he atrevido a calificar de cuentos simbólicos, con las historias incluidas en Fabulas irónicas, libro que, como he dicho, recoge desde 1972 hasta el presente. Luis Beltrán Almería en el artículo titulado «La fabulación irónica de Juan Eduardo Zúñiga», antes citado, hace una historia del proceso de conocimiento suyo de este libro, iniciado incluso en su lectura de un manuscrito que, «hace exactamente veinte años» (dicho en 2018), le facilitó el propio Juan E. Zúñiga. De la curiosa historia externa del nacimiento de ese libro, y más allá de las discrepancias del profesor de Zaragoza sobre la denominación de «fábulas» e «irónicas», interesa fijarse en que el proceso de gestación del libro era dilatado, pero también muchas veces esas fábulas habían nacido como trasunto de situaciones y actitudes políticas concretas cuando las actividades de resistencia CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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al franquismo, como ocurre singularmente en «Escrito en las paredes» o bien la influencia, muy bien señalada por Luis Beltrán, que tuvo sobre ellas el modelo en que pudo Zúñiga inspirarse: Momentos estelares de la humanidad. Doce miniaturas históricas, de Stefan Zweig. Añade Beltrán además alguna explicación muy ilustrativa sobre la circunstancia histórico-política que hay detrás de la titulada «El magnate y el bufón». Es decir, que en el largo proceso de gestación las Fábulas habían ido metamorfoseándose desde el origen inicial que les había dado nacimiento o inspiración, hasta la forma simbólica posterior recibida. Este libro parece haber nacido para desmentir aquella reflexión de Walter Benjamin sobre nuestro tiempo, que aseguraba carente de fábulas memorables. Aunque en realidad, bien mirado, la confirma, porque escribe Juan Eduardo Zúñiga diez piezas que tiene en común no parecer actuales, referidas como están a mundos antiguos, de Grecia, de Roma, del Asia Menor, protagonizadas por Arquímedes, Nerón, Catalina la Grande de Rusia o el Estilita. Con todo, han querido los tiempos que vivimos, ahítos de tiranías retornadas, que estas fábulas parezcan nacidas para decir el momento presente. O todo tiempo histórico, tan semejante al anterior. Nunca ha dejado de haber sinrazón, nunca servilismos, y nunca artistas o pensadores que se hayan resistido a ellos. Aparece en dos de las historias la figura del bufón de corte, en otras el científico, o el poeta, y todas están atravesadas por la idea de resistencia al poder y la tiranía, que se manifiesta de muy distintas maneras, aunque casi todas están referidas al enfrentamiento de una individualidad creadora frente a los dictámenes de la conveniencia o el dictado del soberano, emperador o rey. Tiene Zúñiga el acierto de haberlas titulado fábulas, porque son historias que esconden algún poso mítico, de sustancialidad sobrevenida desde siempre y para siempre. El aire narrativo elegido por Zúñiga contiene una prosa clásica, reflexiva, pero no ensayística, más bien poética como dije antes. En una de las más memorables, la titulada «Arquímedes, intelectual comprometido», se aborda la cuestión crucial de la responsabilidad del creador en tiempos radicales, de vida o muerte. Consigue Zúñiga evitar las salidas fáciles que tal dilema plantea, y sale por lo más inesperado, ideando un final insólito, pero por ello más elocuente. Una de sus más hermosas fábulas, la titulada «Escrito en las paredes» trata de la escritura como medio de libertad y de los esfuerzos del poder por someterla. Papel, pergamino, 51

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cintas magnéticas, barro cocido, se han alternado para ese minúsculo y poderoso mecanismo de resistencia de la memoria. El libro, que se había abierto con la dialéctica de la memoria y el olvido, sitúa bien el nacimiento mismo de la literatura como forma privilegiada de resistencia a esa inanidad que todo poder favorece. Se trata de diez piezas concebidas como si fueran cuentos, que sin embargo componen un conjunto armónico que parecen funcionar a modo de exempla, según quería la tradición clásica. Quizá el sintagma tradición clásica sea el que más conviene a Zúñiga, nuestro particular Séneca. Uno tiene la impresión, conforme va leyendo, que estas piezas son medallones intemporales que valdrán para siempre. El adjetivo «irónicas» del título es muy pertinente al contenido y tono. Al contenido por servirse de elementos paradójicos, como es el gran poder del pequeño frente al grande o del siervo frente al señor; en general de la realidad frente a las mistificaciones que el poder ha ido suplantando. Pero también está la significación irónica porque en algunas de las historias se vindica la radical dimensión revolucionaria del humor, como cuando resuelve la historia de la soberbia del Estilita apelando a las dimensiones más prosaicas de las humanas necesidades durante su vida en la columna. Para hablar de Juan Eduardo Zúñiga, he recurrido sin proponérmelo a Cervantes, Melville, Chéjov, Valle Inclán. Escritores de otra dimensión que los otros, esa dimensión que cobra cuerpo en este nuestro querido Zúñiga, tan pequeño de cuerpo y aparentemente frágil, tan pidiendo perdón al resto por estar, que nadie diría que íbamos a estar celebrando sus cien años. Ojalá sea el momento de que España descubra a uno de sus grandes del siglo.

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NOTAS 1 Hay divergencia de fecha en las alusiones que los especialistas hacen a esa fuente de la Revista Triunfo para las primeras Fabulas irónicas. En el extenso y completo Estudio Introductorio que Luis Beltrán Almería y Ángeles Encinar publican en su edición reciente del libro Juan E. Zúñiga: El coral y las aguas. Inútiles totales, Madrid, Cátedra, 2019, pág. 47, sitúan en 1972 la aparición en Triunfo de las primeras fabulas irónicas. Luis Beltrán, en el artículo titulado «La fabulación irónica de Juan Eduardo Zúñiga» (Solo Digital Turia, 2018), había escrito «de esas ocho, cuatro habían visto la luz en la revista Triunfo en 1973». El propio autor ha corregido esa errata, pues se trata de 1972 según consta ya en el citado estudio Preliminar. 2 Manuel Longares: «Una charla con Juan Eduardo Zuñiga» en Quimera, 227, marzo de 2003, págs. 39-40. 3 Tanto el adjetivo existencial como la naturaleza fantástica fueron convocados muy bien respectivamente por los críticos Santos Sanz Villanueva («La narrativa

de Juan Eduardo Zúñiga; apuntes encandenados», Turia, núm. 109-110 (2014), págs. 184-197 y Antonio Garrido Domínguez: «Magia y fantasía en Misterios de las noches y los días, Hispanófila», 179, enero 2017, págs. 15-21 y «J.E. Zúñiga al trasluz de la estética simbolista» en Ínsula, 768, 2010, págs. 14-16. 4 Julio Cortázar lo desarrolló tanto en su conocida conferencia de la Habana, «Algunos aspectos del cuento» (1962), recogido en Julio Cortázar: Obra Crítica. Volumen ii. Edición de Jaime Alazraki. Madrid, Alfaguara, 1994, págs. 365-385, como en «Del cuento breve y sus alrededores» en Ultimo round. Madrid, Debate, 1969, págs. 42-55. Jose María Merino en diferentes lugares de sus ensayos, tanto de Ficción continua (2004) como de Ficción perpetua (2014). Los he recorrido en mi estudio «La poética narrativa de José María Merino» en José María Pozuelo Yvancos y Natalia Álvarez Méndez: Pensamiento y creación literaria en Sabino Ordás (J. Mª Merino, J.P Aparicio y L. M. Diez), Madrid, Visor, 2017, págs. 107-122.

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Por Natalia Arséntieva

TURGUÉNIEV Y ZÚÑIGA: Misterios narrativos

Los dioses de cara impasible son eternos, No les importa el duelo de la Tierra. Pero en ti, el hombre breve, Sólo lo pasional es realmente bello. Valeri Briúsov

Tanto en su libro Desde los bosques nevados como en el ensayo biográfico Las inciertas pasiones de Ivan Turguéniev, Zúñiga descubre a un Turguéniev heterodoxo, muy distante del realismo con el que se le suele identificar, y sensible a problemas místicofilosóficos. En su narrativa destaca la inmersión en la profundidad psicológica, pero, sobre todo, la revelación de nuevas verdades, como si el escritor ruso rechazara las apariencias de la vida para mostrar su naturaleza y sentido oculto. Zúñiga se ha dedicado al estudio de la biografía de Turguéniev, pero al mismo tiempo ha recibido de él una poderosa influencia literaria. Este asunto ha sido planteado en el libro El simbolismo de Juan E. Zúñiga de Luis Beltrán, que descubre en la narrativa de Zúñiga una serie de motivos característicos de los personajes de Turguéniev. El objetivo de nuestro trabajo es profundizar en el análisis comparado de las estéticas de Turguéniev y Zúñiga a través del estudio de Misterios de las noches y los días del último, donde con mayor evidencia se manifiesta la afinidad de su método creativo con el del célebre escritor ruso. La narración en esta obra tan especial se despliega en una serie de relatos místicoalegóricos que parecen partes de un enorme mosaico, en el cual cada tesela tiene belleza propia, pero sólo cobra sentido como elemento constitutivo de una unidad de forma y sentido. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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En el mencionado libro, Beltrán señala como aspecto más característico en la obra de Zúñiga la destrucción del mundo idílico, del espacio familiar. En Misterios de las noches y los días, ese conflicto se resuelve mediante la representación del ideal estético del escritor. Esta colección de cuentos puede considerarse su testamento espiritual. Compuesto de cuarenta narraciones breves, Misterios de las noches y los días está concebido en forma de un drama mistérico en prosa. De ahí que para hacer un análisis comparado de este libro con el ciclo de los «relatos misteriosos» de Turguéniev («El sueño», «El perro», «El canto del amor triunfante», «Clara Milich», entre otros), así como con su Senilia. Poemas en prosa, sería importante conocer las propiedades del drama mistérico como género literario que hunde sus raíces en los misterios egipcios antiguos, una serie de rituales y prácticas dirigidas a recuperar la esencia divina transcendental del alma humana a través de la comunicación con lo sagrado. Uno de los primeros estudios de este fenómeno, a caballo entre mito, rito y literatura, fue el tratado Sobre los misterios egipcios, de Jámblico. Autor neoplatónico, adepto a la teúrgia, uno de los cultos mistéricos del helenismo tardío, Jámblico describe estas prácticas como un complejo sistema de imágenes visibles, destinados a representar simbólicamente lo invisible de la comunicación entre lo humano y lo divino. En la obra de Zúñiga este misterio irrumpe en los ritmos cíclicos de la vida humana constituidos por la cadena de noches y días para elevar al hombre de la rutina de lo cotidiano hacia lo verdaderamente superior y valioso. Al igual que en los misterios del mundo antiguo o en autos sacramentales medievales, renacentistas y barrocos, la estética mistérica comprende la presencia de las potencias trascendentales en la vida humana. Aunque, según Jámblico, «el género de los dioses es el más elevado, superior, perfecto», mientras que «el del alma es último, deficiente y menos perfecto», ésta tiene facultades que le permiten «participar de lo divino parcialmente» (Jurado 1997, 52). De ahí que tanto Turguéniev como Zúñiga introduzcan en su sistema de personajes a seres superiores: dioses y «esencias intermedias» de la mitología clásica y helenística (los daimones, sátiros y ninfas), las figuras de los ángeles y los demonios del acervo cristiano, así como las apariciones y fantasmas, procedentes del culto a los muertos o del espiritismo. El misterio viene representado en las descripciones paisajísticas, que tienen una dimensión espiritual. La naturaleza en ambos escritores actúa como una fuerza creativa que influye en 55

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el estado mental de los personajes. La imagen de la luz es fundamental. En la mistagogía simbólica de Turguéniev y Zúñiga las imágenes de la luz simbolizan lo divino que ilumina desde fuera con una luz inmaterial. Las horas de tránsito al amanecer o al atardecer, cuando todo es vago, impreciso, lleno de extraños presagios, es el tiempo del misterio, al producirse el contacto entre dos esferas de la realidad. La niebla, el tiempo gris, otoñal, los días de lluvia o aguanieve transmiten la idea de alejamiento del ser humano de las fuentes de la luz divina. Los grises paisajes otoñales, la penumbra de los interiores crean una sensación de angustia. En cambio, las soleadas extensiones verdes en Turguéniev y los magníficos paisajes montañosos en Zúñiga devuelven el sentido perdido de perspectiva y esperanza. La narración de Zúñiga gira en torno a una serie de cuestiones de carácter místico-filosófico: cómo se manifiestan la generosidad y los efectos felices de los seres superiores sobre los humanos, por un lado, y cuál es la actitud humana hacia lo misterioso; indaga en la dicotomía entre el libre albedrío y la fatalidad en el destino del hombre, cuál es la naturaleza de la felicidad y del infortunio en esta vida y si tiene o no la vida y la actividad humana continuidad en el más allá. Es muy probable que en la realización de estas tareas el escritor español haya contado con la experiencia artística de Iván Turguéniev. I. EL MISTERIO DE LA METAMORFOSIS

Es sorprendente la coincidencia del motivo de la metamorfosis estatuaria en los cuentos «Reliquia viviente» de Turguéniev y «La esfinge» de Zúñiga, con el que se abre Misterios de las noches y los días. La tensión dramática en la obra literaria de los dos autores, en parte, se debe a que su pensamiento se balancea entre la actitud escéptica, por un lado, y la místico-filosófica, por otro. Frente a la idea del carácter accidental de la vida humana, el ideal en su narrativa se apoya en el concepto de la providencia y la participación de la esfera de lo divino en la actividad humana. La tragedia ocurrida con una joven campesina, bella, inteligente, buena cantante, que ha perdido la movilidad en el relato «Reliquia viviente» de Turguéniev, al parecer, se debe al puro azar. Al verla en esta penosa situación, el narrador, que la conocía alegre, llena de vida, al principio se queda aterrado por su aspecto inerte, parecido a una estatua yacente de un sepulcro: «La inmovilidad cruel petrificada de un ser vivo, infeliz, se ha transmitido a mí: yo también me sentí inmovilizado» (I, 324).1 Al saber CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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que ella no ha perdido el don de cantar e incluso lo transmite a una niña, ya no siente horror, sino lástima y piedad. No obstante, hablando con Lukeria, se da cuenta de que ella no se queja de su nueva condición, sino todo lo contrario. La aprovecha para ser feliz de otra manera y sentir la plenitud de la vida que en ningún caso podría gozar si fuera privada de la soledad contemplativa en la que actualmente se encuentra. De acuerdo con la religión ortodoxa, la joven interpreta lo ocurrido como amor selectivo de Dios hacia su destino: «Me ha mandado una cruz, pues, me quiere». El amor de Dios, del que habla esta joven mujer, ha sido para ella el camino de la ascensión espiritual que ha elevado su alma hacia las alturas incomparables con la felicidad en el amor que la esperaba en esta vida terrenal. De ahí que Lukeria no se sienta desgraciada, y el narrador observa en su aspecto físico la pérdida de lo humano y el tránsito a lo inmutable y eterno: «Me miró, y sus párpados oscuros, cubiertos con pestañas doradas, como las de las estatuas antiguas, se cerraron de nuevo» (I, 326). Lukeria no sólo sueña con ser la novia de Cristo, a la que algún día el señor lleve al reino de los cielos, liberándola del sufrimiento, sino que su propio destino lo interpreta como misión sagrada, que consiste en expiar los pecados de los demás, según las palabras de sus padres difuntos que se comunican con ella a través del sueño: «No sólo has liberado tu alma del pecado, sino también a nosotros nos has liberado de un peso enorme. Has hecho nuestra vida más fácil. Ya has acabado con tus pecados y ahora sobre nuestros pecados estás triunfando» (I, 327). El presentimiento de la joven sobre su muerte prematura e inmediata no tarda en hacerse realidad. En el relato de Zúñiga «La esfinge», el hombre con un alma sensible desde su infancia se queda impresionado por una esfinge de piedra que veía cada vez que cruzaba con su madre un puente camino al parque. La observa intentando penetrar en su misterio. Interroga a los padres, pero nadie sabe darle respuesta, quién puso aquí a esta fantasiosa criatura y con qué objetivo. Incluso su profesor le desaconseja pasar por el puente para que no tome un camino peligroso. No obstante, el personaje sigue año tras año pasando junto a la estatua hasta que le parece que le habla en un lenguaje críptico, indescifrable. Está fascinado por su figura poderosa que domina la ciudad desde su alto basamento con una mirada un poco altiva, fría y dominante. No obstante, un día la ve abatida entre los escombros de una casa derrumbada y en este momento en su alma entra la angustia por algo que le daba sentido de protección y, de repente, ha dejado de existir. Desde enton 57

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ces la imagen de la esfinge empezó a aparecer siempre, estuviera donde estuviera, ante él como un espectro, acompañando todos y cada uno de los acontecimientos de su vida. La hermenéutica de la estatua se remonta a la religión politeísta, donde las representaciones de figuras humanas, zoomorfas o híbridas eran divinos acompañantes del hombre, soporte firme y garante del orden, obras de arte escultórico, que, según el tratado hermético Asclepio, son «dioses terrenales». En la teología pagana la estatua como objeto de culto se consideraba divinidad viva, residente en una obra de arte de piedra o metal, capaz de asesorar al ser humano y hacerle sentir la proximidad de lo sagrado inalcanzable, de satisfacer el instinto de aspiración a la existencia de un poder superior. De ahí la importancia de la écfrasis estatuaria en «La esfinge» de Zúñiga, que tiene una dimensión sacramental. Destinada a ser protectora de la ciudad, erigida para cumplir con su función habitual apotropaica, propia de las estatuas de diversos monstruos y leones del mundo antiguo, la esfinge queda derruida, pero su espíritu no puede existir en el vacío: entra en un cuerpo humano para poseerlo y transformarse en sustancia duradera que retoma su misión interrumpida. Poseído por este extraño poder que la silenciosa e inmóvil figura de la esfinge con sus garras dispuestas a despedazar estaba ejerciendo sobre su alma, una tarde el personaje empieza a sentir que su cuerpo se convierte en duro granito, el mismo que el formidable cuerpo del monstruo egipcio. El protagonista no es un hombre cualquiera, en él se manifiesta la selectividad del destino debido a su sensibilidad místico-religiosa. Miles de personas cruzan el mismo puente, pero sólo uno queda cautivado por la estatua, y es elegido por ella para continuar su labor bajo la lluvia, sol o nieve, convirtiéndose en guardián de su ciudad natal. Así, en ambas historias, la posesión de las almas humanas por parte de los poderes de orden superior (Cristo, esfinge) puede ser considerada no como una coacción que limita la libertad del hombre o como fatalidad, sino como consecuencia natural de la altura de su nivel espiritual, que permite al ser humano dejar los valores de este mundo a favor de lo supremo y lo divino. Los personajes de Turguéniev y Zúñiga no necesitan hacer el camino habitual de formación en la Tierra, dado que sus almas, que tienen identidad propia, ya están preparadas para trascender el propósito terrenal del hombre y hacer posible su participación de la obra divina en beneficio de los demás. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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II. EL MISTERIO DEL AMOR

El encuentro con lo misterioso en Turguéniev y Zúñiga asimismo está relacionado con su filosofía del amor. El mito hierogámico de la antigua religión de la fertilidad, que subyace en realidad artística de los escritores, está asociado con el papel transformador de Eros en la vida humana. Frente a la espiritualidad neoplatónica, según la cual la esencia de los dioses está más allá de la naturaleza, en ambos autores la unidad divina nunca se distingue de la unidad del mundo. Si la categoría del amor y eros en Tolstói es una ley natural que actúa solo en los niveles inferiores del ser, contribuyendo a la satisfacción del instinto genérico, y en los niveles superiores pierde su fuerza y se convierte en un valor ilusorio, en Turguéniev y Zúñiga es un principio existencial absoluto inseparable. El cuento «El ángel» del escritor madrileño es una alegoría de lo divino separado de lo humano por falta de conciencia pasional. La mujer, sumergida en la rutina cotidiana del trabajo, al pasar por la plaza cada día ve la gigantesca estatua de un ángel con alas desplegadas que parece observarla desde sus alturas. Enamorada de su belleza, en su corazón invoca al ángel y hasta tal punto es grande su deseo de estar acompañada por este majestuoso ser, que un día el ángel acude a su silenciosa llamada y desciende de su basamento para acercarse a ella, pero no puede ver su gesto enamorado, porque es ciego. Dubitativo, vuelve a su lugar en lo alto de la columna para jamás hacer la nueva catábasis y permanecer eternamente en su solitaria postura, separado de la vida humana. Y la mujer, presintiendo la muerte cercana, se funde con la fría y húmeda sustancia existencial, perdida entre la gente condenada a la soledad, debido a su ruptura con lo divino y bello. La ceguera del ángel es simbólica y puede ser interpretada como impotencia de los poderes superiores de contactar con este mundo por desconocimiento de la naturaleza del ser humano, incapaz de percibir lo bello y lo eterno fuera de la esfera de las emociones. La capacidad de amar es considerada en la obra de ambos autores una de las facultades más sublimes del alma humana que la eleva hacia lo divino. El principio del amor pasional en Turguéniev constituye la ley de la vida, su más misterioso y verdadero sentido. En relatos como «Asya», «Aguas primaverales», «Petushkóv», «Una infeliz» o la serie de poemas en prosa, el comportamiento de los personajes en general no está determinado por la psicología o el entorno habituales, sino por impulsos internos, apenas conscientes, que transgreden el ritmo regular y produ 59

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cen una perturbación emocional en el alma humana. La falta de movimiento, el estancamiento, la quietud de la vida provinciana estallan en una explosión de emociones y fuertes sentimientos de amor, sin los cuales la vida genuina es impensable. La rosa caída en el suelo húmedo y luego quemada en una chimenea simboliza para Turguéniev el alma de una mujer que ha colmado su deseo amoroso, movida por el irresistible poder del instinto, y aunque se siente humillada y destrozada, es feliz (Rosa). Los personajes de Zúñiga encarnan el ideal de Turguéniev de mujeres apasionadas, profundas e impulsivas, que buscan la respuesta a sus inquietudes carnales y espirituales en el hombre, y, habiéndola encontrado, tienden a trascenderla. Amar y ser amado, desperdiciar energía vital en un sentimiento fuerte, justifica la existencia de un hombre en la tierra, el cual, según la intención literaria del escritor, debe vivir de acuerdo con las leyes naturales, y no en su contra. En más de una ocasión lo misterioso divino en la narrativa erótica de ambos autores hace su presencia asimismo a través de las estatuas. Símbolos de armonía y belleza, constituyen el trasfondo apolíneo de la narración. En el mundo estatuario en Turguéniev predominan las esculturas de las villas renacentistas italianas y las de los jardines públicos de San Petersburgo. El espacio idílico en la obra de Zuñiga es la arquitectura del parque del Retiro de Madrid con las estatuas de los dioses de la mitología clásica como trasfondo de acción. Gracias a la écfrasis estatuaria Turguéniev y Zúñiga incorporan en la esfera de lo divino los sentimientos eróticos pasionales de acuerdo con el concepto clásico y helenístico del eros como una fuerza irracional que emana de la esfera de lo transcendental. En «El canto del amor triunfante», Turguéniev pretende que las estatuas de un jardín privado renacentista despierten en Valeria, la mujer del relato, sentimientos eróticos: «tras ella, sobresaliendo por su blancura del sombrío verdor de los cipreses, parecía sonreírle con una risa malvada un sátiro de mármol, acercándose sus finos labios hacia la siringa» (VIII, 345).2 El cuento narra la historia de una bella joven de Florencia casada por sugerencia de su madre con un noble joven Fabio, aunque en realidad estaba enamorada de Mucio, también un joven guapo y noble. Unos años después de su casamiento, tras su estancia en la India, Mucio despierta en Valeria el viejo amor y la seduce contra su voluntad mediante prácticas mágicas. Perturbada, experimentando remordimientos de conciencia como buena cristiana, Valeria, hasta ahora yerma, siente en su vientre «el temblor de una CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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vida naciente». El mismo dilema entre el amor pasional y convencional surge en la miniatura de Zúñiga «El quiosco». El autor nos invita a presenciar el misterio de la reanimación de las estatuas de un parque que, a efectos del sol del verano, recobran vida para volver a convertirse en silenciosas figuras en invierno, ocultas por las nieblas y el frío. A este parque, cada mañana se acerca una dama, víctima de un marido puritano y moralista. Se escapa de la oscuridad de su casa, para disfrutar del sol, de la naturaleza viva, oír el canto de los pájaros y de las ranas, el rumor del viento en las copas de los árboles. Como acudiendo a su demanda de amor, descienden de las estatuas personajes de la Antigüedad clásica: un jardinero joven y dos criados de ambos sexos, para despertar en ella la sensualidad dormida e iniciarla en sus juegos eróticos, liberando su cuerpo para desconocidos placeres. A finales del verano su marido la sorprende e indignado por lo visto, enciende el quiosco, como lugar de pecado, obligando a su mujer a regresar a casa sin volver la mirada hacia atrás, pero ella desobedece y tan arduo es su deseo de quedarse en el lugar que le daba tanto placer que, mirando hacia el cenador en llamas, despacio se convierte en una estatua de mármol, con la mano sosteniendo el chal: «Así, una estatua de resistente piedra proclamaría en aquel parque la irreductible persistencia del amor» (Zúñiga 2003, 31). Esta máxima de Zúñiga se hace eco de «Párate», un poema en prosa turguénieviana que transmite el sentimiento de pasmo y admiración por la belleza femenina similar a la de una venus clásica: «¿Qué dios ha hecho retroceder tus rizos dispersos con su tierna brisa? ¡Sus besos arden en tu frente pálida como el mármol! Aquí está: ¡un secreto al descubierto, el secreto de la poesía, de la vida, del amor! ¡Aquí está, aquí está, la inmortalidad! No hay otra inmortalidad, y no es necesaria. En ese momento, te ascendiste, te volviste más allá de todo lo transitorio, lo temporal. Este momento tuyo no terminará nunca» (VIII, 456). En otras ocasiones, lo sagrado se manifiesta en ambos autores a través de los estados místico-extáticos (tradición dionisíaca). «Las ninfas», un poema en prosa de Turguéniev, transmite al lector el «puro y báquico sentimiento» del narrador, que en un estado de trance invoca con un conjuro al dios Pan y su séquito de ninfas. Como respuesta a su clamor, casi por compromiso, «se oyó el breve susurro de unos livianos pasos, y a través del verde espesor se vislumbró la marmórea blancura de unas túnicas ondulantes, la tersura rosácea de unos cuerpos desnudos... Eran ninfas... ninfas, dríadas y bacantes que salían corriendo hacia el 61

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valle» (VIII, 445). En una de las ninfas el narrador reconoce a Diana e intenta entablar una conversación con ella, pero la diosa se detiene horrorizada por la visión de la cruz, y el autor expresa lástima por la pérdida del mundo de amor y belleza que emanaba de la mitología griega. El cuento «La noche» de Zúñiga ofrece la historia del encuentro del hombre con una ninfa, pero, a diferencia de Turguéniev, no ambientada en la Grecia clásica, sino en suelo eslavo: es un pastiche de las leyendas populares sobre las rusalki, unas ninfas rusas, peligrosas para el hombre por su capacidad de seducción. En una fascinante y poética miniatura, Zúñiga recupera el mito sobre la locura divina que viene de las ninfas que da al ser humano placer e inmortalidad. En la noche de San Juan el pescador corre el peligro de ser poseído por una ninfa de extraordinaria belleza: «en su pelo temblaban puntos de blanca luz, y la tela de una larga túnica que vestía daba un resplandor suave» (Zúñiga 2003, 161). No obstante, el pescador no deja que la rusalka le arrastre al fondo del río sino que, con un esfuerzo increíble, la saca del río, y los dos experimentan el gozo supremo en medio de la mágica noche de verano. III. EL MISTERIO DE CONTACTO ENTRE LOS VIVOS Y LOS MUERTOS

El fantasma de una joven que murió por el amor en el relato «La calma» de Turguéniev hace su aparición ante el hombre culpable de su muerte, como algo blanco que pasara por el suelo... En el relato «La desdichada», una joven suicida se le aparece al narrador como un espectro: «En aquel momento me pareció que en la ventana estuviese sentada, apoyándose en las manos, una pálida silueta femenina. Las velas se apagaron. La habitación estaba oscura». (VII, 176). Pero es el relato «Clara Milich. Después de la muerte» donde el tema de la muerte por el amor y la comunicación amorosa con el fantasma de una persona muerta se convierte en el tema clave de la obra, que todavía recibe en el autor ruso el tratamiento romántico, como manifestación del poder oscuro e inconsciente del instinto amoroso con un toque de vampirismo. Clara, una joven enamorada de Aratov, un estudiante soñador, indiferente a sus sentimientos, frío y distante, decide poseer al ser amado más allá de la muerte. En Zúñiga, el motivo de comunicación con el mundo de los muertos adquiere carácter más extenso y se convierte en el trasfondo de una serie de cuentos sobre la esfera afectiva, predominantemente, amorosa. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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En la mayoría de los casos, el contacto con la persona de la que el difunto estaba enamorado, está dirigido a renovar las relaciones sentimentales, cuando la pasión no se extinguió durante la vida, como ocurre en «El secreto», donde el fantasma del novio difunto aparece ante su amada para aliviarla del dolor y hacerla feliz en sus brazos. En el cuento «La camisa», una joven muerta viene de noche desde el otro mundo a visitar a su amiga íntima para no dejarla sola y continuar dándole placeres eróticos. En otros casos, los muertos se hacen sentir si en una relación amorosa, cuando estaban con vida, algo quedaba sin terminar o por decir. Una colegiala, enamorada de su maestro, viene todos los días a la escuela de un pueblo de montaña, a pesar de mal tiempo. Pronto se pone enferma y muere, y un día el maestro ve encima de la mesa una nota escrita con su mano: «Venga a mi casa en primavera». Al visitar su casa, el maestro se da cuenta de que lo único que el corazón amoroso de la muchacha quería, era regalarle las vistas de un hermoso paraje natural («El mensaje»). Los fantasmas en las obras de Zúñiga vienen de otro mundo para restablecer el equilibrio en las relaciones amorosas, practicando una especie de terapia moral y psicológica para los que no supieron guardar la memoria de su pareja fallecida de manera prematura, o que no compartieron con ellos en su momento los sentimientos de amor. En la novela La venganza, el escritor escribe una nueva novela, pero comienza a soñar con una mujer vestida con elegancia que le mira muy fijamente. Reconoce en ella su antiguo amor, que había olvidado hace tiempo. Estaban juntos, luego él la perdió de vista. Ella cayó enferma, murió, y a él no se le ocurrió siquiera visitarla mientras todavía estaba viva. La alucinación no desapareció hasta que el escritor restaurara la historia de su amor en su nueva novela. En «El secreter», una dama descubre cartas amorosas que le había enviado un oficial. Las cartas habían desaparecido en el fuego, «pero su indomable fuerza amorosa se había traspasado a otras materias y desde allí se expresaba» (Zúñiga 2003, 111). Zúñiga no se limita con el tratamiento del amor pasional, en su obra cobra importancia asimismo el tema del hogar familiar, el amor filial que traspasa la frontera entre los dos mundos. En Turguéniev semejante contacto es predominantemente nocivo, como lo demuestra el relato «Fausto», pero en Zúñiga, por el contrario, tiene una dimensión salvífica. Desde el otro mundo, los padres muertos no dejan de cuidar de los vivos, aliviando su dolor. En «El retrato», la madre se le aparece a su hijo, que sufre por la pér 63

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dida de ella. En «El joyero», la abuela fallecida salva a su querida nieta, engañada por los familiares, de necesidades y pobreza, señalando con signos especiales el lugar donde se guarda un joyero. En cada uno de los aspectos del drama mistérico en Turguéniev y Zúñiga aparece la magia como instrumento de realización de lo imposible en el mundo real. En ambos autores estamos ante el fenómeno de la magia de la metamorfosis de la carne y del espíritu; además, algunos de sus personajes logran hacer realidad sus deseos más impetuosos con el uso consciente o inconsciente de la magia. En su mayoría, se trata de la magia de sometimiento, amorosa o maléfica, como ocurre en los cuentos «El sueño», «El canto del amor triunfante» o «El perro» de Turguéniev (Arsentieva, Calvo Martínez, 2008). En la obra de Zúñiga el uso de la magia se debe al objetivo de castigar el mal, como, por ejemplo, en el cuento «La maldición». El único hijo fue separado de la madre y enviado a la guerra. Él desapareció, y ella no pudo averiguar sobre su destino. En su ciudad había un monumento a un comandante, y cada día su madre lo maldijo, y el poder de la maldición era tan grande que la estatua comenzó a perder su gloria, y una vez salió del pedestal dejando sólo sus vestimentas de desfile en piedra.

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NOTAS 1 Traducción nuestra. De aquí en adelante las citas de las obras de Turguéniev aparecen en nuestra traducción entre paréntesis según las obras selectas de este autor en doce tomos (Turgueniev, I.S. (1978) Sobranie sochinenii v 12 tt. Moscú, Judozhestvennaya Literatura) con la indicación del tomo y de la página. 2 Cf. la écfrasis estatuaria en el relato «Los espectros» de Turgueniev: «Ella sonrió ... y el Fauno de Praxíteles, perezoso, joven como ella, afeminado, voluptuoso, también parecía sonreírle desde un rincón, desde las ramas de la adelfa, a través del humo fino que se alzaba de un incensario de bronce sobre un trípode antiguo» (VII, 20). BIBLIOGRAFÍA · Arsentieva, N., Calvo Martínez, J.L. (2008) «Magi y magia v tainstvennij povestiaj Turgueneva», I.S. Turgue-

niev: vchera, segodnia, zavtra. Klassicheskoe nasledie v izmeniayusheisia Rossii, San Patersburgo, Univ. de San Petersburgo, pp. 173- 180. · Beltrán Almería L. (2008). El simbolismo de Juan Eduardo Zúñiga, Gerona, Ediciones Vitella. · Jámblico (1997). Sobre los misterios egipcios, Introducción, traducción y notas Enrique Ángel Ramos Jurado, Madrid, Gredos. · Ramos Jurado, E.A. (1997) «Introducción», Sobre los misterios egipcios. · Toporov, V. (1998). Stranni Turguenev, Moscú, RGGU. · Turgueniev, I.S. (1975-1978) Sobranie sochinenii v 12 tt. Moscú, Judozhestvennaya Literatura, T. · Zúñiga, J. E. (1992). Misterios de las noches y los días, Madrid, Alfaguara. · Zúñiga, J. E (2003). Misterios de las noches y los días, Barcelona, Círculo de lectores.

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Andrés Sánchez Robayna: «Un poema es una acción» Por Carmen de Eusebio


► © Laura Repovš


Andrés Sánchez Robayna (Las Palmas, 1952) es catedrático de Literatura Española de la Universidad de La Laguna (Tenerife), allí dirige también el Taller de Traducción Literaria y la colección editorial del mismo nombre. Ha publicado numerosos ensayos críticos que abarcan la literatura y las artes plásticas, como Tres estudios sobre Góngora (1983), La luz negra (1985), Poetas canarios de los Siglos de Oro (1990), Para leer «Primero sueño» de sor Juana Inés de la Cruz (1991), Estudios sobre Cairasco de Figueroa (1992), Silva gongorina (1993) o La sombra del mundo (1999). Es autor de los diarios La inminencia (1996), Días y mitos (2002) y Mundo, año, hombre (2016). Gran parte de su obra poética se encuentra recogida en el libro En el cuerpo del mundo (2004). Posteriormente ha publicado Sobre una confidencia del mar griego (2005), La sombra y la apariencia (2010) y Por el gran mar (2019).

Busca anularse, disolverse en el todo. La cuestión de la identidad, el problema del «yo», de su crisis como substancia única e inamovible en el tiempo, ha estado siempre muy presente en lo que escribo. También en este libro. En la relación entre palabra y mundo, cierta concepción monolítica del «yo» puede interponerse como obstáculo, como barrera. Procuro que no se produzca esa interposición. Creo que lo más parecido a esa crítica de la «ilusión» del yo, que es por cierto una de las claves del budismo, se produce en los místicos. La disolución del «yo» da lugar a una libre aparición de la conciencia. Es en ese territorio donde la palabra poética llega para mí más lejos.

Comencemos por su nuevo libro de poemas, Por el gran mar. Usted retoma en él viejos temas y recursos, pero también amplía su tono y, en ocasiones, el poema parece abrirse, como consciente de su propia fragilidad, hacia algo que no termina de nombrarse y que debe aparecer. ¿Es usted el mismo poeta de Sobre una piedra extrema (1995) o de El libro, tras la duna (2002), o lo que llamamos «poeta» es una realidad no substancial, salvo en la obra? Tal vez no haya contradicción entre ambas cosas. Por pura intuición tiendo a pensar que no hay tal «realidad substancial», pero al mismo tiempo reconozco que existe una continuidad, y hasta una persistencia, de la voz lírica. Lo digo porque esa misma voz advierte, con sorpresa, la reaparición de ciertos motivos, unos motivos que se vuelven insistentes, casi tenaces a pesar de sus nuevos matices y fulgores. Reaparecen aunque cada vez haya, sí, una distinta manera de afrontarlos o de interpretarlos. Esa continuidad hace pensar en una misma «persona» poética, pero el «yo», en cualquier caso, se está cuestionando en todo momento. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

Tal vez por eso el lector percibe en estos poemas ese «algo» al que me refería, ese algo que no termina de nombrarse y que debe aparecer. ¿Es la inefabilidad de la que hablan los místicos? Es sin duda un asunto relacionado de un modo u otro con la «inefabilidad» de los místicos, pero se trata también de una cuestión central de la palabra poética en cualquier lugar y época. Desde los gran68


des poemas clásicos occidentales hasta cualquier canción folklórica africana, por ejemplo, el «yo» del cantor desaparece y su lugar está ocupado por una conciencia impersonal. Para mí, el poeta debe siempre romper las trampas de la privacidad, la obturación del subjetivismo, para acceder a una zona abierta de encuentro con el mundo. Desde una indagación en su propia conciencia, debe acceder a la despersonalización, porque de lo contrario su experiencia quedará sujeta a una especie de laberinto sin salida. Tal vez lo que el poeta persigue es lo que podríamos llamar, de manera paradójica, la intimidad de los grandes espacios, la entrada a un «afuera», la penetración en la luz. Por otro lado, la reticencia, el efecto de no decir sino en parte, es uno de los dones de la palabra poética en todas las culturas. La palabra poética dice y calla al mismo tiempo. ¿Cuál es, entonces, el papel de lo autobiográfico, tan presente en Por el gran mar? Hay distintas evocaciones de la infancia y también recreaciones de episodios biográficos de su edad adulta, hasta hoy mismo. La raíz es autobiográfica, por supuesto, no hay modo de evitar ese plano ni siquiera en los momentos más objetivos o externos, pero el poema no ha de quedarse nunca en él. En mi caso, y partiendo de lo autobiográfico, busco cada vez más los universales de la conciencia, las «escenas primordiales» en las que lo humano se expresa de manera más honda y se rebasa lo puramente individual. Por eso, he mencionado en más de una ocasión unas palabras de Seamus Heaney que me parecen muy elocuentes en este

sentido y con las que estoy por completo de acuerdo: «El poema es la palabra totalmente persuasiva que la lengua se dice a sí misma, y cuando un poeta escribe un verdadero poema, siempre tiene la sensación de haber superado su propia biografía». La forma poética exterior –un texto formado por treinta y cinco fragmentos– permite diversas lecturas. Por el gran mar, ¿es un largo poema único o es un conjunto de poemas? Debo decir que este aspecto, que tanto me ha interesado siempre –quiero decir, la cuestión del poema extenso–, no ha estado para mí presente como tal en este libro, un libro que en realidad se ha ido haciendo, ante todo, por lenta adición de fragmentos, y con motivos que se reiteran, sí, pero sin tener en cuenta un planteamiento o principio ordenador. Me parece haber dejado atrás, casi sin percibirlo de manera consciente, la categoría de poema extenso o la de serie de fragmentos o poemas para trabajar en algo distinto, algo como una secuencia que va generando un texto con ramificaciones, cruces, intercambios, reflejos. Es el lector el que debe decidir en su caso, si lo necesita, cómo interpretar esta propuesta, en un sentido u otro. Tiene libertad absoluta para asociarla al poema extenso o a la serie de poemas independientes sucesivos, porque de ambas formas puede leerse. Me interesa subrayar, en cambio, que cada fragmento (cada «poema», si se prefiere) tiene entidad propia, aunque al mismo tiempo remita a un conjunto. Esta actitud ante el texto, si de una «actitud» puede hablarse, tiene un contexto muy vasto en la raíz misma de la modernidad

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presentan para la imaginación poética. Su fuerza de seducción es inagotable, lo mismo por el rigor con que conciben la experiencia del poema que por la tersura de su sensibilidad musical. Son dos poetas muy distintos, evidentemente, pero tienen más de un rasgo en común, como en general los tienen los «metafísicos» ingleses con los barrocos españoles. Hay analogías innegables entre Bocángel, Soto de Rojas o Medrano y Herbert, Crashaw o Marvell. Góngora es un punto extremo, una frontera. Pero cada época histórica lee a Góngora de manera diferente. Su «actualidad» reside para mí, sobre todo, en el interés que prestó a la traducción (Góngora «tradujo», en la versión de la época, admirablemente a Bernardo Tasso, por ejemplo), el rigor de su proyecto poético (cada palabra está justificada en el poema), su oído insólito, su manera dialéctica de entender las relaciones entre continuidad e innovación y, por último, su peculiar representación de la realidad. Fijémonos sólo en uno de esos rasgos: el rigor de Góngora es tan estricto que representa, diríamos, el más perfecto antídoto contra uno de los grandes problemas de la lírica actual: la palabrería, la locuacidad desatada, la verbosidad irresponsable que tanto aqueja a la poesía del presente, y, hasta donde me es posible verlo, no sólo a la hispánica.

poética. Bastaría pensar en los románticos alemanes. Es conocida, por ejemplo, la reflexión de Friedrich Schlegel: «En poesía, cada totalidad es un fragmento, cada fragmento una totalidad». En el terreno de sus trabajos de ensayo y crítica, usted ha dedicado, a lo largo de su vida, una gran atención a Góngora, sobre quien acaba de publicar otro libro, Nuevas cuestiones gongorinas. No voy a preguntarle por aspectos de su poesía y su tiempo, sino sobre su posible actualidad para la poesía de hoy. No me refiero a la necesidad de leerlo, algo que me parece evidente. He dedicado varios trabajos críticos no sólo a Góngora, sino también, en general, a la poesía hispánica de los siglos xvi y xvii, tanto a autores como a géneros. Ha sido una de mis especialidades universitarias y debo decir que, igualmente, una de mis preferencias en la literatura de lengua española en su conjunto. Góngora es uno de los puntos más altos de ese período. Su «actualidad» es indiscutible. Dedico a esta cuestión, precisamente, todo un capítulo de Nuevas cuestiones gongorinas, el titulado «¿Qué podemos aprender hoy de Góngora?». No se trata solamente de la extraordinaria coherencia interna de su lengua poética, sino también de la lección que esa misma lengua representa para cualquier época. Y no únicamente para la lengua española: en mi libro menciono una opinión muy autorizada, la de W. H. Auden, para quien «Góngora es absolutamente extraordinario en traducción inglesa». Con Góngora ocurre en español lo que con Donne en lengua inglesa: es difícil escapar a la frontera que uno y otro reCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

A veces ha utilizado la palabra «absoluto» en relación a la poesía, algo que, por ejemplo, George Steiner, aunque muy tentado, pensaba que no podía sostener sobre esas presencias, por otro lado, reales, de lo poético. ¿Qué quiere decir cuando habla de absoluto en relación a la poesía? 70


◄© Marta Ouviña

La poesía misma es un absoluto o, mejor dicho, la expresión de la nostalgia de lo absoluto, que el ser humano ha perdido y que aspira a recuperar. Me impresionan las palabras de Novalis: «Buscamos por todas partes lo absoluto, y encontramos siempre y sólo cosas». El idealismo mágico de Novalis es para mí una de las manifestaciones más nítidas de esa aspiración o, lo que es lo mismo, una de las manifestaciones más puras de lo poético. Aunque no de manera frontal, desde finales de los ochenta, usted se ha decantado claramente por una línea de poesía, opuesta tal vez a las que se denominan línea clara o de la experiencia. ¿Cree que sólo hay una expresión de lo poético o sus reservas y críticas tienen que ver con otros aspectos? Me gustaría precisar que no hay o no habría, para mí, tal «decantación» de mi escritura en ese período, puesto que desde sus comienzos, hacia 1970, mi escritura se ha situado en unas coordenadas poéti-

cas más o menos precisas, y tales coordenadas, por más que hayan evolucionado, no se han modificado sustancialmente. Esas coordenadas no son otras que las grandes matrices de la modernidad, cuyas raíces se hallan en el Romanticismo, y reciben, en mi caso, aditamentos específicos como el Barroco y la mística, singularmente Juan de la Cruz. No es, por tanto, que a «finales de los ochenta» yo tomara partido por tal o cual línea de poesía, sino que en la poesía española se produjo en esas fechas, e incluso un poco antes, una inclinación mayoritaria hacia una determinada forma de realismo, neorrealismo o más bien, a mi juicio, pseudorrealismo. Nunca he pensado que exista una única expresión de lo poético. Al contrario: la modernidad tiene diferentes caminos y todos ellos pueden ser válidos si representan algún tipo de profundización respecto a la tradición o las tradiciones recibidas. No le falta razón al crítico brasileño Benedito Nunes cuando escribe: «En nuestro tiempo, el arte

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A usted puedo hacerle esta pregunta, porque la verdad es que sería poco productiva hacerla a muchos escritores, no por mediocridad, sino por no haber dedicado atención al asunto. ¿Qué significa el tono en poesía? ¿Qué dimensión moral hay o puede haber en él? El tono o la entonación resulta esencial, en efecto, cuando se trata de poesía, de poesía en cualquiera de sus formas. Los antiguos distinguían varios tipos de sermo –el humilde, el medio, el noble– como parte del «decoro», en la teoría horaciana, ante todo por una cuestión de verosimilitud. Para nosotros, sin embargo, el tono representa hoy algo distinto. No es exactamente el «estilo» propio de cada género. Hoy el tono significa, ante todo, la manera en que un poeta se acerca a su objeto de reflexión y de canto mediante un lenguaje concreto. Ese lenguaje acaba por identificar tanto al poeta mismo como al modo en que el poeta conoce su objeto y transmite su experiencia. La modernidad ha diversificado al máximo el tono, los tonos. La entonación de Apollinaire es muy distinta, digamos, a la de Eliot, o a la de Valéry. En The Waste Land, por ejemplo, hay una mezcla intencional de tonos, desde el coloquial al solemne. Eliot pensaba que todas las revoluciones en poesía estaban ligadas a la «recuperación» de la lengua hablada, y en su poema el tono coloquial de algunos pasajes cumple la función de acercarnos a un tema trascendental, la ruina del mundo contemporáneo, del mundo postbélico, con una lengua conversacional de extraordinaria eficacia expresiva. Si pensamos, en cambio, en un poema como Le cimetière marin, es inevitable

poética no puede tener una sola medida; ya no es canónica: es un compuesto de cánones». Lo que no tiene sentido, a mi juicio, es ignorar los grandes hitos de la modernidad y proponer nuevas formas de autosuficiencia cultural y de provincianismo, renunciando a los ejes centrales de la moderna lírica europea. No me propongo aquí analizar la realidad de la poesía española contemporánea, que no cabría en la respuesta a una pregunta tan concreta como la formulada. Lo que subrayo únicamente es la necesidad de enfocar la cuestión en sus justos términos, o al menos los que yo considero como tales. ¿Una poética significa una tradición, y en ese caso, si lo piensa, qué significa, en cuanto a verdad, en relación a otras tradiciones? Creo haber dejado claro hace un momento que el asunto de la tradición nos remite en realidad a la pluralidad de tradiciones, hoy fuertemente interconectadas. Grandes figuras de la lírica europea del siglo xx como Yeats, Pessoa o Ungaretti son ya expresiones perfectas de la conjugación de tradiciones diversas. En Yeats, por ejemplo, es difícil deslindar la herencia del simbolismo y las tradiciones folklóricas irlandesas, la mitología céltica. Tal vez el caso más representativo sea el de Pessoa, que es toda una antología de tradiciones. «Eu sou uma anthologia. / Screvo tan diversamente / Que, pouca ou muita a valia / Dos poemas, ninguem diría / Que o poëta é um sòmente», escribía en 1932. Por supuesto, cada una de esas tradiciones es una «verdad» en sí misma, pero no tiene valor sino dentro de una pluralidad de verdades. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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referirse a cómo Valéry no quiso hacer exactamente un poema filosófico, sino, según declaró explícitamente, «tomar de la filosofía un poco de su color» en determinados pasajes, unos pasajes que «tienen por cometido compensar, mediante una tonalidad metafísica, lo sensual y lo “demasiado humano” de estrofas precedentes». Fijémonos bien: una tonalidad, escribe el mismo Valéry… Por supuesto que hay en esa decisión, como en la de Eliot, una dimensión moral. Para el poeta, un poema es una acción, el decir es un acto. Y ese acto encierra un conjunto de valores emocionales, intelectuales, estéticos. Me atrevería a decir que el tono de un poeta es justamente su moral. PARA EL POETA, UN POEMA ES UNA ACCIÓN, EL DECIR ES UN ACTO Acaba de publicar un libro sobre el pintor Jorge Oramas, que murió en plena juventud, en 1935. A usted no sólo le ha interesado la pintura, sino que ha buscado alianzas no siempre visibles con la poesía y en buena medida ha influido en sus propios poemas y diría que en sus procedimientos. ¿En qué ha consistido este diálogo? El poeta y el pintor (el artista plástico, en general) comparten muchas cosas. El reconocimiento de este hecho tiene una tradición muy arraigada, desde el conocido ut pictura poesis hasta hoy mismo, para no referirnos a los poemas visuales y los caligramas del período helenístico. No debe extrañar el que exista un número incontable de poemas basados en

obras plásticas, y a la inversa. Siempre me gustó la reflexión de un poeta por el que siento una especial inclinación, el norteamericano Wallace Stevens, cuando decía que «en gran medida, los problemas de los poetas son los problemas de los pintores, y los poetas deben acudir a menudo a la literatura de la pintura para una discusión de sus propios problemas». Esto ha sido exacto en mi caso. He escrito mucho sobre artes plásticas, pero no como crítico de arte, sino en el sentido de Stevens. Me ha resultado de una enorme utilidad. En mi libro sobre Jorge Oramas menciono a distintos poetas para interpretar el efecto de la pintura sobre el espíritu y la imaginación, porque de hecho la imaginación visual es para el pintor y para el poeta un campo común. Resulta para mí evidente que, en la modernidad poética, muy marcada por el sentido órfico de la experiencia espiritual, en la que el poeta no sabe qué va encontrar al final de su exploración, se produce, por ejemplo, una convergencia con la pintura abstracta, que ha llegado a crear tanto el «paisaje imaginario» como su variante el «paisaje onírico», presentes en pintores tan diversos como Klee, Pollock o Twombly, por citar sólo unos pocos ejemplos. Y lo mismo en otros aspectos, aunque para mí esa dimensión órfica es verdaderamente esencial. El mismo Picasso decía «encontrar» lo inesperado en su trabajo. Es la experiencia de muchos poetas modernos, y es en cualquier caso la mía propia. De las artes plásticas, con las que me siento en diálogo continuo, no dejo de aprender modos de interpretar lo imaginario, de hacer que la imagen «suceda». No es necesario subrayar que para muchos artistas la ex-

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intensa iberoamericanista, y no sólo hispanoamericanista, porque para usted la literatura en lengua portuguesa existe. Quizás su distancia de la península (geográfica) le ha ayudado a ver más fácilmente. ¿Qué le han aportado las literaturas brasileña y portuguesa? Agradezco muy especialmente esta pregunta, porque me permite comentar, aunque sea muy brevemente, un asunto que considero importante. El mundo hispánico no es sólo, en rigor, el de lengua española, porque incluye también la lengua portuguesa. En Canarias, como usted sabe, existe una profunda huella de la cultura lusitana, que se remonta a los siglos xvi y xvii, una huella que es posible advertir todavía hoy en numerosos apellidos, topónimos y palabras de uso común. No sé si este dato explica la especial sensibilidad de las Islas respecto a la lengua portuguesa y los asuntos relacionados con Portugal y Brasil, pero a nadie puede extrañarle el que, del mismo modo que un canario, Silvestre de Balboa, fue el primer poeta de Cuba, otro canario, José de Anchieta, fue el primer poeta del Brasil. Aunque no se tratara de eso, es decir, de esa conexión evidente, Canarias está en una situación geográfica y cultural que, en el plano histórico, ha hecho posible una especial comprensión e identificación con el mundo de habla portuguesa. En lo que a mí respecta, por razones que algún día me gustaría contar con más detalle, pude leer tempranamente, en mi adolescencia, al poeta José Regio y la bella Antología de la lírica portuguesa que la CIAP publicó hacia 1930, un libro que encontré en la biblioteca escolar. Fue todo un descubrimiento, un descubrimiento que, por así decirlo,

periencia es la misma respecto a la poesía. Siendo artes muy distintas, poesía y artes plásticas no dejan de dialogar y de alumbrar un territorio de entrelazamientos fecundos. EL EJEMPLO INTELECTUAL, CRÍTICO Y CREADOR DE HAROLDO DE CAMPOS ES PARA MÍ INSUSTITUIBLE Más libros relativamente nuevos: el tercer volumen de su diario, Mundo, año, hombre (Diarios, 2001-2007). Se trata de la obra de un anotador minucioso situado entre la vista, el oído y la lectura. Se diría que, un poco a lo Mallarmé, el mundo desemboca siempre en usted en un libro. Esa idea de Mallarmé es para mí verdaderamente clave, y de hecho resulta una variante de la vieja metáfora del mundo como libro, tan fértil en el pensamiento y en la literatura de Occidente. Inicié mi diario en 1980, a la vuelta de un largo viaje. Durante años, esa escritura me ha acompañado como un registro de pensamiento y de vida, una especie de memorial. He insistido en varias ocasiones en que no se trata de un diario confesional (la «confesión» es, de hecho, otro género, como lo vio María Zambrano), ni de un «relato» de mí mismo, sino que es más bien una especie de testimonio de una conciencia en el tiempo. Un tiempo, eso sí, ligado a la vida cotidiana. Mundo, año, hombre es el tercer volumen de la serie. Pocos poetas españoles y de su tiempo han tenido una vocación tan amplia e CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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me predispuso en relación con hallazgos posteriores que han sido decisivos para mí. He tenido buena relación personal con algunos poetas portugueses, como Eugénio de Andrade o António Ramos Rosa, y sobre todo, conocí y traté muy de cerca a Haroldo de Campos, a quien considero un punto de referencia central en mi formación, y que en 1988 me inició en São Paulo (en cuya universidad yo impartía clases por entonces) en la fascinante cultura brasileña. El ejemplo intelectual, crítico y creador de Haroldo de Campos es para mí insustituible. Su lucidez como crítico representa una lección permanente, y su obra como poeta y traductor es, sin duda, una de las más trascendentales de la cultura latinoamericana contemporánea. Por otro lado, su interés por la poesía rebasa en mucho el problema de las lenguas, porque ha realizado traducciones, en ocasiones en colaboración, de poetas de muchas lenguas europeas. Aquí surgen dos problemas: ¿es posible traducir la poesía? Y ¿qué es lo que hay en común en esa diversidad? Mi interés por la traducción se inició prácticamente al mismo tiempo que mi interés por la poesía, en la adolescencia. Fue, en cierto sentido, una respuesta íntima al reconocimiento, al principio sólo intuitivo, de la red de lenguas y tradiciones que se halla detrás de todo poema y de todo poeta, de la necesidad de conocer sus fuentes y conexiones, de descubrir la unidad de una gran tradición. Durante varios años centré mi

atención en Wallace Stevens, a quien traduje por extenso. Más tarde ese interés se diversificó, y debo decir que precisamente por influjo de Haroldo de Campos, cuyo magisterio fue, también en este sentido, fundamental para mí. El ejemplo haroldiano, modélico en muchos sentidos, como supo ver Roman Jakobson en su día, no tiene, a mi juicio, paralelo en ninguna lengua occidental. La traducción como «transcreación» acabó por volverse para él toda una visión de la poesía y del fenómeno poético como encarnación o materialización de los signos. Frente a la idea de la esencial intraducibilidad de la poesía, Haroldo de Campos creía firmemente, como Goethe, que un poema puede traducirse, o más bien «transcrearse» como cuerpo isomorfo en otra lengua. Sus logros en este sentido fueron extraordinarios, como es sabido. En 1995, en buena parte inspirado por los trabajos de traducción de Haroldo de Campos, y con su respaldo y consejo, puse en marcha en la Universidad de La Laguna un seminario de traducción que ha publicado ya más de treinta títulos y que edita regularmente un Boletín de sus trabajos en curso y de textos teóricos y críticos sobre traducción. Si algo está claro para mí mismo es que la poesía no sólo es traducible, en el sentido concreto del que he hablado, sino que, como decía Weinberger, precisamente «es aquello que merece traducirse». El año próximo, nuestro Taller de Traducción Literaria cumplirá un cuarto de siglo de actividad ininterrumpida.

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Cernuda y BergamĂ­n. Historia de un distanciamiento con Paz al fondo Por Antonio Rivero Taravillo


Las historias personales, y más en el caso de las sensibilidades susceptibles, como era el caso de Luis Cernuda, están llenas de equívocos y malentendidos que conspiran, junto con el natural enfriamiento de las relaciones con el trascurso del tiempo, para que los amigos se alejen entre sí y relaciones que eran sólidas se debiliten o incluso desaparezcan. Fue lo que sucedió con Cernuda y la mayor parte de poetas de la generación del 27. Con José Bergamín no fue menos. Ángel Gilberto Adame, meticuloso reconstructor de los detalles de la vida de Octavio Paz, me consulta como biógrafo del poeta de La realidad y el deseo «qué hizo a Cernuda retirar sus textos inéditos a Bergamín y decidir que los tuviera Paz, alguien a quien apenas conocía». La pregunta es pertinente, pues yo mismo no lo he tenido claro hasta que he ordenado mis ideas y los datos disponibles al redactar estas páginas, y ya el mismo Paz se interrogó por qué Cernuda lo eligió a él. Trato de responder aquí a su consulta, a expensas de que algún día pueda aparecer una carta, un documento, que arroje más luz sobre el asunto y, porque las figuras implicadas son de la mayor importancia literaria, sobre nosotros mismos; es decir, sobre el comportamiento humano. Es en 1923 o al año siguiente cuando se puede datar la inicial toma de contacto entre Cernuda y Bergamín, pues el 21 de agosto de 1924 el sevillano escribió a su paisano Joaquín Romero Murube un comentario sobre Juan Ramón Jiménez tomado, y llega a citar la página exacta, de El cohete y la estrella (1923), primer libro de Bergamín y obra que fue del gusto del sevillano, quien compartió el entusiasmo de José Guerrero Ruiz al reseñar éste la obra. Aparte de que el primero hubiera leído previamente al segundo en algún periódico, revista o suplemento literario, y por supuesto en el citado libro, tenemos también constancia de que el 1 de junio de 1925 solicitó al librero y editor León Sánchez Cuesta (para quien unos años después trabajaría) el envío de la obra teatral que este acababa de publicar a Bergamín: Tres escenas en ángulo recto. Luego tuvieron ocasión de conocerse, aunque no poseamos total certeza de que así fuera, en la segunda mitad de enero de 1926, cuando Cernuda estuvo unos días en Madrid, donde visitó a José Ortega y Gasset y a Gabriel Miró y coincidió con Eugenio d’Ors y Guillermo de Torre. Al menos, el 17 de enero escribía a su amigo José María Capote que quería visitar a Bergamín, «a quien aún no conozco». 77

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La primera reacción conocida de Bergamín ante Cernuda, por su parte, se produjo con motivo de la aparición de Perfil del aire, colección inaugural de poemas del primero, en la primavera de 1927. El segundo fue uno de los críticos que se ocuparon del libro del sevillano. «El idealismo andaluz» era una crítica elogiosa (más que reseña, ensayo, pues Francisco Ayala ya se había ocupado de la novedad en esa misma cabecera, La Gaceta Literaria) en la que se podían leer frases como esta: Joven y perfecta, idealmente andaluza, su poesía tiene, sobre todo, la gracia, el angélico don andaluz –sevillano– de la gracia, tiene ángel (auténtico, no mixtificado por ningún sobrenaturalismo literario), y tiene arquitectura ideal viva ligera, erguida, nítida, como una giralda. En una carta de encendido entusiasmo, fechada el 6 de mayo, Bergamín ya felicitaba a Cernuda por el libro y le anunciaba su deseo de publicar en Mediodía el artículo que finalmente vio la luz en el número 11 (1 de junio) de la revista de Giménez Caballero. Es de señalar que ambos, Cernuda y Bergamín, eran compañeros de editorial y por así decir conmilitones pues, finalizando 1926, vio la luz en Litoral, la colección dirigida por Emilio Prados, José María Hinojosa y Manuel Altolaguirre, el libro Caracteres, de Bergamín. El de éste fue el tercer suplemento de la revista; el de Cernuda, el cuarto. Caracteres, además, iba dedicado a Pedro Salinas, profesor de Cernuda en la Universidad de Sevilla y guía del joven poeta en sus años mozos. Cernuda valoró positivamente la crítica de Bergamín, a diferencia de las firmadas por Ayala, Chabás o Salazar Chapela, que le parecieron malévolas. En «Carta abierta a Dámaso Alonso» (1948) escribió: «usted recordará que mi libro adquirió cierta relativa notoriedad de disfavor, gracias a las críticas que de él se hicieron, entre las cuales sólo la de Bergamín y alguna otra tuvieron condescendencia». Cernuda tendría ocasión de agradecer personalmente a Bergamín sus palabras cuando éste participó en Sevilla en el insoslayable homenaje a Góngora, a mediados de diciembre del mismo año, en compañía de otros miembros de la que vino en llamarse generación del 27. Allí convivieron, en actos oficiales y cuchipandas organizadas por el ínclito Ignacio Sánchez Mejías, bien que seguramente entorpecida la comunicación por la afonía que padecía el madrileño esas jornadas y la reticencia que no menos aquejó siempre al sevillano. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Volvieron a verse después, cuando Cernuda viajó a Madrid en marzo de 1928. La relación fue amistosa, reforzada luego en el trato personal cuando, a partir de 1930, ambos vivieron en la capital, donde coincidieron en los ambientes literarios y en actos como el homenaje a la hispanista francesa Mathilde Pomès, por ejemplo. Sin embargo, para disgusto de Cernuda, se celebró en 1931 un homenaje, esta vez póstumo, a Fernando Villalón, con quien Cernuda tuvo tanto trato al final de su etapa sevillana; a este acto él no fue invitado, a diferencia de otros escritores y amigos como Bergamín. En carta a Gerardo Diego de 8 de octubre, Cernuda jugaba con los nombres de dos de los participantes, de los que decía que no estimaban de verdad a su paisano, a diferencia de su corresponsal. Así, Alberti era trasformado en Albertini y Bergamín en Bergamotta. Pero más allá de la burla y el berrinche, los tres publicaron con otros una carta abierta a Juan José Domenchina el 1 de abril de 1936. Y es éste el mes y el año en el que se produce un hecho crucial: la publicación de la primera edición de La realidad y el deseo en Ediciones del Árbol, de Cruz y Raya, el sello editorial de Bergamín paralelo a la revista del mismo nombre. Curiosamente, era el mismo día en que se databa la carta abierta a Domenchina, y el libro se componía y se daba a la prensa en la misma casa en que vivía Cernuda y en el piso que él mismo había ocupado, omitiendo, ay, los buenos oficios también de Concha Méndez, que en la memoria permanece embutida en su mono de trabajo: «Se acabó de imprimir en los talleres de Manuel Altolaguirre. Viriato, 73, Madrid». Entretanto, Cernuda había publicado en la revista Cruz y Raya varias colaboraciones: «Bécquer y el romanticismo español» en el número 26 (mayo de 1935); las traducciones de Hölderlin realizadas en colaboración con Hans Gebser, en el 32 (noviembre de 1935); «Sonetos clásicos sevillanos» se incluía en el número 36 (marzo de 1936); y, finalmente, «Divagación sobre la Andalucía romántica», que apareció en el número 37 (abril de 1936). Al poco, y en el fatídico julio de 1936, Cernuda marchaba como secretario del embajador Álvaro de Albornoz, padre de su amiga Concha, a la legación española en París. La guerra, sin embargo, estallaba, y el comienzo de la carrera diplomática tan anhelada por él se frustraba nada más empezar. Curiosamente, de inmediato tras volver Cernuda a Madrid, cesado Albornoz, Bergamín fue nombrado agregado cultural de la representación diplomática española en París, durante la embajada de Luis Ara 79

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quistáin y, posteriormente, copresidente, con Alberti, de la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Lo segundo sería indiferente o lógico para Cernuda, pero lo primero lo vería muy probablemente con desagrado si no con un punto de resentimiento, dado que el amigo iba destinado precisamente a donde él acababa de ser destituido. Luego, ambos coincidieron en la Valencia de 1937 en torno del Congreso de Escritores por la Defensa de la Cultura. Fue en la ciudad del Turia donde los dos colaboraron en la revista Hora de España y donde conocieron a alguien que tendrá un papel importante en esta historia, como se verá: Octavio Paz. Con todo, la actividad de Bergamín en Valencia fue mucha, y Cernuda ocupó un segundo o incluso tercer plano, más dedicado a pasarlo bien en la medida de lo posible y a fumar y tenderse a tomar el sol en la playa de la Malvarrosa, como recordaría la joven Elena Garro. Y vino el exilio. Cuando ya en México Bergamín dirigía la editorial Séneca, fundada por los españoles acogidos en aquel país, Cernuda le envió las prosas de Fantasías de provincia (1937-1940), conjunto que aunaba narrativa y teatro: La familia interrumpida, obra que permaneció muchos años en paradero desconocido hasta que Octavio Paz la halló en una caja de cartón que había depositado en casa de su madre y que recuperó a la muerte de ésta. Paz relató los pormenores de esta recuperación en «Juegos de memoria y olvido», texto que publicó junto con la pieza dramática en la revista Vuelta (número 108, noviembre de 1985) y que, a su vez, sirvió de prólogo a la edición de la obra que realizó Sirmio en 1988. Temiendo Cernuda que las circunstancias de inseguridad provocadas por la Guerra Mundial pudieran hacer que el original se perdiera, y atendiendo la petición de su amigo sevillano, Paz recogió de Bergamín, en cuyo poder estaba, aunque no terminaba de publicarse, Fantasías de provincia en 1942. Sin embargo, por razones que se desconocen Cernuda se desentendió de La familia interrumpida. Las Tres narraciones («El viento en la colina», «El indolente» y «El sarao») vieron la luz en 1948 en la editorial Imán de Buenos Aires. En carta de 2 de septiembre de 1942 a Paz, Cernuda le agradece que recogiera el mecanoscrito y le anuncia que ha desistido de publicar Fantasías de provincia, libro del que sólo desea rescatar dos relatos (serán «El viento en la colina» y «El indolente»). «Guárdelo, por lo tanto, de miradas ajenas más que de accidentes que envuelvan su pérdida», le encarecía. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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En 1940 sí aparecería en Séneca la segunda edición de La realidad y el deseo, de mano del mismo editor que el de la primera: Bergamín. Ahora se incorpora Las Nubes, que no conoció publicación independiente hasta más tarde, en una edición que efectuó Alberti en Argentina sin contar con Cernuda. Pero la alegría de ver publicado el poemario se vio empañada. En carta a Enrique Moreno Báez de 9 de agosto de 1941, Cernuda se lamentaba de que, aunque publicado a principios de año (en realidad, finales del anterior), aún no le había llegado el libro ni le habían pagado lo que le ofrecieron por contrato. Tampoco quedó satisfecho de la edición, llena de lunares que la afeaban. Cernuda era especialmente sensible a esas imperfecciones: recuérdese su enojo con la revista Mediodía a causa de esto, que le llevó a no volver a publicar en la misma. En carta a Gregorio Prieto de 21 de noviembre de 1941, escribió: El libro abunda en erratas, algunas bastante estúpidas, pero después de todo más vale que esté publicado, sea como sea, que tenerlo inédito, expuesto a tantos riesgos como ahora hay. Hasta doy por bien empleado el que libreros y editores se lucren –aunque no en mucho– a costa de mis veinte años de trabajo. Cabe suponer que no serían tantas las erratas si a la queja le aplicamos la misma reserva que ante la exageración sobre el tiempo de composición de La realidad y el deseo, más cercano a los tres lustros que a los cuatro, salvo que Cernuda estuviera pensando en su prehistoria literaria. Sí había un error de bulto, que le molestó especialmente: la aparición de la serpiente que ilustra la cubierta, pues esa serpiente (cuya figura emulaba la de la letra «S», inicial de su amor Serafín Fernández Ferro) alegó que debía incluirse sólo «dentro del libro, al frente de Donde habite el olvido, y que si la han reproducido en la cubierta y en la portada es sin saberlo yo, que no lo hubiera autorizado». A Rafael Martínez Nadal le añadió en una carta otro de los defectos de la edición del libro: «entre otra estupideces cometidas una es la de llamarlo poesías completas. Pero al menos ya está publicado». La edición, de la que se volvería a quejar a otros, estuvo al cuidado de Emilio Prados, de cuyo celo impresor, o más bien negligencia, constan quejas también de otros autores de Séneca. Pero Prados fue defendido en lo posible por Bergamín, que consideraba que era misión de la editorial protegerlo al menos en lo económico. De nuevo a Moreno Báez escribió Cernuda el 7 de diciembre de 1941: «No sé si habrás visto mi libro. Me enviaron 81

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tan escaso número de ejemplares que para ofrecer uno a Atkinson tuve que pagarlo de mi bolsillo, lo cual después de la estafa que la editorial Séneca me ha hecho, me parece el colmo». Es interesante ver cómo en la misma carta pide a su corresponsal que si halla un ejemplar de «una antología de poesía española, publicada por Séneca» se la compre y envíe. ¿No habría sido más normal solicitar a la editorial, ya que era autor de la casa, un ejemplar de la misma? Es decir, poner unas letras a Bergamín. Bien es verdad que no era igual, en términos de rapidez, recibir un ejemplar remitido desde la misma Gran Bretaña que desde México, y menos aún con las dificultades impuestas por la guerra. En realidad, no se trataba de una antología de poesía «española» sino iberoamericana. James Valender la ha identificado con Laurel. Antología de la poesía moderna en lengua española, selección de Emilio Prados, Xavier Villaurrutia, Juan Gil-Albert y Octavio Paz (México D. F., Séneca, 1941). Lo chocante es que tuviera que procurársela por otros medios cuando él era uno de los poetas representados, con veintiún poemas nada menos. Lo suyo habría sido que recibiera al menos un ejemplar justificativo de la editorial, qué menos. En cualquier caso, la selección no sólo de sus textos, que también, sino en conjunto, le pareció «absurda» y con un «tono trasnochado», primando la veta surrealista sobre otras tonalidades o épocas. Con todo, el 14 de junio de 1942 ofreció a Bergamín la publicación en Séneca de su nueva colección de versos. Aunque no cita el título, está hablando de Como quien espera el alba. Pero ponía «dos condiciones previas para el envío del manuscrito»: de un lado, recibir el contrato; de otro, «una cantidad a cuenta de mis derechos de autor». Y establecía un plazo: «Si en unos dos meses no recibo respuesta, entenderé que no os interesa mi propuesta y buscaría otro medio de publicar mi libro». Como posdata, añadía: «Por cierto, me debéis un año de venta de La realidad y el deseo». La manera de despedirse era algo fría, «Con un saludo de», que contrasta con otras fórmulas de abrazo que emplea por esas fechas. Trascurrieron dos meses y medio y volvió a escribir a Bergamín el 31 de agosto ofreciéndole en esta ocasión la publicación en Séneca de la Defence of Poetry de Shelley, «traducida por mí hace algún tiempo y aún inédita». Y agregaba, con resquemor: «No necesito recordarte las cosas admirables que, si quisieras molestarte en escribirme, pudieran publicarse de esta literatura». Se lamentaba además de no haber recibido respuesta a su tarjeta postal anterior, considerando CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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que no interesaba la publicación de su nuevo libro de poemas a pesar de que La realidad y el deseo había tenido éxito y se había vendido bien, según él. «Allá tú», concluía despechado, no sin antes alardear de que estaba publicando en Gran Bretaña sus cosas, como era el caso del inminente Ocnos. La contestación de Bergamín no se hizo esperar en esta ocasión. El 17 de septiembre se dirigía a su «querido amigo Luis» diciéndole que si no le había escrito antes era porque él había comentado que pasaría el verano en Oxford y no regresaría a Glasgow hasta septiembre. La respuesta era positiva, alentando a Cernuda a que le enviara la traducción de Shelley. Debió de haber dado orden, tiempo antes, de que su autor cobrara las liquidaciones de su libro, puesto que lo daba por hecho en la carta, y expresaba su deseo de haber publicado el libro de versos que le anunciaba y «sigo queriendo el de tus prosas cuando tú me digas». Lo animaba igualmente a que le mandase algún original, si lo tenía, en verso o prosa, que encajara en El Clavo Ardiendo. Defensa de la poesía llegó a anunciarse en la serie El Clavo Ardiendo de un catálogo de Séneca (pues aparece en el Anuario bibliográfico mexicano de Julián Amo, 1940, página 171). Sorprende la fecha del anuario, dos años antes de que Cernuda hiciera la propuesta a Bergamín, pero todo se aclara cuando se lee el subtítulo y el pie de imprenta, respectivamente: Catálogo de catálogos e índice de periódicos 1941-42 y Secretaría de Relaciones Exteriores, 1942. Como otros libros que se anunciaron, finalmente no se publicaría por Séneca, ya acuciada por problemas financieros. Lo cual no impidió que el director de la editorial lo incluyera, al recibir la propuesta de Cernuda, entre las próximas novedades. Cernuda dudaba de las intenciones de Bergamín. En carta a Nieves Mathews de 1 de octubre del mismo 1942 ponía en conocimiento de ésta que no había enviado nada a Bergamín, «porque conozco un poco a aquella gente. Si desean verdaderamente publicarme algo ya enviarán contrato, y si no, veremos». No obstante, preguntaba a su amiga si creía que obraba mal. El caso es que, quejándose de nuevo a Concha de Albornoz por el hecho de que Bergamín no le enviara ejemplares de la segunda edición de La realidad y el deseo, le escribió que pensaba costear él mismo la edición de sus cosas poco a poco. «Si yo no lo hago, nadie lo hará, y si algún valor tienen esas cosas sólo así puedo salvarlas de su pérdida casi segura», le decía. 83

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Pero como lo cortés no quita lo valiente, un año después Cernuda escribía a Bergamín para darle el pésame por el fallecimiento de su esposa, Rosario Arniches, muerta en la Ciudad de México el 22 de febrero de 1943. Seguramente ello propició alguna correspondencia más, de la que sin embargo no tenemos noticia fehaciente, dando un envío al que se refiere Bergamín un año más tarde. Otro disgusto le llegaría cuando Séneca reprodujo en El Clavo Ardiendo las traducciones que Cernuda y Hans Gebser habían publicado ya en el número 32 de Cruz y Raya (noviembre de 1935). Cernuda no estaba satisfecho con esas traducciones, que habría deseado corregir, y ahora se encontraba con los hechos consumados. Además, la publicidad incorporaba una doble errata en el nombre del autor: «Holderling». Enojado, el 8 de diciembre de 1943 escribió una carta a Octavio G. Barreda, director de El Hijo Pródigo, donde había visto la publicidad que Séneca hacía del libro, con la intención de que aquella misiva se publicara como carta abierta. Asumía los errores como suyos, «pero sí corresponde ahora una grave parte en la repetición de tales errores a la editorial Séneca, ya que, como era cortés y legal, se me hubiera debido consultar para repetir la impresión de aquellas traducciones». Lo recordará una vez más en «Historial de un libro» (1958), cuando escriba que «José Bergamín, director de la editorial, no tuvo a bien enterarme de la reimpresión». La carta abierta se publicó en el número 13 (abril de 1944) de El Hijo Pródigo, y Bergamín replicó en la misma página, achacando la falta de comunicación entre editor y autor a las interrupciones provocadas por la situación bélica, en el número 13 (abril de 1944). De manera salomónica, Barreda las imprimió en columnas adyacentes. Comenzaba Bergamín, visiblemente molesto: Mi querido amigo Barreda: le agradezco el conocimiento que me da de la carta de Luis Cernuda, con su solicitud de publicación en El Hijo Pródigo; y puesto que el poeta considera más cortés esta comunicación a ustedes que haberse dirigido directamente a nosotros, haciendo mío su ruego de publicidad, le responderé por el mismo conducto que usted amablemente me ofrece. A continuación, afirmaba que le había escrito preguntando si tenía algún inconveniente en la reproducción de las traducciones, y que le había enviado ejemplares de varios libros de la colección El Clavo Ardiendo, incluido el de las traducciones de Hoelderlin (sic), y agregaba: CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Pero reconozco mi pequeño abuso de confianza, dada la relación de amistad que siempre supuse en el poeta, no esperando su respuesta y conformidad expresa y escrita para publicarlo. De ello me arrepiento y prometo a Luis Cernuda que no volverá a suceder. Por lo que le ruego me diga, directamente para no molestar a usted ni a los lectores con un asunto tan baladí, qué desea que hagamos con el original de un libro suyo, que acabamos de recibir estos días, pues no ha llegado acompañado de carta ni referencia alguna. Así concluía la carta, preguntando antes de la despedida a Barreda en los términos protocolarios de rigor: Esto por respecto a la cortesía. Y a lo legal (?), si ha cobrado con puntualidad hasta la fecha sus derechos de autor por su libro La realidad y el deseo, editado o reeditado por Séneca con su expresa conformidad, y que nuestra representación en Londres y en Oxford vino haciéndole con toda exactitud hasta ahora. Enfrentado a las cartas cruzadas por los dos amigos, ahora en los momentos más bajos de su relación, un anuncio de Bacardi en que aparecía una botella acompañada de unas copas sobre una bandeja, copas que en aquella ocasión seguramente habrían rechazado ellos tomar juntos para, chinchín, pelillos a la mar, hacer las paces. Por estas fechas, Cernuda se escribía de vez en cuando con Octavio Paz. Le había escrito por primera vez en 1938, al poco de llegar a Cranleigh School, en el sur de Inglaterra, recordándole el encuentro valenciano, y, aislado y necesitado de interlocutores sensibles e inteligentes, Cernuda ya no cesó la correspondencia. Le envió su poema sobre Cortés y Moctezuma, «Quetzalcóatl», versos de los que estaba orgulloso. También le halagaría la elogiosa reseña que Paz escribió de Ocnos y que, ocupándose no menos de La realidad y el deseo, publicó en el tercer número de El Hijo Pródigo (junio de 1943). Pese a todo, lo expuesto por Paz no llega a convencerle, como declarará a Nieves Mathews. Tocada, aunque no hundida, la relación con Bergamín se mantuvo, y Cernuda daría por buenas las explicaciones ofrecidas por el director de Séneca en El Hijo Pródigo. Lo demuestra que más tarde, el 5 de julio de 1944, anunció a Nieves Mathews que había enviado Poesía y literatura, su colección de ensayos de crítica literaria, a Bergamín, «que sé que ha recibido, aunque nada sepa acerca de si lo publicarán o no. A lo mejor está ya impreso». Y en esa zozobra seguía meses después el 29 de octubre de 1944, 85

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como evidencia una carta a Ricardo E. Molinari. Al mismo le refería año y medio más tarde, el 29 de abril de 1946, que intentaba recuperar ese original de Poesía y literatura que estaba en manos de Bergamín, pues Cernuda tenía la información de que en esta fecha la editorial Séneca había desparecido o iba a hacerlo. Séneca, efectivamente, sufrió importantes reveses económicos en 1946 debido a una diversidad de causas, y ya no se repondría. De hecho, las dificultades eran anteriores y ya existían cuando Cernuda se exasperaba porque la editorial no publicara sus libros. Fue en ese año cuando Bergamín dejó la dirección de la editorial, tras pedir una licencia que ya llevaba solicitando desde 1943, al enviudar y tener que atender a sus hijos menores. Fundada por el exilio español, la empresa dependía de créditos que no se recibían o llegaban recortados, y su comercialización fue siempre deficiente, agravada por la situación bélica internacional que contrajo los mercados y no era la idónea para la literatura. La venta a crédito no siempre asegurada, los depósitos mal liquidados y las devoluciones cada vez mayores que colmaban los almacenes fueron socavando a una empresa que tuvo entre sus hitos la publicación póstuma de las Obras completas de Antonio Machado y Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca. Bergamín acusó estas penalidades en una carta a Pedro Salinas citada por Víctor Díaz Arciniega en su trabajo sobre la editorial que reprodujo la revista Trama y Texturas (número 24, septiembre de 2014, página 123). En enero de 1942 se sinceraba: Me duele pensar que pudiera deshacerse todo lo que en Séneca con tanto sacrificio personal venimos haciendo. Sin la ayuda, más bien con el estorbo, de quienes tenían el deber de apoyarnos, sí que calumniados por el resto de españoles peregrinantes que no acaban de desenredarse de sus propios líos egoístas y politiqueros. A veces me desespero y pienso romper con todo esto aislándome y buscando por otros caminos el pan para los míos. Todo se me hace oscuro, entonces, y sigo adelante, amarrado al duro banco de esta galera que, por otra parte, de cuando en cuando, me compensa, sobre todo, con muchos de los libros que llevamos hechos. Con estos precedentes, la carta abierta de Cernuda habría de ser otro clavo en el ataúd que se iba haciendo de Séneca y que a Bergamín le dolía en propia carne. La editorial cerraría, efectivamente, en 1947. Entretanto, Cernuda fue publicando en El hijo pródigo. Colaboró por primera vez en su número 3 ( junio de 1943), CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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donde reproducía su artículo publicado en el Bulletin of Hispanic Studies (Liverpool) titulado «Juan Ramón Jiménez». Volvió a hacerlo en el 9 (diciembre de 1943) con «Quetzalcóatl». «Vereda del cuco» (uno de los dos poemas que añadió a Como quien espera el alba después de haber ofrecido el libro a Bergamín) apareció en el 20 (noviembre de 1944). En el 28 ( julio de 1945), el ensayo «Tres poetas clásicos». De la colección siguiente, Vivir sin estar viviendo, ofreció el poema «La ventana», primero de «Cuatro poemas a una sombra» y escrito en 1944, en el número 37 (abril de 1946), dedicado a J. B. (según las anotaciones de Derek Harris y Luis Maristany, José Bergamín, y ciertamente no se nos ocurre otro que pueda corresponder a esas iniciales). La dedicatoria, que desde luego significaría una reconciliación y acaso una muestra de agradecimiento a quien tiraba la toalla editorial pero le había publicado casi toda su poesía hasta ese momento, con excepción de la colección más reciente, se eliminaría al incluirse el poema en la tercera edición de La realidad y el deseo, donde, como ya sucedía en la segunda, se suprimieron varias dedicatorias de las publicadas o consignadas en los manuscritos o mecanoscritos originales: a Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén, Emilio Prados, Antonio Colinas, Serafín F. Ferro, Ramón Gaya, Carlos Morla y Stanley Richardson (quedaron, o se incluyeron en poemas nuevos, la dirigida a Manuel Altolaguirre y Concha Méndez del poema XIV de Donde habite el olvido y «Los fantasmas del deseo» del mismo libro, a Bernabé Fernández-Canivell; de Invocaciones, «Dans ma péniche», a Rosa Chacel; de Las nubes, «Elegía española II», a Vicente Aleixandre, y «Tierra nativa» a Paquita G. de la Bárcena). Sin embargo, otros poemas escritos tras la publicación de la segunda edición incluían dedicatorias, y uno de estos casos es el del poema «Limbo» de Con las horas contadas, dedicado a Octavio Paz. Las otras dedicatorias que sobreviven en lo añadido a la tercera edición de La realidad y el deseo son también para personas muy queridas de Cernuda: Concha de Albornoz, Ramón Gaya y Carlos Otero. Guillermo Sheridan, que a lo largo de sus pesquisas pacianas ha tenido acceso a numerosos epistolarios, recogió en un artículo publicado en Letras Libres («Octavio Paz. Cartas de Berkeley», número 155, noviembre de 2011) las misivas que el autor de Libertad bajo palabra, ausente de México desde enero de 1944, envió a su tocayo Octavio G. Barreda, con quien había lanzado la revista aun cuando el segundo fue siempre, nominalmente, el 87

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director de la misma. Pero Paz no dejaba de comentar y proponer, e insistía, «una y otra vez, en publicar los poemas de Cernuda». Cernuda y Paz se reencontraron primero en Londres en diciembre de 1945, luego residiendo ya Cernuda en México de 1953 a 1958 (siempre recibiendo favores de Paz) y, finalmente, de nuevo unos días en 1962, como recordó el mexicano en su ensayo «La palabra edificante» (Universidad de México, número 11, julio de 1964, posteriormente recogido en Cuadrivio). Por él sabemos, ahora en «Juegos de memoria y olvido», que Cernuda le confió el mecanoscrito de Como quien espera el alba, ya definitivamente finalizado en Cambridge en 1944, y Paz se lo devolvió «con dos o tres anotaciones, que él agradeció y no sé si tomó en cuenta» durante este encuentro de 1945, ya acabadas la guerra y la amenaza de destrucción. Cernuda le había escrito el 24 de junio de 1944 anunciándole el envío, en correo aparte, de su nueva colección de versos con esta petición: «No sé si habrá ocasión de publicarla por ahí; en todo caso, quiero que algún amigo tenga copia de mi trabajo sería demasiado dejar que se perdiese en cualquier accidente de los que hoy cercan nuestras vidas». Poco más de dos meses habían trascurrido desde que Cernuda diera por terminado el último poema de la colección, «Río vespertino». Paz había dado el paso de intentar que el poemario viera la luz: «se me ocurrió proponer a los amigos de Litoral la publicación del libro, pero él me rogó, con vehemencia, que no lo hiciese». Siempre estuvo Cernuda en buenos términos con Altolaguirre. ¿Sería por Prados, con quien sufrió diversos episodios de animadversión, por quien no quiso esa publicación que Paz propuso? Éste puede referirse a los dos fundadores originales de la editorial y revista o, en un sentido más amplio, a los que con ellos resucitaron fugazmente en 1944 Litoral: Juan Rejano, José Moreno Villa y Francisco Giner de los Ríos. Difícil hoy saberlo, aunque me inclino por lo primero. En carta del 10 de este mes a Concha de Albornoz, Cernuda escribe: Y acaso pronto, ahora o más tarde, tal vez para el verano, cuando vayas a México como me dices, esté ya impresa mi nueva colección de versos, que Altolaguirre tiene en su poder y de cuya aparición no tengo la menor noticia. Sin duda estiman que esto es cuestión que no debe interesarme. Cuando Paz se trasladó a París a ocupar el puesto para el que había sido designado en la legación mexicana, llevó a Cernuda, CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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como hemos visto, la copia a Londres, breve escala a su viaje a Francia. ¿Se trataría de la misma copia de Como quien espera el alba que tenía Altolaguirre, tal vez enviada por Paz desde San Francisco, Middlebury o Nueva York, lugares por los que pasó en el intervalo? Lo cierto es que Cernuda gestionó por su cuenta la edición y el libro se publicó en Buenos Aires en 1947 por la editorial Losada. Casi con toda seguridad la publicación se realizó merced a los buenos oficios de Molinari, a quien había conocido en Madrid en 1933 y con quien Cernuda tuvo trato epistolar desde entonces. Molinari también publicó en la misma colección (Mundos de la madrugada, 1943 y Esta rosa obscura del aire, 1949). Lo que no pudo el argentino fue conseguir que se publicara Tres narraciones, pues tras unos primeros indicios positivos por parte de Manuel Victorio Fernández Valiela, Losada comunicó a Cernuda que el libro no se publicaría. El 31 de julio, el sevillano participó esto a Molinari en una carta que evidencia que el segundo actuó como mediador. En cuanto a Fernández Valiela, fitólogo argentino, había sido colega de Cernuda en el Emmanuel College de Cambridge, y también le echó una mano a la hora de publicar en Buenos Aires, dado que en la Ciudad de México se le cerraron puertas que él creía expeditas. Cernuda no volvió a ver a Bergamín desde febrero de 1938, año en que él abandonó España, a diferencia de lo que sucedió con otros muchos exiliados españoles y de lo que ocurrió con Paz, con quien, ya se ha expuesto, tuvo ocasión de reencontrarse en numerosas ocasiones. Terminada la efímera vida de la editorial Séneca no consta que Cernuda y Bergamín retomaran el contacto epistolar, y cuando el primero evoque al segundo lo hará con justicia aun sin olvidar la reedición no autorizada por él de sus traducciones de Hölderlin. El descenso de la amistad entre Cernuda y Bergamín coincide con el ascenso de la que unió al primero y Paz –ésta ya, sí, hasta el final de la vida del poeta sevillano–. Amigo de los dos, Paz, más afín a Cernuda en ética y estética, dejó páginas memorables sobre éste y su obra, de una finura intelectiva en la que se juntan íntimo conocimiento personal, intuición poética y un bagaje literario que le permitió establecer con seguridad todos los correlatos necesarios. Bergamín, aparte de aquel ensayo de 1927, luego guardará silencio sobre su amigo y no llegará a participar en el número monográfico que la revista La Caña Gris (1962) dedicará al poeta de La realidad y el deseo. Pero es a él a quien debemos, y Cernuda el primero, la edición de 89

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esa poesía reunida en 1936 y luego en 1940, una vez en España y la otra en México. No es moco de pavo. A pesar de tiranteces, ambos siguieron en buenos términos, como indica la mencionada dedicatoria de Cernuda, hombre poco dado a esos gestos. Y Juan Gil-Albert recuerda precisamente en el texto con el que colabora en ese homenaje de La Caña Gris que viviendo en México Bergamín le dijo: «Cuando no soporto ninguna lectura recurro a Luis» (esto hubo de ser entre finales de 1939 y finales también de 1942, cuando Gil-Albert marchó a Argentina). No obstante, el tiempo y la distancia los fueron alejando, como es ley humana y más, si cabe, entre personas separadas por el exilio que no volvieron a coincidir sobre el mismo suelo. De Bergamín, además, separarían a Cernuda las dos caras aparentemente inconciliables de cristianismo y comunismo que en aquél coincidían sin fisuras. Cernuda, como vio Paz, abandonó el cristianismo al dejar la infancia, y su discurso era pagano. Ambos hombres, Paz y Cernuda, estuvieron, asimismo, inicialmente en la órbita del comunismo, del que luego se distanciaron. En este sentido, es importante la apertura de miras y falta de encasillamiento de que gozó El hijo pródigo, a pesar de las pataletas de cierta ortodoxia, pues en sus páginas convergieron autores como Péret o Serge, no plegados al estalinismo, junto con otros que fueron estalinistas a carta cabal, si cabal es palabra que pueda aplicarse a la complicidad con el crimen. Bergamín fue, por el contrario, quien en 1937 tildó de fascista a un ídolo, tanto en lo personal como literario, de Cernuda: André Gide, quien recibió todo tipo de insultos y vilipendios al publicar sus dos escritos surgidos como reacción a su viaje la URSS. En Con las horas contadas, Cernuda incluyó «In memoriam A. G.» al conocer la muerte del autor de Los monederos falsos en 1951. Lo cerraba este endecasílabo lapidario: «Bien pocos seres que admirar te quedan». En las personalidades fuertes, la admiración no se reduce al ámbito de los afines pero está abonada en aquellos que constituyen un modelo moral, un ejemplo, no sólo en lo estilístico. Paz vio, como nadie hizo, las virtudes de Cernuda (sin olvidar sus debilidades), y éste halló en aquél, doce años más joven, ánimo, acicate, rigor e inteligencia no rebajada a partidismos. Mateo Alemán, que como Cernuda nació en Sevilla y murió en México, dejó escrita en Guzmán de Alfarache esta sentencia que puede aplicarse a la relación, si no entre Cernuda y Bergamín, sí entre el primero y Paz, ese mexicano de origen andaluz: «Débense busCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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car los amigos como se buscan los buenos libros. Que no está la felicidad en que sean muchos ni muy curiosos; antes en que sean pocos, buenos y bien conocidos». Cernuda tuvo pocos amigos verdaderos: Bergamín no resistió las ordalías del tiempo. Paz lo fue para siempre y aún póstumamente, dando de ello muestra tanto en sus actos como en sus escritos.

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Defender lo que amamos Por Malva Flores


CRÍTICA Y REVISTAS

Se le atribuye a Otto Abetz, embajador de Hitler en París, una frase que puede darnos una idea de la importancia de las revistas en el siglo pasado: «Hay tres poderes en Francia: la banca judía, el partido comunista y la NRF. ¡Comencemos por la NRF!» Las revistas eran, y deberían seguir siendo, los nervios centrales de la vida intelectual, según quería Lewis Coser, el autor –hoy olvidado pero indispensable– de Hombres de ideas. La conversación, la discusión que las revistas suscitaban hallaba resonancia no sólo entre «un reducido grupo de personas inteligentes», como afirmó Jorge Cuesta al defender su revista Examen del asedio al que fue sometida en la prensa con acusaciones «en defensa de la moral y la decencia» y por publicar un «lenguaje procaz» en un capítulo de la novela Cariátide de Rubén Salazar Mallén (que, dicho sea de paso, era bastante floja). Esa acusación, en la que privaba también el hecho de que los miembros de la revista fueran trabajadores de la Secretaría de Educación Pública, finalmente marcaría el final de sus breves días (apenas tres números). Sin embargo, Examen fue el modelo para las revistas independientes mexicanas del siglo pasado. Su verdadera vocación, la crítica, quedó marcada como fuego en el ideario de la República de las Letras y no es difícil encontrar en ella, si no el inicio, sí el nudo vital del tronco en el árbol de las publicaciones periódicas que siguieron su huella crítica. En Breve revistero mexicano (Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, 2019), dice Guillermo Sheridan a propósito de las revistas que siguieron a la de Jorge Cuesta: «Eran revistas que heredaban las obligaciones de Examen, la revista de Cuesta, ese eslabón en el ajuste ante las vanguardias, que sostenía la importancia de una práctica intelectual ética, es decir, una práctica de la creación literaria atenta a una moral política, pero no sujeta a los usos y recompensas de la política». En México, desde principios de este siglo las revistas impresas se han visto asediadas si no necesariamente por un poder político (aunque ahora, dado el asedio gubernamental a los medios, es un temor latente), sí por las nuevas reglas que han impuesto. Por un lado, los costos de impresión y las dificultades de distribución (en México hay dos grandes distribuidoras que exigen números imposibles de tiraje, por ejemplo) y, por otro, el cambio en las prácticas de lectura. La conversación se trasladó a Internet, pero no es la charla del café o la tertulia: es una extraña relación entre un texto y un lector solitario frente a su dispositivo 93

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(computadora, tableta o incluso teléfono celular) y su reacción primera, la mayor de las veces impulsiva, en las redes sociales («todo se ha disuelto en el perol bisbiseante de “las redes”», dice Sheridan con cierta amargura, comprensible para mí). Esa manera de compartir la opinión que provoca un artículo no ha pasado generalmente por la conversación y quiere convertirse en charla con un número estricto de caracteres, que a veces se convierten en «hilo» (un tweet ligado a otros más) pero que no suscitan ni ofrecen una reflexión profunda o una simpatía argumentada. (La simpatía es, por cierto, una palabra que ha ido desapareciendo tanto como la crítica). En este contexto, muchas revistas debieron convertirse en revistas electrónicas –como Literal Latin American Voices, bajo la dirección de Rose Mary Salum, que, después de diez años de aparecer de modo impreso, se cambió de casa a la red (literalmagazine.com)– o cerrar definitivamente (como la magnífica Crítica, de la Universidad Autónoma de Puebla). Otras más, como Criticismo (criticismo.com) –dirigida por Pablo Sol Mora– nacieron ya en la red, pero tiran mil ejemplares que se regalan en librerías. Muchas revistas académicas, a las que antes nos suscribíamos, han acudido al formato Open Acces, un formato nada vistoso pero que permite el acceso a los artículos (y sirve, también, para la «demostración» de la productividad de los investigadores). Otro ejemplo de este éxodo hacia la red lo ejemplifica la otrora famosa revista dirigida tanto tiempo por Ramón Xirau, Diálogos, que pasó a ser, en su nueva época, Otros Diálogos (dirigida por Vicente Ugalde y, como secretario de redacción, Francisco Segovia, puede encontrarse ahora en https://otrosdialogos.colmex. mx/). Lo cierto es que diariamente nacen y mueren revistas en la red. Revistas estudiantiles, personales, de pequeños grupos apenas visibles en la maraña de publicaciones. Son tantas que es imposible llevar un recuento de ellas: el centro de la vida cultural se ha atomizado. Esto no tendría por qué ser necesariamente malo. El problema es el número y la calidad de los lectores: la red cultural que se ve disminuida o inducida por los dictados de un algoritmo y no por una conciencia crítica. En una breve encuesta realizada en mi muro de Facebook, y a la que respondieron ochenta y nueve personas, el asunto quedó más o menos claro para mí. A la pregunta de cuáles revistas mexicanas impresas leían mis amigos electrónicos, la respuesta fue desoladora: muy pocos estaban suscritos a alguna publicación. La mayoría de quienes comentaron leía estas cuatro revistas: LeCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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tras Libres, La Tempestad, Nexos y la Revista de la Universidad de México, además de los suplementos culturales Laberinto, El Cultural y Confabulario. La respuesta más descorazonadora para los amantes de las revistas impresas fue la siguiente: «yo sólo leo en línea», y la mayoría de quienes contestaron también leían las versiones electrónicas de aquéllos. Quizá alguna de las razones internas para la desaparición de las revistas sea la desaparición de la crítica, la de grupos culturales que defiendan esta u otra idea de cultura, pero también la de aquella «práctica intelectual ética» de la que hablaba Guillermo Sheridan. Nada resulta más ilustrativo para demostrarlo que acercarse a las secciones de reseñas de libros en revistas y suplementos para darnos cuenta de que la crítica ha menguado considerablemente, y si se trata de crítica de poesía es prácticamente nula. Es curioso observar, por ejemplo, que en la revista Plural, de Octavio Paz, hubo un tiempo en que se destacaron dos tipos de reseñas: las reseñas propiamente dichas, y las «reseñas cortas», que son, con mucho, más amplias que las actuales recensiones que se constriñen, cuando bien les va, a dos mil quinientos caracteres con espacios. Este sometimiento a un espacio tan corto no permite la exposición completa de los asuntos que trata un libro y el lector se queda con la impresión de que le dieron a leer una solapa extendida. Ello demerita la «práctica intelectual ética» y nos reduce, a autores y lectores, a la exposición de juicios sumarios (no necesariamente negativos y, más bien, asombrosamente positivos por lo general) sin explicación alguna. Tal vez conscientes de ellos, en la Revista de la Universidad de México han abierto un curso para formar reseñistas y críticos literarios llamado Pico de Gallo. «Se trata –dicen en su convocatoria– de un ciclo de talleres teórico-prácticos destinados a la profesionalización de reseñistas literarios en nuestro país». El curso será impartido por «reconocidos críticos literarios de medios internacionales» (Silvina Friera, Berna González Harbour, Joca Reiners Terron, Sophie Hughes y Alejandro Zambra). Debería tomarlo porque mi ignorancia es mucha y sólo he leído a Berna González y a Zambra, pero ya estoy muy vieja (es para críticos de entre dieciocho y treinta y cinco años); cuesta cinco mil pesos mexicanos y requiere de una asistencia de hasta el ochenta por ciento del curso completo. Lo que antes era conversación y lectura, ahora se ha convertido en docencia. La antigua charla se ha suspendido y en las redes sociales resulta imposible mantener un diálogo medianamente crítico. La respuesta a la crítica se convierte en un like o en un ret 95

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weet, según se trate de la red preferida del lector. Es cierto que, por ejemplo en Facebook, a veces se desatan encarnizadas discusiones a propósito de algún texto, pero los argumentos expuestos difícilmente pueden considerarse críticos y más bien responden a impulsos que están atravesados por una nebulosa que a últimas fechas ha enturbiado todo: la política. Paz decía que no podíamos olvidarnos de la política: «sería peor que escupir contra el cielo: escupir contra nosotros mismos». Es verdad, pero en México la división política del país ha afectado ya el entramado mismo de la cultura de tal manera que no es posible dar un paso más allá de lo político, como si fuera la única esfera en la que –nosotros presos en ella– rodáramos en una banda sin fin, como un hámster en la rueda. Por ésta, entre otras razones, el ensayo literario sí está en vías próximas de extinción. Asediado por múltiples detractores académicos, acusado de ser «impresionista», acientífico y apolítico, poco se publica y menos se lee. Por otro lado, es demasiado extenso para las «tendencias» actuales que nos obligan a leer poco y rápido (recuerdo que hasta hace no mucho había cursos –y debe seguir habiéndolos– sobre lectura «rápida y transversal»). Así también, el ensayo literario ha sido sustituido por el ensayo académico que olvidó, antes que nada, a nosotros, los lectores. Este tipo de ensayo se publica en revistas «especializadas», lejos del alcance de los profanos. Escrito con una lengua bárbara que se quiere científica, esa iglesia moderna –la academia– ha cambiado el relato por el paper, el lenguaje por el código y se escribe para unos cuantos iniciados: es el reino de los particularismos, a quienes dedica sus esfuerzos, pero ignora al lector común o incluso al lector que pertenece a las minorías que dice defender. Imagino que sus autores jamás se preguntan quién puede leerlos, a quién podría interesarle sus extrañísimas disquisiciones en una lengua eunuca, falta por completo de entusiasmo y una pasión que pueda ser compartida por una mayoría. LA CASA QUE PERDIMOS

Les Temps Modernes desapareció recientemente y, aunque no fui nunca una lectora asidua, esa muerte me dolió. Hasta el siglo pasado, las revistas eran una casa. Una casa que debía ser mantenida, remozada, defendida Era un espacio para la conversación pero también para la crítica, y los interlocutores éramos también nosotros, los lectores. Debo confesar que mis primeros acercamientos a las revistas fueron ataques desalmados. «La esperanza conduce más lejos CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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que el terror», de Ernst Jünger, aparecido en el número 78 de la revista Vuelta, se convirtió en pasto para mi diario, no porque hiciera apreciaciones sobre el ensayo, sino porque recorté el título y lo pegué para dar cuenta en blanco y negro de mis desventuras amorosas. Las revistas de mi padre se volvieron mi semillero de imágenes. Las revisaba rápidamente, recortaba ilustraciones, títulos, algunos poemas y los pegaba en mi cuaderno. Fue hasta algunos años más tarde, a la muerte de mi abuelo, cuando me hice de la colección completa de Plural, que él había juntado y encuadernado amorosamente durante los años de existencia de la revista, pues aparecía como una publicación del diario Excélsior, al que estaba suscrito. Para entonces, yo ya no recortaba revistas y guardé con amor filial aquellos tomos que me hablaban de un ser perdido y amado. Pero no la leí sino después de que ocupara casi diez años de mi vida revisando otra revista, cuyo antecedente era Plural y que se llamó Vuelta, la revista de Octavio Paz. Por razones que no viene a cuento mencionar, yo había decidido que si lograba entender a Vuelta –como si fuera una persona, un alma viva no sin contradicciones, anhelos, decepciones– lograría saber por qué había dejado mi mundo en la Ciudad de México y había terminado viviendo a cuatrocientos kilómetros de distancia de mis afectos, de mis calles amadas en el centro del barrio de Coyoacán. En Coyoacán vivía Vuelta. Su muerte –su desaparición– deparó, extrañamente para mí, un autodestierro que hoy pienso estúpido mas no por ello menos dramático. Así que, a la distancia y varios años después, empecé a leer la revista que había conseguido completa (veintidós tomos empastados en color azul) y que no tenía los infames recortes que mi tardía adolescencia infligió a las revistas de mi padre que quién sabe en qué mudanza se perdieron, ya mutiladas. Entonces veía a Vuelta como una persona cuyo corazón era Paz y sus órganos y extremidades, sus colaboradores y amigos. Por otro lado, sentía que la revista hablaba con un nosotros que nos incluía a todos. En mi juventud, leer Vuelta (ya no digamos, escribir o trabajar en ella) significaba, para bien o para mal, una distinción que se me hacía visible en las discusiones de mis compañeros de la facultad que llevaban bajo el brazo aquella delgada publicación que, entre otras cosas, acompañó mi matrimonio, pues el más asiduo a ella, y por quien empecé realmente a leerla, fue quien hoy es mi marido: las revistas también crean lazos a veces indestructibles. 97

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Las polémicas desatadas en Vuelta se volvían también polémicas de nuestras tertulias y esperábamos con ansiedad las respuestas, bien en la propia revista o en otros medios: revistas y suplementos que respondían a veces hasta con un mes de distancia. Ahora eso nos parece inadmisible. La respuesta debe ser inmediata, casi en tiempo real, y no importa que los polemistas hayan tenido o no el tiempo suficiente para pensar bien sus respuestas. Pero, me pregunto ¿hay, de veras, polemistas? El caso es que, ya lejos de la Ciudad de México, creí conveniente entender qué había pasado en la historia de esa revista y así –por ósmosis, pensaba– me sería claro qué había pasado con mi vida. Entendí que una revista era no sólo una persona sino, como ya dije, una casa. Sus secciones, recámaras; sus columnas, ventanas y su corazón, nuestra lectura. Sus tapas, las de un verdadero diario. También supe que mientras un grupo cultural se mantuviera unido, existía la posibilidad de hacer vivible esa casa. Asimismo comprendí que, como dijera algunas vez Guillermo Sheridan en «Las revistas, esas nebulosas» (More Ferarum 7/8): «Una revista es intransferible. Si una revista sobrevive a sus autores, ha sido plagiada por la institucionalidad». De mi suerte, que no importa para esta columna, sólo me quedó claro que a veces las cosas ocurren sin que uno pueda meter las manos. «Algo menos que una religión y algo más que una secta», frase que Octavio Paz le dedicó a la revista de Victoria Ocampo, Sur, fue el epígrafe de mi libro sobre Vuelta. Pensé que ahí había acabado la historia, pero la historia de las revistas no terminó para mí. «Esas nebulosas, cargadas y finas, que llenan los intersticios entre los libros son, claro, materia transitoria, son laboratorio y producto terminado al tiempo», según pensaba Alfonso Reyes, se volvieron mi obsesión. Ya que no tenía una revista –mi mayor deseo–, podía estudiarlas como obsesiones de los otros. Así llegué de nuevo a Paz, el mayor animador de revistas en el siglo pasado mexicano y me dediqué a estudiar Plural, pero esa es otra historia. Paz pensaba que las revistas eran también «puentes» entre generaciones, pero tener, dirigir una revista fue, quizá, el mayor de sus anhelos. El 14 de agosto de 1954, Paz le escribió a su gran amigo, José Bianco, y le aseguró que sólo si hacía «algo concreto» podría escapar «del penoso sentimiento de que mi presencia aquí [en la Ciudad de México] es inútil. Naturalmente, no se me ha ocurrido nada mejor que una revista. (Cuando los escritores quieren salvar al mundo, siempre se les ocurre fundar una revista)». No sé si ahora los escritores quieran salvar al mundo. Sé que ya nadie se CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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mata por defender una revista, pero hubo un tiempo en México en que las revistas fueron el centro de la vida cultural. UN REVISTERO

«Una revista literaria es una forma particular de escritura colectiva. Se redacta al interior de cada número, que a la vez dialoga con el anterior y con el que habrá de seguirle. Unas y otras entablan un diálogo también –dialéctico y disonante– con las revistas de las generaciones anteriores y son almácigos donde se forman las nuevas: hablan con los libros actuales y con los del pasado, y con otras revistas, afines y adversarias». Con estas palabras Guillermo Sheridan –el tercer colaborador más asiduo de Vuelta– comienza su Breve revistero mexicano, un libro que integra capítulos o secciones dedicados a publicaciones periódicas nacionales en el arco que cubre el siglo xx: desde Savia Moderna (1906) hasta Vuelta (1976-1998). Si bien se hace explícito que la mayoría de los textos contenidos en este libro fueron publicados anteriormente (aunque revisados y ampliados para esta edición), su reunión representa una valiosa contribución a la historia de la literatura mexicana; una historia que sin el análisis y comentario de sus publicaciones periódicas quedaría trunco. Incluye asimismo –tanto en el capítulo que funciona a manera de prólogo, «Revistas a la mano», como en el resto del libro– reflexiones importantes sobre el papel y función de las publicaciones periódicas que construyen tanto el canon como el contra canon de nuestras letras. Así, Sheridan analiza, con vivacidad, conocimiento y una escritura rigurosa y atenta, revistas que formaron parte del tronco de la literatura mexicana, pero también aquellas otras que desde la izquierda se perfilaban como revistas contrarias a las que hoy se conocen como publicaciones de la literatura «oficial»: el capítulo «Dos revistas de combate: Crisol (1929-1931) y Frente a Frente (1934-1938)» es una buena muestra de ello, aunque Sheridan nos advierte, hablando de Crisol, que la revista es un «recordatorio elocuente de la siempre lamentable combinación de los intereses del Estado con los de intelectuales oportunos». Hoy, cuando vemos que las instituciones culturales (el Fondo de Cultura Económica, las radiodifusoras y los canales de televisión estatales, por ejemplo) han sido cooptadas por esos mismos intereses del Estado y se han arrimado a ellas o se han impuesto en ellas esos «intelectuales oportunos», no podemos menos que lamentarlo. 99

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Hablando de un artículo aparecido en Frente a Frente, donde el músico Luis Sandi denuesta a Agustín Lara por ser «un filibustero de la música y un cantor de prostíbulo que envilece a las masas», y después de aclararnos que el músico era de izquierdas, Sheridan sonríe: «Es conmovedor reparar sobre el clasismo implícito y el bien intencionado racismo involuntario en una sentencia emitida en nombre del verdadero pueblo, ávido de cultura». ¿No ocurre igual ahora? En los treinta, nos dice más adelante, «un joven era de izquierdas o no era joven». Por debajo del relato (porque Sheridan aún confía en el relato como la forma idónea de la comunicación ensayística), se van perfilando las afiliaciones de los miembros de las revistas, sus pasiones, pero también sus contradicciones. Así, además de las revistas ya mencionadas, pasan por nuestros ojos varias publicaciones de la primera mitad del siglo xx mexicano: Savia Moderna, la «otra» Revista Azul, Gladios, La Nave, Pegaso, San-EvAnk, Revista Nueva, México Moderno, El Maestro, La Falange, Forma, Examen, Contemporáneos, Barandal, Taller, Tierra Nueva, El Hijo Pródigo, pero también nos acercamos a otras, aunque sea lateralmente, como Plural y Vuelta, las últimas revistas de Octavio Paz. Pasan, también, generaciones y puentes: conexiones escritas que nos permiten ver el desarrollo de la cultura de un país. La exposición, que parte generalmente de un sugerente análisis de la materialidad de las revistas –haciendo énfasis en sus portadas iniciales en algunos casos– atiende no sólo a cada una de estas publicaciones, sino al entramado cultural, literario y político que les dio origen y respaldo. No es, por cierto, un análisis exhaustivo de todas las revistas culturales publicadas el siglo pasado, cuyos estudios respectivos son citados con oportunidad; sin embargo, por las páginas de este libro aparecen sus nombres y relaciones con las revistas a las que Sheridan se dedica con un énfasis declarado por la poesía publicada en las páginas de aquéllas. No es por ello extraño que, de algún modo, buena parte de los ensayos nos conduzcan de la mano de Paz, pues «la hemeroteca del siglo xx mexicano lleva desde temprano las marcas de Octavio Paz». Sheridan las sigue y vemos al poeta leyendo, muy joven, la revista Crisol; atestiguamos su paso por Barandal, Cuadernos del Valle de México, El Hijo Pródigo… Sheridan también recupera las ideas de Paz sobre Examen, su intervención en Taller, su relación con «los camaradas de Hora de España», varios de cuyos escritores eran «los amigos que hizo Paz a su paso por España en 1937 y por los que abogó ante Alfonso Reyes para que fueran incluidos CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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en las listas de intelectuales a quienes el gobierno otorgaba salvoconducto a México». Así, el número 5 de Taller avisa que se unen a la revista Juan-Gil Albert, Antonio Sánchez Barbudo, Lorenzo Varela, José Herrera Perete y el pintor Ramón Gaya, «que pasa a encargarse del diseño gráfico, copia del diseño de la española para acentuar la nueva hermandad». Sheridan analiza también otras publicaciones en las que Paz participó y concluye que para el poeta –heredero de una tradición que amaba las revistas– éstas son «almácigos y campos de labranza: el paisaje y el mapa». Sus dos revistas, Plural y Vuelta son, a su vez, coordenadas visibles no sólo de México, sino de Hispanoamérica y el mundo. El último capítulo, inédito en su totalidad, se trata de la recuperación de un largo proyecto que nunca llegó a realizarse: la revista que durante varias décadas intentaron publicar Octavio Paz y Carlos Fuentes. Con base en la correspondencia entre ambos (inédita hasta hoy), así como en el conocimiento de otras correspondencias ya publicadas (la de Paz con Tomás Segovia y las de ambos, Paz y Fuentes, con Arnaldo Orfila), este pasaje del libro es de suma importancia para la historia del campo cultural de nuestras letras en el siglo pasado y relata, asimismo, la historia de una amistad que se truncó en 1988, pero cuyos distanciamientos comenzaron tiempo atrás. La publicación de esa revista que nunca fue (y que, a la postre –y sin Fuentes en el directorio aunque sí como colaborador–, se convirtió en Plural) bien puede ser uno de los puntos neurálgicos y no conocidos de esas desavenencias. En ese sentido, el libro de Sheridan me permite recordar las palabras de Aurelio Asian en el vigésimo aniversario de Vuelta: «[Vuelta] no ha sido nunca una revista que pretenda publicar a todos los escritores; ni siquiera a todos los buenos escritores. No ha sido una antología ni un inventario ni un catálogo. Es, decía al principio, una casa, un lugar de reunión, una red de relaciones amistosas, afectivas, intelectuales. (Aurelio Asiain, «Brindis», Vuelta 242). La orfandad es un asunto delicado. No debemos seguir perdiendo casas: es como perder padres, abuelos y quizá –por qué no pensarlo– hasta hijos y nietos. Al final de su prólogo, Sheridan nos recuerda que sólo estudiando y comparando las revistas «podemos desenterrar el tálero y duplicarlo». En sus palabras encuentro otro mensaje: defender lo que amamos.

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Edificar la vida en el pretérito: Por aquí pasó un hombre de Rafael Morales Por Francisco Ruiz Soriano


Este año de 2019 se cumple el centenario de varios poetas destacados de la primera promoción de posguerra, como José Luis Hidalgo (1919-1947), uno de los máximos representantes de la vertiente existencial de posguerra con Los muertos (1947) y precursor de aquella Quinta del 42 santanderina que aglutinaría en torno a la revista Proel escritores tan importantes como José Hierro o Julio Maruri, además de a uno de sus primeros biógrafos, como fue Aurelio García Cantalapiedra (1919-2010) con Tiempo y vida de José Luis Hidalgo (1975). También cumple centenario la poetisa alicantina Trinidad Mercader (19191984), fundadora, junto a Dris Diuri, de una de las revistas más relevantes de poesía, como fue Al-Motamid (1947-1956), y autora de poemarios como Tiempo a salvo (1956) y Sonetos ascéticos (1971). Y, por supuesto, cumple también aniversario Rafael Morales (1919-2005), exponente de la línea rehumanizadora y social de la primera promoción de postguerra, evento que en Rafael Morales es doble, pues se conmemoran también veinte años de uno de sus libros emblemáticos en su trayectoria poética: la auto-antología Por aquí pasó un hombre (1999) y que, con motivo de tal acontecimiento, la Fundación Gerardo Diego reedita en edición facsimilar, reproduciendo fielmente la edición de 1999, la portada bellamente editada a dos tintas, en un juego de colores verde esmeralda y rojo oscuro: verde para las letras del título y de la colección, y rojo para el nombre del autor y el subtítulo de antología poética, además del pequeño dibujo: un logotipo del globo aerostático del siglo xix que centra la parte inferior sobre el título de la colección, pero el papel plastificado de la cubierta de la portada anterior se pasa ahora a un bello papel ahuesado cartoné de doscientos gramos. Destaca también la introducción de unas palabras preliminares y justificativas de esta reedición por parte de la directora de la Fundación Gerardo Diego, donde recuerda el centenario del poeta Rafael Morales, así como que hayan pasado veinte años tanto de la edición de esta auto-antología como también del hecho de que coincida con la refundación de la Institución en aquel año de 1999, destacando la gran amistad entre los dos grandes maestros, Gerardo Diego y Rafael Morales, a los que nos atreveríamos a incluir también a nuestra poetisa. Se incorpora también –después de las palabras preliminares, con respecto a la primera edición– una foto del manuscrito que esquematiza el resumen de la obra. Sintomáticamente el título de esta antología, Por aquí pasó un hombre, coincidirá con la denominación del programa de con 103

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ferencias que se preparan este otoño en Madrid sobre el Centenario de Rafael Morales que organizan la Fundación Gerardo Diego, la Universidad Complutense y la Fundación Universitaria Española. Y es que Rafael Morales era, por su carácter, de esa estirpe de poetas afables y cercanos, como don José María Valverde o Idelfonso Manuel Gil, de talante ético y bondadoso, poetas que nunca criticaron otras tendencias poéticas, que se ilusionaban por el hecho poético y por el papel humano que la literatura representaba. Por ejemplo, Vicente Aleixandre en la presentación de su perfil en Los encuentros (1958), donde describe figuras literarias como habían hecho antes líricamente Juan Ramón Jiménez en Españoles de tres mundos (1942) o Josep Pla en Homenots (1958), nos lo detalla como un «niño grandón» que al pasar de los años sigue siendo bondadoso y tan ilusionado por la poesía que en sus ojos se refugian los destellos de sus palabras que –según Aleixandre– son los del entendimiento de la tierra y el mirar del corazón, verdaderamente en esta etopeya acierta de pleno el maestro del 27, pues Morales siempre fue defensor de una poesía del corazón y de la emoción humana. Por aquí pasó un hombre (1999) es una auto-antología y libro clave dentro de la obra de Rafael Morales. Se publicó por primera vez en la colección «Poesía en Madrid» que dirige la poetisa y directora de la Fundación Gerardo Diego, Pureza Canelo, bajo el auspicio también de la Comunidad de Madrid, por lo que el libro llevaba unas palabras preliminares del consejero de Educación y Cultura, Gustavo Villapalos Salas, que justificaban la colección: «Poesía en la capital española porque en esta ciudad recalan poetas de todas partes y tiempos, tanto consagrados como jóvenes promesas, incentivando el debate y potenciando la cultura, centro de sensibilidades y tendencias, a las que Morales, talaverano de nacimiento, contribuyó, pues su labor artística y profesional se vio ligada principalmente a esta ciudad, donde por ejemplo trabajó en Radio Nacional de España, dirigiendo revistas como La Estafeta Literaria o realizó una importante labor docente como profesor de Literatura en la Universidad Complutense». Fue por lo tanto sintomático, que esta obra fundamental apareciera en esta colección, obra clave no sólo por estar al final de su trayectoria poética, con un título en sí elocuente de su posición existencial, ligada al tópico del homo viator machadiano, sino también porque es una antología realizada por el CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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propio poeta, que acompaña de una introducción explicativa cada poemario con la que pretende dar luz a su estética poética. Sintomáticamente, la génesis de esta antología, es decir, la presentación de unos poemas acompañados de una explicación a la obra en la que se encuentran ya aparece en un breve libro titulado Reflexiones sobre mi poesía de 1983, que había presentado en un acto en la Escuela de Formación de Profesorado de la Universidad Autónoma de Madrid en 1982, donde se recogía junto a su estética unos ejemplos de lecturas poéticas de cada libro. La antología recoge un total de ciento seis poemas que van desde su inicial Poemas del toro (1943) hasta composiciones inéditas en aquel momento bajo el epígrafe de La palabra y que formarían luego parte de su último libro Poemas de la luz y la palabra del 2003, por el que se constata ya desde el inicio los rasgos definidores de su poesía: la visión melancólica y desamparada de la existencia humana y la concepción de la poesía como belleza sugerente para testimoniar y comunicar una emoción, pero también como instrumento de creación de un objeto artístico de la realidad, teniendo «como constante esa valoración temática de lo humilde, de lo sencillo, de lo derrotado e incluso de lo ínfimo y despreciado».1 Rafael Morales inaugura así la tendencia rehumanizadora, neorromántica y social de la primera postguerra frente a vertientes heroicas y garcilasistas llenas de tópicos prosaicos y dulzones,2 para finalmente terminar en consideraciones hermenéuticas en torno a la poesía como revelación, pero sin abandonar nunca esa preocupación por la palabra como comunicación y diálogo del ser humano con el tiempo histórico vivido –en el sentido machadiano del término–, consideraciones existencialistas y sociomorales que estarán siempre presentes y que se agudizarán con un tono amargo sobre la mortalidad hacia el final de su obra, pero siempre con la idea de una poesía clara y afectiva que tiene como eje final esta antología: testimonio de memoria frente al olvido, de ser confesión nerudiana de que se ha existido, por aquí pasó un hombre, huella poética existencial de un escritor que se reconoce en el vivir, que deja en el arte los sentimientos y valores eternos de la humanidad. En la introducción, Morales expone claramente sus ideas poéticas: la identificación de vida y escritura, el devenir existencial se solapa con el transcurso de la obra, las dos realidades caminan juntas, pues la misma vida es sustancia poética 105

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y el objeto del arte es recrear esa emoción vivencial, ya que el poeta se proyecta en sus versos, pero, sobre todo, incide en la importancia de la emoción artística, la cual no se puede soslayar nunca, idea que Rafael Morales ya dejó patente en la «Poética» que encabezaba su selección a la antología de la Poesía social (1965) de Leopoldo de Luis, donde venía a decir que: «La poesía es ante todo belleza sugerente de la palabra y por la palabra»3 y en sí un medio, nunca un fin como pregonaban los esteticistas del arte puro deshumanizando, porque él buscaba una poesía proyectada en lo esencial del ser humano. Después de más de treinta años, Morales continúa compartiendo esas consideraciones, cree en la palabra entendida como arte, pero también la palabra que recoge el pálpito humano, ese «humano temblor» que cantaba José Luis Hidalgo y que tantos poetas existenciales defendían, pues –como dijo José Hierro una vez–, «los poetas de postguerra teníamos que ser fatalmente testimoniales»4 y aquí coinciden nuestros escritores con Machado, en ser la poesía un diálogo con el tiempo histórico, pero además Morales concuerda con el gran maestro de Campos de Castilla en que la «vida no sólo debe correr por las arterias versales de nuestros poemas»,5 sino, sobre todo, la poesía debe volver al sentimiento y al hombre en su plenitud, estamos pues en la raíz de aquel manifiesto «Sobre una poesía sin pureza» de Neruda (en Caballo Verde para la poesía de octubre de 1935), en la vertiente tremendamente vitalista de Miguel Hernández que prefería una poesía que sale del corazón, manifestación de sangre y no de juego poético cerebral cuando defendía la Residencia en la tierra del chileno en aquel artículo de El sol (del 2 de enero de 1936), estamos en la lírica de tensión anímica y cósmica de Aleixandre –tan presente en la vertiente surreal de muchos compañeros de promoción– pero sin caer en el hermetismo ni la facilonería; con estas palabras lo expresa Morales en sus Reflexiones sobre mi poesía (1983): «En realidad, en toda mi poesía se refleja un afán muy patente de apartarla de lo lúdico, lo subconsciente, lo hermético, lo purista y lo objetivo, para llevarla a lo vital, lo consciente, lo claro, lo impuro y lo subjetivo. Fue mi norma en un principio y aún lo sigue siendo».6 Y, en esta línea, entronca Morales con una poesía abarcadora de la realidad y de la experiencia en su fluir temporal, porque el poeta aspirar a eternizar en la obra el momento vital e histórico en que vive para salvarlo de la destrucción y revivir así siempre esa emoción poetizada en la obra, que se hace perdurable en lo efímero, por CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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lo tanto la poesía no debe racionalizarse, como diría Juan de Mairena e incurrir en el purismo: «no caer en el esteticismo a punto de deshumanizarse, ni tampoco en el «humanismo a punto de desestetizarse», según apunta Rafael Morales, a la vez que critica el prosaísmo en que cayeron muchos de sus camaradas de la vertiente social, pues para él –en esta etapa de su trayectoria poética– la poesía es «esencialmente revelación, penetración profunda por medio de la expresión artística en todo aquello que el lenguaje llano y diario no puede revelarnos plenamente»,7 con lo que estamos ya en la poética machadiana de la lírica como descripción de las operaciones más profundas y secretas de la emoción humana y, sobre todo, como memoria rescatadora frente al olvido. La antología recogerá muestras de nueve poemarios, se abre con quince composiciones de Poemas del toro (1943), que inició la colección de poesía Adonáis de José Luis Cano ese año y supuso una línea innovadora en nuestra poesía de postguerra. Morales explica cómo esta obra la empezó a escribir en 1940 y su germen fue la composición «Toro», con la que inicia el libro y la antología. Supuso perfección técnica siguiendo el magisterio de los poetas barrocos tan admirados (Lope, Quevedo, Góngora), señalando también cómo la moda sonetil de aquella época era predominante, pero sobre todo enfatiza en el reconocimiento de escritores como Cossío y Aleixandre, dejando también claro que no estaba bajo la influencia del Rayo que no cesa de Miguel Hernández, como la crítica ha apuntado. Morales selecciona poemas tan emblemáticos como «El toro», génesis de poemario y germen de aquel «El toro ibérico», que publicó un adolescente Morales en número de julio de 1938 en El Mono Azul, como excelentemente estudió el profesor José Paulino Ayuso, y es que en el poemario subyace –en algunos de sus versos– una alusión a ese «corral de muertos» que fue la Guerra Civil.8 Las composiciones destacan por la fuerza de las imágenes y el simbolismo del dolor y la sangre, algunos de tinte cósmico, que están presentes en algunos poetas de postguerra como José Luís Hidalgo o Juan Eduardo Cirlot y que arranca del vitalismo de Hernández o del Aleixandre de Pasión de la tierra. Los temas de la tragedia de la muerte, la pena y la ausencia marcan estos sonetos excelentes en su técnica y en el uso de la adjetivación, pero sobre todo entrañablemente emocionales, donde el empleo de la personificación hace que el animal se encarne 107

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en lo humano desde sentimientos cálidos y felices como en «Maternidad» y «Toro en su paz», hasta la fuerza de la pasión amorosa y la libertad en «Mugido» o el «Choto», donde se augura ya esa plenitud vital simbólicamente con el fin trágico en «Toro sin mayoral», «Muerte del toro», «Agonía del toro», «Toro muerto» o, con el que termina la acertada selección «Plaza desierta», donde se evoca con la personificación del toro la lucha existencial del ser humano y su posición en la naturaleza: «pasó la vida por aquí llevada, / pasó un gran mar, un viento, una tormenta, / pasó mugiendo un toro hacia la nada». Esa tendencia cada vez más trágica que raya el tremendismo marcará obras como El corazón en la tierra (1946), Los desterrados (1947) y Canción sobre el asfalto (1954). En su comentario a El corazón en la tierra (1946) señala la buena acogida que tuvo el libro, sobre todo de maestros como Gerardo Diego, a la vez que apunta los temas principales del amor y la muerte como ejes vertebradores del poemario, aunque Morales consideraba que le faltaba unidad, al final ve que el mismo tono vitalista acaba por darle ese acercamiento unificador; Morales critica también que se le haya tachado de tremendista, si atendemos a su estética, toda la realidad puede ser materia poética, también se pueden encontrar destellos de belleza en lo feo o desusado, como el Baudelaire de Las flores del mal, se trata de salvar momentos efímeros de esplendor ante la destrucción. Así destacan poemas como «A un esqueleto de muchacha», que está en la línea de «A una calavera» de Lope de Vega,9 pero también de muchos poetas barrocos en su retórica de la caducidad existencial y del canto a la ruina, mientras se exalta la plenitud pasada, como «A unos labios sin amor», donde se amagan los tópicos del carpe diem y el ubi sunt, lamento a la decrepitud humana que se acentúa en el poema «Pena» mediante el tema de la separación de los amantes con la muerte, especie de tensión barroca que va hilvanando los poemas entre la idea de perfección y el choque con la realidad final, buen ejemplo es el magnífico soneto «Instinto», que evoca la pasión amorosa con claros tintes hernandianos para acabar siempre con la soledad y la muerte; igual que «Dolor amante», «El amante solitario» o los versos plenos de referencias autobiográficas en «Ausencia», donde llega a asomar cierto tono panteísta y cósmico. Sin embargo, Morales justo cuando llega al punto álgido del pesimismo mortal, apela siempre a los sentidos, a la emoción de lo terrenal que es el recuerdo, como último asidero de salvación. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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En parecida sintonía se encuentran Los desterrados (1947), donde el objeto poético se centra en los desarraigados, una línea noventayochista que nos evoca al Baroja de Canciones del suburbio donde los marginados sociales personifican también la desolación, ejemplos existenciales de la situación del ser humano en su destrucción, pero también poesía testimonial de postguerra. El mismo poeta apunta en la explicación introductoria esa actitud solidaria con todos estos seres derrotados de la vida, que no pueden disfrutar de la existencia porque están condenados a la realidad miserable de su destino, son esos seres de la Tierra sin nosotros (también del 1947) que cantaba José Hierro y que expuso en un artículo titulado «Fracaso»,10 dedicado a su amigo muerto José Luis Hidalgo, se trata de personas humildes que la guerra les marcó generacionalmente con un sentimiento de frustración existencial que caló en sus almas desbordantes de amargura y soledad ante la inacción. Morales explica que muchos críticos creyeron ver en el poemario el comienzo de la vertiente social de postguerra, cuando postulaban que la poesía está en todas partes de la realidad, «también en las manos sucias de los trabajadores», sin embargo él buscaba –como tantas veces ha apuntado en su estética– cantar también lo sencillo y derrotado, es decir, cómo lo humilde puede ser objeto de transcendencia poética. Aquí selecciona ocho composiciones, que se ven caracterizadas por esa dialéctica antitética entre un ideal y la situación de derrumbe vital que encarnan; por ejemplo, en «Los locos» se contrastan las imágenes vitales de ansia de comprensión con la triste circunstancia del sinsentido en que se encuentran los dementes, en «Los no amados» es la angustiosa soledad en que han caído los que anhelaban la pasión, en «Las amantes viejas» el choque entre el pasado esplendoroso del amor y la realidad decrépita de la vejez, en «Los olvidados» el esplendor juvenil hilvanado por metáforas vigorosas –casi cósmicas, pues tenían sueños como astros– para caer en el vacío y la nada, en «Los que recuerdan» el deseo de permanencia y la vida frente al olvido, en «Los que sueñan» el choque entre los ideales y la derrota final, o en «Los idiotas» son las imágenes de una posible realización vital las que se oponen a la sombra de lo que son. En cambio, en otras composiciones, la descripción en torno a la ruina que rodea a esos seres sería la definición de los mismos, se trata, por ejemplo, de «Los tristes», marcados por imágenes de frialdad y esterilidad. 109

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En esta línea indagadora de la belleza cotidiana y urbana se encuentra también Canción sobre el asfalto (1954), con el que obtuvo el Premio Nacional de Literatura de ese año. Morales vuelve a insistir en su poética sobre la necesidad de prestar «atención a personas, animales, vegetales y objetos que son sencillos, humildes, despreciados e incluso feos y sin tradición poética»,11 porque también son objeto del arte cualquier motivo de la vida, ya que lo importante es la belleza sugerente de la palabra que lo trata, la poesía es un medio para acceder con sensibilidad a cualquier aspecto de la realidad y aquí Morales hace entrañable esas otras vidas humildes que dicen cosas del ser humano, se trata de poemas reveladores como «Soneto triste para mi última chaqueta», «Cántico doloroso al cubo de la basura», «Cancioncilla de amor a mis zapatos», motivos sencillos de la vida familiar que encontraremos en otros poetas de la primera postguerra como José María Valverde, Concha Zardoya, Leopoldo de Luis o Ramón de Garciasol y que llegan hasta algunos poetas de la generación del 50 que cantan la existencia de las cosas cotidianas como Manuel Pinillos, Carlos Murciano, Eladio Cabañero, vertiente que alcanza – con otro tono– hasta algunos poetas del 70, como María Victoria Atienza (que se detiene en las casas, el paraguas o la maleta) o la misma Pureza Canelo que en la Celda verde (1971) desea haberlo «hablado todo y ver en todas las cosas sencillas»12 algo mágico y profundo, como buscaba Morales, con el que coincide después en la reflexión sobre el mismo poema como vida, como espacio habitable del recuerdo o la misma obra que se va haciendo en la obra y de la cual forma parte el poeta («el poema que me da la espalda es el poema de mi espalda»),13 cuestiones metapoéticas que centrarán la última etapa de Morales, pero que sintomáticamente encontramos ya antes planteadas en Pureza Canelo y tantos poetas del 70 como Jaime Siles o José Ángel Valente. Por otro lado, es también esa línea de los seres derrotados del suburbio, los Marginados (1993) de Luis Antonio de Villena, seres que –como los de Rafael– yacen perdidos en la gran ciudad, coincidiendo ambos poetas en el sentimentalismo y en adoptar una actitud social y ética, ese ir con ellos que cantaba Luis Antonio de Villena (acercándose «a los pobres sin hogar, los mendigos del lodo / las perdedoras de botella de ginebra / las locas de la litrona / los estropiciados del caballo / los negros de la tierra, los siux de las grandes ciudades, [...]»,14 línea tremendista que llega a salpicar hasta esa «otra sentimentalidad» de lo cotidiano de García Montero y «el realismo sucio» en Roger Wolfe. CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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Otras composiciones de Canción sobre el asfalto (1954) recrean temas existenciales sobre el devenir del tiempo y la muerte como «Destino», «Siempre», «A la rueda de un carro» y, sobre todo, «A la calavera de un poeta», mientras la ruina del ser humano queda personificada en elementos de la naturaleza en «La encina derribada» o «Como el chopo»; sin embargo, siguen presentes poemas que se centran en la realidad urbana diaria que ya aparecían en obras anteriores como «Los traperos», «Suburbio» y «Los barrenderos», motivo ciudadano que aparecerá en su siguiente libro La máscara y los dientes (1962), pero aquí con un fondo de resentimiento hacia el ser humano, aunque sigue siendo una poesía comprometida que mantiene esa solidaridad con los débiles. A pesar de que el poemario abre su segunda etapa poética, junto con La rueda y el viento (1971), esta obra engarza temáticamente con las anteriores, la diferencia es formal y estética, ya que se vislumbra cierta tendencia hacia la flexibilidad métrica, la variedad versal y la alternancia de estrofas clásicas con el verso libre, pero, sobre todo, a nivel estético, el poeta expone su teoría de los «lirodramas»: la mezcla de géneros y la fusión de la lírica con la acción de sus protagonistas, se perfilan por lo tanto preocupaciones por la naturaleza del arte que van a ser una constante en sus últimos poemarios.15 En la introducción a la selección, Morales apunta esta nueva fase de su poesía que incluye La rueda y el viento (1971), a la vez que explica su estética: el intento de crear una serie de poemas polimétricos extensos sobre la condición humana donde predomine la acción, la forma dramática de unos personajes que fuesen símbolo del hombre y donde el poeta fuera un mero espectador, entra pues Morales dentro del tópico del theatrum mundi o la vida como teatro, motivo que da cierta autoridad ética desde posiciones senequistas y refuerza la tesis testimonial, en sí, como él mismo señaló, se intenta «presentar la vida de un hombre cualquiera y vulgar en un día de tantos, que a la vez simboliza la vida entera de la humanidad». Se seleccionan diez poemas entre los que destacan la dramatización de ese devenir cotidiano desde el comienzo con «El alba» y el soneto «La mañana» –de tono guilleano– desde el cual se describe el inicio del día desde la ventana, hasta la bajada a la calle para ir a la oficina en «La calle», «El tranvía» y, sobre todo, «La gente», largo poema con enumeraciones e imágenes encadenadas que describen esa lucha diaria por sobrevivir en esa gran jungla metropolitana; mientras el sinsentido del mundo 111

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del trabajo aparece en «La oficina», para acabar su quehacer diario con una vuelta a «La casa», que muestra el cansancio existencial, frustración con la que termina «Punto final», poema desolador donde aparece un ser durmiente comparado a la materia inerte de la propia muerte. Este tono pesimista de tintes barrocos continúa en La rueda y el viento (1971). Si antes se centraba en la vida de un ser humano en particular, ahora la visión es general, aunque en lo versal sigue siendo plurimétrico, mientras aparecen imágenes del devenir cíclico de la vida bajo la simbólica rueda y el viento de connotaciones violentas. El mismo poeta señala que en la obra «desarrolla una exposición panorámica de un mundo en general carente de amor y sobrado de egoísmos, envidias, esclavitudes, mentiras, injusticias [...]»;16 de este poemario elegirá seis fragmentos, el primero describe el resurgimiento de la vida: «brota auroral la savia sumergida, / invade el laberinto letal de la raíces..», bajo el impulso del gran vientre de la tierra, plenitud del cántico, verdor absoluto, floración de colores, plenitud primaveral, adánica materia del futuro, etcétera; mientras en el segundo fragmento aparece –en contraposición a este espectáculo paradisíaco– el polo negativo que esconde el corazón humano: bosques lujuriantes del deseo, desiertos de hastío, las negras regiones extensas de la guerra, la fiera cerrazón del egoísmo, las carreteras del cansancio, la interminable soledad..., personificaciones de la naturaleza que muestran cómo el hombre destruye todo lo edénico; el tercer fragmento aparece marcado por las contraposiciones entre libertad y esclavitud, simbolizada ésta por un muro opresor que centra todo el fragmento cuarto: son las murallas que limitan las esperanzas, que aíslan y encercan la naturaleza, alegoría de la misma ciudad moderna que destruye lo natural. En el quinto fragmento, surgen referencias bíblicas para criticar el fariseísmo humano, su codicia y egoísmo presentes desde su historia, idea descrita en el fragmento sexto mediante el símbolo de la rueda que en sí es el mismo girar del planeta y del tiempo: «están girando, girando / la muerte y la vida igual, lo que se queda, / lo que se va». Con Prado de serpientes (1982) iniciaría una tercera época que el mismo escritor insiste en caracterizar por su intimismo y evolución métrica hacia el verso libre, aunque continua con algunos temas anteriores, pero con matices distintos. El título del poemario tiene su origen en el planto de Pleberio ante el suicidio CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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de su hija Melibea en La Celestina y recoge motivos del desengaño barroco junto a tópicos como latet anguis in herba, que explican cómo debajo de toda bella apariencia se amaga un peligro. Se seleccionan catorce poemas iniciados con el emblemático «Adolescencia», donde se contrapone juventud y vejez, pero también la visión optimista y esperanzadora con que se ve la vida en los años juveniles, llena de imágenes gozosas (desnudez del alba, pétalos mojados, muchacha desnuda) frente al pesimismo de la vejez, pues el cansancio de los años se expande en nebulosa soledad.17 La preocupación por el paso del tiempo es una constante temática junto con la dialéctica entre recuerdo y olvido, motivos que irán hilvanando esta obra desde la cual Morales interpreta la realidad, a veces con asomos autobiográficos que marcan la experiencia vivida, rescatada siempre por la palabra poética. Se trata de composiciones tan entrañables como «Madre» y «Recuerdo de Yaya la modista», junto a otras donde asoman epifanías de un momento cotidiano que se intenta redimir, por ejemplo en «Gato negro en el Paseo de las Delicias», la belleza de un cuerpo en «Mujer desnuda», el motivo rilkeano de los objetos que evocan nuestra existencia en «Las cosas» –y que luego veremos también en aquellos emblemáticos pasos en la nieve de Siles–, el estado de desolación al pasear por las calles y la esperanza que pueden evocar unas flores en «Geranios» o «Floración», pero serán, sobre todo, composiciones en torno al sentimiento de finitud temporal (donde no aparece la angustia, pero si la melancólica tristeza por saberse mortal) las más relevantes, porque en ellas se presenta volcada toda la emoción de la experiencia vivida y cierto intimismo reflexivo de talante unamuniano en que el recuerdo es precisamente el arma vivificadora de las cosas perdidas, de las ilusiones y en sí de salvación final, se trata de «Ahora que el otoño me unce a su tristeza», «Oscuro desamparo», «La memoria» y, sobre todo, su magnífico «Palabras», que anuncia las preocupaciones hermenéuticas de su última etapa y donde encontramos la unión de vida y poesía, la palabra como memoria y superación del tiempo, mera ilusión que termina por ser ceniza y olvido, quedando un sentimiento de amargura por todo lo que se ha sido, o intentado ser, que entronca con la metafísica barroca. Entre tantos adioses (1993) configuraría su última etapa marcada por la reflexión de la palabra poética y un tono preponderantemente elegíaco. El mismo poeta en la introducción 113

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explica este acento melancólico, el de la experiencia ante la pérdida de cosas y seres queridos, el sentimiento de desencanto que ello conlleva, de ahí el título de la obra: la desesperanza ante la ausencia y el papel que paulatinamente tiene la palabra poética como memoria. Morales divide la obra en cinco partes que explican ese proceso: una primera parte bajo el epígrafe de «Aurora tenaz» recoge poemas como: «Soledad», lleno de imágenes de desamparo ante calles vacías o el abandono de la noche; «Nuevo nacer», sobre la esperanza que genera el nombre de la amada; «Invicta» y «Alba nocturna» que evocan cierto tono positivo ante la presencia de la esposa, pero destaca sobre todo la composición «El poema» –que introducía la selección– porque expone ya la estética del libro mediante el motivo machadiano del homo viator y la metáfora de la escritura como devenir existencial: «He aquí que voy escribiendo / huellas de un caminante / hacia el olvido, / palabras que se quedan / yertas sobre el papel»; sin embargo, ante esa desolación existencial aparece la fe en la escritura y la apelación baudelairiana al lector, al tú como compañero de este viaje mortal que cantaba Blas de Otero y que resulta que es también la misma travesía poesía. El segundo apartado lleva por título «Patrimonio de los ojos» y muestra la satisfacción por vivir, por contemplar la realidad de la existencia en la naturaleza y las cosas cercanas a los sentidos visuales y olfativos, principalmente, son poemas como «Plenitud», «Otoño», «Aroma» o «Nieve». La tercera parte se titula «Raíces» y hace referencia al sentimiento de arraigo espacial que son sus lugares queridos (su ciudad natal Talavera de la Reina), se trata de «Primeras palabras» donde se evoca la génesis del lenguaje por parte del niño, palabras maternas sencillas y esenciales, ligadas a las percepciones elementales; en «Ciudad» se vislumbra el motivo del retorno y en «Casas» los espacios ocupados en la vida. La cuarta sección, bajo el epígrafe de «Homenajes», son composiciones de admiración a algunos poetas entre los que selecciona aquí las dedicadas a Miguel Hernández, Gerardo Diego y Vicente Aleixandre. Finalmente, el quinto apartado, «Patria de la ceniza», alude ya al tema predominante del tiempo destructor y presenta una imagen desolada del final humano, son poemas como «Pájaro» de evocaciones juanramonianas cercanas al Platero y yo, donde la imagen del recuerdo se encarna en un grácil canto de armónica belleza que pervive frente a la muerte, como lo es en «Tacto» la exaltación de este sentido humano en tanto triunfo de la materia, o en «Presencia» CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

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lo es la palabra escrita perdurable en el espacio, o las sílabas en «Instante», para llegar en «Trono» a la coronación de la memoria, la salvación del hombre por el recuerdo que, sin embargo, también es efímero, como afirma el poeta en sus versos finales, tono desolado que termina sintomáticamente con «Adiós», toda una despedida melancólica de la existencia acompañada por motivos machadianos como son la tarde y las referencias a los apagados jardines modernistas, que acentúan esa atmósfera de decadencia, aún más intensificada por la presencia de una consciencia poética que da cuenta de esa ineludible realidad que es la mortalidad. La última selección de la antología lleva por epígrafe «La palabra» y consta de siete poemas que luego formarán parte de su último libro Poemas de la luz y la palabra (2003). Son composiciones breves con tendencia al verso libre y predominio del heptasílabo, que dan cierto tono de condensación reflexiva. Morales señala en la introducción que son poemas que no tienen historia, mera muestra de su amor por la palabra gracias a la cual existe la poesía. El escritor selecciona siete donde la mitad de las cuales contiene en el título el nombre de la palabra, hecho que muestra su preocupación por el tema hermenéutico tan presente en esta etapa. «Triunfo» describe la creación de la expresión en su proceso fónico y cognitivo, circunstancia que es vista como una victoria frente al vacío. «Palabra efímera» trata sobre el nombrar poético, los términos dichos existen sólo en el presente al ser pronunciados o leídos, de ahí su adscripción a existir en el tiempo y a sufrir la fugacidad, mientras en el poema «Palabra» –que evoca al Juan Ramón de Eternidades– trata la búsqueda de la belleza y la perfección por la poesía, exaltada mediante imágenes de grandeza como ese ojo de águila o luz que ilumina el silencio, hasta llegar a comparar el hecho poético con una flor donde los pétalos son las sílabas; en «Luz de la palabra» surge ya esta asociación que estará de manera presente en su último poemario (Poemas de la luz y la palabra del 2003), aquí el nombrar poético es fundación, llena el vacío del mundo porque es luz que da forma y límite a las cosas; bajo esta metáfora bíblica del verbo iluminador de la oscuridad, se construye «Creación», donde la realidad familiar es el baluarte frente a la soledad. En «Palabra del poema» asoma el motivo de la inspiración neorromántica, los términos surgen de regiones temblorosas, se comparan a las aves, a la música, a lo etéreo del ritmo de una guitarra o a la luz misma, hasta llegar a la idea de la palabra pura y desnuda con la cual se identifica lo 115

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permanente, concepción juanramoniana que choca con ese juego de contrastes que ha sido la estética de Rafael Morales, así, en el último poema, el titulado precisamente «Pretéritos», volvemos a encontrarnos, no con una palabra ligada a la eternidad, sino de nuevo con el poso barroco de nuestro poeta: las palabras olvidadas y perdidas en el tiempo, las voces ausentes porque nadie ya pronuncia y consecuentemente están muertas. Morales personifica el nombrar poético mediante imágenes desoladoras, incluso violentas, cuando describe los nombres desangrados y yertos en el pasado. Con este poema final acaba la antología, se ha dado una visión desesperanzada de la existencia y de la misma poesía, el devenir temporal acaba por vencer al ser humano y a los objetos de su creación –las obras– que pueden llegar a ser mero olvido, de aquí este Por aquí pasó un hombre, un intento de edificación desde lo pretérito, del dolor que experimenta la finitud, testimonio de lo vivido y con ello de lo escrito, que puede ser salvado de nuevo si es leído.

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NOTAS 1 Morales, Rafael. Reflexiones sobre mi poesía, Escuela Universitaria de Formación del Profesorado, Madrid, 1983, p. 12. 2 Sobre Morales en el marco de la poesía de posguerra por ejemplo los estudios de García de la Concha, Víctor, La Poesía Española de 1935 a 1975, Cátedra, Madrid, 1987; Mantero, Manuel, Poetas españoles de posguerra, Espasa Calpe, Madrid, 1986; Palomo, María del Pilar, La poesía en el siglo xx (desde 1939), Taurus, Madrid, 1988; Ruiz Soriano, Francisco, Poesía de Postguerra. Vertientes poéticas de la primera promoción, Montesinos, Barcelona, 1997; o sobre el poeta las monografías de López, Julio, Poesía y realidad en Rafael Morales, Ámbito Literario, Barcelona, 1979; D’ors, Miguel, Los poemas del toro de Rafael Morales, Eunsa, Pamplona, 1972 o Clavero Martínez, María Ángeles, La conciencia del tiempo en la poesía de Rafael Morales, Universidad de León, 2006. 3 Luis, Leopoldo de. Poesía social española contemporánea, (1965), Ed. Júcar, Madrid, 1982, p.175. 4 Hierro, José, «Prólogo a Poesías completas (1962)», en Cuanto sé de mí, Seix Barral, Barcelona, 1974, p. 12. 5 Morales, Rafael. Por aquí pasó un hombre, Fundación Gerardo Diego, Santander, 2019, p. 12 6 Morales, Rafael. Reflexiones…, p. 12. 7 Morales, Rafael. Por aquí pasó un hombre , p. 15. 8 Ayuso, José Paulino, «Introducción» a la edición de Morales, Rafael, Obra poética completa (1943-2003), Cátedra, Madrid, 2004.

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Morales, Rafael, Por aquí pasó un hombre…, p. 43. Es uno de los poemas más valorados por Gerardo Diego y la crítica como ha señalado y estudiado el profesor Diez de Revenga, Francisco Javier, «Rafael Morales: Poética y Poesía», Hesperia. Anuario de Filología Hispánica, iii, (2000), p. 31. 10 Hierro, José, «Fracaso», Corcel, núm. 13, Valencia, 1947, recopilado en García Cantalapiedra, Aurelio, Verso y prosa en torno a José Luis Hidalgo, Institución Cultural de Cantabria, Santander, 1971, p. 120. 11 Morales, Rafael, Por aquí pasó un hombre , p. 81. 12 Se trata del poema «Y haberlo hablado todo», Canelo, Pureza, Celda Verde, Editora Nacional, Madrid, 1971, p. 27. 13 Canelo, Pureza, Habitable, Rialp Madrid, 1979. El mundo del poema es en sí habitable y un espacio de emoción, ideas en las que coinciden nuestros poetas. 14 Villena, Luis Antonio de, «Voy con ellos», Marginados, Visor, Madrid, 1993, p. 10. 15 Sobre el tema el excelente artículo del profesor HUERTA CALVO, Javier, «En torno al género del lirodrama: La máscara y los dientes y La rueda y el viento de Rafael Morales», en AAVV., Rafael Morales, Homenaje, Universidad Complutense, Madrid, 1995; también 16 Morales, Rafael, Por aquí pasó un hombre… p. 133. 17 Sobre Prado de serpientes consúltese el interesante trabajo de ROMARÍS PAIS, Andrés, «Título y co-texto en un poemario de Rafael Morales», Revista de Literatura, 113, 1995.

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â–ş Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, Washington D. C., siglo xix


Andrés Sánchez Robayna Por el gran mar Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2019 90 páginas, 11.00 €

Andrés Sánchez Robayna, Por el gran mar: una nueva meditación pelágica Por CLAUDE LE BIGOT Con su nueva entrega poética, Por el gran mar, Andrés Sánchez Robayna lleva otra vez a sus lectores a los confines y misterios pelágicos. Este poemario prolonga lo iniciado con El libro tras la duna (2002) por sus motivos, reminiscencias e inquietudes. Se trata de un libro breve, compuesto de treinta y cinco fragmentos sin título, que sólo tienen una numeración, lo que significa que forman un contínuum como las piezas de un mosaico que sirve de relato para una meditación con elevada ambición. Este poema largo condensa en un tejido luminoso y sensorial un pensamiento nutrido por la pérdida del ser querido y la voluntad de un «volver a empezar» que el poeta saca de sus retornos «al mar de la infancia» (12). Huelga decir que el mar, con su telón de fondo insular, cobra un valor simbólico con un CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

protagonismo que sitúa al poeta canario en la estela de las reflexiones de Gaston Bachelard en El agua y los sueños. Nunca A. Sánchez Robayna se ha sometido a un realismo pictórico, pese a cultivar la sensorialidad que difunde la luz insular, poniendo en contraste los elementos naturales: viento, barranco, playa, palmera. Pues, aquel «gran mar», convocado y celebrado a través del libro se explicita como referente metafísico en el poema final como «el mar del que venimos y al que regresaremos» (85). Este mar pensado como una totalidad, que lo absorbe todo, es algo que fascina al poeta y alimenta su intranquilidad, pero no lo capta como la nada sino como el enigma impenetrable de la trascendencia, en un mundo en que Dios no existe (apenas unas alusiones a un «dios» desacralizado: 43, 63, 67,

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71), o ha sido sustituido por la única ley que manda: el tiempo. Se acaba el libro con el sintagma aclarador: «el gran mar del tiempo» (85). Dicha frase echa una luz sobre lo que fue el destino del poeta: infancia (II), madurez y vida de pareja (XIV, XXIX, XXXI), vocación de poeta (XVI, XIX). Frente al tiempo, puede decirse que Robayna adopta una actitud estoica; sabe perfectamente el poeta que la busca del tiempo perdido es inútil; este tipo de sueños lleva tan sólo a la ensoñación, pero no permite rescatar las ocasiones perdidas. La temporalidad que llama la atención del poeta es la en que lo finito nunca es definitivo; y esto supone la posibilidad, no de volver a encontrar todo lo que pudiera haber sido sino de no echar de menos las ocasiones perdidas ante el porvenir, y volver a caminar por la senda aventurera de la existencia. In fine, la meditación que Sánchez Robayna sustenta a partir de su experiencia no se pierde en los meandros de lo absurdo existencialista de Sartre, que define la esencia humana como un ser-para-lamuerte. Al contrario, Robayna se siente más atraído por el ser-para-la-vida de Levinas, empujado por una fenomenología del eros que lo lleva a contemplar las actitudes sensibles del hombre entre las cuales consta: la compasión, la generosidad, el placer, la soledad, el amor, el cariño, el pudor. Nada más que recordar como sensación la importancia que el poeta concede a la «caricia» o el «tacto», detalle no tan frecuente en la lírica española. La sensación descrita, aunque procede del sueño, tiene una fuerza insuperable. Cabe interpretar cómo la sensibilidad hacia un objeto concreto se extiende al mundo entero, que se ofrece en su total desnudez. Cito un fragmento del poema XX como botón de muestra de la fenomenolo-

gía del eros que sugiere el discurso robayniano: «Te vas y estás presente, y otra vez / llevas tu mano suave hasta los mangos, / toco contigo el fruto, es como si los árboles / buscasen ese tacto, como si, / apacible, la piel del mundo ansiara / ofrecerte su entraña, y el deseo / de su pulpa entregarse a ti, tan viva / como lo más viviente, sin asomo / de finitud, presencia ardiente, pura» (55-56). Lo que logra el poeta es comunicarnos sensaciones, de manera no tan barroca como lo hacía Quevedo con su «amor constante más allá de la muerte», sino con una intensidad que colma la ausencia, como si el sueño facilitara posibilidades, en el momento en que la ausencia es constitutiva del ser. El parentesco que existe entre Sánchez Robayna y el filosófo Emmanuel Levinas es aquí patente. En Totalité et infini, el filósofo dice a propósito de la caricia que «consiste en no hacerse con nada, en solicitar lo que viene escapándose de su forma hacia un porvenir –que nunca llega a ser porvenir–, en solicitar lo que huye como si aún no fuera».1 Para volver a la caricia que es una modalidad del tacto cargada de erotismo, ésta se pierde en un ser que se desvanece como en un sueño. La expresión del cariño que conlleva la caricia es asintótica, huidiza, evanescente. Pero tiene la profundidad vertiginosa de lo que no es aún, ni pretende ser el avatar de lo que es. Cito el poema XXI, que en su brevedad logra sugerir, más allá del recuerdo, la permanencia de una relación excepcional que desde el punto de vista de la lógica formal es un imposible; no obstante, en este caso tiene la misma efectividad que consiste en conservarle su misterio a lo oculto, puesto ahora en plena luz: «Siento aún el calor de su mano en la mía / y aunque el cielo dejó de protegernos

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/ su mano me acompaña ah dime dime/ hacia dónde nos llevas negros hombros / [del tiempo» (57)». El lector de la obra poética de Sánchez Robayna está acostumbrado al discurso tensional en el que el autor plasma su pensamiento, este ir y venir entre polos opuestos que sintetizan la paradoja, el oxímoron, la antítesis. Y sigue manejando esta retórica propia en este libro en beneficio de un ahondamiento del pensar que aglutina los mecanismos de la memoria. Varias veces asoma en el poemario el binomio «muerte y deseo» que es una manera de acotar lo infinito, acaso de domesticarlo: «El recuerdo no yace: gira y gira, / o soy quien gira acaso en él. / Y alrededor de ese recuerdo gira / la noche matinal de las campanas» (19). Tal inversión sólo es pensable en el intento de formular una idea de lo infinito. Una insensatez si quedamos pegados al empirismo. En realidad, A. Sánchez Robayna sitúa el infinito en lo finito, lo más en lo menos. El deseo no está pensado como posesión de lo deseable, sino como el deseo de infinito que activa el deseo en vez de satisfacerlo. Tratase, por lo tanto, de un deseo totalmente desinteresado, situación que predispone al hombre a abrirse al otro, contemplarle el «rostro» –según la expresión de Levinas en Totalité et infini–, que no se puede reducir a una mera «imagen plástica» sino que es «expresión», o sea, vector de un discurso que se absorbe en la forma y contenido de mi relación con el otro. Llega a escribir Robayna, al recordar la ausente: «Regresas a mis ojos, a mis manos, / el sueño se entreabre a la presencia, / nada se ha roto, voy hasta tus ojos / que me contienen […]» (56), explicitando acaso el epígrafe final sacado del Cántico espiritual: «Ya sólo en amar es mi ejercicio» (87). CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

Este libro de poemas resulta, en definitiva, ser un diálogo permanente con la mujer fallecida, nunca nombrada, ni con un artificio cualquiera, pero perfectamente diseñada hasta conformar la «figura ausente», que cobra consistencia y presencia a través de un «relato en sueño». Varias veces, el poeta apunta el marco desde el cual se asoma un rostro, se oye la voz de la ausente, deleznable y penetrante a la vez, hasta manifestar una dinámica de la presencia sobre un fondo virginal que recuerda la poesía de los místicos españoles: «Vuelvo a verte en el sueño, a hablar contigo, / me llamas con palabras que sonríen, / a unos pasos la noche se disuelve, / ahí afuera, en la grava silenciosa, / y renace el jardín con el rocío» (55). Gracias a la magia de la palabra, A. Sanchez Robayna logra sugerir con intensa emoción el flujo íntimo de la conciencia que le permite restaurar parcelas del pasado: memoria de la infancia, memoria de la pareja. No sería abusivo hablar en este caso de una conquista de significantes fundamentales que armonicen nuestro ser y el lenguaje, ya que el poeta está invitado a buscar «un lenguaje / para nuestra ignorancia» (43). Ahí surge una temática frecuente en la obra de Sánchez Robayna: las reflexiones sobre el lenguaje, sus poderes y límites, su dimensión ontológica (véanse VIII, IX, XV). Acaso un tema nuevo se diseña en este libro por su presencia recurrente y alto valor simbólico: los tañidos de la campana (II, III, IV, XII, XVIII, XIX), sea desde los recuerdos de la niñez cuando el tintineo acompasaba tareas y quehaceres, sea el doblar de las campanas en los días aciagos, sean las vibraciones de una lengua interior, una nueva «música callada» que tiene la particularidad de colmar las deficiencias de la vista, el misterio de lo invisible y de lo inaguanta-

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ble. Si el simbolismo general de la «campana» es significar cuanto queda colgado entre tierra y cielo, facilita por lo tanto la comunicación entre ambos mundos. Pero en la lengua de Sánchez Robayna tiene una significación más personal, que abarca su percepción del mundo y la reversibilidad fenomenológica de las sensaciones, resumida en el final del poema III: «Habito la campana y el tañido / igual que ellos me habitan, / trozo de duración disipado en lo eterno» (16). Acaso el tañido, igual que la abubilla, ave emblemática de Robayna, convocada en El libro tras la duna, al cruzar el aire, permite saltarse el abismo, o el vacío y alcanzar las orillas de lo deseado, oponiéndose al desvanecimiento de todo lo que el amor recuerda sin cesar desde el traspaís del viajar: «¿Cómo puede, ahora, el júbilo / del bronce en mí sonar, más interior / que lo mío más íntimo?» (16). Véase también el poema XII que viene a ser glosa y explicitación de esta misma cita. Andrés Sánchez Robayna comparte con Yves Bonnefoy una sensibilidad afín y una percepción del mundo con muchos puntos comunes, especialmente en la manera de acotar lo vivido mediante lo inestable de la palabra, porque ésta siempre se va más acá o más allá de su referente. No obstante, el poeta con su arte pretende suplir las deficiencias del lenguaje, buscando los puntos de contacto con lo que ya no puede ser el objeto de su decir, sino el remate por la palabra de una presencia que no se puede alcanzar fuera de un apego cordial. Criticando la postura de Mallarmé, Yves Bonnefoy le reprochaba el hecho de «chercher des “essences”, des “notions pures” là où dans le manque, la nuit, il faut aimer des présences».2 Estableciendo un paralelo entre el

trabajo del pintor y el quehacer del poeta, Andrés Sánchez Robayna explicita, acumulando fórmulas «oximorizadas», la capacidad del poema en «traspasar la materia del mundo» (29), aunando «palabras que funden lo oculto y lo visible» (29): «Como el pintor que pinta tan sólo lo que ve, / pero pinta también el ser de las cosas, / es decir, atraviesa lo invisible / por encima de todas las formas que limitan / la visión, y se entrega, y lo invisible, entonces / muestra su realidad, del mismo modo / unas pobres palabras, en un solo latido, / traspasan la materia del mundo […]» (29). Sánchez Robayna no manifiesta una propensión excesiva al culto de la metáfora. Su escritura enfoca un paisaje para hacerlo «tierra», dejar que se oiga la elocuencia muda de la roca, que se vea el solar del deseo humano que encuentra su razón de vivir y un sentido a la existencia en la esperanza y el amor. Tal vez, se encuentran en esta etapa de la obra poética de Robayna unas reminiscencias de la teoría romántica del símbolo que establece entre poesía y materia una absoluta continuidad, y disuelve el concepto de poesía en la idea de «poesía natural». Una ejemplificación de esta teoría ocupa la totalidad del poema inicial: setenta y siete versos que forman una frase única, hecho de versos, muy breves los más, pero cuyo movimiento mimetiza la continuidad entre el paisaje y su formulación literaria hasta convertirse en «memoria de los rostros, / memoria de los días / y las noches» (11), un desarrollo frástico que recuerda el oleaje, una réplica de las compulsiones de la memoria que se repercuten en el conjunto del libro. En otras partes, el autor se ciñe a cierto clasicismo estrófico (XV, XVII, XXIV, XXV) o avanza con acentos quevedianos (XXXII)

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desde una forma pulida cuya composición se asemeja mucho al soneto con estrambote. No cabe duda de que con esta entrega, Andrés Sánchez Robayna ofrece una mues-

tra cabal de un arte plenamente dominado y sugerente, alejado de los artificios de poca monta, pero abocado, sin ilusiones, a lo profundamente humano.

NOTAS 1 Levinas, Emmanuel. Totalité et infini. Paris, Le livre de poche, LGF, 1990, p. 288. 2 Y. Bonnefoy. Le nuage rouge, essais sur la poétique. Paris, Mercure de France, 1972, p. 210).

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Basilio Sánchez He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes Visor, Madrid, 2019 83 páginas. 12.00 €

Vivir en las palabras Por ÁLVARO VALVERDE Que el Premio Internacional de Poesía de la Fundación Loewe (conocido como el Loewe, a secas) se ha convertido en uno de los más acreditados, si no en el que más, del panorama lírico hispanoamericano es ya un lugar común. Desde hace tiempo, además. Me atrevería a decir que desde el principio, o casi, allá por 1988. La nómina de galardonados habla por sí misma. Y lo que es más importante: el catálogo de libros que conforman ese extenso y plural palmarés, editado desde sus comienzos, uno de sus indudables aciertos, por la madrileña editorial Visor. Otro está fundado en la calidad del jurado que dictamina el fallo, constituido por relevantes poetas (sobre todo) de un lado y otro del Atlántico; un tribunal que durante unos años presidió el Nobel mexicano, poeta y pensador, Octavio Paz.

El verdadero lujo que patrocina esa empresa lujosa es, precisamente, la excelencia poética, más en una época dominada, siquiera en parte (la de las internáuticas redes sociales), por una aparente nueva forma de poesía que, porque de inédita y de poesía en realidad tiene poco, Luis Alberto de Cuenca ha denominado parapoesía. Nada más alejado de ese fenómeno de masas que la que representa, genuina (por parafrasear Poetry, de Marianne Moore), el libro que logró la trigésimo primera edición del premio gracias a la arriesgada, valiente decisión de un jurado presidido por el profesor y académico Víctor García de la Concha (que durante años ejerció la crítica a pie de calle en el diario ABC). Un osado acuerdo, sí, que llegó en un momento crucial en la trayectoria del Loewe, más después de que en el ví-

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deo promocional de su treinta aniversario se diera cabida, para pasmo de algunos, a parapoetas, esto es, a portavoces de lo que el estudioso Martín Rodríguez-Gaona ha denominado poesía pop tardoadolescente y, en consecuencia, a algo que está en las antípodas del rigor y la eminencia de He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes, el extenso título de aires bíblicos del laureado libro que ahora que reseñamos. Para no pocos, apuntaremos antes, ese resultado fue una sorpresa. No para quienes conocían el sólido, coherente itinerario de Sánchez, al que ahora muchos celebran en este país tan dado a las frívolas y fugaces exaltaciones. Los lectores lo acogieron, ya digo, como lo que es: un motivo de esperanza, de fe en la poesía, en tiempos de vacío, incultura y miseria. Su autor, Basilio Sánchez (Cáceres, 1958), no fue un poeta temprano. Su primer libro, A este lado del alba, obtuvo en 1983 un accésit del premio Adonáis (el más reconocido hasta que apareció el Loewe). A esa ópera prima le siguieron: Los bosques interiores, La mirada apacible, Al final de la tarde, El cielo de las cosas, Para guardar el sueño, Entre una sombra y otra y Las estaciones lentas. En 2010 publicó su poesía reunida: Los bosques de la mirada (Calambur). Después llegaron Cristalizaciones y Esperando las noticias del agua. La mayor parte de estas obras merecieron algún premio. Además de un accésit en el Gil de Biedma, Basilio Sánchez obtuvo el Unicaja, el Tiflos, el Extremadura a la Creación y el Ciudad de Córdoba. Conviene mencionar dos libros en prosa de su bibliografía: El cuenco de la mano y La creación del sentido. Dos entregas, cabe matizar, que podrían pasar, en sentido estricto, por poéticas. Por el asunto del CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

que se ocupan y la escritura que las identifica. En una entrevista concedida a Nuria Azancot para El Cultural, Sánchez comentaba: «Utilizando una imagen del poeta peruano Eduardo Chirinos, percibo mis libros como planetas solitarios que giran alrededor de su propio eje, pero sometidos todos a unas mismas leyes de movimiento, a un orden cosmológico superior que no es otro que la idea que yo tengo de la poesía. Concibo la creación poética como una especie de diario del espíritu, como una forma de anotar y de poner en relación la vida de uno mismo con el mundo que nos rodea tal y como el poeta consigue percibirlo a lo largo de las diferentes etapas por las que va pasando. He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes es una expresión más, sin duda incompleta, pero reveladora, de mi forma de decir y de vivir en el tiempo. En lo formal, es un paso más hacia la naturalidad y la transparencia». Aunque extensa, transcribo la cita por su elocuencia. Sánchez, ya se ve, aborda con lucidez la lectura de sí mismo. Se constatará luego. De ahí que cuando le pregunta la periodista por la tradición poética en la que se inscribe, responda: «Podría ser en la poesía del fervor, como la llamaría el poeta polaco Adam Zagajewski, o en la poesía del entusiasmo, como querría Hölderlin». Pronto cae en la cuenta el lector de que He heredado un nogal… tiene mucho que ver con su entrega anterior: Esperando las noticias del agua. Un año separa ambas ediciones. A mi modo de leer, conforman incluso una suerte de bilogía, más allá de su indiscutible independencia. De aquél, dijo Basilio Sánchez: «es un poema único compuesto por cuarenta y ocho fragmentos que, de una forma alegó-

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rica y utilizando como hilo narrativo el amor entre dos jóvenes, reflexiona sobre la entereza y la perseverancia como únicas maneras de sobrevivir al extravío ético de nuestras sociedades actuales». Uno, al reseñarlo, destacó, por ejemplo, su sutileza, transmitida «a través de un lenguaje altamente imaginativo, que a rachas parece el fruto de la más elevada inspiración (aquella que linda con la mística), alegórico en todo caso, construido con palabras comunes que remiten a conceptos metafóricos y simbólicos complejos», o el uso de versos que podrían pasar por aforismos. Anoté, en fin, algo acerca del marco, porque «lo temporal y lo espacial (aunque aquí caben más los términos intemporal e inespacial)» se diluyen para conseguir aún más protagonismo del misterio, una palabra clave para entender esta poética del secreto y el enigma. «Del origen», según Piedad Bonnett, miembro del jurado y autora del penetrante texto de la contracubierta. Como el autor ha escrito, «sin apenas anclajes geográficos o temporales, el poema construye el escenario mítico», si bien, nunca pierde de vista el presente. Todo lo dicho sirve para explicar esta nueva obra dividida en tres partes y una coda; compuesta por sucesivos fragmentos (a su imán, que diría Lezama), sin título, que fundan su unidad de sonido y sentido en un lenguaje claro y austero («Amo la austeridad de los que escriben / como el que excava un pozo»), y en un ritmo muy particular también y muy logrado que se aprecia, sobre todo, al leer los poemas en voz alta. Al decir de Basilio Sánchez, un hombre esforzado y contemplativo, tiene un «carácter de libro de meditaciones» (también lo ha denominado «cuaderno de campo de un naturalista») construido con lentitud («Amo

lo que se hace lentamente») en la soledad («Siempre supe estar solo») y el silencio («El silencio es la elegancia absoluta»). En efecto, a esa tradición, la meditativa (escrutada en su día por Valente) se adscribe esta poesía del pensamiento (que siente). Lo que no obsta, como señala Colinas, para que tienda «a lo surreal, al irracionalismo». Por eso, es normal que a veces el lector pierda pie («Ninguno de nosotros / está aún preparado para lo incomprensible») y, sin entender, vislumbre, absorto en la enigmática belleza de unos versos que a rachas devienen versículos, algo del todo adecuado si tenemos en cuenta la honda espiritualidad que emana del conjunto. A través de las cosas («Acercarnos con afecto a las cosas / nos permite intimar con lo sagrado / que permanece en ellas»). En medio de la naturaleza (tan presente aquí): «Dichoso el que, sentado / bajo los grandes árboles / que iluminan de verde las mañanas del mundo, / no renuncia al regalo de lo inmenso». Sí, el tono es hímnico. Hay «una celebración tenaz de lo que existe». Porque aún se oye el último eco de «la canción del paraíso». Porque, evocando a Claudio Rodríguez, «El mundo se nos revela siempre en un estado / de perfecta ebriedad». A pesar del dolor (léase el precioso poema de la página 68, que comienza «No hay azafrán ni clavo») y la muerte (Basilio Sánchez es médico intensivista) y de que nadie sepa «cómo estar en el mundo»: «Es verdad / que en la idea del jardín subyace oculta / la idea del sufrimiento, / la de que prevalece / sobre el orden de la naturaleza / el orden de los hombres». No en vano esta poesía se distingue por su alta carga de humanismo. «Yo mendigo la luz», escribe. Y: «He aprendido a convivir con las ruinas».

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No puedo concluir esta nota sin aludir a una línea central del libro, la que a uno más me le ha interesado. Me refiero a los numerosos poemas que indagan acerca de la propia escritura. Metapoéticamente. También sobre la frágil figura del poeta. Son, además, una perfecta guía de lectura. Así, leemos: «Los poemas que nos hacen mejores / son los que nos devuelven / a ese estado anterior / en el que era posible, / en nuestras relaciones con el mundo, / conducirnos con naturalidad, sin artificio». «La poesía no explica ni argumenta. / La poesía sólo llama a las cosas». Es «el oficio del espíritu». «Vivir en las palabras, / asumir el fervor como una forma secreta de penuria / lo decide uno mismo». «Escribir un poema es andar sobre las aguas, / confiarnos a lo bueno del mundo».

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«Uno escribe un poema para sentirse vivo». Y añade: «para que otro descubra que está vivo». Y, desde la compasión: «La poesía / no es una ambigüedad del corazón, / es una forma / de sentirte tú mismo siendo otro, / de asumir la existencia de los otros / como si fuese tuya». No es preciso comentar nada. En un momento dado, Basilio Sánchez escribe: «Hay libros que son fértiles». Este es el caso. Armonía sería un término muy adecuado para definir de una vez la obra de alguien que confiesa: «Las palabras son mi forma de ser». Además de avalar a un premio prestigioso y a un jurado digno, resalta la importancia de la verdadera poesía, en rigor la única posible, ajena a las modas, las ocurrencias y la prisa. Porque sólo desde la tradición se puede alumbrar lo nuevo.

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Andreu Navarra La escritura y el poder. Vida y ambiciones de Eugenio d’Ors Tusquets, Barcelona, 2018 556 páginas, 23.00 € (ebook 13.99)

Oceanografía de D’Ors Por MARIO MARTÍN GIJÓN Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset y Eugenio d’Ors fueron los fundadores del ensayo moderno en España y, por ende, los pensadores más influyentes de, al menos, la primera mitad de nuestro siglo xx. Ortega nunca ha dejado de ser actual y estuvo más de moda que nunca hace unos años, con la edición de sus Obras completas y su biografía a cargo de Jordi Gracia; Unamuno ha recobrado un cierto auge editorial y hasta cinematográfico; por su parte, D’Ors ha sido sin duda el más olvidado, damnificado primero por su fama fundamentalmente catalana y luego por su afiliación franquista, en la que se distinguió de los anteriores. Su recuperación para el público español (en catalán la bibliografía es inmensa, destacando los estudios de Xavier Pla o Maximiliano Fuentes Codera) se ha consolidado recien-

temente, con la biografía de Javier Varela, Eugenio d’Ors (RBA, 2017) y, un año después, con el libro de Andreu Navarra (Barcelona, 1981), investigador que transita con solvencia entre los ámbitos de la historia cultural compartida entre Cataluña y el resto de España, ya desde su innovador libro La región sospechosa. La dialéctica hispanocatalana entre 1875 y 1939 (UAB, 2013). En su prólogo «D’Ors, hoy y ayer», Navarra delimita claramente lo que distingue su obra de biografías anteriores: en primer lugar, la impugnación del dogma según el cual habría un corte y una decadencia en la obra de D’Ors a raíz de su traslado a Madrid en 1922, afirmación con la cual la crítica catalanista ha querido conservar la primera parte de su obra, escrita bajo la afiliación a

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la Lliga regionalista, desdeñando tres décadas y el setenta por ciento de la producción dorsiana. De hecho, Navarra señalará que Eugenio d’Ors se sintió desde el principio afín a una suerte de despotismo ilustrado que le hará marcar pronto distancias interiores con un regionalismo democrático con el que simpatizaba por su dinamismo frente a lo que, con típico prejuicio de la burguesía catalana, veía como la inercia y atraso de la meseta castellana. No hubo corte ni reinvención de D’Ors tras abandonar Barcelona, como sí los hubo en Unamuno tras marchar de Bilbao. Navarra demostrará que D’Ors «reinterpretó y recocinó sus propias ideas», convicciones de clasicismo autoritario a las que llegó pronto tras una breve etapa de bohemia modernista en la que se integró como estudiante. Según el mencionado mito, D’Ors renunció a la felicidad y celebridad barcelonesa para ser infeliz en Madrid, algo que, con cartas en la mano, Navarra demostrará como absolutamente falso. Pese a su diferencia, D’Ors sufrirá más incomprensiones en su tierra que en la capital. En el primer capítulo, «D’Ors antes de Xènius», el biógrafo presta especial atención al encuentro de D’Ors con Joaquín Costa en 1905, menos por su sustancia real que por la reinterpretación que hará en 1911, con el profeta aragonés ya enterrado, del que querrá apropiarse de su legado en un sentido autoritario. En su libro El regeneracionismo. La continuidad reformista (Cátedra, 2015), Navarra mostraba las divergentes vía educadora y liberal de Ortega y la autoritaria de Ramiro de Maeztu, con quien no por casualidad simpatizará D’Ors desde su primera estancia madrileña. Cierto que D’Ors contemporizará en un principio, entre otras cosas porque publicaba en un órgano como El Poble Català, que como contaba en CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

carta a Gabriel Alomar, era demasiado de izquierdas para su gusto, y que lógicamente cambiará en cuanto pueda por la moderada La Veu de Catalunya. Los capítulos siguientes abordan el despliegue del proyecto intelectual de «Xènius» desde su Glosari en el periódico de mayor prestigio y su fidelidad al proyecto catalanista de Prat de la Riba. Las cuatro mil glosas publicó entre 1906 y 1922 le dieron una presencia insoslayable en el campo intelectual catalán, autónomo respecto al resto de España, pero a la vez le fueron granjeando enemistades larvadas y que estallarían a su debido momento. Navarra dibuja a D’Ors como «un gigante con los pies de barro», para empezar por su dependencia respecto a Raimon Casellas, censor de La Veu, al que escribe cartas de un tono melifluo que hoy nos evocan una sumisión degradante. Como resume Navarra, este D’Ors es «un escritor inquieto, dependiente y frágil, cautivo de la arbitrariedad de Casellas» y que «tiene muy poco que ver con el líder carismático e indiscutido que la crítica ha convertido en tradicional». Esa sumisión tenía que resultar más dolorosa para alguien que ya desde el principio se veía destinado a relevar a Joan Maragall, la mayor gloria viva de las letras catalanas, y cuya estética modernista pretendía superar el noucentisme. Poco a poco, D’Ors irá fundamentando su prestigio, ayudado por sus contactos internacionales. Si buena parte de las ínfulas (justificadas) de Ortega y Gasset fueron criadas en Marburgo, para D’Ors fue iniciática la asistencia al Tercer Congreso Internacional de Filosofía celebrado en Heidelberg en 1908, y donde fue el único representante español. Dice Navarra que «recogido el halo de reconocimiento en Alemania, el D’Ors

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aparentemente todopoderoso se forja a su vuelta de Heidelberg», donde habrá descubierto su vocación profesoral y cosmopolita. Luego vendrán Ginebra o Bolonia, donde coincidirá precisamente con Ortega. Con éste, pese a la lógica rivalidad, le unía un desprecio hacia los frutos del arte y la filosofía del siglo xix, una curiosidad por artes y ciencias tan fértil como dispersiva y una obra fragmentada y ocasional que era inevitable en quienes vivían en buena medida de las colaboraciones en prensa. Su baño europeo y las ideas que le sugirió, expuestas en «El renovamiento de la tradición intelectual catalana», lo catapultarán a la secretaría del Institut d’Estudis Catalans, a propuesta de Prat de la Riba. Desde ahí, impulsará una serie de iniciativas entre las que destacará su proyecto para las bibliotecas de la Mancomunitat, incluyendo una Escuela de Bibliotecarias donde sólo se aceptaban alumnas y donde el propio D’Ors impartió docencia. Junto a esta labor de intelectual institucional, Navarra llama la atención sobre la bastante olvidada obra literaria de D’Ors, a quien reivindica cómo «un excelente escritor, fabulador y extravagante». Siempre atento a traspasar los compartimentos estancos con los que se construyen las historias de las literaturas nacionales, Navarra señala los paralelismos que un libro como el exitoso y polémico La ben plantada muestra con la estética de Azorín, o cómo Oceanografía del tedio, publicada en 1916, anticipa buena parte de las técnicas de la «nueva novela» que Ortega fomentaría en la década siguiente y que aplicarían autores como Rosa Chacel, Antonio Espina o Benjamín Jarnés. Un episodio insoslayable de la biografía de D’Ors es lo que, desde el libro de Guillermo Díaz-Plaja, hace medio siglo, ha venido

llamándose su «defenestración», cuyas razones Andreu Navarra rastrea concienzudamente, señalando la importancia de su intento de dimisión ya en 1914, rechazada por Enric Prat de la Riba, quien ese mismo año lo nombraba director del Departamento de Educación Superior en la Mancomunitat. La muerte de su gran protector en 1917 y su sucesión por Josep Puig i Cadafalch no podía augurar nada bueno a quien durante la Gran Guerra se granjeó nuevos enemigos por su posición germanófila en un entorno claramente aliadófilo, un capítulo de nuestra historia cultural ya desbrozado por Navarra en sus libros 1914. Aliadófilos y germanófilos en la cultura española (Cátedra, 2014) y, por lo que aquí toca, en Aliadòfils i germanòfils a Catalunya durant la Primera Guerra Mundial (Generalitat, 2016). A la antipatía de Puig se unía la gestión poco escrupulosa del patrimonio de D’Ors y, sobre todo, sus coqueteos con el sindicalismo y la Revolución soviética, aunque siempre desde una posición de integrar las reivindicaciones sociales en un gobierno autoritario. Con todo, lo que evidenció su cese en abril de 1920 como secretario general del Institut d’Estudis Catalans, fue el escaso apoyo real que tenía D’Ors dentro del entramado cultural regionalista del que era visto como estrella principal. Su marcha a Madrid sería presentada por D’Ors años después como una elección («Escoger, haber escogido. Éste es, por excelencia, el signo de la virilidad de la mente… Hay que haber escogido y quemar las naves tras de sí»). En realidad, no le habían dejado opción. La cuestión de su competencia con el incontestable mandarín de la intelectualidad madrileña, resumida hace años por José María Valverde afirmando que D’Ors nunca logró «rivalizar en éxito y

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resonancia con la hegemonía orteguiana», es relativizada por Navarra, quien considera que fueron la integración de D’Ors en la dictadura primorriverista y su emigración a París en 1927 las que impidieron que rivalizara o colaborara con Ortega, aunque también podemos pensar que no fue causa sino consecuencia: D’Ors, que nunca logró fue un intelectual independiente sino orgánico, buscó su nicho donde Ortega no llegaba: al servicio de la dictadura y en los círculos parisinos relacionados con el arte. Precisamente, si hay algo que se echa en falta en la biografía de Navarra (quien por otra parte se esforzó visiblemente por hacer un libro manejable sobre una obra desbordada) es una mayor atención a los contactos parisinos: habría sido interesante profundizar en su relación con Jean Cassou, mediador imprescindible entre los campos literarios español y francés, netamente de izquierdas, pero muy amigo de D’Ors y su «principal introductor en los círculos académicos e intelectuales» de Francia. Y le cundirá: publicará en Gallimard y participará en las Décadas de Pontigny, aunque no llegará nunca a ser considerado como un escritor francés, no habiendo hecho del francés su única lengua. En Madrid y París se evaporaron todas las simpatías izquierdistas del glosador, simpatías que habían sido bastante coyunturales y como de repuesto tras su defenestración por el catalanismo conservador. Cuando llegue la Segunda República, su oposición será frontal en todas las cuestiones, incluyendo la del divorcio, aunque él sea uno de sus primeros beneficiarios. Gracias a dicha ley se divorciará de María Pérez-Peix, la madre de sus tres hijos, para entregarse a su pléyade internacional de amantes, amigas y compañeras. Navarra polemiza con Varela, cuya negaCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

ción de que D’Ors fuera fascista le parece el «disparate mayor» de su biografía, y ciertamente todo depende de la definición más ancha o estrecha que se acepte de fascismo. Lo que está claro es que a D’Ors en el fascismo todo le parecía bien salvo lo que atraía a los jóvenes cachorros de Falange: la agitación revolucionaria, la dialéctica de los puños y las pistolas. Por eso, D’Ors sólo se afiliará a la Falange tras el decreto de unificación, cuando haya regresado voluntariamente en 1937 desde París, para incorporarse al equipo de Jerarquía y ¡Arriba España! dirigido en Pamplona por el clérigo falangista Fermín de Yzurdiaga. Por otra parte, sus profundos vínculos con Francia harán que su posicionamiento al lado de Hitler sea menos estridente que, por ejemplo, el de un Giménez Caballero. D’Ors, que mantendrá buena relación con el embajador alemán Eberhard von Stohrer declinará una invitación al Reich y, si colabora en la antología Poemas de la Alemania eterna (1940), lo hará con un poema «Viejo Heidelberg» publicado en 1908, que recuerda la impresión que le causó la civilización germánica, mucho antes del nazismo. Tras su retorno a la España franquista, llegará D’Ors a otro de sus picos de influencia, aunque también con «pies de barro». El estrato más influyente de la nueva clase dirigente no lo soportaba, y no había olvidado su pasado catalanista. Nombrado, entre otros cargos, «secretario perpetuo» del Instituto de España fundado en diciembre de 1937, dicha perpetuidad se revelará mucho más efímera que su secretaría del Institut d’Estudis Catalans. El Instituto de España pasará a la irrelevancia tras la creación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, cuyo impulsor, el opusdeísta Ibáñez Martín, cesaba a D’Ors en 1942 como director general de Bellas Artes. Una «se-

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gunda defenestración» que, como en la primera, vino precedida de la retirada de sus principales valedores: Pedro Sáinz Rodríguez, cofundador del Instituto, se había exiliado en Portugal en una tibia oposición monárquica, y Segundo Serrano Súñer, a quien Navarra ve como «el patrón» de D’Ors entre 1937 y 1942, había sido apartado por su perfil pronazi y su excesiva ambición. También es cierto que D’Ors había mostrado en su «Glosario», publicado sobre todo en el diario Arriba, una libertad de pensamiento poco común en la época, por ejemplo al denostar a Menéndez Pelayo, ídolo del ala más integrista, o al evaluar con toda libertad el pensamiento de autores tan poco gratos al régimen como Rousseau o Voltaire. Acomodaticio como siempre, emprende entonces una operación retorno a Cataluña y ya en 1943 publica en La Vanguardia Española. Mención aparte merece la «Carta de Octavio de Romeu al profesor Juan de Mairena», publicado en uno de los primeros números de Cuadernos Hispanoamericanos, donde lo que hubiera podido ser un gesto de recon-

ciliación nos aparece en cambio como una glosa donde el vencedor franquista pretende enmendar la plana al republicano vencido orquestando un debate de heterónimos en el que sale ganando el suyo, faltaría más. La obsesión de Eugenio d’Ors, el retorno al orden tanto en el pensamiento como en el arte, convivían con una propensión que él mismo señalara hacia el barroquismo, y es que había en él algo que nunca podía dejar de rechinar: la divergencia entre su vida y su obra, sobre lo que decía y lo que hacía: un ensalzador de los ángeles y del catolicismo que no era ningún asceta, sino un vividor, cosmopolita y polígamo; un defensor del clasicismo que era un excéntrico apasionado. Su labor podía tener sólo admiradores condicionales. En el fondo, Eugenio d’Ors escogió vivir y escribir de manera independiente, y sacrificó gustosamente la coherencia, en aras del placer de una y otra actividad. Ésa, quizás, es su lección más admirable, la del nada despreciable margen de libertad personal que supo labrarse en un tiempo de sumisiones.

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Ángel Sánchez Rivero Correo de Venecia y otros ensayos Pre-Textos, Valencia, 2017 440 páginas, 30.00 €

Incursiones europeas Por JOSÉ MARÍA HERRERA Al iniciar la reseña de Correo de Venecia y otros ensayos, libro que reúne prácticamente toda la producción literaria de Ángel Sánchez Rivero, no puedo evitar pensar en el previsible destino de los trabajos que aparecen en esta y otras revistas, comenzando, desde luego, por los míos propios. Somos muchos los que con diversa fortuna ofrecemos a la consideración del público nuestras ideas acerca de los asuntos culturales del momento. La probabilidad de que ahora sean tomadas en cuenta es pequeña, pero la de que lleguen a interesar a los lectores futuros se reduce prácticamente a cero. Las preocupaciones cambian, cambian los enfoques y, sobre todo, cambian los lectores, que buscan sobre cualquier cuestión perspectivas nuevas. Incluso tratándose de autores cualificados, como es el caso del que va a ocuparnos, el CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

tiempo tarda poco en hacer su labor de postergación. A los textos les va pasando lo que a los expedientes en las oficinas donde falta personal. Basta darse una vuelta por una librería de lance y pensar en lo improbable que es que un viejo libro encuentre de nuevo lector. Miles de volúmenes firmados por escritores desconocidos se amontonan en los estantes pugnando por atraer la mirada de compradores cada vez más ajenos a ellos. Hacerse ilusiones suponiendo que uno podrá escapar de esto resulta ridículo: un par de generaciones y hasta autores de primera pasan a ser nombres vacíos. A veces se trata de una enorme injusticia, pero pocas veces. El olvido, o como ahora se dice, la invisibilidad, es el destino fatal de todo lo que sale a la luz. Soliviantarse con ello es dar coces al aguijón. Igual que le suele ocurrir a todos esos que, a

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punto de traspasar «el lúgubre umbral de la vejez», deciden contactar con sus compañeros de colegio para evocar los tiempos en que aún tenían futuro, la resurrección de viejos textos, de viejas pinturas, de viejas músicas, rara vez desemboca en otra cosa que no sea la frustración y el fracaso. No siempre, claro, pero sí la mayoría de las veces. Si recapacitamos con frialdad: ¿qué posibilidades tiene de abrirse paso en el universo de internet un ensayista al que ya el tiempo arrumbó en un rincón como a un trasto inservible?, ¿qué posibilidades tienen de volver a suscitar interés textos que ni siquiera cuando fueron elaborados lograron captar más que la limitada atención de un puñado de curiosos? Naturalmente, nada de lo que acabo de decir debe ser interpretado como un reproche hacia los editores de Correo de Venecia. Que Pretextos (con ayuda del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte) se haya decidido a publicar en una cuidada edición la obra de Ángel Sánchez Rivero está muy bien. No encontraremos muchos autores de su generación más merecedores de ello. Un repaso a la gente notable que habló en su momento halagüeñamente de él sería suficiente para comprender la justicia de darle otra oportunidad a sus escritos. Eso no quita que actualmente sea un desconocido incluso para los especialistas, algo a lo que parece que no fue ajena su actitud personal. Poco amigo de aparecer en los lugares donde se cobra notoriedad, prefirió siempre el trabajo solitario del erudito a cualquier forma de publicidad. Quienes lo conocieron lo calificaron de anti-personaje, de hombre mínimamente público, un introvertido que nunca tuvo interés en recabar el beneplácito ajeno. A su muerte, aparte los artículos y ensayos del libro que nos ocupa, sólo había publicado una monografía divulgativa sobre los

grabados de Goya. ¿Por qué razón iba nadie a conocerlo entonces y mucho menos ahora? Sánchez Rivero falleció joven, en 1930. Tenía cuarenta dos años. Pocos para un ensayista. Difícilmente llega nadie a la madurez intelectual a esa edad. Aunque había publicado en revistas prestigiosas (Bulletin of Spanish Studies, Arte Español, Revista de Occidente, etcétera), casi todo lo que escribió lo escribió en sus últimos diez años de vida. A su muerte, se habló de malogro y truncamiento. La sensación general era la de alguien que aún no había dado lo mejor de sí mismo. Algunos de sus escritos habían llamado la atención en los círculos intelectuales alcanzado esa suerte de gloria efímera que consiste en suscitar polémica. Es lo que ocurrió, por ejemplo, con Las ventas del Quijote, al cual respondió críticamente nada más y nada menos que Américo Castro. Polemizar con Castro o ser elogiado por Ortega no son palabras menores. Claro que tampoco debemos dar a esto mucha importancia. Él no se la daba. La prueba es que estuvo siempre volcado en su actividad interior, algo probablemente relacionado con su condición de archivero, profesión a la que accedió por oposición siendo un muchacho. El traslado en 1911 a la sección de Bellas Artes de la Biblioteca Nacional fue el momento clave de su carrera y quizá uno de los más felices de su vida. Allí no sólo tuvo a mano el material necesario para sus investigaciones, sino que encontró una tarea satisfactoria a la que entregarse competentemente (entre sus modestas hazañas estuvo el descubrimiento del robo de unos aguafuertes de Rembrandt). Su eficacia fue la causa de que el duque de Alba lo contratara como conservador de su rica colección de estampas, algo que explica su conocimiento del palacio de Liria, prolija y hermosa-

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mente descrito en uno de los textos incluidos en el volumen que estamos reseñando. Sánchez Rivero, como tantos otros intelectuales de su generación, estuvo bajo la influencia de Ortega, el filósofo a través del cual penetraron en España las ideas que entonces comenzaban a contar en Europa. La gran admiración que le profesaba lo empujó a estudiar sus obras y a asistir a los cursos que dictaba en la universidad. El pensamiento del maestro –filosofía en el sentido estricto de la palabra, es decir, una averiguación sistemática y no un conjunto dogmático de principios, una ideología– no sólo no le impidió seguir su propio camino, sino que le ayudó a descubrirlo. Su estilo personal se puso de manifiesto primero en su labor como crítico de arte, tarea en la que se esforzó por encontrar un punto equidistante entre los dos grandes enfoques hegemónicos entonces: la visión impresionista y la visión científica. «Sin sensibilidad no hay crítica: se cae en el concepto carente de repercusión sensitiva. Pero sin conceptos, aunque sea en grado mínimo, tampoco hay crítica; se cae en la exclamación incoherente. Según predomine sensibilidad o concepto, tendremos crítica impresionista o crítica científica». El fin de la crítica, de acuerdo con esta conciliadora visión, debe ser proyectar sobre las obras artísticas un juicio que contribuya a clarificar su sentido más allá de la impresión o emoción que puedan suscitar. No se trata, en consecuencia, de determinar si una obra es mejor o peor, sino de explicar el motivo que justifica el aplauso o el rechazo. Tal es el propósito de los cerca de veinte artículos dedicados al arte que aparecen en la antología de Pre-Textos. ¿Logra Sánchez Rivero estar como crítico a la altura de sus presupuestos teóricos? Creo que no. A pesar de ser plenamenCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

te consciente de que el arte es inseparable de las circunstancias en que nace, no consigue liberarse de esa rutina de críticos y profesores de creer que una obra sólo alcanza a comprenderse cuando logramos insertarla dentro de una serie causal de influencias. Parece como si señalar los antecedentes de un artista y su huella posterior, o sea, poner de manifiesto que uno es un connoisseur, resultara más decisivo que cualquier otra cosa. Entiéndase bien, no digo que lo más importante para él no fuera descubrir el misterio particular de cada obra, lo que digo es que olvida a menudo ese propósito o que da la impresión de pensar haberlo conseguido cuando simplemente se ha limitado a corroborar los principios estéticos que profesa. Basta para comprobarlo con fijarse en la relevancia que, consciente o inconscientemente, concede a la noción de estilo de Wölfflin y la creencia, vinculada a ella, de que lo irreductible a categorías o fórmulas comunes resulta anómalo o extravagante. El hecho de que frecuentemente apele al tiempo como único criterio artístico infalible es una señal de la incomodidad que le producen las soluciones a que le conducen los presupuestos teóricos en que se apoya. ¿Por qué nadie debería subordinar su juicio al de las generaciones futuras? El juicio estético, como demostró Kant, nunca es definitivo. Los mismos errores que se cometieron ayer desdeñando las obras de ciertos artistas, pueden cometerse ahora sobrevalorándolas o dándoles una importancia o visibilidad que no merecen. El ensayo de Sánchez Rivero sobre los Caprichos de Goya, probablemente el mejor de los que se incluyen en el libro, destaca precisamente porque, a diferencia del resto, en vez de limitarse a señalar cuáles son las fuentes de las que bebió el pintor y las influencias pos-

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teriores de la obra, intenta comprenderla como respuesta a una situación. En cualquier caso, leyendo estos ensayos, no sólo los de crítica artística, uno se da cuenta de lo difícil que resulta atinar con el presente. Un ejemplo: al tratar el tema del nacionalismo, Sánchez Rivero no duda en considerar el asunto trasnochado, sin interés histórico, candente sólo porque está todavía cercano el momento de la descomposición de los viejos imperios. Convencido de que muy pronto nadie lo tomará en serio, se pregunta: ¿qué papel histórico puede pretender en el mundo de hoy un Estado diminuto?, ¿quién puede creer que en un mundo cada vez más integrado un pequeño Estado tiene más posibilidades de proporcionar a sus ciudadanos lo que necesitan para llevar una buena vida?, ¿acaso los nacionalistas imaginan que sus posiciones pueden llegar a contar en el contexto internacional igual que la de las grandes potencias? Una confianza excesiva en la sensatez del espíritu que guía la historia le lleva a equivocarse, pero en otras ocasiones el error es fruto de lo contrario. Así, por ejemplo, al comentar La vida de Disraeli de Maurois y explicar el auge que ha cobrado el género biográfico, conecta su siglo con el de Plutarco, época en la que la supremacía de Roma hizo que el único papel reservado a las grandes personalidades fuera el de funcionario. Para encontrar hombres ejemplares había que mirar el pasado. Plutarco contempla éste desde la placidez de la pax romana. La historia parecía haber llegado a su final con la consolidación del Imperio y el único tema capaz de suscitar interés era el pretérito. Sánchez Rivero piensa algo parecido de su propio tiempo. ¿Caben grandes personalidades hoy?, se pregunta. Su respuesta es que «la sociedad se encamina por la vía del bolchevismo, el fascismo o el americanismo ha-

cia una estandarización implacable», pero: ¿es verdad que ya no son posibles las grandes personalidades?, ¿no será que la vara de medir estas cuestiones ha cambiado? Personalmente creo que lo mejor del trabajo intelectual de Sánchez Rivero es lo que hizo en Italia. Además de la edición del Viaje de Cosme de Medicis por España y Portugal (1668-1669), escribió un certero texto sobre la historia y esencia de Venecia, Correo de Venecia. No hay duda de que para la ejecución de este trabajo se benefició de la ayuda de Angela Mariutti, historiadora veneciana con la que se casó meses antes de morir. Sánchez Rivero logró, no sin dificultad, una beca en 1925 para estudiar en Italia el arte renacentista. Allí, sin embargo, varió su interés hasta enfocar su actividad en lo que podríamos llamar crítica cultural, campo donde quizá habría podido dar lo mejor de sí. No es el único cambio que se produjo en él, pues por aquel entonces comenzó también a sentirse atraído por el fascismo. Convencido del agotamiento de la idea liberal de que la forma democrática es la única forma social de libertad, recaló en la visión de Mussolini que profesaba con entusiasmo su mujer. Nadie puede saber cómo hubiera evolucionado su pensamiento de no haber muerto en 1930. En cualquier caso, Correo de Venecia es un texto histórico (y parcialmente poético) muy alejado de las cuestiones del momento, cuyo mayor acierto es haber captado la profundidad espiritual que encerraba la decisión veneciana (hablamos naturalmente de la República Serenísima de Venecia, el régimen milenario que forjó la ciudad tal como la conocemos), «de elegir para sí el imperio de las apariencias». Permanecer ajenos a esto ha impedido a muchos investigadores de la cultura veneciana sofaldar su misterio.

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Laura Freixas A mí no me iba a pasar Ediciones B, Barcelona, 2019 336 páginas, 17.90 € (ebook 7.99 €)

El género humano Por MANUEL ALBERCA «Diré la verdad, la diré sin reserva, diré todo, lo bueno, lo malo, en fin, todo». Así, con rotundidad, anuncia y se compromete Jean-Jacques Rousseau, el inventor de la confesión moderna, en el preámbulo de Neuchâtel, preámbulo que, por otra parte, fue descartado en la edición definitiva de Confessions. Y aunque sabemos que esa aspiración era un desiderátum, con este gesto de ambición y libertad ponía muy alto el listón: ser sincero consigo mismo y con los demás, inaugurando una nueva manera de subjetividad y de relación autobiográfica. A continuación, después de anunciar el compromiso de veracidad, se interrogaba acerca del tono y del estilo que utilizaría y qué «miserias o detalles repugnantes indecentes, pueriles o ridículos» seleccionaría para conseguir desembrollar el caos de sus senCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

timientos y los conflictos de su personalidad en la confesión prometida. A este segundo aspecto del proyecto autobiográfico de Rousseau se le ha prestado, creo, menos atención, siendo como es tan importante y complementario del primero. Rousseau fue consciente de que para hablar de su verdad y de las verdades que la habitaban, un universo todavía ignoto, era preciso inventar un lenguaje nuevo, que pudiera dar cuenta de los pliegues de la intimidad. Doce años después de publicar su primera autobiografía, Adolescencia en Barcelona hacia 1970, Laura Freixas, escritora y ensayista, feminista de largo recorrido, vuelve al ejercicio exigente de hablar de sí misma y de un periodo de su vida, el que va de 1985 a 2003, los casi veinte años que duraría su matrimonio. Para esto, ha hecho suyo el do-

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ble reto propuesto por Rousseau, en el que es hasta ahora su libro más logrado y también más arriesgado y comprometido, la autobiografía A mí no me iba pasar. Freixas, que conoce la literatura autobiográfica y sus claves, además de ser autora de dos volúmenes de diarios (el último Todos llevan máscara, reseñado en estas mismas páginas, v. Cuadernos Hispanoamericanos, 820, octubre 2018), era consciente de que, para poder cumplir la promesa de decir la verdad, su «verdad» de mujer casada y madre, desde una perspectiva de género, y para sortear los obstáculos y contradicciones a los que se enfrentaba, tenía que inventar una forma propia, apropiada a sus propósitos. Este objetivo lo ha conseguido con una narración ágil y eficaz, en que las distintas voces de la narradora y protagonista, en diálogo consigo misma y en intercambio y competencia con las voces del resto de personajes, zurcen un texto polifónico con el que regatear los escollos del dogmatismo maniqueo. Dentro de la historia matrimonial que forma el eje del relato (noviazgo, boda, hijos, vida conyugal, desgaste y divorcio), brillan casi por igual todas sus páginas, pero merecen ser destacadas por su acierto narrativo la calidad de dos episodios, uno de registro humorístico-grotesco y otro, crítico-dramático. Me refiero en el primer caso a las pintorescas y patriarcales reuniones del consejo de la editorial, que no nombra, pero que debió ser Grijalbo, en la que Laura Freixas trabajó un número indeterminado de años. En el segundo, al relato del viaje a Rusia para adoptar un niño enfermo, anémico y desamparado, después de intentar infructuosamente un segundo embarazo. Se trata de un episodio lleno de referencias literarias, políticas y de género, que van del viaje desengañado de André Gide a la URSS

a recuerdos biográficos propios, donde resuenan también las gastadas consignas revolucionarias de cuando la autora militaba en la extrema izquierda. En fin, la conclusión impuesta por el paso del tiempo hace menos hiriente el presente en que se constata que, por fortuna, aquella revolución ha quedado pendiente, dejando un paisaje de doloroso fracaso. Todo ello entreverado con un cuestionamiento del papel de mujer-madre y de la propia maternidad. Se suele identificar la autobiografía con un discurso narrativo adocenado, previsible, asertivo y rectilíneo. Freixas lo ha evitado con nota. Si alguien todavía pudiera tener dudas de las posibilidades innovadoras de la autobiografía, encontrará en este libro razones suficientes para disiparlas. Y es de destacar que la utilización en este tipo de escritos de los recursos expresivos y técnicos, que solemos identificar como propios de las novelas, no merma el compromiso de ser veraz, al contrario, lo potencia, lo hace más relevante y expresivo. Freixas adopta una suerte de relato fragmentario, compuesto por una sucesión de escenas o cuadros (se me ocurre pensar que en este libro hay material para buena adaptación teatral), que crean una temporalidad, donde el pasado y el presente se encuentran y se solapan, gracias al uso del tiempo simultáneo. Esto le permite a la narradora intervenir y apostillar el discurso de los otros o de disentir del suyo propio. Nada más difícil de conseguir que un relato escrito trasmita la impresión de oralidad, como si estuviésemos escuchando a los personajes. En este sentido el discurso oral de la narración es el mayor logro de la escritura de Freixas, que demuestra tener un magnifico oído para captar diálogos y monólogos, y de reproducirlos con una naturalidad magistral.

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La voz de la narradora se desdobla para dialogar consigo misma, se replica a sí misma sin dramatismo, pues está dotada de un humor poco frecuente, el más difícil de ejercer, aquel que opera sobre uno mismo, aquel de la que es capaz de mirarse a sí misma sin engaños ni disimulos. Es algo que Freixas ya había practicado con acierto en Adolescencia en Barcelona, donde criticaba sin contemplaciones a la adolescente desmadejada que fue, ridícula militante anticapitalista a la caza de un Che Guevara de urgencia, que le liberase de sus tabúes sexuales burgueses. Y es que el tono y el estilo de Freixas en este libro, en lo que se podría entender de manera restrictiva la «literalidad», es para mí su mayor logro, un logro no exento de riesgos y peligros, porque Freixas pisa un terreno lleno de trampas, en las que es fácil resbalar y hasta caerse. Para resumir, A mí no me iba a pasar asume el desafío autobiográfico de ser veraz en un asunto que nunca es fácil ni gratuito, pero tiene, al mismo tiempo, una estupenda factura literaria a la altura de las mejores ficciones. Ahora bien, y lo reitero para evitar confusiones, se trata de una autobiografía, como se encarga de subrayar la contraportada del libro y las declaraciones públicas de la autora. Freixas se ha reservado el derecho de cambiar los nombres propios de algunas personas y de adornar o disfrazar, sospecho, algún pasaje de su relato. Al terminar de leer A mí no me iba a pasar, absorto y fascinado por la magia de las voces de la narración, me vino a la mente un texto breve de Ricardo Piglia, «La tesis sobre el cuento», recogido en Formas breves (Anagrama, 2000). Allí, el argentino apunta, contra la tesis generalmente aceptada, que un cuento narra, no un hecho, como se ha dicho desde Poe a Cortázar, pasando CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

por Kafka, desde Chéjov a Hemingway, pasando por el Dublineses de Joyce, sino dos y de manera simultánea, uno a la vista en superficie y otro oculto en profundidad. El primero, presente desde el principio, monopoliza el relato y la atención del lector, el segundo, en cambio, que yace latente todo el tiempo, actúa en el primero de manera callada desde la sombra de su escondite y aflora siempre al final de manera imprevista, modificando y trastocando el hecho contado en la superficie. Este hecho latente se irá construyendo con el sobrentendido y la alusión. Me tendrán que perdonar la licencia, pues, claro, una autobiografía no cuenta un hecho ni dos, sino una cadena, ligados a la cronología de la autobiógrafa, ni tiene una estructura necesariamente efectista. Sin embargo, Laura Freixas ha ido contando en superficie los hechos más importantes y significativos de sus dudas y contradicciones de mujer escritora que pugna por abrirse camino en el difícil, competitivo y tantas veces precario trabajo de la literatura, pero también las tribulaciones de una mujer casada y feminista, «una maruja de lujo» sin problemas económicos, como ella misma ha dicho, sin luchas «civiles» declaradas. Laura tuvo un marido un tanto taciturno, embebido en un trabajo de directivo muy bien remunerado, acorde al título de una de las más acreditadas grandes écoles de París, que, aunque se retraía de ciertas obligaciones familiares, no lo presenta como machista ni insensible. Pero la autobiógrafa, ella misma, en un deseo de coherencia feminista y de autoexigencia, va socavando y deconstruyendo su rol de mujer subsidiada, hasta que al final, en una suerte de catarsis, cierra la puerta, tira la llave, acelera y sale disparada de la «casa tomada» por los demonios familiares. Una ac-

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ción tras de la cual no se encuentran, ya no tanto ni solo, y ésta es una interpretación personal, y por tanto discutible, cuestiones ideológico-políticas de género que centran el relato en superficie, sino las muy humanas y comprensibles del amor gastado, del desafecto, de la falta de empatía y del desamor de una pareja que ha ido rompiéndose subterráneamente y en profundidad. Dicho de otro modo, en cada suceso o anécdota en que Laura se siente dañada en su estima de mujer, se acrecienta el desapego, el desenamoramiento progresivo que no se hace evidente hasta el final, determinando la separación de la pareja. Por tanto, el relato no es sólo un ejemplar proceso de independencia feminista, que también, sino de coherencia personal y honradez, cerrado por la infidelidad matrimonial de la narradora, lo que hará saltar las alarmas. El accidente sentimental funciona como aviso, trampolín o espoleta para poner fin a una pareja sumida en la insatisfacción, a la que ya se le había acabado el amor. La autobiografía se cierra en una reunión con dos amigas, en la que Laura expone los hechos y debate con

ellas el camino a seguir. En este final resulta notable la ausencia o incomparecencia de Etienne, el marido, al que no se le concede la palabra, es verdad que, aunque taciturno, algo tendría que decir... En el elíptico desenlace del relato, Freixas nos ha ahorrado el siempre denigrante episodio del divorcio. Quien más quien menos ha vivido en primera persona algún divorcio o conoce divorcios ajenos. De esta experiencia todos sabemos que nadie sale indemne. Aunque nos empeñemos en señalar verdugos o declararnos víctimas, todo es un poco más complejo, somos verdugos y víctimas al tiempo. El riesgo de ser parcial o de hacer un relato interesado de agravios, delitos y faltas lo ha sorteado sin cargar las tintas ni pintar a la parte contraria como un ogro machista. Pero no nos engañemos, no pidamos una objetividad imposible, como mucho podemos aspirar a una subjetividad coherente o una moderada parcialidad. Al fin y al cabo, mujeres y hombres, el género humano, tendremos que aprender a convivir y a tolerar las limitaciones. Las propias y las ajenas.

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Pedro de Silva La moral del comedor de pipas Ilustraciones de Álvaro Noguera Ediciones Trea, Gijón, 2019 288 páginas, 18.00 €

La moral del comedor de pipas Por JUAN PEDRO APARICIO El libro, cualquier libro, responde a la mirada de su autor. Y la mirada de Pedro de Silva se forja y se acredita en su modo de estar en la vida y en la literatura. Su mirada es templada pero incisiva y profunda, capaz de poner en la picota a las más acrisoladas y, supuestamente venerables, ortodoxias. Su enorme curiosidad intelectual ha ido siempre de la mano de su talento y ha cultivado con extraordinario acierto casi todas las formas posibles de la literatura. Se inició, como suele ocurrir, con la poesía, cultivó el ensayo, el teatro –su última obra, El Rector (Losada, 2014), cuenta magistralmente el proceso y últimos días del rector de la Universidad de Oviedo Leopoldo Alas, hijo de Clarín, fusilado sin contemplaciones por los franquistas– y la novela evitando seguir una misma falsilla, pues, innovador siempre, se CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

ha atrevido con los géneros más dispares: la ficción política en Proyecto venus letal (Jucar, 1989), la anticipación en Dona y Deva (Alfaguara, 1995), lo erótico en Kurt (Premio La sonrisa vertical, Tusquets, 1998), el género negro con Una semana muy negra, y hasta –lo que dice mucho de su extraordinario coraje– el costumbrismo, tan denostado por el establishment de la crítica española, con El tranvía (Losada, 2006). Pero vayamos a lo que hoy nos convoca: La moral del comedor de pipas, su última novela (Trea, 2019). Si hay una literatura iluminadora y abierta al conocimiento y una literatura de mero pasar el rato –parece que en Nueva York esta distinción está prendiendo entre los distintos responsables del libro, así que pronto nos llegará–, este libro sin duda pertenece a la primera, llamada

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también alta literatura. Y no se dejen engañar por el lenguaje empleado, tantas veces procaz, ni por los pasajes escatológicos, en las dos acepciones del diccionario: lo guarro y lo sangriento, pues son tan de obligado cumplimiento literario como los que leemos en los Trópicos de Miller o en el mismo Gargantúa de Rabelais. Como siempre que escribo sobre un libro, he leído dos veces La moral del comedor de pipas. La primera para disfrutar sin más de la lectura, la segunda para tomar notas y poder luego articularlas en mi escrito. Y les confieso que esta segunda lectura me ha dado mucho más placer que la primera, lo que no ocurre con todos los libros, aunque es verdad que sólo ocurre con aquellos que pertenecen a eso que llamamos alta literatura. Yo siempre recomiendo los libros que llamo de doble lectura; son, a la postre, los más baratos, porque te dan más por el mismo precio. Lo decía Borges hablando de los best sellers: se venden pronto y se olvidan antes. La alta literatura difícilmente se olvida. Tiene La moral del comedor de pipas dos naturalezas: una superficial y otra profunda. La superficial es como el gancho que utiliza el timador para llevarte a su terreno. Bien es verdad que aquí no hay timo, sino sabiduría narrativa para crear una trama entre pícara, cínica, erótica y guerrera que arrastra al lector. Son cincuenta capítulos breves que invitan a una fácil lectura. En ellos interviene Luca como narrador en primera persona, o sea el vicario del que se vale el autor para contarnos la historia, un personaje, «el comedor de pipas», que fue punky, que fue camarero y que ahora trabaja en una oficina de seguros, tan incómodo e inadaptado como pudiera haber estado el mismo Franz Kafka en la suya.

A través de Luca vamos conociendo a los demás personajes: el Perro, así llama al capataz que le vigila implacablemente en su trabajo y que le humilla de continuo con su ¡Ponte las pilas, conejito!; Cool, conocido por «el sargento», o, luego, también por «el pastor», jefe de su célula con quien mantiene contacto digital y de quien recibe instrucciones porque –hay que decirlo ya– Luca está integrado en un supuesto grupo clandestino que tiene por objeto combatir a los momos; Brianda, que pasea por la oficina de Luca restallante de feromonas polinizantes; Magnolia, el ideal inalcanzable de la fémina; el abuelo de Luca –ya fallecido pero muy presente en su memoria– que del olivar sureño había emigrado al norte de humo, muerto en el Distrito Federal y lector de un único libro, El conde Lucanor, que le sirvió para dar nombre a Luca (por Lucanor) y a su hermana gemela Petro (por Patronio); Leti, su curiosa mujer o compañera, de Luca, me refiero, que trabaja en una agencia de viajes y con la que mantiene una atrabiliaria relación de muchos olores, cuescos y sudores; Jana, idealizada, superwoman, heroína en Gotham que se come a los momos y que descuartiza a un cura que la quiere violar sacando la loba que lleva dentro, y no es metáfora; Panta, de nombre de pila Publio, el hijo de Jana, que para ella es igual que Brad Pitt; Topo, amigo de infancia de Luca con el que está siempre atento a cuidar la puerta de atrás, escéptico y sabio, y con el que no se comunica a través de las redes, sino en persona; y Petro(nia), ya mencionada, su hermana gemela. Estos personajes y alguno más componen, mediante la peripecia de sus cuitas más o menos domésticas, el discurso narrativo a la vista. Pero más escondido, como apunté líneas más arriba, fluye en paralelo

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otro discurso que, de mucho más peso, vibra como un núcleo incandescente bajo las faldas del relato, dotándolo de una enorme carga simbólica. Es el autor quien puede, dada la polivalencia del símbolo, ya como alegoría, metáfora o parábola, descifrar ese código. Pero nosotros como lectores tenemos también el derecho de jugar a desentrañarlo, pues sabido es que el libro, una vez que sale de los tórculos, pertenece por igual al autor y al lector. A mí me ha parecido que estamos ante un alegato similar, bien es verdad que en forma narrativa, al que recientemente hizo en una entrevista en el periódico El País el joven filósofo alemán Markus Gabriel, uno de los corifeos del movimiento filosófico de nuevo cuño llamado nuevo realismo. Decía Gabriel, entre otras cosas, que los responsables del Silicon Valley y de las redes sociales son grandes criminales y deberían de ser perseguidos como tales. Decía que han convertido a los ciudadanos en proletarios digitales. Decía también que hace falta una revolución digital como fue la francesa para destronarlos. A mi juicio, La moral del comedor de pipas se ha anticipado al filósofo alemán y nos está contando ya esa revolución. Así interpreto yo al menos la novela. En ella se narra una rebelión, los de abajo, contra los de arriba, como siempre ha sido, pero ahora, los de arriba parecen estar en las redes, son los que mandan en ellas, momos o no momos, pues todos somos momos en potencia, una vez que las ideas intrusas han colonizado nuestro cerebro. Todo eso, claro, no podía ofrecerse al lector de buenas a primeras como ocurrencias salidas de una mente extravagante y caótica. Pedro de Silva ha colocado ese magma, un hervidero de gases prestos a la dispersión y al escape, en un armazón sólido de CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

novela, de modo que el lector avanza por sus páginas en busca siempre de la siguiente, yendo de un enigma a otro, con el ferviente deseo de cuadrar el rompecabezas que intuye está esperándole a su final, no sin haberse deleitado antes, cuando el desenlace empieza a precipitarse, con páginas de franca hilaridad. Cool, el jefe del comando, llama a los momos «condensaciones intelectuales». Cuando un momo entra en la cabeza de una persona, ahí está un momo. ¿Qué hacer entonces?: Hay que buscarlos, perseguirlos y acabar con cuantos sea posible. ¿Y dónde se los encuentra? En los lugares en que hay mucha gente: centros comerciales, partidos de fútbol, discotecas, cines e iglesias a mediodía de los domingos o cuando hay funeral. Hay que sacar entonces al bicho que cada uno de nosotros lleva dentro, o sea el bicho interior, convocándolo no con palabras mágicas sino mediante cuescos malolientes y ruidosos, regüeldos y gruñidos, interjecciones imposibles. Porque cuando los momos toman cuerpo en un doble humano la lucha es a muerte: o te mata o lo matas. Se nos advierte además que «en el ejército momo hay metalúrgicos, empresarios, hombres y mujeres de Dios, amas de casa, serenos, tenderos, prostitutas, abogados y políticos por poner algunos ejemplos de profesiones en que abundan». También hay sacerdotes. Los momos llegan a imponer su ley, nunca mejor dicho, en las mismas oficinas de los notarios, pues «las oposiciones que preparan les destruyen el cerebro, colándoles en la papilla de leyes con la que los ceban como si fueran ocas una especie de extracto de momo, o así». Todos los momos están dirigidos por un Gran Momo. ¿Quién es éste? Así lo describe Cool, el jefe del comando de Luca: un rebel-

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de que al triunfar castigó como rebeldes a los que no se habían rebelado. Pero, ojo, también hay momas. No por respeto a la cuota, tan en boga hoy, que podría ser, dada la ironía que entrevera todo el texto, sino más bien por el gusto de dar otra vuelta de tuerca al argumento. Y aquí sí que no he sabido encontrar una hipótesis de trascendencia como no sea apelando a las prácticas de Onán, porque las momas suelen corporeizarse cuando Luca comparte cama con Leti, su compañera, a la que claramente descuida, según él mismo confiesa: «desde que me lo empezaron a hacer las malditas momas por la noche…». Así que cabe preguntarse cuál sería el cuerpo humano que toman las momas: ¿acaso el de algunas actrices de Hollywood? Y es que no todo es lucha en la novela. También hay amor, no siempre limpio, a veces muy desaseado y escatológico, como quien arranca las plumas a una gallina viva para verle el cuerpo desnudo. Pero también alcanzando sorprendentes cotas de calidad expresiva. Véase si no: «Me ha dado el “sí”, me digo. Yo pruebo a contestarle, conversamos un rato de ingle a ingle y podríamos seguir hablando así toda la vida, pero yo empiezo a irme. Cuando estoy en lo más alto, y comienza ya a salirme a borbotones, noto que ella se va también. Los dos soles se juntan, hay una explosión nuclear, lo echamos todo, y rugimos como animales prehistóricos. Noto que en ese instante lo somos, y en medio de los dos nace del estallido un ángel blanquísimo. […] Luego, conforme vamos cayendo a un pozo lleno de paz me inunda una marea de amor. Amor, amor, ahora tiene sentido de veras la palabra, tantas veces dicha sin sentido». Los mellizos Petro y Luca de niños escarbaban un hoyo en la tierra, orinaban en él y

removían luego la tierra con un palo. No me parece casual que esta acción esté descrita como propia de brujas en el libro Martillo de hechiceros que, publicado en Alemania en el siglo xv, hizo furor en toda Europa los siglos siguientes y que recoge uno de nuestros clásicos, Antonio de Torquemada, en su libro Jardín de flores curiosas. No en vano es mucho lo que de hechizo tiene esa capacidad de algunos personajes del libro para sacar de dentro de sí mismos ese alter ego bestial que acude al rescate cuando están en situación apurada, un oso en el caso de Luca, una loba en el caso de Jana, un jabalí en el caso de Panta. En La moral del comedor de pipas sólo hay mención expresa a El conde Lucanor, único libro leído por el abuelo de Luca, pero no por éste, que confiesa no haber leído ninguno, y sólo muy de pasada se menciona el Quijote, mientras que hay un homenaje oblicuo a Kafka y otro, también oblicuo, pero más subrayado, a William Burroughs. También aparece el nombre de Joyce, como podían aparecer los del Beckett de Esperando a Godot o el Melville de Bartleby el escribiente. Sin embargo, la desinhibida voz en primera persona de Luca tiene ecos claros de novela picaresca, aunque sus acciones y discursos entronquen más con un Sancho Panza quijotesco o aquijotado, pues él mismo se define como guerrero, uno de esos guerreros que van «solos por el mundo librando con el enemigo una batalla tras otra». Nuestra literatura es una de las más grandes que existen. Y es verdad que entornos políticos de férrea censura la han perjudicado al circunscribirla, a veces, a meros ejercicios de forma para compensar con adornos verbales lo que estaba prohibido decir, pero su raíz clásica es tan poderosa, muestra tanto vigor y fortaleza, que ha sido

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capaz de fecundar a muchas otras, sin dejar de alimentar a la nuestra con la discreción, a veces equívoca, de la savia que nutre, lejos de nuestra vista, al árbol. Yo veo en este libro una gran impregnación de nuestra literatura clásica. El Quijote, sin duda, gravita sobre él. En La moral del comedor de pipas hay también una realidad «real» y otra imaginaria, que pueden confundirse en la mirada del lector, como se confundían en la de don Quijote, aunque aquí haya más sanchismo que quijotismo, pues Luca como Sancho tiene esa sabiduría que, como dictada por la voz colectiva del pueblo, cuando parece que va a despeñarse sabe con un quiebro, a veces con un refrán, evitarlo. Pero hay más. Esa desvergüenza en el lenguaje que se recrea en lo escatológi-

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co remite con fuerza a nuestra literatura más joven, tan amparadora de los placeres del sexo, que no rehuía los cuentecillos de cama ni de cornudos. A mi juicio, el libro ha de emparentarse por su desenvoltura con aquella joven gran literatura española que ajena al corsé de la censura asombró a Europa con su espléndido atrevimiento, hablo claro del arcipreste de Hita, de La Celestina, del mismo Quijote. Todo eso y mucho más está en La moral del comedor de pipas, tan próximo por otra parte a autores de otras literaturas ya de nuestros días, autores que, de alguna manera, representan las formas más elevadas del surrealismo, el experimentalismo o la sátira, y le añaden al texto un sello de modernidad literaria.

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Sergio Chejfec 5 Jekyll & Jill, Zaragoza, 2019 184 páginas, 20 €

Fenomenologías de lo eventual Por CRISTIAN CRUSAT 5, el último libro de Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956), por lo demás editado primorosamente, acentúa uno de los aspectos más sobresalientes de la literatura de este escritor: su radical espacialidad. De este modo, si consideramos que la obra de Chejfec constituye un episódico repertorio de actitudes frente a lo visible y lo representable, 5 significa la ratificación absoluta de que el espacio es el eje primordial sobre el que se articulan las relaciones del autor argentino con el mundo (y, dentro de éste, sobre todo, con las prácticas de la escritura). En efecto, la literatura de Chejfec depende del espacio, el cual se alza como agente provocador de la narración y se convierte progresivamente en su asunto principal. Profundizando aún más en estos presupuestos, cabe afirmar que la literatura de Chejfec

–que parte de la observación y el movimiento– se enmarca siempre en un espacio concreto (a menudo novedoso y extranjero, ya sea por medio de un viaje, ya de una caminata), al que clausura de algún modo tras haberlo transustanciado en cuaderno o libro. Sin embargo, la naturaleza de los espacios con los que se imbrica el discurso de Chejfec no debería relacionarse con la de las célebres imágenes de espacios felices y ensalzados que, al cabo, conformaban la maravillosa e íntima topofilia de Gaston Bachelard en La poética del espacio: cajones, buhardillas, rincones, armarios, nidos y conchas… Encierran siempre los lugares en la literatura de Chejfec algún tipo de paradoja, singular incoherencia o cauteloso asombro. No obstante, la prosa de este autor sí refleja un mismo desequilibrio entre

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los vaivenes del exterior y la intimidad, aunque hablar de intimidad en la obra de Chejfec podría ser arriesgado, toda vez que los narradores de sus libros se caracterizan por su carácter elusivo e inseguro, propio de un intermitente, forastero y suburbano «hombre sin atributos». En congruencia con lo anterior, cabe reseñar que ya en varios de los libros de Chejfec, aunque singularmente en Mis dos mundos (2008), se había problematizado la tradición moderna del flâneur y del consabido paseante urbano. Por medio de una demorada y minuciosa escritura, la caminata se convertía entonces en un mecanismo elemental y en un procedimiento literario básico de este autor, en una suerte de tic físico y social que, además de desvelar el esencial desequilibrio entre los mapas y la realidad urbana, motivaba un profundo desnortamiento en el narrador (en el caso de Mis dos mundos, a través de un anodino parque brasileño, justo antes de cumplir los cincuenta años; aunque Buenos Aires, París o Caracas también figuran en el particular atlas del desconcierto de Chejfec). Desamparado a merced de la inanidad de sus excursiones, el narrador quedaba extraviado en la discontinua vida de la ciudad contemporánea, privado de cualquier tipo de revelación o hallazgo y entregado a la deriva de la escritura fragmentaria e inconexa. Inacción, errancia y fractalidad definen el flâneurismo narrativo de Chejfec, quien ha convertido la caminata deambulatoria en su indolente abstracción literaria y su propia escritura, en un «réquiem impasible del paseante urbano clásico» (Graciela Speranza). En las primeras obras de Chejfec, como Lenta biografía (1990), El aire (1992) o incluso Los planetas (1999), los lugares y espacios establecían una densa relación con la memoria personal y familiar, de manera que CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

el recuerdo (o su imposibilidad) determinaba tanto la configuración del escenario urbano como el delineamiento de la propia identidad del narrador. Poco a poco, tales coordenadas más o menos heredadas y de carácter histórico (el pasado de un padre judío que escapó del Holocausto, la desaparición de un amigo durante la dictadura militar argentina) dieron paso en la trayectoria de Chejfec a relatos que gravitaban sobre un puñado de modestas peripecias vitales, a través de cuya minuciosa narración comenzarán a desprenderse leves indicios, tímidas conjeturas sobre la propia identidad y el sentido que ésta puede encerrar. Radicado en Nueva York, adonde llegó después de vivir durante tres lustros en Caracas, la literatura de Chejfec responde a una actitud vital que él mismo llegó a designar como «deserción psicológica» en Teoría del ascensor (2016): a resultas de su condición extranjera y del medio multilingüístico que habita, Chejfec ha ido creando, como sus reconocibles narradores, una «especie de frontera interior, silenciosa, paradójicamente por proximidad, del mundo cotidiano», es decir, una conciencia hiperselectiva y a menudo paranoide en relación con todo lo que le rodea (y que, en cierta medida, gracias a su extranjería, convoca en el lector el recuerdo de esa galería de exiliados de la literatura de Nabokov: seres espectrales que, desposeídos de todo cuanto un día fue suyo, pierden incluso la certeza de la realidad de su propio yo). Y tal vez éste represente el aspecto más cautivador de la literatura de Chejfec: su meticulosísima enunciación de cuanto sucedió o pudo haber sucedido, lo cual le confiere a cuantos libros publica su particular cualidad divagatoria y acechante, como si el fenómeno de la escritura se estableciera como un genuino mecanismo de alerta o precaución. De todas formas, esta cautela

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que pone en marcha la escritura chez Chejfec nunca se ve satisfecha; más bien sucede todo lo contrario, pues a medida que se profundiza en la descripción de los detalles y vislumbres se multiplican, inevitablemente, las sospechas. Quizá fuera en La experiencia dramática (2012), más aún que en Los incompletos (2004), donde este autor supo conjugar de manera más precisa su puntillista descripción del comportamiento de los personajes y, al mismo tiempo, convertir la narración en una permanente y admirable exploración de contingencias. En general, este breve repaso a la trayectoria de Chejfec debería resultar significativo, ya que 5, el libro que nos ocupa, es el testimonio de un momento decisivo en la escritura de este autor y acaso recrea su más determinante punto de inflexión. Cumple referir desde el principio que, en puridad, 5, el último título publicado por Sergio Chejfec, constituye un díptico narrativo. Así, en primer lugar, figura un texto que, denominado «Cinco», fue el resultado de un periodo de residencia literaria de la que disfrutó Chejfec en 1995, concretamente en la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs (MEET) de la ciudad bretona de Saint-Nazaire. Por este motivo, «Cinco» delinea una sucinta trama provinciana de aire inequívocamente francés, muy próxima a las asordinadas atmósferas de la nouvelle vague: tanto el carácter de sus personajes como el conflicto narrativo responden a la naturaleza portuaria del lugar, que convierte la original «Cinco» en una historia a medio camino entre aquellas protagonizadas por esos personajes de Éric Rohmer que de repente deciden espiar y seguir a algún desconocido en la calle y una imaginaria adaptación de alguna novela –tal vez nunca escrita– de Simenon. La narra-

ción aspira a encontrar en esos rastreos una verdad puramente sentimental sobre un puñado de personajes, es decir, una verdad conjetural, efímera e incompleta. Le sigue a este texto de 1995 uno nuevo, «Nota», que le confiere todo su sentido al conjunto. Mediante la rememoración de la época en que «Cinco» fue escrito y, sobre todo, del repaso de las ideas que para el autor convocaba por aquel entonces la práctica de la escritura, esta «Nota» se convierte en un texto esencial para comprender el quehacer literario de Chejfec. Entre otras muchas cosas, «Nota» relata: las rutinas de trabajo durante el periodo de residencia, la relación del narrador con las personas vinculadas a la institución, su propósito de escribir «antiliteratura», las deambulaciones por una ciudad de astilleros y vinaterías (y el retrato de quienes frecuentan estos lugares), las rutas de autobús por el extrarradio, y un breve romance entre sesiones de lectura de El mar de las Sirtes, de Julien Gracq. Pero, en lo esencial, la «Nota» conforma una oblicua poética literaria de Chejfec, ya que gravita en torno a una época cardinal para su proyecto: «Porque debo decir también que poco a poco he ido considerando la Residencia como la circunstancia en que me plegué a la escritura de una forma nueva –o abandoné la anterior–; el “almácigo” o incubadora de otro tipo de imaginación». En otras palabras, 5 (el díptico formado por «Cinco» y «Nota») da constancia del momento en que Chejfec se cayó del caballo de camino a su Damasco privado, tanto que en sus páginas llega a afirmar que los libros escritos antes de aquella residencia forman parte de una protohistoria personal. En esa ciudad bretona se consolidó la renombrada incertidumbre referencial que caracteriza los libros de Chejfec, uno de los

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rasgos que este autor comparte con uno de sus maestros reconocidos, Juan José Saer, a quien ya homenajeó en uno de los cuentos de Modo linterna (2013). Con el autor de El entenado, Glosa o En la zona, Chejfec parece asumir la distinción que Walter Benjamin estableció entre el novelista y el narrador, es decir, entre el sedentario y el viajero: «Yo tomé esa afirmación como una metáfora del novelista que está instalado en una teoría ya consolidada, y el narrador como el que viaja, el que explora y trata de modificar las formas, las posibilidades de su instrumento narrativo» (Saer). En congruencia con esto, desde entonces los libros de Chejfec se han erigido en seductoras tentativas narradoras de acceso a lo real, aunque sus aproximaciones pueden ser tan remiradas y prolijas que, paradójica y felizmente, obran un audaz extrañamiento de todo lo circundante, que queda distorsionado por un hiperrealismo sentimental y desestructurador. A lo largo de estos años, el proyecto de Chejfec ha ido presentando pequeñísimas variaciones, al punto que, a tenor de su estricta y reconocible poética, pronto el hecho de titular sus libros podría dejar de tener sentido, ya que cada uno de ellos no es más que otra muy reconocible faceta de un núcleo esencial. Los riesgos de semejante escritura son evidentes, entre los que ciertos recelos acerca de lo previsible o pronos-

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ticable de su escritura no dejarán de ser esgrimidos por parte de algunos lectores. Sin embargo, estos riesgos son inherentes al sobresaliente desafío que representa la literatura de Chejfec en el contexto de la lengua española. Se trata de instalar entre el mundo y su representación una higiénica incertidumbre mediante la que la narración se galvaniza por mor de todas las tensiones que, de súbito, se anudan en torno a ella, especialmente en los lugares donde suceden: «El autor tenía la idea de que la misión de las novelas era revelar un espacio más que contar una historia», se decía ya entre los apuntes de Teoría del ascensor (2016). Deudora de Handke, Di Benedetto, Gracq, Saer o Sebald, la literatura de Chejfec representa una valiosa tentativa de agotamiento de lo representable, amén de una siempre sugerente propuesta ética. Entre sus muchas virtudes debe reseñarse el delineamiento de una admirable parcela de la sensibilidad contemporánea: la dizque deserción psicológica desde la que Chejfec escribe sus libros constituye una firme y admirable toma de posición a favor de una actitud de repliegue que, frente a lo que dictan la propaganda comercial y política, es mucho más común de lo que se piensa, o al menos debería serlo, así como otra poderosa razón por la que la lectura de este autor resulta prácticamente inexcusable.

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Antonio López Ortega Diario de sombra (extractos 2004-2005) Editorial El Estilete, Caracas, 2017 123 páginas 16.00 €

Casa tomada, país de sombras Por RAFAEL-JOSÉ DÍAZ A la escritura diarística, uno de los géneros de nuestro tiempo, suele asociársele o exigírsele la revelación de la intimidad, la proyección de los estados de ánimo en relación con lugares, circunstancias y momentos concretos, la pulsión de bucear en las estancias secretas de la conciencia para extraer las perlas desconocidas del más resguardado espacio interior del mundo. Los diarios del venezolano Antonio López Ortega (Estado Falcón, Venezuela, 1957), al menos los extractos de 2004 y 2005 que ha dado a conocer bajo el título Diario de sombra, cumplen con todas estas premisas: encontramos en ellos, casi siempre vinculadas con el espacio lejano y apacible de su casa en Isla Margarita, reflexiones sobre sus paseos, azarosos encuentros en la playa, contemplaciones del mar innumerable, des-

cripciones de una arrebatadora cornucopia de flora y fauna locales, capaces de lograr que la conciencia se pierda como en una hipnosis propiciada por los tristes trópicos caribeños. Extracto algunos ejemplos que lo demuestran: «¿Esta tarde dilatada para cerrar el año? ¿Estas nubes esponjosas? ¿Este viento marino desde Los Frailes? Las pinceladas van del bermellón al naranja. Esta quietud en la playa, de agua tibia pero de olas imponentes. Este estar del Caribe, esta pausa para los caminantes, para los bañistas. Niños con tobitos, un padre que refuerza el muro de un castillo de arena, una abuela que es llevada en brazos para que las olas le mojen los pies, dos parejas jóvenes que toman ron. Esta cornucopia precisa, este relieve, esta yuxtaposición. Algo de esto no merezco, no digiero, me sobre-

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pasa. Algo de la instantaneidad se me aleja. Por eso clavo una silla en la arena y me someto a lo que ya es el pasado. Soy parte del olvido, de una estampa no confirmada, y este rostro se borra lentamente, conforme se deshace cualquier nube (31 de diciembre de 2004)». O bien, ya en 2005, el 4 de febrero: «Nuevo salto a Margarita aprovechando la pausa carnavalesca. Días solares, de una luminosidad prodigiosa. Poca gente en la playa y en las carreteras. El mar de playa El Agua está sereno, con olas pronunciadas pero sin resaca. Recuerda agosto, que es la temporada en que el mar más parece aquietarse. He penetrado esa transparencia por horas, como buscando llenar mi cuerpo de otra esencia, de otra certeza. Me hundo frente a las olas rompientes o me alzo frente a las que aún no revientan. Es un ejercicio infinito, plácido, ciego. Llega un momento en que uno desaparece, en que nos volvemos como un madero flotante en medio de la inmensidad. Piso la suave arena y siento un pequeño bulto entre los dedos de mis pies. Hundo el brazo, mi mano toca lo que parece ser un caparazón y saco a superficie una especie de mejillón abierto, pero más grande y grisáceo. Sobo ahora el nácar de la concha interna porque es dorado y porque su brillo se multiplica cuando la luz incide. Me he quedado maravillado con el hallazgo y lo he hecho mío, tesoro propio e íntimo». Al leer estos fragmentos, se observa de inmediato la prosa certera, a la vez copiosa pero increíblemente precisa, de Antonio López Ortega. Nos trasladamos con el autor allí, al centro de una playa en Margarita, o al mar caribeño capaz proporcionar los más suntuosos regalos, por medio de unas palabras que están llenas de vida intensamente vivida. Esos fragmentos, espigados CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

libremente del conjunto del libro y leídos de forma exenta, podrían hacernos pensar en la descripción de un mundo idílico, casi exterior al tiempo (a pesar de que a veces se ponen de manifiesto grandes variaciones climáticas). Sin embargo, lo que resulta perturbador en este apretado cuaderno, iceberg de un conjunto mayor comenzado, según declara el autor, en 2002, y presumiblemente mantenido hasta la actualidad, son las otras dos líneas de escritura que conviven con esta más «predecible» de la exploración de la intimidad: que conviven con ella y, lo que es más importante, la contaminan. Me estoy refiriendo a un implacable análisis de la situación del país en esos años de consolidación del chavismo y a la reflexión sobre la decepcionante connivencia entre determinada clase intelectual y el contaminado poder político. El libro comienza desde una posición extraterritorial: la del autor en Grenoble, al pie de los Alpes, en permanente conexión con su país, pero divisándolo desde lejos, a través de las noticias de los periódicos o de los recuentos de los amigos. En una de las primeras páginas surge ya un certero dictamen sobre esos intelectuales que «como tantos otros, revelaron ser figuras inmaduras, usadas, que creyeron ver la utopía donde sólo ha habido una férrea voluntad de poder, por demás corrupta y abrasiva, que persigue políticamente a los pocos que disienten y no entiende que la alteridad es consubstancial a la democracia». Este análisis inicial se constatará en numerosas ocasiones posteriores a lo largo del diario: jornadas o congresos en los que se censura a escritores no adeptos del régimen, ataques personales al autor por parte de antiguos compañeros de estudio entregados hoy a la causa chavis-

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ta, casos concretos de intelectuales que sucumbieron a la parafernalia oficialista con el fin de obtener prebendas, reconocimientos o tan sólo un salvoconducto de supervivencia, historias, en definitiva, de una claudicación que el autor contempla y describe desde un sentimiento que tiene más que ver con la melancolía que con la rabia, con la impotencia que con el resentimiento. El autor llega a declarar que es precisamente esta pulsión de escritura, la que confronta la clase intelectual venezolana con el poder, la que le produce «el mayor grado de perturbación». El 28 de marzo de 2005 López Ortega escribe un pasaje desolador que resume el estado de ánimo al que lo han conducido todas esas capitulaciones observadas en los demás: «El estrecho mundo de la hipocresía. Los tristes afanes humanos. Hay quien te habla pero no te habla. Hay quien promete algo (sin que nada hayas pedido) y nunca cumple. Se embarra en su propio pozo seco. ¿De quién es esa risa que celebra en falso? ¿A quién respondes como figura interpuesta para que el otro (¿tu semejante?) te pise y pase a mayores? Por allá va un enjambre de vasallos, ronroneando frente al ingrávido, frente al traslúcido. Surge desde la lejana infancia la imagen inalterable de una rana platanera que no te abandonaba. Nadie te llamará, nadie te pedirá nada, nadie consultará tu opinión. Este es tu presidio de cal desvaída. Y da gracias de que al menos tengas estos barrotes que son en verdad tus páginas». Sin embargo, existen, por suerte, multitud de contraejemplos. Son ellos los que iluminan los tiempos sombríos con su emblemática voluntad de resistencia y disensión. Figuras como las de Guillermo Sucre, Rafael Cadenas, Eugenio Montejo o Yolanda Pantin circulan por estas páginas con la lu-

cidez de quienes han sabido plantarse ante las coacciones del poder y se han constituido en faros para toda una generación de intelectuales reacios a la peste de la cultura oficialista, entreverada de militarismo, clientelismo, depauperación intelectual y férrea censura. Desde las catacumbas físicas y simbólicas de ese encierro obligado por el toque de queda de una ciudad violenta despoblada a partir de ciertas horas, la resistencia civil ha ido construyendo una especie de ciudad alternativa, o país alternativo, en el que el presente prefiere ser sustituido por las sombras del pasado añorado ante la amenaza de lo que se vislumbra como un futuro aún más atroz. Unas líneas de agosto de 2005, hacia el final del volumen, me parecen suficientemente representativas a este respecto: «Me adelanto a todo porque todo lo que viene traerá mayor pesar, mayor incertidumbre. El presente deja de ser una dimensión apetecible y es preferible vivirlo como si ya hubiera pasado, pues los recuerdos son menos punzantes que los hechos que tienes encima y que día a día te hieren, te rebajan. Es mejor ser pasado, no importar para el presente, y vivir en los recuerdos. Eres el recuerdo de ti mismo y caminas por la playa sin saberlo». El tercer eje de la armazón sobre la que se levantan las páginas de este diario es la constatación de la destrucción de Venezuela por parte de un régimen tiránico. Se ofrecen datos, cifras, documentos, artículos escritos por periodistas o filósofos, vivencias personales sobre la situación en Caracas, la ciudad capital que, en contraste con la «idílica» calma de Margarita, se describe como un lugar militarizado, caótico, despoblado, entumecido, siniestro, burocratizado, una auténtica casa tomada en la que los espacios habitables son cada vez menos,

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más estrechos, y del que se acabará siendo expulsado por unos invasores bárbaros, apenas visibles pero ubicuos. Sirvan como ejemplo estas líneas demoledoras del 24 de marzo de 2005: «Caracas se ha hecho invivible y todo el mundo permanece encerrado. La instancia pública se angosta a unos niveles inimaginables y sólo la soledad refuerza sus razones. En el ambiente intelectual, sé que muchos amigos escriben: diarios, novelas, poemas. Es una época de creación fulgurante pero no veremos esas obras en breve. Se cosechan para un futuro desconocido, que forzosamente se sueña distinto al presente, o al menos con más lectores. Es curioso lo que la instancia pública ha producido: más y más encierro». Me parece que Diario de sombra es un libro absolutamente fundamental por la luci-

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dez con que se analiza casi en sus comienzos un régimen que poco menos de quince años después se ha recrudecido hasta situar a Venezuela al borde de un abismo. La sombra que se proyecta sobre cada una de las páginas no existiría sin esa luz situada en algún lugar del pasado, pero también en espacios cada vez más recónditos, como la Isla Margarita, o la propia escritura (concebida también, es verdad, como una cárcel de horizontales barrotes), que atesoran empecinadamente las fuentes luminosas, cada vez más frágiles, como en un cuentagotas. El final demoledor del libro nos habla claramente de la inevitabilidad de toparse con esa sombra que poco a poco lo va devorando todo en esa casa-vida-país-memoria: «Cierras una puerta y abres otra, pero todo está oscuro en la habitación en la que entras».

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Iván Vélez La conquista de México. Una nueva España La Esfera de los Libros, Madrid, 2019 360 páginas, 23,90 €

Vélez. Una historia nunca completa Por ISABEL DE ARMAS La gran aventura de la historia de América durante el siglo xvi, como un conjunto de historias asombrosas, sigue siendo un tema apasionante. Dentro de este conjunto de historias, todo lo referente a Hernán Cortés y su gran expedición a México, ocupa un lugar preferente para la conquista de uno de los imperios más importantes de las Indias, con ciudades asombrosas, refinadas y muy evolucionadas, contrastando también con prácticas inhumanas, como el canibalismo o las ofrendas a los dioses. Quinientos años después de que se produjeran los hechos que Iván Vélez ha tratado de reconstruir en esta obra que comentamos, el mito de Cortés y sus compañeros, «refulgente a veces –escribe Vélez–, a menudo sombrío, distorsiona mucho de lo ocurrido a partir del Jueves Santo de 1519». Sin embargo, a pesar

de los peros, que no duda que los hubo, se manifiesta convencido de que la conquista del Imperio mexica supuso un hito fundamental en el despliegue del Imperio español y que Cortés y sus compañeros llevaron a cabo la primera gran expansión hispana en el Nuevo Mundo, siguiendo algunas de las estrategias que ya se mostraron exitosas durante una Reconquista concluida en 1492, que, de algún modo, prosiguió en el continente americano. El nombre escogido para aquellas tierras, Nueva España, muestra a las claras hasta qué punto la idea de reproducción de la sociedad política hispana estaba en el ánimo de quienes descendieron de los barcos. Sorprende que el autor, a lo largo de sus casi cuatrocientas páginas dedicadas a la gran aventura de Cortés y sus hombres y sus

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consecuencias para la formación del Imperio Español de Ultramar, no haga la más mínima alusión al interrogante más polémico de los últimos tiempos sobre el tema que trata: ¿Quién escribió la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Bernal o el propio Hernán Cortés? Iván Vélez sigue dando por supuesto que fue Bernal Díaz del Castillo y no manifiesta la menor duda. Tampoco hace referencia en ningún momento al historiador Christian Duverger y su Crónica de la eternidad (Taurus 2013), en la que este doctor por la Sorbona y profesor de la cátedra de Antropología Social y Cultural de Mesoamérica en la École des Hautes Études en Sciences Sosiales se pregunta: ¿Cómo pudo Bernal, un simple soldado raso, sin ninguna experiencia literaria, escribir la magna crónica de la conquista? ¿Cómo pudo estar tan cerca de Cortés en todo momento y, sin embargo, no aparecer en ninguna de sus cartas, en ninguna de las crónicas y registros de la época? ¿Quién es en realidad el misterioso Bernal Díaz del Castillo? Duverger llega a la conclusión de que, probablemente, el auténtico autor de este importantísimo libro fue Hernán Cortés. Arquitecto de profesión, Iván Vélez, tal vez por esto no entra en las polémicas de los historiadores profesionales, y su objetivo fundamental es exponernos la que fue una historia cruda, emocionante y extraordinaria sobre una de las más grandes aventuras que el mundo ha visto. En el V Centenario de la llegada de Cortés a México, considera imprescindible volver sobre aquellos hechos que las crónicas antiguas nos han legado. Los principales documentos en los que el autor se inspira y apoya para su relato son las Cartas de Relación de Hernán Cortés, la Historia verdadera de la conquisCUADERNOS HISPANOAMERICANOS

ta de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, la Relación de algunas cosas de las que acaecieron al muy Ilustre señor don Fernando Cortés, de Andrés de Tapia y la Relación breve de la conquista de la Nueva España, de Francisco de Aguilar. Lo ocurrido desde 1519 hasta la caída del Imperio mexica constituye el contenido del libro que comentamos. Esta importante etapa histórica y sus acontecimientos se han prestado a diversas mitificaciones que presentan a los españoles como unos superhombres de relucientes corazas, peculiares cascos y temibles espadas, pero también como una banda depredadora que acabó con un mundo arcádico. El autor, sin perder el sentido crítico, analiza los complejos aspectos –bélicos, jurídicos, económicos y religiosos– que acompañaron a la conquista y al orden político que la sucedió. Este trabajo comienza diseñando un esbozo del Moctezuma guerrero, que además había pertenecido al cuerpo sacerdotal, lo que hacía coincidir en su persona los intereses de esos dos poderosos colectivos: todos los poderes del mundo mexica se concentraban en este personaje, cuya condición cuasi divina quedaba preservada por un rígido protocolo. Seguidamente, el autor pasa a hablarnos de la infancia, formación, juventud y primer destino de Hernán Cortés en La Española de 1506 y cuando Velázquez se fijó en él para armar su tercer viaje hacia la costa. En un principio Cortés, que cargaba con el peso económico, consiguió armar tres naves para su aventura, que poco después ascendieron a seis, y luego a diez con la incorporación de los barcos de Grijalva. El de Medellín se despidió en el muelle con estas significativas palabras dirigidas a Velázquez, que trató detenerle en el último instante: «Señor, Dios quede con vues-

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tra merced, que yo voy a servir a Dios y a mi rey, y a buscar con estos mis compañeros mi ventura». Nadie fue capaz de frenarle. El Viernes Santo de la Cruz, se produjo el desembarco en los arenales de Chalchiuhcuecan. Allí desembarcaron tanto los hombres como los entumecidos caballos. San Juan de la Vera Cruz fue el primer asentamiento y los forasteros fueron bien acogidos por la población totonaca, ya que es probable que vieran en aquellos poderosos hombres a unos posibles aliados contra Moctezuma. Vélez continúa relatando el viaje, hasta que el primero de junio el ejército español entró en Cempoala, la población más grande vista hasta el momento. Allí el Cacique Gordo les recibió con toda generosidad. Por su parte, Cortés expuso los objetivos de su viaje y el jefe nativo se confió a él quejándose del duro trato que les daban los mexicas. Cortés iba tomando buena cuenta de toda la información recibida y, tras proveerse de todo lo que pudo, continuó su marcha hasta la fortificada población de Quiahuiztlan, donde también se encontró con un pueblo oprimido por el poderoso Moctezuma. Como buen estratega, el de Medellín supo ganarse a unos y otros, hasta el punto que los caciques pidieron a los capitanes españoles que se casasen con sus hijas «para hacer generación». La exigencia hispana fue que esas mujeres ofrecidas se bautizasen. La ceremonia del bautismo se hizo extensiva al resto de los cempoaltecas, a los cuales se les pidió que dejaran las sodomías, los sacrificios humanos, la antropofagia y la idolatría, algo, esto último, a lo que se resistieron, pues los dioses proveían de salud a los cuerpos y de fertilidad a la tierra. Pero los dioses zoomorfos finalmente se destruyeron y fueron sustituidos por una imagen de la virgen y una cruz. A partir de

entonces, la espada y la cruz se convirtieron en los reiterados símbolos de los conquistadores en sus conquistas. Un capítulo entero se este libro está dedicado a la poderosa y popular imagen conocida por todos: la de las naves ardiendo. El autor nos dice que al repasar con calma los relatos elaborados por quienes estuvieron presentes en aquellas jornadas, desmienten la creencia de un Cortés que hizo arder las naves, negando cualquier posibilidad de regreso a Cuba. Parece que los barcos, que estaban destrozados e inservibles, no fueron incendiados, sino hundidos y desarbolados. Y tras este interesante inciso, Iván Vélez continúa su relato retomando la ruta hacia Tenochtitlan que era el objetivo primordial de la expedición, pasando antes por la ciudad amiga de Cholula, donde el ir y venir de los mensajeros de Moctezuma era constante y los mensajes que transmitían a los españoles tenían por finalidad detener su avance. Tras días de filtraciones e intrigas, el conquistador decidió pasar a la acción con una sangrienta respuesta que acabó en saqueo y masacre de la ciudad. No hay acuerdo sobre las cifras de la matanza acaecida el 18 de octubre de 1519 en Cholula; el número de muertos se calcula entre tres y cuatro mil. En cualquier caso este episodio ensangrentó la figura de Cortés, que fue comparado con Herodes por fray Bartolomé de las Casas. La versión de Las Casas proporcionó la materia básica para posteriormente desarrollar la Leyenda Negra. El último tramo del viaje a Tenochtitlan se vio favorecida por la ayuda de los porteadores tlaxcaltecas y la colaboración de algunos pueblos que se fueron aliando con los cristianos. Por su parte Moctezuma, informado en todo momento de los movimientos de los extranjeros, consultó a sus dio-

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ses y sacerdotes, quienes le aconsejaron que tratara de impedir por todos los medios que estos entraran en la ciudad. Finalmente, los españoles consiguieron entrar y, pese al cálido recibimiento por parte del emperador, Cortés mandó a sus hombres que no se alejaran de sus aposentos pues no se fiaba. El conquistador había sido alertado del peligro que corrían en Tenochtitlan, fácilmente convertida en una trampa de la que sería imposible escapar, ya que, la hospitalidad de Moctezuma había sido una treta para atraer a los españoles al corazón de su imperio. Pero la solución estaba al alcance de la mano: era preciso capturar a Moctezuma y convertirlo en el más valioso de los rehenes. Así se hizo, y la detención y prisión del emperador supuso un giro radical en las relaciones entre españoles y mexicas, basadas hasta el momento en la mutua observación, el cálculo y el despliegue de ceremonias diplomáticas. Iván Vélez continúa relatando todos los acontecimientos claves de la grande y compleja aventura americana: la entrega del oro, la lucha contra la idolatría, el cese de los sacrificios humanos, la epidemia de viruela , haciendo especial hincapié en la matanza del Templo Mayor y la muerte de Moctezuma y las distintas versiones. Según Cortés, fue el propio emperador el que pidió que lo sacaran a la azotea de palacio para pedir a los capitanes mexicas que cesase la guerra. Se cumplió su voluntad, pero, cuando apareció ante su pueblo, los suyos le dieron varias pedradas, una de ellas en la cabeza, que le causó la muerte tres días después. Aquí también se recogen las diferentes versiones de otros narradores y difieren mucho unas de otras.

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El trabajo de Vélez continúa con el asedio y salida de los españoles de Tenochtitlan, las pérdidas de la Noche Triste, la batalla de Otumba, la letra G que sirvió para marcar a los esclavos, Cortés capitán general de la Nueva España, el reparto del botín y continuación del expansionismo hacia las Molucas, las Hibueras y la exploración para dar con el estrecho que condujera al mar del sur. El autor quiere dejar claro en sus descripciones que la búsqueda de riquezas no era lo único que impulsaba a los españoles. También iban en busca de «fama». Con motivo del V Centenario de la Conquista de México, el historiador y escritor mexicano, Enrique Krauze, ha estado en Madrid para dar una conferencia en la Real Academia de la Historia sobre el conquistador español. «Cortés no es un ser deforme – dijo– que destruye una arcadia e impone la esclavitud. La visión de la arcadia destruida no es cierta, porque Cortés vence a su vez a un pueblo que somete y sojuzga a otros pueblos». Y llegó a una importante conclusión: «Que la gran contribución de España y México al mundo ha sido el mestizaje». Los españoles llegaron y establecieron enseguida vínculos. «Los conquistadores terminan conquistados –concluyó– en una mutua inseminación fructífera». Efectivamente, para analizar la gran aventura de la conquista y la imagen de Hernán Cortés a través de los siglos, es preciso huir de las posturas maniqueas. No se trata de levantar banderas ideológicas sino de servir al saber. Con su trabajo, Iván Vélez ha tratado de poner su granito de arena en el afán de conocer un poco más nuestra historia en los comienzos del siglo xvi y su aportación es, sin duda, muy válida.

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ENTREVISTA Andrés Sánchez Robayna

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