Buensalvaje Perú #9

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Desvíos para lectores de a pie

Cuando hace poco más de año y medio comenzamos a tramar esta revista, teníamos muchas dudas, pero también algunas certezas: que había otros ahí afuera que, como nosotros, esperaban una publicación sencilla y sin mayores pretensiones, pero capaz de arrancarlos de lo cotidiano y de desviarlos hacia las historias esplendentes, los poemas que quitan el aliento, los autores de todo Iberoamérica. Lo que nunca sospechamos, además de la gran aceptación que está teniendo y de la expectativa que genera la salida de cada número (modestia aparte), fue que tan pronto un equipo de periodistas y editores de otro país se pusiera en contacto con nosotros para sacar adelante la primera franquicia de la publicación. Pero sucedió. Así que, casi en simultáneo con esta edición, sale el primer número de Buensalvaje en Costa Rica, con un buen porcentaje de contenido local, pero manteniendo la esencia y el espíritu divulgador y democrático que nos animó desde el principio. Estamos felices y orgullosos, no como padres, sino como hermanos mayores. Ojalá siga creciendo la familia. Ojalá la lectura nos acerque más, a todos. Dante Trujillo.

A su paso por Bilbao, Jaime Rodríguez Z. se acerca a Margaret Atwood, la genial escritora canadiense. Un pretexto para conocer mejor su lucidez, irreverencia y buen humor.

El noveno número de Buensalvaje no habría sido posible sin los textos, las ilustraciones, y el talento y la generosidad de Cristhian Briceño ■ Armando Bustamante Petit Andrea Cabel ■ Jaime Cabrera Junco ■ Laura Cannon■ Hernán Casciari ■ Conrado Chang Severo Falcón ■ Juan Carlos Fangacio ■ Gustavo Faverón Patriau ■ Paul Forsyth Jorge Frisancho ■ Handrez García ■ Gonzalo García Callegari ■ Lisandro Gómez Rodrigo Hasbún ■ Andrea Jeftanovic■ Emilio J. Lafferranderie ■ Martín López Lam Flor Marín ■ Julio Meza Díaz ■ Hernán Migoya ■ Herbert Mulanovich ■ Alejandro Neyra Susanne Noltenius ■ Pedro Otero ■ Luis Pacora ■ Johann Page ■ Edmundo Paz Soldán Paulo César Peña ■ Santiago Pillado-Matheu ■ Teo Pinzás ■ Rocco Reátegui Jaime Rodríguez Z. ■ Cristias Rosas ■ Gabriel Ruiz Ortega ■ Víctor Ruiz Velazco Fabrizio Tealdo ■ Jennifer Thorndike ■ Miguel Ángel Torres Vitolas ■ Juan Francisco Ugarte Karina Valcárcel ■ Pierre Emile Vandoorne ■ Selenco Vega ■ Octavio Vinces Carolyn Wolfenzon ■ María Zúñiga. Tampoco, sin el apoyo de nuestros suscriptores y anunciantes, ni del comité editorial aéreo, conformado por Jaime Akamine, Alejandro Neyra y Carlos Yushimito.

Un niño receloso y la repentina visita de una mujer y su hija. Un extraño recuerdo de ficción a cargo del boliviano Rodrigo Hasbún.

Editor general: Dante Trujillo Subeditora: Paloma Reaño Editora gráfica: Angélica «Pepa» Parra Productora: Karina Zapata Editor de buensalvaje.com: Fabrizio Piazze Portada: Ilustración Angélica Parra La revista no necesariamente suscribe el contenido de los textos de sus escritores invitados. La novena edición de Buensalvaje, correspondiente a los meses de enero y febrero de 2014, se terminó de editar el 15 de enero, cuando ingresó a las rotativas de Quad Graphics.

Charla con Hernán Casciari, la mente maestra detrás de orsai, quien estrena una nueva aventura editorial (e infantil) llamada Bonsai. Siempre sin publicidad ni intermediarios.

Un inquietante relato de Susanne Noltenius sobre una mujer divorciada que debe enfrentar su condición de madre de una chica en plena ebullición adolescente y veraniega. Si existe la «literatura de playa», nada podría estar más lejos.

Navidad a la cubana, cortesía de Pedro Juan Gutiérrez, interpretado por los fortísimos golpes de color de Martín López Lam.

El tiraje fue de diez mil ejemplares. Proyecto editorial número 31501221200604, ISSN 2305-2570, número de Depósito B legal 2012-09653 uensalvaje es una revista producida por Solar (www.solar.com.pe) Ca. Elías Aguirre 126, oficina 502, Miraflores. Lima, Perú.

Me llamo Mario Zegarra y trabajo desde hace cinco años en La Casa Verde. Leo poesía, novela negra, de terror, y eróticas. De hecho, mis autores favoritos son Miller, Bukowski, Dostoievski, Dazai, Pound y Bufalino. Suelo recomendar estoy desnudo, de Tsutsui; Perorata del aPestado, de Bufalino; los mutilados, de Ungar; la venus de la Pieles, de Von Sacher-Masoch; e indigno de ser humano, de Dazai. Ahora estoy leyendo los Bosques tienen sus ProPias Puertas, de Carlos Yushimito.

www.buensalvaje.com

RevistaBuensalvaje


Serendipia

Por Santiago Pillado-Matheu Fotografía de Herbert Mulanovich

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o difuso. Desde lo desconocido, una sensación llega y se impregna. Una forma de la belleza: lo inmanejable y lo contradictorio. La luz entre la oscuridad y la oscuridad a través de la luz. Cuando vamos hacia allá nos reconocemos como partículas vivas muy pequeñas. La soledad se adentra en nuestros poros y solo distinguimos recuerdos, evocaciones. La no-certeza. La ausencia hasta de la ausencia. Las riberas profundas de una gran nada, nuestros ojos que no ven pero sí sienten. Sabemos que hay salida más allá pero de pronto no nos importa. De pronto nos sentimos bien. En Chilca, cuna de civilizaciones antiguas y escenario de lo paranormal, la niebla es recurrente. Como si nos obligara a guardarle respeto. Aquí hay roca, hay erosión y hay arena. Hay mar y hay vida, mucha vida. Vida siempre hostil ante quien la ignore y no sepa conservarla dentro de sí. Como la sabiduría antigua. Como los viejos hombres solos. Como la voz que te habla y no sabes de dónde viene. El encuentro cercano del tercer tipo. El hallazgo de tu propia presencia, del flujo sanguíneo. En caso de hallarte en Chilca, lo aconsejable es solo seguir tu instinto. Ambigüedad entre lo que vemos y lo que no, entre lo que sabemos y lo que intuimos, entre lo que queremos ver y lo que anhelamos que suceda. Es la fuerza del deseo interior, la sobrecarga de presencias pasadas y ajenas, la

historia de lo que fuimos, somos y podemos llegar a ser. Lejanía, quietud, homenaje a lo desconocido y búsqueda por entendernos mejor. Piedras que ruedan sin rumbo fijo y se detienen expuestas, suspirando sus días en el mismo lugar. Es el hombre común y el influjo común que nos acontece a todos. Es la niebla que nos rodea y que solemos temer. Porque nos perturba. Es la mañana de invierno con el más fuerte olor a mar que existe. La belleza industrial y la hermosura de una decadencia ajena. Es óxido, fierro raído, pequeño derrumbe, inhalación y exhalación. Es la fuerza de la naturaleza, de la cual somos una minúscula partícula que todavía respira. Eres tú, soy yo, son tus antepasados y los hijos de tus hijos. Es la fuerza volcánica que un día emergió de las profundidades y nos inundó con su silencio y contemplación. Es líquido elemento hecho añicos. Santiago Pillado-Matheu (Lima, 1973) es periodista y editor de la revista Aqua, además de baterista y cantante de la banda El hombre misterioso. Herbert Mulanovich (Lima, 1979). Fotógrafo. En mayo último presentó su segunda individual, «Distancias aparentes».

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Fotografía: Cristias Rosas

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s el libro del que más se ha hablado en los últimos meses. Antes de publicarse; incluso antes de terminar de escribirse. Un día el libro ya estaba listo y tiempo después lo había leído Vargas Llosa. A los pocos meses estaba fichado ya por Carmen Balcells. Todos estos milagros envolvían en un aura de irrealidad la aparición de un libro que empezaba a generar expectativas muy altas. La publicación en simultáneo en varios países, así como la presentación de la Feria de Guadalajara, terminaron de dar forma al cuento de hadas literario. Para los que seguimos el proceso de cerca todo nos pareció materia de ensueño. La repercusión en medios parecía justo premio a un esfuerzo de años de escritura y privaciones. Y ahora que la marea ha bajado, puedo analizar con más calma los eventos, consecuencias, reacciones y desequilibrios que ha causado la aparición de este libro singular, y cuya salida y recepción han sido también únicas, aparatosas, desbordantes y, creo yo, excesivas. Contarlo todo, de Jeremías Gamboa, me apasiona y envuelve como hace mucho no lo lograba un libro en nuestro medio. Tiene muchos aciertos, así como problemas, hay que decirlo. No es la novela que la campaña de la editorial ha pretendido que leamos, pero tampoco ese libro vapuleado y reducido con necedad a una lista de errores. Lo cierto es que en el balance algunos aspectos de su energía y vitalidad terminan por brillar sobre aquellas trabas. Desde esa perspectiva, y tomando en cuenta que Gamboa es mi amigo, aclaro que mi punto de vista busca ser imparcial con las virtudes y defectos del libro, lo que a fin de cuentas es el mejor tributo que se le puede hacer a una amistad valiosa. Si hay algo deslumbrante en Contarlo todo, esta novela de aprendizaje y autodescubrimiento, algo que la mayoría de lectores agradecemos, es la intensidad y energía de su voz narrativa. Es uno de los aspectos más positivos del libro: la voz de Gabriel Lisboa, alter ego en versión dramática e intensificada del autor, quien escribe por fin el libro que soñó y que ahora tenemos entre manos. Las dificultades, penurias, dilemas y carencias que debe superar son muchas: raciales, sociales, económicas, emocionales. Lisboa, embebido en esta fiebre por contar todo aquello que durante años ha querido narrar, pero que hasta entonces no había podido, escoge contar su historia de manera lineal y trepidante, con excesivo detalle. Sin embargo, en buena parte del libro, el ritmo en cada escena no solo no decae, sino que se intensifica en las dosis adecuadas en momentos duros y amargos (las dificultades económicas, los primeros trabajos, la desesperanza vocacional), así como en las descripciones memorables de los momentos de gracia y plenitud (cada amigo del Conciliábulo, el descubrimiento, conquista y éxtasis ante la figura de Fernanda). Creo que los mejores momentos de la primera parte, en general algo floja y por momentos excesiva

en detalles periodísticos, es sin duda aquella íntima en la que Lisboa debe luchar contra las múltiples limitaciones que se le imponen en diversos niveles (sociales y económicos, así como profesionales); pero en especial corporales. Las escenas en que se narra la lucha de Lisboa contra ese cuerpo sometido por el acné, episodios en que, a fuerza de utilizar los remedios químicos más radicales para atacar una enfermedad igual de radical, brindan páginas llenas de angustia y desolación, donde además de la ciudad y sus iniquidades el cuerpo se convierte también en obstáculo, en jaula, en símbolo de represión. Aquí están las mejores páginas para conocer al personaje: un adolescente tardío, monstruoso por fuera y puro por dentro, con sus sueños contenidos y que luchan por encontrar un lugar en el mundo. Personalmente, creo que allí radica la problemática central de ese primer Lisboa: un individuo con un rostro aún por formarse, sin identidad, que todavía no sabe «escribir», y que va civilizando su cuerpo y mente para enfrentarse a los próximos desafíos de la segunda parte del libro, los desafíos emocionales. Creo que una mayor concentración en estos detalles que construyen la red emocional y psicológica del personaje, así como la eliminación de algunos otros, como las «lecciones» periodísticas (lecciones, por cierto, sumamente serviles, en algunos casos), habrían dado mayor potencia al relato. Sobre esta primera parte, y visto ya a la distancia, me pregunto ahora qué tan útil termina siendo esa estrategia inicial de la novela. ¿Era necesario ese recurso de circularidad, de «estoy escribiendo el libro que estás leyendo y que 500 páginas después seguirás sabiendo que es el mismo, y que sí, lo logré»? Algo me dice que esa argucia se terminó convirtiendo en un corsé que ha sujetado al personaje en un mismo plano. Pues si el lector ya sabe que el libro entre manos lo está escribiendo Lisboa, ¿acaso no sabemos ya entonces que triunfará «sin remedio» en su objetivo? ¿Cuándo estuvo en peligro la escritura? ¿Cuándo sobrevino la crisis? Quizá aquella elección (una apuesta, al fin y al cabo) es la que ha generado críticas sobre ese carácter de «predestinación» del escritor en ciernes. Porque en Contarlo todo nunca se indaga en los porqués, sino en los múltiples cómos: cómo Lisboa logra practicar en una revista, cómo accede a una vida universitaria soñada, cómo triunfa en el periodismo, cómo aprende a amar y a recibir los golpes producto de esos amores. Ese «llamado» incuestionable se vuelve ya no un dilema complejo por resolver, sino un punto de llegada del cual nunca se dudó, como comprobamos desde la primera página del libro. No hay, como en otras novelas de aprendizaje, un acto rebelde ante una estructura social que lo detiene, segrega y minimiza; más bien lo que hay es aceptación de las reglas del juego y complacencia y bienestar cuando progresivamente se va ascendiendo en la escala social y de prestigio intelectual:

cuando Lisboa ya es finalmente un escritor con 500 páginas que lo atestiguan. Creo que al margen de las escenas entrañables, de los personajes singulares y divertidos, del espíritu enérgico e intenso de su narrador, es válido el reclamo de un enfrentamiento con la sociedad retratada y sus imposiciones, pues finalmente la literatura es un territorio de exploración y conflicto ante nuestra circunstancia. La segunda parte de la novela es sin duda la mejor del libro. Allí, los problemas de enfoque y concentración se resuelven con eficacia. Ello, básicamente porque el nuevo foco apunta sobre la figura de Fernanda, el personaje femenino más logrado y quizá el más complejo después de Lisboa. Creo que la lectura de Contarlo todo es válida por muchos motivos, pero en especial por las escenas de enamoramiento, pasión y conflicto de estos dos personajes. Los encuentros excesivos entre una chica proveniente de la clase alta, supuestamente con los enclaves de su condición pudiente fijados al suelo, con un sujeto que apenas ha empezado a descubrir un resquicio en el mundo y solo se apoya en su fe en su talento para la escritura, contagian una ternura especial y hacen cómplice al lector de estos amantes dispares. Por ello se tornan tan injustos los maltratos que recibe Lisboa por parte del padre de la chica. Pero más todavía la inacción de Fernanda frente a dichos maltratos. De esta forma, Lisboa, un individuo recién formado física y mentalmente para la socialización (después de su metamorfosis), armado solo con su propia ingenuidad y su deseo de ser aceptado, parece exigir respuestas emocionales a una Fernanda sin mayores motivaciones, salvo las íntimas e incomprensibles. Estoy seguro de que Contarlo todo, como experiencia de lectura para el ojo entrenado, revela errores de concepción y ejecución. Ya está dicho. Pero uno de sus principales hallazgos descansa en estas páginas de amor, de deslumbramiento, aprendizaje emocional y sexual, dolor y crecimiento, como en ningún otro libro publicado recientemente. Por otro lado, algunas reseñas valiosas han rescatado aspectos importantes de esta segunda parte, como el viaje de Lisboa a Ayacucho, el sueño donde con una máscara «habita» a su amigo Montero, con todo lo que ello implica simbólicamente, así como el desvirgamiento de una joven propia de la zona (también con la implicancia simbólica que ello contiene). En suma, Contarlo todo es un itinerario pormenorizado de rituales de angustia, dolor, crecimiento, aceptación y alegría. Señala un camino arduo y tortuoso, el de la búsqueda de la propia voz literaria. Esta novela coloca a la palabra como un destino, ritualiza su búsqueda y la torna en un acto de fe. De allí que el libro genere (y exija) lectores fervorosos, ávidos de fe literaria. Sin embargo, los problemas de exceso de páginas, de temáticas poco desarrolladas, así como personajes esquemáticos


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Reseñas

Por Octavio Vinces

Este ícono antecederá a otros dos títulos que la revista invita a los lectores a conocer.

la infanCia de jesús ■ J.M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) ■ Mondadori (2013) ■ 271 páginas ■ 79 soles

Contarlo todo Jeremías Gamboa (Lima, 1975) Mondadori (2013) ■ 508 páginas ■ 65 s oles

en la primera parte; y los señalados sobre la conceptualización de la novela, impiden que cobre el vuelo que podría haber alcanzado. Estoy seguro de que en los futuros libros de Gamboa todas estas exploraciones tendrán cada vez mayor presencia, que sabrá capitalizar a su favor todas estas críticas. Y cuando esto ocurra habremos ganado a un escritor complejo y con una habilidad narrativa singular. Mención breve y aparte merece la, creo yo, errada estrategia de posicionamiento del libro. Como alguien que ha trabajado en un puesto con una visión privilegiada en una editorial transnacional, sé que existe un afán de encontrar la mezcla perfecta entre un libro comercial con dosis literarias; o mejor aun, que esté avalado por un Nobel. Esto ocurre cada año en otros países, con resultados casi nunca favorables para esos autores «descubiertos». Aquí no hace mucho sucedió algo similar, con resultados decepcionantes. Y no es que necesariamente sea culpa de los libros, sino de los rótulos impuestos, las comparaciones odiosas. Este tipo de campañas vuelven a los ojos lectores ya no en cómplices, sino en inquisidores, a la espera ya no de la promesa de un libro que hasta ese momento, por lo que se sabía en el círculo literario, bien podía sostenerse solo, y con mucha prestancia, sino de sus errores y carencias. Creo que antes de haber anunciado a Gamboa como un sucesor de Vargas Llosa (¿hasta cuándo seguiremos buscando reemplazar a esos lejanos dioses?) o como «Nuevo Boom» se debió, en primer lugar, trabajar intensamente en la corrección del libro (lo que toma tiempo, pero es algo posible y está completamente en las manos de la editorial responsable), y segundo, anunciar el libro como lo que es: una primera novela de aprendizaje, abundante, dolorosa, nostálgica y vital. A estas alturas, queda claro que Jeremías Gamboa no es Mario Vargas Llosa, ni tiene por qué serlo. Es Jeremías Gamboa, escritor con talento que abrirá su propio camino con pasión y sensibilidad ya demostradas. Finalmente, los efectos de Contarlo todo han sido muchos. Ha dinamizado el terreno de una manera excepcional. Los escritores «mayores» y los jóvenes dan opiniones, argumentan, el diálogo ha crecido. Otros, espíritus menores, exigen reseñas a críticos y hablan de «silencios elocuentes». Las lecciones de la novela: no dejar de creer, canalizar energías, guardarlas; someterlas cinco años, como hizo Gamboa, trabajando en empleos difíciles, casi al límite de la desesperanza, para luego, presa de esa fiebre por decir que nos enferma a quienes escribimos, expulsar de ti este grito gutural y desafinado (pero sostenido) que dice estoy vivo, y amo escribir Johann Page (Lima, 1979) ha sido editor en el Fondo editorial de la PUCP y director editorial del Grupo Planeta en el Perú. Escribió el libro de cuentos los Puertos extremos.

Novela. ¿Podría suceder que, alcanzada la celebridad, el creador se proponga jugar una broma pesada a los admiradores de una obra indiscutida? Más aún, ¿podría pasar que el creador busque –de manera no tan evidente, acaso bajo el pretexto de una propuesta lúdica incomprensible para el resto de los mortales– echar por tierra su casi unánime aceptación? Me recuerdo a mí mismo, en un tiempo ya bastante lejano (para mi pesar), viajando de mochilero a través de ciudades europeas y aprovechándome de la inmotivada hospitalidad de estudiantes amigos de amigos. En una ocasión ingresé a algún museo para observar la colección de uno de mis pintores favoritos, y dentro de ella me encontré con un lienzo cuya monótona neutralidad solo era violentada por un par de puntos como lunares distantes y otra figura que parecía una araña extraviada. Que mi recuerdo sea exacto, o que el título de la obra haya sido «Paisaje» o «Pintura», es lo de menos aquí. Recuerdo sí que me dije algo como: «Esto no puede ser verdad, este artista merecidamente célebre tiene que estar burlándose de todos los que venimos hasta aquí para admirar su obra…». No diré que aquella experiencia me hiciera desconfiar de uno de mis pintores predilectos (todavía lo es), pero sí puedo afirmar que, al menos durante unos minutos que por lo visto me marcaron para siempre, logró despertar en mí un sentimiento de amargura, confusión y lejanía, que bien podría definirse como crispación. He escrito crispación, no decepción. La diferencia entre ambas palabras será importante. De esto me acordaba mientras, sin demasiado entusiasmo, avanzaba por las páginas de la infanCia de jesús, la última publicación del Nobel surafricano J.M. Coetzee; una novela en clave de parábola, que parece escrita para probar la paciencia de sus lectores, habitada por personajes que desconocen su pasado e inmigran a un país remoto en el que aprenderán una nueva lengua y donde cualquier tentación de diferenciarse o trascender será opacada por el peso de un pragmatismo exasperante. Que el título de este libro sea la infanCia de jesús –y que, además, coincida con el que los traductores del alemán adjudicaron al último del Papa Ratzinger– es un misterio añadido al hecho mismo de su existencia. Pero tal vez eso no sea algo importante a estas alturas. la infanCia de jesús me hizo pensar bastante en verano (2009), la notable novela con la que Coetzee cierra su ciclo autobiográfico. Y esta asociación tal vez no tenga solo que ver con que ambos libros sean del mismo autor. De hecho, no pensé especialmente en desgraCia –la que para muchos es la obra cumbre de Coetzee, y sin duda sigue siendo la más popular–, el maestro de PetersBurgo o elizaBeth Costello, por citar algunos de los títulos más conocidos de una obra literaria cuya solidez difícilmente alguien podría poner en tela de juicio. Pero, en cambio, sí evoqué aquel

tono despojado y carente de indulgencia que es recurrente en los que dan testimonio de quien en vida fue el escritor John Maxwell Coetzee. Y es que en verano Coetzee, haciendo uso de un registro polifónico, se arriesga a hablar de un Coetzee muerto en la ficción, como quien lo hace de un pobre diablo que carece de los rasgos que hacen de alguien una persona exitosa, según los mandatos de esa dictadura del mainstream en que se ha convertido la vida global. El Coetzee de verano es un personaje que no ha logrado dejar ninguna huella profunda en quienes lo conocieron de cerca –incluyendo colegas y amantes–, pero sí varias dudas y, sobre todo, un sentimiento de crispación que con el tiempo se convertirá en el combustible que alimentará esos testimonios nada afectuosos. Se trata de un solterón huraño, que vive con su padre y parece capaz de hablar sobre varios temas, aunque sea imposible considerarle un especialista en materia alguna. Un diletante. Y esto último es dicho con un marcado sesgo descalificatorio. De nuevo aparece la crispación. Sus biógrafos cuentan que durante los años sesenta, siendo aún bastante joven, J.M. Coetzee decidió abandonar su trabajo de programador en la IBM porque la rutina del trabajo le resultaba insoportable. Esto podría haber representado toda una declaración de intenciones para alguien de la generación del escritor surafricano. La vida corporativa –ese amasijo de relaciones económicas, de identidades y códigos de conducta, que hoy en día parece ocupar el lugar de las relaciones de fidelidad de la época feudal– genera seguridad y prestigio social, pero no era el ideal de un joven cuya vocación totalizadora le llevaría a hacer de la literatura su oficio principal. Podría ser también un pretexto para emprender una reflexión –en clave de metáfora– sobre los grandes temas de la existencia humana. Una reflexión que incluso podía hacerse en silencio. Como dentro de uno de los pasajes de desgraCia, en el que el lector infiere que los violadores de una granjera blanca son de raza negra, sin que sea necesario que se mencione de manera explícita. Estamos en plena caída del Apartheid y un veterano profesor universitario realiza una especie de peregrinaje expiatorio –el hombre está muy crispado–, en el que busca encontrarse con su hija granjera y un país interior con el que jamás podrá sentirse identificado del todo. Las contradicciones de una época son puestas de manifiesto. En silencio. ¿Qué es lo que busca J.M. Coetzee con un texto como la infanCia de jesús? ¿Es que el Nobel indiscutible juega con sus lectores, o acaso se mofa de la arrogante estupidez de los grandes grupos editoriales? Me niego a concluir que se trate simplemente de una novela mala. Convengo en que no es el libro a recomendarse a quien busque iniciarse en la obra de Coetzee. Se trata más bien de un texto que crispa, que no es lo mismo que decir que decepciona

dos Cuentos maravillosos (Carmen Martín Gaite) ■ don de lenguas (Rosa Ribas y Sabine Hofman)


6 Fotografía: Eternacadencia

Por Dante Trujillo la transmigraCión de los CuerPos ■ Yuri Herrera (Actopan, 1970) ■ Periférica (2013) 134 páginas ■ 52 soles

Novela. En medio de una epidemia que viene convirtiendo la ciudad –cualquier ciudad, acaso en cualquier parte de México– en un pueblo fantasma, el Alfaqueque ve interrumpidos sus lances con La Tres Veces Rubia cuando recibe un llamado del Delfín, pope de la familia Fonseca. Sucede que su hijo Romeo ha sido aparentemente secuestrado por el clan rival, los Castro. Y el Alfaqueque es un arreglador, un tipo que se gana la vida desfaciendo entuertos con el poder de su labia. Nadie busca más sangre, los Fonseca solo quieren al suyo de vuelta. Pero la cosa no es tan sencilla porque los Fonseca, a su vez, tienen en su casa a la Muñe Castro. Ahora, el verdadero problema, lo que las partes y el Alfaqueque ignoran, es que los hijos de ambas familias están muertos. Bajo la constante inminencia de la violencia, al héroe de esta novela negra diurna, calurosa y sin crimen le toca entonces, acompañado de sus fieles Vicky y el Ñándertal, realizar un intercambio limpio de cuerpos. Con solo tres novelas breves publicadas (cuatro, si incluimos una para niños), el mexicano Herrera se ha convertido en uno de los referentes más visibles dentro del panorama de la nueva narrativa escrita en español, tanto en Latinoamérica como en los Estados Unidos y España. Y eso es bueno. Es bueno que exista Yuri Herrera. Desde la muy premiada traBajos del reino (de 2003, reeditada y popularizada en 2008), pasando por señales que PreCederán el fin del mundo (2009) y hasta el libro que me traigo entre manos, la obra de Herrera resulta, a mi juicio, ejemplar. Porque más allá de la ambientación en algo que se parece al presente de sus recurrencias –las formas de la violencia, el honor, la desesperación, el amor, el destino, la cultura popular–; y de sostener siempre tensa la cuerda entre tradición y posmodernidad en sus historias, Herrera ha escogido, de alguna manera, convertirse en un escritor «premoderno», digamos «a la antigua», en el mejor de los sentidos, y escribe un solo libro. Salta, pero no se aleja. Ha escogido, hasta hoy, serle fiel a un estilo personalísimo, lírico y potente. Siempre expresivo, (re)cargado de significado, esculpido línea a línea. Por todo ello, aunque no haya previsto sus tres primeras novelas como una trilogía –dice Herrera–, ha logrado ya una breve y compacta «obra». (Es decir, habría que ahorrarnos desde ya eso de definirla luego como una tetralogía, y una pentalogía…). A sus logros debemos agregar su aliento épico y mítico: hay algo de profeta enloquecido y de cuentacuentos de cantina en la voz narrativa de sus historias. Algo que desconcierta, divierte y siempre seduce sin decaer (quizá sus novelas siempre deban ser breves). Otra gracia es su habilidad para crear situaciones desesperadas y extremas donde sembrar personajes inolvidables (de nombres extraños o desopilantes). Como el Alfaqueque: «Con el tiempo descubrió que lo suyo era navegar con bandera de pendejo y luego sacar labia. Verbo y verga, verbo y verga, qué no. En una ocasión una muchacha le había confesado algo que Vicky, su amiga la enfermera, le había dicho como advertencia antes de presentarlos: ‘Míralo, y si no te gusta no hables con él porque te van a dar ganas de cogértelo’». Todo lo dicho significa que cualquiera de sus novelas es una puerta de acceso fiable al mundo de Yuri Herrera. Esta, por ejemplo última resaCa (Patrick Hamilton) ■ Cuervos (John Connolly)

Los reyes de Lo cooL

eL pequeño saLvaje

Don Winslow (Nueva York, 1953) Debolsillo (2013) ■ 307 páginas ■ 45 soles

T.C. Boyle (Nueva York, 1948) Impedimenta (2012) ■ 128 páginas ■ 66 soles

Novela. Chon, Ben y O (Ophelia) son jóvenes que disfrutan los beneficios del tráfico de marihuana de alta calidad. Pero el negocio de las drogas es sumamente competitivo y el éxito del trío llama la atención de mafiosos de la vieja escuela. Esa rivalidad entre dos generaciones es el punto de partida para lanzar un vistazo que abarca el idealismo de los hippies y surfers de finales de los sesenta, el realismo de los setenta, la desconfianza de los años ochenta, el pragmatismo de los noventa y el hedonismo reinante en los primeros años del siglo XXI. Aquella mirada descubre el crecimiento constante del negocio de los estupefacientes. También revela las terribles consecuencias: dramas personales y familiares, codicia, traición, corrupción, violencia y muerte. La novela se convierte así en una crónica sobre cómo los sueños de una generación se transformaron en la pesadilla que los especialistas denominan «la guerra contra las drogas». Sus historias transmiten una sensación de callejón sin salida, de estupidez y maldad irremediables. Al mismo tiempo hay mucho humor e ironía, factores que matizan aquel mundo áspero aunque mantienen intacta la visión acusadora que lo retrata. De esa manera Winslow logra un equilibrio eficaz entre crítica y entretenimiento.

Novela. Esta es una historia basada en la realidad. A fines de 1799, en los bosques franceses de Languedoc, en Averyon, cazadores encontraron a un niño desnudo, de unos 11 años, con todos los indicios de haber sido abandonado desde pequeño. Una vez apresado, el «salvaje de Aveyron», cuya fama se había extendido por Francia, fue sujeto de numerosos estudios médicos y sociales. Se le declaró primero incapaz mental, por su condición incivilizada que lindaba con lo animal, y luego fue dado en custodia al doctor Itard, quien emprendió un difícil camino de tratamiento y educación. Su primer aculturamiento fue darle un nombre: Víctor.

los reyes de lo Cool se lanzó en 2012. Es la precuela de salvajes, publicada en 2008 y cuya adaptación cinematográfica, dirigida por Oliver Stone, se estrenó cuatro años después. Ambas novelas comparten escenarios como la costa sur de California o la zona fronteriza entre Estados Unidos y México, también personajes como el trío de jóvenes narcos, sicarios implacables y corruptos agentes de la DEA. Sin embargo, son mundos autónomos que pueden disfrutarse por separado. Un ritmo vertiginoso, diálogos eléctricos, escenas impactantes, juegos de palabras y muchos otros recursos confirman el imponente arsenal narrativo de Winslow. Destaca un narrador que se entromete a cada momento: opina, completa diálogos, se anticipa a las reacciones del lector; siempre con criterio, ingenio y precisión. Una estructura armada sobre la base de saltos temporales regula el descubrimiento de los vínculos entre los personajes principales y mantiene al lector pendiente de la próxima revelación. Por Rocco Reátegui. la gente Como nosotros no tiene miedo (Shani Boianjiu)

En 1970, François Truffaut narró esta historia para el cine; él mismo caracterizó a Itard en su empresa de comprobar hasta dónde impacta la ausencia de socialización y cuál es su rol en la configuración de lo humano. Cuarenta años después, el estadounidense T.C. Boyle publicó una nouvelle homónima sobre el mismo caso. En 2012, Impedimenta nos presentó este apasionante libro donde el autor ficciona, con inusitado realismo, los incesantes intentos de Itard por civilizar a Víctor. Se nos muestra cada pequeño triunfo –su primer conato de palabra, su primera «caminata» bípeda, sus tentativas por distinguir las frases escritas–, y cada estrepitoso retroceso, sobre todo esos fallidos intentos de presentarlo en sociedad. La sucesión de éxitos y fracasos crea una tensión narrativa que es también filosófica: ¿Qué nos diferencia de las bestias? ¿Dónde reposa la humanidad? ¿Lo humano es un valor asequible o innato? Se pone a prueba la noción del «buen salvaje», tópico harto transitado por la inteligencia europea desde la conquista de América. ¿Nace el hombre como una tábula rasa, listo para que la sociedad escriba en él sus normas? ¿O es la sociedad una influencia corruptora? El relato de Boyle aborda estas preguntas sin abstracciones, casi desde un punto de vista conductual, aunque sin psicologismos. El trasfondo es una conversación con Platón, Descartes, Locke, Rousseau y Hobbes, pero ante el lector se presenta acción, comportamiento, curva, cambio. Así, con recursos plenamente narrativos, Boyle se permite en esta pequeña novela un asedio a la humanidad.El resultado es de una belleza durísima, y por lo mismo, conmovedora. Por Armando Bustamante Petit. ChiCos (Sergio Bizzio) el afilador de Pianos (Daniel Mason)


Reseñas

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Fotografía: Anndrea Castro

La sangre de La aurora

Los bosques tienen sus propias puertas

Claudia Salazar Jiménez (Lima, 1976) Animal de invierno (2013) ■ 96 páginas ■ 29 soles

Carlos Yushimito (Lima, 1977) Peisa (2013) ■ 150 páginas ■ 39 soles

Novela. Dejando de lado los ejes temáticos (la guerra interna, la representación de la mujer como una minoría en el marco de los conflictos sociales, la violencia y el desarraigo a los que son sometidas, la reciente historia del Perú entendida desde lo femenino-corporal y la exploración de este cuerpo sensible), esta novela narra las peripecias de tres mujeres en el marco de la llamada «guerra popular». Tres historias, tres caminos, tres voces distintas que se articulan de modo fragmentario y complementario y que sirven de espejo entre sí mismas, produciendo contraste y armonía a la vez: Marcela, la terrorista; Melanie, la periodista; y Modesta, la comunera, participan de una época marcada por la violencia y la destrucción extremas que, sin embargo, define sus sentimientos, pensamientos e identidades. Tres entelequias, tres psiquis, tres experiencias que al sumarse dan cuenta de la experiencia general de lo que ha sido (y, en alguna medida, aún es) ser mujer en el Perú. Hay mucho talento en el desarrollo de diversos recursos literarios (técnicos, estructurales, estéticos). La polifonía (multiplicidad de voces traducida en multiplicidad de existencias, experiencias y visiones críticas de la realidad donde lo «real» aparece como una construcción individual de carácter eminentemente empírico, es decir, que deriva de la vivencia); el uso «poético» del lenguaje en la construcción de cada episodio (especialmente aquellos momentos donde la violencia se manifiesta de modo más claro y donde la forma en que los personajes entienden dichas circunstancias oscila entre la determinación y la confusión); el extendido uso del monólogo interior mezclado con la narración en tercera persona (que logra un interesante contrapunto entre la experiencia subjetiva y la objetiva, en favor de la verosimilitud); y una narración fragmentada que lleva a la construcción, más que de tres historias individuales, de una sola realidad que las engloba y de la cual ninguna de las protagonistas puede sustraerse (de hecho, la ruptura con la linealidad es reflejo de estas experiencias).

Relatos. El escritor francés Jacques Bens describía la obra de literatura «potencial» como aquella «que no se limita a su apariencia, que contiene riquezas secretas, que se presta naturalmente a la exploración». Sus palabras podrían haber descrito las impresiones que surgen tras la lectura del nuevo libro de Carlos Yushimito.

Estos son, a mi parecer, los logros de una novela que ha dado mucho que hablar y que sin duda distingue a Claudia Salazar entre las narradoras peruanas actuales. Por Severo Falcón. Colegiala (Osamu Dazai) el sonido de mi voz (Ron Swanson)

Por Gabriel Ruiz Ortega tránsitos. una Cartografía literaria Alberto Fuguet (Santiago, 1964) ■ UDP (2013) ■ 537 páginas ■ 109 soles

Ensayos. El narrador chileno Alberto Fuguet se ha convertido en uno de los actuales referentes literarios en nuestro idioma. Si repasamos su obra, podemos intuir que esta referencialidad se ha abierto paso por un tortuoso camino en el que ha imperado la mala entraña, el prejuicio y el ataque artero contra todo lo que él hacía. Pero de a pocos –sin engañarnos por las campañas mediáticas que siempre lo han acompañado–, Fuguet ha sabido consolidar una poética peculiar e importante, poética no necesariamente literaria. Pensemos en mala onda, Cortos, las PelíCulas de mi vida y missing; pero también en sus películas se arrienda, velódromo y loCaCiones. Antes que escritor y cineasta, Fuguet es un contador de historias en búsqueda de registros. Y esta búsqueda lo ha llevado a pisar las parcelas de los híbridos, la galaxia de la indefinición genérica. Pues bien, desde esta postura el autor nos entrega la que quizá sea su obra más llamada a sobrevivirlo, tránsitos. una Cartografía literaria. No hay que pensar más de la cuenta. No perdamos tiempo haciendo taxonomías de la publicación. Esa no es la idea. Cada página de tránsitos exuda libertad, una patente pasión por la literatura. Pero no es la primera vez que lo hace, porque lo mismo podríamos decir del imprescindible CinéPata, en donde dejó testimonio de su pasión por el cine. Pero tránsitos es otra cosa. Es la pasión elevada, gratificante en su irracionalidad, una declaración de amor y odio para con los autores y libros que lo marcaron. Amor y odio canalizados con la furia e intensidad de su prosa y puntos de vista nada complacientes. Se deduce entonces que estamos ante textos netamente impresionistas. Aquí no se pretende dictar cátedra, mucho menos brindar una explicación académica de una poética. Presenciamos la postura de un creador al que no le agrada del todo que se le vea como escritor. Nos encontramos con una voz que ahora está de paso hablando de literatura. He allí la razón del título. Tránsito. Movimiento. Traslado. Viaje. Aquí nada es estático. Aquí hay mucha trampa. Fuguet nos puede hablar de la manera como llegó a un autor para inmediatamente dar cuenta de una tradición oculta en la respectiva poética, porque eso es lo que hace, encontrar tradiciones ocultas en específicas poéticas para sustentar inmediatamente la suya, una que no deja de nutrirse de la cultura pop y del contexto inmediato, rasgos que le permiten sustentar su apuesta por el realismo y que le brindan los caminos para desplegar una admiración nada zalamera con sus autores cómplices, como Caicedo, Escanlar, Coupland, Bolaño, Donoso, Vargas Llosa y Ford. Sin duda, nos encontramos con un Fuguet que escribe como fan. Pero no como uno obnubilado, sino como uno atento al detalle de la vigencia y a la frescura de la propuesta del escritor que admira. Uno de los muchos, Salinger, a lo mejor la influencia axial en la que podemos rastrear la voz del creador sureño. Pero ese amor de fan puede convertirse en odio cuando escribe de un autor que representa todo aquello de lo que reniega. A saber, las líneas dedicadas a Carlos Fuentes candidatean a ser lo más duro –y acaso veraz– que se haya escrito del mexicano. No debería sorprendernos, un libro como este es una biografía en clave abierta, y cuando escribes de ti mismo, no necesariamente tienes que escribir de lo que te agrada, sino también de lo que te incomoda. Es que así tiene que ser la literatura. Así es tránsitos los CulPaBles (Juan Villoro) ■ la veloCidad de la luz (Javier Cercas)

La idea de lo potencial viene asimismo a la mente porque remite a la anticipación, a lo preliminar, a lo que puede surgir. Cada uno de los seis relatos que componen el libro explora, desde una perspectiva distinta, la capacidad que tienen las palabras de darle forma a aquello que aún no la tiene, comunicar lo invisible (remitir lo inefable a la mirada) y transmitir el devenir más allá de lo realizado. Los personajes nos conducen por escenarios que vacilan entre lo familiar y lo ominoso, dos aspectos de una misma relación con el mundo. Brasil, Inglaterra o Perú no son solamente escenarios circunstanciales donde transcurren historias de amor, asesinatos o el apocalipsis. Yushimito crea espacios emocionales en los cuales las cosas dejan de ser lo que son, explorándose lo que podrían llegar ser, y donde un hecho apenas perceptible (como un cambio de luces) puede modificar el universo. Todo está sujeto a agentes de la transformación, como las palabras mismas. Con ellas se producen efectos que recuerdan por momento a las vanguardias (al surrealismo). Pero aun los guiños metaliterarios no son artificios cultos, sino horizontes que permiten adivinar posibilidades de la experiencia, tanto sensorial como intelectual. Lo sorprendente habita lo cotidiano, porque la sorpresa es un efecto potencial de la palabra. los Bosques tienen sus ProPias Puertas es un universo que se descompone a través de las formas de su propia representación. Sin embargo, los textos están firmemente hilados por un núcleo de afectividad desde el cual podemos observar a los personajes. Yushimito logra una cercanía emocional que permite que transitemos junto a ellos hacia su destino. Finalmente, el conjunto de relatos ofrece una visión crítica del mundo pues, a pesar de todo lo extraordinario que pueda manifestarse, Carlos Yushimito deja en claro que el mal también existe. Por Pierre Emile Vandoorne. eleanor y Park (Rainbow Rowell) adolf (Osamu Tezuka)


8 Fotografía: Sally May Mills.

Por Laura Cannon la trama nuPCial ■ Jeffrey Eugenides (Detroit, 1960) ■ Anagrama (2013) ■ 536 páginas ■ 69 soles

Novela. Jeffrey Eugenides nos sorprende ahora con un relato intenso, dramático, familiar, erudito a ratos y romántico a otros. Es cierto que los títulos traducidos a veces traicionan. Es el caso de esta última entrega de Eugenides. «The marriage plot» no es otra cosa que un término literario utilizado en la novela de los siglos XVII y XVIII en los cuales el asunto matrimonial cobraba una relevancia primordial. Esto luego devino en una forma rentable para el ascenso de la clase media. Estamos hablando de novelas en donde el argumento central era el alcanzar la forma más prestigiosa de estatus social: el matrimonio. ¿De dónde, entonces? ¿Cómo podemos llegar a una traducción así? Nupcial denota ceremonia, boda, no trasciende el rito. Cuando de lo que se trata es de alcanzar la institución del matrimonio con la consiguiente ventaja que esto traía para las mujeres fuera de la nobleza. En ningún caso marriage equivale a nupcial. En ningún caso plot equivale a trama. Dicho esto, la trama nuPCial de Jeffrey Eugenides es una historia de amor, un triángulo amoroso que nos lleva desde la universidad de Brown, en Estados Unidos, hasta la India. Pero es, sobre todo, una historia de crecimiento, de maduración, un bildungsroman en todo el sentido de la palabra. La historia comienza con una nerd de Brown (alma máter del propio Eugenides) en el día de su graduación. El recuento de su excelente biblioteca nos vaticina una historia llena de lecturas, una historia culta, por decir lo menos. Madeleine es especialista en literatura romántica, adora a Jane Austen, Henry James y George Eliot. Una joven profunda, estudiosa y segura de sí misma, pero que en el devenir de la historia cae en la misma trampa que cualquier personaje de Austen: se casa como forma de escape, como búsqueda de libertad. El marriage plot, pues, la alcanza y le juega una mala pasada. Madeleine Hanna se enfrasca en un matrimonio que hasta el más inexperto lector podrá vaticinar resultará fallido. Del otro lado aparece Leonard, también estudiante de Brown, desprejuiciado, guapo, inteligente, punzante. De él se enamora Madeleine sin imaginar que deberá enfrentar su propio infierno, y deberá pagar un precio muy alto, pues termina por esclavizarse y someterse a este nuevo esposo lleno de problemas que necesitará de ella como del oxígeno mismo. Resulta por lo menos irónico que una joven tan estudiosa, especialista en esta etapa de la literatura mundial, la del marriage plot, termine rindiéndose ante este guapo «caballero medieval» y se case contra viento y marea para darse cuenta muy pronto del error cometido. Del drama personal se pasa al familiar y así sucesivamente, entregándonos una radiografía de la sociedad norteamericana de los ochenta. Pero Eugenides no descalifica, no destruye, más bien construye un relato que fluye y atrapa. Para cerrar este triángulo está Mitchell, inteligente estudiante de origen griego, preocupado por el sentido de la vida, la cual no concibe sin una presencia divina. Mitchell busca ávidamente una respuesta. Pero estas buenas intenciones no serán suficientes para conquistar el corazón de Madeleine. El aporte metaficcional de Eugenides solo completa esta magnífica novela en el que quizá los mejores logros radiquen en la segunda parte, en las relaciones amorosas más que en la vida académica de los protagonistas en Brown. De cualquier manera, una lectura obligatoria para los amantes de la literatura la Pasión según g.h. (Clarice Lispector) ■ una verdad deliCada (John Le Carré)

cacería de espejismos

cuentos

Pedro Novoa (Lima, 1974) Universidad César Vallejo (2013) 143 páginas ■ 39 soles

Fernando Ampuero (Lima, 1949) Planeta (2013) ■ 452 páginas ■ 49 soles

Relatos. Aunque sus novelas seis metros de soga y maestra vida lo muestran como un escritor inserto en la estética del realismo y preocupado por la experimentación con el lenguaje, se debe recordar que Novoa comenzó su obra elaborando mundos imaginarios que echan mano de lo fantástico y la ciencia ficción. Varios de estos textos merecieron reconocimientos internacionales y ahora conforman este conjunto. El libro abre con «Al revés, el cuento», el que gracias a una argucia técnica (la modificación lógica de la sintaxis) genera un atmósfera teñida de contrasentidos. Esta llamativa pieza puede leerse como un arte poética, la cual se complementa con «Para qué escribo este cuento», que además de razones estéticas esgrime justificaciones existenciales para el ejercicio literario. Un sino parece ceñirse sobre algunos de los personajes. El modo de enfrentarlo pasa por el recurso de la tecnología. En «Inserte cuatro monedas de a sol, por favor» un joven intenta evadir la mediocridad de su vida mediante un programa de computadora; en «Dos palabras resaltadas» un científico modifica el pasado para cambiar la suerte de una pareja de amigos; y en «¿Te sientes bien?» el conductor de una aeronave trata de

Relatos. La cuentística de Fernando Ampuero, sin duda el territorio más fértil de toda su obra narrativa de ficción, tiene cuarenta años de historia y puede dividirse en dos etapas claras: la compuesta por sus libros de juventud (Paren el mundo que aCá me Bajo y deliremos juntos), a principios de los setenta; y la que llega hasta nuestros días –en forma, por cierto– pero que comenzó con su vuelta a la literatura en los

escapar de una venganza mediante la operación cerebral que le realiza un androide. Pero todo esfuerzo es inútil. La conclusión es una ácida ironía de la cual no está exento el lector, como en «Estás infectado», en el que un virus se apodera de todo aquel que consume literatura. Las reivindicaciones también tienen un espacio. Pasan por la conexión entre realidades diferenciadas o por la rebeldía («Quiero ser un personaje de cuento de CF y todo arreglado», «Un artefacto en Lima»). Mención aparte merecen «Lápices lacrimales» y «500 nanosegundos», donde un robot le encuentra sentido a su esclavizada existencia y mueve a un humano a la reflexión sobre la libertad. Estas miradas contrapuestas nos revelan a un autor lejano de los maniqueísmos vinculados con el desarrollo tecnológico. CaCería de esPejismos ratifica a Novoa como poseedor de amplias herramientas expresivas y de una singular capacidad para desenvolverse en diferentes géneros narrativos. Por Julio Meza Díaz.

años noventa, de donde son malos modales y BiCho raro, de 1994 y 1996, respectivamente, sin ninguna duda lo mejor de toda la producción ampueriana, que de hecho ganó cuando el autor puso el primer pie en una redacción, hace ya décadas, convirtiéndose, de paso, también en un periodista de polendas. De esos conjuntos son historias realmente memorables, antológicas: del primero, además del homónimo, «Taxi Driver sin Robert de Niro» (que estaría, por descontado, en cualquier selección del cuento peruano que se precie), «Kim Novak en París» o «Mi buena estrella»; del segundo, «Bicho raro», «Criaturas musicales» y «Cuarto del oeste». De ese desbalance en sus distintos tiempos como narrador no podía salir una antología perfecta, cosa que es casi una quimera. Pero conocedor de sus limitaciones de muchacho –y acaso demasiado concesivo con sus trabajos recientes–, para esta nueva reunión de sus cuentos (quizá hayan sido demasiadas), el autor ha querido seleccionar solo lo que él considera «la carnecita», y lo que permite ver con claridad, más allá de la obvia evolución de un novel medio experimental a un escritor curtido y claro en sus objetivos, los motivos que hacen de la suya una obra reconocible y entrañable. Su prosa, que tiende a la primera persona, es limpia, sin artificios, directa: Ampuero sabe contar una historia, darle verosimilitud, oralidad, sin que ello le reste brillo y vuelo poético en sus mejores momentos, ni mucho menos. Busca en la realidad que lo circunda, la que conoce bien. Y de ahí saca extrañamiento y, en ocasiones, belleza. Acaso conquistado por aquellos memorables libros de los noventa, opino que el conjunto resiente cuando el autor se deja llevar por el camino fácil, el de menor potencia y fascinación, de la mayoría de piezas de mujeres difíCiles, homBres Benditos. Saque usted sus conclusiones. Por Conrado Chang.

historia de las tierras y los lugares legendarios (Umberto Eco)

una vida Plena (L. J. Davis) aPuntes de un vendedor de mujeres (Giorgio Faletti)


Reseñas

9

Fotografía: Eriginal.files.wordpress.com

Por Paloma Reaño el museo de la inoCenCia ■ Orhan Pamuk (Estambul, 1952) ■ Debolsillo (2011) ■ 648 páginas ■ 41 soles

Novela. Estambul, 1975, un día cualquiera. Kemal entra a una boutique en busca de un regalo para su prometida, Sibel, y en vez de ello, se encuentra con Fusun. La atracción es inmediata. Durante cientos de páginas, Pamuk nos sumerge –¡nos arrastra! – con minuciosidad por la odisea amorosa de Kemal y Fusun, un acaudalado empresario treintañero educado en Estados Unidos y su jovencísima pariente lejana, de familia humilde y tradicional. Sexo, adrenalina, candor, revelaciones y promesas se superponen velando la realidad –se acerca el día de la petición de mano, importante ritual social– o tragándosela en el camino. Pero en pleno triángulo amoroso todo se rompe. Y el destino se torna un desafío. Llegan la incertidumbre, la corrosiva culpa y la paralizante sensación de abandono. La obsesión de Kemal por Fusun se filtra en cada pensamiento. Entonces empieza una extraña forma de placebo: la recolección interminable de objetos que su amada tocó, usó, deseó o contempló. A menudo las cosas son las únicas huellas de una vida solitaria y perderlas equivale a perder los pilares de la identidad. Las seiscientas cincuenta páginas del libro se dividen en 83 capítulos breves. Absolutamente absorbente durante las primeras páginas mientras se desenvuelve el torbellino amoroso; denso y repetitivo a lo largo de los días de soledad; fresco y directo hacia el final, cuando el protagonista narra sus viajes por numerosos museos de autor en Europa, el ritmo desigual de la novela es el correlato sintáctico de los procesos emocionales de Kemal: seguimos los pensamientos del protagonista de una manera asombrosamente real. Por eso, cuando el narrador, Kemal, cuenta que le encargó a Orhan Pamuk, un viejo conocido, que escriba su historia, uno siente que algo se desencaja. ¿No era esto una ficción? Un par de páginas después hay un mapa y un ticket de entrada. ¿En serio este tipo recolectó todo lo que su amada tocó? ¿Es posible esta exagerada historia de amor? Imaginen guardar uno, dos, tres objetos al día durante varios años. Un afán, una demencia heroica que se traduce en una habitación repleta de objetos que hablan sobre un amor, sobre una ciudad y sobre una época. Ese es el Museo de la Inocencia. Y existe. Es real. Esta monumental obra no solo es la primera novela que Orhan Pamuk escribe después de haber recibido el Premio Nobel en 2006: es también un experimento fascinante. Pamuk ha construido su propio museo. Uno que expone, a través de innumerables objetos cotidianos, la naturaleza del amor, la nostalgia y la pasión. Y en el bosquejo de los vínculos y relaciones devela también la constante tensión entre Oriente y Occidente, la identidad de una sociedad cuyo sentido común oscilaba entre el recato de los tradicionalistas musulmanes y la desenfadada vanguardia occidental. Un Estambul muy conservador para considerarse europeo y lo suficientemente progresista para no considerarse islámico. El golpe de Estado de principios de los años ochenta (con sus toques de queda y las calles llenas de militares) es, por ejemplo, el telón de fondo de las visitas de los amantes. Un libro como ninguno, que difumina las fronteras de la ficción. En palabras del autor, el museo de la inoCenCia son «dos representaciones de una misma historia» la mujer a 1000° (Hallgrimur Helgason) ■ la tienda de los reCuerdos Perdidos (Anjali Banerjee)

amariLis y eL país imposibLe

mi Libro enterrado

Ernesto Gianoli Molla (Lima, 1970) Universidad La Serena (2013) ■ 205 páginas

Mauro Libertella (México D.F., 1983) Mansalva (2013) ■ 77 páginas

Novela. ¿Puede desaparecer un país? Son tantos los territorios que han atravesado destrucciones que la respuesta es fácil: cambia el nombre, prevalece el sufrimiento. En su himno nacional, Polonia hace referencia a las veces que dejó de ser un país y a las que seguirá siéndolo mientras «nosotros vivamos». Hay pues países, como el nuestro, que parecen signados por la desgracia. Ernesto Gianoli Molla convierte las escenas y espacios conocidos de Lima en un territorio más cercano al infierno que a la civilización, donde sus habitantes, acostumbrados a la hostilidad y la muerte, viven resignados. Felipe, el protagonista, es un estudiante que ha regresado a la capital para buscar documentos en el Archivo de Huánuco. El objetivo es sustentar su tesis, que sostiene no solo que la poetisa Amarilis escribió la ePístola a Belardo, sino que estuvo involucrada en el movimiento milenarista indígena Taki Onkoy –no es casual que Felipe regrese a Lima justo durante el cambio de milenio. La unión de estos dos enigmáticos momentos históricos –que relacionan, a su vez, a dos grupos postergados por género y raza, las mujeres y los indígenas– es la puerta de entrada a una mirada erudita e irreverente al pasado del país, tratado con el sarcasmo de una novela que por académica no olvida el humor. ¿Por qué elegir una sobre otra si nuestro pasado, dependiendo del ánimo, es para reír o llorar?

Relato autobiográfico. En el inicio de este libro, el fin: un padre en una cama de hospital mirando por una ventana y un hijo que descubre, desde la puerta del salón lleno de enfermos, que su papá se va a morir. Héctor Libertella, un escritor conocido por su hermetismo literario, ha pasado los últimos años de su vida encerrado en un departamento para escribir sus obras completas. Su hijo, Mauro, un periodista de veintitrés años, ha pasado ese tiempo en la sombra del célebre escritor que es su padre, pero que también es un hombre alcohólico y alguien que ha decidido morirse de a pocos. Ahora, en medio de decenas de camas, no es el alcohol el que lo hunde, sino un cáncer que confirma lo que, en secreto, padre e hijo ya sabían: después de varios años de ensayar la muerte, Héctor se moriría de verdad.

Uno de los varios pasajes hilarantes es la descripción de Óscar R. Benavides. El dictador que construyó un túnel para unir las catacumbas de la iglesia de San Francisco con Palacio de Gobierno en caso tuviera que huir de una turba enardecida. En 1939, cuando intentó hacerlo, cayó rendido a los veinte metros. Este túnel, otra de las leyendas nacionales, se vuelve fundamental en el hilo narrativo ya que enlaza fondo y forma: una gruta se descubre a tientas hasta ver el final con claridad. Como en un túnel, los cambios temporales develan el recorrido del lector: desde la tensión principal de los primeros capítulos hasta que descubre dónde se encuentra. Una novela atrevida y divertida. Por momentos, brillante. Por Fabrizio Tealdo. Pérdida (Guðbergur Bergsson) ha vuelto (Timur Vermes)

Publicar tu primer libro y que trate de la muerte de tu padre no solo es inusual, es también un riesgo y una apuesta literaria. Pero en el caso de Libertella quizá sea más que eso. Al ser hijo de escritores (su madre es la poeta Tamara Kamenszain), el autor estuvo expuesto desde siempre a la escritura. Por años, sin embargo, se dedicó solo a publicar notas periodísticas en algunos medios. La imponente figura del padre lo inducía a la literatura, pero también lo alejaba. Poco después de su muerte, Mauro Libertella escribió su primer cuento. Trataba de hospitales y enfermos. Esta es la historia de alguien que decide escribir sobre su padre escritor para convertirse él mismo en uno. Es lo opuesto al parricidio literario, pero con un mismo fin: un homenaje al padre para superarlo. Mauro Libertella ejerce en este libro un modo de indagar en la muerte, pero también –y acaso por esto– una manera de buscarse a sí mismo. Durante los días del cáncer, vivió obsesionado imaginando al padre cuando este tenía su edad. «A los veintitrés años él tuvo su primera novela y yo tuve su muerte», dice en su primer libro. Explorar la vida del padre es una forma de reconocerse en el mundo. Y el autor indaga hasta el punto de encontrar, hacia el final, su propio rostro. Ahora Libertella es él. Un apellido que nunca sintió que le pertenecía, pero que hoy empieza a ser suyo. Como tantos otros en la literatura del duelo, Mauro Libertella escribe este libro para salvarse. Por Juan Francisco Ugarte. doCtor sueño (Stephen King) si esto es un homBre (Primo Levi)


10 Fotografía: Diario la terCera.

La muerte

eL hombre que

es una sombra

mide Las nubes

Stuart Flores (Huancayo, 1986) Matalamanga (2013) 103 páginas ■ 25 soles

Bruno Podestá (Lima, 1946) Lápix (2012) 192 páginas ■ 45 soles

Relatos. Una prosa de contornos líricos y de naturaleza dinámica que no descarta la elegancia aforística ni la descripción precisa, la capacidad para diseñar universos paralelos al nuestro donde lo «fantástico» no es la pérdida de la materia humana; una versatilidad en el tema y en el tono de cada uno de los relatos, con una gama de matices que van de lo épico al patetismo.

Miscelánea. Estamos malacostumbrados a valorar nuestra literatura en función de su temática y de las identidades que escarba y busca revelar en el marco de la sociedad, más que según sus méritos literarios (los que, a mi entender, son eminentemente formales). En este libro se plantea la construcción de un tipo de peruano específico, un individuo arraigado en nuestras urbes pero muy poco atendido en nuestro arte literario: el inmigrante italiano y su descendencia en el Perú, particularmente sus costumbres y excentricidades, y sobre todo la melancolía que los parece definir. El autor tiene (sus ancestros son italianos) un profundo conocimiento de este tipo de peruano y por ello el relato resulta espontáneo y natural, en mi opinión, dos virtudes difíciles de encontrar en la narrativa peruana reciente. Si bien esto resulta interesante para una lectura sociológica o antropológica, digamos, del arte literario, hoy nos convoca una lectura estrictamente literaria, aquella que pondera la poética del autor, sus recursos formales y técnicas, así como el desarrollo de formas diversas de aproximación estética, retórica y estructural, en relación con lo narrado. En ese sentido, hallé poco afán por apartarse de los viejos recursos técnicos. Otra debilidad del libro es su carácter múltiple: la reunión de una nouvelle con cuentos puede parecer pertinente; no obstante, añadir una sección de poesía resulta accesorio, ya que le hace perder consistencia y, de algún modo, lo trivializa.

El empeño por forjar un estilo personal es, tal vez, la nota característica de esta colección. Estamos ante un escritor joven pero minucioso, que convierte la escritura en una celebración de la palabra exacta. El lirismo de sus narraciones es el resultado de una higiene estilística, donde al rigor en la edición final de los textos se suma la sutileza de la imagen y el símil (figura recurrente en los cuentos). Flores posee la virtud de imaginar, la suya es una poética de la invención antes que de la mímesis. Tal vez por ese motivo aprovecha mejor sus cualidades en los relatos de corte fantástico o en aquellos que tienden al absurdo o la parodia («La noche turca», posiblemente uno de los mejores diagnósticos de la conducta de los escritores recientes). Dividido en dos partes, el libro ofrece una muestra del ejercicio narrativo de este novel escritor. En estos relatos, Flores conjuga la delicadeza del detalle con un ritmo narrativo, por momentos, trepidante. Sus historias oscilan entre la creación de universos narrativos autónomos (donde el suspenso y el humor son las dos líneas preeminentes) y el tema del escritor y su escritura (central en la segunda sección). Esta división del libro es, acaso, injustificada –por momentos parece que estamos ante dos conjuntos diferentes, unidos más por un capricho editorial que por una conciencia del todo orgánico–, lo cual resiente la estructura general del texto. Son altamente recomendables «La bella dama», «Duérmete, niño» (cuento de técnica cinematográfica), «Nueva vida en pareja» y, el ya citado, «La noche turca». Un primer libro que genera interés por las futuras producciones de este novísimo narrador. La muerte es una somBra es una obra que hay que revisar con atención. Por Lisandro Gómez. la noChe y sus aullidos (Sócrates Zuzunaga Huaita)

A pesar de estos defectos, el libro también tiene algunas virtudes como su sobrio detallismo, el humor contenido y las buenas observaciones. Sin embargo, fuera del relato que da nombre al libro, quizá el mejor de todo el volumen, y algunos otros cuentos interesantes («Paisano en Madrid», «Elogio de la melancolía», por ejemplo), el grueso de los relatos terminan pasando casi inadvertidos y acaban pareciendo simples recuentos nostálgicos. Quizá por esto su lectura, aunque parezca contradecirse con lo expresado líneas más arriba, resulte entretenida: las historias son simples y sin mayores pretensiones, lo que las hace sumamente fáciles de digerir. Por Paul Forsyth. la loCura de onelli (Leopoldo Brizuela) flores amarillas (Raúl Tola)

Por Jennifer Thorndike el CuerPo en que naCí ■ Guadalupe Nettel (México, 1973) ■ Anagrama (2011) ■ 196 páginas ■ 63 soles

Novela. El cuerpo como protagonista, guía o centro. El cuerpo que tiene que ser disciplinado y controlado, pero que escapa a este control: en la literatura de Guadalupe Nettel el cuerpo anormal o defectuoso deja de ser un estorbo para convertirse en el origen mismo de la perturbación social. Nettel demuestra que no se necesita retratar las «grandes historias» para escribir una literatura que no pierda de vista lo social como punto de referencia: a través de la exploración de eventos mínimos de la niñez, el CuerPo en que naCí construye lo macro desde la política de lo íntimo. el CuerPo en que naCí, la segunda novela de Nettel, se presenta como una autobiografía donde la autora expone las vivencias de su infancia desde un diván. Una psicoanalista sin voz ni cuerpo la escucha sin responder y asiste a la canibalización de los recuerdos que conforman los excesos de su personalidad. En definitiva, lo excesivo es la marca que desde un inicio sitúa la novela en el contexto de la anormalidad. La protagonista tiene una mancha en el ojo que no le permite ver bien, por lo que tiene que usar un parche y someterse a varios tratamientos en busca de una cura. Además de la invasión médica dentro de un cuerpo que es tanto ajeno como propio, la enfermedad se convierte en una marca que hace la diferencia, que convierte a la niña en una outsider. El extrañamiento que este cuerpo produce en la mirada de los otros son huellas que marcan el tono con que la autora relata la historia. Y esa mirada de los otros se materializa en la familia y en los compañeros de escuela, quienes siempre nos recuerdan que el cuerpo en que nacimos no solo es nuestro, sino también de quienes nos miran, y con ello deciden nuestra suerte. Limitada por su problema visual, la narradora se encuentra entre dos percepciones diferentes: la que ella tiene sobre sí misma y la que depende de la observación juiciosa y constante de los otros. Los puntos de escape a este conflicto son la escritura, el sexo confundido con juegos infantiles, los viajes entre México y Francia, y las relaciones con otras personas, que determinan las entradas y salidas entre los espacios de normalización y los de liberación. Nettel narra con pericia cómo la infancia se convierte en un campo de batalla entre lo que se enseña para estandarizar lo considerado anómalo (y los traumas y manías que se producen como consecuencia de ese proceso); y las rebeldías que buscan perturbar a quienes intentan imponer límites. Por otro lado, que la enfermedad sea un componente de la novela permite que esta le dé un matiz diferente a lo que de otro modo sería una historia limitada a la narración traumática de la niñez. En el CuerPo en que naCí, explorar el pasado constituye una liberación: entender que la estructura que nos ha construido tal como somos es, al mismo tiempo, el fundamento de lo social, la historia mínima que se repite a gran escala y que de ese modo constituye el imaginario colectivo. Nettel explora la familia, la escuela, el sistema médico y el flujo de personas desde la óptica de lo anormal, de lo excesivo, desde todo aquello que puede desafiar el ordenamiento natural de la sociedad. Y por esa razón es precisamente el cuerpo que nos tocó el lugar desde el cual podemos entender las estructuras sociales complejas que nos han producido y, sobre todo, cuestionarlas una vida Plena (L. J. Davis) ■ suiCidio PerfeCto (Petros Márkaris)


Reseñas canciones de un disco cuaLquiera

de Las cosas que habitan sin ser vistas

José Carlos Picón (Lima, 1979) ■ Lápix (2012) 67 páginas ■ 35 soles

Beatriz Torres (Lima, 1982) ■ Paracaídas (2013) 40 páginas ■ 20 soles

Poesía. Tras su primer poemario, tiemPo de veda, José Carlos Picón vuelve al ruedo poético con un nuevo título de bella factura, CanCiones de un disCo Cualquiera.

Poesía. El segundo poemario de Beatriz Torres propone algunas sutiles ambivalencias que desestabilizan nuestra lectura desde el título. Anuncia tratar sobre «cosas», entidades poseídas de una cierta materialidad o cierta concreción, pero no de cosas que «existen» sino que «habitan». Cosas que ocupan un espacio determinado (¿cuál?) como uno ocupa una casa. Y lo hacen «sin ser vistas» (¿por quién?): su condición de invisibilidad no es volitiva –no son ellas las que se ocultan– ni ontológica –no son invisibles por naturaleza–. De hecho, no tienen agencia sobre ella, como no la tenemos nosotros, como no la tiene la autora: en voz pasiva, «no ser vistas» es una circunstancia externa e impersonal, neutra y desapasionada. de las Cosas… nos confronta así con la dualidad del cuerpo material y las emociones que lo pueblan, articuladas como objetos presentes en el espacio externo a la voz del hablante antes que como formas de su subjetividad. En efecto, la poética de Torres en este breve volumen es la exploración de ese lugar intersticial y quizá inabarcable entre el sujeto que la enuncia y los objetos que motivan o alimentan su enunciación. Apegada a lo concreto, al cuerpo, la poesía de Torres tamiza sin embargo las abstracciones de su lenguaje (sin negarlas) en lo específico de la experiencia material. La suya es una soledad que camina por la piel; los silencios que la aquejan se expresan de manera física antes que metafísica, y en el proceso desestabilizan no solo la mirada que nos pide, sino también la propia mirada que la autora ejerce, atravesándola de desconcierto y ambigüedad.

Por Juan Carlos Fangacio antología ■ Juan L. Ortiz (Entre Ríos, 1896 - 1978) ■ Losada (2012) ■ 264 páginas ■ 39 soles

Poesía. Delgado casi hasta la transparencia, largo como ramas ondulantes, aparentemente frágil pero inquebrantable. Esas descripciones pueden ajustarse tanto a la persona de Juan L. Ortiz como a su poesía. En sus versos parecían volcarse cada uno de los rasgos físicos que lo hacían tan especial a simple vista. O al revés: su cuerpo flaco, alto y fino daba la impresión de ir materializándose según su proceso creativo. El poeta de Entre Ríos mantiene hasta hoy una categoría de autor de culto no ganada con artificios, sino por un auténtico estilo de vida: pasó casi todos sus 82 años sin salir de aquella llanura y, además, apenas publicó. La mayoría de sus libros nacieron a manera de preventa, a través de talonarios que sus amigos le compraban y que, a la vez, vendían a otros conocidos. Con lo recaudado, podía imprimir escasos ejemplares de reducida circulación. Recién en 1996, la poesía de «Juanele» –como lo llamaban sus allegados– fue reunida en su totalidad en una edición de la Universidad Nacional del Litoral. Más de mil páginas que incluían también inéditos póstumos. De esa monumental obra nace esta antología de Losada, que ofrece una mirada precisa del conjunto. En ella vemos, por ejemplo, que su evolución, como ocurre con pocos poetas, es ascendente. Sus versos fueron perfeccionándose con el tiempo, prácticamente hasta cumplir el que diríamos fue su gran cometido: ser uno con el mundo. Y es que lo más esencial en la poética de Ortiz, lo que salta a la vista con mayor claridad, es su particular relación con el paisaje, una fascinación que lo lleva a querer transformarse en elementos de la naturaleza: «He sido, tal vez, una rama de árbol,/ una sombra de pájaro,/ el reflejo de un río…». Esa impresión se hace patente desde los títulos de sus libros: el alBa suBe (1933), el álamo y el viento (1947), la Brisa Profunda (1954) o la orilla que se aBisma (1970), que poseen una sensibilidad parecida a la de los haikus, aunque cambiando su brevedad por versos cada vez más extensos. Otro tema recurrente, que también se desprende de su delicada asociación con la naturaleza, yace en los poemas sobre animales, más de uno dedicado a sus mascotas. Uno en especial, en memoria de Prestes, su galgo muerto, ofrece una poderosa síntesis de su vida provinciana, de su soledad aliviada por la compañía del can: «Silencioso amigo mío, viejo amigo mío, cómo nos entendíamos.../ Esta tarde hubiéramos salido a mirar los oros transparentes, casi íntimos.../ ¿Qué veías allá, sobre las islas, cuando enhestabas las orejas? (...) Silencioso amigo mío, viejo amigo mío, compañero de mi labor». Pero la obra de Ortiz, en apariencia sencilla y meramente paisajista, escondía fuerzas intensas, como su compromiso con el comunismo, ideología a la que se adhirió con convicción; y también características formales muy audaces, que el también poeta Daniel Freidemberg resalta bien en el prólogo de esta compilación: su uso de diminutivos y terminaciones femeninas; la predilección por la vocal «i»; o la especial disposición de los versos en la página, que en sus últimos libros se sueltan del rígido margen izquierdo y flotan con suavidad en las páginas. Freidemberg describe la poesía de Ortiz como una materia que «termina deshaciéndose en el momento mismo en que se la quiere tocar». Y el propio Ortiz prefería sus versos en estado de latencia, sin concretarse. «Pero cuidado, mis amigos, con envolveros en la seda de la poesía/ igual que en un capullo.../ No olvidéis que la poesía,/ si la pura sensitiva o la ineludible sensitiva,/ es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin». Porque, en efecto, leerlo implica asomarse a abismos infinitos la trama invisiBle (Cristhian Briceño) ■ las aBuelas (Glenway Wescott)

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El texto se divide en tres partes. En la primera de ellas (sin título), el yo poético que busca el sentido último de un sonido interior –brumoso y turbio por momentos, a veces límpido–, que habla en voz baja sobre su condición humana y desesperanzada, sobre su extravío; además, en simultáneo, escuchamos esta voz intentando interpretar los oscuros signos de una urbe agresiva compuesta de imágenes fragmentarias y de una vida donde el tiempo transcurre de manera implacable. El pesimismo, la pulsión de muerte, el desasosiego, las preguntas sobre el amor y la constante sobre el sentido (de la existencia, de la poesía, de la palabra, de las cosas…) marcan esta primera parte del poemario, que además es deliberadamente larga, oscura y fragmentaria, lo que genera un efecto de angustia e inseguridad. El mejor ejemplo de esta línea tanática, impregnada por un existencialismo pesimista y cierto malditismo punk, es «Díscola frecuencia», el extenso poema que cierra el primer lado/sección del disco/libro. El segundo lado, «Lovesongs», es corto y está construido como un contrapeso contra el dolor y el «placer por ser superfluo» que transmite el primero. Si la sección precedente presentaba motivos densos y opacos, como la cercanía de la locura y el deseo de morir, esta segunda entrega poemas de amor cortos –o de resistencia al desamor–, mucho más concretos –como «Tortuga laúd»– y que funcionan dentro del disco casi como singles. Cierra «Mixtapes», con textos donde la presencia de la muerte es latente, como en «El recuerdo de mi abuelo», un logrado poema sobre la atónita contemplación de nuestra finitud. En el fondo, queda la impresión tras la lectura de que CanCiones de un disCo Cualquiera está escrito justamente para dejar de ser un disco cualquiera; es decir, en un intento a veces fructífero por definirse. Lo vemos con claridad en el satori de «Sentimental Melody (Mirador de Yanahuara)»: tal vez, lo que este libro busca ser es, como en el limpio verso de «La estación», una «…canción que da sentido» y, por momentos, lo es. Por Teo Pinzás. la ladrona de liBros (Markus Zusak)

En la persistencia de sus distanciamientos, la continua afirmación y negativa de las experiencias que explora, la fractura y la desestabilización los territorios que nombra, las tensiones que lo definen y lo alimentan, las frialdades de su forma y los ardores de su voz, este libro de poemas de Beatriz Torres alcanza el que, creo, es su logro más alto. Hace de ese lugar tan específicamente íntimo, tan privado en sus concreciones y tan personal en su materialidad, un objeto expresivo cuyo valor fundamental es la tenacidad de su propia existencia, que espera de nosotros sobre todo un momento de contemplación. Por Jorge Frisancho. hoyo 13: novela Barrial (Rafael Espinosa)


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cantata naturaL

no estrechéis esa mano

Laura Rosales (Lima 1989) Paracaídas (2013) ■ 59 páginas ■ 25 soles

Alessandro Caviglia (Lima, 1968) Paracaídas (2013) ■ 37 páginas ■ 25 soles

Poesía. Este es el segundo libro de la joven poeta Laura Rosales. Dos años después de von, su primera entrega publicada bajo el sello editorial Lustra, encontramos persistencia en la exploración de temas como el amor y, en mayor medida, la naturaleza. Cantata natural es un libro de versos delicados y cuidado lenguaje, donde la pureza y el preciosismo conviven de forma pacífica, haciendo de los textos de Rosales pequeñas obras maestras, de sumo equilibrio. A lo largo del poemario se recrea un escenario acuoso: el agua será el elemento unificador y el hábitat donde la poeta encuentre comodidad y precisión para expresarse, y como consecuencia utilizará la figura del pez como forma alegórica recurrente: «Un pez cometa se ancla en el reino»; «Rama que es pez y arco»; «Pez carnívoro que devora mi historia»; «La noche es un pez furioso que viaja en redondelas»; «Tragarás corales y peces»; «Por el mágico pez de mi infancia», por citar algunos versos. Otra vertiente importante de la poética de Rosales será la música: no por nada este libro se presenta como una cantata. Así encontraremos poemas que son también canciones, pentagramas y partituras, la presencia tácita de sus gustos musicales (principalmente de Cocteau Twins y Luis Alberto Spinetta) en discretos homenajes: «Mutilada y zurda hago reverencia a la diosa Elizabeth» escribe en el poema que abre el libro, refiriéndose a Elizabeth Fraser. Este poemario es también un documento donde la autora expone y comparte sus intereses por el arte, la mención de Hokusai, el poema para Tristán e Isolda en el pincel de Tilsa Tsuchiya e incluso aquel dedicado a la cámara de Eguren. Esta es la forma que ha encontrado para hacernos partícipes de su mundo. Rosella Di Paolo señala: «Poesía del vértigo de estar en muchos puntos, y a la vez en uno solo, como una estancia fijada en su temblor».

Poesía. De poesía susurrante pero sentenciosa, Alessandro Caviglia, quien publicó ya de lo osCuro en lo osCuro en 2001, nos ofrece ahora un nuevo conjunto de textos en los que la palabra constata, enfrenta y pretende diluir el vacío que surge de los distanciamientos tanto espaciales como temporales que soporta la voz protagonista ante la insuficiencia de su lenguaje. El hermetismo y la concentración de sus imágenes nos permite ver los poemas, que exigen ser palpados con el pensamiento como pequeñas piedras que desprenden luz desde su interior. Si en la búsqueda de descubrir el artificio que hace esto posible decidimos reventarlas, solo quedaremos con la piel impregnada de un polvillo semejante a la ceniza. Ante lo intraducible que le resultan algunas sensaciones y experiencias, el poeta se resigna a reducir –a restringir– la intensidad de sus palabras pese a ser consciente de que está experimentando algo de mayor vigor: «Nada,/ sino un cuerpo dado en el abrazo;/ entregado en torrentes que/ se deslizan en las manos,/ y una mirada inquietante ante puertas,/ corredores,/ abismos. // Nada,/ sólo el silencio». Estos versos revelan que el poeta tiene una mirada, una percepción, distinta a la común. Allí donde todos encuentran silencio, el poeta descubre algo más.

La poesía de Rosales escapa de aquel aspecto intimista que ha sido visto como la tara de mi generación. Cantata natural es el resultado de la maduración y tenacidad que se necesitan para emprender con algo mucho más que «éxito» el siempre difícil camino de la poesía, sea acá o en cualquier otra parte. Por Karina Valcárcel. Poesía esenCial (Winston Orrillo)

Esta es una figura constante a lo largo de todo el poemario. En un pequeño homenaje a la figura de Luis Hernández, se vuelve a constatar esta capacidad del poeta para percatarse de aspectos de la realidad que, así nomás, no están al alcance de los demás: «La orilla de tu voz/ lame la arena ausente de mi alma;/ el mar que ruge descuelga peces atormentados/ mientras en otra orilla espero/ distante/ esa, tu voz,/ tu luz apagada.» La presencia del oxímoron final comprueba tal afirmación. Hay que tener en cuenta el tono imperativo del título del conjunto: se trata de una orden. ¿De quién y para quién? ¿A quién le pertenece esa mano que no debe ser tomada? ¿Es acaso el lenguaje que le recalca al poeta que, por más que lo intente, no será capaz de capturar con su arte el vértice que más ansía de la realidad? Por Paulo César Peña. el osCuro Pasajero (Paul Forsyth)

Por Emilio J. Lafferranderie alCools ■ Mirko Lauer (Žatec, 1947) ■ Paracaídas (2013) ■ 54 páginas ■ 25 soles

Poesía. ¿No son acaso soBre vivir (Lauer), symBol (Santiváñez) y fin desierto (Montalbetti) los tres libros que han redefinido los últimos 30 años de ese campo heterogéneo que es la poesía peruana? ¿Y no es de estas tres escrituras, la de Lauer la más difícil de situar dentro de la tradición literaria no solo por su labor de poeta y ensayista, novelista y analista político, sino por el tratamiento que ejerce de manera oblicua y excesiva sobre el lenguaje? alCools, su último libro de poesía, se distancia con claridad de los tópicos que asocian la «madurez» con la repetición mimética de fórmulas de escritura o con la atenuación de recursos expresivos. Los doce poemas de alCools continúan evidenciando el principio que organiza la poética de Lauer: la intersección de conceptos y sonidos. Un campo que podría denominarse paradójicamente «barroco conceptual». Un espacio anómalo donde se intersectan la sonoridad expansiva, las formas variables (el flujo indefinido de santa rosita y el Péndulo Proliferante, cuartetos en Bajo Continuo, sextetos en soBre vivir), la capacidad analítica de arrastrar palabras hasta el sarcasmo o la violencia, la deuda con lo cotidiano, las huellas diferidas de un Martín Adán desacralizado y la velocidad verbal capaz de desordenar el sentido común poético y social. Este mapa plural de trabajo y recursos se ha expresado con diferentes acentuaciones en cada uno de sus libros de poemas, y ha subsistido siempre como un tejido que hace visible en la escritura un nombre propio. Por ejemplo, en troPiCal Cantante (2000), donde el concepto avanza enlazado del sonido creando series polifónicas de imágenes y palabras, lo cual resulta hasta justificado por el contexto social de su producción, especialmente en el poema 9 que cierra el libro, un himno desesperado en su lucidez que grafica la situación política de la década de los noventa. En alCools, las acentuaciones son otras. El contexto también. Es el libro de poemas más contenido y horizontal de Lauer. Es un barroco replegado, no solo por la dimensión numérica de los versos sino principalmente por no permitir que la frondosidad sonora e imaginativa se despegue del concepto: «Discretos óvalos de primavera/ Paciente disciplina/ De la aglomeración». El mismo uso sucede en los versos que abren el poema «Eclipse ovalado (eating dates)»: «El exceso del racimo refleja una perfección:/ El relámpago atado a ninguna tormenta». Y de eso se trata en alCools: atar imágenes a ideas. Crear sentido en contracciones rítmicas. Toda la temática del libro – introspecciones, paisajes, dátiles, colibríes resonando en el manuscrito de Huarochirí, alimentos, ebriedades, alusiones a Ponge y Apollinaire– mantiene la misma metodología. Incluso el último poema, titulado «De la Fuente asciende Machu Picchu, dieciséis fragmentos», y que ocupa en soledad la segunda parte de alCools, es un canto donde la ironía como forma de pensamiento alcanza márgenes altos de eficacia sin perder la órbita conceptual. Estos dieciséis fragmentos comprenden una pequeña serie poética de escenas donde el autor de diario de Poeta aparece como un beatnik trasnochado entre sándwiches de realidad y trayectos bajo cuerpos cusqueños. Este ejercicio de crítica podrá leerse sin dificultad como el lado B o el colofón extraviado del ensayo los exilios interiores. En el poema 13 de soBre vivir, Lauer se preguntaba si existía «un corolario sin salvación y sin apocalipsis». alCools, 27 años después de la edición en hueso húmero, es una sólida y extensa respuesta a ese cuestionamiento. zurita + guerrero (Raúl Zurita y Victoria Guerrero)


Opinión

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Fotografía: theomniscientmussel.com

Un encuentro en Bilbao con la gran autora canadiense Por Jaime Rodríguez Z.

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argaret Atwood afirma que, de no haber sido escritora, le hubiera gustado dedicarse a modificar la patata europea para hacerla más nutritiva «o más inteligente». Patatas, sí. Papas. Para cualquiera que haya leído a la autora canadiense –hablo de la oscura poesía, la sátira impía y las bestias híbridas que habitan oryx y Crake; la estructura sin concesiones, el tiempo retorcido y los guiños a la ciencia ficción de el asesino Ciego; o la distopía feminista y anticlerical que es el Cuento de la Criada– esta declaración aparentemente banal y carente de sentido puede contener toda su biografía. Hija de un zoólogo y una nutricionista, en el relato «Momentos significativos en la vida de mi madre», recuerda que de pequeña su cuento favorito era la historia de una niña muy pobre que solo tenía papas para cenar. La papa huía, la niña la perseguía. La narradora no recuerda cómo terminaba el cuento. Es probable que Margaret Atwood (Ottawa, 1939) lleve toda una vida persiguiendo papas huidizas. Intentando recordar el final de esa historia infantil de pérdidas y hambre. Haciendo de la literatura algo más nutritivo e inteligente. Hace unas semanas, la ganadora del Booker Prize (2000) estuvo en el país que mereció un reportaje reciente del the new york times titulado «La austeridad y el hambre en España», que empezaba con el testimonio de una mujer que busca comida en la basura y que algunos consideraron exagerado. El escritor Raúl Argemí, que se fue de Argentina en el año 2000 y está a punto de volver, se atrevió hace poco a pronosticar que los saqueos en España estaban a la vuelta de la esquina. Margaret Atwood sabe todo esto. Ya casi no hay celebridad que no pise este territorio como un gesto de solidaridad hacia los que viven en medio de un panorama económico poco menos que apocalíptico. Este fin de semana es la estrella del cartel del Festival Internacional de las Letras (Gutun Zuria) de Bilbao y periodistas, escritores, estudiantes y mujeres de su generación nos arremolinamos en torno suyo para comprobar, en vivo y en directo, cómo las fuerzas de todos los universos, reales o ficticios, parecen converger en el cerebro de esta señora para producir un discurso crítico, riquísimo en referentes de la cultura popular, la ciencia y la política, pero cuya característica más relevante quizá siga siendo el sentido de justicia. La que habla ahora sobre un escenario, esa que se disputa con Alice Munro el título de Gran Dama de las Letras Canadienses, es un ejemplo vivo de esa atípica coherencia entre vida y obra en la que una no interviene en la otra de manera inoportuna sino complementaria. Atwood –que es una matriarca del feminismo, presidenta honoraria del BirdLife International y miembro oficial del Green Party of Canada– es autora de una literatura que poco tiene que ver con el discurso ideológico o el panfleto. Y sin embargo, muchos de sus libros, desde los más intimistas, como

desorden moral, hasta los más especulativos, como la trilogía de ciencia ficción reunida bajo el nombre de «Positron», parecen ser recorridos por una voluntad de denuncia sin concesiones. El resultado es una obra que, en retrospectiva, podría considerarse tan comprometida como experimental. *** El cabello de Mrs. Atwood es casi tan célebre como su irreverencia. Sus característicos rizos han envejecido, sin embargo, y ahora flotan como una nube blanca sobre el auditorio. La irreverencia sigue intacta. Por eso no sorprende que ahora se haya puesto a hablar de zombis: esa materia muerta que se resiste a la inmovilidad de la muerte. Para Atwood los zombis han terminado por desplazar a los vampiros, a los que ve como aristócratas decadentes frente a la masa que conforman los muertos vivientes (todos nosotros). «A mass affliction», dice. Lo importante con respecto a los zombis, según ella, es ser conscientes de que la crisis financiera mundial está en el origen del fenómeno. «Los zombis no tienen casi ropa, se les han caído los dientes, no son atractivos. Vagan por ahí en hordas, destruyendo infraestructuras. Son típicos de periodos de crisis financieras. En parte, el fenómeno responde a la idea de, ok, no voy tener un trabajo, no voy tener una carrera, solo iré por ahí con mis amigos que están en las mismas condiciones que yo, pero tampoco tengo responsabilidad alguna porque no tengo cerebro… Todo eso está conectado con el momento de incertidumbre actual, la sensación de que nada funciona y que por ende ya nada importa». Ante este panorama desolador, Mrs. Atwood opone ese optimismo envuelto en sentido del humor con el que termina la mayoría de sus comentarios: habla de una serie británica, in the flesh, en la que un zombi es reinsertado en la sociedad, y de una película romántica para adolescentes en la que el amor vuelve a un zombi a la vida (se toca el pecho diciendo «how lovely»). «Probablemente este deseo de volverlos a la vida signifique que estamos ad portas de una recuperación económica, tal vez sea una señal». Atwood recorre el mundo predicando una verdad que no admite objeciones: la necesidad impostergable de evitar que toda la riqueza del mundo sea controlada por el 1% de la población. Pero en cierto sentido, es como si en esa búsqueda de lo justo –ese compromiso ineludible– la escritora hubiera seguido siempre una pulsión casi infantil para nutrirse de materiales como las novelas de aventuras, los policiales, el cómic y, por supuesto, un tenaz interés por la biología heredado directamente de sus padres. Nacida en las postrimerías de la Gran Depresión que afectaba también la industria, el agro y la minería canadienses, sus primeros años transcurrieron entre los bosques de Quebec y Toronto, de modo que no fue a la escuela regular hasta después de los diez años,

cuando ya llevaba cuatro escribiendo. Durante el periodo en que las personas empiezan reflexionar sobre conceptos como caos, sociedad o justicia, Atwood devoraba los libros de Stevenson, de los hermanos Grimm o cómics de superhéroes. Esta dimensión «infantil» en el origen del trabajo de Atwood puede rastrearse no solo en su propia obra –que incluye un puñado de libros para niños– sino también en su ardorosa defensa de, por ejemplo, la libertad que deberían tener los niños para leer todo aquello que quieran. La escucho decir que muchos niños o adolescentes han empezado a leer con libros como CrePúsCulo y que por poco relevante que esto nos parezca a partir de eso empezarán cimentar otros intereses, otras lecturas. Cuando entra en materia, Margaret Atwood es capaz de mencionar star wars, los juegos del hamBre y a Lara Croft en el lapso de cinco minutos. Según el escritor argentino Alberto Manguel –otro de los invitados a Bilbao y amigo de la autora por más de treinta años–, Atwood tiene un enorme interés por cada expresión nueva de la cultura popular porque siempre la ha usado como espejo: «es algo que conoce y le ha interesado siempre –dice–. En sus primeros libros la novela rosa ya funcionaba como un transfondo, luego fueron la ciencia ficción o la literatura policial. En ese sentido es un poco como el quijote y las novelas de caballería». Fotos que puedes ver en el Twitter de Margaret Atwood mientras la escuchas hablar de, por ejemplo, la importancia del trabajo conjunto de hombres y mujeres para la supervivencia de los pueblos inuit o de la crisis financiera europea: disfrazada de zombi, en Las Vegas junto a un tipo vestido de Kiss y haciendo el saludo metalero, junto a un angry bird gigante, junto a un par de guerreros klingon (y también junto a un par de Jedis) en el Cómic Con. Y hace cosas que podrían resultar más sorprendentes como crear, recientemente, la historia de fondo (de temática zombi) para una app destinada a corredores: la aplicación te va diciendo lo que tienes que hacer (correr, beber agua, acelerar) según las incidencias del relato. Idishe mame. Así la define, por su parte, Manguel: como una madre judía. «Es una de las personas más generosas y más protectoras que conozco. Conmigo mismo, por ejemplo. Ella está constantemente preocupada por si publico o no publico, por si como, por si me resfrío… pero es una preocupación a la que enfrenta siempre soluciones». *** La mujer que inventó la literatura canadiense –su survival: a thematiC guide to Canadian literature (1972) sigue siendo uno de los libros más consultados sobre el tema– cumplirá 74 años en noviembre. Su último libro editado en castellano es una


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(Viene de la página anterior)

recopilación de relatos publicada por la editorial Lumen con el título de un día es un día –en Argentina acaba de aparecer ChiCas Bailarinas, por el mismo sello–. El prólogo, escrito por la propia Atwood para la ocasión, termina así: «La palabra escrita es el mecanismo más asombroso para viajar por el tiempo. Heme aquí, dirigiéndome a ustedes en estas páginas, en este momento. Aunque cuando lean estas líneas quién sabe dónde y cuándo estaré». Ahora está en una pequeña sala de prensa del Alhóndiga, una especie mega centro cultural y deportivo emplazado en pleno centro de la ciudad, en el que se celebra el Festival y donde la alcanzamos antes de continuar con su agenda. En las distancias cortas, los ojos de Atwood, de un azul intenso y claro, podrían ser tanto un puente como una pared, eso depende de tu estado de ánimo, no del de ella. Viste con la misma sencillez y austeridad que parecen ser otra marca de la casa, pantalón y blusa negra, chompa y pañuelo. Quiero saber si sigue leyendo cómics. «Sí, pero sobre todo sigo escribiendo cómics, aunque más es un entretenimiento que una actividad profesional». Después de la charla sobre los zombis, resulta extraño que establezca esta división tan clara entre entretenimiento y trabajo profesional, pero asegura de inmediato que en el arte «obviamente hay formas distintas, y algunas formas más complejas que otras. Tienes por ejemplo alta alta alta cultura, como James Joyce, y baja baja baja cultura, como algunos cómics. Lo del medio es lo problemático». Dice problemático con una sonrisa algo ambigua. En efecto, la literatura de Atwood se nutre de recursos de género, pero difícilmente podrían ser catalogada solo como novelas de ciencia ficción (ella prefiere «ficción especulativa»), solo como distopías o solo como thrillers. La complejidad estructural, psicológica, política y argumental de sus obras demanda en el lector unos recursos literarios, pero sobre todo unos morales mínimos que exceden con mucho las pretensiones, más modestas, de la literatura de entretenimiento. el Cuento de la Criada, por ejemplo. Es difícil encontrar una novela que denuncie de manera tan radical la opresión sobre la mujer y que a la vez cree una distopía totalitaria tan cercana al género. La verdad y la ficción, el viejo pacto. Le recuerdo que en el asesino Ciego, incluía una cita de Kapuszinzky que me gustaba y hablamos sobre Polonia y los regímenes totalitarios. Cuando hago referencia a la polémica desatada alrededor del célebre cronista y sus supuestos deslices hacia la ficción, me dice que la mayoría de gente no tiene idea de la manera en que uno tiene que escribir en determinados lugares, que no tiene la perspectiva necesaria. Le pregunto si cree que, después de todo, verdad y ficción son dos caras de la misma moneda. «Bueno, en ambos casos hablamos de historias –responde– simplemente no puede existir la una sin la otra». Quizá por eso, por la necesidad de verificar estos límites, estas convergencias, es que ha transitado tantos géneros a lo largo de su carrera. Siempre ha dicho, por ejemplo, que la poesía satisface un aspecto emocional al que su parte racional –la que se ocupa de las novelas– no puede llegar. Pero hay poesía en sus relatos (esos gatos que buscan su mente por las esquinas de la habitación), y leo en luna nueva, uno de sus libros de poemas de los ochenta, este razonamiento: «¿Sufren en realidad los poetas/ más que otra gente ¿No es solo/ que a ellos les toman fotos y se les ve hacerlo?/ Los manicomios están llenos de aquellos/ que nunca escribieron un poema./ La mayoría de los suicidas no son/ poetas: una buena estadística». También la poesía y prosa parecen representar dentro de ella un duelo dialéctico. Como la razón y la emoción, la verdad y la ficción, o los zombis y la crisis financiera, son dípticos en los que se proyectan relaciones que parecen habitarla desde siempre, como el deseo de restituir un lejano equilibrio perdido. La niña que no ha dejado de buscar nunca la papa Jaime Rodríguez Z. (Lima, 1973) es periodista cultural y poeta (las Ciudades aParentes, CanCión de viC morrow). En España, fue editor de poesía de la revista lateral, y director de quimera.

De frente con Oswaldo Reynoso Por Jaime Cabrera Junco Fotografía: Handrez García

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uy pocos reconocen o conservan una imagen de Oswaldo Reynoso joven. Estamos acostumbrados a verlo retratado con su frondosa cabellera blanca y figura redonda, aquella que durante sus años en China hacía creer a los niños que era un tipo de santón. Sin embargo, la mañana de esta entrevista, el autor nos muestra un libro de homenaje recientemente editado en el que se incluyen fotografías en blanco y negro donde se le ve delgado, sonriente, casi un inocente. Ese Reynoso de veintitantos años no era aún «El profe», el maestro que recibe decenas, cientos de relatos de jóvenes aspirantes a escritores que lo visitan para pedirle consejos. El narrador arequipeño de 82 años cuenta que está a punto de publicar un nuevo libro en el que hace una revisión de su vida y trata de descifrar el origen de sus obras. Con Reynoso, la polémica está asegurada.

biera sido otra si no hubiera tenido esa herencia judeocristiana del castigo. ¿Y cómo busco liberarme de la culpa? Creo que a través de mi propia vida al borde del abismo, en el disfrute pleno de los cuerpos desnudos y en la creación estética de la palabra y la imagen. En busca de la inocencia, es decir, en la búsqueda de la limpia moral de la piel.

Usted afirma que el leitmotiv de su obra es la culpa. La pregunta es ¿culpa de qué? ¿Acaso tiene que ver con alguna experiencia traumática? Sí, con varios episodios traumáticos en mi infancia y juventud. Porque tuve la desgracia de ir a un colegio de hermanos fascistas que me inculcaron el miedo al infierno y me metieron en lo más profundo del espíritu la idea del pecado. Mi vida hu-

Su décimo libro, que está a punto de publicar, curiosamente se llama arequipa, Lámpara incandescente, y por lo que ha contado y he podido averiguar es un intercambio epistolar entre un narrador veterano y un aspirante a escritor. Ahí cuenta muchas historias personales como una escena de su niñez en que un abogado se acercó a tocarlo no precisamente con buenas intenciones…

Este sentimiento de culpa, asegura, lo llevó a dejar Arequipa y viajar a Lima en 1952. En su libro en busca de La sonrisa encontrada dice que «el descubrimiento del placer de la piel me hizo comprender que Dios no era más que una fábula de terror». Exactamente, en Arequipa y en mi infancia Dios era una fábula de terror, y la sociedad arequipeña era una muy hipócrita, racista y clasista.


Voz salvaje

Está escrito, efectivamente, a manera de cartas. A diferencia de lo que cuento en mi novela el esCaraBajo y el homBre, que se sostiene en lo que le cuenta un joven al Profe en un bar de mala muerte, pretendo en este texto lo contrario: el Profe contándole su vida al joven en diversos lugares de Arequipa. Pero el tono general de esta conversación no tendrá ningún atisbo de un frío y planificado reportaje periodístico: cada respuesta es la elaboración de un texto literario en estético equilibrio entre la realidad real y la realidad ficcional, como todo lo que he escrito. Es decir, no hay que tomar este libro como sus memorias. Es un texto en el que, como digo, hay un equilibro entre la realidad ficcional y la realidad real. Por otra parte, al recordar mi infancia voy descubriendo en lo más profundo el origen de los temas que he desarrollado en mis libros. Es un escarbar en mi propia vida para encontrar dónde está la raíz de lo que escribo. En este intercambio al estilo de cartas a un joven noveLista, de Mario Vargas Llosa, una de las preguntas que le hace el aspirante a escritor es sobre cómo surgen las historias. Eso no se sabe. Los griegos esperaban la llegada de las musas. Luego, los místicos, la iluminación del Espíritu Santo. Hoy se dice que es la inspiración, pero todavía creo que no se ha llegado a aclarar cuál es la verdadera razón por la que una persona comienza a escribir. Dice que escribe por impulso y no tiene plan ni mapa. Entonces ¿cómo se da cuenta de que una historia puede ser materia de un libro? De pronto recuerdo o imagino algo, y lo voy contando en los bares a mis amigos o salgo al parque y se lo narro a una persona. Cada vez que lo cuento, lo voy perfeccionando hasta que llega un momento en que ya está maduro. Y entonces lo escribo. Hablando de planificación o estructura, su novela huamanga, huamanga quedó trunca y explicaba que esto se debe a que no es un arquitecto de la novela como Vargas Llosa. ¿Qué importancia tiene la técnica aquí? Es que la técnica va saliendo conforme uno escribe, porque en mis novelas hay técnica, pero no es una técnica anterior sino que se va formando en la propia creación. ¿Y por qué se truncó huamanga, huamanga? Porque perdí el interés. Sin embargo, muchos de los textos de esta novela están apareciendo en arequiPa, lámPara inCandesCente. Los he estado copiando. ¿Cuál es su visión de la narrativa peruana actual? Creo que no hay una literatura peruana, hay literaturas peruanas. Yo soy marxista, creo en las clases sociales, a pesar de que ahora, a esa realidad que no se puede negar, se le ha puesto el nombre de sectores. Pero en el fondo son clases sociales. Cada clase social tiene una concepción del mundo. La concepción literaria obedece, se quiera o no, a la concepción ideológica que tenga el autor. Hay un filósofo alemán que dice que aún no ha nacido el hombre que pueda saltar sobre su propia sombra. Yo diría que aún no ha nacido el escritor que pueda saltar sobre su propia ideología. Habla de ideología y que de allí parte la mirada del escritor. ¿Cómo define y qué características encuentra en las novelas de la violencia publicadas en los últimos años? Yo considero que las mejores novelas que se han escrito en el

Perú sobre esta etapa terrible de la historia son rosa CuChillo, de Óscar Colchado; retaBlo, de Julián Pérez Huarancca, que acaba de ganar el Premio Copé de Novela; y ese Camino existe, de Luis Fernando Cueto. También las novelas y cuentos de Sócrates Zuzunaga y de Félix Huamán Cabrera. ¿Y cuál es el mérito de estos autores? En primer lugar, hacen literatura, y hacer literatura es utilizar el lenguaje como un instrumento de belleza. Esas novelas son bellas por el lenguaje y son profundas por la estructura, y nos hacen ver el infierno de esa época. Sus opiniones y convicciones le han valido muchos reproches. ¿A los 82 años sigue sin considerar a Sendero Luminoso como un grupo terrorista? Creo que esto deberá juzgarse después, que la cosa está muy cercana, no se sabe con exactitud lo que pasó. Los historiadores del futuro tendrán que esclarecerlo. Lo único que sé es que mucha gente que tomó un arma para Sendero o para los emerretistas, o como lo hizo el poeta Javier Heraud, era gente que quería cambiar el Perú. Dejaron su hogar, dejaron todo para cambiar el Perú. Equivocados o no, tenían un norte, mientras otros lo que querían era robar. Por eso muchos de estos están en la cárcel, por ladrones y criminales. Estas cosas hay que verlas con mucha calma, creo que muchos de los jóvenes que a lo largo de la historia del Perú tomaron las armas lo hicieron por buena voluntad.

*** El libro clásico de Reynoso se titula los inoCentes, un conjunto de relatos sobre atribulados jóvenes que empiezan a darse cuenta que están dejando de ser niños. Este cuentario, publicado en 1961, era transgresor para su época y el autor siempre recuerda que incluso pidieron que se le anule el título de profesor tras calificar su obra de inmoral. Han pasado más de 50 años y Los inoCentes se lee actualmente en las escuelas y es considerada una obra tan entrañable que a su autor lo invitan para leer fragmentos de los cuentos ante los estudiantes. Miguel Gutiérrez dijo que usted es quien podía escribir la gran novela peruana sobre la homosexualidad. ¡Pero si ya la he escrito! Es que la gente cree que hablar de sexo es hablar de sexo explícito. Es decir, caer en lo grotesco, en lo obsceno. Para mí las relaciones sexuales son el regalo más extraordinario que ha recibido el ser humano. Entonces, eso hay que tratarlo con delicadeza, con mucho cuidado. No podemos hablar en forma obscena, pornográfica… hay que respetar. ¿A cuál novela se refiere? Ya la he escrito porque en todas mis novelas está presente (la homosexualidad). Hay un señor que ha dicho que en mi libro en oCtuBre no hay milagros soy homofóbico... ese señor no sabe leer, porque el problema de allí es el problema del poder, y el poder se da en todo tipo de relación. Y allí hay dos paralelos del tratamiento de la homosexualidad. El tratamiento del dueño de bancos que

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subyaga a Tito, y el del profesor con el joven Miguel. Pero como la gente está interesada en lo morboso... Como en no se Lo digas a nadie, de Jaime Bayly, por ejemplo… No, pues, esa es una tontería. Es lo que atrae, el escándalo. No, no... ¿Cuál es la mejor novela peruana? No, no, no... para mí la literatura no es una carrera de caballos. No es mejor ni peor, solo es o no es. Pero sí hay un libro de la literatura peruana que lo ha marcado, me refiero a La casa de cartón. A mí me han marcado Abraham Valdelomar, Ciro Alegría, Martín Adán y José María Arguedas. Con la Casa de Cartón aprendí a escribir, pero también con Valdelomar y los demás. Creo que todos los escritores en el Perú estamos de alguna forma influidos por ellos. ¿Qué rasgos recuerda de Martín Adán? Miguel Gutiérrez decía que era difícil hablar de literatura con él. A mí me ha molestado mucho que se hable en esa forma de Martín Adán. Hay una crónica de Gregorio Martínez en la que cuenta que se lo llevan y se emborrachan con él. Hay que respetar a los grandes escritores, y si Martín Adán daba la impresión de ser irónico y no querer hablar es porque él medía a su interlocutor, tenía ojos para ver con quién hablaba y con quién no. Yo me contenté con leer lo que había escrito, lo veía de lejos, siempre lo saludaba con mucho respeto. Nunca tuve el atrevimiento de querer hablar de literatura con él porque respetaba su silencio, respetaba su soledad. Por otra parte, recuerdo perfectamente que él una vez salía del bar Palermo –sería la una o dos de la mañana– y se apoyaba en un poste porque estaba ebrio. Al lado había un joven afro muy hermoso que lo sostenía del brazo. Yo me acerqué y le dije al joven: «Cuídalo»: Y él me dijo: «Sí, yo lo respeto mucho. Es mi maestro». La expresión de ese joven, esa madrugada en Lima, ha sido la mejor opinión que una persona ha tenido sobre Martín Adán. Cuando le preguntaron hace un año dónde encuentra la inspiración, usted dijo que en la vida intensa y en la cerveza. Ha estado enfermo, tuvo un problema de presión y ya prácticamente no bebe... Ahora ya no, solo me queda la vida intensa (ríe). Eso de la inspiración es un problema para algunos al enfrentar la página en blanco... Para mí no. Cuando llego a la página ya sé lo que voy a escribir porque lo he contado por todo sitio. Además, he llegado a una conclusión: en lo que se refiere a contar historias soy un barril sin fondo, es como una especie de ejercicio. Así como los deportistas corren y saltan para tener fuertes sus músculos, yo cuento y hablo para ejercitar mis neuronas. ¿Cómo define el acto de escribir? En la creación ejerzo mi absoluta libertad y mi absoluto goce estético y sexual. En el fondo escribir es un orgasmo (ríe)

Jaime Cabrera Junco (Lima, 1979). Periodista cultural y director de la bitácora literaria «Lee por gusto» (www.leeporgusto.com). Es también jefe del Equipo de Promoción Literaria de la Casa de la Literatura Peruana.


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Por Selenco Vega «…vaciado de esperanza, delante de esta noche cargada de presagios y de estrellas, me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo. Al encontrarlo tan semejante a mí, tan fraternal, en fin, comprendía que había sido feliz y que lo era todavía. Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me quedaba esperar que el día de mi ejecución haya muchos espectadores y que me reciban con gritos de odio». Albert Camus, el extranjero

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entro de la difícil cronología de la Segunda Guerra Mundial, 1942 fue de los años menos auspiciosos para las fuerzas aliadas: Londres soportaba cotidianamente los ataques aéreos de la Luftwaffe, que Churchill pedía combatir con sangre, sudor y lágrimas; se iniciaba la invasión a la Rusia soviética de Stalin; París continuaba por tercer año bajo el completo dominio de las fuerzas germanas, y miles de judíos sufrían una verdadera agonía de sangre en los campos de concentración de Europa Oriental. En este ambiente de catástrofe, Albert Camus (Argelia, 1913) publica el extranjero, su primera novela, y da a conocer a Mersault, su antihéroe más perdurable y personaje ícono del malestar de la civilización europea de entreguerras. De inmediato, el extranjero catapultó a su autor a un reconocimiento sin precedentes que habría de convertirlo en una de las voces intelectuales más influyentes de su tiempo. Los numerosos estudios de toda envergadura que se han realizado alrededor de esta obra, coinciden en reconocer el carácter existencialista que rodea tanto a los escenarios como a su personaje principal. Vargas Llosa, en «El extranjero debe morir», incluido de la verdad de las mentiras, resalta el mundo deshumanizado de la novela y el individualismo feroz de Mersault, individualismo que nos conmueve y nos hace envidiarlo secretamente, pues en cada uno de nosotros late un prisionero que quisiera ser tan espontáneo, libre y antisocial como Mersault. La opinión de Vargas Llosa es solo una de las tantas que se han vertido a propósito de el extranjero, la novela más traducida y admirada de su autor. Ninguna obra literaria, en realidad, posee un sentido único ni permanece ajena a interpretaciones que son históricamente distintas a las que predominaron en el tiempo de su producción. Cada lector actualiza la vida de los textos, los reinterpreta de acuerdo con sus propios patrones de lectura. Por ello, un justo homenaje a la memoria de Albert Camus, en el centenario de su nacimiento, es el de aproximarse con ojos actuales al universo de su obra. Mi propósito central, en las siguientes líneas, es preguntarme sobre la vigencia de el extranjero entre nosotros, tratándose de un libro que sin duda dialoga productivamente con el pensamiento existencialista desarrollado por el gran escritor argelino. ¿Qué es (qué fue) el existencialismo? Como ocurre con muy pocas obras, el extranjero constituye un estimulante globo de ensayo que, en el terreno de la ficción, aborda la problemática del existencialismo, que Camus desarrollara teóricamente en textos clave como el mito de sísifo. Al respecto, la propia palabra «existencialismo» ya resulta ambigua. Para muchos, más que de una corriente filosófica o de pensamiento, se trató de un «estado de ánimo» derivado del ambiente de pesar por los desastres de la guerra. Para Jean Paul Sartre (1905-1980), quien acuñara el término, el existencialismo debía entenderse como una doctrina según la cual la existencia precede siempre a la esencia. Dicha concepción resultaba cuando menos paradójica, pues con ella Sartre iba en contra de posiciones filosóficas tradicionales que, desde Sócrates, sostenían que la esencia precede y da sentido nuestra vida: de este modo, cada hombre realmente «existente» podía ser juzgado y se juzgaba a sí mismo de acuerdo con aquellos parámetros «esenciales» (religiosos, éticos, espirituales) que lo antecedían y daban sentido a su vida. Nietzsche, uno de los precursores del existencialismo, dio un vuelco de 180 grados a esta concepción tradicional con su famosa sentencia: «Dios ha muerto». Y es que sin Dios, en sentido figurado, no hay esencia en la que los hombres se puedan reflejar, no hay sentido ni destino que guíe su paso por el mundo. En «El existencialismo es un humanismo» (1946), Sartre sostiene que el hombre está solo, no pidió nacer, pero igual está sobre la tierra, liberado a su suerte y obligado a elegir sus acciones para sobrevivir. De este modo, son nuestras propias decisiones las que terminan definiendo, en cada caso, lo que somos. La existencia, pues, precede y prefigura nuestra esencia. Camus y el existencialismo Cuando en 1940, por razones políticas, Albert Camus deja su Argelia natal y se instala en París, halló un ambiente de desastre causado por la guerra y por la traumática ocupación alemana de Francia. Según sus biógrafos, fue muy probablemente este penoso escenario el

que lo llevó a abrasar y a concebir una forma de existencialismo: el absurdo. Recordemos que Nietzsche afirmó décadas atrás que Dios había muerto, pero esta expresión habrá de reinterpretarse y agudizarse en manos de Camus. Según él, no puede morir quien nunca ha existido: no existen los dioses, la vida es un absurdo total, la «absurdidad» preside todo la experiencia moderna. Según Camus, sin dioses que lo guíen, el hombre carece de guías morales y códigos de conducta. El absurdo de la existencia consiste en que hemos sido arrojados a los confines de la Tierra y el único destino verificable es la muerte. En el mito de sísifo el propio autor lo explica así: «Lo absurdo es la confrontación entre el sentimiento de lo irracional y el avasallador anhelo de claridad que resuena en las profundidades del hombre». Lo absurdo, entonces, consiste en la (inútil) búsqueda de sentido en un universo que carece de propósito. eL extranjero y la doctrina del absurdo Un aspecto esencial del existencialismo de Camus es que cualquier responsabilidad moral, así como cualquier acción realizada por un hombre le compete solo a él. Es cierto que los actos individuales pueden ser juzgados por nuestros semejantes, pero dichos actos no serán jamás trascendentes: ni nuestra bondad ni nuestra maldad serán premiadas o castigadas en un más allá carente de dioses o jueces superiores. Nuestro paso por la Tierra y las elecciones –buenas o malas– que tomemos, son lo único que nos sostiene. Nada existe más allá de las fronteras de la vida. La absurdidad de la existencia y sus consecuencias encuentran ejemplos paradigmáticos y opuestos en los dos protagonistas de las novelas más importantes de Camus: la Peste y el extranjero. El doctor Bernard Rieux, protagonista de la Peste, apela a valores como la solidaridad, la participación y la reconciliación para hacer frente a la epidemia (estremecedora alegoría del absurdo de la existencia) que asola Orán. Es decir, lejos de dioses inexistentes, Rieux elige hacer el bien. En el caso del protagonista de el extranjero sucede algo distinto. Frente al sinsentido de la realidad en la que vive, Mersault no llega a ser ni un marginal ni un rebelde. Solo es (o se siente) un extraño, un extranjero sin cabida en ninguna parte. En términos de nacionalidad, es descendiente de colonos franceses afincados en Argel: por ello no se siente ni argelino ni árabe, tampoco francés. En realidad, no existe para él un lugar en el mundo. Como afirma Vargas Llosa, Mersault comete un crimen y no siente culpa por ello. Tampoco se defiende en el juicio ni apela la pena de muerte a la que es condenado. Incluso en su desapego por sus seres queridos –no llora por su madre muerta ni siente verdadero amor por María Cardona– Mersault personifica en su extremo más patético la doctrina del absurdo: se deja llevar por el sinsentido del mundo que al final habrá de condenarlo. Es como si nada importara: la noche estrellada y el día seguirán existiendo después de él, más allá de las muchas muertes y los nacimientos (también sin sentido) que se sucedan en el mundo. Para entender cabalmente la figura de Mersault, así como la idea del absurdo de Camus, es importante ubicar las cosas en su exacto contexto: tanto la doctrina existencialista como la novela surgieron en un ambiente de catástrofes, de guerras y caída en el descrédito de las más optimistas promesas del pensamiento moderno. Hoy, a cien años del nacimiento de Camus y a más de 70 años de la publicación de el extranjero, el mundo que conocemos ciertamente es diferente, y las preocupaciones y conflictos son distintos también a aquellos que en su momento ocuparon la atención del autor. Ello no significa, sin embargo, que Mersault, como personaje, sea hoy imposible o nos resulte poco creíble. Al contrario: existe como posibilidad. Está allí, vigente y pleno como todos los grandes personajes de la literatura universal, para recordarnos los abismos insondables a los que pueden conducirnos nuestras elecciones o nuestras torpezas, más allá de si haya o no dioses que nos estén observando *Con variantes, este texto fue presentado como ponencia en el evento «100 años de Albert Camus: reinterpretaciones», realizado en octubre último en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Selenco Vega (Lima, 1971) es profesor universitario, poeta (Casa de familia, reinos que deClinan), narrador (Parejas en el Parque, segunda Persona) y ensayista (el fuego de la PalaBra. estudios soBre literatura Peruana).


Relato

ban diecinueve figuritas, entre ellas las de Maradona y Caniggia, aunque la verdad es que el equipo de los argentinos me valía un bledo. Nada de eso importaba realmente. Importaban la mujer y la niña, su orgullo de gente pobre pero digna. Volvieron a las seis de la tarde del día siguiente. Esto se está poniendo peor y peor, se quejó mamá. Voy, dije, y me levanté del sofá donde veíamos tele (donde esperaba a que sonara el timbre, etc.), para salir de la casa, atravesar el jardín y llegar a la puerta de calle. Buenas tardes, joven, me saludó la mujer. Por algún motivo yo me había tomado en serio la misión, que no entendía y que era contradictoria pero que me correspondía a mí y solo a mí. No está, fue lo primero que dije. Ella se quedó muda, visiblemente decepcionada. ¿Para qué sería?, pregunté. ¿Y su papá tampoco está? Mi papá trabaja, dije desafiante. ¿Sigue en la tienda?, preguntó la mujer. Miré a la niña un poco más atentamente, era linda. Y a ti qué te importa, podía responder. O que la tienda había dejado de existir, aunque claro que seguía existiendo. Segundos después, cuando estaba por decir finalmente que no volvieran más, sentí la mano de mamá en mi cabeza. Rosario, la escuché saludar detrás de mí, y sentí tanta vergüenza que solo atiné a volver corriendo a la casa. Cuando llegué a mi cuarto, sin embargo, lo primero que hice fue mirar por la ventana. Ellas hablaban con la reja de por medio, hablaban y seguían hablando, parecía que nunca iban a dejar de hablar.

Por Rodrigo Hasbún

1. Tocaron el timbre de la casa (antes de que la derruyeran, etc.) una tarde a finales de marzo de 1990. Yo voy, me ofrecí como siempre, porque a mis nueve años me aburría como una ostra, sobre todo por las tardes, a la vuelta del colegio, pero también porque mi estrategia para ir ganándome la estima ajena consistía justamente en hacer aquello que los demás despreciaban. Los que tocaban casi siempre eran gente que pedía comida o ropa, gente que no tenía dónde caerse muerta, y ya me sabía de memoria la respuesta que mamá me daría, así que la decía sin necesidad de ir a preguntar. Te vamos a juntar chompas para la próxima semana, decía casi creyéndolo yo mismo, o no está nadie ahorita, o ya lo hemos regalado todo. Pero ellas, aunque se veían miserables, no venían a mendigar. Quiero hablar con la señora, dijo la mujer. ¿De parte de quién?, pregunté. De Rosario, dígale, respondió ella. Su forma de mirar, y cómo agarró a la niña apenas mencionó su nombre, como con orgullo o rabia, todo resultaba un poco extraño. De pronto parecía que algo estaba fuera de lugar, ellas dos o yo o la casa misma o la ciudad entera incluso. No podía ser nada bueno que estuvieran ahí, que la niña no dejara de mirarme, que las palabras tardaran tanto en llegar. No está, dije, pero le voy a decir que has venido. Trabajaba en la casa de la señora Julia, que en paz descanse, se apuró a decir ella. Se refería a mi abuela, que llevaba varios años muerta. ¿A qué hora la encuentro a su mamá, joven? Al final de la tarde, dije incómodo por tanta insistencia y me di la vuelta y volví adentro. ¿Quién era?, me preguntó mamá. Pedigüeños, dije. 2. El Mundial de Italia 90 se acercaba a pasos galopantes y yo estaba completando el álbum de figuritas. Baggio era de los más difíciles de conseguir, pero tenía a Baggio. Rijkaard era de los más difíciles de conseguir pero tenía a Rijkaard. Solo me falta-

3. Mamá no dijo nada a la hora del té, ni siquiera cuando se lo pregunté directamente. ¿Rosario?, se interesó papá. Sí, vino por la tarde. ¿A qué se dedica ahora? Es costurera, parece, dijo mamá. El tema terminó diluyéndose casi de inmediato en algún otro, algo relacionado a los problemas de mi hermano en el colegio. En cierto momento papá me preguntó cómo me había ido a mí. Le conté del ejercicio de matemáticas que nadie más entendía y que yo había resuelto en segundos. Hasta me felicitó la profe, dije, y vi sonreír a papá y me sentí justificado pero también impaciente por el desvío del tema. Más tarde, cuando se metieron en su cuarto, me paré al lado de la puerta para oír la conversación que no habían tenido en el comedor. La niña es idéntica al Cachito, escuché decir a mamá, tiene los mismos ojos, la misma nariz. Papá dijo algo que no logré distinguir. Mamá respondió que claro, que qué más. 4. El Cachito era mi tío Cachito, eso entendí. Y lo que hasta entonces sabía sobre él, a grandes rasgos, era que había sido desde siempre el más serio de los hermanos de mamá, el primero en generaciones en ir a la universidad, y que estaba a punto de recibirse como médico cuando un sábado cualquiera, de ida en moto al hospital de provincia donde hacía su residencia, atropelló a un hombre de la zona. Pudo huir como hacen todos, pero se bajó para socorrerlo y llevarlo al hospital de ser necesario. Viendo que no reaccionaba (lo haría poco después, demasiado tarde, etc.), tres amigos del hombre le dieron una golpiza furibunda a tío Cachito. Solo varios días después alguien encontró su cuerpo en una acequia. La historia siempre había estado presente en casa y oí varias veces que la abuela nunca logró recuperarse del incidente. A mí me constaba que a veces le hablaba en voz alta a su hijo muerto y también que era huraña, no sé si a raíz de la pérdida o de qué. Me constaba también que fumaba como una chimenea y que por eso su vida terminó como terminó. Lo que ahora sabía sobre tío Cachito, además de todo lo anterior, era que la niña que había aparecido en casa se le parecía. Es decir, que tío Cachito había tenido que embarazar a la empleada antes de morirse y que, por lo tanto, esa niña y yo éramos primos hermanos, lo que a su vez convertía a la mujer en mi tía.

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5. Volvieron la tarde siguiente y esta vez mamá las hizo pasar. Vayan a jugar atrás, me ordenó a mí. La niña no dejaba de mirarme. ¿Qué quieres hacer?, le pregunté cuando ya estábamos afuera. Nada, dijo, no quiero hacer nada, y se sentó en el pasto y yo me senté al lado. Juguemos algo, propuse al rato, porque no tenía sentido quedarnos tanto tiempo quietos, pesca-pesca si quieres, dije, y me puse de pie y le toqué el brazo, pero todo fue en vano. ¿Quién crees que gane el Mundial?, le pregunté unos minutos después y ya ni respondió. Se estaba hurgando la nariz con un dedo. Aproveché para mirarla mejor y para intentar descubrir si nos parecíamos. Mi papá era un desgraciado, soltó ella de pronto. Apenas empezábamos a ser familia y ya decía cosas así. Tú qué sabes, dije. Sé, dijo, era un abusador y un borracho. Yo ni siquiera sabía a qué se refería con lo de abusador, pero no podía dejarme vencer sin ofrecer ninguna resistencia. No seas puerca, contraataqué, para algo se ha inventado el papel higiénico. Después de eso volvimos a quedarnos callados. Ella se echó en el pasto, yo me puse a trepar árboles, quería mostrarle lo poco que me importaba. A que tú no puedes, le grité desde la cima del guayabero. Se acercó y me miró sin decir nada. Eso nomás sabía hacer, mirar y decir cosas hirientes, y ser linda. Bájate de ahí, me gritó mamá en ese momento. Estaba parada en la puerta que daba a la cocina, al lado de la mujer. Vamos, Vanesa, le dijo ella. 6. Al día siguiente me hice el tonto y le pregunté a mamá quiénes eran. Rosario trabajaba en la casa hace años, ahora su hija está enferma y necesita ayuda. ¿Vanesa?, pregunté. Sí, dijo mamá, y me pidió que me sacara el uniforme del colegio, teníamos que ir al Centro. No quiero ir, dije sabiendo que de todas maneras me obligaría. Sorprendentemente, aceptó que me quedara. Era mi primera tarde solo en casa y fui directo a buscar cosas secretas en el velador de mi hermano. Leí sus tarjetas y cartas, la mayoría de Anna, y olí sus cigarrillos y miré de qué eran sus casetes. A la noche insistí en el tema con mamá, sin mencionar que sabía que Vanesa era hija de tío Cachito. Después de mucho me confesó que la niña tenía una enfermedad de la sangre, leucemia, y que por eso buscaban ayuda, pero que existían pocas posibilidades de que sobreviviera. Se estaba muriendo, entonces, aunque por fuera no se le notara. ¿O era todo una mentira para conseguir plata? No se lo pregunté a mamá, me lo pregunté a mí mismo. Ya la hemos ayudado esta tarde, añadió ella entonces. Pero tampoco supe si creerle. 7. Después de ese día, como antes de que tocaran el timbre, nadie volvió a mencionar a la empleada de la que tío Cachito abusaba o no, a la que amaba o no, a la que hubiera abandonado o no de haber seguido vivo (Fuera de aquí, india de mierda, imaginé muchas veces a la abuela diciéndole apenas le notificó que estaba embarazada de él, te vas ahora mismo, por mentirosa y por puta). ¿Ya sabía que iba a ser padre, mientras le destrozaban la cabeza? ¿Pensaba en el futuro de su hija mientras se ahogaba en la acequia en la que lo habían arrojado? Tampoco nadie volvió a mencionar a Vanesa, mi prima enferma y extraviada, mi prima fantasmita, aunque me pasé años prestando atención en la calle, pensando en ella, en la mujer que sería si seguía viva. 8. Que yo sepa, nunca la volví a ver Rodrigo Hasbún (Cochabamba, 1981) es autor, entre otros, de los cuentos de CinCo y los días más feliCes, y de la novela el lugar del CuerPo. En 2010 la revista británica granta lo eligió como uno de los 22 mejores escritores jóvenes de lengua española.


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Relato Fotografía: Thinkstock

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a vida en Weimar es fácil y difícil. Difícil porque a veces la insulina se acaba y mi ser gravita entre la angustia y la resignación de estar cayendo infinitamente. Fácil porque aquí, en Weimar, los inviernos son larguísimos, los osos amables y mi biblioteca es algo así como un animal infinito y extinto. La criada Charlotte es mi mujer desde que mi verdadera mujer murió, pero esa es otra historia. Creo que quiero más a Charlotte, porque sus manos se han curtido deliciosamente gracias a los años que lleva cortando la leña y almacenándola en nuestro depósitode-cosas-indispensables-parano-morir. También se han curtido porque mi verdadera esposa, la muerta, le hacía atizar el fuego de la chimenea con las manos desnudas, y a veces le obligaba a jugar con un carbón incandescente mientras le hundía el cañón de mi rifle en la espalda. Yo también era otro tanto cruel, y aplaudía ese espectáculo que llenaba de alaridos nuestra casa y nos alentaba a vivir un día más para saber hasta dónde podía llegar nuestra brutalidad, para saber si nuestro sadismo podía convertirse alguna vez en un placer inocente que sea bueno hasta para la pobre Charlotte. Ahora es ella quien sufre cuando el azúcar me sube a la cabeza como un balazo y mis ojos colapsan. En esos momentos podría aprovecharse y hurgar en el bolsillo interior de mi saco, donde guardo un relicario de plata con el retrato de mi madre, una navaja de afeitar y los cubiertos que uso cuando llega la hora de comer para vivir un día más. Recuerdo que antes existían más motivos para vivir, pero ahora se vive sin una causa aparente, como esos árboles que nacen y mueren en medio del bosque, donde nadie ha llegado nunca, y aun así sostienen su porción de nieve y ni siquiera pueden atentar contra su vida. A Charlotte solo le bastaría sacar la navaja y degollarme. Entonces la casa sería para ella y podría dormir en la habitación principal sin la molestia de mi cuerpo anciano que día tras día se va haciendo más insoportable que la soledad. Ella me dice «Herr Tobler, nunca soportaría la casa tan sola, si usted alguna vez no estuviera me casaría con un oso del bosque». También siento que quiero condenadamente a Charlotte por esa sinceridad tan afilada, una sinceridad que, involuntariamente, también me hace reír, y cuando me río de esa forma que solo Charlotte sabe lograr, las tres cosas que tengo en el bolsillo interior de mi saco tintinean y la casa, nuestra casa, se llena de nuevos sonidos. Mi esposa nunca fue así, o tal vez lo fue en algún momento de nuestras largas vidas, pero, no puedo mentir, esos recuerdos felices se han borrado como el color verde cuando cae la primera nevada. Quizá Charlotte, que siempre estuvo con nosotros, solo intente ser como era mi mujer entonces, pero no quiero saberlo. Que la mentira siga manteniendo las cosas en orden. ¿Para qué la verdad si desordena lo ya previamente ordenado, lo que ya había encontrado una forma perfecta de ser? Francamente tampoco recuerdo el rostro de Charlotte. Tanto ver la nieve hace que todo parezca nieve, hasta la nieve. La ceguera, creo recordar, es blanca, no negra. Por eso, cuando ella

Por Cristhian Briceño

viene hasta donde estoy acariciando un libro y se hinca ante mí y me inyecta la insulina detrás de la rodilla, yo estiro mis brazos para alcanzar su rostro, pero nunca lo he logrado. «Quédese quieto, Herr Tobler, ya casi termino», dice, fingiendo enojarse. Su voz, he pensado, confirma que ella está muy cerca, donde debería estar, es decir, en algún lugar donde es posible su amor pero no nuestra interacción. No puedo pedir más. Ella ha llegado muy tarde a mi vida, aunque siempre estuvo ahí, soportando la crueldad de mi esposa y la mía. Podría decir que, de alguna forma, pago todo lo malo que hice con ella cuando mi insulina se agota y tengo una de esas crisis terribles, cuando estoy a punto de perder la razón y soy capaz de arrancarme la lengua con los dientes y luego atragantarme con esa cosa húmeda y sangrante. Pero Charlotte me pide un poco de paciencia, ella tiene unas piernas fuertes aún y puede correr a la farmacia del pueblo aunque la nieve le llegue hasta la cintura. ¿Qué me ha mantenido con vida, entonces? En esos momentos dudo de todo. A veces creería que soy un árbol en medio del bosque y que nadie ha salido de ningún lugar ni a nadie espero. Solo que mis raíces se vayan haciendo viejas y por fin un día mis ojos se abran y pueda ver más allá de mi perspectiva. Luego siento mi trasero y mi espalda pegados a la dura madera de la silla donde aguardo por Charlotte. Pero mi fe oscila entre una infinidad de probabilidades, y pienso que intento explicarme por qué Charlotte siempre espera la crisis para salir a la farmacia y me deja a mí, atado a mi inmovilidad. Tal vez, me respondo, ella también necesita un momento a solas, donde no exista ni Weimar ni pueblo ni farmacia, y la insulina esté guardada, desde siempre, en nuestro depósito-de-cosas-indispensables-para-no-morir. No puedo evitar pensar en ese infierno portátil que es estar solo. No puedo evitar pensar que un solo segundo en ese infierno dura más que tres eternidades atadas. Y es entonces que comprendo lo racional que puede ser Charlotte al casarse con un oso del bosque cuando yo ya no esté. Porque esto es inevitable. Algún día yo no estaré, y algún día ella tampoco estará, pero, mientras dura esta tensión por saber quién sobrevivirá al otro, todo se hace terriblemente real, los sentidos parecen no ayudarnos sino darnos motivos para no sentir. Muchas veces he temido que Charlotte ya no regrese, que algo le pase camino al pueblo, es posible un accidente; que ella, cegada por el mal tiempo, no vea

el abismo y todo termine para los dos. O que, camino al pueblo, si es que todo eso existe, se encuentre con un joven apuesto y este la invite a beber una copa en el café al costado de la farmacia, y ella acepte y no se dé cuenta de que ya han pasado muchos años y yo ya no estoy esperando. Y el tiempo corre precisamente cuando ella no está. Cuando ella se encuentra a mi lado, cuando su voz me habla, se establece una calma inmóvil. Por fin llega. Y al entrar la puerta hace crujir los goznes y entra de golpe todo el viento acumulado en el mundo y me da en la cara, siento lo que pudo haber sentido Lázaro cuando volvió a la vida. Esa combinación de resentimiento y paz recobrados, una sensación tan sutil de entender que el tiempo no envejece sino se hace joven y cada vez corre con mayor velocidad, pero pierde su destreza. Sin embargo, Charlotte sabe que ha podido ser más rápida, y pide disculpas antes de inyectarme. «Es una pena, la hija del alcalde ha muerto ayer de fiebres. Tuve que buscar por todo el pueblo a Franny, la de la farmacia. Estaba en casa del alcalde. Fue a dejarle calmantes para la madre y a llevar la cuenta de las medicinas de la hija». Quiero decirle, Charlotte, no me importa la hija del alcalde, pero me quedo en silencio. Estoy casi feliz y su voz otra vez, dándole una forma coherente a nuestra casa. A veces, cuando me voy poniendo triste, Charlotte viene hacia mí y me acaricia la barba, y el sonido que produce ese contacto entre dos cosas tan duras me hace desistir de la rutina diaria y le pido que me lleve afuera, hasta la orilla del lago congelado, donde los árboles se parecen tanto a una muralla que nadie construyó. Allá, le digo, donde no puedes ver a simple vista, está enterrada mi madre. Ignoro dónde está mi padre. Simplemente un día no vino a dormir. Luego, unos chicos llegaron arrastrando el estómago de un oso a través de la nieve. Era la cosa más grande que había visto en toda mi vida, pero era muy joven entonces y ahora he visto cosas aun más grandes y fabulosas. Me dijeron que había un hombre ahí dentro, lo sabían porque cuando un oso se come a un ser humano sus ojos se ponen muy rojos, como si hubiera estado llorando. Quizá podría ser mi padre, existía una probabilidad muy grande. Pero cuando lo abrieron de un solo tajo con la hoja de un hacha, solo pude ver algo asqueroso; era como puré de hígado de pato. Eso no puede ser mi padre, les dije, y luego hice una pelota de nieve y se la tiré entre los ojos al que parecía mayor. Fue hace mucho, y me sorprende haberlo recordado, le digo a Charlotte. Es entonces que el sol se va poniendo. Charlotte me lo dice y yo le creo. Hay que ser muy valiente para decirle a un viejo que el sol se está poniendo. Es como decirle todo cae. Tú caes. Una manzana cae. Los imperios caen. «Únicamente el sonido de un corazón que está latiendo nunca cae», dice, mientras me regresa a casa y me aprieta contra su pecho cansado para confirmar sus palabras. «Luego uno se muere y da lo mismo» Cristhian Briceño (Lima, 1986). Ha publicado el poemario Breve historia de la líriCa inglesa y el conjunto de prosas la trama invisiBle.



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Entrevista de Carolyn Wolfenzon y Gustavo Faverón Patriau

Edmundo Paz Soldán vive en Estados Unidos sin perder su esencia boliviana, latinoamericana: su obra se alimenta del encuentro cultural como un espectador atento del tiempo que le ha tocado vivir. Ello, más su tendencia a probar nuevos caminos, lo ha llevado esta vez a la ciencia ficción. Autor, sobre todo, de estupendas novelas, luego de la exitosa Norte vuelve pronto a las librerías con Iris, fantasía distópica de la que publicamos un breve adelanto.


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a perpetua transformación de su obra narrativa hace de Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, 1967) uno de los escritores más proteicos de la literatura hispana contemporánea. Su ficción ha ido de los breves relatos borgeanos a la novela realista de largo aliento, de los temas sociales y políticos bolivianos a los fantasmas y los demonios de la vida contemporánea en Estados Unidos, de las trampas del deseo a las trampas de la tecnología, y de la memoria juvenil a la reflexión sobre la violencia, el autoritarismo, el totalitarismo, el control de las consciencias y los desbordes del mal en la vida cotidiana. Su novela más reciente, próxima a publicarse en todo el mundo iberoamericano, es iris, un libro notable que marca su ingreso de lleno en el género de la ciencia ficción, al que otras veces se ha aproximado. iris es una novela apasionante, original, insólita en las letras hispanas, una pesadilla orwelliana, hija de los sueños digitales de Philip K. Dick, pero transformada, en las manos de Paz Soldán, en una original reflexión sobre las fronteras y las zonas de contacto imperial, un libro que evoca la imbricación de los mundos culturales norteamericano y latinoamericano que al mismo tiempo juega a imaginarles posibilidades paralelas. La novela de Paz Soldán viaja a otro planeta (y su autor con ella: ¿el primer astronauta boliviano?) pero la constante preocupación política permanece siempre con los pies sobre la tierra. Escritor disidente, que escribe a contrapelo de las modas, más político que la mayoría de sus compañeros de generación, ni encantado ni espantado por la tecnología, sino atento a sus transformaciones y a la manera en que ellas influirán nuestro futuro, Edmundo Paz Soldán ha escrito esta excelente novela sobre el porvenir en la que se adivina una crítica y una reflexión sobre momentos y estructuras claves de nuestro pasado y nuestro presente.

Otras novelas tuyas han tenido elementos futuristas, pero ninguna había ido tan lejos como iris en el camino de la ciencia ficción. Eres admirador de Philip K. Dick y esa afinidad la encuentra rápidamente el lector en tu nueva novela. ¿Cómo empezó y cómo es ahora tu relación con el género? Comencé en mi adolescencia leyendo de la forma más clásica posible, autores como Verne, Bradbury, H.G. Wells. Luego dejé el género, por lo menos en la literatura, porque seguía consumiéndolo en el cine. Un cierto cansancio con el realismo y sus formas me llevó de regreso

a la ciencia ficción, pero ya con otra mirada. Como dice la crítica Anindita Banerjee, la ciencia ficción no es tanto un género como una forma de percibir las cosas. Todo el tiempo hablamos de simulacro, distopía, ciborg, lo posthumano, y esos conceptos han salido de la ciencia ficción. A mí me interesa por su constante preocupación política, por su amplia mirada sobre el ser humano y su lugar en el mundo, y porque, más que estar obsesionada con el futuro, su interés primordial está en registrar los deseos, los miedos, las ansiedades del presente. Ballard, James Tiptree Jr., Ursula LeGuin, Dick, Paolo Bacigalupi, me permiten entender el mundo en el que vivimos hoy mucho más que tantos reputados escritores realistas.

En la literatura latinoamericana hay joyas de la ciencia ficción, como La invención de moreL, y aunque no son pocas, la mayoría son vistas como obras laterales, excepciones. Los autores que mencionas (Ballard, Bacigalupi, etc.) son todos anglosajones. ¿Cómo sientes que se ha transformado tu relación con la literatura latinoamericana o hispana en general y la de lengua inglesa después de veinticinco años viviendo en Estados Unidos? Cada tres años enseño un curso de ciencia ficción latinoamericana en Cornell. Comenzando con Holmberg, tenemos una tradición fantasma, que está ahí aunque nos neguemos a verla y sigamos minimizando la importancia de la ciencia ficción en el continente. la invenCión de morel está entre los libros que yo considero perfectos, aunque, para iris, la novela con la que dialogué, que es otra joya del género, es PloP, de Rafael Pinedo. PloP es una obra maestra de la ficción postapocalíptica; es una lástima que Pinedo haya muerto tan pronto, cuando su talento comenzaba a explotar. Yo enseño literatura latinoamericana todos los semestres y trato de estar al día con lo que se publica; es una literatura muy viva para mí, muy presente. Con respecto a la norteamericana, me viene en épocas, ahora estoy un poco distanciado de su tradición realista más mainstream (no me interesan los Franzen y compañía), pero

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me siguen interesando los escritores catalogados como de género. Ahora, para mi escritura, creo que recién en mis últimos libros he logrado fusionar de algunas maneras esas dos tradiciones centrales para mí. En cuanto al lenguaje, yo comencé de forma muy purista, con un español que no quería que estuviera contaminado por el inglés. Por suerte me di cuenta de lo ridículo de esta postura. En iris uno encuentra referentes coloniales (los naude Cabeza de Vaca resuenan por todas partes), alusiones al discurso de la transculturación y eventos de violencia futura que evocan otros del presente. ¿Dirías que la novela es, de cierta manera, una reflexión sobre la historia de América Latina? Ojalá que la novela permita muchas lecturas, entre ellas la que ustedes mencionan. En todo caso, yo comencé escribiendo una novela sobre aventuras imperiales, una novela más bien relacionada con los Estados Unidos post 11 de setiembre. Luego, cuando apareció Iris en mi cabeza, pensé en la tradición minera de mi país, y me puse a leer textos coloniales y libros de antropología para armar la cosmovisión de la gente que vive en ahí. Así que yo veo la novela como un intento de fundir mi presente en los Estados Unidos con mi condición boliviana y latinoamericana. De hecho, creo que con iris me di cuenta que ya no puedo pensar los Estados Unidos sin pensar en Bolivia y América Latina y viceversa. Nuestras historias están muy imbricadas.

fragios

Iris es un lugar de exiliados descrito como una isla de la que no hay escapatoria. Es una visión bastante nihilista del mundo, ¿no? Pero, al mismo tiempo, la religión ha cobrado mucha importancia, muchas acciones se toman por mandatos del Dios Xlot. Creo que sí, puede que sea más nihilista de lo que yo originalmente pensaba. Se trataba de jugar con la idea de que todos somos extraños en este planeta y todos tenemos los minutos contados. La religión ahí termina siendo uno de nuestros grandes consuelos. Cuéntanos un poco cómo fuiste inventando el lenguaje de iris. Transformando el español para eso. Pensé que así como el español de fines del XIX fue influido por el francés, y el del XX y el de hoy por el inglés, el del futuro estaría también influido por el chino. Me divertí con


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esa cosa infantil que también tiene la literatura, inventando palabras y buscando un término medio que pudiera mostrar la extrañeza de este mundo pero que también permitiera la entrada del lector a la historia. Busqué modelos. Al principio intenté con Burgess, pero lo encontré muy cerrado. Al final, el que me sirvió más fue Roa Bastos, la forma en que, en sus cuentos, el español estaba salpicado por el guaraní. Nuestro español se ha desarrollado siempre en zonas de contacto con otros lenguajes, al final el lenguaje «futurista» de la novela es solo un reconocimiento de aquello que es bien obvio en la literatura de autores transculturadores como Roa Bastos, Arguedas o Rosario Castellanos. Están los pieloscura y también los artificiales y los irisinos. ¿Cómo se da la jerarquía social en iris? Todos los colonizadores son llamados «pieloscuras», sean humanos o artificiales o shanz. Los artificiales están en el tope de la pirámide pielsocura y los shanz (soldados) en la base. Del otro lado se encuentran los irisinos, que son los pobladores del lugar y son explotados por los pieloscuras. Y en el medio están los kreols, que son la mezcla de pieloscuras con irisinos. La novela se concentra en los pieloscuras y los irisinos; en los cuentos que estoy escribiendo ahora me enfoco más en los kreols. iris es un nuevo mundo alterno en la obra de alguien que ya ha creado otros, como la ciudad de río fugitivo, que es escenario de varias de tus novelas. ¿Cómo concebiste río fugitivo y cómo apareció y fue creciendo iris en tu mente? río fugitivo salió de una preocupación más pedestre. Yo notaba que, con quince años viviendo afuera, la Cochabamba de mi infancia y mi adolescencia se iba difuminando, y me costaba escribir sobre ella en tiempo presente. Entonces pensé que si trasladaba mi ficción a un lugar imaginario –llamado Río Fugitivo–, podía ser más libre creativamente. Creo, sin embargo, que ese Río Fugitivo nunca terminó de romper el cordón umbilical que lo ataba a Cochabamba. Era una Cochabamba desplazada, en la que se exageraban sus virtudes y sus defectos. Con iris me propuse otra cosa: crear verdaderamente un mundo imaginario autónomo, conectado con cosas de la vida real pero capaz de funcionar de manera independiente. Yo había leído en la revista rolling stone un artículo sobre soldados norteamericanos psicópatas en Afganistán y pensé que eso podía dar para una novela, pero no quería escribir una novela realista. ¿Por qué no la ambientas en Marte?, me dijo un amigo, bromeando. Y a mí me pareció una excelente idea, solo que en vez de Marte me puse a crear mi propia región. Cuando apareció Iris, me di cuenta que tenía que dotar a sus habitantes de una forma de ver el mundo (su mundo), un lenguaje, una religión, una cosmovisión, y al lugar de su flora, su fauna, etc. Así, casi sin querer, un día descubrí que estaba metidísimo en ese mundo. Tan metido, que estoy escribiendo ahora un libro de cuentos ambientados en Iris y he comenzado una novela que también transcurrirá allí. Así que me quedaré a vivir allá un buen rato.

En tus ficciones suele haber una postura política implícita sobre Bolivia y América Latina, casi siempre una crítica del neoliberalismo y un desencanto ante una modernidad frustrada o colapsada. ¿Cómo te gustaría que fuera el futuro de Bolivia? Personalmente yo creo en una economía de mercado en la que el Estado tenga un papel importante para equilibrar desigualdades y repartir beneficios. No creo ni en el neoliberalismo salvaje que deja todo al supuesto juego transparente de la oferta y la demanda, ni en una economía en la que en la que el Estado es un actor monopólico. Soy liberal en cuestiones sociales y más centrista en cuestiones económicas. Creo que Evo ha hecho mucho en Bolivia por luchar contra el racismo (aunque todavía sigue siendo muy reaccionario en relación con el tema de la equidad de género y de derechos de los homosexuales), y está tratando de distribuir mejor los beneficios del crecimiento económico de los últimos años, aunque para mi gusto está haciendo crecer demasiado el Estado. Mi sueño es que podamos pensar que nuestra verdadera modernidad solo será dada no a través de una limitada concepción economicista del progreso,

sino a partir de una verdadera superación de nuestros prejuicios. Está bien construir carreteras y mejorar la red de comunicaciones, pero eso necesita estar acompañado por una forma de ver a los que son diferentes a nosotros como nuestros iguales. Es la parte más difícil de la modernidad, acaso una utopía. Parte del desencanto al que aludíamos tiene que ver con que, en tu ficción, hay chicos buenos que se vuelven incendiarios, periodistas decentes que se transforman en ventrílocuos del poder, hombres comunes que se tornan autoritarios o dictatoriales, pequeños funcionarios que se venden al sistema y colaboran con él. ¿Qué cosa conduce a tus personajes a la maldad, la desviación o la derrota? Al principio me interesaba explorar la culpa de los sin culpa, ese mal que parece menor, esas pequeñas transgresiones que poco a poco nos van llevando a un lugar sin retorno. De una forma u otra, creo que todos cometemos esas transgresiones y no nos las cuestionamos. Muchas veces ese coqueteo con el mal menor nos lleva al delito, a la crueldad, al gran mal. Me interesaba ver en la ficción cómo un camino coherente, aparentemente inocente, podía terminar enredándonos. En los últimos años, sin embargo, me ha interesado

otro tipo de mal, el del psicópata, el de aquel que tiene una compulsión psicológica, una atracción, una fascinación por el mal. Tiene que ver con mi deseo de explorar estados alterados de conciencia; pocos estados tan alterados como los del psicópata. Así que hay muchas formas de llevar a mis personajes a esa maldad. Estamos siempre en la cuerda floja, atraídos por el abismo, por el horror. Hablando de chicos malos, muchos consideran norte una de tus mejores novelas. Otros objetan a uno de los personajes: el mexicano ilegal que, en Estados Unidos, se convierte en asesino en serie. Por suerte nadie lo tomó como una confesión autobiográfica, salvo que nos quieras sorprender con una revelación… ¿Cuáles son, digamos, las ventajas y los riesgos prácticos de jugar con estereotipos? (Full disclosure: nuestra ficción favorita de frontera, Breaking Bad, es por completo un juego de transgresiones sobre estereotipos). Para serles sincero, no se me ocurrió plantearlo así. Simplemente, cuando llegué a Estados Unidos, en agosto de 1988, CNN estaba todo el día con la búsqueda de un asesino serial en Texas y Nuevo México. La historia de ese asesino quedó así conectada con mi vida en los Estados Unidos. Un par de décadas después, pensé en escribir una suerte de trilogía de la violencia norteamericana; comencé con los vivos y los muertos y luego la historia de Maturino Resendiz –así se llamaba el mexicano– volvió a mí. Me puse a investigar el tema, leer una biografía, reportajes periodísticos, etc. Por supuesto, a medida que escribía la novela pensé que me podía meter en problemas con cierta crítica que busca en la literatura imágenes positivas de la identidad latina en los Estados Unidos. Pero creo que la literatura funciona a partir de la incorrección. Todos de una forma u otra trabajamos con estereotipos, el desafío es trascenderlos. Si el personaje se queda como un estereotipo, entonces he fracasado. No se queda como estereotipo; más bien, es uno de los personajes más apasionantes de tu obra en general. Y hablando de esa obra: respecto a la nueva novela, que también transcurrirá en Iris: ¿nos puedes contar algo sobre ese proyecto? El jefe de la unidad de soldados psicópatas en Iris se llama Reynolds. En la novela lo encontramos ya formado. Me interesa explorar su infancia y su juventud, cómo es que llega a ese lugar, cómo es que se convierte en lo que es. En cierta forma, entonces, la nueva novela será una suerte de precuela de iris, aunque las novelas son autónomas Carolyn Wolfenzon (Lima, 1975) es ensayista y profesora en Bowdoin College (Maine). Gustavo Faverón Patriau (Lima, 1966) es escritor y profesor asociado también en Bowdoin College. Autor de la novela el antiCuario, de dos libros de teoría, y, con Edmundo Paz Soldán, coeditor del libro de ensayos Bolaño salvaje.


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Una voz metálica en la radio del jipu les informó de una emergencia en el templo de Xlött en el anillo exterior. Song enfiló hacia allá. Xavier levantó la vista y lo golpeó la luz del día, rojiza como en un atardecer constante. Nubes harinosas inmóviles sobre la planicie. Se le vino la imagen plácida de Soji tirada en la cama mientras dormía, los aros de colores refulgiendo fosforescentes en los tobillos y el cuello; quiso perderse en ella pero no pudo. No le gustaba ir al anillo exterior, plagado de seguidores de Orlewen, el irisino que con sus arengas y su impermeabilidad a la muerte había logrado convertir una pequeña molestia para SaintRei en una fatigosa insurrección. Los soldados en la parte trasera hablaban en un lenguaje desconocido. Pakis, decidió Xavier, sin mucho interés en que el Instructor le tradujera lo que decían, y malayos los del jipu que los seguía. Cada vez más shanz asiáticos y también centroamericanos y de las republiquetas mexicanas. A SaintRei le costaba reclutar en otras partes. Song condujo por calles angostas. El fengli soplaba con fuerza; la sha golpeaba los cristales del jipu, entorpecía la visibilidad. Xavier había creído que con el tiempo se acostumbraría al color de la luz, a la presencia constante del fengli, al clima seco. Podía vivir con ellos, pero era como si a un habitante del trópico lo trasladaran a una zona polar. Su bodi reaccionaba de otra forma, vivía aletargado.En el pod debía encender las lámparas flotantes que aplacaban la intensidad de la luz y replicaban el color de Afuera. Una oleada de aire frío recorrió su pecho; tosió y le dolió la garganta. Hacía tiempo que se ponía así cada vez que le tocaba salir. Debía luchar contra un ataque de pánico cuando llegaba a una de las puertas del Perímetro y esperaba su turno. Era como si una dushe de piel helada fuera despertándose en la boca del estómago y se extendiera a través de la cavidad torácica para asomar la lengua entre sus labios. La tensión se acumulaba en los músculos de la frente. Los shanz dejaban atrás la seguridad —las altas murallas de concreto reforzado, los rollos de alambre electrificado—, ingresaban a las calles de una ciudad que no los quería. Se exponían a las bombas sembradas en el camino, a los irisinos que en nombre de sus dioses se acercaban a inmolarse junto a ellos. Jóvenes de rostros hostiles escupían al paso de los jipus. En las paredes de las casas se desplegaban consignas de Orlewen. Xavier sonrió al encontrarse una vez más con Nos prometieron jetpacks. Le llamaron la atención Quiero tomar el Perímetro y Desocupemos a los que nos ocupan. Si uno de los shanz se quejaba de algo, él respondía A mí me prometieron un jetpack tu. No debía relajarse. En esas frases se encontraba el poder letal de Orlewen, el trabajo sin descanso de la insurgencia. Se persignó: los atavismos no lo abandonaban. Edificios que por milagro no se habían derrumbado, manchas de moho en las paredes, hierba negruzca en la entrada. Vivían irisinos ahí, entre las ruinas. Llegaban en busca de un lugar para hacer suyo, se apoderaban de terrazas, pasillos, piscinas vacías. Hombres y mujeres en las galerías hexagonales del Centro de la Memoria, durmiendo al lado de anaqueles abrumados por el polvo; en las oficinas semidestruidas de la Corte Superior; en los balcones y en la platea del Hologramón.

Callado, di. No hay mucho que contar. El humor de Song era cambiante, Xavier se había acostumbrado a que a veces lo tratara como si fuera un desconocido. Era de rango inferior y dormía en el cuartel. Se le había caído casi todo el pelo y no cesaba de lamentarse: sus rizos negros atraían a las chicas. Xavier tocaba la suave pelusa que seguía ahí como un resto del naufragio, qué quieres di, al menos neso todos somos iguales ki. Compartían la pasión por juegos de estrategia como Yuefei; Song era más agresivo que él, que prefería ganar territorios de a poco, avanzar con cautela, utilizar maniobras envolventes como las de su padre cuando luchaba en el cuadrilátero, allá en la infancia, y se proclamaba campeón nacional de muaytai en Munro, antes de que otras cosas lo distrajeran. Al cruzar por un mercado los golpeó el olor a vómito de la basura acumulada en las esquinas (en el Perímetro casi todo carecía de olor; una pátina aséptica invadía hasta los rincones más alejados). Sabía por el Instructor que el protectorado de Iris tuvo días mejores. Que las pruebas nucleares de mediados del siglo pasado habían convertido a los irisinos en lo que eran y a la región en un campo radiactivo donde pocos seres humanos que llegaban de Afuera sobrevivían más de veinte años. Que a fines del siglo pasado el descubrimiento del X503, un mineral liviano y resistente con múltiples aplicaciones industriales, hizo que Munro, a cargo del protectorado, aprobara las concesiones de explotación del X503 para SaintRei. Que el dinero fácil hizo que inmigrantes desesperados y aventureros de toda condición aceptaran el contrato vitalicio, con todo lo que ello conllevaba: la imposibilidad del retorno a Afuera, el acortamiento en las expectativas de vida. Que cuando algunas variantes del X503 fueron descubiertas Afuera, las principales ciudades de Iris decayeron. Sabía todo lo que debía saber de Iris gracias al Instructor. Song disminuyó la velocidad al ingresar a la plaza. Xavier observó las casas que la rodeaban. Los primeros días de patrullaje le había llamado la atención la forma en que las construían. El segundo piso de una de ellas carecía de techo y disponía de escaleras que subían a ninguna parte, puertas que se abrían al vacío. Razones económicas los llevaban a hacerlo de esa manera. Una casa se levantaba a medida que disponían de recursos; una familia podía vivir en un cuarto durante un tiempo, hasta que un poco de geld ahorrado les permitía construir otro; luego, quizás en uno o cinco años, pasaban al segundo piso. Pedimos refuerzos. No todavía, di. Tres lánsès de ojos desorbitados hurgaban en la basura en una esquina, sus picos agresivos buscando comida entre la chatarra. Un perro desnutrido los observaba sin animarse a seguir su ejemplo. Xavier sintió la inminencia del peligro: la tranquilidad lo asustaba más que el bullicio. Quiso un swit para tranquilizarse. Había abusado de ellos, quizás por eso algunos ya no le hacían efecto. Tomaba uno para dormir y otro para estar alerta; uno para los ataques de pánico y otro para la ansiedad; cuando le faltaba aire se metía uno a la boca y cuando le subía la presión, otro; para divertirse necesitaba tres y cuando estaba melancólico, dos; quería ver estrellas y escuchar explosiones en el sexo con Soji y buscaba swits en la cajita de metal que tenía en el cuello. Quería olvidarse de Luann y Fer allá Afuera pero para eso

no se habían inventado swits todavía. Debía entonces dejar que apareciera delante de él el piso en la cuadra de altos sauces, cerca del estadio de fut12. Los domingos por la tarde se podían escuchar los cánticos de las hinchadas, los gritos eufóricos cuando uno de los equipos anotaba. Al principio a Luann no le interesaba ir pero Xavier la había convencido con el argumento de que con tanto ruido no podrían hacer nada si se quedaban. Luann había terminado siendo más fanática que él y no se perdía ningún partido y los llevaba a él y a Fer a la tribuna más peligrosa, donde circulaba alcohol y rugían los cohetes, vestida con una camiseta blanquiazul como la de los River Boys, banderines y pitos en la mano y una petaquera de whisky escondida en su bolsón. Fer en cambio miraba sin mirar, preguntando impaciente cuánto faltaba para que todo acabara. El cerquillo le cubría la frente, mechones indóciles hacían piruetas por sus sienes. No se separaba de su hoodie color carbón y se ponía la capucha incluso bajo el sol más agresivo. Xavier debía haber sospechado que para entonces ya lo habían perdido. Song detuvo el jipu junto a un rikshò abandonado. Un anciano irisino yacía en los escalones que daban a la puerta principal del templo. Xavier bajó junto a Song e hizo una seña a los shanz para que les cubrieran las espaldas. El otro jipu estacionó al lado y Xavier les indicó que no bajaran. No me gusta nada, di. Xavier apretó la culata del riflarpón: lo abrumaba el miedo. En los ejercicios con holos todo era fácil o al menos manejable; otra cosa era encontrarse en la soledad de una plaza, en la puerta de un templo en el que se rezaba a dioses extraños –no aceptaba al Dios de los suyos pero al menos le era familiar–, sabiéndose acechado por el enemigo. Un chillido lo sobresaltó. Un lánsè levantaba vuelo. Estuvo a punto de disparar. Song se fue acercando al irisino. Xavier lo observaba por el rabillo del ojo: la ropa sucia en jirones, un mendigo de los tantos que pululaban por las calles peleando por la comida con los perros y los lánsès. Cómo habría llegado a esa edad. A veces era cuestión de suerte, un irisino podía estar muy sano mientras sus hermanos desarrollaban todo tipo de enfermedades y dolencias desde niños El anciano no llevaba nada adherido al bodi. Eso hizo que Xavier bajara la guardia. Una falsa alarma. Tácticas de Orlewen que parecían sin sentido pero que al final se revelaban como parte de un método sistemático para que los pieloscuras vivieran con miedo. Ese terror se colaba en los sueños, producía episodios saico durante el día, agobiaba. Xavier iba a decirle a Song que no había peligro cuando una ráfaga de fengli lo golpeó. Un instante después escuchó el ruido atronador. Perdió estabilidad, voló por los aires. La espalda hizo impacto contra algo duro y punzante. Sintió que lo pisoteaban caballos en una estampida. Los párpados se le cerraron. Cuando los entreabrió estaba en mitad de la calle. Quiso incorporarse y no pudo. El dolor le hizo volver a cerrar los ojos

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24 Fotografías: Shutterstock

Por Miguel Ángel Torres Vitolas

Una mañana Despertó. Miró desconfiado hacia la mañana abotagada del cuarto y la imprecisión de sus muebles claros y cremosos. La sábana había caído al piso, enredada con el cubrecama. Lo primero que vio al incorporarse fueron sus piernas flacas y peludas y los dedos cortos de sus pies, que movió como en una función absurda de marionetas. La luz aparecía frágil e indecisa por las cortinas que había cerrado mal y fue a correrlas y a abrir la ventana. El viento tibio se tardó en su rostro y restregó una mano por su mentón y sus pómulos, bostezando, pasando luego los dedos por su barba breve. Se calzó unas pantuflas grises y raídas y salía del cuarto, inclinándose para apagar la lámpara que probablemente había dejado prendida toda la noche, cuando volteó de improviso, con la convicción repentina de que había olvidado algo. Miró en torno suyo, las manos en la cintura, abarcando el ropero, la mesita de noche, la ropa preparada en una silla, el televisor apagado y, sin detenerse a pensarlo, culpó a la mañana, al sopor de sus ojos, y salió del dormitorio bostezando. Desayunó pronto una taza de café que recalentó en el microondas, un vaso de jugo de piña que consiguió de la caja casi vacía y una tostada con mermelada y mantequilla. No se alarmó por el silencio profundo en que pudo desayunar y cuando se asomó a la calle por la ventana, hacia el paradero del bus para ver si este no se había adelantado, no se sorprendió de no ver a nadie, sino que asumió que ya era tarde y se apresuró en cambiarse y en guardar sus cosas en su maletín. Dejó la vajilla sucia en el lavadero y

salió de su casa con la sensación de que llegaría irremediablemente tarde. Tenía el maletín en la mano y miraba hacia la esquina que ocultaba la continuidad de la calle. Ningún auto pasaba y, además de él, nadie más aguardaba el bus, que ya entonces debía llevar más de diez minutos retrasado. Miró su reloj, menudo y brillante debajo de su puño delgado, y miró también la hora en su celular, que luego devolvió al bolsillo del pantalón. Murmuró soez en francés (putain, merde) y caminó hasta la esquina para ver si el bus se acercaba. En la calle desolada no existía sino el murmullo enmudecido de las copas de los árboles y el silencio de los autos estacionados y de la ruta, oscura y desierta. Debió caminar casi veinte minutos hasta el metro, todavía culpando al bus que lo haría llegar tarde al trabajo. Pasó su tarjeta por la reja de la entrada y el mecanismo le respondió con su chillido agudo de robot averiado. Ahí tampoco había nadie y solo el ruido de las escaleras mecánicas lo acompañó hasta el andén. Ni en un sentido ni en el otro esperaba alguien más el metro, y una rama de tres vagones se detuvo en la otra dirección y abrió automáticamente sus puertas. Nadie subió, como nadie bajó y el metro, luego de arrojar su sirena de alerta, retomó su viaje solitario. Cuando la rama que venía en su dirección llegó, miró a un lado y a otro. Las puertas de acero se abrieron en un suspiro mecánico. Subió de un salto al vagón vacío y por un impulso irreprimible, levantó sus pies y los dejó encima del asiento del frente. Sonrió satisfecho, como si acabara de abofetear la que había sido hasta entonces su vida, y se recostó hacia un lado. El metro volvió a ulular y cerró violento sus puertas aceradas.

Bajó una estación después de la que le correspondía, y se demoró en algunas vitrinas, mirando la ropa imposible y colorida de los maniquíes pálidos y erguidos. Miraba unos zapatos estupendos e impagables, con la mano libre en el bolsillo, repitiéndose ese precio, doblándose y dudoso, cuando se decidió a romper el vidrio. Su pie rebotó adolorido contra la luna protegida y quejándose, pero feliz, se fue apurado, cojeando y sonriente mientras una alarma comenzaba a chillar. Como ya imaginaba, al llegar a su edificio encontró la puerta cerrada. Apretó muchas veces el botón del intercomunicador, sin esperar ya ninguna respuesta, ni recibirla. Retrocedió unos pasos y miró desde ahí la columna de ventanas oscuras que se sucedían formando un camino interrumpido hacia el cielo, hasta que encontró la que debía ser la de su oficina. La mañana se había detenido en las ventanas y en las paredes de los comercios, de la iglesia y de la oficina de turismo en un fulgor tranquilo. Se alejó del edificio y escogió al azar una calle ensombrecida que recorrer, donde algunos restaurantes de kebabs y de pizzas se sucedieron calladamente. Fue a pararse en el medio mismo de la Place de Capitole en un capricho súbito que lo sorprendió. Detenido en el centro del gran cuadrilátero de baldosas frente al palacio municipal contempló los edificios enrojecidos de la ciudad y sus gentes desvanecidas, de las que no quedaba ni un rastro. Y cerró los ojos y hurgó en el silencio alguna señal más que la de su propia respiración. Se escabulló detrás del rumor de los árboles y de los pocos pájaros que revoloteaban, del siseo de algunos aparatos que debían sucederse mecánicos, sin encontrar nada.


Relato

Robó éclairs de una panadería y los devoró acostado en la banca de un parque. Unos pájaros, plomos y obesos, se disputaron las migajas que dejaba caer a su lado. Cuando terminó fue a un supermercado y cogió una pizza congelada y una coca cola que metió en su maletín. Tomó el metro, y luego de bajar, volvió a su casa a pie, sin aguardar ningún bus. Se sentía cansado. Se acostó en el canapé, frente al televisor apagado, y se abandonó a una siesta apacible, interrumpida solo para voltearse y volver a dormir. Al despertar comió la pizza en la cocina y bebió la gaseosa del pico de la botella, para evitar ensuciar la vajilla. Sonriendo y con la mirada divagando por los muebles del salón consideró con tristeza que aquello no podía continuar. El gusto de la pizza se detenía en su boca y el trago profundamente dulce de la gaseosa solo le confirmaban lo que venía de concluir. Aquello que pasaba, ese Toulouse solo para él, ese universo vaciado de otros, no tardaría en acabar. Era cuestión solo de tiempo, probablemente todo volvería a ser igual el día siguiente. Aquella tarde miró la televisión desatento, pasando por programas de concurso y de entrevistas y por una película con Katharine Hepburn y Spencer Tracy hasta que lo alcanzó la noche. Se levantó entonces y fue a la ventana del salón que daba a la calle. Observó la noche silenciosa y deshumanizada, el alumbrado público guiando a nadie, los edificios altos y aparatosos, los autos detenidos. Veía las ventanas ensombrecidas y sus reflejos en un edificio al frente, cuando una luz pequeña y terrible en una ventana lo estremeció. Una mujer de rostro pálido y facciones imprecisas, de cabello corto, lo miraba asombrada y dudosa mientras recogía la cortina con una mano. La ciudad Se refugió en su cuarto, al que llegó tropezando mientras apagaba las luces que se encontraba. Se desvistió y se acostó envolviéndose con la sábana y la colcha, intranquilo, esperando la llegada del desvanecimiento que lo sacara de la pesadilla. El rostro de la mujer aparecía a veces y trató conscientemente de no pensarlo ni definirlo, huyendo de las hipótesis enloquecidas que lo acechaban. Cuando despertó, le pareció que recién venía de cerrar los ojos. La mañana fría que aparecía retaceada en sus pies descubiertos le recordó el día anterior y supo por anticipado, aunque luego se asomaría a hurgar las calles por las distintas ventanas de su departamento para comprobarlo, que nada había cambiado. Desayunó lo que había sobrado de pizza con un vaso de jugo de manzana de una caja nueva y luego fue, siempre en pantuflas, a examinar desde su pequeño balcón la ventana que el día anterior lo había aterrado. Como si ella hubiese estado siempre ahí, aguardándolo, sus brazos aparecieron para abrir completamente la cortina. Asomó también su rostro pálido, mostrando una seguridad que él no recordaba. Los dos se observaron en silencio, sin aspavientos, y fue ella, tranquila, la que señaló el parking que tenían en medio, donde el sol se repetía sobre las capotas y las ventanas de los autos. Él asintió y le pareció, cuando lo hizo, que antes obedecía que aceptaba, y fue luego a su cuarto a cambiarse. Cuando llegó al parqueadero, ella ya estaba ahí, esperándolo apoyada en una camioneta. Él se había demorado en vestirse, dudando entre dos camisas y las zapatillas o los zapatos. Cuando al fin bajó no fue porque se hubiera decidido sino porque sabía que se estaba demorando. La mujer, pensó él, aparentaba esa especie de juventud envejecida que conllevan el matrimonio y algunos hijos, tenía la piel clara y pecosa, y el cabello castaño. Lo recibió con una sonrisa corta

mientras se hacía sombra en los ojos con una mano, aunque el sol no diera directamente sobre ella. Él dijo Hola, sin pensarlo, y ella le contestó en francés. Lo miraba como quien intenta desenmarañar una mentira y, aunque él intentó mostrarse tranquilo, ella debió considerar su mirada del mismo modo. En esos minutos en que desconfiaron, temieron e intentaron adivinarse a través del acento peruano con que él hablaba francés y el inevitable dejo del sur, probablemente de aun más al sur que Toulouse, de ella, se dijeron solo lo evidente. Ella explicó con cierto abandono que había buscado a su hija y a su esposo todo el día anterior hasta que se descubrió cansada recorriendo los pasajes boscosos del parque de los Argoulets. La tarde la había sorprendido y se detuvo entonces a observar por encima de la valla del parque el silencio profundo de la autopista de la Rocade y sus señales altas e inútiles en dirección a Bordeaux y a Albi. Sonrió más bien incómoda, como si acabara de decir una obviedad. Él trató de ser aun más breve para resumir su día anterior. Ninguno aventuró ninguna suposición ni trató de indagar si el otro la tenía. Solo se dijeron en pocas palabras sus vidas, incómodos, él pateando unas pocas piedritas en el piso, ella tamborileando las manos abiertas en la capota del auto. Ella venía de Rodez y vivía en Toulouse desde hacía seis años. Tenía treinta y nueve, una hija de cinco, y un esposo, profesor de liceo, que nombró con cierta desolación. Él se sintió en la obligación de inventarse una novia de Marsella, soltó algunos datos borrosos de su vida y sobre cómo dejó Lima a los veintidós años. Había vivido en París, siguió mintiendo, y llegado a Toulouse ocho años atrás. Ella lo escuchó con paciencia, asintiendo. Fue él quien se sintió superado por la

circunstancia y con una excusa muy mala (había decidido ese día probar con llamar a varios números de teléfono), le dijo que tenía que irse y que podrían verse mañana o pasado. Bien sûr, dijo ella, achinándose por el sol que ahora sí la había alcanzado, y se despidieron dándose la mano. El día terminó. Pasó una semana, y luego otra. Algunas tardes se veían desde el balcón de cada uno y se hacían una pequeña señal incómoda, pero cuando se reconocían de lejos en la calle, cuando él volvía de haber saqueado moderadamente alguna tienda, o ella con unos panes endurecidos de una boulangerie, los dos se escondían y aguardaban a que el otro desapareciera. Mientras se rehuían, el mundo seguía ocurriendo: el vacío de sus calles y de sus árboles frondosos que se mecían indiferentes. Una noche que fumaba antes de dormir, él vio un jabalí olisqueando entre los autos estacionados del parking. En la ventana del frente, ella también lo miraba, y cuando los dos se descubrieron se hicieron hola con la mano y se sonrieron, con alguna sinceridad. A la mañana siguiente, él la esperaba en la puerta de su edificio, con una botella de gaseosa y una pastilla de jabón, lo que había estimado un gesto amistoso. Ella lo saludó con dos besos húmedos en las mejillas y lo abrazó como si lo conociera desde hacía años, como si lo hubiera amado, perdido y reencontrado. Recorrieron las calles remontando la pendiente de Jolimont y bajando por los allées Jean Jaurès hasta el centro de la ciudad. Ella le explicó que con Ludovic las cosas no iban

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a durar mucho más y que realmente esperaba no verlo nunca más. Él se animó a decirle la verdad y deshizo la mentira de su novia de Marsella, sin que ella pareciera sorprendida. Cuando llegaron a la Place de Capitole, fueron a tomar cosas de un minimarket. Con los paquetes en las manos y bajo los brazos fueron a comer al palacio municipal. Esa tarde durmieron en los juegos para niños del Quai de la Daurade, con el murmullo tumultuoso de la Garonne a unos metros. Ella decía que tal vez algún día cogería un auto y se volvería a Rodez, así no hubiera nadie ahí. Él admitió con tristeza que así pudiera hacerlo, no pensaba regresar al Perú. Se subieron luego al metro y se bajaron en Mirail, con la misma curiosidad por ese barrio de terrible reputación y calles ensombrecidas pintadas de grafitis. Allanaron un departamento al que entraron por el balcón, a poco más de un metro de altura, donde estaban tendidas unas alfombras, algunas sandalias y unas túnicas oscuras. Era el departamento de una mujer mayor. En pocos segundos habían recorrido las dos piezas en que se reunían la sala, el dormitorio, el comedor y la cocina. De una manera esforzada, en ese espacio apretujado, la señora había creado un delicado orden que reservaba un espacio central en la sala a una repisa en que se ordenaban, entre pequeños adornos y figuras de delfines y de niños, varias fotos enmarcadas de ella con sus hijos, que iban envejeciendo tan rápido como su madre, y a veces más. Cuando terminaron de husmear los anaqueles de la cocina, fueron a sentarse en el sillón de la sala y se miraron con una sonrisa cómplice. Se besaron temerosos y se desvistieron luego, lentamente. Él descubría sorprendido el cuerpo tenso y maduro de ella. Ella hurgaba con tranquilidad la piel más joven y morena de él. Se abrazaron, se rodearon y solo cuando terminaron de recorrerse, emocionados como dos adolescentes, hicieron el amor. Cuando terminaron, recostados uno junto al otro, ella pasó sus dedos finos por el cabello de él y dijo, como si lo hubiera estado pensado todo el tiempo: extraño mucho a mi hija. Como si recién se atrevieran a hacerlo, esa noche compartieron varias teorías, algunas que ya habían pensado a solas y otras que elucubraban en ese mismo instante. Él dijo la más banal y la más torpe: todo era un sueño. Pero si lo era, alguno de ellos debía estar soñando y el otro era el soñado, explicó ella, en un francés cauteloso, como si al decirlo lo estuviera corrigiendo. Estaba además el problema del tiempo, añadió, ajustando su cuerpo desnudo contra el suyo. Ella no recordaba un sueño que alguna vez se hubiera extendido tanto y que encerrara el recuerdo de una vida, dijo, y buscó en sus ojos oscuros la confirmación de lo que acababa de afirmar. Él asintió, aunque seguía considerando que la hipótesis del sueño permitía las demás posibilidades. Podía ser algún deseo antojadizo de Dios, dijo él, un poco en broma, medio estremecido. Una condena, una prueba, continuó. Ella solo asintió, como si apenas lo oyera, y luego sugirió uno de esos cataclismos que venían ocurriendo en el cine desde hacía décadas. Algún arma secreta o una epidemia abominable habían liquidado a la especie humana y una suma de coincidencias los había dejado con vida, y probablemente a algunos otros pocos más que, como ellos, debían andar buscando una explicación. Aquello no explicaba por qué la televisión seguía funcionando, dijo él, pasando su mano por las pecas desdibujadas que resaltaban en el hombro de ella, y sintió que su piel se crispaba. La vio erguirse, desnuda, y pararse delante con el rostro desesperado. Montre moi, dijo.


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Ella esperaba de pie, vuelta hacia la pantalla oscura y gris del televisor, hasta que él encontró el control remoto. Lo encendió entonces y en cuanto el rostro de un animador apareció sonriente, conversando con una actriz de comedias, la vio retroceder, caer sentada en el sillón, desencajada, esconder en sus manos abiertas la cara y llorar entrecortada. El tiempo Luego de aquella noche, ella aventuró una explicación que llamó cuántica y que él no se esforzó por entender pero tampoco se atrevió a discutir. Delante de ellos, en la televisión encendida, discurría un mundo en que el Presidente visitaba la Asamblea de Diputados, un accidente de tránsito terminaba con un transeúnte incauto y una niña desaparecía secuestrada por un sujeto atroz que nadie describía con precisión. Ella señalaba el televisor y, poniendo sus manos una sobre la otra pero distantes por un escasos centímetros vacilantes, explicaba que aquel mundo y en el que ellos se encontraban existían igualmente. De alguna manera, y eso sí no conseguía comprenderlo, ambos habían dejado aquella realidad (la mano de arriba temblaba) y se habían pasado a esta (la mano de abajo se afirmaba inquieta). Él hizo que sí con la cabeza, mirándola igualmente a ella y al televisor donde el noticiero había pasado a los deportes. El PSG había perdido contra el Olympique. Cenaron unos tallarines con salsa. Durante la noche él se despertó varias veces, y aunque no llevaba los lentes puestos creyó verla siempre despierta antes de volver a cerrar los ojos y perderse en otro sueño, que creía el mismo. Abandonaron ese barrio al día siguiente. Llenaron un carrito de supermercado con lo que tomaron de algunas épiceries y se fueron con sus bolsas a coger el metro hasta Carmes. Allanaron una casa de ladrillos enrojecidos e impecables y se sentaron a comer cansados. Esa tarde no encendieron la televisión y se dedicaron a explorar esa casa de algún toulousain enriquecido. En los estantes del salón, altos y de una madera oscura, se reunían libros en inglés, alemán y francés, y encima lucían máscaras enojadas y bruñidas de

madera, de metal, oscuras y de ojos vaciados que ella llamó africanas, como para poder olvidarlas. Cenaron tallarines, esta vez con atún, y solo después, dudosos, prendieron el televisor. El noticiero había terminado y vieron un programa en que algunas parejas bailaban entre las risas y el aplauso de los demás. Luego de unos meses, como si recién entendieran que podían hacerlo, robaron un auto y dejaron Toulouse. Fueron a Bordeaux, a Limoges, a París, y antes de dejar Francia se detuvieron en Luxemburgo, donde observaron con asombro los paneles escritos en alemán junto a aquellos en francés. Volvieron entonces a Toulouse, la ciudad de la que se habían alejado un atrás, y no fue sino cuando él lo dijo que ella lo entendió. Había pasado un año. En los meses que siguieron, en los años que se fueron

sucediendo, ocuparon casas distintas, vaciaron supermercados diferentes, y vivieron por varios meses en el palacio municipal. Unas pocas veces todavía jugaban, cada vez con menos convicción, a buscar alguna teoría o una forma de explicación. El castigo de un dios, una versión más del universo, la muerte, el fin del mundo, un sueño de alguno de ellos, el sueño de alguien más. Ya no miraban la televisión con la misma urgencia y solo la encendían algunas noches para mirar series norteamericanas y programas de reportajes que un año y otro repetían las mismas historias con apenas variaciones. En Toulouse, del mismo modo indiferente, ocurrieron los mismos veranos apabullantes y los inviernos atroces y soleados, de los que se protegieron mudándose de casas o refugiándose en salas de cine. Se vieron subir las escaleras o llevar las bolsas con las latas de conservas y de tallarines cada vez con mayor es-

fuerzo, moverse más lentamente, mientras en sus rostros se iba afirmando una expresión fatigada. A pesar de ello y en un común acuerdo implícito, ninguno dijo nada. Dejaron de recorrer la ciudad y terminaron por asentarse en un departamento de Carmes. Primero a escondidas, ella comenzó a ir algunas mañanas a la iglesia de Saint Sernin, hasta que un día ya no le importó que él la viera. Una tarde que habían discutido sin afán porque él no había guardado la mermelada en la refrigeradora, se fueron juntos y en silencio al supermercado. Arrastrando un carrito de compras, sin dirigirse la palabra y evitando mirarse, llegaron hasta la entrada del centro comercial de Balma y cruzaron la puerta, que se abrió soltando un quejido. Todavía molestos, se sentaron en los asientos opuestos del corredor central, a unos metros de distancia y, por fin, se observaron enojados. Ocupaba cada uno una silla distante, considerándose con amargura, cuando el chirrido de las ruedas de un carrito apareció por un extremo del pasillo. Al repiqueteo de los zapatos de una señora demasiado arreglada seguía el silbido de las zapatillas de su hijo, pequeño y rubio, que caminaba al lado con una mano apoyada con desdén en un caddie. Los dos volteaban todavía inseguros cuando se dio la estampida. Jóvenes, niños, familias que venían de un lado y otro discutiendo yogures, sabores de helado y cebollas y zanahorias. Los hombres flacos, encorvados, gordos, robustos y erguidos, de rostros brillantes, lampiños, de barba y brazos huesudos; las mujeres, jóvenes, tímidas, atrevidas; las señoras con hijos y vestidos de colores, camisetas, peinados cortos y cabellos largos. Entre esa fauna vacilante los dos volvieron a mirarse, inquietos y asustados. Se incorporaron envejecidos y comprendieron que tendrían que ir a buscar su vida donde esta los hubiera dejado. No se dijeron adiós. El tiempo se había terminado

Miguel Ángel Torres Vitolas (Cusco, 1977) es lingüista, semiólogo, y autor de los libros de cuentos animales Baldíos y del reciente Piel inédita (ebook).


Opinión

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La novela de espías o la comprensión del mundo Por Alejandro Neyra

H

oy, cuando la «absoluta transparencia» y la desaparición de la intimidad –cuando no la exposición pública de «la verdad»– se ha vuelto signo de los tiempos, muchos consideran a Julian Assange o a Edward Snowden como héroes modernos que se agitan frente a los secretos del FBI, de la CIA y de cualquier otro sistema cerrado de inteligencia. Los secretos, qué duda cabe, han pasado de moda. Sean personales o de Estado, da casi lo mismo: ya no hay espacio para lo escondido; todo tiene que ser traslúcido en el omnisciente mundo de los realities, las redes sociales e Internet. Quizá ello tenga que ver con cierta revaloración de un subgénero de la ficción relacionado con lo secreto. Las sentidas y recientes desapariciones de Tom Clancy y Gerard de Villiers, la celebración de los cincuenta años de el esPía que vino del frío y las nuevas novelas de John Le Carré, así como la publicación de solo, la nueva entrega de la saga de James Bond, escrita por William Boyd, hacen pensar que ese reino de la opacidad, muchas veces vilipendiado y menospreciado –la novela de espías– goza aún de muy buena salud.

Prehistoria universal de la infamia La novela de espías tuvo su auge durante la Guerra Fría, cuando los sistemas de espionaje, entre norteamericanos y soviéticos, podían hacer pensar en estratagemas novedosas, aventuras en países exóticos y luchas de héroes solitarios dispuestos a matar o morir con tal de ganar un espacio en favor de sus divisas. Pero el género nació mucho antes, incluso antes de la Gran Guerra. el Prisionero de zenda, de Anthony Hope, es de 1898; kim, de Rudyard Kipling, de 1901; y el agente seCreto, de Joseph Conrad, fue publicada en 1907. Y ciertamente las intrigas y las traiciones, materia prima de los espías – de verdad y de ficción–, son tan antiguas como los relatos de masones y rosacruces, las obras de Shakespeare, la Biblia, el Código Hammurabi y la humanidad misma. Sin embargo, la creación de las primeras redes internacionales de inteligencia, que empezaron a consolidarse de manera científica alrededor de la Gran Guerra –pero se remontan, no cabe duda, al establecimiento de consulados y embajadas y a la primera oleada de la globalización– constituye un momento clave para la profusión de lo que ahora conocemos como ficción de espías. La llegada del cine y los medios de comunicación masivos aportaron a su popularidad: pronto destacaron los 39 esCalones –cuyo libro original, de John Buchan, es de 1915, aunque su popularización gracias al genio de Hitchcock llegó veinte años después–, y las arañas y la prodigiosa esPías (ambas de 1928 y firmadas por Fritz Lang). Espía versus espía Pero es la segunda mitad del siglo XX, la época de los avances científicos y del juego de Risk mundial que trae consigo la Guerra Fría, cuando se hace popular la típica novela del género, cuya fórmula es muy parecida y casi siempre da protagonismo a un agente secreto infiltrado, brillante, guapo

(en el estilo caucásico, claro), seductor, cruel y, pese a eso, tierno y noble. El agente se vale de su fuerza, pero sobre todo de su inteligencia y astucia para enfrentarse a redes de espías como él, pero sanguinarios, brutales, feos (en el estilo ruso, oriental y hasta cobrizo) y que, evidentemente, defienden ideologías equivocadas, valores inmorales, intereses subalternos y lo único que desean es la ascensión del reino del caos. La desaparición de la Unión Soviética y la caída del Muro de Berlín hacia fines del siglo pasado marcaron una época de crisis en todo aspecto. Pero superado el debate sobre el fin de la Historia e iniciado el nuevo milenio con la caída de las Torres Gemelas, los espías encontraron que su tarea no estaba en absoluto culminada, dando respiro y sustento a los novelistas especializados. Aquellos simplemente mudaron sus intrigas al Medio Oriente o allí donde pudieran seguir luchando por el bien del mundo.

Gerard de Villiers, prolífico escritor francés recientemente fallecido, fue uno de los primeros en adaptar las aventuras de Malko Linge, su noble personaje, a los avatares del terrorismo mundial (incluyendo una entrega que transcurre en 1985 en el Perú). En una entrevista-homenaje aparecido en the new york times hace apenas unos meses, De Villiers reconoció que su amplia red de contactos de inteligencia y diplomacia le ayudaron a comprender la complejísima situación de facciones fundamentalistas en Medio Oriente y a retratarla muchas veces mejor que los propios reportes de inteligencia oficiales. Y es que esto es probablemente lo que hace de la novela de espías una ficción doblemente valiosa, más allá del estilo y de la verosimilitud de los relatos y el indudable entretenimiento que desde sus portadas imprimen. La novela de espías, quizá más que otras ficciones –incluidas las seudohistóricas– es capaz de recomponer dos ambientes simultáneos que vivimos sin percibir: el de los vaivenes de la cotidianidad y el de los temores profundos de las sociedades, que incluyen los intereses que cubren nuestras vidas y las curiosas o problemáticas intrigas internacionales que hoy permanecen, aunque quizá sin la evidencia que en el tiempo de la Guerra Fría, ocultas por la ficción de las redes sociales y la hiperconectividad que hoy pensamos que es la realidad. Solo tres pruebas al canto para demostrar la vigencia de este subgénero. William Boyd, notable y laureado autor británico, descubre el mundo hipócrita de las potencias y sus empresas que dividen países a su propia conveniencia. Y lo hace ciñéndose al canon de Fleming en solo, última entrega de la saga de James Bond, que sigue produciendo ficciones

con el archifamoso personaje. Aunque se trate de un Bond que se siente ya viejo y cansado, y pese a que la intriga se ubica en un ignorado e inexistente país africano, solo es un notable ejercicio de estilo. Bond, más solo que nunca, abandonado por sus propias fuerzas y por sus propios colegas –como el mismo Alec Leamas en el esPía que vino del frío– consigue la estabilidad en un rincón de ese continente que aún sufre los estragos del colonialismo y es escenario de un juego de las potencias por el control de sus recursos. Ian McEwan, otro brillante escritor británico, hace algo más arriesgado y ciertamente más divertido. oPeraCión dulCe es una atípica novela de espionaje. Como en otras de sus obras, el argumento es también un pretexto para hacer un retrato de época: el de la Albión en los años setenta, desde el rock y la liberación femenina, pasando por el uso y abuso de las drogas, todo enmarcado en una historia de espías. Aquí el rol de inteligencia es más sutil, un juego de filigrana que no busca el control directo de un país pero sí el triunfo de una ideología a través del control de la mente. Mejor aun, es esta también una historia de la literatura y del amor, un combo completo de la mejor ficción. Finalmente, Le Carré presenta en su última novela, una verdad deliCada, un caso reciente de espionaje vinculado al siempre intrincado y violento terrorismo musulmán, pero teniendo como escenario Gibraltar, un hito geográfico vigente y propicio al gambito de las relaciones internacionales. Y es que las novelas de espías descubren, a diferencia de los presuntos héroes del antiespionaje actual, las raíces de la historia y de la Historia, los dramas personales y las tragedias de las naciones. Por eso, y porque en su aparente sencillez el relato de los espías no esconde más que el afán de la entretención, se trata de un subgénero que permanecerá vigente. Después de todo, las intrigas entre los países y los intereses geopolíticos son tan permanentes como el sexo y la violencia, condimentos también infaltables en esta profusa literatura. Una coda latinoamericana: la novela de espías es popular sobre todo en Europa y los Estados Unidos (las versiones prosoviéticas o chinas no llegan a esta parte del mundo), como si solo aquellos países que dominan la inteligencia mundial pudieran albergar escritores que imaginan mundos bipolares e imposibles. Los ejemplos de novelas de espías en la región son escasos. El cosmopolita Carlos Fuentes se atrevió a escribir la CaBeza de la hidra, una novela para muchos menor en la carrera del mexicano. Tal vez sea porque cuando se habla de conspiraciones peruanas, bolivianas o argentinas –como en la reciente y curiosa el Plan morgana, del chileno Roberto Kruger– la verosimilitud desaparezca y las novelas se parezcan mucho a nuestra pobre inteligencia y a nuestra risible realidad Alejandro Neyra (Lima, 1974) es diplomático y escritor. Es autor de tres libros de relatos, de la novela Cia Perú, 1985. una novela de esPías, y de los ensayos de Peruanos de fiCCión.


28 Fotografía: Pedro Otero

primer número invadirá el mundo –con un sistema de distribución similar al de su predecesora– en febrero próximo. Desde el otro lado del Atlántico, Casciari (Buenos Aires, 1971) es una voz que viaja por Internet y habla con entusiasmo de su nueva revista, de la experiencia con la anterior, de lo fantástico que es conversar con su hija, de lo aburridos que son los adultos (y los académicos), de la nueva literatura televisiva, de la crisis editorial, de sus próximos proyectos… de lo único constante en su vida: el cambio.

Hernán Casciari, bonsai y la reinvención perpetua Por Luis Pacora

S

on las 3 a.m. en un apacible pueblo de Barcelona. Un escritor, de espíritu noctámbulo, se dispone a trabajar. Han pasado tres años desde que, junto a su mejor amigo, decidiera emprender una travesía editorial en forma de revista (principalmente) literaria. La misma que, aun antes de publicarse, ya era un objeto de culto, con seguidores en todo el mundo y colaboradores de lujo; que tendría, además, un bar, una universidad e incluso unas sesiones gastronómicas con su nombre. Sin embargo, sería su consistente actitud innovadora e iconoclasta la que los haría triunfar, al margen de la dominante industria editorial. Dieciséis números después, Hernán Casciari y Christian «Chiri» Basilis le pusieron punto final a orsai mientras abrían la primera página de su nuevo proyecto: Bonsai, una fascinante revista bimestral de 88 páginas dirigida al público infantil, cuyo

¿Cómo se organiza un proyecto editorial tan complejo basándose, principalmente, en la amistad? Pues orsai como proyecto editorial se dio básicamente porque Chiri se mudó aquí, a España. Durante casi ocho años nuestra comunicación había sido por teléfono o por Skype, pero no fue hasta que estuvimos sentados en la misma mesa que surgió la idea de la revista. Nosotros siempre decimos que Internet solo sirve para ejecutar ideas porque es muy complicado cuando se trata de generar contenido, para eso es mucho mejor estar sentados tomando un vino, en una noche tranquila, cumpliendo una serie de rituales que son necesarios y que Internet no suple. Con Chiri nunca tuvimos ninguna discusión laboral en estos tres años, básicamente porque la revista fue una continuación de nuestras conversaciones de siempre, somos los mismos que éramos antes de empezar el proyecto y eso, además de ser un alivio, me parece alucinante. ¿De algún modo ese espíritu de sobremesa fue lo que se trasladó a la revista? Sí. El otro día recibí el último número, lo coloque junto a los otros 15 y por primera vez vi la revista desde la distancia. Esta última entrega la hicimos pensando más en Bonsai y no le dimos mucha bola a orsai porque no lo sentíamos como un fin de ciclo. Tal vez la única conmemoración ocurrió en casa, de modo muy íntimo, mientras miraba los 16 números juntos. Allí los empecé a hojear y me di cuenta que, de cierto modo, la revista fue un homenaje a nuestras sobremesas, a nuestras charlas de amigos a lo largo de 35 años.


Voz salvaje

¿Cuándo sintieron la necesidad de cerrar Orsai? A nosotros nos ocurrió lo que les sucede a las parejas: hubo un momento en que nos dimos cuenta que estábamos usando nuestras charlas virtuales y las sobremesas para hablar más de Bonsai que de nuestro trabajo con la revista. De hecho, en un principio la idea fue que ambos proyectos se editaran en paralelo, sin embargo nos divertíamos más con la revista infantil que con orsai, así que decidimos que era mejor cerrar ese capítulo. Supongo que aburrirse de algo es simplemente encontrar otra cosa que te gusta más… como con las chicas. A pesar de los enormes logros de la revista, ¿en algún momento tuvieron alguna crisis? Te doy dos respuestas. Una es económica y la otra conceptual. En la primera, tuvimos palos en las ruedas desde el inicio, nunca fue un camino fácil ni nos fue bien económicamente. orsai fue una revista muy costosa que hicimos porque tuvimos ganas de hacerla. En cuanto a lo segundo, fue un poco parecido: cuando nos acercábamos al primer año de la revista nos dimos cuenta que nos costaba un enorme esfuerzo intentar ser regionalistas, notábamos una necesidad de ser argentinos, y fue lo que hicimos en el segundo año, además de algunas acciones fijas que, al finalizar ese periodo, no se pudieron sostener más. Siempre tuvimos escollos, eso nos obligaba a buscar nuevas salidas; sin embargo, a diferencia del entusiasmo de los dos primeros años, el tercero fue simplemente de aburrimiento porque ya teníamos en mente a Bonsai que, además, se rige por los mismos principios que su predecesora: no publicidad, no subsidios, no intermediarios, etc. Seguramente nos va a ir para el orto pero esta vez, como yo no tengo más plata que poner, estamos tomando ciertas precauciones. ¿Cuánto influyó tu experiencia como periodista y escritor de prestigiosas editoriales para subvertir ese orden? orsai nació producto de un hartazgo absoluto sobre determinadas formas de trabajar que me resultaban aburridas y tediosas. Entonces creamos la revista para ver si era posible hacerlo de otra manera y, durante tres años, lo hicimos de ese modo, sin preocuparnos por la publicidad o por tener que tranzar con este o con aquel. Hicimos lo que quisimos y lo dejamos de hacer por el mismo motivo, no por problemas de publicidad ni de suscripciones. La verdad es que nos aburrió la temática adulta, ser inteligentes, la crónica narrativa… a mí me aburrió muchísimo la crónica este año, no vi nada nuevo, entonces editar se hizo más tedioso. Ahora nuestros hijos tienen 10 años y nos gusta más hablar con ellos que con escritores consagrados. Por eso creamos Bonsai. Alguna vez mencionaste que la verdadera crisis editorial tiene que ver más con lo moral que con lo económico. ¿Cómo se hace frente a eso? A mí me ocurrió que, cuando empecé a editar mis libros con editoriales como Mondadori, Plaza&Janes, Sudamericana, etc., me di cuenta que esa forma de trabajo me alejaba de la gente, que me divertía mucho más contestando los comentarios de los lectores después de subir un cuento al blog: la única salida era crear un medio de comunicación, y fue lo que hicimos. El cierre de orsai es solo el fin de uno de los productos de nuestra editorial: nosotros seguiremos trabajando de la misma forma, tomando las decisiones creativas sin estar atados a ningún contrato, sin tener que entregar el listado de correos de nuestros lectores a una corporación… matar al intermediario es nuestro deber como creadores de nuestro tiempo. Al final, te das cuenta que lo alternativo no se trata de dinero sino de calidad de vida. Sospecho que es eso lo que tratarás de trasmitir a los más chicos desde bonsai. Respecto a eso me ocurrió algo muy loco: estábamos haciendo la orsai número 12 ó 13 y se me ocurrió escribir un cuento

sobre el sistema financiero mundial, pero no para explicárselo a un adulto sino para que lo entienda un pibe. Entonces escribí un cuento que se llama «Papelitos», que trata de un tipo que vive en un pueblo muy tranquilo y quiere construir un bar porque se da cuenta de que en todo el pueblo no hay ninguno y todos quieren beber. Pero no tiene dinero, entonces arma 100 papelitos y los vende por 10 monedas cada uno, aseverando que les devolverá 12 monedas cuando el bar obtenga ganancias. El tipo logra su objetivo y todo el mundo empieza a hacer lo mismo: entonces nace la codicia y el caos se instala en el pueblo. Todo esto está contado para que lo entienda Nina, mi hija. Mientras lo escribía se lo contaba a ella. Fue en ese momento que tuve la necesidad absoluta de hacer más cuentos como ese, es decir, preguntarme sobre el mundo desde la comprensión de un chico de 10 años: hablar de sexo, religión, de la codicia, de las ideologías políticas, como si fuera un nativo digital… para a escribir de esta manera necesitas conversar con gente sabia y la gente sabia de hoy son los que nacieron con el iPad. ¿Crees que uno de los grandes errores de la literatura infantil es haber subestimado a sus propios lectores? Claro, la mayor parte de la literatura infantil que se edita es del siglo XX, hecha por gente que no siente la necesidad de aprender de un niño, que sospecha de la utilidad de los videojuegos, que piensa que es mejor un millón de libros antes que una buena serie de televisión. Me pasó muchas veces durante las sobremesas de orsai, que vi a mi hija dibujando algo con Horacio Altuna, o conversando con un escritor que le narraba una historia muy buena. En ese momento pensé «qué bueno que Nina tenga estos recuerdos de infancia, con esta gente copada, en un lugar donde nadie habla de cuánto subió el dólar, de los Kirchner o de alguno de esos temas faranduleros». Recuerdo también que, en una de las primeras reuniones de Bonsai, Julia, la hija de Chiri, se subió a un tapialcito y nos sacó una foto a todos, antes de irse al concierto de Ringo Starr en Buenos Aires, y yo le dije a Chiri, medio en joda medio en serio: «Che, cuando esta nena tenga 20 años va a estar refuerte, va a poder decir que, un día, a los 10 años, estuvo sacándole fotos a Josefina Licitra, a Poly Bernatene, y que a la noche se fue a ver a uno de los Beatles al Luna Park». Darle todas esas herramientas a un pibe es más importante que toda la plata del mundo, más importante que un auto, que una escolaridad en un colegio privado... le estás dando algo de corazón, y eso dura para siempre. Desde hace años se debate en el Perú la problemática de la comprensión lectora en los niños. ¿Cuánta responsabilidad tienen también los productores de literatura en este asunto? Es un poco la filosofía de las grandes editoriales, venderle a la gente lo que sea más fácil de digerir, porque creen que la gente no va a entender un texto muy elaborado. También tiene que ver con lo multinacional, es decir, con las necesidades corporativas que buscan el lucro antes que una verdadera formación humanística. Ahora, este problema no es exclusividad de nuestros países, porque también está ocurriendo lo mismo en lugares con mejores niveles de educación. Aquí en España, en Europa en general, se habla muchísimo de que los chicos tienen baja comprensión lectora, pero no se escucha la crítica inversa: los chicos creen que los grandes son incapaces de utilizar bien un iPhone o de hacer su trabajo usando las nuevas tecnologías. El mismo tipo que se pone una corbata y dice públicamente que los chicos no tienen capacidad lectora, no sabe cómo programar su lector de DVD. Entonces estamos en lo mismo, pero en dos puntos distintos. Es parte de vivir una transición. Al final, todo se reduce a tomar decisiones responsables. Sí, todo lo que puedes hacer desde tu pequeña baldosa. A mí lo que puntualmente me interesa es darle a mis hijos una infancia buenísima y mi trabajo tiene que ver con eso porque quiero tener yo también una vida buena, divertida... Y no me

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importa más nada y sé que se puede hacer, hay herramientas para hacerlo y las trato de utilizar, pero sin ninguna intención de cambiar nada. Mi pequeña baldosa tiene que estar como a mí me gusta. Y ese biorritmo en el que andas ahora, ¿también ha influido tus proyectos literarios más personales? Estoy escribiendo casi en exclusividad para Bonsai. Hago historieta, poesía, trabajo junto a un grupo de ilustradores alucinantes… ese es mi trabajo actual. Me levanto a la mañana para escribir, no para abrir el Excel y ver cosas de aduanas como el año pasado. ¿Te animarías a publicar un libro de poesía? No, no. Cuando tenía 13 años escribía unas décimas gauchescas en chiste para hacer reír a mis amigos de la primaria. Ya de grande se las leí a mi hija, a los hijos de mis amigos… son unos versos que en mi círculo íntimo son como muy conocidos y los estamos publicando en Bonsai. Obviamente es un guiño cómplice porque lo que no menciono es que los escribí cuando era niño. ¿Cómo ves todo este dilema que se abre respecto de la literatura 2.0? Nosotros hicimos, en estos tres años, una versión de orsai para iPad, que con los pocos recursos que teníamos, intentamos que no fuera solo un PDF de la versión impresa sino que tuviera audio y video, que las ilustraciones se vieran desde las versiones bocetadas, etc. Incluso antes de editar la revista, yo ya trabajaba en un cuento para tablets con finales variables. Me interesa más que nada la estructura, es decir, qué me permiten estas nuevas herramientas para mi trabajo como escritor. La idea no es escanear y colocar lo mismo que pondrías en papel porque es algo nuevo y hay gente que lo está haciendo maravillosamente, sobre todo con literatura infantil. aliCia en el País de las maravillas, en su versión inglesa, es alucinante, casi como una película. Yo creo que los formatos van a ir variando y los generadores de contenido van a estar trabajando mucho más en equipo que antes. Me parece que hoy en día se está haciendo una excelente literatura en las series de televisión, por ejemplo. Eso también es literatura, esos son los nuevos libros. ¿Has visto Black Mirror? Sí, claro, hablo puntualmente de eso. Hay novelas de 700 páginas que pueden servir, pero también hay unos cuentos impresionantes como los capítulos de Black Mirror. Respecto a la crónica, ¿piensas que su éxito está desgastando el formato? Pues, cuando dejen de nombrarla así se llamará simplemente periodismo, y ese día tendrá sentido nuevamente. Es un poco lo que pasó con los blogs, aparecieron millones y ahora nadie los lee. Yo creo que es absolutamente necesario dejar de hablar de la crónica y empezar a hablar de las temáticas. Me parece que desde hace algunos años el trabajo de los cronistas ha evolucionado mucho desde las partes marginales de la industria. Revistas como etiqueta negra, soho, gatoPardo o el malPensante hicieron magia. Lo que no me gusta es ver todo eso convertido en una especie de mainstream. No me gusta que el diario el País hable bien de eso: tiene que hablar mal porque es la contra. Si rusos y yanquis se dan besos, se acabó la guerra. Es curioso que nunca haya ocurrido eso con la poesía, ¿no? Claro, pero tampoco ha ocurrido nada con la poesía y la tecnología. Habrá que ver el día que se le de la oportunidad a ver qué sucede. Luis Pacora (Lima, 1981) es crítico y periodista cultural.


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Por Susanne Noltenius

Ilustraciones: Flor Marín

E

lla se detiene bajo el umbral de la puerta y duda de entrar en aquel cuarto desordenado, duda siquiera en dar el primer paso. Afuera reina el sol de mediodía, pero ahí dentro las cortinas bajas y las ventanas, seguramente cerradas tras ellas, ensombrecen el dormitorio y un olor denso y agridulce, mezcla de comida guardada y sobredosis de perfume, se teje en el ambiente. Sus ojos enganchan primero en la ropa de colores que cubre el piso de losetas, regada al azar, entreverada entre ambos camarotes como en una canasta de remate. A los pies de los mismos se amontonan maletines, zapatos y una toalla verde. Algo le pesa en el pecho, algo la inmoviliza. ¿Realmente debe entrar ahí? ¿Por qué no cerrar la puerta y traer a Antonella para que sea ella quien barra sus propios escombros? ¿Cuál debe ser su rol? Antonella tiene 16 años y este fin de semana ha invitado a tres amigas a la casa de playa que ella ha alquilado. En verano, las adolescentes asisten a la discoteca o fiesta de turno y necesitan una cama donde aterrizar al amanecer. Luego de que las dos últimas temporadas su hija rebotara de casa en casa, incluyendo la que el padre tiene en una playa cercana, ella decidió ahorrar para alquilar dos meses frente al mar y así pasar más tiempo con Antonella. En muchos momentos ha sentido que la pierde, que desconoce sus pensamientos y emociones y una angustia anida en su corazón, como una brisa fría e inmovilizadora. Sabe que formar a Antonella es su responsabilidad, que debe hacer de ella una buena persona y para eso necesitan tiempo juntas, conversar, compartir. En la casa hay tres dormitorios. Ella ocupa el principal y asignó el contiguo, el que tiene dos camarotes, a Antonella. El tercer dormitorio solo tiene dos camas y eventualmente podrá alojar a alguna de sus amigas, solteras o, como ella, divorciadas, para así disfrutar de una conversación adulta. Este fin de semana decidió estar sola con su hija y las invitadas de esta, participar de sus diálogos, ser cómplice de la diversión. Pero, en vez de eso, recibió una manada desbocada que la arrincona, cuatro princesas que se multiplican a la hora de las comidas,

escupen un lenguaje grotesco e invaden los baños de toda la casa mientras se producen para la noche que enfrentarán con blusas traslúcidas y faldas mínimas, con tacones que ella no usaría ni para un cóctel del banco donde trabaja. Durante los veranos pasados ella sintió celos del padre de Antonella. Celos de que su hija prefiriese pasar los fines de semana con él, en su casa frente al mar. La nueva esposa le permitía invitar una o dos amigas y Antonella parecía disfrutar mucho ese tiempo, pues llegaba muy alegre y elocuente. Ella entonces le ofrecía salir a comer o ir de compras para no perder territorio, pero la playa fue cobrando cada vez más protagonismo, así que el invierno pasado hizo el esfuerzo de amasar el dinero necesario para ofrecer lo mismo que el exmarido. Recuerda cada par de zapatos que dejó de comprar, el cumpleaños que por primera vez en mucho tiempo no celebró y el viaje al que no fue. Sus amigas le advirtieron que no sería como ella esperaba, que apenas vería la sombra de Antonella desfilar por la casa, pero ella se aferró a la sorda esperanza de enriquecer el tiempo con su hija. La noche anterior las escuchó llegar mucho después de la hora acordada, pero reprimió el sermón para no maltratar a la muchacha frente a las amigas. Luego, la conversación agitada dentro del dormitorio le impidió conciliar nuevamente el sueño hasta casi el amanecer, cuando por fin las voces se apagaron. Despertó un par de horas más tarde, acalorada, lenta y, cuando se sentó a desayunar sola, Consuelo, le trajo una lista con las provisiones que debería reponer para completar el fin de semana. El cielo despejado anunciaba un buen día de playa, pero ella fue al supermercado donde interminables conversaciones con conocidos y largas colas en las cajas la detuvieron más tiempo del que planeó. Al regresar a la casa, Consuelo le ha anunciado que Antonella y sus amigas han salido a caminar. Una mesa rociada con migajas y empelotadas servilletas de papel le confirma que al menos se alimentaron esta mañana. Entonces ha venido al cuarto de Antonella y encuentra este desastre. Le es difícil entender que tengan edad suficiente

para bailar toda la noche en una discoteca y no sean capaces de ordenar el dormitorio. Las sábanas de las camas están revueltas, una de ellas tiene el cobertor desenfundado y el colchón se expone como en una herida abierta. Al tenderla, ve que la almohada exhibe restos de rímel y lápiz labial, así que retira la funda y la coloca sobre una esquina del dormitorio. Cuando se ocupa de la segunda cama, debe sacudir la arena aferrada a la tela, áspera como una lija. La pared de un costado exhibe huellas de pies. Del piso recoge la ropa y la coloca sobre una de las camas ya tendida; también colecta un colgador, una botella de agua vacía, envolturas de caramelos y tres uvas verdes. Un cargador de celular y un parlante se enredan entre tres zapatos de tacón –hay uno al que le falta el par– y dos carteras cuelgan de las escaleras de los camarotes: una es pequeña y blanca con flecos multicolores, la otra es un gran bolso rojo con diseños de flores y corazones. La toalla verde también está llena de arena, así que la sacude y luego la arrincona junto con las sábanas sucias. Al lado de este montón, junta todo lo que considera basura, incluyendo una página huérfana de la revista sabatina en la que se listan tips de maquillaje. Demora un poco en arreglar las camas superiores de los camarotes, pues es incómodo estirar las sábanas allá arriba, pero al menos desde ahí puede rescatar un frasco de yogurt a medio beber sobre el borde de la teatina y lo asigna al grupo de desechos. Suspira y da un vistazo a la habitación otra vez. Camas tendidas, basura recogida y aun así no la abandona la sensación de desorden. Se da cuenta de que falta el pie de cama. Entonces, por su memoria desfilan imágenes de Antonella como una recién nacida. Fue una bebé inquieta, que no comía mucho pero se despertaba con frecuencia en las madrugadas y solo lograba quedarse dormida en los brazos de su madre. Los primeros meses desajustaron su vida, sabotearon el tablero, desarmonizaron el control. Recuerda la ropa amontonada: la suya, la de Antonella y la del padre de esta, la cual, como ahora, se acumulaba en una esquina mientras ella debía ali-


Relato

mentar y cambiar los pañales de la bebé. Una vez olvidó retirar del fuego la olla donde hervían los biberones y algunos se derritieron dentro. Recuerda también una de las primeras sonrisas de su hija. Las mejillas de Antonella lucían irritadas por el sarpullido que le causaba el calor de aquel verano y una de sus manitas descansaba sobre el biberón que ella retiró ya vacío. Entonces la bebé abrió los labios, mostró unas encías sin dientes y sus ojos brillaron al reflejo del sol. La satisfacción la invadió aquella vez, porque fue en ese momento, y no en el alumbramiento, en que se inició el vínculo. De pronto, esa suma caótica de tareas domésticas y desvelos encontró un sentido en la sonrisa desdentada de su hija. El padre de Antonella casi no intervino durante los primeros meses. A él parecían resultarle aun más ajenas aquellas actividades en torno a la crianza de la niña y, aunque algunos fines de semana la acompañaba durante el biberón nocturno, ella sobrevivió aquella época de manera solitaria. Iza las cortinas y fuerza el seguro, algo oxidado, para abrir la ventana. La reconforta respirar el aire de la calle, el cual, aunque cálido y ligeramente salado, invade y purifica el dormitorio de su hija. Piensa en que ahora debería traer una escoba pero entonces unas risas atraen su atención. Se acerca otra vez a la ventana y ve el desfile de tres niñas de cuatro o cinco años. Dos de ellas van en bicicletas rosadas con listones colgando de los manubrios y canastas a juego precediendo los timones. La tercera llega rezagada sobre un scooter plateado. Parece muy concentrada en lograr deslizarse sobre él pero sus intentos son torpes y no logra rodar más de algunos centímetros antes de atracarse. Es eso lo que desata las carcajadas de sus amigas, quienes la llaman por su nombre al llegar a la esquina. «Ven», le gritan y vuelven a reír. La pequeña se vuelve hacia la ventana desde donde ella la observa y le regala una sonrisa inocente, ajena a los reclamos de sus compañeras. Ella también le sonríe y le hace un gesto para alentarla a seguir. Tras la niña, dos niñeras de uniformes y gorras blancas caminan lentamente, enfrascadas en alguna conversación. Ella regresó a su trabajo en el banco cuando su hija cumplió dos años. Al principio fue difícil retomar las responsabilidades y sintió cierta envidia de los compañeros de trabajo que entonces ocupaban mejores puestos que el suyo. Se había rezagado. En esa época, el padre de Antonella ya participaba más en la crianza de la niña, así que los fines de semana se centraban en la pequeña y en dividirse las tareas de la casa. Sin embargo, la soledad de los años anteriores había marcado una frontera. Ella no sabría decir si la maternidad vivida tan intensamente la había cambiado o si, en el fondo, ellos siempre habían sido distintos y esa diferencia recién se evidenciaba. Fue así que convivieron algunos años más, anestesiados en sus vidas personales, compartiendo la casa y la hija hasta que el desconocimiento y desinterés mutuos se volvieron irrespirables. Durante los últimos meses juntos, lograron enseñar a Antonella a montar en bicicleta. Lo hicieron en un parque cercano a la casa cuyo centro es atravesado por una ancha vereda a la sombra de unos altos algarrobos. Primero se turnaron empujar a la niña hasta que esta dominase la sensación de equilibrio y

luego se separaron algunos metros para que ella rebotase entre ambos. Poco a poco, alargaron la distancia, se colocaron cada vez uno más lejos del otro mientras Antonella disfrutaba ese paseo pendular soltando risas y gritos de alegría que hacían eco bajo las ramas mecidas por el viento y que desprendían unas pocas hojas secas a esa hora de la tarde. Entonces Antonella cayó de la bicicleta y empezó a llorar. Ambos acudieron de inmediato a auxiliarla y así estuvieron los tres sentados sobre la vereda hasta que el susto pasó. Recuerda haber cruzado miradas con él y fue ese uno de los pocos momentos en que dudó de su próxima separación. Ahora le cuesta revivir en su memoria cualquier vestigio de complicidad con el exmarido. Es un sentimiento enterrado bajo capas de discusiones, chismes, papeleos, y desgastantes comunicaciones con abogados. Como si se despertase en un cuarto extraño, se encuentra de nuevo en el dormitorio de Antonella. Acaba de barrerlo y luce mucho mejor. Entonces se escucha la invasión de pasos en la casa, risas que suben la escalera hacia la terraza, marchas sobre el techo. Las princesas han regresado de su caminata. Se distingue la voz de Cristina liderando la conversación, sometiendo al resto. Cristina no es muy alta, ni muy delgada, ni muy bonita. Tiene la cara redonda y los ojos algo achinados, el tono de su piel es aceitunado y adquiere visos dorados cuando le cae el sol, el pelo le nace alrededor del rostro en una pelusa casi rubia y luego se oscurece ligeramente en ensortijados rizos

hasta los hombros. Su voz ronca y potente siempre se distingue sobre las demás, quienes suelen cosechar las ideas que Cristina planta en una actitud que a ella le parece impositiva. La familia de esta muchacha tiene una situación económica privilegiada y un chofer que con frecuencia moviliza a las chicas entre sus múltiples actividades sociales. Al guardar los zapatos en el clóset, encuentra el par que faltaba. Son de terciopelo negro que ahora luce muy percudido, con plataformas muy altas y ella se sorprende de cómo las chicas logran caminar equilibradas, aunque ciertamente ridículas, sobre aquellos tacones. Cree habérselos visto puestos anoche a Maia. Maia es la más hábil para andar con armonía sobre estos zapatos de moda. Mientras las demás giban la espalda, curvan sus pasos e incluso tropiezan, Maia se desliza en un andar muy coordinado. Todo su porte es digno de una escuela de modelos: es muy alta y delgada, de piernas larguísimas y caderas estrechas, abdomen plano y pechos pequeños como duraznos. El pelo oscuro y lacio le cubre casi toda la espalda, como una capa. Los ojos de pestañas rizadas miran una y otra vez hacia el techo, como si estuviesen flotando en un pensamiento lejano y quizá por eso su rostro luce una expresión cándida permanente. Las demás ríen de su inocencia y distracción: Maia no entiende los chistes, confunde los nombres de los amigos y suele perder sus pertenencias. Hace dos días, luego de que salieran la primera noche, llegó bastante después que el resto porque siguió caminando dos condominios más allá. Por las

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mañanas, los ojos de Maia exhiben legañas oscurecidas por los restos de maquillaje y en sus labios aún se distingue alguna coloración artificial. Sus pies arrastran arena a toda hora –seguramente son sus huellas las descubiertas sobre la pared del dormitorio– y ella ha escuchado a las otras chicas burlarse de Maia por ir a dormir con los dientes sin lavar. –Jimena, pásame la toalla –escucha la potente voz de Cristina. Jimena es la tercera invitada. Es una muchacha de cara bonita y sonrisa fácil. Sus grandes ojos verdes de tupidas pestañas casi rubias parecen ser los únicos atentos cuando ella trata de conversar con el grupo. Mientras Antonella frunce el ceño y tensa los disgustados labios, y Cristina y Maia intercambian miradas cómplices y risitas burlonas, Jimena responde siempre con buen ánimo y una actitud carente de disfuerzo. Su madre es una de las pocas que trabaja en el grupo de amigas de Antonella –es socia en un importante estudio de abogados– y quizá por eso ella piensa que Jimena es más ordenada y respetuosa que las demás. El cuadro en el baño es aun peor que el que encontró en el dormitorio. Apoya un hombro sobre el marco de la puerta y suspira. Desde la pequeña ventana sobre la ducha se filtran cálidos rayos de sol y ella piensa en cuánto le gustaría en ese momento estar sentada frente a la orilla del mar con una cerveza helada en la mano. También se escuchan las voces de Antonella, Maia, Cristina, Jimena y dos o tres muchachas más. –Así no, Jimena, tienes que echártelo en el pelo, no en la mano –Antonella seguramente habla de aquel líquido decolorante que se compró unos días antes de Navidad. –Es que no sale, brother. Házmelo tú. –Ay, Jimena –sigue una pausa en la que se sienten pasos marchantes en la terraza–. Así es, mira. –Maia, estás con toda la cara blanca, no te has esparcido bien el bloqueador –la risa de Cristina repiquetea. –Oe, alucina que hablas como mi mamá. –Ay, qué pava. Oe, alucina cuando seamos tías y se nos vea como a nuestras mamás –al parecer, Cristina ensaya una imitación que todas celebran. Ella se siente muy distinta de las otras madres, quizá por el trabajo o el divorcio, no sabría decirlo. Las otras madres envían a sus hijas a la playa con un postre o una caja de chocolates o una lata de galletas y con un conocido mensaje de agradecimiento por la invitación. Tal vez les resulta un alivio no hacerse cargo de las princesas este fin de semana y así poder dormir de corrido sin tener que esperarlas o recogerlas. Alguna vez ha tratado de conversar sobre los permisos y hábitos caprichosos de estas adolescentes, pero nunca ha conseguido mucho eco, solo repetidas frases que significan «todas son iguales», «es la edad», «cuando crezcan lo van a hacer bien», «mejor pelear por cosas más importantes», «choose your battles, darling, no puedes sacrificar el vínculo con tu hija». Ella ahora piensa que ha sembrado un vínculo permisivo, con demasiadas concesiones para evitar nadar contra la corriente, por haber entablado una absurda competencia con el padre y, en cierta forma también, con las otras madres. Poco antes de la última Navidad, las madres organizaron un lonche en el que intercambiarían regalos. Ella escribió un correo aceptando, sin mucho entusiasmo, y propuso un monto para el valor de los regalos. Durante varios minutos no recibió respuesta


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alguna hasta que llegó el mensaje de la mamá de Cristina en el que pedía que el monto mínimo fuese casi un tercio por encima de lo que ella había propuesto, ya que «no se puede conseguir nada bonito por menos de eso». Ella se sintió muy incómoda entonces y no respondió más a los correos hasta el día del evento, en que se disculpó inventando una excusa sobre su trabajo. –Oigan, ¿y si vamos a la playa? –Nooo, Maia, ya estamos acá, me da demasiada flojera ir a la playa. –Pero alucina que ahí nos broncearemos mejor… –No, acá está bien. Pásame el agua, porfis, me muero de sed. El lavadero del baño está invadido por escobillas tupidas de mechones de diferentes tonos y un cepillo de dientes. Hacia un lado están la planchadora y el tubo del dentífrico destapado, pariendo su contenido. Hacia el otro , incontables implementos de maquillaje: sombras en marrones, verdes y grises, labiales rojos y rosados, delineadores y rímel que colorean el tablero. En el espejo se leen los nombres de las chicas en plateado y del toallero cuelga lánguido un sostén. –Anto, ¿hay que poner música? En el tacho de basura se abre una sangrienta mimosa y, junto al wáter, yacen dos sucias, y seguramente húmedas, toallas. Dentro de la ducha flota el pie de cama impregnado de arena y, a su lado, nada un frasco de champú. –Sí, Anto, trae el parlante. Los pasos de Antonella bajando la escalera la ponen nerviosa. Entrará al dormitorio y ella tendrá que enfrentarla, reclamarle el desorden, increparla por la desconsideración. –Hola, ma. Le regala un beso rápido e ingresa al dormitorio, indiferente a la labor de su madre. –Hija, esto es imperdonable –levanta el pie de cama, del cual chorrea un grueso sonido de agua. –Ma, yo no fui. Antonella es una muchacha alta, más alta que ella desde que cumplió quince, de tez capulí y grandes ojos color granadilla, el pelo largo es castaño en las raíces y se aclara al llegar a las larguísimas puntas. Tiene las caderas un poco anchas y las piernas gruesas, pero el talle es largo, estilizado, los pechos son breves. El bikini es rosado con diseños geométricos en tonos pastel y ella no recuerda habérselo visto antes, por lo que supone que lo compró con el padre. Lleva las uñas de los pies pintadas de celeste al igual que las de las manos, medio entrelazadas ahora mientras la enfrenta. –Yo sé que tú no fuiste, pero igual es tu responsabilidad. –Es que, ma, no me hacen caso. –Deberían venir ustedes a limpiar esto… –Pucha… ahora no, pues –Antonella entorna los ojos y suspira mientras ella cree escuchar un murmullo distinto desde la terraza. –Ya, ¿sabes qué? Anda nomás. Por esta vez lo arreglo yo, pero vamos a poner reglas claras para las próximas invitaciones. –Ya, ma, sorry –es una disculpa enlatada, carente de sinceridad. La chiquilla va por el parlante y, al verla salir, nota que la expresión de su rostro ha vuelto a relajarse. Es inmune a sus indicaciones. Está molesta con su hija pero, sobre todo, está molesta con ella misma. Siente algo parecido a la culpa.

Siente que quizá ha sido ella quien ocasionó este desastre al no establecer límites a tiempo, al no ser más firme por falta de tiempo y de energía. Quisiera desandar las veces en que la consintió, en que le dio demasiado muy pronto, en que evitó discutir con el padre sobre cómo deberían educar a su hija. ¿Acaso ha sido ella quien la ha malogrado, quien ha criado un monstruo egoísta y frívolo? ¿Qué clase de persona será esta chica en la adultez? –Anto, ¿qué pasó? – pregunta Maia, y de inmediato Cristina la calla bruscamente para dar paso a una conversación inaudible. Después de recoger todo el maquillaje y limpiar los restos sobre el tablero y el espejo, mira con asco hacia el basurero. Recuerda la primera vez en que Antonella menstruó. Entonces un episodio de cólicos la postró toda una tarde sobre la cama de su madre y ella recurrió a una bolsa con agua caliente para aliviarla. Hacía tiempo que no cuidaba de su hija de esa forma y luego no se ha repetido una oportunidad como aquella. Esa tarde, Antonella se recuperó y sobre sus sábanas quedó una mancha roja. Las chicas mencionan un nombre masculino, estallan en carcajadas y luego empieza la voz disforzada de un cantante de moda. Es duro para una mujer sola criar adolescentes. Sus amigas casadas con frecuencia le dicen que también sienten que libran una batalla solitaria, pero ella está segura de que sería un alivio tener un refuerzo masculino, alguien que, aunque sea desde un aislado sofá, las manos ocupadas con un vaso y el control remoto del televisor, se vuelva hacia su hija

y le escupa un firme «Haz caso a tu madre». Ella está segura de que eso significaría un apoyo importante, amortiguaría el desgaste emocional, haría una diferencia. Hace un par de años, se enamoró de un hombre mayor. Le gustaba mucho conversar con él, era inteligente y sensible, dos cualidades que ella considera escasas en una misma persona. Intercambiaban libros, iban seguido al cine y algunos fines de semana viajaron fuera de Lima. Pensó que le había llegado el turno de rehacer su vida también, de llegar a un final de cuento de hadas. Sin embargo, fue entonces cuando empezó el hermetismo de Antonella. Fue entonces cuando la puerta del dormitorio casi siempre estaba cerrada para ella, cuando su hija respondía con toscos monosílabos a sus interrogantes y –esto es lo que más le dolió– cuando el tiempo libre con el padre se hizo cada vez más largo. Antonella apenas dirigía la palabra al pretendiente de su madre, con frecuencia pasaba de largo y balbuceaba un saludo o se enclaustraba en el cuarto y no salía ni siquiera para comer. Él al principio trató de ganarse su cariño, pero al ver lo infructuoso que esto resultaba dejó de esforzarse y le decía a ella que era mejor no insistir por el momento, que Antonella iniciaba la adolescencia y rechazaría cualquier cambio que viniese de la madre y que ellos no debían tomárselo como una afrenta personal. Sin embargo, ella sintió que había herido a su hija y que él no lograba comprender eso, así que terminó aquella relación. Luego trató de compensar a

Antonella con ropa y salidas a comer caras con las amigas, lo cual pareció agradar a la muchacha y así volvió a pasar más tiempo con ella. Le volvió a sonreír. Pero entonces empezó la efervescencia de los veranos en la playa y quizá fue ese el inicio de la competencia material con el exmarido, una absurda competencia en la que la única ganadora ha sido Antonella. O, quizá, la gran perdedora. Consuelo llega y empieza a preguntarle algo sobre el almuerzo, pero corta la frase medio dicha y posa sus ojos asustados en el desastre del baño. Ella siente vergüenza por la mugre y el desorden, por la desconsideración de las chicas, por la tiranía de su hija. ¿Cómo retroceder el tiempo a esa mañana en que volvieron de la discoteca y destruyeron el dormitorio? ¿Cómo regresar a la semana anterior en que accedió recibir a toda la manada, a los días en los que su afán por ser preferida le impidió formar con límites, enseñar el respeto y la consideración que ahora tal vez sea tarde inculcar? –No te preocupes, Consuelo, yo lo arreglo. Por favor, tráeme las cosas de limpieza. Consuelo regresa luego con un balde amarillo en el que se agrupan paños, botellas con líquidos limpiadores verde y rosado, una escobilla y una esponja. Desde la ventana llega una música sincopada que ha escuchado ya varias veces este fin de semana, mientras que las risas y los rítmicos pasos sobre la terraza le sugieren algún baile. Recoge el frasco de champú, lo coloca hacia un lado de la ducha y luego exprime el pie de cama. Debe hacerlo con fuerza una y otra vez hasta que el chorro adelgaza y ella percibe la aspereza de la arena adherida a la tela. Tal vez sería mejor echarlo a la basura y comprar uno nuevo. –Maia, estás haciendo todo al revés… –alguien apaga la música y Cristina pone orden a la tropa. –No, brother, te estoy siguiendo perfecto… –¿Qué hablas? Estás demasiado descoordinada… –Te estoy siguiendo igualito… –Te estoy siguiendo igualito… –Cristina remeda a Maia. Antonella ríe. Ríe con ganas. Ríe ajena a la labor de quienes cuidan de ella. Ríe como cada vez que está rodeada de sus amigas princesas, gozadoras del bienestar y opulencia que reciben gratuitamente, herederas de la culpa y actitud permisiva de sus padres cómplices del vandalismo doméstico por no corregirlas y acaso temer su desprecio. Quizá se puede rescatar el pie de cama después de todo, quizá si lo remoja en agua jabonosa logre que la arena se desprenda de él. No debe darlo por perdido, todavía lo puede salvar. Antonella baila, Antonella ríe. Antonella es una muchacha más de 16 años. Será todo lo egoísta y frívola que sus padres divididos le permitan. Desordenará su cuarto, la casa y la vida de ella una y otra vez. Pedirá una bolsa de agua caliente en cada cólico, maquillará su rostro en tonos pastel y pintará sus uñas con colores estridentes, rociará sobre sí el perfume de ella tomado sin permiso. Rechazará a los pretendientes de su madre y pasará tiempo libre con el padre. Algunas veces le sonreirá. Irá de un extremo a otro, como aquel paseo en bicicleta bajo los árboles del parque, un paseo pendular. No debe darse por vencida. Todavía se puede salvar Susanne Noltenius (Lima, 1972). Además de haber participado en diversas antologías nacionales y extranjeras, es autora del libro de cuentos resPiraCión artifiCial.


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(Un cuento de no no-ficción) Por Hernán Migoya

«Yo solo comprendo dos clases de música. Una de ellas es la que mi padre entonaba con su flauta: era un desgraciado que no podía vender un kilogramo de queso sin equivocarse en el cobro, pero tocaba maravillosamente; la otra, el redoblar de los tambores de los argelinos, a cuyo son bailaban desnudas las rameras de doce años». ¡adelante, julio!, de Daphne du Maurier Por eso lo hice. Por eso maté cuatro hombres en mi vida. Ninguna mujer, tan tonto no soy. Además, recuerden que nunca he pecado de igualitarista. Pero no quiero escribir sobre eso. Todavía. Quiero escribir del quinto. O sea, del que voy a matar esta noche. El bloqueo creativo me vuelve a acosar. La hoja en blanco se resuelve siempre en rojo. Usualmente lo aplaco con alguna limeña pelandusca (cholito, qué pasa, también yo tengo derecho a malbaratar mi jerga), alguna zorrita beata de esas que se sonrojan cuando les haces una proposición, pero nunca tanto como cuando esa misma noche les lames el clítoris. (Clítoris es una palabra horrorosa: a partir de ahora llamémosle cliris). El cliris en la boca aclara muchas crisis. Sustituyo el uso de la primera persona por el abuso de las terceras. Todas dignas de troceo. Pero no, trátolas como a reinas. Así me dan sus cliris antes. Sus jadeos son la única clase de música que comprendo yo. Antes de rendirme a la pulsión, vuelvo a llamar a la Tula. Me pasó su teléfono Martín, el productor de Beto, pero la bruja no me responde. Se cree que la estoy choleando o toreando (no estoy seguro que signifiquen lo mismo). Me encargaron desde España, de la revista Primera línea, que la entrevistara, debido a mi insistencia en que era una figura irresistible y glamurosa de la farándula peruana. Adoro a esta diva desde la primera vez que la vi en la tele chicha y deseo ponerla por las nubes españolas. Pero la bicha no me cree: yo le explico y le explico a su buzón de voz, y debe pensarse que estoy intentando camelarla, que soy un fan loco o un estafador ceceante. Nunca me atiende. Maldita Tula. Por culpa de tus ojazos invisibles y tus oídos indiferentes, hoy va a morir un hombre. Mi problema es que ya no sé fabular. Empiezo una historia de ciencia ficción y termino hablando de que me faltan huevos en la nevera. Mi cinquésimo… quincuagésimo (Dios bendiga Google) sexto yo me repite que debería acudir a un psicólogo, pero los psicólogos se me dan fatal. Lo intenté con tres y terminé por apiadarme de ellos. Qué vida tan aburrida la suya, madre mía: en vez de ayudar a las personas a ser únicas, las ayudan a ser del montón. En lugar de pulir aquello que las hace extraordinarias, las deslustran hasta dejarlas del mismo gris que el resto del rebaño, para que puedan pacer y cagar sin agobiar, como la demás chusma, como la chusma de más; y no me molesten, ¡coño con la vicuña! Como si ser mediocre fuese garantía de vivir tranquilo. Lo es, pero igualmente, ¡qué vida tan aburrida la de psicólogo! ¡Y qué criminales esos tres, contribuir al aborregamiento de sus individuos notables! Hice bien en apiadarme de ellos. Y en apiolarles. El cuarto muerto fue un error. Pero ningún cliris del mundo

me va a parar ya con el quinto. Bueno, si tuviese en mis labios el cliris de Tula, otro gallo cantaría. Yo, callado, lamiendo. Pero no se han dado así mis cartas. No sé cómo llenar las horas. Mi matrimonio fracasó porque las veía demasiado llenas (que si planificar para compartir tiempo con ella; que si lavar los platos; que si vamos al cine ¿por qué no nos quedamos y vemos una serie en su lugar?; que si daría lo que fuese por dormir solo… A estas alturas debieran haber actualizado ya la salmodia sacramental: «Hernán, ¿prometes amarla y respetarla tanto en la salud como en las horas esperando a que termine de arreglarse?»); ahora no sé cómo llenarlas, esa es la verdad, porque por no haber no hay ni espera. Pero cierto: no se puede ser adolescente las 24 horas del día. No se puede vivir para uno solo toda la vida. Y sin embargo, no me animo a tener hijos. Pese a que mis abortos son lo único que me pesa. Y es que uno puede odiarse a sí mismo y masticar el hastío estando solo y no hay más remedio que joderse; en cambio, con unos niños a tu cargo… Solo de imaginar lo que podría hacerles, las taras que podría causarles, me echo a temblar. Mejor abortados. Me quiero morir. No sé si viene al caso. Disculpen. Cuando haya matado a mi quinto, se me irá la compulsión de muerte. Y estaré tranquilo, sin malos pensamientos. Sin ocurrencias nocivas. Podré volver a fabular sobre otros sin pensar que soy yo todo el tiempo.

Creo que voy a asesinar a mi editor limeño. Me ha convocado esta noche a ser espectador de una lectura pública de poemas. Que me inviten a presenciar (¡y a escuchar de paso!) un recital de poemas es razón más que suficiente para justificar un crimen. Encima luego me entero que las recitadoras son poetas. O sea, poetisas. Me presento hora y media tarde en el patio interior del bar-galería en cuestión, con la esperanza de que el acto ya se haya terminado y así encontrarme las declamaciones de las obras de sobras concluidas, porque luego hay pisco gratis, de la variedad ollanta (o sea, muy seco). Pero qué va. Sorprendo a tres cuarentonas gordotas que parecen proceder del Gólgota lo menos a voz en grito sobre un escenario, esgrimiendo sus cantos rudos como cantos rodados, amenazantes con caer en masa sobre la cabeza del auditorio. Oírlas para creerlo: a turnos estrictos, como esforzándose cada una por superar la basura expelida por la anterior estercolera, se relevan en sus atentados contra los oídos con frases como «el caballo blanco de tu amor eterno» o «la soledad es un sentimiento frustrante». No falta la palabra «ingravidez». También creo percibir «estéril» en estéreo, varias veces. Vuelvo a sentirme humillado y llorica, como delante de la cola de Migraciones. Se me quita de golpe el deseo de matar. Ya solo quiero morir.

Son poetas (perdón, poetisas) rurales o algo así. Una de ellas me gusta. Es cuarentona y firme de carnes. Al menos no parecen esas feas feministas asexuadas que he dejado escribiendo sobre su nada en Barcelona. Estas parecen mujeres sanas de la Sierra. Por eso supongo que escriben tan mal. Nadie que esté sano puede escribir una frase decente. Veo a mi editor, su editor, arrimado a mi costado, luciéndome para las fotos eventuales. Pone cara de atento, como si escuchase con delectación. No puedo creerme que ese tipejo que ensaya su mejor expresión de éxtasis pagano sea el mismo que me llena de adulación cada vez que nos saludamos. ¿Tan mala es mi prosa? Siempre me he reprochado ser incapaz de sacar lo bonito de mí. Mi mujer, mis editores españoles, mis mejores amigos, también me enrostran de continuo que nunca escribo de cosas hermosas. Solo saco a la luz la mierda, mi mierda, especialmente. Pero nunca había tenido dudas sobre mi calidad. Hasta que escucho a tales pendejas, que edita en Lima el mismo cojudo que me edita a mí. ¿Seré tan malo como esas? Entonces caigo. Le miro asombrado, él intenta no descomponer su pose de padre y patrón orgulloso: –Cabrón, te han pagado por editarlas, ¿a que sí? Gumersindo me mira de reojo y aprieta la boca, con el mismo afán de disimulo delator que puso cuando me enseñó mi libro recién salido de imprenta con la tara de una sola solapa. Y luego se permite criticar el intrusismo de los famosos televisivos a los que les da por escribir libros y que encima venden. ¡Si él está llenando la escena peruana de malos escritores haciéndoles creer que son excelsos, a cambio de sus soles! Menuda noche de bochorno literario ha organizado… todo para llenarse los bolsillos. Al menos ya no me siento una mierda de escritor. Le siguen horas bebiendo y departiendo. Una fotógrafa del evento me pide posar y a cambio le toco la vulva. La invitada que más me gusta se va, así que reparto elogios sin criba a las putas (perdón, poetas), mientras calibro a cuál de ellas me gustaría follarme más. Me decido por la que menos me follaría a mí. Esa noche acabo en un hotel con ella, montándola o dejándome montar, y lo paso tan bien que hasta me parece estar cabalgando sobre el caballo blanco de tu amor eterno. A media eyaculación, recuerdo de sopetón que se me ha olvidado por completo mi plan asesino. ¿No iba a matar a alguien? ¿A quién tenía planeado liquidar? ¿Dónde está mi editor? Realmente el amor lo borra todo. ¡Tulaaaaaa! Antes de que amanezca la dejo roncando como si estuviese al raso en Sóndor. Memorizo su cliris asomado y desaparezco con la misma celeridad que si hubiese consumado el crimen. Los remordimientos me acosan. Llego a la casa. Me pongo a escribir seguido, aprovechando que sale el sol. Otro editor, mi próximo objetivo, me ha pedido un cuento para Buensalvaje. Un cuento para el quinto. Así mato dos pájaros de un tiro Hernán Migoya (Ponferrada, 1971) es guionista de cómic y de cine, y autor de biografías, ensayos, y de las novelas oBservamos Cómo Cae, quítame tus suCias manos de enCima y una, grande y zomBie, así como de los cuentarios todas Putas y Putas es PoCo.


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«Creaba las más falsas dificultades para aquella cosa clandestina que era la felicidad. La felicidad siempre iba a ser clandestina para mí. Parece que ya lo presentía. ¡Cuánto tardé! ¿Vivía en el aire? Había orgullo y pudor en mí. Yo era una reina delicada». Clarice Lispector

H

acer el amor y cocinar huevos fritos, esa era la consigna. Coincidimos en el viaje perfecto: una buhardilla en Montmartre después de la larga escalera. Subir con el último hálito los ciento cincuenta y siete peldaños para luego bordear el camino del Sagrado Corazón y entrar a nuestro refugio. Antes, eludíamos bares y pintores trasnochados demasiado conscientes de su calidad de souvenir. Teníamos un imperio en ese estudio en la calle André Barsacq, dos ambientes, un baño a mal traer, una cocina pequeña. A veces me pregunto: «¿Esta es la próxima vez?», o bien «¿Te acuerdas cuando tener café, queso, fruta y vino era poseer un imperio?». Guardo en la memoria los hilos de un tenue coloquio. Hoy sé que en cada frase pronunciada yacía una pregunta que no supe identificar. Extraño los días en los que escribí esta historia. ¿Es mía la vida que me diste esos días? Sí, del todo mía. Recuerdo el vértigo de encontrarte en la conexión a París, el roce de tus manos en mis hombros cuando te esperaba en el andén número siete. Entonces no lo sabía y la juventud era una de las estaciones a la espera de plenitudes futuras.

Durante el día pedaleábamos por el centro de la ciudad hasta el Cementerio en Le Marais, para visitar las tumbas de Vallejo y de Cortázar. Era mi primera vez en la ciudad de la luz, para ti era una de tantas visitas. Me adiestrabas para el mundo como hacían los sueños, tú me mandabas y yo viajaba para recoger aquello que tus ojos ya habían visto. Hacíamos pausas, reanudábamos la marcha, cruzábamos calles, pasábamos juntos mucho tiempo sin hacernos demasiadas preguntas. Se crece callando, cerrando los ojos de vez en cuando, sintiendo distancia con las otras personas. En una conversación que comenzó como un juego, te pregunté: «¿Qué es lo más importante que te ha ocurrido durante este año sin vernos?». Cerraste los ojos y dijiste: «Un hijo». Una broma, pensé. Adivinaste la mueca y repetiste «Tener un hijo». Algo se desplomó dentro de mí. Creo que me diste a entender que no era algo planificado, que la relación con la madre era un desastre, pero ahí estaba un niño de dos meses esperándote en otra ciudad. Había un pacto implícito de no proyectar futuros y vivir esa historia conjugada en presente perfecto, pero sentí un golpe a no sé qué órgano, ni pude dar nombre a ese sentimiento. Solo tenía compasión por mí. Si yo pudiese levantar la nariz como los animalitos de los escaparates de las tiendas de mascotas mendigando una caricia a través de la caja de cristal… En aquel entonces me asombraba que la abundancia de experiencias no produjese personas íntegras, descubría en mí inconsistencias y egoísmos.

Llega el momento y la ocasión, cuando dos personas se detienen: entonces se encuentran. Si uno siempre se mueve, impone inclinación, dirección al tiempo. Insistíamos en la caligrafía viviendo una historia de amor en París al borde de una postal naif. Nos sentamos en una taberna junto al río para contemplar las barcas que se mecían y beber vino, pero yo pensaba en el rostro anónimo de un recién nacido. En uno de los recorridos escribimos en un muro de la ribera del Sena: «Me gusta mi vida en tus labios». La hora de la tarde era la más peligrosa. Hacía frío, teníamos poco dinero, era el momento de regresar al apartamento, cruzábamos la puerta acristalada del portero y nos deteníamos en los nombres de los inquilinos: Madame Delpox, Monsieur Gallimard, y más. Ya adentro, la bofetada de moho, de flores marchitas. En ese momento pensaba qué hacía con un hombre que tenía un hijo, o mejor, qué hacía él conmigo. Si lográbamos traspasar esa frontera de languidez y recriminación silenciosa era gracias a los huevos fritos. Entonces tomaba la sartén, pequeña y honda, y la rociaba con aceite. A esas alturas ya había prendido fuego y cascaba los huevos en una taza hasta la primera ráfaga de humo, en ese momento arrojaba la yema y la clara a la superficie de teflón. Cuando iban apareciendo las puntillas, echaba unas gotas de aceite por encima con la espumadera para que la yema se blanqueara. Comer huevos era la única cena que nos permitía nuestra escuálida economía. Sumábamos un par de frutas, un trozo


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de queso y una botella de vino en saldo. Con un par de huevos nuestros estómagos quedarían saciados por la noche. ¿Después de los huevos qué viene? Sonreíamos. Nos desnudábamos a tirones buscando explosivos y mapas bajo nuestras ropas. Había que internarse en el secreto, en la humedad de las cosas prohibidas, en el primer descuido, en el susurro de mi vestido, el estudio de la precisa geometría de tu mano. Nuestra convivencia se ribeteaba con ademanes suaves, con cierta morosidad, con lo cual deja uno que se le introduzca dentro, despacio, la energía del otro. Cuando era tu turno, ensayabas una sofisticada receta. Tomabas dos huevos, a uno le quitabas la yema y dejabas la clara en la sartén con el suficiente aceite de oliva hasta que quedaba la aureola blanca. Luego hacías lo contrario con el otro huevo: le quitabas la clara y solo freías la yema hasta que tomara color. Lo importante era lograr la clara a punto de nieve con los bordes tostados. Finalmente añadías la yema y había un huevo al revés. Cenábamos untando pan en esos huevos invertidos. En los silencios de las masticaciones sé que vagaba en ti la necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Detrás de nosotros había una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja con persistencia, una exaltación perturbada a la que tantas veces había confundido con una insoportable felicidad. Yo te preguntaba en secreto ¿Cómo se llama? Pero me contenía y extendía la mano y me imaginaba el tamaño de tu hijo. Cada vez que me quitabas el suéter, después de pedalear por la ciudad, me decías: «Caen y caen conejos, de cabellos hirsutos, desarmados no como los conejos franceses de pelaje sedoso y blanco inmaculado». Lapin, lapin, decía yo, ensayando un rudimentario francés, frunciendo los labios y dejando una vibración nasal en la última sílaba. Yo no los vomitaba como el remitente de la «Señorita en París» de Cortázar, en mi caso salían escondidos entre las hebras de lana. Avanzada la noche escuchaba tu percusión íntima, los latidos de tu corazón cada vez que apoyaba mi cabeza en tu pecho cuidando las horas de tu sueño; conocía el ritmo de tu digestión, siempre de mañana. En las tardes hacíamos citas secretas en el Pont Neuf, a las cinco en punto, y siempre nos encontrábamos como un par de desconocidos que se paran en la misma baldosa. Excuse moi, comment vousappelez-vous? Leíamos en voz alta fragmentos de Víctor Hugo, de Flaubert, de Colette, de Marguerite Duras, o Marguerite Yourcenar, o de cualquier otro autor francófono. Cuando llegamos al séptimo libro te cubrí los ojos con un paño de

cocina y miré hacia el hombre detenido frente a mí con las manos extendidas. Los ciegos tocan por fuera y por dentro. Paseabas por el cuarto, tus mandíbulas rumiando, los brazos a tientas. No quería ver cómo por tus cuencas rodaban verdades. Ahora, vamos a jugar a la gallina ciega, te dije. Subiste los hombros como gesto de entrega, atento a mis órdenes, «a la izquierda, vamos a la ventana». –Où est La Tour Eiffel? Me sentía cruel, tus manos torpes se mostraban inseguras. Vamos, conocedor de París, solo escuchaba el rumor de las mandíbulas. Tu mano tanteaba, buscaba unas luces en medio de las fibras del paño, «Allá», decías, con tu pronunciación extranjera, con otros sonidos, un acento

susurrado, las vocales como puntos en tu boca. Me asomaba al cristal y sí, tenías razón, ahí a los lejos la atalaya de luz y la prueba estaba ganada. Entonces, vamos a la segunda tentativa. –Où est l’Arche de la Défense? Un giro de ciento ochenta grados, «Por allá», te reías, pero si es muy lejos, y yo comprobaba la dirección en el mapa. Cierta tranquila vibración entre tu brazo y el mío. En el día recorríamos la ciudad desdoblando el plano taride de París, estriado, de esquinas ajadas, con celo en la desgarradura. Buscábamos nombres: Le Condé, Neuilly, el barrio de L’Étoile, la avenida de Rachel, y enfilábamos hacia el bulevar del Petit Palais. Seguíamos avanzando por el terraplén, cada vez más de prisa. París es grande y resulta fácil hacer que alguien se pierda. Eso hacíamos, avanzar sin destino fijo poniendo a prueba nuestra brújula sentimental. Nos topamos con la Gare du Nord: en la estación de trenes nos deteníamos en los ojos abiertos de quienes partían. Subíamos y bajábamos escalones entre el trazado de andenes ensayando nuestra despedida. Así me lo imaginaba, tú escalabas el balcón para mirarme, yo bajaba las escaleras para salir a tu encuentro, tú mirabas el marco de mis lentes, yo atisbaba tu pelo saliendo de la solapas de tu chaqueta, y nos interceptábamos. En ese momento había abierto la puerta no para salir, sino para dejar que entraras y permanecieras. Por mí subías al preci-

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picio y me decías «Ven, polen, obedéceme a mí que soy el viento». El pasado era una escalera que yo volvía a subir. En el café de Les Deux Magots mirábamos los muros con firmas, ahí estaban los nombres de todos los clientes de los últimos cien años, corazones rotos y fechas de visita, nombres de escritores, de artistas que seguíamos en sus libros e imágenes. Después salíamos a incorporarnos al flujo de mujeres, de hombres, de niños y de perros, que paseaban y se desvanecían calle adelante como si cada uno fuera una postal. Hay electricidad en el aire de París en los atardeceres de octubre, a la hora en que va cayendo la noche, que era cuando comprábamos huevos y enfilábamos al apartamento. También jugábamos a las pinturas del Louvre. Habíamos visitado el museo tres mañanas seguidas, dividiendo salones y épocas. Succionaba las mejillas para que se trazaran los rasgos angulosos de las figuras de Modigliani, y sí, adivinabas y decías «Amadeo, Amadeo». O ponía mis dos manos, los dedos abiertos sobre mi cara para que me miraras dividida en perspectivas simultáneas de Picasso. Me recostaba en la cama vestida con una mano en la nuca. Ajá, la maja vestida de Goya; cierra los ojos unos minutos, ahora, la maja desnuda, desnuda. Me ponía de pie con una servilleta amarrada a un tenedor y mis pechos desnudos hacia la ventana, sí, Eugene Lacroix, «La Libertad guiando al Pueblo», viva la Liberté, viva. La última noche no freímos los huevos, los comimos crudos. Yemas amarillas y viscosas se deslizaban entre las manos, por la boca, viscosos los abrazos, amarilla la risa, almíbar de claras pintando las sábanas, besos en círculos que dibujaban los labios aceitosos como la piel de un pez, el beso se zambulle y deja una estela de burbujas. Te pedí ver una foto del niño. Sacaste la imagen de la billetera y vi el rostro de un bebé cualquiera. La guardaste pronto y yo miré al techo o a la ventana. Se puede viajar hacia un destino, desde un lugar, en alguien, viajar es un estado de gracia, tú lo fuiste por esos días que ahora se pliegan en el calendario como ilusiones ópticas. Yo diré que nunca he estado en París, tú restarás una vez a tu número de visitas. Amarilla, definitivamente amarilla fue la despedida. Estaba oscuro, raspamos un fósforo y nos encandilamos por última vez. Quedamos perplejos antes de apagar la luz Andrea Jeftanovic (Santiago, 1970) es autora, entre otros, de las novelas esCenario de guerra y geografía de la lengua; y de los libros de cuentos monólogos en fuga y no aCePtes Caramelos de extraños.


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Poesía

de Víctor Ruiz Velazco

[En breve cárcel] [Ángela] La palabra es el único pájaro que puede ser igual a su ausencia. R. Juarroz mi sangre, de ojos grandes de mirada hacia el cielo. mi sangre, de ojos alta fugaz marea vértigo en las sumas santa materia dolida angustiado verbo golpe de vértice opaco, hermana, breve cavidad de grito nueve meses rompiendo tejidos tan triste furiosa, cayendo con la sonrisa oscura con los ojos idos con el cielo empinando despedidas, hermana hermana

Muera lo que deba morir; lo que me callo. Antonio Gamoneda Invades el camino, De punta a punta, Como una rueda Y tu nombre mastica una espera Sentada Sobre el lomo de un erizo, Con la mirada en la puerta, Con tus carencias latiéndote en los ojos Con tu esperanza en un nombre de estómago amplio Y mi necesidad de salir del borde del suelo Para olvidar tu abandono para acariciar por dentro Esta voluntad donde pende una línea Como una boca que se abre frente a la voz de un animal que llora. Te encuentro entre grandes voces semejantes a la mía Estirando los muros con latas rellenas de piedras Cubiertas de frutas secas dulces como el rostro de una anciana dulces como la mordida de una tormenta el camino bordeado de plantas de sed, de rostros muertos, Mírame, llena de puertas cerradas cubierta de una infancia mal curada mírame frágil sabiendo de mi tiempo como una habitación rota como un colchón sumiso al tiempo a un cuerpo solitario nadando entre rabia y pudor nadando austero

En el río Salzburg «Juvavum era un centro comercial en tiempos del Imperio romano»; explica el guía vienés, con acento ítalo-americano, mientras la bella mujer posa frente a una cámara Polaroid que le promete una eternidad con fieles colores, como una constante agonía. Cuando revelemos la foto y el fantasma emerja de la oscuridad a la luz, podremos ver que la mujer que aparece en escena divide el río, ahora llamado Salzburg, como una gran ola blanca en medio de un sueño. –El sueño, queridos amigos, es lo que pasa siempre frente a nuestros ojos. «Juvavum, Salzburgo…, por aquí pasaron también hombres de todas partes de Europa, cuando Europa era solo el Imperio Romano»; escucho recitar al guía en medio de un caudal de voces. El Imperio también pasó: solo el río permanece inmóvil bajo este puente.

Hipótesis de una ventana Aparece una ventana, la observamos sin prestarle atención a la pared que la evidencia. La pared vale por la ventana; alrededor de ella –de la ventana– se ha erigido –pensamos, casi aseguramos. La ventana siempre estuvo allí, esperando que alguien le construyera una pared en torno de sí. No hacemos la pared y después la ventana. No. La ventana es una metáfora de aquello que la rodea y nunca llega a tocarla.

Después de Babel

inválido. A mi papá.

Palpito tal vez en un cadáver. Me trago la verdad y soy apenas un sonido, me dijiste un día cuando mi rostro era una espina. Entonces ampliaste tus brazos hacia el vacío, y lanzaste tu cuerpo. Tu caída larga como una habitación abandonada. La velocidad cayendo contra la tristeza y la memoria, perdiste tu nombre entonces, y fuiste un puñado de cabellos, unas uñas, un aullido. Entonces te miro: Papá tiene el rostro de un animal herido, tiene la boca cosida y una sonrisa clavada en puntos largos y constelaciones caudalosas. Papá contiene en sus manos la madera que enmarca al mundo, la que transforma en escalera de ébano, redonda y perfecta como un poema. Sus recuerdos tienen la forma de tortugas y peces, de ríos y mujeres que nacen rodeadas de muros, y mueren despacio, como mis nervios mojados. Y otra vez el silencio estalla, y lo nombro tiempo de pupilas abiertas, respiración de un ojo con lágrimas, caída libre de una pluma hacia la eternidad brillante. Tiempo, tiempo frente a la dureza de una vértebra blanca como el papel que se rellena frente a la muerte; tiempo, frente a un espiral amaneciendo en la bruma. Ya no son los rostros compuestos de fibra y lenguaje. Es la miel o la oscuridad, el hombre rebotando contra los puntos cardinales de su vida y soledad. Andrea Cabel (Lima, 1982) ha seguido estudios de posgrado en las universidades Católica, Ruiz de Montoya, de Burgos y de Pittsburgh. Es ensayista y autora de los poemarios las falsas aCtitudes del agua, uno rojo y latitud de fuego.

Si Babel no hubiera caído con todo y nuestros corazones –lluvia de adobes bajo un firmamento fallido–, tal vez podría buscar la palabra que entre sus escombros me lleve a tu lado. Mas sus voces nunca llegaron a nuestros oídos, sus restos yacen perdidos sin pronunciar palabra, sin emitir sonido. No soportó el peso de los siglos. No soportó el peso de las conciencias de sus constructores, quienes en medio del éxtasis balbucearon un nombre extraño a los oídos y vientres de sus amantes. ¿Cuál fue el sortilegio que llevó a estos hombres a dejar la ciudad erigida para que el pueblo de Dios tomase morada? Nuestras manos nunca lograron recoger sus canciones, una a una se fueron perdiendo como gotas de lluvia en una clepsidra y nuestras bocas ya nunca aprendieron del sabor de sus lenguas extintas. Una costra se formó en nuestras lenguas –debido a la sal que moldeó sus canciones–, de nuestros labios jamás brotó una palabra y fueron sepultados todos los sentimientos ajenos al tedio y a la bondad. ¿Y si después de todo dijera que voy hacia ti atravesando un mar de palabras como un puente milenario que sostiene mi cuerpo? Si tuviera otra lengua para hablar de ti sin mencionar las caídas, Babel habría valido la pena. Víctor Ruiz Velazco (Lima, 1982). Es editor y poeta. Ha reunido sus primeros cuatro poemarios en Barlovento (2012). fantasmas esenCiales le valió el Premio José Watanabe de Poesía 2011. Acaba de publicar la feliCidad es un arma Caliente, su primer libro de cuentos. Los poemas que publicamos forman parte del inédito Para esPantar a los ChaCales.


Relato

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Datta Este es mi espacio para servir este es mi espacio para crecer con el poema y tomar su forma definitiva aquella que ha de cambiar como cambia un estanque al que le es arrojado una piedra o una moneda este será mi triunfo sobre el nomovimiento que encierra a la piedra en su constitución de piedra y a la moneda en el bolsillo del avaro o en la mano abierta de quien nada tiene sino la conciencia de lo efímero y lo fluctuante que cambia para mantenerse inalterable limpio y constante y evitar –de este modo dejar de ser el viento la piedra y acaso el estanque pero también la mano abierta que con su renuncia lo hace posible

Sin título Buscaba imágenes del bien en los libros de arte moderno en las fotografías y cuadros, esculturas y exposiciones, en galerías dedicadas al arte moderno, dedicadas al pensamiento moderno Buscaba imágenes del porvenir y solo hallaba cuerpos humanos en descomposición ciudades en descomposición naturaleza en descomposición la prostituta de bonnard la ciudad dormida de delvaux la malinche de durham judit y holofernes de klimt el jardín de mccarthy Quería hablar del bien en tiempos en los que ya nadie quería escuchar a un predicador la venus de los harapos de pistoletto el baile de rego la catedral de rodin el arco inclinado de serra una pequeña música nocturna de tanning Quería traducir el bien desde una lengua muerta que no estaba seguro de lograr entender; no veía la vida que palpitaba en cada cuerpo, la vida que palpitaba en cada escultura, la vida que palpitaba en cada acción Tomó un cuchillo entonces, un cuchillo en lugar de un lápiz, para atravesar la noche como si buscara atravesar un lienzo pero no halló nada detrás

Por Yuri Herrera

G

orro traductor-apocalíptico. El artilugio expuesto en esta vitrina fue inventado a mediados del siglo XXI para fungir como una máquina traductora entre los llamados «esquizofrénicos» y la llamada gente «normal» (como es sabido, este oscuro concepto sigue siendo objeto de investigaciones y álgidos debates, al punto de que muchos especialistas se resisten a creer que designara algún sistema estable). El gorro consta de dos capuchas de algodón en uno de cuyos lados hay un juego de electrodos que se introducían profundamente en los cerebros del invitado y del «paciente» (este vocablo ha sido también objeto de controversia, pero se usa aquí por razones de contexto). Una vez que los cerebros del «esquizofrénico» y del «normal» se sincronizaban, este último podía experimentar la vera y rica variedad de estímulos –y el frecuente horror– que el ambiente ofrece, merced a la agudización de los cinco sentidos en el cerebro del «esquizofrénico»; más, por supuesto, el sexto y séptimo sentidos propios de estos individuos. Casi inmediatamente después de que este artilugio fuera inventado y aceptado por lo que se conocía como «comunidad científica», las sociedades industrializadas comenzaron a colapsar de perplejidad con el descubrimiento de que la realidad era mucho más enmarañada y ambigua de lo que les habían hecho creer. Se comprobó que las voces que escuchaban los «esquizofrénicos» eran rastros de otros tiempos o reflejos de otros lugares: señales lanzadas al vacío en un país remoto, monólogos internos que alguien lograba captar, subproductos de situaciones traumáticas que eran percibidos por alguien más y en una forma que nada tenía que ver con lo que la había originado (por ejemplo: una señorita lloraba por la partida del ser amado y en otra ciudad ese afecto era descifrado por el organismo de alguien más como un zumbido intermitente y enloquecedor, o como la orden de pintar rombos en el techo). Estos hallazgos condujeron a una súbita anomia: todo aquello que estructuraba los propósitos de la gente debía ser reevaluado ante la evidencia que presentaban estas ventanas vivientes, los «esquizofrénicos». Y no es que se hubiera descubierto otro orden, no es que los «esquizofrénicos» entendieran de otra

manera lo caótico; simplemente vislumbraban que no podía encontrarse sentido —más que de manera provisional— en la manera anárquica en que el tiempo, el espacio y el deseo (la cuarta dimensión, ahora lo sabemos todos) constituyen nuestros cuerpos. Es curioso que estas sociedades hayan tardado tanto en darse cuenta de lo absurdo que era reducir la realidad a tres dimensiones y que trataran de anular a los «esquizofrénicos» por medio de químicos o confinándolos donde no perturbaran la ilusión de «normalidad». Es abominable, además, no solo porque desde que se acuñó el nombre de este «trastorno» ya se tenía cierta intuición sobre su naturaleza, cierta sospecha de que era otra forma de inteligencia: una inteligencia dividida; es abominable por eso e inaudito porque la sociedad «normal» era una atravesada por contradicciones tan repugnantes que solo podían ser racionalizadas por una mentalidad igualmente escindida. Por supuesto, gracias a que pudo rastrearse el origen de los mensajes que los «esquizofrénicos» decían recibir, el gorro traductor (traductor guion apocalíptico a partir de que alguien reparó en que fue su introducción lo que precipitó el advenimiento de la exnormalidad) también confirmó la existencia de Dios. Se trata de un recolector de chatarra avecindado en el barrio La Ladrillera, en Bogotá, cuyo diálogo interno es transmitido a una variedad de individuos. No todas, ni siquiera la mayoría de las voces escuchadas por los «esquizofrénicos» vienen de Dios, pero sí es este el único cuyos impulsos íntimos se convierten en hechos reales. Puede, por ejemplo, cuando alguien de ojos rasgados lo trata descortésmente, pensar: «Qué aburrido me dejan estos chinos», lo cual ocasiona un terremoto de manera casi inmediata en Sichuán, aunque el sujeto no se entere, pues no acostumbra leer periódicos. Dios responde preguntas y escucha reproches en la sala F de este recinto, los martes y jueves, de 5 a 6 de la tarde.

Yuri Herrera (Actopán, 1970) es autor de las novelas traBajos del reino, señales que PreCederán el fin del mundo y la transmigraCión de los CuerPos.


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Buensalvaje ilustrado

«Cuando era niño disfrutaba juntar cómics. Algo en la combinación de los dibujos y los textos me llamaba mucho la atención. Cada tarde, después del colegio, regresaba caminando a casa y paraba en el quiosco de la esquina buscando las novedades de mis títulos favoritos. Los juntaba todos el fin de semana y, casi en un ritual, me sumergía en historias de personajes y mundos increíbles. Recuerdo viajar imaginariamente a otros planetas, conocer personajes insólitos y ser parte de historias que siempre terminaban con la palabra «Continuará…». Me encantaba esa invitación a seguir siendo parte de ese mundo de manera indefinida. Más adelante, después de intentar estudiar muchas otras cosas, volví sobre mis recuerdos y decidí atreverme a vivirlos. Me inscribí en una escuela de artes visuales e inicié la aventura que vivo a diario. Últimamente estoy obsesionado con imágenes que nos hablen sobre el sentimiento de ser peruano, como esta máscara usada para algunos bailes andinos. Es una imagen dura, seca, fuerte, que nos habla de un carácter intenso, telúrico, potente. Una de las tantas características de ser de aquí. Quedan muchísimas por explorar. Desde que me despierto, mientras desayuno, cuando pedaleo hasta mi taller, mientras enfrento mis ideas, bocetos y garabatos, e inclusive mientras sueño, pienso en imágenes que dan vueltas en un remolino infinito hasta que algo queda fijo en mi cabeza. En ese momento soy un buensalvaje y proyecto toda esa energía en el lienzo o el papel. Creo que seguiré así. No pienso detenerme nunca. Un buensalvaje nunca lo hace»

Gonzalo García Callegari (Lima, 1971) es un artista visual con más de ocho muestras individuales, siendo la más reciente «Peruanismos Vol. 1», de 2012.


Cuento gráfico

de trilogía suCia de la haBana, de Pedro Juan Gutiérrez.

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Martín López Lam (Lima, 1981). Artista gráfico. Ha publicado en Valencia la novela gráfica Parte de todo esto y colaborado en revistas como argh, kovra, mesinha de CaBeCeira, PuCk y CarBonCito.



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