Buensalvaje Perú #10

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2 Desvíos para lectores de a pie

Están pasando cosas. Importantes y sencillas. Importantes: el éxito de la reciente Feria del Libro en Trujillo; la continuidad de otras pujantes y de estupendos carteles como las de Huancayo y de Nuevo Chimbote; la reunión de la Cátedra Vargas Llosa en Lima del 24 al 27 de marzo, con unos invitados de lujo en distintas universidades –y en el Museo de Arte Contemporáneo– y a propósito de la primera entrega de su primer Premio Bienal de Novela (un hito); el hecho de que en mayo nuestro país será el invitado de honor en la próxima edición (la 27) de la Feria del Libro de Bogotá, adonde asistirá con una comitiva de primera, representativa y plural. Sencillas: hemos cerrado ya diez ediciones de esta pequeña revista, casi sin darnos cuenta. Por alguna razón, solemos celebrar más los números redondos, como si los aniversarios más valiosos fuesen siempre múltiplos de cinco. O, mejor aun, de diez. El hecho es que hemos llegado hasta aquí con la sonrisa fresca, lo que significa que tenemos cuerda para rato. ¡Salud! Dante Trujillo.

Convocamos a casi cien escritores, periodistas culturales y editores, quienes votaron por sus diez novelas y libros de relatos publicados en el Perú entre 1990 y 2010. Un experimento con interesantes resultados.

El décimo número de Buensalvaje no existiría de no ser por los textos, las ilustraciones, las fotos, ni el talento y la generosidad de Jaime Akamine ■ Carlos Omar Amorós Dante Ayllón ■ Crhistian Bafome ■ Miguel Blár ■ Cristhian Briceño Jaime Cabrera Junco ■ Rodrigo Cánovas ■ Juana Constantini ■ Víctor Coral Nana Cuevas Otonelli ■ Conrado Chang ■ Sergio Dapello ■ José Falconi Juan Carlos Fangacio ■ Fernell Franco ■ Jorge Frisancho ■ Fernanda García Lao Manuel Gómez Burns ■ Renso Gonzales ■ Rafael Gutiérrez ■ Eduardo Halfon Alain Huaroto ■ Miguel Ildefonso ■ Alexis Iparraguirre ■ Emilio J. Lafferranderie Carlos López Degregori ■ Ernesto Lumbreras ■ Daniel Luna ■ Maurizio Medo Juan Carlos Méndez ■ Mijaíl Mitrovic ■ Antonio Muñoz Molina ■ Alejandro Neyra Diego Otero ■ Tilsa Otta ■ Johann Page ■ Juan Panno ■ Carolane Michelle Paredes Alonso Rabí do Carmo ■ Rocco Reátegui ■ Gabriel Ruiz Ortega Carlos Tolentino ■ Alejandro Zambra. Tampoco, sin el apoyo de nuestros suscriptores y anunciantes, ni del comité editorial aéreo, conformado por Jaime Akamine, Alejandro Neyra y Carlos Yushimito.

Toda promoción tiene su repitente. La primaria de un colegio chileno es el escenario donde se cruzan los infortunios de un grupo de muchachos. Una regresión de Alejandro Zambra.

Editor general: Dante Trujillo Subeditora: Paloma Reaño Editora gráfica: Angélica «Pepa» Parra Productora: Karina Zapata Editor de buensalvaje.com: Fabrizio Piazze Portada: Ilustración Renso Gonzales La revista no necesariamente suscribe el contenido de los textos de sus escritores invitados. La decima edición de Buensalvaje, correspondiente a los meses de marzo y abril de 2014, se terminó de editar el 11 de marzo, cuando ingresó a las rotativas de Quad Graphics. El tiraje fue de diez mil ejemplares. Proyecto editorial número 31501221200604, ISSN 2305-2570, número de Depósito B legal 2012-09653 uensalvaje es una revista producida por Solar (www.solar.com.pe) Ca. Elías Aguirre 126, oficina 502, Miraflores. Lima, Perú.

Abrir el baúl de los recuerdos de tu abuelo polaco puede ser más desconcertante de lo que imaginas. Una relato de Fernando Halfon.

¿Quién decide cómo se debe narrar la violencia política en el Perú? Las polémicas posiciones dentro de la crítica literaria peruana.

El famoso cuento de Augusto Monterroso llega a nuestras páginas en la tinta de Nana Cuevas Otonelli.

Me llamo Pedro Ponce y dirijo la librería Rocinante (Boulevard Quilca, interior 1), desde hace tres años. Tenemos libros de Humanidades en general, de Literatura y Filosofía. También trabajo mucho con primeras ediciones, libros «inhallables hallados» de poesía y narrativa. Suelo aconsejar la lectura de los clásicos, que a veces un alucinante Plan Lector les hace olvidar a las nuevas generaciones. Estoy releyendo a Kavafis, Pessoa, Vallejo y Emilio Armaza. Por supuesto, todos muy recomendables.

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Serendipia

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Texto por Jose Falconi Fotografías de Fernell Franco

U

n hombre cavila solitario. La escenografía de su soledad es imprecisa, pero distinguimos que esta tiene de patio de escuela, de dependencia pública, o de monasterio. El piso ajedrezado debajo suyo provee una ligera rigurosidad a la escena (incluso los pasos en falso pueden ser medidos) y un cierto aire a destino (aquel hombre es la última ficha de un juego perdido hace mucho). Otro hombre, un piso más arriba y quizá aun más solitario, cavila también. El mismo piso ajedrezado, debajo suyo, delata su calculada inmovilidad. Decir que ha estado casi quieto, al acecho, desde hace horas, oculto entre sombras, sería solo otra manera de decir que lleva entre sus manos una cámara, la rendija detrás de la cual se esconde por horas para auscultar el entramado del tiempo. Confiado –la rotación de los astros son lo único puntual en el trópico– espera el momento justo: el mediodía, esos minutos perfectos durante el cual toda sombra se disipa, recogiéndose debajo de uno. Con el sol en su zenit, la soledad del primer solitario se hará más palpable en la cuadrícula: ni su sombra acompañará sus cavilaciones. Y será en ese preciso instante en que la agazapada soledad del segundo solitario se lanzará tras de ella hasta alcanzarla, recortándola del piso, levantándola delicadamente sobre el lente y capturando su reflejo con irremediable precisión. Si la fotografía ha sido siempre una manera de ordenar el tiempo, no ha habido más meticuloso clasificador, afilador de instantes en esta parte del mundo, en las últimas décadas, que el colombiano Fernell Franco. Si Cali abrazó a la salsa y al cine (Andrés Caicedo, Carlos Mayolo, Luis Ospina, Ramiro Arbeláez, entre otros), Fernell abrazó a Cali, a su manera. Así, caminó en solitario su ciudad, capturando sus constantes cambios de piel y a los personajes que la poblaron en el paso de un pueblo grande a una gran metrópolis. Y fue la misma cambiante escenografía urbana la que le mostró la paradoja más grande del medio mismo: ¿cómo capturar el paso del tiempo en un medio que sólo

captura instantes? ¿Cómo, por ejemplo, reflejar el frondoso decaimiento de un muro o una casa? Y es que si hay algo que define la búsqueda artística de Fernell, su experimentación continua, fue su interés por expandir la capacidad expresiva de la fotografía –limpiando o afilando las esquirlas con las que llegan los instantes retenidos en el diafragma hasta que estos devengan en su propia arqueología. Por ello, tal como en el caso del solitario sobre el patio, aprehender su imagen en el fotograma fue tan sólo el primero de sus pasos. Entrada la noche, arropado en la oscuridad de su estudio, regresará a ella, como si regresara a la escena del crimen. El viento fresco que recorre el valle del Cauca en la madrugada lo encontrará proyectándola una y otra vez, al amparo de una tenue luz roja, sobre los desiguales retazos de papel que pudo reunir durante el día, para luego, terminar sumergiéndolos en diversas soluciones hasta fijarlas. Al día siguiente, sobre un cordel en su estudio, los retazos de papel impresos con la misma imagen al infinito aparecerán colgando, como frutos secos. Los lápices de color y el trazo casi de niño sobre la cuadrícula monocroma harán lo suyo, profundizando la lejanía del sujeto retratado, cercándolo en sí mismo a plena luz del día. La variación cromática de la serie revelará que la topografía del tiempo que Fernell inventó en su obra se funda en la variación –la repetición calculada con un ligero desfase continuo– por lo que no existirán nunca dos iteraciones idénticas. En Fernell, la misma imagen, será siempre distinta. Por ello, si alguien busca el exacto retrato de la soledad escondido en estas fotografías, no podrá encontrarlo en una imagen en especial, sino en todas en conjunto. Solo al verlas una al lado de la otra, un impecable espacio de soledad comenzará a desplegarse frente a nosotros con irremediable precisión y que no será de aquel que cavila en el patio sitiado en si mismo por el color, sino de aquel otro, el que vivió al acecho del sol tropical por más de cuarenta años, y del que nos dejó su mas nítida cartografía

Jose L. Falconi (Lima, 1973) es fotógrafo y poeta (IndIcIos del naufragIo), e investigador del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Harvard. En el 2011 curó una retrospectiva de Fernell Franco en el Museo Nacional de Bogotá.

Fernell Franco (Versalles, 1942 – Cali, 2006), fotógrafo colombiano reconocido por sus series «Interiores», «Demoliciones» y «Álbumes de la ciudad». Se dedicó a la fotografía social, de prensa y publicitaria. Entre los premios que obtuvo se encuentran el de la Primera Bienal de Arte de La Habana en 1984, y el Premio Colombiano de Fotografía en 2001.


4 Fotografía: Xxxxx

El humanismo estético de Paul Auster Por Víctor Coral


Reseñas

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Este ícono antecederá a otros dos títulos que la revista invita a los lectores a conocer.

ensayos completos Paul Auster (Newark, 1947) Booket (2013) ■ 799 páginas ■ 75 soles

D

istingo dos tipos de ensayos: el académico, que tiene especificaciones rigurosas, incluso en el plano lexicográfico; y el literario, donde lo importante no es llegar a una conclusión «verdadera» sino dar a conocer el autor su punto de vista sobre un libro, un escritor, un hecho de la realidad, un tema que lo intrigue. Es a este segundo grupo al que pertenece ensayos completos, de Paul Auster. Sin embargo, este extenso volumen solo contiene un capítulo que puede llamarse, sensu stricto, de ensayos literarios: el titulado «Ensayos críticos», donde se adunan textos sobre escritores y poetas como Edmond Jabès, Knut Hamsun, un desconocido e interesantísimo Louis Wolfson, Laura Riding, Hugo Ball y la historia del Dadaísmo, Samuel Beckett (a quien rinde un homenaje sin concesiones), Paul Celan, Charles Reznikoff (su visión de NYC) y el brillante Georges Perec. Todas las otras secciones, que son poco menos que el 90% del libro, son compilaciones interesantes y muchas veces deliciosas de prefacios escritos por el autor de levIatán, o aquellos libros que él ha considerado de no ficción, como la InvencIón de la soledad, y otros que son más bien de autobiografía ficcional (me tomaré la libertad de llamarlos así), como a salto de mata. Por si la diversidad de textos fuera poca, ensayos completos contiene, a manera de cierre, dos entrevistas bastante reveladoras; una con Larry McCaffery y Sinda Gregory, y otra cedida a the parIs revIew. En la primera entrevista, Auster nos deja entrever su rechazo algo ofuscado a ser considerado autor de novelas policiales: «No es que tenga nada contra las novelas policiales, pero mi obra no tiene prácticamente nada que ver con ellas. Tomo elementos de este género en mis tres novelas de la «Trilogía», por supuesto, pero solo como un medio para llegar a un fin totalmente diferente. (…) A la larga, supongo que no tiene importancia. La gente puede decir lo que quiera; tienen derecho a malinterpretar los libros como les plazca. Lleva tiempo para que el polvo se asiente, y todo escritor debe estar preparado para escuchar muchas estupideces con respecto a su obra». En la entrevista con the parIs revIew, Auster parece sentirse un poco más cómodo y se anima a revelarnos que escribe

a mano en cuadernos cuadriculados, luego los mecanografía con una máquina de 1974 (parte de la mitología del autor que todo fan conoce), pero, sobre todo, nos devela que el párrafo es su unidad natural de composición, de la misma manera que el verso es la unidad básica de un poema. Auster trabaja y trabaja puliendo sus párrafos hasta que se encuentra satisfecho con el resultado. Esa satisfacción tiene que ver con que el párrafo haya adquirido la forma, el equilibrio y la música adecuados. Pero, ¿cuál es la relación que existe entre su obra y lo que llamamos realidad? «Me han sucedido tantas cosas extrañas en la vida, tantos acontecimientos extraños e inverosímiles, que ya no estoy seguro de saber qué es la realidad. Lo único que puedo hacer es hablar de la mecánica de la realidad, reunir pruebas de lo que sucede en el mundo e intentar registrarlo tan fielmente como se pueda. He usado ese enfoque en mis novelas. No es tanto un método como un acto de fe». Ciertamente, el hecho de que este libro no reúna solamente ensayos literarios, como parece sugerir su título, no le quita mérito en ningún momento al placer de su lectura. Hasta las secciones más ligeras, como «Prefacios» y «Acontecimientos», guardan verdaderas joyas que pueden incluso cambiar la visión de lectores no fanáticos de Auster, como este reseñista. La documentada nota sobre el hijo de Mallarmé, por ejemplo, o aquella donde cuentas que Nathaniel Hawthorne es el escritor estadounidense que más admira, y ese enterado texto sobre el cineasta Jim Jarmusch y su visión poética del cine –antes de convertirse en cineasta, JJ había sido poeta. En fin, muchos temas y autores por conocer es lo que nos deja la lectura de estos ensayos completos. Como, por cuestión de espacio, es imposible detenerme en cada uno de los textos incluidos en el libro, repararé en uno que dentro de mi experiencia austeriana resulta aparentemente singular, insular dentro de su obra: «Sonreír». Básicamente se trata de un texto de ayuda –no de autoayuda, ojo– que empieza con una suerte de poema en prosa donde se conmina al lector (o es el autor el que se ordena a sí mismo) a sonreír en los momentos más difíciles, en realidad en todo momento, aun cuando la sonrisa no te sea devuelta, pues una sola sonrisa recibida en el día, debe ser considerada «como un precioso regalo».

En una segunda parte titulada «Hablar con desconocidos», Auster ensaya (esa palabra) una suerte de apología del relacionarse con gente que no se conoce. Afirma incluso, a pesar de que «los cínicos consideran que ese tema es banal», que el hablar del clima es una excelente manera de entablar una conversación con cualquiera, pues el clima es algo que nos afecta a todos, nos unifica en nuestra precariedad frente a los rigores naturales: «Nos separan tantas cosas y hay tanto odio y discordia en el ambiente, que es bueno recordar las cosas que nos unen. Cuanto más insistamos con ellas en nuestras relaciones con los desconocidos, mejor será el ánimo de la ciudad». Las dos últimas secciones de este texto escrito con el propósito explícito de «embellecer la vida en Nueva York», invitan al ciudadano a abastecerse de sándwiches y/o tickets de menú del McDonalds para regalárselos a «los desdichados», y, poética idea, instan al neoyorquino a adoptar un pequeño lugar de la ciudad y dedicarle un tiempo para pensar en él, embellecerlo, limpiarlo, entenderlo como una extensión de su ser. Pero no se equivoque el lector. Ese texto no está tan lejano, ideológicamente hablando, de las grandes novelas y cuentos del escritor. Auster siempre está hablando de los otros y con los otros en su obra. Siempre está preocupado de llegar al lector de la manera más limpia y bella con su escritura. ensayos completos nos confirma el humanismo estético de un escritor que ha logrado erigirse en una voz que clama –pequeñas o grandes– verdades y bellezas en un desierto de concreto y frialdad. Su grandeza se puede percibir en la facilidad que tiene para dejar constancia escrita de su admiración por escritores contemporáneos suyos, como Doctorow, Rushdie y DeLillo, cuando muchos otros autores de menor talento que el suyo consideran la carrera literaria casi como una guerra fratricida. Concluiremos entonces –como si un ensayo fuera esta reseña–que leer estos maravillantes textos incluidos no tiene pierde alguno e incide favorablemente en la comprensión de la obra de Auster Víctor Coral (Lima, 1970) es periodista cultural, crítico y autor de las novelas rIto de paso y mIgracIones; y de poemarios como luz de lImBo, poseía (2005-2010) y el reciente tres veces postergado retorno, entre otros.


6 Fotografía: Wikipedia commons

Apuntes de un vendedor

Los Años de peregrinAción deL

de mujeres

chico sin coLor

Giogio Faletti (Asti, 1950) Anagrama (2012) ■ 392 páginas ■ 70 soles

Haruki Murakami (Kioto, 1949) Tusquets (2013) ■ 320 páginas ■ 69 soles

Novela. «Me llamo Bravo y no tengo picha». Así comienza la novela de Giorgio Faletti, con este sonoro pistoletazo de salida que, es a la vez, toda una declaración de intenciones. Una frase destemplada dirigida a vulnerar y hacer leña la pasividad del lector, y que reluce como anticipo de su afilada propuesta narrativa. Si hay autores que prefieren consumar sus historias en un plano simbólico, el autor italiano toma el camino contrario: pólvora en mano, arremete con un thriller trepidante cuyo realismo y logrados matices retro resultan tan potentes como explícitos. No hay mayores regodeos, Faletti define su trama en el campo minado de la acción. Desde allí intenta sacar partido de su naturaleza de prestidigitador. Porque su figura es, a todas luces, la de un perfomer, un creador curtido en los artificios –y oportunidades– que pueblan el género negro.

A diferencia de sus creaciones anteriores, como yo mato y yo soy dIos, rotundos bestsellers escenificados en suelo norteamericano, apuntes… acontece en un periodo crítico de la historia italiana: durante los días de secuestro del ex Primer Ministro Aldo Moro en manos de las Brigadas Rojas, allá por 1978. La novela le toma el pulso a esa época de tensión, cogiendo el punto de vista de un enigmático proxeneta que oculta su condición de castrado. A partir de su lucidez y maneras impostadas, se proyecta una mirada llena de nostalgia hacia el mundo nocturno milanés, animado por variedades, negocios mafiosos, mujeres de temer y harto dinero en juego. La evocación no es casual: en su juventud, Faletti fue cantante de cabaré y creció en ese círculo que retrata con fascinación y afán introspectivo. apuntes… se mueve entre dos universos: el contexto social/político y los bajos fondos nocturnos. Polos que parecen contrastar, pero que encuentran su punto de correlación con el devenir de la tragedia y el acopio de las intrigas. Para Faletti, la violencia es la materia que lo trasciende todo, que se gesta bajo las sombras y termina salpicando a propios y extraños. Tal vez, sin esperarlo, el italiano ha creado una novela pesimista en la que no hay resquicio para la redención ni la humanidad. Por Jaime Akamine. haBlar solo (Andrés Neuman)

Novela. Nostalgia, pérdida y memoria son los temas de la más reciente novela de Haruki Murakami. los años de peregrInacIón del chIco sIn color narra la historia de un joven llamado Tsukuru quien un día es rechazado por su círculo nuclear de amigos sin razón aparente. Torcido por esta experiencia, dieciséis años después Tsukuru se ha convertido en un hombre emocionalmente distante y complicado. Al entablar su primera relación amorosa significativa, su pareja reconoce el trauma y lo convence de buscar a sus viejos amigos para intentar reconstruir el pasado y encontrar la razón por la que fue repentinamente exiliado del grupo. Para esto, regresa a su ciudad natal, Nagoya, y viaja por primera vez fuera del país en busca de respuestas a las inseguridades que han pesado sobre él durante décadas. Esa gran interrogante que le dio forma a su vida. El título de la novela responde a una pieza musical compuesta por Franz Liszt. Al igual que las piezas de Liszt, esta novela de Murakami es sentimentalmente compleja. El uso constante de metáforas e imágenes crea un balance interesante entre los sucesos realistas de la historia y el subconsciente del personaje principal, cuyos sentimientos se nos exponen como parte de un mundo metafísico de magia, misterios y sueños oscuros. Cuando ambos mundos se interponen, la imaginación de Tsukuru interfiere en el mundo real y su depresión toma las riendas de su vida: «La diferencia entre la muerte real y la muerte metafórica es mínima». La mezcla entre una narrativa fluida y un contenido profundo parecen ser las razones detrás del éxito comercial y crítico de Murakami. Durante los últimos años varias de sus novelas y relatos cortos han sido adaptados al cine, y los rumores sobre su posible nominación al Premio Nobel crecen cada año. Por supuesto, también suma detractores, que lo ven forzado, manido y cursi. los años de peregrInacIón del chIco sIn color vendió más de un millón de copias en su primera semana, superando el record de la página de Amazon en Japón (sostenido por su novela anterior, 1Q84). El libro será traducido al inglés a finales de este año; extrañamente, ya podemos encontrar su versión en español en las librerías limeñas. Por Rafael Gutiérrez. fuera de juego (Migue Ángel Ortiz) tIgre lunar (Penélope Lively)

Por Alejandro Neyra operacIón dulce ■ Ian McEwan (hampshIre, 1948) ■ Anagrama (2013) ■ 396 páginas ■ 102 soles

Novela. Es usted una mujer británica, joven y atractiva. Imagínese, si quiere, con zapatos de taco, un escote sobrio que resalte su busto firme, pero una falda no tan corta (después de todo, estamos en 1972). Su nombre es Serena Frome. Es usted inteligente, tanto que se da cuenta que en realidad es menos brillante que la mayoría de sus compañeros en Cambridge, donde ha entrado a estudiar gracias a sus buenas notas en el colegio. Es el tiempo de la liberación femenina, del rock y del uso de alucinógenos, todo en lo que está metida su hermana para el horror de su familia conservadora. Usted en Cambridge está más allá de esas lamentables tropelías; suficiente tiene ya con lidiar con un mundo hostil para las mujeres inteligentes. De pronto, un golpe de suerte. Recibe usted, debido a sus condiciones –y a que se ha convertido en amante y confidente de uno de sus profesores– una oferta para entrar al MI5, el Servicio de Inteligencia Interior (por favor, no confundir con el MI6, el servicio secreto exterior, el de James Bond y otros espías internacionales). Como usted, después de todo, es una joven británica, su labor en el MI5 consistirá en archivar información clasificada, recortar diarios y servir café. Bien visto, es un trabajo de lujo. Pasan los meses lentos, es la burocracia. Pero de pronto, otro golpe de suerte. Su amante, en connivencia con uno de sus colegas hombres que se nota también atraído por usted, la recomienda para una misión de la mayor importancia. Creo haber olvidado decir que usted conoce algo de literatura. Eso la ayuda a ser elegida para aquella misión: encontrar un escritor joven y prometedor con ideas favorables al capital –una forma amable de decir anticomunista; estamos en plena Guerra Fría, hay que estar seguro de qué lado está cada quien–. Aquel escritor se beneficiará, sin saberlo, de un fondo especial, una suerte de beca ideológica, para asegurarle la fama y la «libertad» para escribir lo que le plazca. El mundo perfecto para un joven narrador (es mejor conseguir un narrador antes que un poeta, claro, los versos son crípticos y ambiguos). Efectivamente es la misión ideal para alguien que, como usted, sigue atenta la nueva literatura británica, donde hay muchos jóvenes talentosos que empiezan a publicar sus primeros cuentos: Amis, Barnes, McEwan, Rushdie. Pero se fija usted en Tom Haley, el más virtuoso, el más guapo… y el más liberal, obvio. Lo que usted no llega a prever es que se puede enamorar de aquel irresistible chico. Lee usted sus cuentos que describen, con metáforas incomparables, la fuerza del carácter inglés que se sobrepone al destino pese a la situación que vive el Reino Unido (crisis energética, política y de confianza). Haley es un visionario, un genio decidido a cambiar la literatura y el mundo. Su primera novela ha sido comprada ya por un editor generoso, gracias a la palanca del Servicio de Inteligencia y gana el premio más importante del Reino Unido. Entonces, al momento de publicarlo, sucede algo imprevisto. Los cuentos eran algo curiosos y parecían razonablemente capitalistas, pero la novela… es una novela con tintes orwellianos, una crítica al sistema. Por sobre todo, un grave error del MI5, y de usted, Serena, que en el intento de salvar su amor, terminará haciendo más evidente la farsa. operacIón dulce es una historia de espías y de inteligencia (que coinciden en algunas ocasiones). En esas historias, habrá notado el lector avispado, no hay golpes de suerte. Tendrá que leer la novela para darse cuenta de lo que esconde esta historia. Solo la verdad lo hará libre los corruptores (Javier Zepeda)


Reseñas

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Fotografía: koratai.com

hA vueLto

Por Gabriel Ruiz Ortega henry y cato ■ Iris Murdoch (Dublín, 1921 – Oxford, 1999) ■ Impedimenta (2013) ■ 448 páginas ■ 144 soles

Novela. ¿Te gustan Alice Munro, Lorrie Moore, Joan Didion, Zadie Smith, Toni Morrison y Joyce Carol Oates? Si es así, entonces la irlandesa Iris Murdoch te va a encantar: ella es su maestra. Si no, te sugiero que te des una oportunidad. Léela y le agradecerás por tamaña oportunidad. Narradora de lectores incómodos y exigentes. Narradora para narradores. Narradora cuya poética se encamina en los más escondidos senderos de la dimensión humana. Lo que pocos se atrevían a contar, ella lo hacía como nadie. Murdoch te seduce, te divierte, te susurra en el oído y te hace partícipe de un espectáculo degradante del que no quieres ser parte. La lees y sientes un oscuro alivio porque sabes que no eres ni remotamente uno de sus personajes. En henry y cato, acaso su mejor novela, asistimos a una narración lineal, llámala pura, de aliento decimonónico, pero sin la carga de las descripciones exhaustivas. A nuestra autora no le gusta detallar lugares, ni objetos, sino sensaciones que determinan el comportamiento de sus personajes, tal y como vemos en las primeras páginas con la desazón del sacerdote Cato Forbes en el puente ferroviario de Hungerford de Londres. ¿Qué es lo pasa? ¿Por qué camina de un extremo a otro del puente? ¿Acaso piensa suicidarse? Su extraño accionar nos lleva a barajar más de una especulación. En la misma línea narrativa, se nos presenta a Henry Marshalson, quien regresa a su país para hacerse cargo de una herencia que no esperaba. Mientras intenta dormir en el avión, Henry se cuestiona por cada una de las decisiones que ha tomado en los últimos años. La peor de ellas: pensó que en Estados Unidos iba a encontrar un sentido para su vida. En él detectamos una violencia interna que canaliza, en especial, en su madre. Piensa en no frecuentar a nadie ni bien arribe, pero también sabe que no sirve de nada aislarse. Por ello, considera que su viejo amigo Cato es la única persona que vale la pena buscar. Esta escritora, considerada en un su momento «la mujer más inteligente de Inglaterra», despliega genialidad al momento de poner en el asador los complejos y taras de Cato y Henry. Ambos hacen gala de una alta cultura, de una sólida formación y de una mente privilegiada. Murdoch los desnuda en el punto más sensible y aparentemente impenetrable: su moral. Nos convertimos pues en espectadores de primera fila de su cirugía literaria, porque eso es lo que hace, sanarlos, pero los cura en el enfrentamiento con lo que menos están dispuestos a aceptar. Sin más, son arrojados a la hoguera. Esta obra maestra encapsula lo mejor de la autora. En ella sufrimos, disfrutamos y aprendemos con su mirada, voz y costura narrativa. Se dice que las grandes plumas ofrecen idóneas puertas de acceso. Pues bien, estamos ante la puerta idónea de una obra narrativa que a la fecha se yergue como una de las más contundentes desde la segunda mitad del siglo anterior, sin exagerar. Por lo dicho, esta reciente reedición de henry y cato por el gran sello Impedimenta, es un genuino motivo de celebración. Murdoch vuelve con el único objetivo de seducir a los lectores de las nuevas generaciones. Desde hacía buen tiempo me preguntaba por qué no la conocíamos más, por qué no la leíamos como la teníamos que leer, por qué no nos inspirábamos en su magisterio narrativo. Pues bien, se acabaron los lamentos un holograma para el rey (Dave Eggers)

vidA de zArigüeyAs

Timur Vermes (Núremberg, 1967) Altazor (2013) ■ 283 páginas ■ 66 soles

Dolly Freed (Filadelfia, 1960) Alpha Decay (2012) ■ 224 páginas ■ 73 soles

Novela. Lo primero que llama la atención de este libro es su genial diseño de portada. Lo segundo llega al comenzarlo: la idea de tener resucitado a Adolf Hitler en el Berlín de 2011 resulta muy seductora, más cuando el personaje serísimo de 1945 es ridiculizado sin clemencia por Timur Vermes en esta, su primera novela. La primaveral mañana de «su vuelta», el hombre más temido de los últimos tiempos –como en mI lucha, narrador, por cierto, de sus avatares– no encuentra esvásticas, sino más bien inmigrantes de todos los colores en las calles, homosexuales, ¡judíos! y, en el gobierno, una señora regordeta. Los alemanes de hoy ven al Fhürer como un tipo risible, extravagante… un raro. «Ya muy pronto le expliqué a Goebbels que, si fuera necesario, estaría dispuesto a hacer de payaso con tal de atraer la atención de la gente», cuenta el protagonista, y como tal, acorde con los tiempos, termina convertido en una celebridad televisiva y de las redes sociales (concretamente, como un gran imitador de sí mismo), lo que el autor aprovecha para despacharse contra una sociedad frívola, arribista, banal, dando, como es de esperar, situaciones jocosas. (Que un tipo así, seductor y enajenado, cautive a las masas resulta verosímil y, por ello mismo, desconcertante, preocupante). Por su parte y como es de esperar, como todo genio siniestro, pronto el hiperactivo protagonista, terco, observador, tenaz, cazador de las debilidades ajenas, comienza a rearmar sus planes políticos para «salvar al pueblo alemán», en medio de observaciones tan agudas como desconcertantes. Es Hitler, vamos.

Ensayo. Aunque el título del libro no parece decir mucho, su subtítulo sí es elocuente: «Cómo vivir bien sin empleo y (casi) sin dinero». ¿Dónde firmo?, se preguntará más de uno. Esto que aparenta ser una fórmula mágica es una historia real, la de Dolly Freed, quien con dieciocho años –durante la década de los setenta– optó por llevar una vida de austeridad total junto a su padre en un hogar de Filadelfia. Como era de esperarse, el testimonio de Freed se convirtió en una proclama de libertad para muchos estadounidenses que eligieron apartarse del furor monetario, los gastos fatuos y las «necesidades» inventadas por el consumismo y la publicidad. El survivalismo ante la economía, digamos.

El exceso de referencias a personajes reales alemanes, muchos de ellos del mass media y de la política, puede complicar, ralentizar la lectura y su disfrute. El único punto de vista de Hitler, sus monólogos a veces excesivos, tampoco abonan a favor del libro, que, casi está demás decirlo, ha sido un éxito de ventas rotundo en Alemania. Y se viene la película. Todo esto, por supuesto, invita a los lectores de todo el mundo que hayamos sufrido las consecuencias de dictadores nefastos, a preguntarnos cuál es nuestra parte de culpa por llevarlos a sus puestos de mando. ¿Dónde está, a mi juicio, la mayor proeza de este polémico libro? Que nos riamos con Hitler. Por Conrado Chang. dIarIo de otoño (Salvador Pániker)

Con una prosa fresca y no poca mordacidad, Freed aclara que esa emancipación de la conquista financiera no es un deseo de vivir en la completa miseria ni tampoco una tendencia generacional como el jipismo, sino una reivindicación de la pereza y el buen vivir poseyendo solo lo estrictamente necesario. Y por eso cita a Diógenes al afirmar que «La gente no tiene posesiones, sus posesiones los tienen a ellos», lo que recuerda también al reloj de Cortázar y a tantas otras historias sobre la esclavitud materialista (televisión, smartphones y un largo e idiotizante etcétera). El libro luce por momentos desbalanceado debido a sus largos tramos de contenido utilitario que no resultan de tanto interés, a menos que el lector busque realmente aprender a criar y cocinar conejos, sembrar y cosechar en su propio huerto, o construir un sistema casero de calefacción. Pero para quienes no buscamos un manual práctico, lo más seductor de la obra está en su lado encendido, de manifiesto, en el que el espíritu de liberación –realzado por una motivadora redacción en segunda persona– llama a modificar nuestra forma de ver la vida, dejar atrás las ataduras, y decidirse de una vez por todas por el cambio. vIda de zarIgüeyas, traducida por primera vez al castellano por la impecable editorial Alpha Decay, en su colección Héroes Modernos, funciona a la perfección en estos tiempos en que el capitalismo se ha vuelto más depredador que nunca y las crisis financieras en el mundo nos atacan directamente al cuello y por la espalda. Por Juan Carlos Fangacio. el anfItrIón (jorge Edwards) la fragIlIdad de los cuerpos (sergio Olguín)


8 Fotografía: Wikipedia commons

LA feLicidAd es un ArmA cALiente

tigres de pApeL

Víctor Ruiz Velazco (Lima, 1982) Animal de invierno- Librosampleados (2013) 128 páginas ■ 25 soles

Francisco León (Lima, 1975) Altazor (2013) ■ 283 páginas ■ 20 soles

Novela. Desde el epígrafe de Albert Camus «No puedo tener la libertad sino el concepto de prisionero o del individuo moderno en el seno del Estado» nos encontramos con una novela transgresora, donde la prosa poética fraccionada se antepone a las vivencias y recuerdos de la protagonista, Fabianna, y a los de la familia y amistades que la rodean en su lecho de muerte en un hospital público.

Por Dante Ayllón Karoo ■ Steve Tesich (Užice, 1942 -1996) ■ Seix Barral (2012) ■ 560 páginas ■ 95 soles

Novela. Saul Karoo, el protagonista de esta historia, es un guionista cincuentón que en realidad no escribe guiones; los reescribe. Nunca en su vida ha creado siquiera una línea propia. Su labor cotidiana pasa por diseccionar y manipular los textos de otros. Su talento se luce al desmantelar inescrupulosamente el trabajo y las ideas ajenas para hacerlos calzar en la maquinaria del cine comercial. La fama y el dinero lo han convertido en un pequeño sátrapa que transfigura el barro en metal precioso solo con tocarlo. Sin embargo, Karoo no vive tan complacido consigo mismo como debería. Lo aquejan más males de los que él puede sobrellevar. Cada una de sus enfermedades es más curiosa que la otra y es él mismo quien las diagnostica y descubre, con cada una, que hay algo que no volverá ser como antes. Alcohólico y fumador incontenible, empieza a alarmarse verdaderamente cuando nota que no logra embriagarse más, por ningún medio. Desesperado, bebe compulsivamente y se finge más excesivo que de costumbre para dar a los demás –quienes no sospechan de su enfermedad ni tampoco sabrían comprenderla– lo que esperan de él. Sin embargo, quizá la peor de todas sus dolencias, la madre de todas ellas, sea el brutal miedo del protagonista por estar a solas con cualquier persona, incluyéndose él mismo. Así, Karoo rehúye a toda costa cualquier tipo de lazo afectivo y ni siquiera se salvan de ello quienes viven más próximos a él. Ese es Saul Karoo, un Ulises moderno entrampado en el vacío absoluto. Impedido de llegar a su improbable destino por las adversidades que él mismo ha construido con sus embustes y mentiras. Su patetismo llega a extremos inimaginables y no es difícil creer que confunda incluso la posibilidad de ser feliz con una más de sus enfermedades. Un personaje disoluto, falaz, un truhán que se regodea de serlo, prejuicioso, despectivo, un genio malévolo, un incomprendido. En suma, un personaje a la vez abyecto y entrañable que logra ponernos de su lado y sintonizar con lo peor de nosotros, con nuestro lado más falible (¿y humano?). Un tipo buscando la redención en medio de sus peripecias homéricas junto a quienes aún guardan cierta estima por él o le hablan siquiera, por ejemplo su ex mujer, su hijo adoptivo y la madre biológica de este. Karoo es una novela inteligente y divertida. Su comicidad no es típica, segrega un humor negrísimo y es por momentos desgarradora. La lucidez de las reflexiones del autor sobre la condición humana, sus silogismos tramposos y deliciosamente afilados, fluyen en una narración limpia y de gran dinamismo. La estructura argumental está muy bien llevada, aunque hacia el final se extrañe la voz del protagonista. Steve Tesich, autor de esta novela, fue también un guionista, además de dramaturgo y novelista, nacido en Yugoslavia (hoy Serbia) que migró tempranamente a los Estados Unidos. Gozó de gran prestigio en su oficio y llegó incluso a ganar un Oscar en 1979. Murió repentinamente de un ataque cardiaco y dejó inédita esta novela, que fue publicada por primera vez en 1998, dos años después. Karoo fue, en su momento, elogiada por la crítica y avalada por algunos autores consagrados, sin embargo no tuvo la difusión necesaria y cayó en el olvido. Convertida en obra de culto, fue rescata y reeditada el año pasado por una pequeña editorial francesa. Así ganó el Prix Mémorable un cuarto en la azotea (Ruskin Bond) ■ cerveza en el cluB de snooKer (Waguih Ghali)

Cuentos. Si la novela de moda no te cuenta nada, deja el Facebook (solo unos minutos) e intenta con «This Land is your Land». Para mí, lo mejor de la L a felIcIdad es un arma calIente , la primera colección de relatos y más reciente publicación de Ruiz Velazco. Este cuento puede describirse como los asombrados ojos de un niño ante la muerte, versión guerra interna peruana. Asimismo, otro infante presta su mirada en «No todos los pájaros vuelan hacia el sur» para descubrir que la vida puede ser dura como un puñetazo contra una pared de ladrillos sin tarrajear. Así, en ambos, la realidad es observada a través de una persiana americana (compuesta básicamente por Hemingway, Capote y dos más) pero dichas influencias, estéticas más bien, se diluyen o quedan en segundo plano ante la verdad que esos relatos exudan. El autor amenaza, así, con dejar a las musas –precoces obras completas en Barlovento y el premiado fantasmas esencIales, ambos de 2012 – para abrazar a las masas con este libro de cuentos que, vale decir, ya agotó su primera edición. Dejar a Pound –«ese viejo che’ su madre», Luchito dixit– por Hemingway y su prole puede ser peligroso. Sin embargo, Ruiz Velazco ha sabido ser infiel: sus relatos no son poéticos y eso es un acierto. También lo es bucear en las oscuras aguas del pasado personal para arponear situaciones, sentimientos, y un punto de vista desde donde, en efecto, la felicidad ha sido un arma caliente. Un permanente conflicto con el padre y con su ausencia se asoma en estos cuentos. La mujer, que en la niñez cobija como una madre, más adelante –ya con DNI–, es una presencia que intenta ser penetrada por la razón y no por el deseo. Los lectores jóvenes y los viejos mañosos pueden extrañar algunas notas de sexo, hay que decirlo. Los guiños musicales (Beatles, Bowie, Cohen, Dylan) son solo eso: puntos de partida para el remolino de la creatividad. Este no es un libro musical. Aunque sigue sonando en la memoria después de haber cerrado sus páginas. This Land is your Land. Y punto. Por Juan Carlos Méndez. Boston. sonata para vIolín sIn cuerdas (Todd McEwen)

La agonía de Fabianna es la de una sociedad corrompida por el poder –no solo el que se consigue por ser parte de un Estado corrupto–, ajena e insensible ante los problemas de los demás. El eje del libro es el poder: institucional, humano, sexual. Esta segunda novela de León le debe mucho al teórico francés Michel Foucault, experto en estudios críticos de las instituciones sociales. De ahí que el autor tome la antigua expresión china «Tigres de papel», utilizada por el revolucionario Mao Zedong, para designar algo que aparenta ser una amenaza pero es en realidad inofensivo, y lo complemente con la fotografía de un cerdo (en la portada) para señalar la catadura moral de quienes ejercen el poder (imagen de referencias orwellianas). Pero esta no, por si acaso, una novela política: es una historia crítica al sistema panóptico, aquel Estado vigilante que oprime las conductas de los gobernados y reintegra a los infractores en el buen camino que la sociedad determine. Con un lenguaje coloquial, cargado de peruanismos, replana y, en ciertos puntos, vulgar, el autor juega con los tiempos narrativos y pretende la representación de la continuidad de la realidad en que vivimos, convirtiéndonos en esos tigres de papel de una novela que plasma todo el desencanto existencial en una historia dura y, por momentos, difícil de seguir. El narrador guía la historia y la alimenta con escenas del pasado de Fabianna, que en una especie de caleidoscopio se entrelazan con secuencias de las perversiones sexuales de los personajes principales. Estos hechos son el triste reflejo del estilo de vida de estos seres marginados por el azar o el infortunio, que se reencuentran en un lecho de muerte. tIgres de papel es una novela arriesgada. Por Carlos Omar Amorós. el juego de rIpper (Isabel Allende)


Reseñas

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eL rumor de LAs AguAs mAnsAs

fLores AmAriLLAs

fugA de mAteriALes

LibreríAs

Christian Reynoso (Puno, 1978) Peisa (2013) ■ 314 páginas ■ 45 soles

Raúl Tola (Lima, 1974) Alfaguara (2013) ■ 428 páginas ■ 59 soles

Martín Kohan (Buenos Aires, 1967) Universidad Diego Portales (2013) ■ 240 páginas

Jorge Carrión (Tarragona, 1976) Anagrama (2013) ■ 344 páginas ■ 92 soles

Novela. Los Versaglio son una familia de inmigrantes. Su historia es en parte la de los bachiches que llegaron al Callao a fines del siglo XIX y principios del siglo XX y se integraron preparando pan y pasta, pero poco a poco fueron diversificando sus intereses comerciales e hicieron de Lima el centro de una comunidad activa, prolífica, fervientemente religiosa y moralmente dudosa: una alegre mafia. El patriarca, Albano, partidario de Garibaldi, es quien huye de Italia en la revolucionaria y violenta época de la Unificación junto con su hijo Giovanni, quien asentará sus vínculos en esta tierra prometida. La tercera generación es la del personaje central de la novela, Severo Versaglio, cuyos vínculos con la dictadura de Odría convierten esta buena novela en un thriller político que le debe tanto a Vargas Llosa como a Mario Puzo. Severo aporta a la iglesia San Felipe Apóstol en San Isidro y lleva flores a la casa; mantiene sus negocios textiles y su stud de caballos de carrera; se encama con su modosa secretaria; se pierde con su socio y cuñado en callejones de los Barrios Altos en los que se embriagan celebrando el éxito de sus negocios, en medio de jaranas en las que abundan mujeres alegres de cascos que se refocilan con aquellos excéntricos millonarios. En suma, Severo es un hombre intachable. El problema de Severo es que desea extender su suerte a un campo más peligroso que la camorra: la política peruana. Esa será su perdición. En la historia de estos ítalo-peruanos está también contenida nuestra propia historia republicana, marcada por la corrupción y las oportunidades perdidas, pero también por el sexo y la moralina, por los medios de comunicación, por el juego y la apuesta –en particular la hípica–, y por la convicción de que en paralelo a nuestras vidas se mueven intereses que nos impactan a veces directa y a veces indirectamente. La saga de los Versaglio es la síntesis de un país en que la ruta hacia el progreso está marcada muchas veces, como en el género giallo (literalmente amarillo como las flores del título, pero también el nombre que se da al policial en Italia) a sangre y hierro. Léase con cuidado, recordando siempre que la ficción política peruana se parece mucho (cuando no es igualita) a la endeble realidad. Por Alain Huaroto.

Ensayo. fuga de materIales es un mapa de intereses del escritor argentino Martín Kohan. Y por ello, una excelente vía para acercarnos al autor de Bahía Blanca (2012). Está compuesto por treinta y cinco artículos que sorprenden por su inesperada temática y la curiosidad que despiertan. Por ejemplo el texto que abre el libro, sobre los momentos de abstracción previos a la escritura, aquel preludio de la creación en el que el escritor saborea los bordes incipientes de una ficción abstraído totalmente de la realidad.

Ensayo. Este libro puede y acaso debe leerse como un testimonio de resistencia romántica: a medida que se multiplican por todo el mundo las plataformas de comercio electrónico que ofrecen libros físicos y digitales, las librerías, esos espacios que han reunido durante siglos a libros y lectores, han comenzado ya lo que parece una inexorable retirada. El catalán Jorge Carrión, mezclando erudición (en zapatillas), amor y buena pluma, ha recorrido medio mundo antes de escribir este réquiem adelantado por aquellos lugares que, más que tiendas de comercio, han fungido muchas veces de reductos, templos, refugios, paraísos tanto de la cultura como del fetiche, hoy en franco peligro de extinción. El autor ha ensayado una cronología del rol que las librerías han cumplido en el mundo, progreso en que la tecnología también ha tenido que ver, a la vez que escribe sobre docenas de locales en los países que ha visitado. Habla del entorno en que aparecieron, del papel que han desempeñado en sus sociedades, de cómo se han integrado a estas, de cómo sus dueños –otros héroes de novela– han resistido la necedad, la codicia o la angurria inmobiliaria. Porque hay estirpes de libreros que generaciones tras generaciones se han codeado con sus vecinos, con sus amigos, con los lectores. Nos recuerda que ellas (las librerías) y ellos (los libreros) nos han señalado «a qué lecturas va a tener acceso la gente, cuáles se van a difundir y por tanto van a tener la posibilidad de ser absorbidas». Nada menos.

Novela. Bruno Giraldo es un periodista cuarentón que está a punto de casarse con una joven y bella veinteañera llamada Almudena. Una vez celebrado el matrimonio en una isla puneña, un suceso altera los planes: Núñez, un amigo y colega de Bruno, le entrega unos documentos con pruebas que delatan a los asesinos del alcalde de Ilave. Tras el secuestro de este, Giraldo y Almudena huyen al enterarse de que están buscándolos con la finalidad de robarles estos documentos incriminatorios. Así comienza el rumor de las aguas mansas, la segunda novela del puneño Christian Reynoso, quien continúa su proyecto onettiano de remitirnos a una historia en la ciudad imaginaria de Lago Grande, que es y no es Puno, la región del Altiplano donde confluyen el contrabando, el narcotráfico y, en este caso, la desmedida ambición política. La novela tiene como eje el brutal asesinato del alcalde de Ilave (provincia puneña de El Collao), hecho ocurrido en la vida real –si acaso alguien lo ha olvidado– en abril de 2004. Con las licencias que permite la ficción, Reynoso nos ofrece una exploración sobre cómo la pasión puede ser el combustible de las más nobles acciones o de actos condenables como son, respectivamente, la persistencia del periodista Núñez de investigar el caso a cualquier costo y la ambición política de los incitadores de la muerte de la autoridad municipal. En cuanto a la estructura, la novela está dividida en tres partes. El ritmo de la primera es muy ágil y con mucho de suspenso; en la segunda, el narrador omnisciente se interna en la mente de los personajes que están detrás del asesinato del alcalde, y por ello es la parte más notable de la novela. Y finalmente, el narrador (Bruno Giraldo) nos ofrece la resolución del caso, y al estilo de a sangre fría, de Truman Capote, entrevista en prisión al asesino del alcalde, cuyo testimonio ayuda a la investigación del caso. Al final el autor nos presenta una vuelta de tuerca –que por obvias razones es mejor no contar– con el cual da espesor a la novela. Además hay un juego metaliterario que, como confiesa el propio Reynoso, es una clara referencia a Onetti. Un gran homenaje, por cierto. Por Jaime Cabrera Junco. el otoño del comIsarIo rIccardI (Mauricio de Giovanni)

mañana en el BotecIto (Lorenzo Helguero)

Son ensayos como confesiones o conversaciones. Sobre ese gol de la infancia que quedó en su memoria como último bastión de esperanza («cuando me hundo en alguna desdicha y no encuentro remedio para mí, me hago un ratito y repaso ese gol»). Sobre el carácter invasivo de las sociedades contemporáneas y el celular como el representante máximo de esta sujeción a la interrupción («El arma letal de las fuerzas de la interrupción es el teléfono»). Sobre sus apreciaciones de la escritura de diarios personales («Entre el borde de Kafka y el borde Levrero se ubican todos los restantes diarios de escritor»). Sobre las migraciones de Adorno y Benjamin, pensadores medulares a quienes recurre con frecuencia. Sobre los boleros como fábulas de amor de la cultura de masas. Sobre sus escritores favoritos y los lugares comunes de la literatura (se extiende algunas páginas explicando el borgismo, aquella «ideología literaria socialmente dominante» que le fabula a Borges una vida vacía para poder tolerar tanta literatura). Kohan habla de cafés y bares, de lectores y escritores (Libertella, Fogwill, Kakfa, Aira, Puig, Arlt, Borges, Cortázar), de políticos y revolucionarios (Trotsky, Eva Perón, Gramsci, el Che Guevara, Lenin), de la infancia y del barrio. Y ese generoso compartir de sus observaciones, de algún modo, despierta en nosotros algo similar a la curiosidad de la infancia, porque de pronto todo lo que nos rodea es señal de algo, significa algo. Es lúcido y divertido, didáctico y entrañable. Leer a Kohan es como oírlo hablar en limpio. Porque por encima de sus reflexiones, está siempre la calidad de su escritura. Discreta, honda, audaz. Así, en el ejercicio de descifrar los rastros de la cultura de una época, Kohan los produce. Por Paloma Reaño. confesIones de un lector (Juan Carlos Onetti)

Lejos de cursilerías y lugares comunes, el libro provoca, da ganas de recorrer los lugares que describe, perderse entre sus estantes y sus mesas, olerlas, abrir sus miles de volúmenes, formar parte de su mitología antes de que se terminen de fusionar con boutiques, bazares, tiendas de souvenirs, o se conviertan en otra cosa, como hoteles o restaurantes. Desde las míticas Shakespeare and Co., de París, a la City Lights Books, de San Francisco; desde La Librairie des Colonnes, de Tánger, hasta Gleebooks, en Sidney; desde Gotham Book Mart, de Nueva York, hasta nuestra emblemática El Virrey, uno quiere acompañar en este híbrido de ensayo y libro de viajes a gente como Goethe, Diderot, Borges, Joyce, Mallarmé, Walser, Chatwin, Bolaño o Markson. Un hermoso canto de cisne. Por Juana Constantini. de eso se trata (Juan Villoro)


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eL decLive de LA institución

eL sALArio deL ideAL. LA teoríA de LAs cLAses y de LA cuLturA en eL sigLo XX

Françoise Dubet (Francia, 1946) Gedisa (2006) ■ 480 páginas ■ 90 soles

Jean-Claude Milner (París, 1941) Gedisa (2003) ■ 141 páginas ■ 50 soles

Ensayo. En este libro, subtitulado «Profesiones sujetos e individuos en la modernidad», Dubet analiza los cambios en lo que él llama «el trabajo sobre los otros», es decir, en las labores que fundamentalmente tienen por objetivo socializar a los individuos. Él circunscribe su estudio a los profesores, enfermeras y trabajadores sociales de Francia, comparando cómo se realizaban estas tareas en el pasado, yendo rápidamente desde los orígenes de la República, hasta nuestros días.

Ensayo. Donde Marx pensó la burguesía como una clase social definida a partir de la propiedad, el siglo XX le dio el rol fundamental a la remuneración. «Burguesía remunerada», entonces, es el punto de partida histórico de Milner. En la burguesía recae el sobresalario: por encima del «salario mínimo», el capitalismo le paga de más a la burguesía bajo dos modalidades: por sobretiempo –aquellos burgueses que trabajan mucho y reciben poco, pero más que lo mínimo– y por sobrerremuneración –aquellos otros que trabajan poco y reciben mucho más que el mínimo, como las estrellas de TV–. Cada vez que se habla de modernizar una sociedad no se dice otra cosa que aburguesar a algunos remunerados no burgueses o empobrecer burgueses rentistas para que se dejen remunerar. Mientras el salario paga el reposo, el sobresalario paga el ocio, donde aparece el «otium», tiempo de las libertades, y la «cultura», que no puede ser sustituido por mercancías. Según Milner, este es el tiempo que permite la civilización, entendida como las prácticas creadoras no determinadas por las necesidades básicas. La burguesía del sobretiempo es la que tiene el privilegio de crear, y la del sobresalario, la que puede comprar las obras que los otros producen. El progreso social es el proceso por el cual los no burgueses se vuelven tales. Y estas son las aspiraciones de la sociedad moderna en la que (aún, pese a la moda post) vivimos.

Por Rocco Reátegui davId y golIat. desvalIdos, Inadaptados y el arte de luchar contra gIgantes Malcolm Gladwell (Fareham, 1963) ■ Taurus (2013) ■ 284 páginas ■ 49 soles

Ensayo. El libro más reciente del periodista anglo-canadiense Malcolm Gladwell busca explicar por qué quienes parecen tener todo en contra logran sobreponerse a las adversidades y vencer a los rivales más poderosos. A lo largo de davId y golIat Gladwell plantea tres tesis. La primera sostiene que las desventajas pueden transformarse en ventajas y viceversa. Igual que David aprovechó la mayor agilidad que implicaba su menor tamaño para vencer al gigante filisteo, cierto nivel de adversidad –infortunio, discapacidad, opresión u otros desafíos– estimula el desarrollo de virtudes compensatorias como la audacia, la versatilidad, la eficiencia y muchas más. Un disléxico, por ejemplo, puede fortalecer su capacidad de atención y su memoria para contrarrestar las dificultades de aprendizaje causadas por sus problemas de lectura. Respecto a las ventajas, Gladwell afirma que podrían dejar de funcionar como tales si provocan dificultades que las neutralicen. Así como el tamaño de Goliat impidió su rápida reacción, la abundancia de recursos suele ser difícil de manejar e invita a dormirse en los laureles. La segunda tesis explica que los enfrentamientos entre adversarios de fuerzas desiguales suelen juzgarse desde un punto de vista equivocado. Se supone que la gran mayoría de veces la balanza se inclinará hacia el lado de los más fuertes. Pero Gladwell demuestra que los más débiles ganan casi un tercio de las batallas y si, en vez de aceptar la lucha de igual a igual, aplican estrategias que exploten sus virtudes y las flaquezas del rival, resultan victoriosos en más del sesenta por ciento de los casos. David evitó el combate cuerpo a cuerpo que hubiese favorecido a Goliat y optó por enfrentarlo con su honda, lo que le permitió la victoria. Lawrence de Arabia contra los turcos o Vietnam versus Estados Unidos son otros ejemplos de estrategias matagigantes exitosas. El tercer planteamiento afirma que existen limitaciones para el ejercicio del poder. Dichos límites están relacionados con la legitimidad, atributo que solo se consigue cuando el poder se emplea de manera justa, predecible y respetuosa. La falta de legitimidad genera desobediencia, oposición y rebeldía. La lucha de los católicos en Irlanda del Norte o los inconvenientes de sistemas de castigo demasiado severos son algunos de los casos con los que el autor ilustra las restricciones del poder. Gladwell es un narrador muy persuasivo. Así lo prueban sus libros anteriores –fueras de serIe, BlInK–, sus crónicas para the new yorKer y sus conferencias. En davId y golIat utiliza historias del deporte, la educación, la medicina y de muchos otros campos para sustentar sus planteamientos. Sin embargo, no convence a todos. Sus críticos afirman que prioriza la anécdota impactante frente al rigor científico, extrae conclusiones arbitrarias y presenta evidencias discutibles. También le reprochan simplificar la realidad, así como apoyarse en estudios y ejemplos que no tendrían validez universal. Incluso el carácter multidisciplinario, optimista e inspirador de sus libros le ha valido ser catalogado como creador de un nuevo género: la autoayuda escrita por sabelotodos. Gladwell defiende su trabajo asegurando que se basa en investigaciones serias, aunque poco divulgadas, y declara que su propósito es difundir ese conocimiento entre un público amplio. Más allá de polémicas o imperfecciones, davId y golIat es una combinación seductora de periodismo, sociología, psicología y otras disciplinas. También es un empeño por cuestionar la manera convencional de ver el mundo y una galería de historias que celebran el afán de superación de quienes no se rinden frente a las adversidades cómo ser mujer (Caitlin Moran)

La tesis central es que este trabajo sobre los otros era parte de lo que tipifica como el «programa institucional». Dicho programa concebía el trabajo sobre los otros como una mediación entre valores universales e individuos particulares, como una actividad fundada en una vocación y, al fin, como una que produce individuos modernos autónomos y libres. Durante los últimos treinta años, el proceso de modernización para Dubet ha generado en su seno tensiones contradictorias, dando lugar a la descomposición del programa institucional en cada uno de sus rasgos constitutivos. Los valores han perdido su unidad vía el desencantamiento del mundo, la vocación ha terminado enfrentada con la eficiencia demandada por el desarrollo de la racionalidad instrumental desmitificadora y, finalmente, la producción de sujetos modernos e ilustrados ha sido puesta en entredicho debido al progresivo descreimiento de las posibilidades de socialización que pueden tener tales trabajos. Sin embargo, para nuestro autor no debe sentirse una nostalgia conservadora que idealice el pasado, ya que tal programa tenía para su realización múltiples mecanismos de dominación, exclusión y violencia que hoy nos parecerían inaceptables (piénsese, por ejemplo, en lo que era aceptado que podía hacerle un profesor a un alumno hace tan solo unas pocas décadas, «por su propio bien»). De ahí que la cuestión actual frente a esta situación sea cómo reconstruir las instituciones de un programa moderno en declive, pero en condiciones democráticas y sin el supuesto metafísico de que exista un orden divino, así como un único intérprete legítimo de tal fundamento. En pocas palabras, se trata de indagar sobre cómo podría ser posible producir sujetos que no renuncien al legado moderno, pero en una sociedad democrática y capitalista que pretenda erigirse sobre la muerte de Dios. Por Daniel Luna. lenguaje y sIlencIo (George Steiner)

Milner hace bien en articular todo ello con la utopía de la democracia liberal: una sociedad mejor (más justa, tolerante, etc.) es una sociedad más burguesa. Sin embargo, hacia el final, constata también la caducidad de este ideal social: la existencia de economías capitalistas no burguesas que no necesitan del llamado progreso social para competir en el mercado mundial. Vemos entonces el proceso contemporáneo: un capitalismo indiferente a las demandas sociales que cuestionen su existencia como sistema. Entre los trajes de los que se desprende encontramos la democracia liberal, sus ideales de progreso social y el pacto con la burguesía asalariada que las crisis alrededor del mundo muestran como accesorio al fin último del capital: nada sino la acumulación. Por Mijail Mitrovic. pulphead: crónIcas desde la otra cara de estados unIdos (John Jeremías Sullivan)


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Reseñas Fotografía: www.kugantharan.com

ALAn gArcíA: Los Años deL perro deL horteLAno

poesíA y guerrA internA en eL perú (1980-1992)

Sinesio López (Piura, 1942) ■ Lápix (2013) 254 páginas ■ 54 soles

Paolo de Lima (Lima, 1971) The Edwin Mellen Press (2013) ■ 520 pá ginas ■ 150 s oles

Ensayo. En alan garcía: los años del perro del hortelano, el sociólogo, politólogo y analista Sinesio López reúne una nutrida selección de las columnas que firmó para el diario la repúBlIca durante el segundo gobierno de Alan García (2006-2011). En sus páginas, y más allá de los detalles y las anécdotas, el lector se encontrará cara a cara con un político de proporciones pantagruélicas, autocentrado e imperial, decidido a exorcizar los fantasmas de su propio pasado (básicamente, él mismo durante su primer gobierno) y construir a cualquier costo «un gobierno para los ricos con el apoyo de los pobres», algo que López identifica como el proyecto más acariciado por García. Estas son claramente observaciones ocasionales. Aun certeras y bien fundamentadas –además de estar escritas con la precisión y la solvencia de un columnista ducho, que sabe distinguir los requisitos de la prosa semanal de los del trabajo académico en el cual también destaca–, las columnas de opinión son trabajo periodístico, y como suele suceder con este género, consideradas individualmente pueden ser víctimas de su carácter efímero. Compiladas en un solo volumen, sin embargo, su naturaleza cambia: la historia menuda se convierte en historia a secas y los hechos que narran, de los que quizá nos estamos olvidando, vuelven al primer plano. Y en el proceso cobran una urgencia tal vez inesperada. Pues se trata no de eventos del pasado, aunque sea uno relativamente reciente, sino en muchos casos de procesos políticos y sociales que continúan y son parte aún del día a día de los peruanos. Procesos políticos y sociales, digo, y también procesos judiciales en algunos casos, y de investigación parlamentaria y constitucional en otros, ya que los cuestionamientos hoy en curso a García y muchos exfuncionarios de su órbita se desprenden de actos y prácticas de esos años, comentados y analizados aquí con rigor e inteligencia. Y más aún, se trata de un personaje que todavía está bastante lejos de abandonar la escena, de modo que cualquier ayuda-memoria sobre lo que fue su más reciente paso por Palacio de Gobierno es algo que todos los futuros votantes del año 2016 tenemos que agradecer. Por Jorge Frisancho. en pos de la repúBlIca: ensayos de hIstorIa polítIca e Intelectual (Carmen Mc Evoy)

Ensayo. El poeta e investigador literario Paolo de Lima ha ido desarrollando desde hace años profundos y bien documentados estudios de la poesía peruana, sobre todo la que surgió en la década del ochenta, y, especialmente, la que está en relación directa con la violencia política (la denominada «guerra interna»). El año pasado publicó la últIma cena: 25 años después. materIales para la hIstorIa de la poesía peruana y ahora nos entrega este importante trabajo producto de su tesis doctoral en la Universidad de Ottawa, en Canadá. De Lima ha escogido a seis poetas de dos grupos que surgieron a inicios de aquella convulsionada década: Raúl Mendizábal, Eduardo Chirinos y José Antonio Mazzotti, los «Tres Tristes Tigres»; y Domingo de Ramos, Róger Santiváñez y Dalmacia RuizRosas del Movimiento Kloaka. Con una rica base teórica (inspirada en la sociocrítica) se abordan 41 poemas (escritos entre 1980 y 1992) de dichos autores con el objetivo de encontrar la relación de estos textos con «el contexto socio-discursivo común de enunciación y recepción».

Escrito de una manera clara y ordenada, vemos que la violencia política y social de los años ochenta «es el elemento central que define las condiciones de producción de esta poesía, y establece los códigos de su lectura». Por otra parte, es interesante cómo Paolo de Lima articula en sus análisis detalles mínimos en la creación individual de cada poeta con aquellos procesos macros: la globalización, el debate de la posmodernidad y la instauración del neoliberalismo. Este libro es novedoso también por la manera en que utiliza creativamente el bagaje de las teorías posestructuralistas que dan cuenta de la disolución del sujeto moderno y la relevancia de las minorías étnicas y culturales. Este volumen es un aporte importante no solo para la comprensión de la poesía peruana contemporánea (y el debate sobre lo que ha ocurrido en la poesía durante y luego de la década del ochenta), sino también a mirar con lucidez los años complejos que vive el Perú hasta hoy en día. Muy recomendable. Por Miguel Ildefonso. tus ojos en una cIudad grIs (Martín Mucha)

Por Rodrigo Cánovas hIstorIas del más acá. ImagInarIo apocalíptIco en la lIteratura peruana Lucero de Vivanco Roca Rey (Lima, 1963) ■ IEP (2013) ■ 222 páginas ■ 30 soles

Ensayo. Al leer este libro he tenido la sensación de haber habitado el laberinto andino, haber adivinado en las sombras sus pasadizos secretos y entrevisto una luz tanto en el origen como en el fin; haber rasguñado el cielo en el mismo tiempo que nos precipitábamos en el abismo. Es que el apocalipsis –fin del tiempo, destrucción y renovación del mundo, combate final– es un espacio existencial que conecta el presente con el pasado, y su híbrido relato –histórico, mítico y literario– otorga una entrada privilegiada para la generación de nuestra identidad, constituida desde enmascaramientos continuos, de imágenes culturales traslapadas, de discursos interceptados y trascendentes. El primer gran logro de este trabajo de Lucero de Vivanco es iluminar la identidad peruana desde la noción de apocalipsis, recreándola desde la literatura y sus géneros primos. El apocalipsis es estudiado desde la figura del imaginario, discurso simbólico que nos permite representar lo que intuimos que somos como comunidad. Acudiendo a Gilbert Durand, Cornelius Castoriadis y Slavoj Žižek, nuestra autora conforma un artefacto conceptual que abre el imaginario apocalíptico a un diálogo con lo sobrenatural y lo inconsciente; que inventa nuevas formas de ser en el mundo y que juega al enmascaramiento, como si estuviéramos condenados a construir sueños enigmáticos que nos obligan a circular por todos los tiempos. ¿Cuál sería entonces el relato originario del Perú? Cito: «la revelación de un drama histórico en su triple dimensión: crisis presente, deseo de justicia y recompensa o castigo final, siempre en los términos radicales y definitivos del apocalipsis». Un segundo logro es la conciencia histórica de este texto, que le otorga una dimensión ética incuestionable. Pues recordemos que el pensamiento histórico –y aquí seguimos al pensador judío Ernst Bloch– no solo consiste en recrear el pasado para poder así despejar el presente; sino también, y de un modo circular, articular ese pasado a la luz de las circunstancias que están ocurriendo aquí y ahora. Así, la mirada diacrónica siempre aparece cargada desde un más acá, incluida la distancia de quien escribe: alguien que abandonó físicamente el Perú hace años pero que todavía lo habita plenamente. Una visión dinámica de los procesos mentales y de la sensibilidad andina, y el reconocimiento de una matriz apocalíptica, que se recrea en distintas versiones sin agotarse jamás. Otro logro ostensible de esta investigación, que constituye un trabajo creativo, a la vez didáctico y erudito, es marcar la cartografía del país como un cuerpo formado por partes asimétricas, monstruoso se diría: costa, sierra, selva; espacios por los que transitan hombres y dioses descalzos, en medio de escombros: cielos caídos, urbes que degluten, paisajes de ensoñación y de pesadilla. Finalmente, está el ímpetu de forjar nuestra identidad comunitaria desde el espacio literario, mostrando cómo este va abarcando con el tiempo los demás discursos ligados a la crónica, a los sermones, a las leyendas y a los testimonios, cómo los va engullendo, en fin, cómo se transforma en el espacio natural del espíritu apocalíptico. Estamos en presencia de un libro generoso, pues dispone una información vasta y compleja de un modo impecablemente sencillo y didáctico. Destaco su pertinencia conceptual, generada de modo crítico y lúdico; y muy especialmente, su compromiso ético con una historia americana que es exhibida desde sus relatos trascendentes, que religan el cielo y la tierra, que transforman el impulso tanático en ciclos continuos de vida, en flujos de relatos en que se confunde origen y destino la gran mutacIón (Óscar Ugarteche)


12 Fotografía: Kriller 71 ediciones

cAdA ventAnA tiene su

eL oscuro pAsAjero

propio cieLo

Paulo César Peña (Lima, 1986) Paracaídas (2013) ■ 60 páginas ■ 25 soles

Paul Forsyth Tessey (Lima, 1979) Trashumantes (2013) ■ 54 páginas ■ 25 soles

Poesía. En el ejercicio de la observación está siempre manifiesta nuestra aversión a lo pasajero, nuestra solidaridad con lo que, creemos, puede durar un poco más o, de plano, mantenerse encendido para siempre. Es esta observación paciente la que nos lleva a formular una reflexión, a ir más allá, o, en casos excepcionales, a escribir para fijar una idea.

Pienso en Ribeyro, más precisamente en sus prosas apátrIdas, cuando nos dice que ve «la juventud, la belleza, en el andén del frente, en el vagón vecino, en el tren que se fue», o cuando cree que su gato intenta comunicarle algo, o cuando contempla, sin afán literario, un mural en la sala del café Les Finances. Pienso en Jaccottet: «Que los pájaros den vueltas al sol; que estas palabras brillen sin peso alguno un poco más antes de que caiga la aurora». Pienso en el libro de Peña: «Alguien ha dejado en el pasadizo una escalera lista para ser utilizada». Aquí hay una disposición por maximizar lo mínimo, por despertar el ángulo oscuro de la habitación donde él mismo se encuentra haciendo cualquier otra cosa, excepto esperar ese momento en el cual, con una palabra, puede expresar lo que entonces vio y ya no está; por convertir a Lima en una abstracción que, por un instante, se detiene y llega comprender: «Es el hollín de la avenida Wilson. Oscura materia capaz de hacer que por unos instantes un cristal corriente luzca como la proyección al negativo de un genuino cielo estrellado». Pero el libro es también quien lo narra, o, en este caso, quien ve. Entiendo que es la visión a través de una ventana con cielos intercambiables, con paisajes que se asocian ya no con lo espacial sino, más bien, con lo emocional, con las vivencias. Es el chico que ve la sombra de su mano sobre el papel o recuerda un viaje a Tarapoto o inventa el olvido para tener una excusa para recordar. Pocas cosas enturbian el texto. Quizá el uso de palabras como nada o sublime, que propician una falsa expectativa. Peña ha obtenido un muy buen primer libro, sobrio, claro, que nos invita a pensar en las infinitas variaciones de una mirada que prescinde de lo literario. Por Cristhian Briceño. pIedralaventanacIelo (Pablo Salazar Calderón)

Poesía. El segundo poemario de Paul Forsyth continúa la búsqueda que inició en laBerInto (2006), aquel duelo sereno que es la búsqueda de un sentido en una selva de oscuros espejos. En el oscuro pasajero, el poeta expone las continuas metamorfosis del yo en la experimentación de los límites del lenguaje. El lenguaje es un juego de dardos que no dan nunca en el blanco. Un cielo dibujado desde dentro, el límite último del ser: «Y doy con mi vuelo la altura de mi abismo,/ Vuelo y fantasía en las alas de mi seso». Hay un yo poético múltiple, donde el binomio tú/yo se enfrasca en un diálogo fundacional infinito: «¿dónde empiezo Yo y acabas Tú,/ Si soy Yo el laberinto que trasuntas,/ Noche y día, como un ave enorme,/ Si te he dado un jardín infinito/ Con el mapa del cielo, brújula de mí». La identidad es evocación y recuerdo, oscura persecución y pérdida constante. Un eco buscándose en la oscuridad. Recuerdo entonces el mito de Eco y Narciso, aquel amor de ciegos. «Hablar es no ver», dice Deleuze, y Eco le habla a Narciso, ciega y lúcidamente, a partir de la repetición del final de sus palabras. Eco firma su propio amor en la repetición de un lenguaje ajeno. En este poemario, el yo poético es al mismo tiempo Eco y Narciso: «Soy el Oscuro Pasajero que transita/ Los ultramares y recónditos Yomismos,/ Hablándome con mi otra voz/ Y con mi otro cuerpo hincándome/ Como un poseso que toma al yo por doble entraña/ Y se encarga el control del artilugio de ilusión». el oscuro pasajero está compuesto por cincuenta poemas cortos que son, a su vez, un extenso poema. Hay escenarios que se repiten: el jardín, la casa, la cueva, el océano. Y en cada página se intuye que alguien escucha detrás de la puerta; siempre hay alguien detrás de todas las puertas. El pasaje oscuro es la grieta en el espejo, es aquello que se abre en medio de la vida, y te pregunta: «¿Qué es lo humano, finalmente?¿El filamento sutil habido entre carne y hueso? ¿Llamar a cada cosa por feliz nombre,/ (…) ¿Qué lo es, si no puro experimento/Deslenguada experiencia, un rastro de saliva/ Alargando espesa niebla en el corazoncito/ De un recuerdo constante, eterno invento?». Por Miguel Blár. alcools (Mirko Lauer)

Por Emilio J. Lafferranderie hoyo 13: novela BarrIal ■ Rafael Espinosa (Lima, 1962) ■ Inestable (2013) ■ edición no venal

Poesía. El primer efecto de hoyo 13: novela BarrIal, el décimo primer libro de poemas de Rafael Espinosa, es crear un contrasentido entre título y texto. Este dato puede parecer menor, pero pronto se observa que las razones de esta antítesis son centrales. Nada de narrativo se encuentra aquí: no se trata de una articulación de enunciados que busca hilar la realidad ni de una elegía barrial en clave poética. Sucede, como siempre en la obra de Espinosa, lo contrario a los signos: la poesía es lo opuesto a una novela domesticada de lo real. O para plantearlo de otro modo: acá la noción de realidad es más compleja que el uso asociado a la claridad u objetividad. Y en esta diferencia se puede intelegir la función que ha atribuido al poema este autor: complejizar lo real vía la disonancia de sentido. Como si en los versos de hoyo 13: novela BarrIal se afirmara: se utilizan los hilos del lenguaje pero solo para producir actos fallidos en esta «necesariamente» fallida novela. Y eso es aquello que se reitera en el programa de este libro: la insuficiencia del realismo como objeto y método del poema. «Lo que cuenta no es gramatical», dice Espinosa en un texto escrito hace unos años (en uno de los dos mejores poemas filiales de la década pasada; «yo soy el único robot que te ama», es un verso del otro). Si para el autor el poema es una falla en el lenguaje –se parece «a nadar estilo libre incorrectamente», dice en un verso que condensa un ars poética– resulta lógico que el procedimiento de construcción del libro se asemeje a una deriva. Este mecanismo se despliega partiendo de escenarios objetivos –la muerte del padre, la hermana disponiendo gladiolos frescos, lo virtual, la imposibilidad política, los itinerarios afectivos, la oralidad lingüística– pero desplazando mediante composiciones dispares el curso de un pensamiento que no termina de cernirse ni al principio de realidad ni a una transgresión abstracta del lenguaje. No es sencillo afirmar si se trata entonces de una poesía que surge como efecto de tesis opuestas –trazos neobarrocos y trazos conversacionales– y que avanza migrando al ritmo de una dialéctica impredecible creando una zona intermedia donde las palabras adquieren una fuerza mayor a cualquier noción de identidad o categoría de estilo. O tal vez, habría que pensar esa disparidad, esa deriva, asumiendo que ha surgido de un lugar distante a los «órdenes poéticos»: ahí donde la escritura busca alcanzar la duración de las cosas. Ahí donde se revela una fisura más radical que el mejor neologismo posible. Esa fisura es previa a todo. Por eso hay en esta poética un lazo indiscernible con la muerte en tanto fisura del pensamiento. Un lazo que excede, obviamente, las referencias literales de sus versos o cualquier condición melancólica de un duelo. Un lazo en el cual la labor del poema sería dejar al descubierto las grietas del sistema social paralelas al sistema del lenguaje. La escritura de Espinosa tiene el mérito de volver al conversacionalismo en una tesis ingenua del pacto pragmático anglosajón entre lenguaje–realidad, de ubicar al neobarroco como una parábola demasiado aérea para traducir una fisura originaria, de asociar el lirismo confesional a necesidades más cercanas al narcisismo que a lo literario. De la multiplicidad de obras surgidas (o consolidadas) en la denominada Generación 2000, resulta difícil hallar otra que active con tanta nitidez y determinación un disenso representacional en el tejido poético. (El poemario se puede conseguir gratuitamente en la librería Inestable) autIsmo comprometIdo. soBre poesía peruana recIente (Pedro Granados)


Vive consume y crea cultura

cooperación española

Natalio Sánchez 181, Santa Beatriz, Lima. Altura cuadra 6 de la Av. Arequipa www.ccelima.org


14 Fotografía: Crhistian Bafomec

Una charla con Julián Pérez Huarancca Por Carlos Tolentino

J

ulián Pérez Huarancca (Ayacucho, 1954) es Doctor en Literatura Peruana y Latinoamericana por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha publicado las novelas retaBlo (2004, ganadora del Premio Nacional de Novela de la UNFV), el fantasma Que te desgarra (2008), resto Que no cesa de InsIstIr (2011) y los libros de relatos transeúntes (1988), tIKanKa (1989), papel de vIento (2000), pIel de utopía y otros cuentos (2011). En 2013 de hizo del Premio Copé de Novela con crIBa. Nos citamos en un chifa frente a la Universidad Villareal pero luego de contarme una historia truculenta sobre el menú, nos decidimos por un cebiche en un bar del jirón Moquegua, famoso por no cerrar sus puertas a trasnochados ni madrugadores. Nos acomodamos cerca de la rocola. Frente a nosotros, medio cuerpo sobre una mesa, una señorita dormía la siesta. Elegimos hacer ahí la entrevista. Cuéntame sobre tus inicios en la literatura. Te voy a confesar un atrevimiento colosal. Tenía algo más o menos de quince años cuando conseguí cIen años de soledad. El título me llamó la atención y en esas fugas del colegio, echado en los descampados a la sombra de un molle, leí y me reí con todo lo que ahí se contaba. Y me dije: «Este libro es fácil, voy a escribir uno igual porque a mí me pasan cosas iguales». Entonces empecé a escribir una novela en la mitad de un cuaderno de algún curso; no sé qué habré escrito, quisiera leerlo ahora. Qué tal atrevimiento, ¿no? Fue una consideración ingenua sobre cómo escribir ficción. ¿La inclinación por la lectura es una influencia de tu hermano Hildebrando?* No tanto. Mi madre y mi padre adoraban la formación educativa, la lectura, la preparación intelectual. Hildebrando tal vez era, de todos mis hermanos, uno de los más remolones; se hacía jalar, mi mamá lo mandaba con un poco de fuerza e insistencia al colegio. Yo también me hacía jalar en algunas asignaturas, cómo no. Mucha gente piensa que mi hermano me influyó de manera decisiva pero no es tan cierto o, por lo menos, no del todo. Por ejemplo, a los quince años yo no sabía si mi hermano, mayor que yo por diez años, estaba ya metido o no en la literatura. ¿Qué recuerdos tienes del Hildebrando Pérez escritor? ¿Consideras que su obra ha sido desdeñada por lo paratextual? Recuerdo que era un lector constante. Lo de su escritura no lo

noté tanto, es decir, cómo lo hacía y con qué frecuencia. Te repito que era mayor, y sus trabajos yo no los tomaba muy en cuenta. Su obra no ha sido desdeñada, más bien creo yo que ha sido resaltada, para bien o para mal. Hay críticos serios que lo toman en cuenta; así como también tontos que no investigan nada, que solo actúan en el estricto terreno de las opiniones. ¿Cómo fue la relación con tus padres? Quien nos obligaba a leer era mi mamá y no sé por qué nos hacía leer sobre todo literatura. Además, ella era una narradora oral extraordinaria. Recuerdo que cuando mis hermanos y yo éramos niños, en las noches, antes de dormir, oír de sus labios los innumerables relatos populares era nuestro placer favorito. Aún extraño a mi madre, en parte por eso; desde que falleció no he vuelto a Ayacucho. A mí me gustaba conversar con mi mamá muchísimo, incluso varias de las historias que incluyo en retaBlo me las contó ella. Yo diría que retaBlo es casi su voz y eso se complementa con algo de la de mi padre, que tenía una ironía extraordinaria. Le podía poner una chapa en un segundo a cualquiera, manejaba un doble sentido muy elaborado. Los escuchaba decirse las palabras más bellas en la cotidianidad; y cuando discutían, procuraban ofenderse de lo lindo. Elaboraban y expresaban sus ideas muy bien. Cuando mi madre murió, un profesor de los años en que yo enseñaba en Huamanga, al darme el pésame, me dijo: «Quien se fue es una gran señora porque ha tenido dos hijos escritores; quien se va es una gran mujer». Entre 1977 y 1979, cuando estudiabas Ingeniería Química en la Universidad de Huamanga, ganaste algunos premios literarios. ¿Ya tenías clara tu vocación de escritor? La inclinación estaba pero la decisión no. Dudaba. Obtener una mención honrosa en un concurso provinciano, en Ayacucho, no significaba ser escritor. En esos tiempos empecé a ganar concursos de juegos florales universitarios en diversos lugares. Recuerdo que un profesor de Lengua y Literatura de mi universidad me gritaba, un poco cachaciento pero reconociendo mis trabajos: «Hola, ganador de premios». De muy joven venías a Lima frecuentemente. Así conociste a muchos escritores. ¿Cómo y cuándo decidiste vivir en Lima definitivamente? Estaba la creencia de que Lima era el centro de la intelectualidad

(no me equivoqué, en efecto, así era la cosa). Tuve que desplazarme a Lima para vivir esa experiencia. A partir del 79’ venía seguido porque mi esposa estaba aquí; aún éramos enamorados. Me vine definitivamente en el 81’, año en que nació mi hijo. Yo me ganaba la vida en cualquier cosa, trabajé en una ebanistería, por ejemplo. Un día me contacté con un profesor de La Cantuta, un escritor que realizaba cachuelos haciendo asesorías de tesis y monografías. Él me animó a cambiar la carpintería por la asesoría de proyectos de tesis sobre temas de Literatura. Y ahí afiné mis lecturas. Eran tiempos difíciles para el país, en particular para los estudiantes de La Cantuta. Cuando me di cuenta que había otras formas de ganarse la vida, un día me fui a La Cantuta para coordinar los trabajos con el susodicho catedrático, y me encontré con Miguel Gutiérrez y Víctor Mazzi, el poeta proletario de Primero de Mayo. Era 1985, creo que fue uno de los últimos años de su vida, trabajaba en la biblioteca. Y conversando, Miguel me pregunta: «¿Total, qué es lo que vas hacer acá?». «Bueno, buscarme la vida, soy un hombre de siete oficios y de catorce necesidades». Entonces Miguel me habló de un proyecto de investigación de varios tomos sobre la Generación del 50’; me comentó que se estaba frustrando pero que quería sacar por lo menos dos tomos. Me propuso entrar al proyecto, por eso aparezco como corrector de estilo del único tomo publicado. También por esos días Miguel me impulsó a terminar de estudiar, hacer un traslado. «¡Pero cómo voy a hacer un traslado si estudié Ingeniería!», pensé. Luego me animé y postulé en el 86’. Mi nueva carrera fue Educación, en la especialidad de Lengua y Literatura. Yo pensaba que solo iba a estudiar Literatura pero me metieron a ver unos esperpénticos cursos de Lengua; entonces comencé a renegar, casi tiro la toalla. Pero como estaba trabajando en el proyecto de la generación del 50’, aproveché bien el tiempo de estudio. Pucha, parece mentira cómo pasó el tiempo y me vi terminando la carrera. ¿Cómo era el ambiente en La Cantuta en esa época? Era la época de las intervenciones en las universidades. No había debates académicos importantes, pero sí políticos. Era un ambiente político violento, bombas, asesinatos y desapariciones por todos lados. Era un ambiente siniestro, tétrico. Tú sentías el miedo pero no lo veías; tú sentías el riesgo, el peligro, pero no lo veías, y de pronto aparecían cosas, muertos… era un ambiente horrible. En


Voz salvaje

esa época enseñaban en La Cantuta Carmen Ollé, Miguel Gutiérrez, Santiago López Maguiña, Guillermo Serpa, Víctor Mazzi, Maynor Freyre, Chacho Martínez, entre otros. Volviste a Ayacucho y fuiste profesor en la universidad de Huamanga. ¿Qué recuerdos de esa época? En agosto de 1995 viajaba a Ayacucho para visitar a mis padres y me enteré que pronto se llevaría a cabo el concurso de nombramiento de docentes en la UNSCH. Me presenté desde Lima y gané una plaza. Fue una gran alegría estar cerca de mis padres sus últimos días. Era la época de la posguerra y había aún un ambiente algo siniestro. Las pugnas entre docentes por acaparar el poder eran evidentes (las universidades peruanas están infestadas de grupos de arribistas e ignorantes que nada tienen que ver con la verdadera docencia universitaria). Me coloqué del lado de quienes se preocupaban por lo académico y me gané la antipatía del grupo en el poder. Mandado al ostracismo, no me quedó sino retornar a Lima para intentar la consolidación de mi trabajo literario. Pero continuaste siendo profesor universitario durante los noventa, con Fujimori en el Gobierno. ¿Cuál era el ambiente académico y político que se respiraba? Fujimori había intervenido La Cantuta, la Universidad de Huacho y la Villareal; pero yo tenía un cupo como profesor nombrado en Huacho. Había que estar ocho horas sin moverse del campus, ni un minuto más ni un minuto menos. Había que almorzar dentro. Era un lugar destinado a la reeducación: no bulla, no movilizaciones, no quejas. Se parecía mucho al escenario que pinta George Orwell de los campos de concentración socialistas salvo que este era fujimorista y burgués; por eso digo que Orwell es universal, él pintó todos los campos de concentración. Luego, en el 98’, empecé a trabajar en la Villareal, dicté algunos cursos de Literatura en Humanidades. Por esa época había un grupo de profesores esnobs metidos hasta el cogote en las propuestas de Derrida, el psicoanálisis; luego voltearon los ojos al culturalismo, a los estudios poscoloniales. De hecho, esas propuestas son interesantes y lo serían más si fueran impartidas por verdaderos especialistas y no por aficionados, entusiastas o buenos animadores. Creo que ser docente universitario es una gran responsabilidad. ¿Qué opinión tienes de la crítica en general, y la latinoamericana en particular? El gran filósofo de nuestro tiempo para mí es Alain Badiou, su pensamiento es bastante complejo, interesantísimo. Lo que me perturba de este pensador es la distinción que hace de los conceptos de «verdad» y «saber». La verdad, por ejemplo, no la revelan los académicos de una universidad. En el saber no está la verdad, la verdad está en el acontecimiento (así que no te rompas mucho la cabeza si quieres encontrar la verdad). Es una idea desestabilizadora. He tenido la suerte de estudiarlo con intelectuales brillantes como López Maguiña y Juan Carlos Ubilluz. Sobre teoría latinoamericana, Ángel Rama, Antonio Cándido, Fernández Retamar, García Canclini y otros se movieron y se mueven dentro de la crítica que proviene de los estudios culturales. La idea de «heterogeneidad» se asume hoy como un concepto eje pero encierra todo un dilema. Todas las sociedades humanas son diversas, heterogéneas, pero están homogenizadas por un poder. Por eso cuando uno cuestiona lo homogéneo con la intensión de hacer prevalecer lo heterogéneo, se queda en el aire. Lo que dice Badiou es: «Esta situación hay que remplazarla por otra situación». La diferencia entre hombre y mujer es evidente, no se puede hacer filosofía sobre lo evidente; lo correcto sería filosofar sobre por qué esta mujer es diferente a esta otra mujer como ser social. Lo negro

es lo negro, lo blanco es lo blanco, eso es visible; lo que importa es preguntarse cuáles son los mecanismos para que un afro pueda llegar al poder, por ejemplo. Para Badiou «el otro no existe». Ese es el punto, con eso se acabó todo. ¿Crees que el escritor tiene un compromiso? ¿Compromiso? El escritor que logra obras perdurables se instala en el terreno de las ideas y avanza más allá de las simples opiniones, que, parafraseando nuevamente a Badiou, son las representaciones sin verdad, los desechos anárquicos de un saber circulante. No me gusta ni la palabra «compromiso» ni la palabra «placer» en el terreno del arte. Para mí leer o escribir se constituyen en goce; pero el goce no solo es placer sino también dolor. Me gustan las palabras «rigor», «persistencia» y «responsabilidad», con todas sus connotaciones. ¿Te consideras un escritor andino? Me considero simplemente un escritor. En todo caso, más que andino, yo soy un escritor emergente. Muchos de los escritores llamados «andinos» escriben para la hegemonía. Operan desde una fantasía, aquella que alberga la creencia de que la región andina es otro Perú, que la racionalidad andina es distinta a la occidental, en el fondo, distinta a cualquier racionalidad humana. Los intelectuales de la hegemonía pretenden y quieren que los escritores del supuesto mundo andino piensen así y escriban de eso. El lenguaje que usan y los tipos humanos que crean estos escritores andinos se parecen mucho al lenguaje y a la performance de la paisana Jacinta. Y no puedes convencerme de que la paisana Jacinta, ese esperpento, es el prototipo de la mujer andina. Existe el mundo andino, la vida bulle, hay vicisitudes como en cualquier otro ámbito humano y cultural; y no es precisamente lo que te muestran muchos de los textos literarios elaborados por los llamados «escritores andinos». ¿Crees que sea una exigencia editorial hacer literatura de la violencia política? González Vigil propone una clasificación que me parece la más adecuada. Las novelas que tienen un afán puramente comercial y de posicionamiento en el canon de la literatura peruana (aquí estarían la noche y sus aullIdos, aBrIl rojo, rosa cuchIllo), las que han sido escritas con un afán político en pro o en contra del conflicto (aquí figuraría, por ejemplo, la hora azul), y otro grupo compuesto por obras que de alguna manera articulan una propuesta menos esquemática, la que simboliza mejor «lo real traumático» de la violencia política. Hay un grupo de escritores que dicen que quienes participaron en la guerra, supuestamente, han escrito lo auténtico, lo verídico. Eso no es así, ninguna escritura captura completamente lo real. Solamente lo aborda desde una perspectiva distinta. Sigo pensando que lo decisivo es el trabajo en el plano de la realización artística, pues desde allí puede visualizarse y representarse mejor un tema candente. Cuando ganas el Premio Copé de Novela, agradeces a Eleodoro Vargas Vicuña, a Miguel Gutiérrez y a Oswaldo Reynoso. Son personas con quienes he compartido lecturas y técnicas de escritura. Yo creo que son tres autores claves para las generaciones que vienen y sobre todo para los escritores que se ubican en la resistencia. Yo diría que ellos son los mejores de la literatura de la resistencia en el Perú. ñAhuín, de Eleodoro Vargas Vicuña y eL LLAno en LLAmAs, de Rulfo… ¿qué comentario al respecto? Yo diría que poco o nada tiene Vargas Vicuña que envidiar a Rulfo. el llano en llamas y ñahuín son libros equiparables en

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diversos aspectos. Ellos se conocieron después de haber escrito sus libros: no hubo influencias, solo genio. ¿Es importante que los escritores jóvenes lean a los clásicos? Sin la lectura de los clásicos no seríamos nada. Ellos nos proveen de experiencias de creación artística y estética inéditas. A la pregunta sobre el valor de la Literatura, Lacan respondería: es el discurso que simboliza de la mejor forma lo real. Desde ese punto de vista, los que mejor se aproximan a lo real, desde la narrativa, son los clásicos. Para mí las obras clásicas son como minas de oro: hay que entrar en ellas con tus dispositivos de minero, tienes que estar preparado, llevar herramientas. Un principiante puede darse el lujo de leer como un gran clásico a Bolaño (aunque no lo considero gran cosa… compáralo con Guimarães, con Joyce, con Proust, con Kafka, con Beckett). Quien no valora un clásico no es un escritor. Yo no sé, probablemente muchos lean por placer, yo no sé qué tipo de placer: ¿cuál es el tipo de placer que te da la literatura? Al contrario, el efecto que te produce, lo que hace contigo la buena literatura es que te sacude, te perturba, te desestabiliza, te jode, te proporciona un goce, pero el goce no solo es placer, sino también dolor. Estoy hablando de los clásicos de todos los tiempos y de todas las variantes literarias, aunque yo prefiera la novela, el cuento y la poesía. ¿Qué escritores nuevos disfrutas? Por citar algunos, Jonathan Litell, autor de las Benévolas: es menor que yo y es un monstruo. No tan joven pero notable es Mo Yan, el penúltimo Premio Nobel. sorgo rojo, la vIda y la muerte me están desgastando son novelas excepcionales. No hablo de los peruanos porque puedo pecar de exceso de subjetividad. ¿Cuál es tu relación con la poesía? Sin la poesía no vivo. Me gusta Pessoa, Rimbaud, Vallejo… en general, los clásicos. En el Perú, el gran clásico es Vallejo. Vallejo es el gran poeta. Algún amigo lo equiparó con Eielson. No estoy de acuerdo. Si bien es cierto que la literatura no es una carrera de caballos, como lo afirma Oswaldo Reynoso, hay diferencias esenciales entre un clásico y un gran poeta. De no ser así, caeríamos en el sofisma de los culturalistas, para quienes un poeta callejero es tan o más importante que Vallejo o los clásicos. Por eso, después de leer a Allen Ginsberg, por ejemplo, lo de Hora Zero y lo que vino después ya no me impresionó. Y para cerrar, ¿cuál es el mundo narrativo de tu novela cribA? Hay tres temas que se hilvanan en crIBa: el amor, la guerra y la relación entrañable entre un abuelo y su nieto. No sé al detalle por qué la hayan premiado, creo en lo que dice el acta de premiación. Eso todos lo conocen, ha salido en las páginas culturales de Petroperú. Lo que siempre considero es que la novela se defiende sola, más allá del peso inevitable del premio. No soy de los que brincan tras los reseñistas para que una obra mía se distinga del resto o sea aceptada aunque sea a regañadientes. Aunque suene a petulancia, prefiero esperar la opinión más mesurada, más o menos objetiva, muy a pesar de que la objetividad plena no exista. La novela sale en marzo; ahí veremos cómo la reciben sus lectores *Hildebrando Pérez Huarancca (Ayacucho, 1948) fue profesor universitario y, como escritor, parte del Grupo Narración y autor del libro de cuentos los IlegítImos. Fue acusado y encarcelado por terrorismo. La Comisión de la Verdad y la Reconciliación lo identificó como líder en la Masacre de Lucanamarca (1983), una afirmación cuestionada. Se desconoce su paradero, y si aún vive. Carlos Tolentino (Lima, 1984) Es editor de Editorial Paradiso y Jefe de Biblioteca del Centro Cultural Crea Lima Huáscar.


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Encuesta: las novelas y libros de relatos peruanos más importantes del período 1990-2010 Por Alonso Rabí do Carmo

Nota del editor: Hace exactamente veinte años, los periodistas y críticos Alonso Rabí do Carmo y Jorge Coaguila tuvieron la ocurrencia de consultar a un grupo nutrido de escritores, periodistas culturales y editores en búsqueda de las diez mejores novelas peruanas. En tiempos pre Internet tardaron cerca de seis meses en cerrar la convocatoria, y el resultado salió publicado el año siguiente en la desaparecida pero recordada revista deBate. La novela más votada fue un mundo para julIus (1970), de Alfredo Bryce Echenique. A esta siguieron los ríos profundos (1958), de José María Arguedas; el mundo es ancho y ajeno (1961), de Ciro Alegría; conversacIón en la catedral (1969) y la guerra del fIn del mundo (1981), de Mario Vargas Llosa; la casa de cartón (1928), de Martín Adán; la casa verde (1966) y la cIudad y los perros (1963), nuevamente de Mario Vargas Llosa; canto de sIrena (1977), de Gregorio Martínez; y la vIolencIa del tIempo (1991), de Miguel Gutiérrez. Dos décadas es tiempo más que suficiente para cuestionarse la vigencia de aquel canon local. Por eso, les propusimos a los autores del trabajo original revisarlo. Jorge Coaguila declinó la invitación por motivos personales, y con Alonso Rabí decidimos que la nueva versión se concentraría en el período 1990-2010: creímos que un margen más estrecho de tiempo nos permitiría ser más acuciosos con los resultados, además de tratarse de un lapso-bisagra especialmente fértil; asimismo, consideramos pertinente alejarnos algunos años del tope superior para poder tener una mínima distancia respecto a los libros considerados. En la encuesta de deBate participaron 93 personas. En esta, lo hicieron 97, aun cuando fueron convocadas muchas más. Por diversos motivos, todos muy respetables, varias se abstuvieron de participar. La lista completa con los votos de cada participante puede revisarse en nuestra página web (www.buensalvaje.com). (Dante Trujillo).

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reo que en consultas de esta naturaleza hay un aspecto previsible: la dispersión del voto. Con casi cien participantes elaborando listas de cinco novelas y cinco libros de relatos, es más o menos natural que las preferencias muestren un rango variado, sea por diferencias generacionales, o bien porque se ciñen honestamente, asumo, a lo que cada quien conoce y ha leído del período abarcado, de acuerdo a la pregunta que sirvió de eje a la encuesta. Junto a esta predictibilidad está también una expectativa invisible, que tiene que ver por un lado con cierta subjetividad y por otro con la recepción de ciertos libros que forman parte del corpus narrativo peruano de entre 1990 y 2010. Las novelas Para muchos –y me incluyo en ese grupo, por cierto–, sería realmente muy difícil que grandes novelas como la fIesta del chIvo (2000), de Mario Vargas Llosa; país de jauja (1993), de Edgardo Rivera Martínez; o la vIolencIa del tIempo (1991), de Miguel Gutiérrez, no ocuparan un lugar

destacado en el recuento de menciones, como de hecho ocurrió: un significativo porcentaje de encuestados mencionó al menos una de estas tres novelas, dos o las tres juntas en su respuesta (un rango que está entre el 50 y el 40%, para ser más precisos). Cabe señalar que la de Gutiérrez es la única novela que integra tanto la lista de 1994 como la que ahora presentamos. El canon, bueno es recordarlo, no es inmóvil, ni está grabado eternamente en piedra. Pero tampoco es que se mueva con la agilidad de una liebre. Si resultaba más o menos lógico que estas tres novelas figuraran en el resultado final (de hecho son las tres primeras) no había en cambio ninguna certeza (al menos yo no la tenía) sobre los títulos que vendrían después. Y allí encuentro que hay textos que han cobrado valor con el tiempo y que quizá en su momento no gozaron de una valoración tan específica (me refiero a situarlos o considerarlos ahora como «los más importantes» de un período de dos décadas). Sin embargo, su presencia explica una dinámica de cambio en varios sentidos. El principal, acaso, sea advertir una tensión –positiva, desde luego– entre tres autores consagrados en la tradición del realismo (y con una fuerte inclinación a combinar la peripecia íntima con el retrato social) y otros que comenzaron a experimentar más allá de estos límites, como Mario Bellatin, quien ocupa el cuarto lugar con la novela breve salón de Belleza (1994). Con esta, Bellatin (motivo ya de polémica: se trata, en realidad, de un escritor mexicano; ciertamente, la novela fue escrita en Perú y cuando el autor era considerado, incluso por sí mismo, peruano) se aproximó a un universo de carácter lúdico que pone a prueba las relaciones entre texto, realidad y ficción, apelando a una estética híbrida que combina con eficiencia rasgos de humor negro y fantasía grotesca. El quinto lugar –es interesante notarlo– lo ocupa rosa cuchIllo (1997), de Óscar Colchado, una novela que mezcla elementos mágicos propios del mundo andino y otros realistas –que responden con solidez a la demanda de la acción central–, teniendo como telón de fondo la terrible experiencia del enfrentamiento interno entre el Estado peruano y el terrorismo. Una novela que yo dejaría de llamar «neoindigenista» o «andina» porque esas etiquetas no solo no alcanzan a definirla o perfilarla apropiadamente, sino porque denotan también un cierto ánimo de menosprecio*. XImena de dos camInos (1994), de Laura Riesco, alcanza el mismo número de menciones que la IlumInacIón de Katzuo naKamatsu (2008), de Augusto Higa y la hora azul (2005), de Alonso Cueto. Tres novelas radicalmente distintas. La primera, inscrita en la tradición del bildungsroman o «novela de formación», nos introduce, a partir de la perspectiva de una niña, Ximena, a las profundas escisiones y heridas que marcan la existencia de los distintos mundos sociales que conviven en el Perú, con acento particular en la relación ambigua y asimétrica que se da entre el de las ciudades costeñas y el de los pueblos andinos. La novela de Higa, en cambio, basada en una epifanía

experimentada por su protagonista, el viejo profesor Nakamatsu (con ayuda de un narrador adicional), nos coloca en el límite mismo de la vida. Una revelación cuyo final no se escribe, pero se intuye: el inicio de una agonía es lo que da sentido a una existencia. la hora azul, en cambio, propone una estructura que la acerca al thriller, basada en el secreto que va descubriendo paulatinamente su personaje central, Adrián Ormache. Tres novelas que privilegian la intimidad de la conciencia, pero no descuidan su capacidad de remitirnos al mundo que sirve de escenario a su escritura. Completan los doce primeros lugares las novelas al fInal de la calle (1994), de Óscar Malca; no me esperen en aBrIl (1995), de Alfredo Bryce Echenique; los eunucos Inmortales (1995), de Oswaldo Reynoso; y casa (2004), de Enrique Prochazka. Un cuarteto que confirma una tendencia marcada por la diversidad discursiva y temática, desde la experiencia de unos jóvenes marginales en el distrito de Magdalena, en el caso de Malca; una narración que cierra un mundo existente ya solo en la nostalgia del narrador y que de alguna manera ya agonizaba en un mundo para julIus –no en vano muchos parecen ver en no me esperen en aBrIl la continuación de ese universo hacia su inevitable final–; una novela que transcurre en China y narra con un lenguaje que desconoce con frecuencia las fronteras entre ficción y realidad las vicisitudes de un intelectual latinoamericano en ese país, a quien le toca ser testigo, entre otros sucesos, de la terrible matanza de estudiantes en la plaza de Tiananmen; y casa, de Enrique Prochazka, que nos propone un enigma identitario, una fantasía en la que la memoria y la perturbadora experiencia de lo extraño juegan un papel fundamental. Los libros de relatos Lo mismo, en cuanto a diversidad discursiva y temática, podría decirse de los doce libros de relatos que obtuvieron la mayor cantidad de menciones, pero añadiría que la tensión entre autores que uno juzgaría más «canónicos« o «consagrados» y autores emergentes, con una obra que se inaugura precisamente en los años que abarca la consulta, es mucho mayor. Además, resulta muy significativo que la mitad de los doce conjuntos de relatos más mencionados sean libros que marcaron el debut literario de sus autores: las Islas (2006), de Carlos Yushimito; guerra a la luz de las velas (2006, original en inglés, war By candlelIght; 2007 en español), de Daniel Alarcón; punto de fuga (2007), de Jeremías Gamboa; el InventarIo de las naves (2008), de Alexis Iparraguirre; un únIco desIerto (1997), de Enrique Prochazka (nótese, el único autor en ambas listas); y matacaBros (1996), de Sergio Galarza. Muchos de ellos no solo han seguido produciendo nuevos títulos, sino además han logrado consolidar una posición de innegable importancia en el espectro de la narrativa nacional de las dos últimas décadas. Completando esta docena encontramos dos libros de Guillermo Niño de Guzmán (una mujer no hace un verano, de 1995; y algo Que nunca serás, de 2007); malos modales (1994), de Fernando Ampuero; ave de la noche (1996), de


Opinión

Pilar Dughi; playas (2010), de Carlos Calderón Fajardo; y el conjunto titulado relatos santacrucInos, de Julio Ramón Ribeyro, incluido en el volumen IV de la palaBra del mudo (1992). El listado reúne, coincidentemente, tres vertientes importantes de la narrativa peruana última: el primero, que consiste en el cierre de la tradición realista más convencional (y no lo digo peyorativamente) representado por el texto de Ribeyro; el segundo, con autores que desde la década de 1980 han explorado persistentemente nuevas formas narrativas e insistido en una dicción más moderna y con influencias que van más allá de lo estrictamente literario, como en los casos de Ampuero, Niño de Guzmán, Dughi o Calderón Fajardo (cuya obra viene siendo materia de rescate en los últimos años); y una tercera que, sin duda, radicaliza de alguna manera estas opciones y continúa por una senda de innovación. Por supuesto, en ambas listas se puede constatar la presencia de muchos otros textos valiosos e importantes. La utilidad de esta consulta quizá sea dar a los lectores, sobre todo los más jóvenes, un panorama, aunque parcial e incompleto (seguramente y con razón habrá quienes lamenten ausencias), de la producción narrativa aparecida entre 1990 y 2010

Las doce novelas peruanas más importantes del período 1990-2010 1. la fIesta del chIvo (2000), de Mario Vargas Llosa 2. país de jauja (1993), de Edgardo Rivera Martínez 3. la vIolencIa del tIempo (1991), de Miguel Gutiérrez 4. salón de Belleza (1994), de Mario Bellatin 5. rosa cuchIllo (1997), de Óscar Colchado 6. XImena de dos camInos (1994), de Laura Riesco; la IlumInacIón de Katzuo naKamatsu (2008), de Augusto Higa; y la hora azul (2005), de Alonso Cueto (triple empate de votos). 7. al fInal de la calle (1994), de Óscar Malca 8. no me esperen en aBrIl (1995), de Alfredo Bryce Echenique 9. los eunucos Inmortales (1995), de Oswaldo Reynoso 10. casa (2004), de Enrique Prochazka

*Recuérdese la penosa polémica entre escritores «criollos» y «andinos» que ocupó por un tiempo a algunos medios. Para una mejor comprensión de esta discusión, protagonizada por varios autores nacionales, recomiendo leer el post «Más allá de andinos y criollos», de Gustavo Faverón Patriau, aparecido en su antiguo blog Puente Aéreo: http://goo.gl/VXAFrf

Alonso Rabí do Carmo (Lima, 1964) es periodista cultural, editor, catedrático y poeta. Es autor, entre otros, del libro de entrevistas a escritores anImales lIterarIos y de la antología poemas (1992-2005). Votantes: Katya Adaui, Leonardo Aguirre, Paul Alonso, Harold Alva, Francisco Ángeles, Giovanni Anticona, Miguel Arribasplata, Marco Avilés, Rubén Barcelli, Paco Bardales, Violeta Barrientos, Jorge Eduardo Benavides, Enrique Bernales, Juan Carlos Bondy, Carlos Cabanillas, Jaime Cabrera Junco, Grecia Cáceres, Jorge Antonio Castillo, Pedro Casusol, Edwin Cavello, Sandro Chiri, Jorge Coaguila, Víctor Coral, Jorge Cuba, Carlos de la Torre, Paolo de Lima, Rossana Díaz Costa, José Donayre Hoefken, Peter Elmore, Gustavo Faverón Patriau, César Ferreira, Jacqueline Fowks, Sergio R. Franco, Alina Gadea, Fernando González-Olaechea, Victoria Guerrero, Fernando Gonzales Nohra, José Güich, César Gutiérrez, Ulises Gutiérrez, Elton Honores, Bethsabé Huamán, Miguel Ildefonso, Alexis Iparraguirre, Fernando Iwasaki, Francisco Izquierdo, Fietta Jarque, Álvaro Lasso, Óscar Málaga, Jack Martínez, Juan Carlos Méndez, Américo Mendoza, Alicia Meza, Julio Meza Díaz, Alejandro Neyra, Susanne Noltenius, Pedro Novoa, Rodrigo Núñez Carvallo, Lisby Ocaña, Beatriz Ontaneda, Karina Pacheco, Johann Page, Max Palacios, Lenin Pantoja, Julián Pérez Huarancca, José Carlos Picón, Agustín Prado, Víctor Quiroz, Alonso Rabí do Carmo, Christian Reynoso, Gabriel Rimachi, Daniel Rodríguez Risco, Miguel Ruiz Effio, Gabriel Ruiz Ortega, Teresa Ruiz Rosas, Víctor Ruiz Velasco, Carla Sagástegui, Claudia Salazar Jiménez, Dany Salvatierra, Daniel Salvo, Chachi Sanseviero, Roger Santiváñez, Giancarlo Stagnaro, Jennifer Thorndike, Raúl Tola, Diego Trelles Paz, Dante Trujillo, José Tsang, Alberto Valdivia, Pierre Emile Vandoorne, Alfredo Vanini, Carlos Vargas Salgado, Aldo Vivar, Octavio Vinces, José Carlos Yrigoyen, Julio César Zavala y Arthur Zeballos.

Los doce libros de relatos peruanos más importantes del período 1990-2010 1. las Islas (2006), de Carlos Yushimito 2. guerra a la luz de las velas (2007), de Daniel Alarcón 3. punto de fuga (2007), de Jeremías Gamboa 4. el InventarIo de las naves (2008), de Alexis Iparraguirre 5. un únIco desIerto (1997), de Enrique Prochazka 6. matacaBros (1996), de Sergio Galarza 7. una mujer no hace un verano (1995), de Guillermo Niño de Guzmán 8. algo Que nunca serás (2007), de Guillermo Niño de Guzmán 9. malos modales (1994), de Fernando Ampuero 10. ave de la noche (1996), de Pilar Dughi 11. playas (2010), de Carlos Calderón Fajardo 12. relatos santacrucInos (1992), de Julio Ramón Ribeyro

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18 Ilustración: Manuel Gómez Burns

L

os profesores nos llamaban por el número de lista, por lo que solo conocíamos los nombres de los compañeros más cercanos. Lo digo como disculpa: ni siquiera sé el nombre de mi personaje. Pero recuerdo con precisión al 34 y creo que él también me recordaría. En ese tiempo yo era el 45. Gracias a la inicial de mi apellido gozaba de una identidad más firme que los demás. Todavía siento familiaridad con ese número. Era bueno ser el último, el 45. Era mucho mejor que ser, por ejemplo, el 15 o el 27. Lo primero que recuerdo del 34 es que a veces comía zanahorias a la hora del recreo. Su madre las pelaba y acomodaba armoniosamente en un pequeño tupperware, que él abría desmontando con cautela las esquinas superiores. Medía la dosis exacta de fuerza como si practicara un arte dificilísimo. Pero más importante que su gusto por las zanahorias era su condición de repitente, el único del curso. Para nosotros repetir de curso era un hecho vergonzante. En nuestras cortas vidas nunca habíamos estado cerca de esa clase de fracasos. Teníamos once o doce años, acabábamos de entrar al Instituto Nacional, el colegio más prestigioso de Chile, y nuestros expedientes eran, por tanto, intachables. Pero ahí estaba el 34: su presencia demostraba que el fracaso era posible, que era incluso llevadero, porque él lucía su estigma con naturalidad, como si estuviera, en el fondo, contento de repasar las mismas materias. Usted me es cara conocida, le decía a veces algún profesor, socarronamente, y el 34 respondía con gentileza: sí, señor, soy repitente, el único del curso. Pero estoy seguro de que este año va a ser mejor para mí. Esos primeros meses en el Instituto Nacional eran infernales. Los profesores se encargaban de decirnos una y otra vez lo difícil que era el colegio; intentaban que nos arrepintiéramos, que volviéramos al liceo de la esquina, como decían de forma despectiva, con ese tono de gárgaras que en lugar de darnos risa nos atemorizaba. No sé si es preciso aclarar que esos profesores eran unos verdaderos hijos de puta. Ellos sí tenían nombres y apellidos: el profesor de Matemáticas, don Bernardo Aguayo, por ejemplo, un completo hijo de puta. O el profesor de Técnicas Especiales, señor Eduardo Venegas. Un concha de su madre. Ni el tiempo ni la distancia han atenuado mi rencor. Eran crueles y mediocres. Gente frustrada y muy tonta. Obsecuentes, pinochetistas. Huevones de mierda. Pero estaba hablando del 34 y no de esos malparidos que teníamos por profesores. El comportamiento del 34 contradecía por completo la conducta natural de los repitentes. Se supone que son hoscos y se integran a destiempo y de malas ganas al contexto de su nuevo curso, pero el 34 se mostraba siempre dispuesto a compartir con nosotros en igualdad de condiciones. No padecía ese arraigo al pasado que hace de los repitentes tipos infelices o melancólicos, a la siga perpetua de sus compañeros del año anterior, o en batalla incesante contra los supuestos culpables de su situación. Eso era lo más raro del 34: que no se mostraba rencoroso. A veces lo veíamos hablando con profesores para nosotros desco-

nocidos. Eran diálogos alegres, con movimientos de manos y golpecitos en la espalda. Parece que le gustaba mantener relaciones cordiales con los profesores que lo habían reprobado. Temblábamos cada vez que el 34 daba muestras, en clases, de su innegable inteligencia. Pero no alardeaba, al contrario, solamente intervenía para proponer nuevos puntos de vista o señalar su opinión sobre temas complejos. Decía cosas que no salían en los libros y nosotros lo admirábamos por eso, pero admirarlo era una forma de cavar la propia tumba: si había fracasado alguien tan listo, con mayor razón fracasaríamos nosotros. Conjeturábamos, entonces, a sus espaldas, los verdaderos motivos de su repitencia: inventábamos enrevesados conflictos familiares o enfermedades muy largas y penosas, pero en el fondo sabíamos que el problema del 34 era estrictamente académico –sabíamos que su fracaso sería, mañana, el nuestro. Una vez se me acercó de forma intempestiva. Se veía a la vez alarmado y feliz. Tardó en hablar, como si hubiera pensado largo rato en lo que iba a decirme. Tú no te preocupes, lanzó, finalmente: te he estado observando y estoy seguro de que vas a pasar de curso. Fue reconfortante oír eso. Me alegré mucho. Me alegré de forma casi irracional. El 34 era, como se dice, la voz de la experiencia, y que pensara eso de mí era un alivio. Pronto supe que la escena se había repetido con otros compañeros y entonces se corrió la voz de que el 34 se burlaba de todos nosotros. Pero luego pensamos que esa era su forma de infundirnos confianza. Y necesitábamos esa confianza. Los profesores nos atormentaban a diario y los informes de notas eran desastrosos para todos. No había casi excepciones. Íbamos derecho al matadero. La clave era saber si el 34 nos transmitiría ese mensaje a todos o sólo a los supuestos elegidos. Quienes aún no habían sido notificados entraron en pánico. El 38 –o el 37, no recuerdo bien su número– era uno de los más preocupados. No aguantaba la incertidumbre. Su desesperación llegó a tanto que un día, desafiando la lógica de las nominaciones, fue a preguntarle directamente al 34 si pasaría de curso. Él pareció incómodo con la pregunta. Déjame estudiarte, le propuso. No he podido observarlos a todos, son muchos. Perdóname, pero hasta ahora no te había prestado demasiada atención. Que nadie piense que el 34 se daba aires. Para nada. Había en su forma de hablar un permanente dejo de honestidad. No era fácil poner en duda lo que decía. También ayudaba su mirada franca: se preocupaba de mirar de frente y espaciaba las frases con casi imperceptibles cuotas de suspenso. En sus palabras latía un tiempo lento y maduro. «No he podido observarlos a todos, son muchos», acababa de decirle al 38 (o 37) y nadie dudó de que hablaba en serio. El 34 hablaba raro y hablaba en serio. Aunque tal vez entonces creíamos que para hablar en serio había que hablar raro. Al día siguiente el 38 –o 37– pidió su veredicto pero el 34 le respondió con evasivas, como si quisiera –pensamos– ocultar una verdad dolorosa. Dame más tiempo, le pidió, no estoy seguro. Ya todos lo creíamos perdido, pero al cabo de una semana, después de completar el periodo de observación, el adivino se acercó al

37-38 y le dijo, para sorpresa de todos: Sí. Vas a pasar de curso. Es definitivo. Nos alegramos, claro. Pero quedaba algo importante por resolver: ahora la totalidad de los alumnos habíamos sido bendecidos por el 34. No era normal que pasara todo el curso. Lo investigamos: tal parece que nunca, en la centenaria historia del colegio, se había dado que los 45 alumnos de un séptimo básico pasaran de curso. Durante los meses siguientes, los decisivos, el 34 notó que desconfiábamos de sus designios, pero no acusó recibo: seguía comiendo con fidelidad sus zanahorias e intervenía regularmente en clases con sus opiniones valientes y atractivas. Tal vez su vida social había perdido un poco de intensidad. Sabía que lo observábamos, que estaba en el banquillo, pero nos saludaba con la calidez de siempre. Llegaron los exámenes de fin de año y comprobamos que el 34 había acertado en sus vaticinios. Cuatro compañeros habían abandonado el barco antes de tiempo, incluido el 37 (38), y de los 41 que quedamos fuimos 40 los que pasamos de curso. El único repitente fue, justamente, de nuevo, el 34. El último día de clases nos acercamos a hablarle, a consolarlo. Estaba triste, desde luego, pero no parecía fuera de sí. Me lo esperaba, dijo. A mí me cuesta mucho estudiar y quizá en otro colegio me va a ir mejor. Dicen que a veces hay que dar un paso al costado. Creo que es el momento de dar un paso al costado. A todos nos dolió perder al 34. Ese final abrupto era para nosotros una injusticia. Pero volvimos a verlo al año siguiente, formado en las filas de séptimo, el primer día de clases. El colegio no permitía que un alumno repitiera dos veces el mismo grado, pero el 34 había conseguido, quién sabe cómo, una excepción. No faltaron quienes dijeron que eso era injusto, que el 34 tenía santos en la corte, esas cosas. Pero la mayoría de nosotros pensamos que era bueno que se quedara. Nos sorprendía, en todo caso, que quisiera vivir la experiencia una vez más. Me acerqué ese mismo día. Traté de ser amistoso y él también fue cordial. Me pareció que estaba más flaco y que se notaba demasiado la diferencia de edad con sus nuevos compañeros. Ya no soy el 34, me dijo al final, con ese tono solemne que yo ya conocía. Agradezco que te intereses por mí, pero el 34 ya no existe, me dijo: ahora soy el 29 y debo acostumbrarme a mi nueva realidad. De verdad prefiero integrarme a mi curso y hacer nuevos amigos. No es sano quedarse en el pasado. Supongo que tenía razón. De vez en cuando lo veíamos a lo lejos, alternando con sus nuevos compañeros o conversando con los profesores que lo habían reprobado el año anterior. Creo que esta vez por fin logró pasar de curso, pero no sé si siguió en el colegio mucho tiempo. Poco a poco le perdimos la pista *Este relato integra el conjunto titulado «Instituto Nacional», parte del nuevo libro del autor, mIs documentos (Anagrama, 2014).

Alejandro Zambra (Santiago, 1975). Entre otros muchos reconocimientos, integró la famosa lista de los 22 mejores escritores jóvenes de Hispanoamérica de la revista granta. También poeta y ensayista, es conocido por sus novelas BonsáI, la vIda prIvada de los árBoles y formas de volver a casa.



20 Fotografía: Técnica industrial

Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2013 y autor de más de veinte títulos entre grandes novelas, libros de cuentos, ensayos y textos periodísticos y autobiográficos, Muñoz Molina (Úbeda, 1956) es, sin duda, uno de los escritores más importantes en lengua española, y acaso del mundo entero. Pese a que él mismo se defina como «solo un artesano de las palabras», en esta entrevista se luce como lo que es: un lúcido, profundo y entrañable hombre de su tiempo. De impecable azul marino, suéter y pantalón en combinación, me recibe Antonio Muñoz Molina. Le digo que me lo imaginaba recién llegado al edificio de NYU y con su casco de ciclista bajo el brazo, como la última vez que lo vi hace un año. Me sonríe: «En esta época no se puede». Es verdad: las continuas nevadas han orlado las aceras de un hielo cada vez más compacto. Los neoyorkinos, envueltos en lana, agazapados bajo capuchas, transitan entre crecientes zócalos de nieve quebradiza y torres de vapor bombeadas por los extractores de humedad, que las expelen junto con una brisa tibia y del todo inocua desde los túneles del subterráneo. La temperatura afinada en el lobby del departamento de Español y Portugués hace a pensar que la convivencia obligada y trabajosa con el invierno, fuera del edificio, es una especie de sueño lúcido del que, en ese momento, estamos afortunadamente despiertos. Muñoz Molina me invita a su oficina y lo sigo por un pasillo flanqueado de despachos en los que otros profesores trabajan e investigan. Antonio es profesor de la Maestría de Escritura Creativa en español desde hace más de un lustro, un programa único en el ámbito de los departamentos de Español y Portugués de la Costa Este de los Estados Unidos y, sin duda, una de las

razones por las que Nueva York ha recobrado dinamismo como una escena floreciente para nuevos escritores latinoamericanos. «Siempre me la cambian», me explica Antonio, refiriéndose a la oficina que abre. «Como ves, los anteriores ocupantes me dejan sus libros». Es un despacho pequeño pero cálido, con estanterías en las paredes más largas. Veo si puedo reconocer algunos de los volúmenes alineados en ellas pero identifico pocos. La mayoría son títulos de crítica cultural en inglés, novelas románticas inglesas y estadounidenses, algunos libros sobre pintura y artes plásticas y unos pocos de poesía española. «Yo voy conociendo a mis predecesores mirando los lomos de lo que leen. Los conozco un poco sin conocerlos». Muñoz Molina enseña sus talleres de la maestría durante el semestre de primavera y la otra parte del año vive en Madrid. En Nueva York, lo conocí porque durante dos semestres fui su alumno en los talleres literarios matutinos que dictaba en East 17th Street, en un edificio de NYU muy próximo a Union Square Park. Al mismo tiempo, fui leyendo algunos de sus libros. Para mí, en el curso de dos años, se volvió el autor de al menos media docena de novelas de palabras exactas para escrutar dramas humanos apasionantes en un marco de permanente desazón. Nunca he podido separar ese sentimiento del hecho de que sus novelas estén ambientadas en el periodo de entreguerras, y si no entonces, en un pasado impreciso pero muy próximo, que resulta igual de inquietante y precario y que mueve siempre a reflexionar sobre nuestras certezas. En ese tiempo, conversé con él muchas veces en su despacho de la universidad sobre escribir y la literatura que nos gustaba porque tuve la inmensa fortuna de que fuera mi director de tesis. Para sus alumnos, me consta, Muñoz Molina es un profesor cercano y un escritor de cuño singular. Es sobrio, señala sin énfasis que ejerce su oficio con el material humilde de las palabras, recomienda lecturas provocadoras con la eficacia de las recetas médicas para mejorar la salud, distingue y expone


Central

Por Alexis Iparraguirre lo distintivo de un logro artístico en un texto que admira con una sencillez esclarecedora. En esta ocasión, no obstante, me reúno también con el otro Antonio, al que él prefiere referirse lo menos que puede en el día a día; el escritor galardonado y la figura pública. En lo que compete al encuentro con el Antonio que figura, esta entrevista tiene mucho de feliz desencuentro. Porque por donde lo miro, sus modales naturales y su permanente actitud de atención me remiten en todo al entrañable profesor de NYU que incita a la confianza. La hoja de vida del Antonio Muñoz Molina resulta aquí, sí, de necesidad para informar sobre la alta valoración con que se le distingue en el campo internacional de las Letras. Se trata de un escritor largamente reconocido, y con justicia. Fue Premio Nacional de Narrativa y Premio de la Crítica de España en 1988 por el InvIerno en lIsBoa, su novela negra ambientada en la bohemia del jazz; también fue Premio Planeta, en 1991, y Premio Nacional de Narrativa, en 1992, por el jInete polaco, su saga familiar, que traza un arco desde la España rural del siglo XIX hasta la ciudad de Nueva York de mediados del siglo siguiente. En 1995, fue elegido miembro de la Real Academia Española y en años subsiguientes recibió doctorados honoris causa en las universidades de Villanova, Jaén y Brandeis. También ganó el premio Méditerranée Étranger en 2012 por la noche de los tIempos, su novela más reciente, que trata del derrumbe de la Segunda República española, contada desde la perspectiva de un arquitecto trastornado por la pasión amorosa. El año pasado, 2013, recibió el Premio Jerusalén y se le declaró, asimismo, Premio Príncipe de Asturias de las Letras, el primero que se otorgaba en trece años a un escritor de lengua española. Su obra, entre novelas largas y cortas, ensayos, colecciones de relatos y crónicas supera largamente la veintena de títulos. Escribe, además, una columna semanal para el suplemento BaBelIa del diario el país, uno de los periódicos más importantes en lengua castellana, con amplísimo público lector.

Casi puedo adivinar que, cuando Muñoz Molina lea la enumeración anterior, hará un desmentido vehemente y cordial, una negación firme con la cabeza, como cuando en la entrevista que le hice se opuso a mi comparación entre el swing de la prosa de el InvIerno en lIsBoa con la del cuento «El perseguidor» de Cortázar. Y volverá a negar con otro gesto, quizá sonría, y añadirá lo que cree, y también me advierte de muchos modos: «Con esto, uno puede terminar creyéndose lo que no es». Quiero empezar preguntándote, Antonio, sobre lo que piensas que es específico de tu quehacer literario. En el discurso con el que aceptaste el Premio Príncipe de Asturias usaste la expresión «oficio de las Letras». ¿Qué quiere decir para ti que ejerzas un oficio? Quiere decir lo más inmediato y concreto: el oficio es una destreza que se va ganando. Se ejerce con el talento que se descubre en hacerlo. Como tantos otros oficios, es una actividad práctica. Recurre a materiales comunes. Flannery O’Connor lo dice: «Lo cierto es que los materiales del escritor de ficción son los más humildes». En nuestro oficio, se trabaja con las palabras de todo el mundo. Es una materia prima baratísima. No somos orfebres y no trabajamos con oro. El escritor es un artesano. Hace un trabajo lento, que demanda sutileza y esfuerzo. Significa descubrir elementos valiosos en sus materiales y obtener el máximo resultado con ellos. Que no requieran ser explicados. Que sean autónomos. Piensa en un cuaderno: hasta las manos saben para qué es. Piensa en los collages de Picasso, que son de cartón y se bastan a sí mismos. Pero, la verdad, también es un proceso solitario, aunque no solipsista. Como lo que hace un artesano, sirve para otros. ¿No sirve para hacer un pedestal? Hay una confusión en América Latina y en Europa. Quiero decir en la parte del mundo bajo influjo cultural francés. Se tiene por lo mismo al escritor que al intelectual. Y

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no lo son. Un escritor no tiene por qué desplegar dominio de sutilezas abstractas. Justo porque escribir es un oficio concreto. No elucubra un concepto y tampoco un proyecto político. Lo que hace lo hace con sus materiales. Construye frases. Parece una simpleza. Pero los otros, los lectores, no saben qué tiene en mente. Solo conocen una multitud de signos, uno junto al otro. La destreza en el oficio es lo único que permite que sean los exactos. Incluso cuando se plantea la posibilidad de la ambivalencia. en Busca del tIempo perdIdo resulta de añadir una frase a otra. Naturalmente, también de la paciencia, el esfuerzo, la soledad y el talento. ¿De que forma esta orientación hacia la literatura como actividad concreta se relaciona con la exigencia estética? ¿Qué lugar tienen en lo que escribes? Cuando existe oficio, la exactitud de la frase es su misma estética. Si planteas la destreza como separada, se vuelve a la falsa alternativa de la forma o el fondo. Y ese dilema no es tal. Nuestro asunto es contar una historia. Y solo existe una única forma en que esa historia sea ella misma. No existen un contenido abstracto para verter en formas distintas. Existe la frase precisa que en sí misma es estética. Para mí, escribir bien es alcanzar la máxima eficacia para contar. No obstante, hay cambios notables en las historias que escribes. Tu escritura transita por distintas estéticas entre tu primera novela, beAutus iLLe, de 1986, y la última, LA noche de Los tiempos, de 2009. Es verdad. Pero no es un mérito. Es muy difícil no cambiar. En mí también es un instinto poco saludable. Es el de una insatisfacción angustiosa. Tengo incapacidad para recrearme en lo que he hecho. Siento una necesidad de curarme de los errores de un libro intentando hacer otro. Por eso, un libro mío no es un indicio del siguiente. Tienen de mí lo que es inevitablemente continuo. Si quieres sigue una voz. Pero en lo otro hay un instinto de zigzag. En esa trayectoria tienes un romance con Mágina, un pueblo inventado del interior de España, que se conoce primero por la investigación del estudiante Minaya en beAtus iLLe, que es el centro del linaje familiar que aparece en eL jinete poLAco y que se vuelve en lugar del aprendizaje adolescente en eL viento de LA LunA, de 2006. Tus comentaristas identifican a Mágina con tu Úbeda natal. ¿De ello nace la vocación por volver a ella en tus historias? Me preguntan si Mágina es Úbeda. Perdona, Úbeda queda en España y Mágina queda en mis ficciones. Y no es una diferencia teórica. A mí se me ocurre una comparación que es bastante ilustrativa. Fellini filmó dos películas exclusivamente de recuerdos, amarcord, sobre Rímini, su ciudad natal; y roma, sobre sus años de juventud. Y rodó nada en Rímini y casi nada en Roma. Filmó en Cinecittà. Ahí hizo una maqueta de cada ciudad. De ninguna forma podían ser las reales. Filmaba películas producto de su memoria y de su imaginación. No de Rímini o Roma. Cuando cuento sobre Mágina funciona como una maqueta. Recuerdo que estaba escribiendo una novela inspirada en noticias policiales. Una niña apareció sin vida en el bosque de la Alhambra en Granada. Empecé a escribir la novela, pero no progresaba. No conocía detalles del espacio y yo necesito ver mis historias. Y moví los acontecimientos a Mágina. Y mediante ese recurso empecé a ver minucias, detalles, necesidades. Y escribí plenIlunIo (1997), que transcurre en un sitio sin nombre. Pero sin Mágina no hubiera tenido recurso para pensarla. Vuelvo siempre a Mágina como un punto de parti-

da de muchas de mis historias. Úbeda, en cambio, es mi sitio en la vida para saber de verdad lo que es el tiempo. Puedo decir sin más detalle que en Nueva York y Madrid he sido adulto. Pero volver a Úbeda me permite una sensación de profundidad temporal que otros no pueden darme. Veo a un señor en la calle, un señor mayor. Lo saludo. Iba conmigo a la escuela. O veo a mi madre, a mis tíos. En tus novelas, también me resulta llamativo el empleo de artefactos de la cultura popular moderna como detonantes para contar: las fotografías de Ramiro Retratista en eL jinete poLAco, el jazz en eL invierno en LisboA, la mirada cinematográfica en las descripciones panorámicas de LA noche de Los tiempos. Me da la impresión de que los logros técnicos de la primera mitad del siglo XX son tus favoritos y que, como cuentas de Mágina, también cuentas de ese proceso de modernización. Es verdad. Soy moderno. Y lo entiendo de modo programático y en su mejor sentido. Por ello la modernidad que suscribo es el despliegue de la sociedad democrática y de sus grandes progresos. Y novelar el siglo XX es novelar también la modernización que se expande con ímpetu propio. Novelando el mundo rural que yo conocí sin ningún vínculo con ello estaría engañando y engañándome: estaría inventando una Arcadia. La experiencia fundamental de mi vida, de la que procede parte de lo escribo y de lo que soy es la de haber nacido en un mundo muy antiguo y haberme hecho adulto en un mundo completamente transformado. Una experiencia común a cualquiera en estos días, que luce natural, no lo era antes. En el transcurso de una vida el mundo no se convertía en otro. Esa es la gran experiencia moderna. Justo por ello mis recuerdos personales de la infancia me parecen de otras épocas. Cuando yo era niño, recuerdo, se segaba con hoz. Me acuerdo de mi padre y de los otros hombres que avanzaban segando trigo por el campo, y yo iba detrás ayudando. En los años en que hacía el jInete polaco, la historia de muchas generaciones de una familia de Mágina, yo empleaba esos recuerdos pensando que ese era el estado natural de las cosas, que se habían mantenido intactas y que después llegó la modernidad. Pero tampoco el mundo de mi infancia era antiguo e intocado. Quedó por largo tiempo, con esas herramientas y esa forma de vida, como consecuencia de la Guerra Civil y del régimen franquista. No era un paisaje prístino. Era uno lleno de cicatrices. En él, la modernidad había sido temporalmente vencida. Dedicas dos grandes novelas a los acontecimientos de esa época, la crisis europea de los años treinta, sefArAd y LA noche de Los tiempos. Convocas a un elenco de personajes, ficticios o históricos, que tienen en común la condición del exilio y que no paran de huir. Los cerca el totalitarismo, que, como entonces señaló Walter Benjamin, una de sus víctimas, es el enemigo «que no ha cesado de vencer». Es un momento de extremo peligro, no solo para Europa… Para la civilización. ¿Qué significa volver a ese momento? En ese momento, en el periodo que va entre 1914 y 1945, Europa se suicidó. Hizo una atrocidad contra sí misma de una escala que nosotros no podemos imaginar. Desaparecieron mundos enteros. ¿Sabes qué pasa cuando se acaba un mundo? Hay un tiempo en que algunas personas saben que existió. Pero un paso más allá, no hay nada. Es oscuridad completa. Es como si nunca hubiera existido. A principios del siglo XX, hubo una gran cultura burguesa centroeuropea,

burguesa en el mejor sentido de la palabra, bastante judía. Fue arrasada. La cultura austriaca, la cultura políglota polaca. Fueron arrasadas. Nadie se acuerda de que Rumania era francófona también… Todas en procesos de modernización… Sí. Y eso fue todo barrido sin dejar nada. Como en la naturaleza, una catástrofe crea oportunidades. Porque ese mundo fue barrido muchos de sus emigrados vinieron aquí a consolidar la gran cultura norteamericana del siglo XX. Del mismo modo que los aportes de los exiliados republicanos españoles fueron centrales en la gran cultura editorial latinoamericana de los años cuarenta. Pero, desde luego, cambiar de perspectiva no alivia en nada la catástrofe para las vidas humanas concretas. Los sociólogos y los ideólogos pueden dar mil corolarios. Pero la literatura trata de las vidas humanas concretas. Y para ellas el apocalipsis que hubo es una cosa inenarrable. Nosotros solo podemos atisbar. Por eso, para mí fue muy importante apropiarme de ese giro muy natural en español, «la noche de los tiempos», como título, porque lo único que podemos experimentar ahora que se le asemeje es una pavorosa oscuridad. Sin duda así sintió Walter Benjamin ese momento en que, cercado en España, tuvo que matarse, o Stefan Zweig, que se suicida en Brasil junto a su esposa porque no tolera el avance de la locura nazi. Europa se hundió. Eso, en el siglo XXI, nos cuesta mucho entender. No obstante, cuando vuelves en tus novelas a esa época no solo es un intento de comprensión, o de intentar comprender, o de redimir mediante un personaje de ficción alguna vida humana que no se puede imaginar hoy, sino que entiendo una advertencia tácita: «En el pasado sucedió». Sí, la hay. Hace ya un año publiqué un ensayo sobre la crisis en España, todo lo Que era sólIdo. Y me di cuenta de que tenía una misma idea en común con la noche de los tIempos y con sefarad. La experiencia de la fragilidad y lo insensibles que somos frente a ella. Cuando uno se aficiona a contar historias se le afina la conciencia frente a la fragilidad porque entiende, por un lado, que ellas siempre están en peligro de no decirse del modo en que debieran si no se tiene la destreza adecuada; y, por otro, que el lector, sin mayor cuestionamiento, solo prestará atención a la que efectivamente se cuenta. Del mismo modo, un fin del mundo puede traspapelarse. Porque para muchos la vida cotidiana sigue. Una enorme cantidad de personas no quiere ni se imagina que la vida pueda no continuar. Recuerdo que mi padre me contaba que iba al cine durante la Guerra Civil. ¿Durante la guerra había películas? Las había. El fin del mundo no tiene por qué afectar ostentación. Cuando hubo el atentado contra las Torres Gemelas, estaba aquí, en Manhattan, en el Upper West Side, y no había ninguna señal de nada. Se veía solo mucha gente subiendo por Broadway y un silencio muy extraño. Se debía a que la suspensión de vuelos nos privaba del fondo de los motores de cientos de aviones que aterrizan a toda hora. ¿Y qué era lo que yo creía? Que todo iba a seguir. Porque si no, ¿qué haces? todo Lo que erA sóLido tiene tanto de invectiva y de reclamo generacional para los que hicieron la transición española como para quienes la condujeron luego. En un punto de la exposición, te preguntas si prevenir la crisis estuvo al alcance de los españoles y para averiguarlo bus-


Voz salvaje

cas indicios en los archivos periodísticos y compruebas que, en efecto, ahí estaban, en las páginas de Economía de los diarios viejos. Los habías visto multiplicarse, era indignante leer de manera cada vez más frecuente sobre estafas y pillerías financieras, pero lo preferible para cualquiera era no hacer mala sangre y cambiar (literalmente) de página. En ese libro, uno se da cuenta que leer con atención hubiera sido mejor opción para combatir la crisis que todo lo que vino luego. Al principio del libro hay una frase de Joseph Conrad, que lo dice muy bien: «Es extraordinario cómo pasamos por la vida con los ojos entrecerrados, los oídos entorpecidos, los pensamientos aletargados». Kafka vio un remedio en algunos libros: «Un libro debe de ser un hacha que rompa el mar de hielo que llevamos dentro». Pero muchas veces la literatura forma parte de ese atontamiento. Y entonces uno quisiera solo escribir libros que sirvan como hachas. Y escribir, lo sabemos, es un fenómeno de mucha atención en sí mismo. Nos recuerda el cuidado con las palabras. Nos advierte así mismo cuando las palabras nos contaminan o nos mienten. todo lo Que era sólIdo incide también en ello. Es muy sencillo descuidarlas al punto que falsifican. En España, nos pasó con las palabras del terrorismo. Era fácil asumir su lenguaje. Los medios oficiales lo hacían. Los periodistas preguntaban «¿Usted está de acuerdo con la lucha armada?» Tú negabas. Estabas en contra. Pero al aceptar la expresión la confirmabas, le dabas sitio, la hacías natural. ¿Y qué era la lucha armada? Colocar una bomba en una escuela y matar a treinta personas. Y se le decía «lucha» a eso. Como si tuviera la nobleza de un enfrentamiento entre iguales por una causa justa, de lo que no tenía nada.

tuación que encuentras es, por un lado, la tradición nacional, que había continuado a través del franquismo. Estaban los libros de Miguel Delibes, un escritor digno de una atención mayor de la que tuvo luego, que resultaban demasiado familiares, y estaba la insufrible retórica de Camilo José Cela. Por eso, escribir en el español de España en ese entonces era sumarse a una lengua literaria muy rancia y artificiosa. Por otro lado, estaba la alternativa internacional, que no lo era. O bien la literatura ideológica, cerrilmente ideológica, es decir, de denuncia, realismo socialista del más áspero, o bien el experimentalismo que promovía el nouveau roman francés. Eres un muchacho y quieres de manera instintiva escribir Literatura que cuente mundos, su belleza, su complicación, y lees que Juan Goytisolo y los nuevos novelistas franceses decretan que eso se acabó, que la fábrica se cerró. Y de pronto aparecen esos textos… Yo recordaré siempre la primera vez que leí «La isla a mediodía» de Cortázar, cuando empecé a leer «El Aleph», cuando leí cIen años de soledad, cuando leí el sIglo de las luces. Y uno decía… En primer lugar, era una escritura completamente necesaria y eficaz. En segundo lugar, no era convencional, pero era profundamente narrativa, fabricaba mundos. Y en tercer lugar, era apasionante, es decir, daba un gusto leerla…. Con ella no tenías que cumplir una cuota política o demostrar capacidad de concentración para leer una página sin puntos

Pienso en el terrorismo en Latinoamérica y de inmediato también en su modernización heterogénea. Pienso que, del mismo modo que en España, ahí existe un paisaje que no es prístino, que es de cicatrices. Casi de inmediato, surgen los paralelos entre tu obra y la de los autores del Boom, que abordan la modernización desigual de Latinoamérica durante el siglo XX. Y paralelos entre los gustos de sus autores y los tuyos. Leer eL invierno en LisboA es volver, de muchos modos, al swing de «El perseguidor» de Cortázar… ¿Sabes que le pasan a esos dos textos? Que se parecen en que no son lo mejor que se ha escrito sobre el jazz.

y comas. ¿Tú sabes lo que es ponerte a leer por primera vez conversacIón en la catedral? ¿O pedro páramo? ¿O los adIoses? Eso es un boom, es un Big Bang.

Dime ¿cuál ha sido tu relación con los escritores del Boom? ¿Cuáles consideras que son aportes vigentes y cuáles otros ya no lo son? Decir «el Boom» siempre me pareció simplificar. Es como querer extender un certificado de grandeza a un pintor. Eso no se puede hacer porque un pintor trabaja durante mucho tiempo de muchos modos. Y hay cuadros excelentes, mediocres y muy malos. Y para el Boom vale lo mismo. No obstante, se insistente en los balances de conjunto… ¿Cuántos de esos balances de conjunto son pura cáscara? La Literatura es concreta. Dices Boom. Yo no sé. Pero sí sé cuáles escritores y cuáles de sus textos son para mí importantes. Algunos solo lo fueron cuando empecé a escribir y luego no más. Otros siguen siéndolo, incluso más que entonces… Imagínate. Tienes tú diecisiete o dieciocho años y eres asiduo a la Literatura y quieres escribir. La si-

¿Qué te separa de eso? En que muchas veces su ambición desmesurada se volvió grandilocuente. Cayó en el barroquismo. Compara el sIglo de las luces con la consagracIón de la prImavera, del mismo Carpentier. O compara conversacIón en la catedral con los tomos inacabables de Carlos Fuentes. Y, luego, en esa generación no solo hubo ruptura, sino la continuación de una práctica latinoamericana muy anterior, que era la posición tan rara del escritor en una sociedad de castas. Convertirse en escritor era ascender a la oligarquía. Era investirse de una dignidad proconsular. El escritor se volvía una especie de mascarón de proa, de hipóstasis del país, de América Latina. Y eso no es un escritor. Si dejo los libros de lado y me concentro en la figura del escritor latinoamericano, debo decir que a mí siempre me ha producido incomodidad ese modo de figuración. Y es una cosa que a ellos les ha gustado mucho: ser figuras públicas. Y para mí la relación que un escritor establece con quien lo lee es personal. La obra le habla a una persona. En cuestiones de figuración, prefiero la actitud de latinoamericanos como Onetti, Rulfo, Ribeyro y Puig. Me gustan mucho esos escritores en todos los sentidos. ¿La figuración pública es el peor defecto del escritor latinoamericano? Cada cual hace lo que quiere. Pero a mí, antes que nada,

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me impediría escribir. Además, entiendo que la figuración tiene que limitarse al máximo porque es casi inevitable que te trastorne. Te pone en un posición falsa, en una posición de privilegio que no se condice con nada. Y no hay manera de ser natural. Ante dos mil personas no eres natural. Actúas obligadamente. No es como cuando conversamos en clase o en este pequeño ambiente. Es como hacer un recital flamenco en un estadio. No funciona. El flamenco se disfruta entre los artistas y el pequeño grupo de personas para quienes se ejecuta el oficio. Vuelves a la destreza en el oficio, a la atención, a las personas concretas, al cuidado en el lenguaje cotidiano. Son elementos que luego de que los has examinado lucen necesarios no solo para los escritores, sino para cualquier ciudadano. ¿En esa suma de quehaceres hay un lugar para la utopía, esa idea tan propia del ideal moderno? ¿Al menos una personal y accesible desde lo más concreto? El mundo puede ser mucho mejor, puede estar organizado de manera racional de forma que la mayor parte de las personas tengan vidas decentes, y si eso no se consigue no es porque sea difícil. Si hay hambre en el mundo no es porque no haya recursos. Es porque hay un sistema de producción y comercio que es injusto. Y eso se puede cambiar. Sigo teniendo esta convicción moderna. Y hay dos activismos, al menos, que en el siglo XX han tenido la virtud que no tuvieron otros: el ecologismo y el feminismo. La tienen porque se fundan en vincular el proyecto político y la vida cotidiana. No interpelan por la transformación del porvenir sino por la práctica inmediata e inaplazable. Si se es ecologista no solo se vota por el partido ecologista. Se recicla la basura, se emplean focos ahorradores. Es decir, sus obligaciones son tangibles y su capacidad de interpelación y efectividad verificables por todos. Política en sinnúmero de actos del día a día. Una política que dista para bien de la izquierda que conocí en la universidad. Eran sectas feroces que se tiraban del cuello por abstracciones disparatadas. Ahora, en cambio, no hay disculpa por no hacer aquello que se puede hacer. Y tampoco para dejar de hacer aquello que provoca daño. Todos constatamos de inmediato cuáles son esas acciones para evitar o implementar. Es una ética concreta. Te la recuerda la misma vida: apagar las luces que no se usan, emplear una misma botella de agua porque el plástico dura quinientos años en descomponerse, recoger el excremento del perro. Parece poco, pero hay muchísimo por delante en esas tareas. Desde esa perspectiva, ¿cuál es el lugar de la Literatura para ti? ¿Dónde queda? Para mí es muy importante la Literatura. Pero mi familia, mi esposa y mis hijos, y mis amigos, soy consciente, tienen un valor más alto. Son las personas que quiero. No solo le brindan enfoque a mi mundo. Me dan otra perspectiva de lo que hago a cada instante. Me permiten ver que mi oficio no lo es único que hay. Porque es muy fácil que ocurra que te creas alguien por escribir, alguien que no eres y que pierdas la humildad de quien trabaja con las palabras de todos. Que no recuerdes que eres un artesano y un ciudadano

Alexis Iparraguirre (Lima, 1974) es escritor y crítico literario. Ha publicado el libro de cuentos el InventarIo de las naves.


24 Ilustración: Juan Panno

Por Johann Page

H

abía estado con Jimmy a orillas de alguna playa del Sur, un oasis alejado de la carretera, drogándonos a los pies de un enorme cerro con una antena clavada en su lomo, alta y siniestra como una espada del futuro. Bajo su luz roja nos habíamos bañado desnudos, donde el desagüe tibio que provenía de Pachacamac se unía con la resaca. Recuerdo el cielo negro, sin estrellas. Cualquier ser vivo podría haberse sentido único allí. Yo junté mis manos dentro del agua y me dije soy única y luego las olas espesas me cubrieron. El mundo parecía hecho solo para nosotros, o así lo sentí yo al menos, mientras sosteníamos nuestra botella y acabábamos con todos los sobres blancos de Jimmy, el polvo resplandeciente, toda la droga, y con el cerebro inflamado como una esponja en la marea nos tambaleamos y besamos, aspiramos todo lo que pudimos uno del otro, vomitamos, nos golpeamos y lloramos a gritos, nos reímos hasta caer en la arena. Luego vimos el amanecer y cómo el fuego que habíamos iniciado cerca al Volkswagen se apagaba, y mientras Jimmy se montaba sobre mí como un animal y palidecía comprendí que así debía ser el mundo, que nada malo podía sucedernos. Pero me equivocaba. Pasado el mediodía, el calor nos había levantado. El interior del Volkswagen crepitaba como un horno y mientras empujábamos la carrocería fuera de la trampa de arena sentí la tensión en la carretera, mi voz en el oído de Jimmy gritándole que se detuviera, las luces de la camioneta policial, el estallido… Jimmy no me creyó cuando se lo conté. Solo le preocupaba poder sacar la estúpida llanta de la arena y que no se nos saliera el corazón. Pero así es él, estúpido y violento. No me creyó que yo había previsto el accidente: su visión me taladraba las sienes y la cabeza me latía como si un pequeño niño fuera a brotar por mis fosas nasales. Minutos antes de que ocurriera, la música del equipo del auto me distrajo. Me hundió en un profundo trance de hiper-atención. Por eso ahora sé que en realidad yo no había visto nada hasta ese instante. Solo sentía. Aquella tarde, camuflada en el asiento del copiloto, podía sentir cada grano de arena en mi piel, cada vibración en el viento, como si unos labios gruesos me soplaran las claves de un examen incomprensible en el cuello. Con las ventanillas bajas, Jimmy intentaba continuar aspirando de un papel que amenazaba con irse volando. Se lo dije. O quizá no. Él repetía: se está acabando, se está acabando. Solo recuerdo mi

movimiento automático hacia su mano y el ardor en mi nariz y mi alma, nuevamente catapultada a ese túnel de gusano que era la carretera del Sur aquella tarde. Se está acabando, repetía Jimmy. No queda nada, nada, le gritaba yo. Y él me miraba: todo se está acabando. Cuando cruzamos a una velocidad absurda un puente cercano a San Bartolo recuerdo haber pensado que estábamos a punto de elevarnos, como John Travolta y Olivia Newton John en aquella película que yo de niña había visto hasta el embrutecimiento. Pero no fue así. No fuimos nosotros quienes nos desprendimos del suelo. De pronto, las imágenes se volvían reales y reclamaban su lugar, como orugas salvajes y hambrientas dejando el capullo. Para mí, todo aquello fue como si me ocurriera en viajes distintos. Un día había ido al mar con Jimmy, y nos habíamos drogado y bebido, y años después yo continuaba con él, yendo hacia el Sur en su auto, quizá más enganchada, intoxicada de miedo y amor hacia él, pero ahora con una ansiedad irresistible por saber cuándo y cómo podríamos conseguir más y más droga. Eran muchos viajes entonces, miles, no sabría decir cuántos. Y aquella mañana, en uno de esos viajes en los que resultaría todo muy mal para muchos de los pasajeros que volvían junto a sus hijos y esposas del Sur, fue cuando lo encontramos: yo lo había visto antes, cuando cruzábamos cerca a la patrulla, hileras de autos, niños durmiendo en sus asientos de seguridad, yo estiraba mis miles de manos, mis miles de dedos hacia ellos. Casi podía sentirlos, decirles: seré madre un día, y los protegeré. Pero ellos seguían dormidos. Allí lo había encontrado: el Viejo Tío Lou me miraba quieto desde su ventana, sin temor, y pensé en él como en otro niño, ignorante de lo que habría de suceder. Quizá por ello sentí pena por él cuando dejamos atrás el auto azul en el que iba. Y aunque seguí pensando en él cuando Jimmy escapaba de la camioneta policial, de pronto se me ocurrió que nada iba a sucederle, pues yo había encontrado amor y paciencia en sus ojos. Horas después, Jimmy me diría que había sido mi culpa, que mis gritos lo habían distraído. Pero si nada aún había sucedido, ¿cómo podía haber gritado? Gritos del futuro, pensé. Pero, oh, Jimmy, mi amor, el control lo habíamos perdido hacía mucho, ya no sé dónde. En nuestro carril, otro auto, un pequeño Swift, al ver que nos dirigíamos hacia él como un puñal amarillo solo atinó a dar un leve giro hacia la izquierda, donde un bus interprovincial transcurría desbocado. Nuestro auto dejó atrás a la policía y dio una curva sobre toda la carretera, pero Jimmy

logró enderezarlo justo a tiempo. El tintineo de las botellas vacías en el fondo de la parte trasera nos comunicó que aún estábamos vivos. Yo volteé rápidamente sobre el asiento y me sujeté al respaldo, presa del espectáculo imposible que nunca más habría de percibir tan vivo y descomunal: vehículos de varios colores entrechocando y esparciendo a sus miembros sobre el asfalto y la berma central, pequeñas llamaradas que empezaban a buscar su alimento, como niños de fuego recién nacidos, gritos apagados, cristales que reflejaban los rayos de sol, la camioneta policial surcando el cielo celeste y neumáticos que se iban alejando de la escena, rebotando remolonamente, como si todo aquello no fuera nada más que un juego. Recuerdo haber respirado profundo. Tratar de asimilar toda la experiencia. Pero el miedo no me dejó expulsar el aire que mis pulmones y mi corazón retenían. Jimmy, ¿qué ha pasado? Pero él no respondió a mi pregunta, quizá por ser demasiado tonta. Solo frenó con los dos pies y el Volkswagen se detuvo haciendo una S a un lado del camino. Pocos autos continuaron circulando, esquivando indiferentes toda la chatarra y los gritos. En ese instante, Jimmy golpeó el volante, todo todo se acaba, y antes de que pudiera preguntarle qué intentaba hacer ya había bajado del auto. Yo me sorprendí de verlo actuar tan rápido, y me quedé allí, abrazada del asiento, mientras lo observaba recorrer los metros que nos separaban del accidente. Miré a mi alrededor: autos veloces circulaban en sentido contrario. Frente a nosotros, un carro negro se detuvo varios cientos de metros adelante, se estacionó a un lado y pude ver al conductor, diminuto, arrodillarse frente a una de las llantas. Su acompañante permaneció dentro. Han sobrevivido, pensé: pero no lo saben. Cerré los ojos. Cuando volví a abrirlos Jimmy arrojaba en el asiento trasero dos maletas grandes y un par de bolsos y luego se acomodó en el asiento, junto a mí. En la mano tenía una cadena larga cuyo final se agitaba y yo no podía ver. Entonces Jimmy encendió el auto, y me lanzó una sonrisa cómplice. Me alcanzó la cadena que llevaba en la mano y ambos tiramos de ella, hasta que el pequeño cocker spaniel subió de un brinco a mi regazo, donde continuó temblando, casi tanto como yo. Te lo he traído, me dijo. Para ti. Lo apreté con fuerza contra mi pecho, como si sostuviera un milagro.


Relato

¿Vas a cuidarlo? Sí, respondí. ¿Segura que vas a cuidarlo?, su dedo temblaba como una rama. ¡Sí! ¡Sí! Y entonces Jimmy pisó el acelerador. Atrás quedó el accidente, las llamas y el humo que empezaba a lamer el cielo. Fue así como el Viejo Tío Lou llegó a nuestras vidas. *** Por lo que recuerdo de mí, he amado a Jimmy sobre todas las cosas. Pero jamás como en aquellos días. Esa tarde volvimos al departamento y llamamos de inmediato al Ludópata. Le dijimos: no prendas la televisión, solo ven. Y mientras Jimmy abría las maletas y revisaba su contenido, yo busqué entre la ropa sucia y en el baño un peine con el cual cepillar el pelo marrón del Viejo Tío Lou. Solo encontré un cepillo de ropa, pero a él pareció agradarle. Luego de un rato de masajearle el lomo y las orejas enormes, caminó tranquilo por su nuevo hogar (yo hasta entonces soñaba) y al llegar al jardín elevó la nariz aspirando la brisa de los pantanos de Chorrillos. Es tu pasado, pequeño, le decía, siempre va a estar allí. Jimmy encontró toallas verdes y azules en las maletas más grandes. También ropa de niños, con dibujos de dinosaurios en el pecho. Ropas de baño pequeñas, pistolas de agua. Recordé a aquellos niños que dormían en sus asientos de seguridad en la parte trasera de los autos. ¿Habrían soñado sus padres con verlos volar por los aires, como muñecos? Hurgamos buen rato entre todas las prendas, tratando de darles un valor, pero después de un rato perdimos la cuenta y nos pusimos a tomar. Había medicinas y ampollas. Seleccionamos algunas para vender o mezclar. También hallamos algunos juguetes de plástico. Nada que fueran a necesitar más. Al terminar de vaciar el contenido de casi todas las maletas, el Viejo Tío Lou, que había estado inquieto, orinando sobre las plantas muertas del jardín, husmeándolo todo, se acercó a mí y se sentó a mi lado, como si me preguntara si ya habíamos terminado de destripar las intimidades de sus antiguos dueños. Me dije entonces que debía cuidarlo bien. Se lo había prometido a Jimmy. Cuando lo acaricié, él se echó sobre la ropa desperdigada y resopló, como si no le quedara más que aceptar el cambio. Acá vas a ser feliz, le dije, subiéndole una de sus orejotas. Luego la dejé caer como una tortilla de pelo. Pero yo sabía que él sabía que ninguno de los tres estaríamos bien allí. Por último, resguardada en una caja, una máquina cuadrada de la cual pendía un tubo de plástico brotó del fondo de la maleta más grande. ¿Y esto qué mierda es? ¿Qué crees, tonto? Yo cogí el tubo y hundí la mano en los bolsillos de la maleta, buscando. Entonces encontré la pieza faltante. Esto se pone así… (Y ya está). Escuché mi propia voz ensordecida por la mascarilla, lejana: es un nebulizador. Para el asma. Mierda, dijo Jimmy, mientras asentía con evidente asombro. Entonces supimos que allí estaba toda la droga que necesitábamos. Horas después, el Ludópata llegó y nos hizo una oferta sensata. Se sentó en medio de la sala y lo observamos ordenar su nueva mercancía con sus ojillos negros, vidriosos por la

droga. Nos dio por la ropa y las maletas casi diez gramos, pero se quedó observando el nebulizador, como si sopesara qué demonios podía hacer con él, dónde podría encajarlo. Decía que tendría que buscar a un público objetivo muy preciso, y que eso sería complicado. Le gustaba ponerse técnico, a pesar de que sabíamos que podría vender aire en bolsas a cualquiera. No estaba convencido y Jimmy y yo empezamos a dudar de si había sido buena idea mostrárselo. Le debíamos mucho dinero, era cierto. Pero tampoco se trataba de que nos estafe. Mientras se frotaba la barbilla observó al Viejo Tío Lou, quieto y silencioso, como si fuera un animal de peluche confundido entre la ropa. No sé cuánto costará esta huevada de aparato. Pero te puedo dar 50 soles por ese bicho. ¡Jimmy! Tranquila. El perro es de ella, Ludópata. No sale. Esa vaina se va a morir en tres días, ya vas a ver. ¡Cállate, idiota!, le dije. Pero es cierto que cuando lo escuché tuve miedo. Lo cierto es que el Viejo Tío Lou también pareció atemorizarse, pues se escondió entre mis piernas. Danos cinco más y llévate el atomizador… Nebulizador. ¡Eso!, dijo Jimmy. No importa. Pero lo de las tarjetas hay que hacerlo al toque.

Ok, muchachos. Ahora lo que toca. Entonces el Ludópata y yo entramos a la habitación y yo aguanté la respiración, mientras él se movía como una serpiente de metal por mi cuerpo. Cuando salimos, Jimmy jugaba a quitarle una pantufla al Viejo Tío Lou: va siendo menos, dijo. Va siendo menos. Yo fui al baño y me lavé la cara, la boca. Cuando volví el Ludópata envolvía en su caja el aparato. Tú, ¿ves esto?, me preguntó el Ludópata. Su mirada parecía congelada. Sí, veo. Tomó la mascarilla entre sus manos y luego se la colocó en la boca. Su voz parecía provenir de otro mundo: Esto va a salvar una vida. Aquella noche y los días siguientes tuvimos toda la droga que quisimos. Jimmy y el Ludópata metieron la ropa en el Volskwagen junto con el nebulizador y demoraron un buen rato, pero sacaron buen dinero por todo; también de las tarjetas que encontramos en uno de los bolsos. Entonces pudimos comprar más coca y revenderla y reducir además buena parte de nuestra deuda con el Ludópata. Quedamos en que el dinero de la venta lo dividiríamos. Y todos contentos. No tuvimos que salir del departamento salvo en las noches, para ir a encontrarnos con algunos amigos de Jimmy o para comprar algo de comer. De vez en cuando venían a tocar nuestra puerta a comprarnos un poco, y así pudimos estirar esos días, lejos de todos.

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Ninguno de los tres tenía más obligación que estar uno al lado del otro. Jimmy se emborrachaba por las noches y yo aspiraba durante el día todo lo que podía. El Viejo Tío Lou nos acompañaba. Eso era todo. No había más. Muchos meses atrás habíamos dejado la universidad, y entonces difícilmente podríamos decir siquiera en qué calle se encontraba o si una bomba la había destruido. Tampoco nos importaba. Después de todo, nosotros no teníamos por qué preocuparnos del alquiler ni del trabajo. El departamento de Chorrillos lo pagaba el papá de Jimmy, un General retirado acusado de no sé cuántos crímenes y que buscaba de esa forma esconder al hijo que ocasionaba su vergüenza. La única condición era que Jimmy no volviera a casa, y procurara no hacer escándalos. Ni siquiera el día en que entramos a su casa en La Molina (es cierto, íbamos a robar, pero él no lo sabía) y encontramos a la madre de Jimmy atiborrada de pastillas y vómito en el suelo del baño, ni siquiera esa vez él le dirigió la palabra. Cuando la ambulancia se llevó a su esposa, el General cerró la puerta en silencio, y Jimmy y yo nos marchamos, abrazados, apenas con un reloj de oro. Yo lo golpeaba y él me golpeaba, y así nos entendíamos. A Jimmy no le gustaba recordar a su padre. Me lo había dejado en claro las pocas veces que habíamos discutido al respecto. En esos días, incluso el Viejo Tío Lou parecía haber encontrado su espacio. Ya no se sentaba en el jardín, cerca de la puerta del departamento a escarbar entre la tierra de las plantas secas. Al principio no comía mucho, aullaba débilmente por las noches, como un lobito, pero luego pareció ceder y darse por vencido y aceptar querernos. A veces, cuando regresábamos tarde a casa y algo se rompía o nos gritábamos o nos tirábamos en los muebles a dormir, él se acostaba sobre mis piernas buscando algo de calor. Por la mañana sentía cómo me lamía la cara y yo le servía papas fritas o lo que hubiera en su plato especial, luego algo de agua o gaseosa y así la pasamos bien varios días. En la televisión algunas familias todavía aparecían en programas nocturnos exigiendo prudencia y penas más severas para los culpables del accidente múltiple. Pero como todo lo que ocurre en esta ciudad, aquello duró pocos días. Una tarde, a finales de abril, cuando ya nadie recordaba nada, Jimmy, el Viejo Tío Lou y yo volvimos a esa playa en el Sur, todos juntos en el Volkswagen amarillo. Nosotros nos tiramos en la arena y él se revolcó a nuestro lado, húmedo por la brisa, iluminado por la antena roja. Y de regreso, mientras aspirábamos Jimmy y yo de su mano los restos de la coca que en realidad debíamos haber vendido, reconocimos el lugar del accidente, los arreglos florales y las cruces que algunas personas habían colocado, y el Viejo Tío Lou sacó la cabeza por la ventana, sus orejas al viento, y sintió en su hocico que todo había cambiado. Yo se lo decía: Todo ha cambiado, Viejo Tío Lou, estese tranquilo. Es cierto. Es cierto. Se está acabando. Entonces supe que si había algo parecido a la felicidad, no estábamos tan lejos de ella. Así lo sentí aquel día volviendo del Sur. Sin embargo, en ocasiones Jimmy parecía volverse loco. Perdiendo la razón, despertando a mitad de la noche dando alaridos. Los vecinos del edificio ya nos habían advertido muchas veces que debíamos mudarnos. Pero entonces Jimmy les recordaba quién era su padre y les enrostraba su carnet de hijo de militar, lo único que conservaba de aquella relación, un papel enmicado y vencido hace mucho, con una foto de Jimmy peque-


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ño y con paz en sus ojos, cuando aún no nos conocíamos. Más de una vez yo tuve miedo también. Tomaba al Viejo Tío Lou entre mis brazos y me escondía con él en el baño. Escuchaba cómo se rompían las cosas, vasos, botellas, las pocas cosas que aún no habíamos vendido para comprar coca. Sácame, gritaba Jimmy, ¡Sácame!. Y a mí me hubiera gustado ayudarlo, pero no sabía cómo. Los días siguientes, casi siempre Jimmy estaba callado. Solo fumaba y se echaba en el jardín. Pero ese día en que volvió a ocurrir, el accidente en la carretera ya había quedado atrás, y el Viejo Tío Lou se acercó a la tumbona donde Jimmy descansaba. El sol caía sobre su cara y cuando me acerqué llevándole una cerveza recuerdo que sentí que nunca podría dejar de quererlo. Él tomó la cerveza y acarició la cabeza del Viejo Tío Lou. Estuvo mucho rato en silencio. Luego juntó sus patas como si ambos rezaran. Vamos a tener que bajarle, le decía. Y el perro se dejaba hacer, su lengua colgante. Nos abrazamos. Entonces, con ellos dos cerca de mí, quise mirar atrás, adueñarme de mi nostalgia, pero simplemente hace mucho no recordaba cuándo todo esto para nosotros había dejado de ser divertido. *** Un día llegó el Ludópata con un periódico en la mano, y ese fue el fin de todo. Estábamos desnudos tirados sobre el colchón y recién nos despertábamos. Dijo: Tápate, pareces una muerta. Y yo me cubrí con el polo de Jimmy, preguntándome si era verdad que aún estaba viva. No se encontraba bien, era obvio. Temblaba y su cara parecía esculpida, dura como una cabeza clava. Tenía la nariz roja y sudaba. No pestañeaba. No era un buen día para él. Se sentó en el único mueble que nos quedaba e hizo a un lado la caja de pizza que el Viejo Tío Lou resguardaba. Quita, bestia, y se acomodó con los brazos extendidos. Mira, le dijo a Jimmy. Para que puedan pagarme. No veo nada. Despiértate, huevas. Mira bien. Abajo. Al final. Juntamos los dos el periódico y las letras parecían desmayarse unas sobre otras. Pero el dedo de Jimmy señaló un amasijo de colores. Demoré unos segundos en encontrarle la forma. Eres tú, le dije. Y el Viejo Tío Lou continuó lamiendo su caja de pizza. No es, dijo Jimmy. No, no es. Pero es igualito, ¿no? Sí es, eres tú, le dije, y lo abracé. Me gruñó un poco, pero luego se calmó. No es ni cagando. Pero he llamado a ese teléfono. El tío está podrido, porque el perro se les ha perdido a los hijos. No dejan de llorar y joder. Tiene plata. 300 cocos. Pero no es él. El tío dice que qué chucha. Se le parece y punto. La jato queda en Surco. Ahí está la dirección. Habla. Jimmy, bota a esta mierda de aquí. Bótalo, por favor. Él ni siquiera me miró: Sabes que igual tienes que pagar. ¡Lárgate!, grité. El vaso se rompió en la pared. El Viejo Tío Lou salió aullando hacia el cuarto. Cuando el Ludópata se había ido vi en la cara de Jimmy esa expresión. Le dije: Jimmy, no. Y él no me respondió. Se quedó callado varios minutos, luego encendió un cigarro y se metió en el baño. Después de un par de horas abrí la puerta y lo encontré en el suelo, dormido. No lo vamos a entregar, ¿no, Jimmy? Ese chico tomó mi rostro en sus

manos. Nada ni nadie nunca me había mirado con tanta verdad en los ojos. Me dijo: Tranquila, China. Tengo un plan. Y yo le creí. Jimmy nunca había sido muy inteligente, pero incluso yo tuve que reconocer que no era tan mala idea después de todo. Parecía simple. Bañé al Viejo Tío Lou con la manguera, lo cepillé y le dimos una hamburguesa de la refri. Estuvo feliz todo el viaje. Lo abracé y le dije: Confía. Él se dedicó a masticar una de las mascarillas del nebulizador que Jimmy y el Ludópata habían olvidado. Las calles aparecían y desaparecían tras la ventanilla del Volkswagen, y pensé que todos nos observaban, que todos sabían qué tramábamos. Pero no les importaba. Llegamos a la casa en Surco y Jimmy se metió un tiro, me dio un poco a mí también y luego bajó del carro. Yo lo acompañé hasta la puerta. Para que no se ponga nervioso, le dije. Y el Viejo Tío Lou puso su mejor cara. Era verdaderamente una casa hermosa, y a pesar de tenerla frente a mí, de poder tocarla y sentirla, me parecía increíble y lejana. Fue rápido. El tipo salió, nos vio e inmediatamente se dio cuenta de que no había sido buena idea. Lo único que nos salvó fue que sus dos hijos pequeños salieron con él y el Viejo Tío Lou se encargó de lo demás. Está un poco flaco, susurró el tipo. ¿Qué le han estado dando? Lo mejor, dijo Jimmy. Y continuó contando el dinero. Yo abracé a los niños, pero después de un rato se sintieron incómodos y el padre los metió a la casa. Jalaban la correa del Viejo Tío Lou con fuerza, pero él se negaba a marcharse. Le levanté la oreja: Tienes que confiar. Vas a estar bien. Él se dejó llevar por los niños. Después de eso solo había que esperar unas horas, hasta que oscureciera. En el asiento del auto, traté de dormir un poco, pero no podía. El corazón me latía muy rápido. Sabía que algo estaba mal, pero no quería molestar a Jimmy, que ya iba por sabe Dios qué número de cigarro. También él estaba nervioso. Viejo-Tío-Lou… ¿no podías ponerle otro nombre? Es el Viejo Tío Lou. Sí, así se llama. Así se llama, asintió Jimmy, es cierto. Y continuó fumando. Esperando. Para la medianoche, Jimmy y yo nos habíamos acabado ya el globo de coca. Yo no me sentía nada bien. Solo quería volver a casa con él y con nuestro perro. Ya no quería esperar más para entrar en esa casa y llevárnoslo. Incluso habría devuelto el dinero. No me importaba. Pensé que había sido un error, y se lo dije: ¡Cállate!, me gritó. Ya falta poco. Pero a mí me dieron náuseas y sentí que mi lengua cobraba vida y quería asfixiarme. ¿Qué vas a hacer, Tío Lou? Tienes que esperarnos. Ya se acaba… Bajé del carro y vomité la nada que llevaba en el estómago. Luego oriné en uno de los arbustos y fue con el culo al aire que escuché el aullido. Fue rápido y agudo y me partió en dos como un cuchillo. Corrí hacia el auto subiéndome el pantalón, mojándome con mi propio orín, y Jimmy salió disparado hacia la puerta de la casa. ¡Ha sido él! Espera. ¡Ha sido él, estoy segura! Entonces la puerta del garaje de la casa se abrió y sin pensarlo entramos por ella mirando en todas direcciones, sin saber bien a dónde ir. El padre salió llevando un bulto en los brazos y por un segundo me pareció que éramos invisibles, pues continuó corriendo hacia su auto sin prestarnos atención. Entonces Jimmy lo sujetó del brazo y pude ver la

sangre en su pecho, la cara del pequeño oculta en una película negruzca, el jirón de carne que colgaba de su mejilla. ¿Qué hacen ustedes acá? Calla, viejo de mierda. ¡Cállate! Pendejos de mierda. Lárguense. Y llévense a ese perro asqueroso. Miren lo que ha hecho, ¡miren! Pero no lo escuchábamos. Nosotros solo atinamos a correr hacia la puerta, Jimmy la pateó y el otro niño se puso a llorar más y más fuerte, mientras observaba por la ventana cómo su padre se llevaba a su hermano. ¿Dónde está?, le pregunté. Dime dónde. Y el niño continuó llorando, pero señaló hacia el fondo de la casa. Yo corrí tras Jimmy sin importarme nada, no me importaba el viejo estúpido, ni su hijo, ni que ambos se hubiesen detenido en la calle para llamar al vigilante de la cuadra; solo corríamos por los cuartos, cayéndonos con las sillas y los muebles, tratando de encontrar al Viejo Tío Lou, lo que quedaba de él. Y allí estaba, en el jardín, al lado de una maceta. A su lado el palo de escoba con el que le habían partido la cabeza. Yo lo tomé entre mis brazos. ¡Qué hiciste, Tío Lou! Grité y grité como nunca he gritado. Jimmy daba vueltas y pateaba las cosas. Tomó la maceta y la arrojó contra una de las ventanas. Me tomó de los hombros, pero yo no me calmaba. En ese instante oí las voces, los vecinos que intentaban entrar para botarnos. Entonces Jimmy levantó al Viejo Tío Lou, Sí, levántalo, lo apretó contra su pecho y salió a la noche y yo lo seguí. Me pegué a su espalda, mi cabeza explotaba, pero sabía que esa era la única forma. Nada más importaba. Vamos a salvarlo, repetía Jimmy, mientras se abría paso empujando a los vecinos curiosos y al guardián que lo golpeaba. Yo daba patadas y puñetes hacia cualquier lugar. La cabeza del Viejo Tío Lou bailaba descolgada entre los brazos de Jimmy, al ritmo de nuestra huida, como un buen perro. Su lengua colgaba larga y rosada, como nunca antes la había visto. Sus orejas enormes, cubiertas de sangre, estaban duras, apelmazadas. Mi cerebro entonces pareció disminuirse, elevarse y volar como un globo. Todo se detenía. La calle, los gritos. Recordé la tarde del accidente, la playa, la voz de Jimmy al despertar: ¡Sácame!, gritabas, pero yo no sabía de dónde, Jimmy, de dónde tenía que sacarte. Solo sabía que el Viejo Tío Lou había muerto, pero un lugar dentro de mí, alguien, aún deseaba salvarlo. Y mientras corríamos hacia el Volskwagen esa noche comprendí que había una forma de verdad para todos, pero nunca sabría cómo reconocer la mía. Nunca estaría lista. Jimmy abrió la puerta del auto y antes de que lo atraparan me gritó: ¡Arranca! Arrojó el cuerpo sobre mí, como ese día en la carretera hace semanas, ese día en que yo había sentido un milagro entre mis manos. Pero el auto no encendía, y yo gemí o alguien allí dentro que no era yo. Puños golpeaban las ventanas, parecía que iban a devorarme. Entonces te dije: Confía, Viejo Tío Lou, perdónanos, y recogí la mascarilla del nebulizador, te la puse, y soplé, soplé, soplé en tu nariz húmeda. Tu cerebro blanco calentaba mis dedos. Todo se estaba acabando. Y tú confiabas. Hasta que las luces del auto de pronto se encendieron: se iluminaron la calle, la pelea, Jimmy y el guardián inmóviles, como dos ciervos deslumbrados en una carretera, resplandecía el futuro, todo aquello que habíamos soñado. Entonces escuché las palabras del Viejo Tío Lou. Y apreté el acelerador con los ojos cerrados Johann Page (Lima, 1979) ha sido editor en el Fondo editorial de la PUCP y director editorial del Grupo Planeta en el Perú. Escribió el libro de cuentos los puertos eXtremos.


Opinión

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Ocho lecturas como brevísimo homenaje Por Ernesto Lumbreras

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osé Emilio Pacheco (Ciudad de México, 1939-2014) fue uno de los escritores mexicanos más reconocidos, comentados, traducidos y premiados en el extranjero; especialmente, en su faceta de poeta su obra ha suscitado interés desde sus primeros libros y figura en los estudios y antologías poéticas de lengua española más respetadas. También fue narrador y ensayista excepcional, con libros que en poco tiempo se ha convirtieron en clásicos precoces; tal es el caso de su novela la Batallas en el desIerto (1981). Ese mismo rango merece su columna «Inventario», escrita en varios momentos en la revista proceso. En 2009, con motivo de la concesión del Premio de Poesía Reina Sofía y de sus 70 años, consulté a ocho escritores de varias latitudes de la lengua española sobre sus lecturas y valoraciones del legado de Pacheco. A pocas semanas de su partida, en febrero último, encuentro actuales las consideraciones y lecturas de los ocho autores aquí reunidos. El enigma del tiempo (Óscar Hahn) Por muchos años José Emilio Pacheco ha tratado de descifrar un enigma que Borges plantea así: «El tiempo es un problema para nosotros, un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica». Recordemos que el título de su tercer libro es justamente no me preguntes cómo pasa el tIempo y que una antología de sus poemas se llama tarde o temprano. «El tiempo no es de nadie: somos suyos. Somos del tiempo que nos da un segundo/ en donde cabe nuestra extensa vida», dice en la arena errante. Pero para José Emilio Pacheco el devenir no es un problema metafísico, sino una experiencia presente, viva y perturbadora. La suya es una poesía filosófica, no en el sentido libresco del término, sino en el de asombro, curiosidad y reflexión ante los enigmas de la existencia, el tiempo entre ellos. Y ahora nuestro querido poeta y amigo cumple 70 años. José Emilio, no me preguntes cómo pasa el tiempo. La poesía intacta (Antonio Cisneros) Si parece mentira. Jamás imaginé que alguno de los muchachos de mis tiempos iba a llegar a ser, así como si nada, un buen señor septuagenario. Es verdad que, con el pretexto de esa proterva edad, se paga la mitad del boleto en los cinemas y se evita la cola de los bancos. Por lo demás, ha llegado el momento de aceptar, preferentemente emocionado, los reconocimientos a la obra literaria. José Emilio, qué duda cabe, merece todos los homenajes y arrumacos que en los últimos años le prodigan. Extraordinario poeta, notable narrador y hombre de letras. Sin embargo, me resulta (no sé si penoso) tan desconcertante que haya dejado de ser (o tal vez no, ¿quién sabe?) el joven profesor, nervioso y erudito, que conocí en el delirante Londres de los sixties, o el sabio cincuentón que deambulaba por los campos repletos de serpientes en la Universidad de Maryland. En cualquier caso, para el bien del planeta y la felicidad de mi alma, seguro estoy que su maravillosa poesía ha de seguir intacta para siempre jamás.

Le reunión de los opuestos (Jorge Emilio Sttrittmater) La semilla del árbol de Heráclito prendió con fuerza en la poética de Pacheco para resurgir en más de treinta poemas consonantes al «Don de Heráclito» (el reposo del fuego, 19631964), y revelar la singular atención del poeta a la extensa cosmogonía del gran pensador griego. La obra de José Emilio Pacheco, sin embargo, ha compaginado los opuestos de Heráclito en la integrada premisa de un observador cautivo del devenir de las cosas animadas e inanimadas, el nacimiento, crecimiento, reproducción, muerte, y la relación entre los elementos, aire, agua, fuego, y tierra, destacando el tema de la permanencia de los ríos (no me preguntes cómo pasa el tIempo, 1964-1968) en la relación tiempo-hombre-naturaleza, mas aunando la idea crucial de la eternización del detrito. La integración de la neurálgica metáfora ha hecho parte del compromiso de Pacheco con el Otro y consigo: ese mundo compartido que ha observado detenidamente con el análisis crítico del filósofo o el erudito, y el asombro del poeta que consigna su reinvención.

El moderno clasicismo de JEP (Luis Antonio de Villena) No acertó Paz en poesía en movImIento (1966) al suponer que Aridjis y Montes de Oca harían una poesía más moderna, más renovadora que José Emilio Pacheco, pues ha resultado al revés. Paz olvidó en aquel momento (raro en él) que hay una poesía cuya novedad nace de la tradición y de la claridad: tal ha sido el caso de Pacheco. Ha tomado del clasicismo la difícil facilidad, al tiempo que renovaba aspectos de dos géneros difíciles: la fábula de animales, o el hablar de animales para referir al hombre, y singularmente la sátira. José Emilio es el gran satírico contemporáneo, pero sabe usar (o se le cuela de pasada) la benevolencia. Por ello puede hacer también poemas de amor y caridad, esplendentes en su sencillez. Y una cosa más: el surrealismo fue positivo pero el tardosurrealismo de hojarasca de cierta poesía latinoamericana ha sido tedioso y malo. Pacheco cortó esa liana, y no es el menor de sus muchos méritos. La historia en la poesía (Eduardo Chirinos) Quiso la suerte que empezara a leer a Pacheco en la primera edición de tarde o temprano en Madrid, a mediados de los años ochenta. Digo la suerte, porque ese libro –haciendo modesta gala de su título– cayó en mis manos en el momento en que lo necesitaba: ávido de descubrimientos, esos poemas me abrieron un universo compartido por muy contados poetas que con el tiempo he llegado a querer personalmente, como Juan Gelman y Antonio Cisneros. En ellos las conflictivas y oblicuas relaciones entre poesía e historia alcanzan puntos axiales y definitorios de nuestra poesía. Pero los tiempos cambian (no me pregunten cómo) y las preocupaciones cuarenta años después ya son otras: muchos de los jóvenes que hoy escriben poemas ven la «literatura» como una impostación. Lo literario está tan venido a menos, que muchos poetas tuercen la boca para pronunciarla como antes torcíamos la boca para decir «poesía». No hay nada que hacer, el mal está hecho y solo nos queda a la mano dos opciones: la de escribir fuera de la literatura (el paso siguiente es escribir fuera del lenguaje), y la de escribir literatura asumiendo obscenamente su impostura. Ambas son igualmente subversivas y complementarias, pero si la negación de la «literatura» termina convirtiéndose, a su vez, en una forma –tal vez la más refinada– de impostura, su asunción deliberada termina convirtiéndose en un acto subversivo de inmolación y entrega. En esta opción se inscribe la admirable obra de José Emilio Pacheco. Salud por su dulce, eterna, luminosa poesía. El silencio de la Luna (Edwin Madrid) En 1996, con ocasión de la entrega de un premio al mejor libro de poesía en español, la poeta colombiana María Mercedes Carranza me presentó al maestro José Emilio Pacheco, pues un libro suyo había sido el triunfador. El mexicano me autografío el sIlencIo de la luna y yo corrí a leerlo encerrado en el hotel. Ya me había emocionado con Pacheco, en la mítica antología mexicana poesía en movImIento y también había leído su antología tarde o temprano, que recogía su poesía de 1958 a 1978. Pero el sIlencIo de la luna significa para mí el descubrimiento de la calidad humana de un gran poeta. No puedo dejar de asociar la lectura de ese libro con la humildad, sencillez, sabiduría y generosidad que entraña la persona de José Emilio Pacheco, una revelación que, para mí, se ha ido convirtiendo en definitiva a la hora de estrechar la mano a un poeta, porque es como si sus poemas se mostraran de cuerpo entero. Larga vida al maestro mexicano, «El viejo capitán que sale cubierta y dice adiós./ Es la última tormenta./ Se hundirá con su barco». Para ejemplo de las nuevas generaciones de poetas hispanoamericanos

Ernesto Lumbreras (Jalisco, 1966). Es poeta (el cIelo, encamInador de almas, veIntIsIete árBoles amarIllos) y ensayista (del verBo dar. emBoscadas a la poesía).


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más allá del poema y más allá incluso del libro en el que estaba ese poema. (Me parece recordar que el libro era a partIr de manhattan, pero lo presté y lo perdí, como suele ocurrir). Ahora pienso que lo de Lihn era una forma visceral –en el sentido más concreto del término– de decir exactamente lo mismo que dice Levrero: el estilo es una cosa que sale de adentro. *****

Notas sobre la obra de Mario Levrero Por Diego Otero

«Cantemos al amor y al ocio que nada más merece ser habido» Ezra Pound ¿Quién fue Mario Levrero? Dejémonos engañar por un momento, suspendamos nuestra credibilidad: si uno ve sus fotos –sobre todo las de los noventa– se puede encontrar con una especie de científico loco en vacaciones permanentes: la barriga un poco floja, el bividí, los anteojos de luna gruesa y marco oscuro, las cejas caóticas y enormes, la mirada en el límite de la curiosidad y el desquicio. La imagen es inexacta, desde luego: Mario Levrero fue escritor, y no uno cualquiera: uno que se ha convertido, en los últimos diez o quince años, en nombre referencial –modelo ético y estético– para muchos de los escritores hispanoamericanos de las generaciones más recientes. Pero la inexactitud también dice cosas, porque Levrero es, en efecto, en el trazado continuo de su obra, una especie de científico loco en vacaciones permanentes: alguien que luchó con ferocidad por crear espacios de ocio que le permitieran conectarse a la máquina de la escritura, y así viajar por los pliegues de su propia conciencia, memoria y fantasía. Los libros que Mario Levrero publicó o dejó escritos son el resultado de la propiciación y el registro de esos viajes; algo así como el testimonio de la cacería de sí mismo. En el camino, casi de forma inevitable, Levrero se hizo crucigramista, humorista, psicoanalista amateur, aficionado a experiencias paranormales, guionista de historietas… ***** En un principio la obra de Levrero fue catalogada de fantástica o de tributaria de la ciencia ficción. Luego apareció en el argot crítico la figura de una «literatura menor», que según algunos le calzaba bien. Levrero se opuso a esas y a otras clasificaciones y reclamó para sí la categoría de «realista», una forma elegante de pedir que se le juzgase en el contexto de la literatura seria, de la «literatura como arte». Raro, fue el adjetivo que le endilgó la crítica, para poder agruparlo junto a otros escritores uruguayos. Y Levrero se defendió diciendo que le parecía una calificación inentendible, o poco elocuente: ¿No todo es raro si lo miramos desde cierto ángulo o con cierta fijeza?, se preguntó (con otras palabras) en más de una oportunidad. ¿No son raros los árboles o las abejas que hacen una especie de alquimia dorada y dulce y que trabajan en un orden asombroso? ¿No es raro, después

de todo, el hecho de que las huellas digitales de cada persona en el mundo sean absolutamente únicas? Levrero recurrió a muchos de los géneros llamados menores –policial, fantástico, ciencia ficción, diario, etc.– y los subvirtió con brillantez, con el único propósito de construir libros que dijeran la verdad, es decir, su verdad. Después de todo, había crecido devorando ejemplares de «La pequeña Lulú», películas de Laurel y Hardy, y novelitas policiales desechables. La figura de Kafka, sin embargo, le sirvió de llave maestra: «Hasta leer a Kafka no sabía que se podía decir la verdad», dijo, en una entrevista con Hugo Verani. De Kafka aprendió dos nociones: 1) La política de la intimidad, es decir, la idea de que aquello que ocurre en el espacio doméstico se reproduce en el espacio público; y 2) La realidad interior como parte sustancial de la realidad, es decir, la idea de que la experiencia humana está muy lejos de limitarse al ámbito de los hechos concretos, objetivos, externos, sociales. Quizá también aprendió otra cosa de Kafka: el hecho de que el arte, incluso cuando está sumido en la oscuridad más brutal, puede obsequiarnos siempre con encantamiento y algunas carcajadas. ***** «¿Cómo definirías tu estilo?», le preguntaron más de una vez a Levrero. Y su respuesta nos da algunas pistas sobre su obra y su concepción de la literatura: «El estilo es una cosa que sale de adentro, que hay que dejar salir». Es decir: el estilo no es un cúmulo de influencias ni un conjunto de recursos técnicos aplicados con fines expresivos. Para Levrero el estilo tiene que ver con una cierta fidelidad a la exploración de eso que el psicoanálisis llamó «inconsciente», eso que habita la zona sin luz de nuestra mente, que se encuentra en un permanente estado de transformación, y que se suele manifestar a través de imágenes y asociaciones. Quizá por eso Levrero solía decir –tanto en sus talleres de escritura como en entrevistas o incluso en algunos de sus libros– que la literatura es un trabajo de imágenes, y que el escritor debe traducir esas imágenes en formas verbales precisas. Pienso en las respuestas de Levrero y me viene a la mente un verso del poeta chileno Enrique Lihn, que leí hace más de veinte años: «El estilo es el vómito». Curiosamente, cuando leí ese verso no entendí a qué se refería, de qué estaba hablando, y me pareció solo un juego desafiante, una humorada crítica en contra de esos poetas que viven atrapados en el oropel y la contorsión técnica. Y sin embargo, el verso siguió conmigo, resonando

Los libros de Levrero, entonces, no tienen estilo. O mejor dicho: tienen un estilo particular, que cambia, que se transfigura. La «Trilogía involuntaria» –título que recoge sus primeras novelas– representa una suerte de educación en la «literatura como arte», y según mi modo de ver es lo más débil de su obra, lo más encorsetado, lo menos libre. En paralelo a esas exploraciones Levrero empezó a trabajar en sus verdaderos prodigios iniciales: nIcK carter se dIvIerte mIentras el lector es asesInado y yo agonIzo, publicado en 1975, es un cruce violento de folletín, policial a lo Chandler, comedia desbocada, y mucho de parodia de literatura fantástica. Todo con un solo propósito: que la promiscuidad de géneros menores (y el vibrante esperpento subversivo en que se convierte el relato) opere como vehículo de liberación de los miedos y deseos profundos de una voz narradora inestable; por eso la historia parece deshacerse o torcer constantemente. El libro, sobra decirlo, es furiosamente divertido. A mediados de los ochenta Levrero publica caza de conejos, un hermoso libro que escapa a cualquier intento de categorización –tiene escenarios, climas y personajes más o menos definidos, pero no es una novela, tampoco es un conjunto de relatos, tampoco un puñado de poemas en prosa–, y que fue escrito en la primera mitad de los setenta, por la misma época de nIcK carter. Aquí Levrero se acerca por primera vez a los efectos de la escritura fragmentaria y a la experimentación del lenguaje, y ofrece un conjunto de narraciones delicadas y truncas, que se superponen y que se entrecruzan, y que configuran un delicioso desvarío –con momentos de cruel e irónica lucidez– sobre la violencia, el erotismo y el sinsentido del poder. Pocos años después, en una edición episódica de un suplemento del diario argentino págIna12, Levrero publicó la Banda del cIempIés, una desternillante novela breve cuyo centro conceptual es la idea misma de transformación, y cuyo estilo imita al de las traducciones de los policiales populares: neutro, rápido, económico. El libro empieza con un clima y un campo dramático que parecen salidos de un dibujo animado (apenas leí las primeras páginas recordé al Hombre araña de fines de los setenta, que veía como un pequeño yonqui durante las mañanas de un verano, a los seis o siete años) y que poco a poco giran hacia un tono más bien noir, del que luego se van desprendiendo imágenes y escenas retorcidas, absurdas, que de pronto desembocan en un largo episodio existencial, levemente onírico, en el que dos personajes caminan por la orilla de una playa y sostienen un diálogo que parece el homenaje a una inspirada sesión psicoanalítica… Y podemos seguir y seguir: cada libro de Levrero es una sofisticada y eficaz maquinaria que parece obedecer únicamente a las cambiantes necesidades expresivas del autor. El estilo es solo una consecuencia temporal. ***** Dije que «La trilogía involuntaria» era la obra más débil de Levrero. Quizá deba retractarme, al menos parcialmente: En el lugar (su segunda novela) Levrero consigue un hallazgo. Primero propone y sostiene un clima de austeridad y de encierro (literal) durante más de la mitad del texto, y coloca al lector en un lugar anímico muy especial: el de una suerte de monotonía y grisura asfixiantes. La segunda y la tercera parte del libro ofrecen las salidas del laberinto onírico, y Levrero le insufla al


Opinión

relato otro ritmo, otra velocidad, otro humor. La consecuencia de ese cambio repentino, en el que argumento y estructura se encuentran –o se hacen uno–, es muy potente: la sorpresa y el asombro se instalan en la mente del lector, a la manera de un efecto hipnótico. De hecho, parece que a partir de la escritura de el lugar (que se señala, según una entrevista con Elvio Gandolfo, como concluida en 1969), Levrero empezó a entender que podía hacer de su obra un espacio de juego y diálogo entre su psiquis y la psiquis del lector. ***** La imagen inicial de el dIscurso vacío (1996), uno de los libros fundamentales de Levrero, es el relato de un sueño. El narrador, planteado en clave explícitamente autobiográfica, cuenta, entre otras cosas, que en el sueño se ve a sí mismo tomando fotos, o filmando con una cámara de cine. Ahí están dos de las constantes levrerianas: el sueño y la imagen. el dIscurso vacío es un libro construido a partir de dos ejes que se engarzan, que friccionan y que se transforman a lo largo de las páginas. El propósito inicial es el de una performance escritural: el primero de los ejes, titulado «Ejercicios», es una serie de textos cuya única pretensión es caligráfica –es decir: el perfeccionamiento de la escritura como imagen–; Levrero dice que «un amigo loco» le recomendó realizar ejercicios para mejorar la letra, con la idea de que mejorando la letra le iba a mejorar el carácter. Poco a poco, a lo largo de las páginas, nos damos cuenta de que el resultado de esos breves ejercicios diarios –una carilla de una hoja de papel– son revisados por su mujer. Y poco a poco, también, somos testigos de cómo esos ejercicios caligráficos se van transformando en mensajes para su mujer; comentarios sobre la convivencia; quejas, reclamos o promesas. El otro eje del libro, que Levrero titula «El discurso», es también un tipo de escritura performática a manera de diario, pero aquí ya no aparece el pretexto de la forma visual de las palabras: aquí nos enfrentamos al intento de la liberación de la escritura en tanto contenido, en tanto discurso, más allá de las ataduras argumentales. Dice Levrero: «…Por eso me pongo a escribir desde la forma, desde el propio fluir, introduciendo el problema del vacío como asunto de esa forma, con la esperanza de ir descubriendo el asunto real, enmascarado de vacío». Levrero alude aquí a la forma –acaso otro modo de referir lo visual– para iniciar el flujo discursivo. Y el resultado de ese segundo eje, como el lector descubrirá a lo largo de las páginas, terminará desarrollando una cadena de imágenes que formarán una historia, un relato sobre el perro de la familia y un gato callejero. Solo que perro y gato –y todas las cosas que suceden entre ellos, y que Levrero documenta en cada entrada de esa suerte de bitácora doméstica– se cargarán de un asombroso poder simbólico. ¿Qué es el dIscurso vacío? ¿Es escritura como performance? ¿Es una novela? ¿Es un diario subvertido? ¿Es eso que ahora llaman, horrorosamente, «autoficción»? Sí, quizá es todas esas cosas a la vez, pero es algo más, sobre todo: es un libro que se juega en el riesgo radical de la experimentación, y que lo hace sin ser pretencioso y sin dejar de ser entretenido, accesible, a ratos deslumbrante o desconcertante, siempre cargado de sentido del humor y de conciencia dramática. ***** En los últimos años se ha comparado la figura de Levrero con la de Roberto Bolaño, el gran referente de la literatura latinoamericana del sigo XXI. Hay similitudes, es cierto: ambos autores vivieron fascinados con la idea del detective como metáfora del escritor –y ambos fueron lectores compulsivos de novelas policiales, que les sirvieron a veces como plantillas dramáticas–; ambos, además, consumieron mucha cultura popular y fueron devotos de genios excéntricos como Philip K. Dick. Pero hay un par de diferencias sustanciales: 1) La obra

de Bolaño se inscribe en el canon latinoamericano y busca ensancharlo desde adentro, mientras que la de Levrero se mueve permanentemente en sus márgenes –a veces, incluso, en los márgenes de lo que se considera «literatura»–, en busca de una suerte de irrenunciable libertad expresiva. 2) La obra de Bolaño está sostenida por la épica explícita (y la tragedia implícita) de una colectividad: el crepúsculo de la utopía socialista. La de Levrero está sostenida en la más empecinada experiencia individual: su conjunto dibuja la imagen de un hombre solo frente a un mundo vasto, incomprensible, a ratos maravilloso, hilarante o terrorífico, a menudo vulgar. Estas diferencias esenciales podrían explicar (al menos tangencialmente) el hecho de que Bolaño sea hoy un escritor publicado y celebrado por la industria editorial de las lenguas centrales, y que Levrero sea hoy un escritor cuyas escasas traducciones existen solo porque hay lectores entusiasmados que desean ofrecer la buena nueva de su obra. (De hecho, vale la pena decir aquí que ninguno de los libros de Levrero ha sido traducido aún al inglés). ***** Dice Levrero en la novela lumInosa, su gran título póstumo planteado en un singular cruce de relato autobiográfico y de diario subvertido: «Según el estado de mi barba, a veces, cuando estoy preparándome para lavarme los dientes antes de irme a dormir, veo un rostro muy parecido al de Salman Rushdie (autor que no leí ni pienso leer). Es muy probable que este parecido sea una ilusión óptica, y de todos modos hay diferencias notorias: mucho menos pelo, más edad, la mirada no tan astuta ni tan satisfecha de sí misma. Pero, por las dudas: aviso a todos los musulmanes que Rushdie no está en Montevideo. Se ruega comprobar prolijamente la identidad antes de actuar». Más allá del chiste –o mejor: en el contexto del chiste, que coloca las cosas en un plano de cierta perspectiva–, ese breve fragmento ofrece una clave de lo que podríamos llamar la ética creativa de Levrero: «la mirada no tan astuta ni tan satisfecha de sí misma». El uruguayo se manejó siempre a contramano de las exigencias de la industria editorial y de las modas de la institución literaria; y a contramano, sobre todo, de la idea misma de programa ideológico. En un sentido, la obra de Levrero es una lucha extrema, sin cuartel, perdida de antemano: la lucha de un individuo por ser fiel a sí mismo, o dicho de otro modo: la lucha de un individuo contra el poder y sus encarnaciones. ¿Ir a contramano de la idea misma de programa ideológico no es otra forma de programa ideológico?, me preguntarán, posiblemente. Sí, lo es: un programa anárquico, vital, enloquecido e insobornable. ***** En la etapa final de su obra –a partir de dejen todo en mIs esa pequeña joya que parece una película dirigida por Kaurismaki, escrita por los hermanos Coen, y ambientada en Sudamérica– Mario Levrero consolidó un punto de vista muy específico: el del escritor como un perdedor desconocido; el de alguien que sueña con escribir, pero ya no grandes historias, acaso solo el pequeño cuento de su propia vida. A partir de entonces edificó una espléndida literatura del yo, pero un yo muy singular: el yo del escritor anónimo que dialoga horizontalmente con el lector anónimo.

manos,

***** Se ha repetido insistentemente que la novela lumInosa es una obra maestra. Quizá lo sea; hoy es difícil saber ese tipo de cosas. En cualquier caso me da la impresión de que se trata de un libro importante porque coloca con suma originalidad y potencia, en el centro de su discurso, el gran tema de la actuali-

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dad: el jaque en el que ha caído cualquier aspiración espiritual en un mundo obsesionado unívocamente con lo material. la novela lumInosa, además, es la cúspide del experimento técnico levreriano: es un libro que consigue generar un poderoso efecto psíquico en el lector gracias a una estructura que propone nítidos climas emocionales que luego tuerce y replantea drásticamente. En primera instancia, la estructura de la novela lumInosa propone el relato de un fracaso: un escritor físicamente acabado, de reconocimiento mediano y tardío, más o menos pobre, recibe una beca para terminar un proyecto que empezó a escribir veinte años atrás, cuando pensó que no iba a salir vivo de una operación. El proyecto lleva el título de la novela lumInosa, y es un conjunto de cinco capítulos que intentan relatar lo que Levrero llama «experiencias trascendentes»; es decir, experiencias inexplicables por las vías de la razón o los sentidos; experiencias espirituales. Pero el escritor –es decir Levrero, que constantemente enfatiza el hecho de que está escribiendo sobre sí mismo– utiliza el año de la beca no para completar el libro inconcluso, sino para construirse un espacio mental que le permita alcanzar el estado psíquico que el viejo proyecto le demanda. ¿Cómo intenta construir ese espacio mental? A través de un diario, pero no uno común: un diario subvertido, un diario en el que, como escribió Sergio Chefjec, las premisas son la escasez y la repetición, y en el que los detalles de la vida personal están casi completamente obliterados. A lo largo de cuatrocientas páginas Levrero nos sumerge en el mundo de una cotidianeidad casi burda, con escasos momentos de luz. La clave dramática, claro, está en la tensión implícita: ¿en qué momento nos contará que ya está preparado para continuar la novela lumInosa? Obviamente ese momento no llega nunca, pero el cambio de tono, de velocidad y de contenido que se manifiesta cuando pasamos del «Diario de la beca» a la novela propiamente dicha –que corre durante poco más de cien páginas–, genera un golpe de sorpresa, como si el autor se introdujera en nuestros mecanismos de pensamiento y se pusiera a jugar. Como si la lectura nos regalara una auténtica experiencia espiritual. Así de simple. Hacia el final del prefacio de la novela lumInosa –donde se exponen las reglas de juego del libro– Levrero dice que la única luz que pueden alcanzar esas páginas será la que les preste el lector. Es una defensa, desde luego, frente a la posible acusación de arrogancia que podría rodear a un título semejante. Pero también es una verdad: Levrero es el tipo de escritor que construye proyectos que solo se terminan en la cabeza del lector. Y la novela lumInosa es un libro cuyo prestigio ha ido creciendo en silencio, muy lentamente, de lector en lector, a la antigua, a semejanza de un mundo en el que todavía se creía en la posibilidad del entusiasmo como algo imposible de empaquetarse y de venderse. ***** Mario Levrero (Montevideo, 1940 – 2004) se refería a los escritores y artistas que admiraba como sus amigos. en la novela lumInosa habla de un encuentro casual con Gérard De Nerval en la calle. Es obvio que se refiere a un libro que vio en una librería de viejo, pero también es obvio que nos quiere decir que Nerval es un escritor que lo acompañó, que lo ayudó a pasar momentos duros, y que lo inspiró. De vez en cuando se lo encontraba entre la vulgaridad de la calle, sin más. Esa es otra condición de la obra de Levrero: uno lo lee como quien lee a un amigo

Diego Otero (Lima, 1973) es autor de los poemarios cInema fulgor, temporal y nocturama. Es también editor, periodista cultural y profesor universitario.


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Relato

Ilustración: Carolane Michelle Paredes

Por Fernanda García Lao Uno Empieza por empezar, instalo el ahora como quien escupe en el suelo. Sobre esa mancha comienzo. Enseguida, un par de seres aparece en el sillón. Mi baba a sus pies. Gente sin nombre. Curvas como personas que viven por el deseo de ser. No son más que un bulto en mi cabeza, pero ella me mira. Él no. Aún no le pensé los ojos. Es una protuberancia masculina. Como todos nosotros. Una flecha hacia adelante. En cambio, las mujeres crecen hacia adentro. Nadie viene a verme. Ya no sé si quedan personas en mi familia. Con esto de no hablar, se achican las posibilidades. Una vez éramos muchos. Un batallón de gente con esperanza. Y frases listas para decir. Un ruido espantoso en las reuniones. Quitarse la palabra, decir no. Había que ocupar el silencio y estrujarlo, ser asonante. Desorbitarse un poco para que el otro no pueda. Una familia es eso. Un escuadrón que se aniquila. Si crecen las desavenencias, da la sensación de que el tiempo no está de adorno. Es importante crear la sensación de que pasa algo, había dicho alguien. Y todos dijimos sí. En la calma sucede poco. Que nadie se duerma. El primero en enmudecer será aniquilado.

Tres El tipo del sillón la está tocando. Me evado un minuto y este me la quita. Ella se deja tocar. Incluso parece contenta. Le desbrocha el pantalón. Pero no hay carne. El tapizado es verde oscuro. Ella se recuesta sobre lo que no hay y absorbe el terciopelo. Agita su lengua en estado de serpiente repentina. Ahora sí, él se merece un genital. Uno, aunque más no sea. La cosa se pone dura y ella se da cuenta. Se siente útil. Los dejo entretenidos y me hago un té. Papá vendió el piano. Entonces, mi novia Dos tuvo que conformarse con la cama. La tiraba ahí cuando quería. La tapaba con la sábana para verla sonreír yo solo. Tenía la boca enorme, plástica. Era ella quien me inventaba a mí. Yo era una proyección de su apetito. Humedecía mis labios, se inclinaba de costado. Besitos en el ángulo me daba. No de frente, nunca. El amor se hace así, escribía yo. Hay que persistir. Ponía su cuerpo a mi disposición, flácida como un deseo. Nunca dijo nada. Era yo quien la forzaba con la lengua. Quería llenarla de leche. Hay mujeres vacunas. Esta era al revés. Un espacio a inundar. Las horas se hacían sobre ella. Contaba el tiempo por sus gemidos afónicos. Ahí voy de nuevo, le decía. Mis manos se ponían calientes de sacudirla.

Dos La mujer del sillón me sonríe. Le veo una teta, no dos. Una. Con el pezón. Un leve sabor ahí. Una mácula dulce. Observa mi reacción con un leve movimiento de ojos. Me ubica en el espacio y me dan ganas de moverme. Voy a hacer un paso hacia la izquierda solo para obligarla a vivir hacia ese lado. Gira todo. Ella, él y el sillón sobre el que los ubico. A ella la luz le da en el pelo. El no tiene, apenas una pelusa seca. Allí hubo una vez una cabellera. Ahora, ni el sol lo reclama. Un gesto, sin embargo. Le escribo un gesto para decir que no está paralizado. Lo pongo a silbar, mientras me refugio en las teclas. Sus labios no los veo. Las arrugas le escapan al silbido. Se cuela el aire por ahí. Me silba un clásico. Me viene la idea del mirlo a los dedos. Escribo mirlo y me da miedo. Los pájaros me asustan. El pulmoncito dónde está. Puro aire que vuela y sisea. Ni un poco de carne en ese manojo de viento. Mi novia Uno era una pobrecita. Casi inexistente. De tan ligera se me iba. Tuve que aferrarla. O eso dije. La escribí hace tanto que casi no la recuerdo. La puse sobre el piano. Por entonces yo tocaba. Las teclas eran menos mecánicas que ahora. Otro pulmón. Ese piano tenía más cuerpo que ella. Metía su cabeza ahí para enseñarle. Semioculta, le quedaban las patitas en el aire. Parecía una osamenta. Yo le sacaba las medias para tener una actividad acorde. Y le introducía mi compás. Ella hacia ecos en el piano. Su voz era excelente. Desde el centro, ensordecía. Hacíamos un compás atribulado. A veces rapidito, otras tan lento que la perdía. En salir me tardaba horas. O nos quedábamos dormidos. Ella adentro del piano, yo, de ella. Mi padre entró a la habitación. Qué haces copulando con el piano de la abuela. Mi novia no estaba. O sí. Estaba escrita. Papa no la leyó. Nunca tenía un hueco. Era un tipo completamente colmado. Un productor de situaciones. No estoy copulando, alcancé a decir. Pero unas gotas blancas discrepaban con mis palabras. El semen brilla sobre la laca negra.

Cuatro Vuelvo con la taza de té quemándome la boca, y no hay nadie. Los del sillón se han ido. Me obligan a suponer. Entonces digo bebé, y un resto envuelto en un pañal acuoso se hace lugar entre los almohadones. Nunca vi a nadie desde el principio. Los inicios me ofenden. Cómo se piensa algo que no es. Es más fácil seguir una idea que provocarla. Orinar un asunto es exprimirlo hasta el jugo. Dejo el té en la mesa y me acerco a esa carga que llora. Se le ve la campanilla. Es roja, resplandece por el llanto. El sujeto que berrea no me registra. Estoy fuera de su ángulo de dolor. Él sí participa del mío. Busco una palabra que lo defina. No la encuentro. Estrenar el mundo suplicando, a los gritos, es un acto estéril. Yo no sé cómo fui. Escribo y borro el centro de la idea sin darle tiempo a instalarse. Estrenar el mundo es un acto estéril. Punto. Cinco Recuerdo a mis hermanos. Eran muchos, cada uno con su tenedor. Había que lanzarse sobre la cacerola para obtener alimentos. Mamá no ponía platos. La multitud se esforzaba. Parecíamos las patas de un cangrejo que se devora a sí mismo. Inclinados hacia las salsas, los fideos se enredaban a velocidades enormes. Los rollos de pasta eran ingeridos con desesperación. Yo comía poco. Apenas unos gramos, lo que quedaba en el fondo, pegado. Por eso no me desarrollé hacia afuera. Y crecí sin ocupar espacio. Me hice cóncavo, casi femenino. Mis hermanos eran altos, hacían deportes arriesgados. Siempre regresaban con sangre, oliendo a vendas, a costra. O eso pensé. Hablaban esa clave indescifrable tan típica de los atletas. Gente guturalmente muy desenvuelta. Fue triste que murieran de golpe. De un vuelco fui hijo único. Los hice caer, el vacío se precipitó en ellos. Y quedaron irreconocibles. Sus elementos de escalar fueron a parar al lavadero. El sistema de poleas era bueno, pero el peso de sus músculos cortó los cables. Me recuerdo llorando frente a los calzones enganchados a aquellas sogas fuertes, tan masculinas y tan muertas. Mis hermanos tuvieron una vida potente pero breve. Los hubiera hecho durar

más, pero el cuaderno donde los escribí tenía pocas páginas. La pareja vuelve al sillón y el bebé enmudece. Parece que era de ellos. La mujer le pasa la mano por el pañal y dice está sucio. El hombre saca uno nuevo de la cartera de goma. La operación dura uno o dos pensamientos míos. Un montículo de caca es pateado debajo del sillón. Seis Una tarde, papá se metió en mi cama a dormirla siesta. Estaba enojado con mamá. Cuando entré no sabía. La Dos estaba haciéndolo debutar con su erotismo de silencio, la luz entraba rota por la persiana. Los vi de atrás, desnudos bajo las sábanas. Ella le lamía las tetillas y él se contoneaba. Habían apagado el ventilador. Cerré la puerta sin ser visto y entonces inauguré el insomnio. Dejé de acostarme ahí para no pensar en ellos. Puse una bolsa de dormir en el suelo, sobre las baldosas grises. La espalda se me hacía de mármol. La pérdida del amor duele en los riñones, escribí. Fue mi primer textito razonable: algo se filtra. Papá lo leyó sin permiso y al mes siguiente salió publicado en una revista. Lo había firmado con su nombre. Mamá se fue el lunes siguiente. Podría haber elegido otro momento menos incómodo. No me despertó para mis clases, tomé un café aguado. Tampoco dejó una nota, ni siquiera una advertencia. Ese hueco dio lugar a la mentira. Papá inventó dos versiones. Entonces, el recuerdo era intermitente. A veces era de día, otras no. Ella lo insultaba o le daba un beso tibio que duraba hasta que dolían los labios, hasta que comenzaban a arder. La única coincidencia entre ambas leyendas era el final, la plata. Mamá había llenado un bolso después de destripar el colchón. Resulta que yo había dormido sobre el vil metal. De ahí mi pesimismo histórico. El peso devaluado había lisiado la felicidad posible. Siete Ya no sé quién inventó a mamá primero. Si él o yo. Lo cierto es que ella tuvo que existir así, escindida. Una mujer sin claridad, mal realizada. Por eso nos dejó, estoy casi seguro. Qué fue primero, el feto o la gallina. El sillón ha quedado vacío. El trío se anuló en un bostezo doméstico y familiar. Han dejado el pañal como única reseña de vida. Tal vez aquella tarde, papá no estaba abusando de mi novia Dos, y solo buscaba dinero. Pero hubiera preferido el deseo por un cuerpo que no existe que esa avaricia torpe que no es otra cosa que decadencia moral. Mejor una traición de la carne, escribí. Tuve la precaución de quemar mis ideas. Nunca más un papelito nauseabundo. Andá a plagiarme, papá. No entrás en mi cabeza. Me quedo instigando un asomo de lucidez, suponiendo otra vida que mejore mi yo, haciéndome el otro. Escribir es eso. Entonces, descanso en el sillón y cabeceo, hasta que el mundo se ahoga. Despacio. Empieza por empezar, incluso cuando no se mueve Fernanda García Lao (Mendoza, 1966) es dramaturga y directora teatral. Colabora en medios de diversos países, y es autora de las novelas muerta de hamBre, la perfecta otra cosa, la pIel dura y vagaBundas, y del libro de relatos cómo usar un cuchIllo.


Relato

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«Hay una foto en blanco y negro de mi abuelo polaco montando una bicicleta en alguna calle desierta de Berlín. No sonríe, pero su expresión es ligera. El traje –saco, chaleco, corbata– disimula bien el estado macilento de su cuerpo. Es 1945. Acaba de terminar la guerra y él acaba de ser liberado del campo de concentración de Sachsenhausen, ahí cerca, a pocos kilómetros de Berlín». Eduardo Halfon

Por Eduardo Halfon

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9752. Que era su número de teléfono. Que lo tenía tatuado allí, sobre su antebrazo izquierdo, para no olvidarlo. Eso me decía mi abuelo. Y eso creí mientras crecía. En los años setenta, los números telefónicos del país eran de cinco dígitos. Yo le decía Oitze, porque él me decía Oitze, que en yiddish significa alguna cursilería. Me gustaba su acento polaco. Me gustaba mojar el meñique (único rasgo físico que le heredé: ese par de meñiques cada día más combados) en su vasito de whisky. Me gustaba pedirle que me hiciera dibujos, aunque en realidad sólo sabía hacer un dibujo, trazado vertiginosamente, siempre idéntico, de un sinuoso y desfigurado sombrero. Me gustaba el color remolacha de la salsa (jrein, en yiddish) que él vertía encima de su bola blanca de pescado (guefiltefish, en yiddish). Me gustaba acompañarlo en sus caminatas por el barrio, ese mismo barrio donde alguna noche, en medio de un inmenso terreno baldío, se había estrellado un avión lleno de vacas. Pero sobre todo me gustaba aquel número. Su número. No tardé tanto, sin embargo, en comprender su broma telefónica, y la importancia psicológica de esa broma, y eventualmente, aunque nunca nadie lo admitía, el origen histórico de ese número. Entonces, cuando caminábamos juntos o cuando él se ponía a dibujarme una serie de sombreros, yo me quedaba viendo aquellos cinco dígitos y,

extrañamente feliz, jugaba a inventarme la escena secreta de cómo los había conseguido. Mi abuelo boca arriba en una camilla de hospital mientras, sentado a horcajadas sobre él, un inmenso comandante alemán (vestido de cuero negro) le gritaba número por número a una anémica enfermera alemana (también vestida de cuero negro) y ella entonces le iba entregando a él, uno por uno, los hierros calientes. O mi abuelo sentado en un banquito de madera frente a una media luna de alemanes en batas blancas y guantes blancos y luces blancas atadas alrededor de sus cabezas, como de mineros, cuando de repente uno de los alemanes balbucía un número y entraba un payaso en monociclo y todas las luces blancas lo iluminaban de blanco mientras el payaso –con un gran marcador cuya mágica tinta verde jamás se borraba– escribía ese número sobre el antebrazo de mi abuelo, y todos los científicos alemanes aplaudían. O mi abuelo, de pie ante una taquilla de cine, insertando el brazo izquierdo a través de la redonda apertura en el vidrio por donde se pasan los billetes, y entonces, del otro lado de la ventanilla, una alemana gorda y peluda se ponía a ajustar los cinco dígitos en uno de esos selladores como de fecha variable que usan los bancos (los mismos selladores que mi papá mantenía sobre el escritorio de su oficina y con los que tanto me gustaba jugar), y luego, como si fuese una fecha importantísima, estampaba ella con ímpetu y para siempre el antebrazo de mi abuelo.

Así jugaba yo con su número. Clandestinamente. Hipnotizado por aquellos cinco dígitos verdes y misteriosos que, mucho más que en el antebrazo, me parecía que él llevaba tatuados en alguna parte del alma. Verdes y misteriosos hasta hace poco. A media tarde, sentados sobre su viejo sofá de cuero color manteca, estaba tomándome un whisky con mi abuelo. Noté que el verde ya no era verde, sino un grisáceo diluido y pálido que me hizo pensar en algo pudriéndose. El 7 se había casi amalgamado con el 5. El 6 y el 9, irreconocibles, eran ahora dos masas hinchadas, deformes, fuera de foco. El 2, en plena huida, daba la impresión de haberse separado unos cuantos milímetros de todos los demás. Observé el rostro de mi abuelo y de pronto caí en la cuenta de que en aquel juego de niño, en cada una de aquellas fantasías de niño, me lo había imaginado ya viejo, ya abuelo. Como si hubiese nacido un abuelo o como si hubiese envejecido para siempre en el momento mismo en que recibió aquel número que yo ahora examinaba con tanta meticulosidad. Fue en Auschwitz. Al principio no estaba seguro de haberlo escuchado. Subí la mirada. Él estaba tapándose el número con la mano derecha. Llovizna ronroneaba sobre las tejas. Esto, dijo frotándose suave el antebrazo. Fue en Auschwitz, dijo. Fue con el boxeador, dijo sin mirarme y sin


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emoción alguna y empleando un acento que ya no era el suyo. Me hubiese gustado preguntarle qué sintió cuando finalmente, tras casi sesenta años de silencio, dijo algo verídico sobre el origen de ese número. Preguntarle por qué me lo había dicho a mí. Preguntarle si soltar palabras almacenadas durante tanto tiempo provoca algún efecto liberador. Preguntarle si palabras almacenadas durante tanto tiempo tienen el mismo saborcillo al deslizarse ásperas sobre la lengua. Pero me quedé callado, impaciente, escuchando la lluvia, temiéndole a algo, quizá a la violenta trascendencia del momento, quizá a que ya no me dijera nada más, quizá a que la verdadera historia detrás de esos cinco dígitos no fuera tan fantástica como todas mis versiones de niño. Écheme un dedo más, eh, Oitze, me dijo entregándome su vasito. Yo lo hice, sabiendo que si mi abuela regresaba pronto de hacer sus compras me lo habría reprochado. Desde que empezó con problemas cardiacos, mi abuelo se tomaba dos onzas de whisky a mediodía y otras dos onzas antes de la cena. No más. Salvo en ocasiones especiales, claro, como alguna fiesta o boda o partido de fútbol o aparición televisiva de Isabel Pantoja. Pero pensé que estaba agarrando fuerza para aquello que quería contarme. Luego pensé que, bebiendo más de la cuenta en su actual estado físico, aquello que quería contarme podría alterarlo, posiblemente demasiado. Se acomodó sobre el viejo sofá y se gozó ese primer sorbo dulzón y yo recordé una vez que, de niño, lo escuché diciéndole a mi abuela que ya necesitaba comprar más Etiqueta Roja, el único whisky que él tomaba, cuando yo recién había descubierto más de treinta botellas guardadas en la despensa. Nuevitas. Y así se lo dije. Y mi abuelo me respondió con una sonrisa llena de misterio, con una sabiduría llena de algún tipo de dolor que yo jamás entendería: Por si hay guerra, Oitze. Estaba él como alejado. Tenía la mirada opaca y fija en un gran ventanal por donde se podían contemplar las crestas de lluvia descendiendo sobre casi toda la inmensidad del verde barranco de la Colonia Elgin. No dejaba de masticar algo, alguna semilla o basurita o algo así. Entonces me percaté de que llevaba él desabrochado el pantalón de gabardina y abierta a medias la bragueta. Estuve en el campo de concentración de Sachsenhausen. Cerca de Berlín. Desde noviembre del treinta y nueve. Y se lamió los labios, bastante, como si lo que acababa de decir fuese comestible. Seguía cubriéndose el número con la mano derecha mientras, con la izquierda, sostenía el vasito sin whisky. Tomé la botella y le pregunté si deseaba que le sirviera un poco más, pero no me respondió o quizá no me escuchó. En Sachsenhausen, cerca de Berlín, continuó, había dos bloques de judíos y muchos bloques de alemanes, tal vez cincuenta bloques de alemanes, muchos prisioneros alemanes, ladrones alemanes y asesinos alemanes y alemanes que se habían casado con mujeres judías. Rassenschande, les decían en alemán. La vergüenza de la raza. Calló de nuevo y me pareció que su discurso era como un sosegado oleaje. A lo mejor porque la memoria es también

pendular. A lo mejor porque el dolor únicamente se tolera dosificado. Quería pedirle que me hablara de Łódź y de sus hermanos y de sus padres (conservaba una foto familiar, una sola, que había conseguido muchos años más tarde a través de un tío emigrado antes de estallar la guerra, y que mantenía colgada junto a su cama, y que a mí no me hacía sentir nada, como si aquellos pálidos rostros no fuesen de personas reales sino de personajes grises y anónimos arrancados de algún libro escolar de historia), pedirle que me hablara de todo aquello que le había sucedido antes del treinta y nueve, antes de Sachsenhausen. Amainó un poco la lluvia y de las entrañas del barranco empezó a trepar una nube blanca y saturada. Yo era el stubendienst de nuestro bloque. El encargado de nuestro bloque. Trescientos hombres. Doscientos ochenta hombres. Trescientos diez hombres. Cada día unos cuantos más, cada día unos cuantos menos. Entiende, Oitze, me dijo a manera de afirmación, no de pregunta, y yo pensé que estaba cerciorándose de mi presencia, de mi compañía, como para no quedarse solito con las palabras. Dijo, y se llevó comida invisible a los labios: Yo era el encargado de conseguirles el café por las mañanas y después, por las tardes, la sopa de papa y el trozo de pan. Dijo, y abanicó el aire con la mano: Yo era el encargado de la limpieza, de barrer, de limpiar los

catres. Dijo, y continuó abanicando el aire con la mano: Yo era el encargado de sacar los cuerpos de aquellos hombres que amanecían muertos. Dijo, casi brindando: Pero también era el encargado de recibir a los judíos nuevos cuando llegaban a mi bloque, cuando gritaban en alemán juden eintreffen, juden eintreffen, y yo salía a recibirlos y me daba cuenta de que casi todos los judíos que llegaban a mi bloque traían escondido algún objeto valioso. Alguna cadenita o reloj o anillo o diamante. Algo. Bien guardado. Bien oculto en alguna parte. A veces hasta se lo habían tragado, y entonces unos días después les salía en la mierda. Me ofreció su vasito y yo le serví otro chorro de whisky. Era la primera vez que escuchaba a mi abuelo decir mierda, y la palabra, en ese momento, en ese contexto, me pareció hermosa. ¿Por qué usted, Oitze?, le pregunté, aprovechando un breve silencio. Él frunció el entrecejo y cerró un poquito los ojos y se quedó mirándome como si de repente hablásemos lenguajes distintos. ¿Por qué lo nombraron a usted encargado? Y en su viejo rostro, en su vieja mano que había terminado ya de gesticular y ahora se estaba tapando de nuevo el número, comprendí todas las implicaciones de esa pregunta. Comprendí la pregunta disfrazada dentro de esa pregunta: ¿qué tuvo que hacer usted para que lo nombraran encargado?

Comprendí la pregunta que jamás se pregunta: ¿qué tuvo que hacer usted para sobrevivir? Sonrió, encogiéndose de hombros. Un día, nuestro lagerleiter, nuestro director, sólo me anunció que yo sería el encargado, y ya. Como si se pudiese decir lo indecible. Aunque mucho antes, prosiguió tras tomar un trago, en el treinta y nueve, cuando recién había llegado yo a Sachsenhausen, cerca de Berlín, nuestro lagerleiter me descubrió una mañana escondido debajo del catre. Yo no quería ir a trabajar, entiende, y pensé que podía quedarme todo el día escondido debajo del catre. No sé cómo, el lagerleiter me encontró escondido debajo del catre y me arrastró hacia fuera y empezó a golpearme aquí, en el cóccix, con una varilla de madera o tal vez de hierro. No sé cuántas veces. Hasta que perdí el conocimiento. Estuve diez o doce días en cama, sin poder caminar. Desde entonces el lagerleiter cambió su trato para conmigo. Me decía buenos días y buenas noches. Me decía que le gustaba cómo mantenía mi catre de limpio. Y un día me dijo que yo sería el stubendienst, el encargado de limpiar mi bloque. Así nomás. Se quedó pensativo, sacudiendo la cabeza. No recuerdo su nombre, ni su cara, dijo, masticó algo un par de veces, lo escupió hacia un lado y, como si eso lo absolviera, como si eso fuese suficiente, añadió: Sus manos eran muy bonitas. Ni modo. Mi abuelo mantenía sus propias manos impecables. Semanalmente, sentados frente a un televisor cada vez más recio, mi abuela le arrancaba las cutículas con una pequeña pinza, le cortaba las uñas y se las limaba y después, mientras hacía lo mismo con la otra mano, se las dejaba remojando en una pequeña bacinica llena de un líquido viscoso y transparente y con olor a barniz. Al terminar ambas manos, tomaba un bote azul de Nivea y le iba untando y masajeando la pomada blanquecina en cada dedo, lento, tierno, hasta que ambas manos la absorbían por completo y mi abuelo entonces se volvía a colocar el anillo de piedra negra que usaba en el meñique derecho, desde hacía casi sesenta años, en forma de luto. Todos los judíos al entrar me daban a mí esos objetos que traían en secreto a Sachsenhausen, cerca de Berlín. Entiende. Como yo era el encargado. Y yo les recibía esos objetos y los negociaba también en secreto con los cocineros polacos y les conseguía a los judíos que entraban algo aún más valioso. Cambiaba un reloj por un trozo adicional de pan. Una cadena de oro por un poco más de café. Un diamante por el último cucharón de la olla de sopa, el cucharón más deseado de la olla de sopa, donde siempre estaban hundidas las únicas dos o tres papas. Inició otra vez el murmullo sobre las tejas y yo me puse a pensar en esas dos o tres papas insípidas y sobrecocidas y, adentro de un mundo demarcado por alambre de púas, tanto más valiosas que cualquier lúcido diamante. Un día, decidí darle al lagerleiter una moneda de veinte dólares en oro. Saqué mis cigarros y me quedé jugando con uno. Podría decir que no lo encendí por pena, por respeto a mi abuelo, por pleitesía a esa moneda de veinte dólares en oro que de in-


Relato

mediato me imaginé negra y oxidada. Pero mejor no lo digo. Decidí darle una moneda de veinte dólares en oro al lagerleiter. Tal vez creí que ya había logrado la confianza del lagerleiter o tal vez deseaba quedar bien con el lagerleiter. Un día, en el grupo de judíos que entraba, llegó un ucraniano y me pasó una moneda de veinte dólares en oro. El ucraniano la había escondido debajo de la lengua. Días y días con una moneda de veinte dólares en oro escondida debajo de la lengua, y el ucraniano me la entregó, y yo esperé a que todos salieran del bloque y se fueran a trabajar al campo y entonces llegué donde el lagerleiter y se la di. El lagerleiter no me dijo nada. Sólo la guardó en la bolsa superior de su chaqueta, dio media vuelta y se marchó. Algunos días después, me despertaron a medianoche con una patada en el estómago. Me empujaron hacia fuera y allí estaba de pie el lagerleiter, vestido en un impermeable negro y con las manos detrás de la espalda, y entonces reaccioné y entendí por qué me seguían golpeando y pateando. Había nieve en el suelo. Ninguno hablaba. Me echaron en la parte trasera de un camión y cerraron la portezuela y yo me quedé medio dormido y temblando durante todo el trayecto. Era ya de día cuando el camión finalmente se detuvo. Por una rendija en la madera pude ver el gran rótulo sobre el portón de metal. Arbeit Macht Frei, decía. El trabajo libera. Escuché risas. Pero risas cínicas, entiende, risas sucias, como burlándose de mí a través de ese estúpido rótulo. Abrieron la portezuela. Me ordenaron que bajara. Había nieve por todas partes. Vi el Muro Negro. Después vi el Bloque Once de Auschwitz. Era ya el año cuarenta y dos y todos habíamos oído hablar del Bloque Once de Auschwitz. Sabíamos que la gente que se iba al Bloque Once de Auschwitz nunca regresaba. Me dejaron tirado en el suelo de un calabozo del Bloque Once de Auschwitz. En un gesto inútil pero de alguna manera necesario, mi abuelo se llevó a los labios su vasito ya sin nada de whisky. Era un calabozo oscuro. Muy húmedo. De techo bajo. Casi no había nada de luz. Ni aire. Sólo humedad. Y personas amontonadas. Muchas personas amontonadas. Algunas personas llorando. Otras personas rezando en susurros el Kaddish. Encendí mi cigarro. Me solía decir mi abuelo que yo tenía la edad de los semáforos, porque el primer semáforo del país se había instalado en no sé qué intersección del centro el mismo día en que yo nací. También estaba vibrando ante un semáforo cuando le pregunté a mi mamá cómo llegaban los bebés a las panzas de las mujeres. Yo seguía medio hincado sobre el asiento trasero de un Volvo inmenso y color jade que, por alguna razón, vibraba al detenerse en los semáforos. Callé que un amigo (Hasbun) nos había secreteado durante el recreo que una mujer resultaba embarazada cuando un hombre le daba un beso en la boca, y que otro amigo (Asturias) había argumentado, con mucha más audacia, que un hombre y una mujer tenían que desnudarse juntos y luego bañarse juntos y luego hasta dormir juntos en la misma cama, sin tener que tocarse. Me puse de pie en ese maravilloso espacio ubicado entre el asiento trasero y los dos asientos de enfrente, y aguardé una respuesta. El Volvo vibrando ante un semáforo rojo del bulevar Vista Hermosa, el cielo enteramente azul, el

olor a tabaco y chicle de anís, la mirada negra y azucarada de un campesino en caites que se acercó a pedirnos limosna, la vergüenza silenciosa de mi mamá tratando de encontrar algunas palabras, las siguientes palabras: Pues cuando una mujer quiere un bebé, va al doctor y éste le da una pastilla celeste si ella quiere un niñito o le da una pastilla rosada si ella quiere una niñita, y entonces la mujer se toma esa pastilla y ya está, queda embarazada. El semáforo cambió a verde. El Volvo dejó de vibrar y yo, aún de pie y sosteniéndome de cualquier cosa para no salir volando, me imaginé a mí mismo metido en un pequeño frasco de vidrio, bien revuelto entre un montón de niñitos celestes y niñitas rosadas, mi nombre grabado en bajorrelieve (igual que la palabra Bayer en las aspirinas que me tomaba de vez en cuando y que tanto me sabían a yeso), inmóvil y calladito mientras esperaba que alguna señora llegase a la clínica del doctor (la observé ancha y deforme a través del cristal, como en uno de esos espejos ondulados de circo) y me tragara con un poquito de agua (y percibí, con la percepción ingenua de un niño, por supuesto, la crueldad del azar, la violencia casual que me tumbaría sobre la mano abierta de alguna señora, cualquier señora, esa mano grande y sudada y fortuita que luego me lanzaría hacia una boca igualmente grande y sudada y fortuita), para así, por fin, introducirme en una panza desconocida y poder nacer. Jamás he logrado sacudirme la sensación de soledad y abandono que sentí metido en aquel frasco de vidrio. A veces la olvido o quizá decido olvidarla o quizá, absurdamente, me aseguro a mí mismo que ya la he olvidado por completo. Hasta que algo, cualquier cosa, la más mínima cosa, me vuelve a meter en aquel frasco de vidrio. Por ejemplo: mi primer encuentro sexual, a los quince años, con una prostituta de un burdel de cinco pesos llamado El Puente. Por ejemplo: una equivocada habitación al final de un viaje balcánico. Por ejemplo: un canario amarillo que, a media plaza de Tecpán, escogió una profecía secreta y rosadita. Por ejemplo: la mano helada de un amigo tartamudo, estrechada por última vez. Por ejemplo: la imagen claustrofóbica del calabozo oscuro y húmedo y apretado y harto de susurros donde estuvo encerrado mi abuelo, sesenta años atrás, en el Bloque Once, en Auschwitz. Personas lloraban y personas rezaban el Kaddish. Acerqué el cenicero. Me sentía ya un poco mareado, pero igual nos serví lo que restaba del whisky. Qué más le queda a uno cuando sabe que al día siguiente lo van a fusilar, eh. Nada más. O se tira a llorar o se tira a rezar el Kaddish. Yo no sabía el Kaddish. Pero esa noche, por primera vez en mi vida, también recé el Kaddish. Recé el Kaddish pensando en mis padres y recé el Kaddish pensando que al día siguiente me fusilarían hincado de frente al Muro Negro de Auschwitz. Era ya el año cuarenta y dos y todos habíamos oído hablar del Muro Negro de Auschwitz y yo mismo había visto ese Muro Negro de Auschwitz al bajarme del camión y bien sabía que era donde fusilaban. Gnadenschuss, un solo tiro en la nuca. Pero el Muro Negro de Auschwitz no me pareció tan grande como lo había supuesto. Tampoco me pareció tan negro. Era negro con manchitas blancas. Por todas partes tenía manchitas blancas, dijo mi abuelo mientras presionaba teclas aéreas con el índice y yo, fumando, me imaginaba un cielo estrellado. Dijo: Salpicaduras blancas. Dijo: Hechas quizá por las mismas balas después de atravesar tantas nucas.

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Estaba muy oscuro en el calabozo, continuó rápidamente, como para no perderse en esa misma oscuridad. Y un hombre sentado a mi lado empezó a hablarme en polaco. No sé por qué empezó a hablarme en polaco. Tal vez me oyó rezando el Kaddish y reconoció mi acento. Él era un judío de Łódź. Los dos éramos judíos de Łódź, pero yo de la calle Zeromskiego, cerca del mercado Źelony Rinek, y él del lado opuesto, cerca del parque Poniatowski. Él era un boxeador de Łódź. Un boxeador polaco. Y hablamos toda la noche en polaco. Más bien él me habló toda la noche en polaco. Me dijo en polaco que llevaba mucho tiempo allí, en el Bloque Once, y que los alemanes lo mantenían vivo porque les gustaba verlo boxear. Me dijo en polaco que al día siguiente me harían un juicio y me dijo en polaco qué cosas sí decir durante ese juicio y qué cosas no decir durante ese juicio. Y así pasó. Al día siguiente, dos alemanes me sacaron del calabozo, me llevaron con un joven judío que me tatuó este número en el brazo y después me dejaron en una oficina donde se llevó a cabo mi juicio, ante una señorita, y yo me salvé diciéndole a la señorita todo lo que el boxeador polaco me había dicho que dijera y no diciéndole a la señorita todo lo que el boxeador polaco me había dicho que no dijera. Entiende. Usé sus palabras y sus palabras me salvaron la vida y yo jamás supe el nombre del boxeador polaco ni le conocí el rostro. A lo mejor murió fusilado. Machaqué mi cigarro en el cenicero y me empiné el último traguito de whisky. Quería preguntarle algo sobre el número o sobre aquel joven judío que se lo tatuó. Pero sólo le pregunté qué le había dicho el boxeador polaco. Él pareció no entender mi pregunta y entonces se la repetí, un poco más ansioso, un poco más recio. ¿Qué cosas, Oitze, le dijo el boxeador que dijera y no dijera durante aquel juicio? Mi abuelo se rio aún confundido y se echó para atrás y yo recordé que él se negaba a hablar en polaco, que él llevaba sesenta años negándose a decir una sola palabra en su lengua materna, en la lengua materna de aquellos que, en noviembre del treinta y nueve, decía él, lo habían traicionado. Nunca supe si mi abuelo no recordaba las palabras del boxeador polaco, o si eligió no decírmelas, o si sencillamente ya no importaban, si habían cumplido ya su propósito como palabras y entonces habían desaparecido para siempre junto con el boxeador polaco que alguna noche oscura las pronunció. Una vez más, me quedé viendo el número de mi abuelo, 69752, tatuado una mañana del invierno del cuarenta y dos, por un joven judío, en Auschwitz. Intenté imaginarme el rostro del boxeador polaco, imaginarme sus puños, imaginarme el posible chisguetazo blanco que había hecho la bala después de atravesar su nuca, imaginarme sus palabras en polaco que lograron salvarle la vida a mi abuelo, pero ya sólo logré imaginarme una cola eterna de individuos, todos desnudos, todos pálidos, todos enflaquecidos, todos llorando y rezando el Kaddish en absoluto silencio, todos piadosos de una religión cuya fe está basada en los números mientras esperan en cola para ser ellos mismos numerados Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971). Es autor, entre otros, de los libros el ángel lIterarIo, clases de dIBujo, la pIrueta y elocuencIas de un tartamudo.


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Opinión

Divergencias en torno a la narrativa de los años del terror

L

Ituma en los andes,

la hora azul, aBrIl rojo, candela radIo cIudad perdIda, rosa cuchIllo, retaBlo, entre otras novelas, dan cuenta de un género literario: la narrativa de la violencia política. Sin embargo, ¿qué entienden críticos y escritores por esta? Una idea extendida entre la crítica académica y periodística, escritores y editoriales es que existe un cuerpo orgánico de textos literarios cuyo tema central es la representación de la insurrección armada de Sendero Luminoso y el MRTA, la respuesta organizada de las rondas campesina y la represión de las Fuerzas Armadas. En su artículo «¿Literatura de la violencia política o la política de violentar la literatura?» (ajos & zafIros, número 8-9, 2007), Miguel Ángel Huamán, profesor de la facultad de Letras de San Marcos, evidenció una cuestión que para gran parte de la crítica nacional no había sido atendida: ¿a qué se llama literatura de la violencia política? Huamán objetó que este sea un fenómeno literario producto de una espontánea inquietud de los escritores por crear ficciones sobre este tema. Por el contrario, consideró que se trata de un fenómeno concebido con arreglo a intereses extraliterarios, concretamente, por una agenda promovida desde los medios de comunicación y el mercado editorial hegemónicos. Asimismo, discutió que la idea de violencia política se restrinja exclusivamente a la confrontación entre subversivos y Fuerzas Armadas, ya que otros sucesos (feminicidio, inseguridad ciudadana, conflictos sociales, represión estudiantil y sindical, etc.) califican como violencia política, pero no son habitualmente incluidos dentro de esta categoría. Desde la óptica de Huamán, sostener esa visión sobre la violencia política perjudica la autonomía del crítico, quien deliberadamente o no, en vez de confrontarlos, se alinea con intereses económicos dominantes que construyen una representación tendenciosa del conflicto interno. Esta interpretación de la literatura de la violencia política demuestra una tendencia creciente en la crítica por la cual esta actividad se reduce a una maquinaria productora de textos que eventualmente podría revestir de notoriedad al crítico, pero de ninguna manera ha servido para advertir que el supuesto boom literario de la violencia política es más, aunque no totalmente, una demanda del mercado editorial que una desinteresada expresión artística; y que la crítica, en general, ha sido cómplice de esa demanda comercial. ¿Por qué sucedió esto? A lo mencionado por Huamán agregaría la prisa de la crítica literaria por nivelar su retraso respecto a las ciencias sociales. El interés de la crítica peruana en la violencia fue posterior a las indagaciones sociales, iniciándose casi una década después del final del conflicto. Otra explicación se halla en una formación académica sumisa ante los marcos teóricos de moda, lo cual produce críticos dóciles que conceden mayor importancia a la teoría que a sus objetos de estudio, ignorando que un trabajo de investigación riguroso consiste en hacer avanzar la teoría reajustando sus fundamentos, no venerándola. De otro lado, estos enfoques anteponen una lectura políticamente correcta de los textos que ficcionalizan el conflicto armado interno. En consecuencia, se interpreta lItuma en los andes como un descargo novelístico del Informe Uchuraccay, y cobra fuerza la idea de que Vargas Llosa desprecia el mundo andino; que la hora azul expresa una visión de la burguesía limeña por la cual se acalla el horror de la violencia o se asume que la reparación material a las víctimas bastaría para superarla; o que aBrIl rojo es una novela policial sobre la violencia política escrita para un lector del Primer Mundo. Y a pesar de que desde la crítica literaria contemporánea es un consenso admitir que la literatura no puede ser abordada como un documento que certifica la verdad sobre un acontecimiento, los comentarios antes mencionados son resultado de una fuerte presencia Quema luceros,

de la antropología, la historia, la ciencia política y la sociología que obvian el modo cómo la literatura inventa realidades verosímiles, mas no verdaderas. Es decir, se ha leído estas novelas referencialmente, con la obra en una mano y con el manual de la corrección política en la otra. Este tipo de crítica sentencia qué merece ser llamado literatura de la violencia política y qué no, cuáles son sus autores y cuáles no, y quién posee la autoridad para evaluar esos textos y quién no, lo que finalmente no favorece una discusión sobre tema, sino que, a lo sumo, dota de protagonismo al crítico. La crítica de los escritores identificados con una interpretación política del conflicto armado también ha generado comentarios semejantes a los de la crítica académica, pero enfatizando otra cuestión: ¿quién está autorizado a escribir sobre violencia política en el Perú? En «¿Narrativa de la violencia política o disparate absoluto?», el escritor Dante Castro contempla como errores en aBrIl rojo las divergencias entre la realidad narrada y la histórica: que Santiago Roncagliolo no se haya informado sobre la estructura del Poder Judicial, pues no existen fiscales distritales como Félix Chacaltana, sino provinciales; la confusión del lema institucional de la Guardia Civil con el de la PNP; y la confusión de las FFAA que combatieron la subversión (el Perro Cáceres es un sinchi, miembro de un cuerpo antisubversivo de la policía, pero después figura como oficial del Ejército Peruano). Para el escritor Ricardo Vírhuez la experiencia directa de la violencia autoriza a quien la vivió a escribir sobre este tema, en contraste con aquellos que no la conocen «en carne propia». En «Abril rojo de Santiago Roncagliolo» (2010), se refiere a la tendencia narrativa que agrupa a los escritores peruanos consagrados por

los medios de comunicación, el mercado y las grandes editoriales como «una curiosidad literaria», escritores que Vírhuez sitúa políticamente a la derecha, quienes escriben sobre la violencia política, un tema que, en su opinión, desconocen profundamente. aBrIl rojo, la hora azul y lItuma en los andes le provocan una «carcajada interior», debido a las confusiones sobre la realidad andina. Cierra su comentario afirmando que los escritores «criollos» escriben mala literatura. En «La narrativa sobre la guerra: apuntes iniciales», el Grupo Literario Nueva Crónica clasifica las tendencias narrativas sobre la literatura de la violencia política: por un lado, escritores en cuyas novelas se deforma a los revolucionarios y la guerra popular; por otro, una literatura que refleja con veracidad el impacto de la guerra en la vida del país y los esfuerzos del pueblo por construir un nuevo orden; por último, la literatura del «justo medio», que –aunque se presenta como imparcial, distanciándose de las partes en conflicto, Fuerzas Armadas y revolucionarios, para mostrar y evaluar los hechos y personajes– en su opinión termina por hacerle el juego a los opresores del pueblo. Su propuesta se apoya en una interpretación del hecho literario desde la ortodoxia marxistaleninista-maoísta, según la cual la calidad de una obra literaria se aprecia en tanto las luchas del pueblo sean protagonista de la obra y estén representadas de acuerdo a la verdad histórica. Detrás de los comentarios de Dante Castro, Ricardo Vírhuez y Nueva Crónica (aparecidos en sasachaKuy tIempo. memorIa y pervIvencIa. ensayos soBre la lIteratura de la vIolencIa polítIca en el perú. Mark Cox, editor. Pasacalle, 2010) está la discusión

Por Carlos Arturo Caballero

de lo que significa ser escritor en el Perú. Prueba de ello es que ingenuamente identifican a Vargas Llosa, Cueto y Roncagliolo con las tropelías, prejuicios o estereotipos de sus personajes; establecen la calidad de sus novelas de acuerdo a la ideología política, clase social y prestigio editorial de los autores; las comparan con una versión particular de la historia que toman por objetiva; y concluyen que estos autores y sus obras no forman parte de la literatura de la violencia política, ya que una correcta novela sobre este proceso sería, a su entender, aquella que refleja la realidad histórica fielmente; aparte de exigir como condición para el escritor que se aproxime a este tema la experiencia «en carne propia» de la violencia y el mundo andino. Una novela que descoloca las premisas que la crítica literaria nacional y escritores en general han venido sosteniendo sobre la literatura de la violencia política es el nIdo de la tempestad, de Yuri Vásquez. La historia se desarrolla en Arequipa, donde la acción bélica no fue trascendente, y acontece durante el último quinquenio del gobierno militar. Por ello, ejecuciones arbitrarias, juicios populares, torturas, violaciones, masacres de comunidades y confrontaciones bélicas entre subversivos y FFAA están ausentes en la narración. Características que le imprimen singularidad en comparación con las novelas antes mencionadas, porque se desmarca de una representación circunscrita a la insurrección de los movimientos subversivos o a la represión de las FFAA sobre la población civil. La novela de Vásquez expone un vasto panorama de las variables que componen la violencia política: racismo, desigualdad socioeconómica, autoritarismo, conservadurismo, machismo, violencia de género y pugnas ideológicas, todas estas superpuestas entre sí, las cuales fueron germinando históricamente la brutalidad demencial que irrumpió en los ochenta y noventa hasta un punto de no retorno, a partir del momento en que los más perjudicados por la violencia estructural decidieron subvertir las relaciones de poder mediante la violencia armada. Es así que esta novela traza una genealogía de la violencia desde la Independencia hasta bien avanzada la República. retaBlo, de Julián Pérez Huarancca, es otra novela que discute presupuestos ampliamente extendidos, en este caso, respecto al modo dominante de abordar la memoria de la violencia y la representación del sujeto subversivo. Durante el proceso de reconstrucción de su memoria, Manuel Jesús, protagonista del relato, halla las claves para explicarse el presente al descubrir que la clave de su tragedia personal está en la violenta historia de Pumaranra, en la historia de agresiones contra su familia y su padre, y en el desenlace fatal de su hermano Grimaldo, quien lideró una columna de subversivos. La reconstrucción, en un solo relato de la memoria de estas historias dispersas es posible gracias a que su evocación les da continuidad y sentido integral: no hay un ánimo de sentenciar, sino un esfuerzo por comprender. Solo de esta manera, y luego de un balance del pasado, podría situar ese momento crítico y trabajar en su reparación tras comprender las circunstancias que lo produjeron. Críticos que reducen su oficio al oscurantismo académico o a la publicación de sentencias y escritores que sujetan la Literatura a la historia son las dos caras de una misma moneda. Ambos olvidan que la literatura puede ayudar a comprender la realidad, pero no reflejándola miméticamente, no siendo un auxilio de la historia o las ciencias sociales ni esperando su anuencia, sino rebelándose contra lo que la realidad sanciona como definitivo. Carlos Arturo Caballero (Arequipa, 1974) es crítico literario. Actualmente cursa un doctorado en Letras en la Universidad Nacional de Córdoba.


Voz salvaje

Juan Bonilla, finalista del Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa

S

u primer libro de cuentos lo puso directamente en el mapa de la Literatura española (considerado por QuImera y el país como uno de los mejores libros del siglo pasado). Hoy, veinte años, cinco libros de cuentos y cinco novelas y mucha poesía después, el español Juan Bonilla (Jerez de la Frontera, 1966) vuelve a Lima como finalista, junto a Rafael Chirbes y Juan Gabriel Vásquez, de la primera edición del Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa por prohIBIdo entrar sIn pantalones, una recreación de la vida del genial y desopilante Vladimir Maiakovski. Aquí, una rápida charla con él tras recibir tan buena noticia. Han transcurrido veinte años desde la aparición de tu primer libro, el cuentario eL que ApAgA LA Luz. ¿Qué es lo que más te llama la atención de tu propia evolución como escritor? Tenemos una cosa en común aquel escritor y yo, además del nombre: él nunca pensó en el escritor que llegaría a ser, y yo nunca pienso en el escritor que fui. No me gusta pensar en esos términos porque indicaría que habría algo programado: la evolución en un escritor es una cosa paradójica, porque aparentemente un chaval de veintisiete años sería padre de un hombre de cuarenta y siete, y prefiero pensar que es al revés, desandar el camino, por decirlo así, aunque sea para perdonarme los errores. Una vez me dijiste que eras un escritor muy flojo, que escribías solo cuando te provocaba. ¿Cómo has hecho, entonces, para escribir y publicar tantos y tan buenos libros (de distintos registros, además)? Porque además de flojo soy un desocupado que anda buscando ansiosamente algo en qué ocuparse, he tenido esa suerte, y porque mi profesión –aunque desocupado– ha sido el periodismo, que te habitúa a convertirlo todo en relato, a pasarle a todo el termómetro de las 5W. Si me hubiera quedado en la redacción del periódico o hubiera abordado la carrera universitaria, seguro que me hubiera apalancado. ¿Y dónde te sientes realmente más cómodo? ¿En el cuento, la novela, el periodismo? La respuesta pertinente e inevitable es depende. Depende de lo que esté escribiendo. Utilizo unas herramientas u otras dependiendo de lo que me provoque. No hubiera podido escribir un relato con las ambiciones, mezquindades y heroicidades de Maiakovski, ni hubiera podido alargar a novela ninguno de los relatos de una manada de ñus. La cuestión famosa forma/fondo es discutir sobre el sexo de los ángeles: forma y fondo son como cara y cruz, sin una de las dos partes lo que tienes es una moneda falsa. En cuanto al periodismo, curiosamente me siento cada vez más cómodo cuando me encargan algo determinado, cuando no soy yo el que propone. Me reactiva salir fuera e ir en pos del relato que complazca al redactor-jefe o quien sea. Antes prefería elegir y proponer yo los temas. El periodismo me ha enseñado que casi todo –por no decir todo– es apasionante, y el trabajo consiste precisamente en encontrar qué hay de apasionante en lo que sea, el patinaje artístico o un concurso de misses o lo que sea.

Seix Barral (2013) ■ 384 pá ginas 78 soles

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Por Dante Trujillo biera puesto enfermo, porque él creía de veras en el futuro, consideraba que era un lugar real, no un punto de referencia como el horizonte que va desplazándose a medida que nos desplazamos, sino una especie de vuelta al Edén del que nos expulsaron. En todo lo demás, era bastante punk: cuando boxea a la contra es pura dinamita, tanto en su época juvenil cuando irrumpe con sus versos futuristas y sus broncas en los salones, como en su etapa crepuscular, cuando el comunismo le ha dado la espalda y se siente solo y ultrajado, acusado de ser un elitista. Maiakovski es un personaje espectacular: no solo por su sentido del espectáculo, sino también por sus ondas depresiones. Intentó lo imposible: que la poesía sirviera para cambiar la vida, y sus lemas juveniles –Abajo vuestro arte, Abajo vuestra política, Abajo vuestra religión, Abajo vuestro amor–pretendían ni más ni menos que inventar un nuevo modo de vivir, una vida en la que todos los momentos fueran eso, Vida, no rutina mortecina, no hábito. De hecho son significativos los versos que escribe antes de pegarse un tiro en el corazón: «La barca del amor se estrelló contra las rocas de la rutina». Aparte de eso, fue un hombre que empezó de la nada y alcanzó poderes que quizá ningún otro poeta rozó en el siglo veinte, se convirtió en el poeta de la Revolución, en un propagandista de una nueva fe que pronto lo gangrenaría. Y de ahí volvió a la nada, al rechazo, al hundimiento. ¿La literatura es hoy otra utopía deprimida? Creo que quizá a la literatura le pedimos cosas que no están en sus posibilidades. Maiakovski, por ejemplo, se las pedía, con resultados terribles para él y para otros. Las posibilidades de la literatura son muchas, las de siempre: desde cantar el milagro del mundo a poner en solfa dogmas intragables, desde retratar la miseria y la mezquindad a retratar la santidad, desde ponerle expresión precisa y definitiva a cosas que no sabemos decir pero sentimos a hacernos pasar un buen rato entre dos aviones. Nunca he pensado en la literatura como una utopía, entre otras cosas porque todas las utopías de las que tengo noticia acaban siendo pesadillas. ¿Realmente te consideras un nihilista? ¿Qué nos salvará? Si por nihilista entendemos un paréntesis de vida entre dos inmensidades de nada, sí. Nihilista activo, como dijo Nietzsche, es decir, alguien que no necesita preguntarse por la trascendencia de nada, porque considera que todo es trascendente, porque considera que lo que hay es suficientemente esplendoroso y misterioso y milagroso como para no buscarle una explicación inventada, una autoría tranquilizadora. Has recibido importantes reconocimientos por tus trabajos, pero siempre has mantenido un perfil bajo. ¿Ya sabes lo que pasará si ganas el primer Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa? Ni cometo la imprudencia boba de pensar que puedo ganarlo. Estar entre los finalistas es un regalo que me permitirá ir otra vez a Lima. Hasta ahí sé, y hasta ahí quiero saber.

Terenci Moix, Vladimir Maiakovski: ¿biografía como forma de ficción? Son dos casos completamente distintos: en el libro de Terenci Moix, que es un libro que nace de un encargo periodístico, no hay un átomo de ficción porque no puede haberlo, porque es una biografía, la biografía de un hombre que vive entre ficciones. La novela de Maiakovski incumple todos los requisitos exigibles a la biografía, no hay fechas, no hay documentación explícita, por momentos parece que la voz del narrador es la de un amigo de Maiakovski que estuvo allí. Es la novela de un hombre que tuvo muchas vidas en su corta vida, y también una especie de homenaje o himno a la propia poesía a la que él se entregó tan desaforadamente, como a una religión, hasta el punto de llegar a convencerse de que vida y obra eran, como cara y cruz, dos caras de la misma moneda.

Mucha gente no sabe que sientes una especie de debilidad por lo peruano. ¿Cuál es la lógica de esto? Me ha ido muy bien en el Perú, tengo muchos amigos y para mí las ciudades no son bonitas o feas por su monumentalidad, sino por los amigos que tenga allí. Además soy andaluz, o sea, en Lima me siento como en casa. Aparte de esa predilección evidente que me ha hecho viajar cuatro veces a Lima, me fascinan algunas figuras de la poesía peruana: Alberto Hidalgo por encima de todos, pero también, claro, César Vallejo, y Oquendo de Amat, y todos los vanguardistas alrededor de Mariátegui. Y los cuentos de Julio Ramón Ribeyro. Y las novelas de Vargas Llosa. ¿Lógica? Pero hombre, cómo no va a haber lógica, ¡si hay una cancha por Miraflores que se llama Bonilla!

¿Qué es lo que te sedujo de Maiakovski, lo que te animó a escribir prohibido ¿Qué tan punk es realmente Maiakovski? Solo en una cosa no puede ser punk Maiakovski: el lema No future le hu-

Pase lo que pase, ¿en qué estás metido ahora? Publiqué hace unos meses un libro de relatos, y ahora me dedico a corregir mis poemas que van a salir en Visor

entrAr sin pAntALones?


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Carlos López Degregori A mayor gloria del sol

Media hogaza de pan Yo Quería algo de comer y en la cocina solo había una hogaza de pan | y un cuchillo. La corté como si fuera una cama de harina a la que divides para que sea más estrecha y en ella te arropas inadmisiblemente solo. Yo Quería vino de beber o de increpar mientras viajaba en la cama de harina hasta un parque: los árboles me envolvían como leñosos animales y aplastaban con sus pezuñas países de leche y estiércol. Yo No quería No las paredes penitenciales ni el vórtice del techo de la habitación. Yo No quería No las bancas del parque. Yo No aceptaba No VermeEViejODormiR en una banca rodeado de leñosos animales o en media hogaza de pan. Yo solo Necesitaba algo de sosiego como tu cuerpo blanco entre los árboles con los pechos enormes. Yo solo Quería Todo de Amarte Todo de Cubrirte con el semen de las estatuas y señalar inexorable el camino con migas desprendidas de la hogaza de pan. Yo solo Quería verte devorarlas y repetir devoradas repetir con tus labios de harina: En EstEParquETodO es AlhajerO

La Niña abre los ojos que parecen dos dientes inmensos de maíz y dibuja con un corcho quemado sus labios encarnadamente oscurecidos. Riendo se sube a sus zapatos rojos de afilados tacones que para ella son zancos y gira con esa música que solo suena en su cabeza. Ahora se prueba todos los vestidos, se ciñe corpiños, arañas, faldas de vagos nudos, alambres. Si tú crecieras, Niña, te ofrecería estas palomas que hago aparecer en mi sombrero de mago. Son rojas como tus zapatos que no dejan de bailar. Oh sí, muchas palomas porque solo ellas sabrían perdonarme. Pero tengo sesenta años y no puedo esperar. Entonces las coso a tus zapatos que sangran con tu danza y altero su mecanismo mortal. Mira como aletean ansiosas en tus pies y A Mayor Gloria del Sol conjuran el tiempo que nos corresponde. Hay un punto en el que nos encontraremos bellos y sudorosos, pero solo durará un parpadeo. Después nos alejaremos girando enardecidos por los dos extremos de un hueso musical, hasta caer encorvados y secos en la plaza como estos dientes de maíz que ahora picotean las palomas.

Ama de todas mis almas del Alambre de púas cuelgan las Horas: están muy juntas para acompañarse y suenan al unísono las puntas de sus gargantas se pierde por huir, se dicen entre ellas o porque nos sofocan unas manos suaves en la almohada se pierde porque ya no tenemos adonde regresar y al final solo quedan vellones arrancados en la púas, cicatrices de tela descolorida agitadas por el viento que sube a estas montañas cargado de tierra AH Tú, Ama de todas mis Almas, mira a las Horas entre los postes parecen novias corderas que no desposaré parecen gallinas atadas por las patas cloqueando aleteando mientras esperan el cuchillo del sol.

Un hoyo como mis ojos Pude nacer desertor. Habría sido suficiente la falta de una estrella o tu inquina durante el alumbramiento o, más atrás aún, el temblor de tu cuerpo en la humedad de las sábanas cuando te sostuvieron unos brazos que no eran los de mi padre. Ahora tendría un manojo de pelo rojizo y pasaría los días incontables en la seguridad de una casa pequeña sin ventanillas y con un plato de latón como única música. Los desertores somos torpes, nos rascamos durante horas y no sabemos reconocer los cubiertos ni las manecillas del reloj. Amamos el frío nocturno que con una venda envuelve nuestros cuerpos desnudos. Siempre faltamos a la verdad. Mordemos insaciables las flores como si fuesen uñas y llenamos las tardes de actos inconfesables. Solo contigo hablaría, Madre, en un idioma privado. Solo tú serías el asentimiento y el olor de todos los hombres y mujeres. La extensión de tus brazos abiertos sería el mundo. La luz sería mi nostalgia de la luz. No habría asistido al colegio para erizar mi alma en las clases de matemática. No entendería los secretos del catecismo ni la sintaxis. El fotógrafo nunca hubiera dicho la tarde que reunió a la promoción: vengan todos a posar: siéntense al lado del desertor para la foto que los guardará en el tiempo. Al centro de la imagen que conservo solo hay un vacío rodeado de niños. Cuando cumplí once años, no cumplí once años. Donde debí estar, no estuve: y donde no estuve solo puede distinguirse un hoyo como mis ojos.

Carlos López Degregori (Lima, 1952) ha publicado, entre otros, los poemarios las conversIones, cIelo forzado, lejos de todas partes y aQuí descansa nadIe. También es catedrático y ensayista.


Poesía

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Maurizio Medo La radio cantó la balada de una mujer tres veces muerta hasta que se secó como uno de esos almiares dejados atrás en la carretera Yo estaba en el auto, resignado, se jodió la bobina Cruzó un gato Era negro ¿la cábula pactada se transa si no hay movimiento y en los hospitales las diferencias entre sábana y mortaja se reducen por la huelga de la oficina de Mantenimiento? El gato cruzó otra vez sobre todas las otras cosas Nunca en frente La realidad hizo chasquear su tálero y como solo puedo conocerla a través de mí (por el retrovisor de algo tan condicional como la vida) a medio camino de ningún sitio Me sentí un huésped Por tanto pisarle los pedales El auto no responde Se abandonó por entero (como la vida) a la esperanza de auxilio De pronto, oí algo que los árboles no pudieron contarme El gato estaba sobre el parabrisas para atentar contra mis pensamientos Tanto que me atreví a vaticinar:

«los árboles hoy no contarán nada

La araña no es un símbolo, desaparece

Hace falta cierto nivel de oscuridad para que su fotosíntesis considere la producción de símbolos»

Y no consigo descifrar qué callaron los árboles con esos rojos de hibisco, ¿el otoño es así? Pero eso no basta para hacer aparecer a Orfeo o al Servicio de Grúa y así comenzar de nuevo

El gato es solo un signo No como la araña que existe al desaparecer de la tela sin dejar rastro para, después, empezar de nuevo porque no hay lugar La soledad ha sido ocupada por cierta manía de la historia: la de perpetuarse aun cuando nada acontezca Y como no es superficie… Para dejar un rastro debo cruzar las pampas de ciertas frases hechas (y también los ribazos de esas mismas frases) sin palabras definitivas para ser parte del dédalo que va de un lugar a otro hasta constituirse en ninguno, según sea la perspectiva

Sí para que el Hombre Manco, luego de entrar en la florería, no sepa preguntar ¿qué flor expresa la fatalidad de los días? y como nadie le respondió azucena La florista existía solo en una canción Dijiste «pamplinas» No salías aún del verbo «llegar» y experimentaste una vaga sensación de pérdida Pero ahora no puedo concentrarme para interpretar la magnitud o su densidad Desde arriba, aquilatando la vida a través de ciertas dimensiones de una forma tan emotiva como la de un jardín de sapos que logra conmover hasta a los perros Maurizio Medo (Lima, 1965) es poeta y periodista cultural. Ha publicado, entre otros, los poemarios travesía en la calle del sIlencIo, contemplacIón a través de los espejos, el háBIto elemental y homeless’s hotel.

Animal definitivo

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Tilsa Otta

Disfruto cada vez más los escenarios extraños, donde todo es nuevo, la infinita variedad de presentaciones de lo desconocido, de los desconocidos. Por ello la carpeta de Spam me genera un placer irracional que no me da el Buzón de correo. Esos remitentes raros, mezclas de falso individuo y empresa dudosa, con mensajes que no me interesan… No, no deberían interesarme… por eso fueron arrojados a este basurero sin siquiera consultarme. Y sin embargo, son un vistazo a una vida que probablemente nunca conozca, una vida ¿posible?, donde tomo diferentes píldoras que compro en oferta, viajo a destinos misteriosos, sigo diversos cursos y diplomados, aprovecho las promociones de restaurantes de comida china y veo las fotos que chicas de todo el mundo me envían de ellas desnudas porque tengo un pene que alargo siempre que puedo.

Tilsa Otta (Lima, 1982) hace videos y periodismo cultural, y ha escrito los poemarios mI nIña veneno en el jardín de las Baladas del recuerdo e IndIvIsIBle, y el libro de cuentos un ejemplar eXtraño (2012).

hasesparcidolasescaleras abrazándolascomomáscaras laespumaquebrota de tu boca es realmente tu hijo lasllamasqueflorecen en tusojos lascascadas en hiloquenacen de tuombligo elmovimientomecánico al lavartelasmanos cuando se acarician se purifican dejandoátomos caer por elblancoagujero del lavabo has desaparecido otravez en elbaño abandonaste a tuscompañeros en la noche se iban para la derecha sonriendo con remedios ylasestrellas brillando comoprostitutas recordando el caos transparente laespumaquebrota de tu hijo es realmente tu boca se ha esparcido por lasescaleras abrazándolascomomáscaras que van a la derecha

Oculta tu guante perro lobo El pueblo te alcanza y las noches son heavys Susurra distancia en un viento al oído Encarna sustancia de dios en colmillos Sal Deforma la cola del banco Reeduca a la institutriz Diseña el castillo lobo perro No empines el codo Cierra el hocico estirando la pata Trasciende la búsqueda anal y salva el día Concluye el desorden gitano Compuesto de planos con bobos Decora el castillo Aspirando al eco Perro Perro Perro Tú eres Perro Lobo Lobo Nacionalízate Lobo Recuerda tu origen y escupe la fruta Escribe tu risa en la piel de la oveja Roba, caza, aniquila Copula con perras Copula con lobas Mata Mata Ponte en cuatro Este es tu himno perro lobo De canto obligado en liceos salvajes En tardes peludas que a tientas entrañas Lobo, Perro Diablo Pobre Animal definitivo


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Buensalvaje ilustrado

«Fue un silbido seguido de una veloz sombra voladora, un grito apagado y finalmente un golpe seco en la tierra. El óvalo se balanceó por un segundo en la rama del árbol y por fin cayó del nido. Se acercó confiado a su presa aunque su mente permaneció concentrada en aquel extraño sonido. Cuando levantó el pequeño huevo del suelo, pudo ver las pequeñas fisuras en la cáscara. Sabía que la criatura adentro podría sobrevivir pero necesitaría ayuda; su madre había sufrido ya el impacto del proyectil impulsado por su atlatl. Era la cena. Inspeccionándolo de cerca, atraído por su color, su textura, su evidente fragilidad o tal vez por mera curiosidad, sintió algo distinto. Vio parte de sí mismo y su primogénito en el objeto en su mano. Entonces supo que lo llevaría a su hogar, pero no como el desayuno de la mañana siguiente» Sergio Dapello (Lima, 1987) es artista plástico. Ha participado en varias exposiciones colectivas y presentado dos individuales: «Julián» (2012) y «Lo que recuerdo de tus sueños» (2013).


Cuento gráfico

de Augusto Monterroso.

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Nana Cuevas Otonelli (Veinticinco de Mayo, 1984) es dibujante autodidacta. Ha participado en varias muestras colectivas y colaborado en las revistas pulsar, Qué hammmmBre, fanzIne QuIlomBo, cómIX por marIano y f.m.I. Publica el fanzine Yuntamule.



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