Opinión

En busca de la soledad voluntaria

Solo volviendo a reconciliarnos con aquel espacio silencioso e individual denominado soledad podremos encontrar la valentía para encarar los fantasmas en nuestro interior: el desacompañamiento puede ser una forma de autoconocimiento.

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30
junio
2022

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Miguel de Unamuno, en su conocido ensayo titulado Soledad (1905), llegó a diferenciar dos tipos de soledades: la soledad impuesta y la deseada. La impuesta es aquella que no proviene de una acción que ejercemos libremente, sino que aparece en sentido opuesto a nuestra propia voluntad. Es decir, surge cuando una persona no quiere estar sola, pero lo está. Mientras tanto, la soledad deseada es aquella que buscamos con la finalidad de intentar aclarar nuestras ideas o incertidumbres, generándose una sensación de bienestar en el momento de practicarla. Es la soledad que empleamos para ejercitar algunas reflexiones sobre cualquier asunto que consideremos relevante. En suma, se da cuando una persona quiere estar sola y, en su conformidad, decide renunciar a cualquier tipo de compañía durante un breve o largo período de tiempo.

En la actualidad, a la soledad se le atribuyen ciertos efectos nocivos relacionados con la salud física y mental de las personas, como los comúnmente conocidos trastornos de ansiedad o depresión, así como algunas evidencias asociadas al deterioro cognitivo, los cuales terminan por manifestarse cuando los momentos de soledad se prolongan de manera extralimitada y, sobre todo, cuando no son el resultado de un deseo libre.

Ya lo decía Aristóteles: «Fuera de la sociedad, el hombre es una bestia, o un dios». Se refería a la inviabilidad de que el ser humano –como animal político que es– pueda mantenerse aislado totalmente de los demás. Por eso es innegable el impulso natural que profesamos a la hora de entablar una serie de lazos con la sociedad, más si son exacerbados por una cultura hiperconectada que prácticamente nos estimula a diario para establecer vínculos a través de la red. Sin embargo, cabría preguntarse: ¿cuántos de esos vínculos que hemos generado realmente son necesarios? ¿Estamos preparados para relacionarnos mejor con nuestra soledad?

La incomodidad de estar solo

Estar solo no es lo mismo que sentirse solo. Podemos estar en medio de una cena familiar, acompañados de todos nuestros seres queridos y, aun así, sentirnos solos. Al igual que podemos escalar solitariamente una montaña y, una vez en la cima, observar el firmamento sin nadie a nuestro alrededor y –pese a ello– no experimentar el sentimiento de soledad.

La incomodidad de la soledad se produce por causa de la incapacidad a permanecer a solas con nuestros propios pensamientos. Posiblemente, por el temor a descubrir algo en el interior que acabe generándonos sufrimiento. Cuando buscamos incesantemente la compañía del otro, lo que estamos haciendo en realidad es anestesiar una sensación negativa de abandono, rechazo o desamor de la cual ansiamos desesperadamente desprendernos de cualquier forma. El miedo a la soledad se trataría, entonces, de una impetuosa huida hacia el exterior de lo que yo considero ser. O en otras palabras, es el incontrolable deseo por alejarnos de nosotros mismos.

«La incomodidad de la soledad se produce por causa de la incapacidad a permanecer a solas con nuestros propios pensamientos»

Practicar una soledad voluntaria –al margen de las distracciones que proveen las plataformas digitales– puede resultar una tarea casi imposible debido a los sofisticados algoritmos que emplean las redes sociales para segregar una rápida circulación de dopamina dentro de nuestros cerebros, y de este modo, acaparar la atención generada a través de específicas notificaciones que tratan de mantenernos pegados a las pantallas el máximo tiempo posible. Es la irrupción de la dictadura del like como medio para colmar necesidades artificiales insatisfechas, y también de algún modo supone arrebatarnos esa búsqueda personal hacia aquellos espacios de aislamiento donde se originan las más profundas e íntimas reflexiones entrelazadas con nuestra propia (y enmarañada) existencia.

Si, llegado el momento, elegimos reconciliarnos libremente con la soledad, lograremos una mayor consciencia sobre cada una de las cadenas que están limitando nuestro verdadero potencial como ser humano. Además, como muy bien señaló el filósofo español Francesc Torralba en su libro El arte de saber estar solo, «solo el retiro en la soledad nos permite discernir quiénes son los verdaderos ángeles de la guarda de nuestra endeble vida, aquellos que se quedan cuando todos los demás han desaparecido, hastiados y dándonos por incorregibles». Sin embargo, surgen nuevas preguntas: ¿en qué medida la soledad puede ayudarnos con las relaciones amorosas? ¿Acaso podría protegernos del dolor emocional?

La soledad después del amor

Uno de los mitos más extendidos del amor romántico consiste en condicionar nuestra felicidad con la compleja elaboración de una relación sentimental. Los fundamentos culturales de una sociedad del rendimiento, donde ya no es posible alcanzar el amor si no hay un otro a lado, han contribuido a reproducir la idea de la compañía como un deber, originando que el estado de soltería se siga percibiendo como una situación personal a evitar, dado que aquello significaría distanciarnos de esa supuesta felicidad.

No obstante, el problema puede residir en la edulcorada visión que tenemos de la vida en pareja, omitiendo, en la mayoría de las veces, el inexorable dolor emocional que suscita la ruptura del vínculo cuando llega el momento de la separación, así como el grado de perturbación que ejerce (en mayor o menor medida) sobre la estabilidad emocional de las personas implicadas.

«La irrupción de la dictadura del ‘like’ nos arrebata esa búsqueda personal hacia los espacios de aislamiento propios»

El proceso del duelo o desunión forzosa es un elemento inherente a cualquier tipo de relación amorosa. No es posible adentrarse en el amor sin pasar posteriormente por el dolor que provoca la pérdida del ser querido. El mundo que conocemos no está diseñado para lo estático o perenne: siempre estará en constante movimiento y transformación. Por tanto, si asumimos el hecho de que el amor es finitud, al igual que todo lo vivo que nos rodea, podemos concluir que el dolor también lo es, y quizá la idea de no volver a sufrir por un desamor que tarde o temprano ascenderá por las grietas de las relaciones sentimentales puede empujarnos a la búsqueda de una soledad voluntaria como mecanismo de protección contra este tipo de sufrimiento.

Las constantes decepciones en los procesos sexoafectivos, alguna experiencia dolorosa ocurrida en el pasado que nos marcó, un divorcio traumático o, simplemente, haber alcanzado una condición de autonomía emocional suficiente donde ya no es prioritario el establecimiento de una pareja, puede conducirnos a elegir o anteponer una vida mucho más sosegada en soledad, antes de comprometernos con las imprevisibles oscilaciones que acarrea la intimidad emocional compartida.

Sin embargo, es preciso aclarar que cuando hablamos de la soledad después del amor no nos estamos refiriendo a la privación total y permanente de cualquier vínculo afectivo –con los amigos, familia o nuestro propio yo–, sino de redirigir la mirada hacia otras necesidades del alma que son igual de importantes y que no tienen tanto que ver con el imperioso deseo de sentirnos queridos en el que recae, algunas veces, la injusta responsabilidad de difuminar aquella sensación de soledad. Porque si lo que ocurre es que al estar en soledad nos sentimos solos, entonces lo más probable es que estemos en mala compañía.

Buscando la soledad voluntaria

Leer un libro sentado en el parque al atardecer, emprender un viaje hacia alguna ciudad que soñamos siempre con visitar o, sencillamente, quedarse en casa preparando una elaborada y copiosa cena acompañada de un buen vino. ¿Cómo llamamos eso? ¿Libertad o soledad?

La búsqueda de la soledad voluntaria es el inacabado encuentro con el auténtico yo que subyace en nuestro interior. A través de los solitarios senderos del desacompañamiento, podremos hacer realidad aquel aforismo griego donde se nos invitaba a conocernos mejor a nosotros mismos antes de aventurarnos a desentrañar la singularidad y la extrañeza del otro.

En definitiva, solamente si somos capaces de sumergirnos en las altas mareas de la soledad máxima podremos otorgarle a esta vida, repleta de sinsentidos y contradicciones, un verdadero significado que nos permita convivir en serenidad a lado de nuestra finita existencia. Ya lo decía el poeta alemán Hermann Hesse en El lobo estepario (1927): «La soledad era independencia, yo me la había deseado y la había conseguido al cabo de largos años. Era fría, es cierto, pero también era tranquila, maravillosamente tranquila y grande, como el tranquilo espacio frío en el que se mueven las estrellas».

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