Los gases tóxicos en el trabajo

Los gases tóxicos en el trabajo

Como a día de hoy no tengo trabajo y sí tiempo, he decidido emplear parte de él en escribir, al menos una vez a la semana, sobre un tema que me apetezca. Hoy quiero hablar sobre el ambiente tóxico de trabajo.

¿Qué es un ambiente tóxico? Sin entrar en definiciones de expertos, que seguro hay muchas mejor elaboradas y más precisas, diré, basado en mi experiencia, que se trata de un entorno de trabajo en el que el empleado tiene que lidiar con un jefe (o compañero) que abusa de su poder y mantiene un trato abusivo y con continuas faltas de respeto.

Para explicarlo mejor, quiero contar mi historia.

Los periodistas nos llenamos la boca, hasta el empalague, cuando publicamos una información sobre una empresa, un político o un personaje relevante que ha cometido un "presunto" delito o realiza prácticas abusivas, pero poco o nada hablamos cuando se trata de nuestras propias empresas. Es simple, yo tengo que trabajar, y este mundillo es pequeño, así que si un día la rabia me lleva a tirar la piedra, rápidamente escondo la mano.

Hace unos meses trabajaba para un medio de comunicación que se llama Consumidor Global. Una redacción pequeña ubicada en Barcelona. Vivo en Sevilla, así que teletrabajaba. El trabajo prometía, un medio joven con aspiraciones de crecer, compañeros agradables y una jefa con ganas de comerse el mundo. Los temas, todos relacionados con consumo, daban para un amplio abanico de propuestas, así que no se hacía rutinario.

Los humanos tendemos a agradar cuando nos relacionamos entre nosotros, pocas personas enseñan sus cartas nada más conocerse. Es una cuestión de eficacia, ya que la idea es crear vínculos duraderos, no espantar al personal. La idealización dura hasta que la máscara se cae, entonces poco a poco nos mostramos tal y como somos. A unos les cuesta llegar a eso más que a otros, pero la máscara dura lo que dura.

¿Qué quiero decir con esto? Nadie llega a un puesto de trabajo y al día siguiente descubre la toxicidad, primero hay un período de cortejo y ya después las cartas se ponen sobre la mesa. Pues bien, así fue, y aunque las señales siempre estuvieron allí uno no llega nuevo a un sitio pensando mal, trata de comprender, adaptarse y empatizar.

El trabajo consistía en lo siguiente. A las 9:30 horas nos dábamos los buenos días por Skype. Después, rastreábamos las noticias del día y las agencias para hacer una pieza de información rápida. Eso nos llevó no más de una hora y media. A veces más, a veces menos. Depende de lo generoso que haya sido el día con la actualidad.

Ya después, cada uno se ponía con su tema. Un reportaje bien elaborado con un mínimo de tres fuentes y profundidad, es decir, estudios, informes y toda la chicha que uno pueda sacar para demostrar seriedad y rigor. Es decir, de lunes a viernes teníamos una pieza de actualidad y un reportaje bien elaborado desde cero diario. Después, con el tiempo, las piezas de actualidad de primera hora se convertían en dos, a veces tres e incluso cuatro, más el reportaje.

Eso significaba buscar a tres fuentes, esperar que estén disponibles para ti y también que digan algo relevante que pueda ser usado para tu tema. No siempre lo conseguimos, claro. Pero ese era el objetivo. Una vez escritos los temas, los dos jefes lo editaban y había que subirlo al CMS.

Además, una vez a la semana teníamos que probar un producto. Es decir, una review. Estos llegaban a casa directamente de las empresas y había que encontrar un hueco para probarlo y escribir nuestra percepción. Las jornadas laborales eran maratonianas. Si empezábamos a las 9:30, de lunes a viernes apagábamos el ordenador a las 22:00 horas, como mínimo. Los fines de semana descansábamos, aunque los domingos teníamos que buscar los temas de la semana y enviárselos por email a la directora para que ella nos diera el visto bueno, así que conectar, lo que se dice conectar, era imposible.

Lo primero que me llamó la atención fueron las ediciones de los textos. Es cierto que yo llevaba un año sin escribir. Entre la pandemia y mi mudanza de Madrid a Sevilla había decidido tomarme un año sabático, que buena falta me hacía. Y me sentó genial. Pude permitírmelo y así lo hice. No hay más. Cuando me dijeron que estaba dentro de la compañía las ganas y la ilusión de trabajar de lo que más me gusta fueron enormes. Pero sabía que estaba un poco oxidado, así que me tomé aquellas largas ediciones como un aprendizaje.

El tiempo pasó, yo me sentía más seguro con mi escritura, pero las ediciones de mis textos eran desproporcionadas. Pregunté a mis compañeros, y a todos les pasaba lo mismo. Las quejas de la directora se traducían en frases como "este es vuestro curriculum, tenéis que cuidarlo" o comparaciones absurdas con otras redacciones que nada tenían que ver con lo que nosotros hacíamos ni tenían nuestra carga de trabajo.

Cuando superé mis inseguridades profundicé en esas ediciones. Es cierto que algunas eran obvias. Pero eso es lo más normal en una profesión donde la rapidez y la inmediatez es lo que nos da de comer. Pero esto era diferente. Había hecho nuestros textos suyos y cambiaba expresiones y borraba entrecomillados con soltura. A veces, me volvía a meter en la pieza para restablecer frases o, incluso, para eliminar faltas de ortografía que ella mismo había añadido. Pero la sensación de sentirte que cada día tu trabajo está mal hecho y ver tus textos con tantas lineas rojas de expresiones tachadas era indescriptible.

Trabajábamos cada día doce horas y como resultado nuestros textos eran transformados en otra cosa. cuando cerrábamos el ordenador, la sensación, además del agotamiento físico y mental, es que tus jefes no deben estar contentos. Que no eres lo suficientemente bueno. Que no estás a la altura. Y, claro, al principio te deprimes. Mucho. Pero lo llevas en silencio, porque es un trabajo y te pagan por hacerlo. Y si no puedes, hay redactores en paro a patadas.

Así pasaron las semanas, entre miedo y estrés. Y las cosas no parecían ir a mejor. Un ambiente tóxico se reconoce por el miedo: a perder el trabajo, a enfrentarte a tus compañeros o a tus jefes, pero sobretodo a ti mismo. Salen a relucir inseguridades y los silencios se convierten en condenas. Es paradójico que un periodista, cuyo propósito es dar voz, tenga que optar al silencio. ¿Tengo miedo a que algún jefe lea esto y decida no contratarme? sí, claro. Pero el miedo no puede regir nuestras vidas. Aunque si alguno se identifica en ese rol, que ni me llame.

Por sí sólo, a algunos les puede parecer poco. Largas horas de trabajo y una jefa meticulosa, nada nuevo bajo el sol. Y es quizás ese el problema, que esta mentalidad está enquistada como un tumor. Pensamos en hablar con los jefes, había dos. Los redactores nos reuníamos para dar algún paso, el que sea. Pero cada uno tenía sus circunstancias y la directora estaba a punto de dar a luz, así que se optó por esperar a que se realizara el milagro y tras la baja rezar para que las cosas cambien.

No fue así. Cada uno es libre de hacer con su vida lo que quiera. La directora decidió seguir trabajando desde casa tras estar de baja por maternidad. Era su criatura, y no estaba dispuesta a dejarla en manos de nadie. Así que desde la webcam hacía y deshacía a su antojo los textos que le llegaban, daba órdenes e incluso se atrevía los fines de semana a escribir mensajes que optamos por ignorar hasta el lunes, por nuestra propia salud mental.

Había pasado de la ilusión de tener un trabajo, a querer cortarme las venas. Un proceso de pocos meses. Y cada día se hacía más cuesta arriba. Levantarse y encontrar temas de actualidad, ponerte desde cero a elaborar un reportaje que en otros medios te dan al menos un par de días. Cada pocos minutos, la directora escribía en Skype recomendaciones de cómo escribir, nos daba clases de periodismo con consejos tan tontos como llenar los textos de conectores, y convertir así una lectura que debería ser amena en una pieza de agencia.

Nos reprendía por no actualizar Asana, hacíamos reuniones dos veces al día, que duraban 1 hora. Todo para controlar cada mínimo aspecto de nuestro trabajo. Entonces, el ritmo se ralentizaba, los tiempos se alargaban, la desesperación crecía. Cuando cerrábamos el ordenador, la copa de vino se convirtió en un ritual. Antes lo era el gimnasio, pero ¿quién tiene tiempo para ir al gimnasio?

Las formas cambiaron. Al principio todo era dulzura y conversaciones entre iguales. A los pocos días, el desprecio y la falta de respeto eran el día a día. Llegábamos a escribir aquellas frases que nos parecían surrealistas por si algún día teníamos que usarlas. No era más que bravuconería. Teníamos el silencio por bandera y nadie se atrevía a decir nada.

Si un reportaje no estaba ese día, daban una falsa sensación de que un fallo es normal, pero te hacían sentir que tu trabajo lo estabas haciendo mal. A mi, personalmente, nadie me dijo que algo estaba bien hecho. Aunque otros periodistas que habían leído algunos de mis textos (una periodista del grupo Planeta o la editora Eva Moll de Alba, relacionada con el grupo) me dieron la enhorabuena por el trabajo hecho. Me quedo con eso, y lo agradezco profundamente.

Todo lo que a ellos les parecía mal lo decían sin pudor, con soberbia, con una sensación de superioridad que rozaba lo absurdo. Si no hubiese sido tan exagerado hasta hubiese colado, pero la ineptitud tiene las patas muy cortas, como la mentira. Aunque el último mes me revelé. Comencé una autoterapia, la de decir no. La de disentir cuando no estaba de acuerdo con algo. Eso sólo hizo que la relación se deteriorara más, porque la directora, como jefa, no llevaba bien que le llevaran la contraria.

No fue una Epifanía, me puse a investigar. Descubrí que la redacción que estaba antes que nosotros, aquella que poco a poco se fue yendo a otros proyectos (así lo vendieron), sin más, habían abandonado el barco por puro hastío. Tenían los mismos problemas a los que nos enfrentamos nosotros: horarios infinitos, textos editados de forma irracional, una forma de hablar y de comportarse claramente abusiva y con sucesivas faltas de respeto. Fue entonces cuando descubrí que no era personal. Que yo no tenía ningún problema, al menos nada preocupante. Que a lo que me enfrentaba era a una personalidad tóxica y sólo tenía una opción: huir lo más lejos que pueda, como ya hicieron otros.

Pero claro, no todos abandonan el barco. Al final, cada uno tiene sus circunstancias. Para algunos de los redactores este es su primer sueldo, su primer trabajo, su primera oportunidad. Y lo que les han hecho creer es que hay que tragar con todo, porque ser joven significa aprender, y el saber no es compatible con la vida privada. Uno de los recursos más usados por la dirección es "la vocación".

Esta es una palabra hermosa. Ciertamente, el periodismo es una de las profesiones más vocacionales. Hay otras, como la medicina, (¿os imagináis a un médico al que se le dice que haga guardias gratis? Al día siguiente tienes a 200 sanitarios en la puerta protestando. Pero en el periodismo, no. El periodismo es sacrificio. Es una dedicación plena, son redacciones donde el humo del tabaco (y el cáncer) lo cubrían todo. Era así, al menos en 1980. Hoy, no tiene sentido.

Pero si coges a unos jóvenes (a mí parecer brillantes) y les dices que tienen que estar ahí horas y horas para aprender, que esta es una profesión en la que se sabe cuándo se empieza pero no cuando se acaba tienes a los esclavos perfectos. Baratos y eficientes. Hasta que se quemen y se vayan a un sitio mejor, o acaben adquiriendo esa filosofía y el resultado sea adiestrar a una panda de tiranos.

Sois como "detectives privados" les decían. Y tan panchos se quedaban. Qué romántica es la esclavitud. Qué maravilloso trabajo sin vida. Qué forma de confundir a unos redactores que llegan con toda su ilusión. Yo decidí dejar el barco. Aunque, antes hablé con mi jefa. En varias ocasiones le dije que el rimo es inviable, que los objetivos son incompatibles con una vida personal, pero todo caía en saco roto.

Finalmente, opté por escribirle una carta a recursos humanos. Les conté todo lo que hoy escribo aquí, y para reforzar mi argumento añadí las opiniones de compañeros de otras redacciones. Adjunté la hoja de horas del mes, que teníamos que rellenar siempre cumpliendo las 8 horas diarias, hasta las 40 mensuales que dicta en nuestro contrato.

En esa hoja puse los horarios reales que había hecho ese mes. sin filtros. Para demostrar que no era una pataleta. La respuesta fue un despido fulminante. Desde que envié la carta a recursos humanos no volví a saber nada de mis dos jefes. No me han dirigido la palabra. No hemos vuelto a hablar. El despido me llegó por email y desde el mismo departamento de recursos humanos.

Eso sí, el verano ha sido genial! y pasar tiempo con los míos no tiene precio. Gracias.

Hasta la semana que viene, con otro tema.

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