Mango y bolillo [parte I]

Crónica pre-pandémica sobre el día a día de las y los vendedores ambulantes de la Plaza de Bolívar

Juan Diego Barrera Sandoval
10 min readDec 15, 2020
Fotografías originales del autor, Juan Diego Barrera Sandoval

Se detuvo, dejó todo en la mesa, palpó el bolsillo derecho de su delantal perfectamente blanco y antes de decirlo dirigió la mirada hacia el edificio que lo separaba del atardecer: “ese cadete no me pagó el mango, María”.

No era la primera vez que pasaba. Cada tanto alguien envía a un guarda presidencial, un agente del ESMAD o algún asistente de la alcaldía al carro de mango de Neftalí. Una buena porción de esas veces, por distracción o por malicia ‑María insiste en que es por esto último-, no pagan el vaso de mango que se apuran a llevar al despacho de su superior.

“Hijuemadres. Y cuidado va uno a reclamarles, ¿no?”, exclama María. Neftalí se queda mirando hacia el edificio del Congreso desde su puesto en la esquina suroriental de la Plaza de Bolívar. “CADETE ARGEL, G.P.”, anota en su libreta, al lado de los precios del mango filipino dulce y del jarabe de cereza del puesto de raspaos. “¿Qué pasa si reclaman?”, pregunto yo. “De todo”, suspira Neftalí. “Lo multan a uno, lo sacan, son groseros… si quieren hasta se llevan los carros o los rompen. Para ellos somos el peor enemigo. O mango o bolillo.”

(Recomiendo acompañar la lectura con la escucha de esta canción de La Muchacha)

El Ministerio de Trabajo y Economía Social estima que en Colombia habían más de 13.5 millones de trabajadores informales en 2019, de los cuales 2.5 millones eran vendedores ambulantes. En Bogotá residen 1.6 millones de trabajadores informales, pero no tenemos idea de cuántos de ellos recorren la ciudad con carretas, cajas y maletas, como vendedores. A mi llegada a la plaza, José Fernando, vendedor de jugos de la esquina nororiental, musitó bajo su tapabocas que “es que el censo lo empezaron el año pasado.” “Igual esas ayudas del IPES no sirven de ni mierda así uno quiera mejorar el servicio.”, agregó.

El Instituto para la Economía Social (IPES) es el encargado de implementar las políticas públicas en torno al trabajo informal. En años recientes, su campaña frente a los vendedores ha girado en torno a la instalación y asignación de módulos — sean kioscos o triciclos asignados a ubicaciones específicas- que reemplacen los modos de venta ambulante. A estos beneficios aspiran los vendedores colombianos censados que se encuentren entre los 18 y 59 años que trabajen en las localidades donde residen. La política es altamente cuestionada por sus requerimientos -más de un tercio de los vendedores son mayores de sesenta- y sus condiciones de uso. “Es más: lo roban a uno debajo de cuerda con eso de las casetas. Entre 50 y 150 le cobran a uno los policías dependiendo de la zona cuando eso en ningún lado dice que lo cobren. Imagínese. A mí ya me encartaron con este carro:”

José

Nuestra conversación fue entrecortada: el sol ardía y él, solo, atendía una muchedumbre de clientes desesperados por recibir su pedido e ir a ocultarse a la sombra. Su delantal con logos del distrito se ondeaba mientras trabajaba y lanzaba toscos “a la orden, veci” para que los clientes le dictaran lo que querían.

Una vez se desocupó le pregunté acerca de su frustración, que parecía contradictoria con sus prendas. “Yo por mi tipo de producto no puedo aplicar a caseta fija, porque eso es para mecato, cigarrillos y esas cosas que vienen listas. Entonces uno coge estos carros para que la policía no lo joda a uno, pero eso tiene sus costos, como ir a capacitarse en higiene y atención al cliente, y otros costos que uno va descubriendo. Entonces si a mí no me joden, es porque yo me comprometo a tener mi carro estacionado en un punto y a gastar en estos vasos plásticos para la fruta, que además me reducen las ventas. Yo envaso con gusto, porque es más higiénico, pero vendo menos porque los extranjeros quieren la fruta exótica ahí como recién recogida. Y claro, me cuesta más. En cambio, ¿si ve lo que está haciendo allá ese veneco?”

Harold

A unos metros, un joven de no más de 30 rociaba una montaña de mangostinos con una botella de agua agujerada en la tapa. José me explicó que ese era un viejo truco de los fruteros ambulantes para mantener el producto con aspecto fresco, pero, según él, el chico en cuestión llevaba con el mismo surtido cerca de dos meses. “Harold es un pillo. Ese se la pasa es robando. El puesto es para disimular. Por eso es que no vende el veneco ese.” Antes de enfrascarme en una discusión con él, me percaté de la intención de sus palabras y de la motivación que les subyace: la migración venezolana a multiplicado con creces el trabajo informal, aumentando la competencia.

Me despedí de José y bajo la cobertura de un grupo de turistas le tomé una foto a Harold, percatándome de que no me viera. Me dispuse a hablar con él, pero su agudísima y consentida voz fue cortante, como quien quiere escapar o zafarse. Sin embargo, en sus ojos fue apareciendo un brillo que sólo he visto en los niños pequeños cuando los adultos les preguntan su opinión sobre discusiones de grandes: la emoción de quien se siente por primera vez reconocido. Al final me sonrió y me regaló un mangostino. Di el salto de fe, la voz de José aún retumbando en mi cabeza, y lo probé. Estaba fresco y delicioso.

Rubén

Subiendo por esa calle, la de la Casa del Florero, hay varios vendedores de tinto y de bebidas calientes con alcohol. Uno de ellos es Rubén. El hombre, que portaba la camiseta del LA Galaxy de Beckham, lleva dos años con su puesto y viene de Táchira, en Venezuela. Para él, contrario al caso anterior, la xenofobia no es tan presente. “La gente es muy cordial. Mientras uno trabaje y no se meta con los demás, todo bien.” Durante el paro nacional, Rubén se percató de que las movilizaciones iban más allá de la plaza, y empezó a desplazarse con los manifestantes al encontrar que las concentraciones estaban en otras partes. “Caminé de acá a la 100, una vez hasta la 180. Me recorrí la séptima y una vez bajé hasta la Plazoleta de la Hoja, allá por Paloquemao. Quedaba cansadísimo pero se vendió bien.”

Los seis puestos de obleas que hay entre la Plaza de Bolívar y el Teatro Colón tienen el aviso “Mick Jagger” y alguna alusión a la que para muchos es la banda más importante de la historia del rock. Algunos insisten en que Jagger les compró a ellos. Uno llegó a decir que el cantante le compró a su hermana.

Todo empezó cuando el cantante de Rolling Stones descendió por la calle décima durante un nublado jueves bogotano. Estaba acompañado de escoltas, policías y un traductor, que sería el mismo grupo que después lo llevaría a tocar esa noche en El Campin. De golpe, se le antojó una oblea. Yanet está 30 metros más cerca de la plaza y lleva 18 años con su puesto de obleas. Tiene 10 tarros redondos con tapas de colores, unas 5 pilas de obleas amontonadas y un uniforme que combina con el carro decorado, pero ningún hermano. “Por eso le puse La original. Me tocó poner hasta mi foto en el carro porque de la noche a la mañana me salió familia en todo lado.”

Yanet, quien vendió la oblea. Al fondo, Isabel
Isabel

“Él llegó y se quedó mirando el carrito de Isabel, aquí a mi izquierda. El traductor le explicó qué eran las obleas y él decidió que quería probar una, pero vino a comprar a mi puesto porque el traductor vio que Isabel tenía su almuerzo encima y dijo que el puesto estaba desaseado. Por eso yo con ella comparto que somos las obleas Mick Jagger, pero el resto no tienen nada que ver. La gente ve los videos y las fotos y vienen a donde es. Por eso nos ha ido tan bien. Los otros se han vuelto como enemigos por envidia. Imagínese. Por ese milagro. Yo ni sabía bien quién era ese señor.”

Si hay alguien que no hubiera cometido el error de Isabel es Neftalí. Lo primero que me contó, minutos antes de que el Cadete Argel se llevara un vaso de mango viche sin pagar, fue que lleva 18 años con su puesto de mangos y lo ha certificado la Uniminuto en atención al cliente. Además, el SENA certificó su puesto y sus productos en materia de higiene, y paga un registro en la cámara de comercio por el nombre de su negocio: “Mango y ponche”. “La alcaldía nos puede y nos debe ayudar es con eso: si ellos dicen que el problema es de aseo, capaciten. Uno quiere hacer las cosas de la mejor manera.”

Neftalí

“Es que ahora les toca”, me dice mientras saca del fondo de su carro una bolsa plástica, que contiene sus certificaciones y una copia de la Ley 1988 de agosto del 2019. El origen de su seudónimo, la “Ley Empanada”, es bien conocido: el 11 de febrero del mismo año un hombre recibió una multa de 800 mil pesos por comprar una empanada en la calle. La indignación pública fue masiva e inmediatamente se empezó a tramitar una política pública que, según Neftalí, era necesaria hace décadas. “Acá prometen una cantidad de cosas, pero uno no las ve. Nadie se apersona de eso. Nos siguen mandando a la policía cada nada y en los eventos públicos nos siguen echando. Tampoco le dan garantías al que compra, porque honestamente no todo el mundo tiene su puestico bien cuidado”. La ley estipula que una política estructural para la dignificación y formalización de la venta ambulante debe estar vigente antes del próximo agosto.

“Es lo mínimo”, dice con una sonrisa. “Esta carro ya debería ser patrimonio de la Nación.”

María también parquea su puesto en la esquina. Se casó con Neftalí hace 18 años. Tienen una hija llamada Carolina, que les ayuda con su puesto.

María

Mientras hablaba con ella, el vendedor de mango cruzó la calle aireando un “¡Don Alberto!”. María reacciona y susurra para sí: “Pero si ya le pagó…”. Don Alberto, un hombre de unos 50 años, de chaqueta de cuero y gafas oscuras, discute en voz baja y gestos grandes con Neftalí, que asiente con la cabeza y unos ojos bien abiertos. “No le vaya a tomar foto”, me dice María casi en un susurro. Al volver, Neftalí mira con preocupación a su esposa y lanza un “Ahorita le cuento.”

Son múltiples los reportajes realizados en Bogotá donde los vendedores ambulantes atestiguan ser víctimas de mafias que controlan el comercio en el espacio público. Algunos vendedores denuncian, con especial recelo por la protección de su identidad, cobros hasta de dos millones de pesos mensuales en algunas zonas de la capital del país. Las localidades de Santafé y La Candelaria tienen, según investigaciones periodísticas y policiales, presencia de redes extorsivas en las que incluso ha participado la policía.

Sin duda, una de las historias más particulares que escuché fue la de Jose Pablo, tan solo unos metros más al oriente, en la estratégica esquina del Colegio San Bartolomé. Jose Pablo lleva más de cuarenta año siendo un vendedor ambulante del sector. Me cuenta que atiende entre unas sesenta a ochenta personas diarias en un día tranquilo, y unas doscientas si hay manifestaciones o eventos y la policía no lo corre de su puesto. Hubo un día hace muchos años en el que no vendió nada.

Jose Pablo

“Yo siempre llego con mi carrito después de almuerzo y me quedo hasta tarde. Un día yo estaba llegando aquí a mi puestico. Poco me imaginé que ese iba a ser el día de la Toma del Palacio de Justicia. Yo no me di cuenta de nada y llegué como si nada acá a la esquina. Si me pareció raro que estaba medio solo pero yo iba mirando pa’l piso pensando en otras cosas. Cuando ¡PUM! estalla algo en la Plaza. Me asomo y hay un tanque en la entrada. Yo me asusté y me fui corriendo. Dejé todo botado. Qué tal pensaran que había una bomba. A lo mejor eso fue porque ese carrito no lo volví a ver. Me tocó comprar otro y estuve un mes consiguiéndome la plata.”

El martes siguiente fui a la plaza a pagar el mango y hacer algunas entrevistas más. No los encontré en su esquina de siempre. Subí unos metros a donde Yanet, la de las obleas Mick Jagger, a preguntar. “No sé mijo, desde el domingo no vienen. Eso pasa con nosotros cada tanto. Nos toca irnos una semanita o dos para conseguir de otra forma con qué pagar el surtidito o pagarle a Don Alberto. La otra es que algún policía los haya corrido. A mí gracias a Dios que no me pasa desde la visita aquella.” Solo me queda preguntarme quién tendrá que visitar y conocer a Neftalí, Carolina, María y todos los demás para que las cosas cambien.

*Este texto fue una entrega de mi clase “Crónicas y Reportajes”, en el primer semestre de 2020. Esta, su versión más reciente, es de mediados de febrero. En ese entonces el coronavirus era un bicho raro, extraño, una catástrofe ajena. Lo publico ahora porque no dejo de pensar en Neftalí, en María, en todas esas personas que me compartieron algo de su vida para mi reportería. Lo publico bajo el compromiso de hacer una segunda parte cuando tenga algo de tiempo, para saber cómo están. Lo publico para invitar a comprarle a los vendedores ambulantes y a tenerlos en cuenta dentro del horizonte de lo que políticamente exigimos y esperamos, que a mi juicio debe ser más que el restablecimiento de la normalidad.

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Juan Diego Barrera Sandoval

Me dicen Bal. Editor de Newspresso. Colaborador frecuente de El Enemigo y Shock. Tarotista y politólogo.